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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > I : HASTA FINES DEL SIGLO XV > INTRODUCCIÓN.— DE LAS IDEAS... > I : DOCTRINA ESTÉTICA DE PLATÓN

Datos del fragmento

Texto

Cuenta Xenofonte ateniense, en el capítulo X, lib. III de sus Recuerdos socráticos, que Sócrates, hijo de Sofronisco, preguntó un día al pintor Parrasio:

   —¿Crees que la pintura es representación de cosas visibles por medio de colores? Yo veo que cuando vosotros, los artífices, imitáis una forma hermosa, como no es posible hallar un hombre perfecto en todas sus partes, elegís de cada uno lo que más bello os parece, y formáis así un cuerpo hermosísimo [1] .

   —Verdad dices,—le contestó Parrasio.

   —¿Y no imitáis también una alma cariñosa, dulcísima y amable, o por ventura esta alma no es susceptible de imitación?

   —¿Y cómo ha de ser imitable, ¡oh Sócrates! lo que no tiene proporción ni color, ni en modo alguno es visible?

   [p. 12] —¿Y no acontece que el hombre mira de un modo dulce o de un modo hostil a otros hombres?

   —Así es.

   —Luego esto podrá expresarse en los ojos.

   —Sí, por cierto.

   —Luego también pueden representarse los afectos del ánimo.

   —Indudablemente,—dijo Parrasio.

Otro día fué Sócrates al taller del escultor Criton y tuvo con él este diálogo:

   —Veo, Criton, cuán bellos son los corredores, luchadores, púgiles y atletas que tú representas; pero ¿cómo llegas a darles vida?

Dudó un poco Criton antes de responder, y Sócrates acudió a darle la mano, diciendo:

   —¿Lo haces mediante la imitación de formas vivas?

   —Sí, por cierto.

   —Luego podrás también expresar y hacer visibles las cosas que, por medio del gesto y de la mirada, se manifiestan en los cuerpos?

   —Verdaderamente que sí.

   —Luego la escultura debe reproducir, por medio de la forma, los afectos del alma, de tal modo que los hombres parezcan vivos.

Por primera vez proclamaba en estos diálogos el moralista más popular de la antigüedad el valor de la expresión moral en el arte; pero al mismo tiempo, su recelo en orden a las especulaciones ontológicas le hacía encerrar el concepto de la belleza en una fórmula estrictamente relativa, que toca los linderos del concepto de utilidad. Así podemos aprenderlo en el cap. VIII del mismo libro, donde Sócrates discurre con Aristipo sobre la noción de hermosura.

   —¿Qué es la hermosura?—le pregunta Aristipo.

   —Muchas cosas,—responde Sócrates.

   —¿Pero son cosas semejantes entre sí?

   —Algunas son muy desemejantes.

   —¿Y cómo puede ser bello lo que difiere tanto de otra cosa bella?

   —Llamo hermoso y bueno todo lo que es acomodado a su fin.

   [p. 13] —¿Dices, pues, que una misma cosa puede ser bella y fea?

   —Sí que lo digo, y añado que puede ser a un tiempo buena y mala. Lo que es bueno para el hambre, es malo para la fiebre; lo que es hermoso en la carrera, resulta feo en la palestra, y al contrario; porque todo es bueno y hermoso en cuanto sirve a su fin, feo y torpe en cuanto no sirve. Y así vemos que la casa que es buena para el invierno, es mala para el verano.

En el cap. VI, lib. IV de la citada obra, Sócrates, en diálogo con Eutidemo, vuelve a encerrarse en el mismo estrecho y relativo empirismo, llamando bello a todo lo que es útil para el objeto a que se destina.

Así, aún no nacida la ciencia estética, se iniciaba ya la funesta intrusión del concepto de utilidad, o de finalidad útil, en los dominios de lo bello.

Semejante invasión venía a herir de plano el armonioso conjunto de las ideas helénicas respecto de la hermosura; ideas que no estaban escritas, pero que inspiraban y vivificaban secreta y cariñosamente toda obra de ingenio, porque en las razas privilegiadas y próceres en cuanto al sentimiento artístico, una estética latente, pero real y armónica, antecede al desarrollo especulativo de la filosofía de lo bello. Que la belleza tenía por sí un valor propio, real y substantivo, independiente de cualquiera relación extrínseca, llámese utilidad o de otro modo, bien lo mostró el padre Homero, haciendo caer a Ulises de rodillas ante Nausicaa, porque nunca los ojos del sabio Ithacense habían visto otra belleza igual, ni de varón ni de mujer. Y de un modo semejante, los ancianos de Troya daban por bien empleadas las fatigas de la guerra, que les consentía tener dentro de sus muros a aquella mujer cuya belleza igualaba a la de los eternos dioses.

Presentaron Homero o los poetas homéricos, sin auxilio de teorías, y como por intuición semidivina, el dechado más perfecto y ejemplar de arte que han podido contemplar entendimientos humanos, y sus procederes técnicos se perpetuaron entre los aedos y los rapsodas, que constituyeron a la larga escuelas y certámenes públicos, en que la ingenuidad de la primitiva inspiración hubo de perderse, sobreponiéndose a ella los artificios de la profesión literaria, templados, no obstante, en aquella remotísima época, por la rudeza y simplicidad de las costumbres, y en aquella raza [p. 14] feliz, por el equilibrio casi perfecto de las facultades creadoras. [1]

Así se fué educando lentamente una generación literaria más reflexiva y estudiosa, engendradora a la larga de gramáticos y de sofistas. La tradición literaria y el innato buen gusto bastaron a guiar a los críticos o diaskevastas, que, en la era de los Pisistrátidas, ordenaron en un haz las rapsodias homéricas y fijaron su texto. Al mismo período, que pudiéramos llamar espontáneo, de la crítica literaria, pertenecen los fallos de los jueces de los concursos dramáticos de Atenas; la oposición de Solón al teatro por considerarle como una nueva falsedad propia para pervertir a los ciudadanos; el elemento crítico que se insinúa en la tragedia ateniense (juntamente con el abuso de recursos patéticos y de ingeniosos efectos teatrales), haciendo, por boca de Eurípedes [2] , la censura y aun la parodia de la ruda naturalidad del viejo Esquilo; y la protesta que, en nombre del arte tradicional, patriótico y semirreligioso, formula la comedia antigua, dechado de lo cómico ideal y fantástico, en Las Ranas y en Las Tesmoforias [3].

[p. 15] Gran cúmulo de observaciones técnicas debió de contenerse también en los primitivos tratados sobre la música, en los ensayos que hicieron los gramáticos y sofistas (Córax, Tisias, Gorgias), para sistematizar la filosofía del lenguaje y las reglas de la retórica, y quizá en los libros perdidos del abderitano Demócrito, que escribió, según refiere Diógenes Laercio, del ritmo y de la armonía, de la música, de la belleza de los versos de Homero y de la corrección del lenguaje, de la Pintura, de la Historia, etc., etc. [1] . Con todo eso, los sofistas más bien que los filósofos, analizando por primera vez las condiciones estéticas del lenguaje, fueron también los primeros en sentar las bases de una teoría de la elocuencia, no alterada en lo substancial ni por el mismo Aristóteles; debiendo añadirse que ellos educaron la prosa griega y le dieron su ritmo propio, distinto del de los versos, y que si a los principios afectó pompa monótona y simétrica, harto más ingrata que los candorosos anacolutos de los primitivos logógrafos, trocóse luego en instrumento fácil y armonioso de la divina filosofía de Platón y de la austera palabra de Demóstenes [2].

[p. 16] Viniendo después de la tendencia, en todo relativa o más bien escéptica, de los sofistas, no son de maravillar las proposiciones de Sócrates que antes trasladamos, conforme al verídico testimonio de Xenofonte, el cual, por ser de índole mucho menos propensa [p. 17] a la metafísica que los demás condiscípulos suyos, reprodujo también con rasgos menos idealizados la figura del pensador popular, psicólogo y moralista.

Pero dentro de la misma escuela socrática comenzaba a despertar [p. 18] la tendencia contraria, que, apartando la vista de lo fenomenal y limitado, busca en región más alta el principio generador de lo bello, así en las obras de la naturaleza como en las del arte. Fué intérprete de esta tendencia y (por decirlo así) hierofante y revelador de los misterios de la hermosura a los mortales, el filósofo más digno de declararlos, varón naturalmente estoico, amado más que otro alguno por la Venus Urania, y en quien toda idea y abstracción de la mente se vistió con los hermosos colores del mito y de la fantasía, templados por una suavísima tinta de ática ironía, fácil y graciosa.

Fué la filosofía de este sabio filosofía de amor, como él mismo la define. Yo nada sé, fuera de una exigua disciplina de amor, dice en el Theages [1] , y quería dar a entender con esto que su enseñanza no era dogmatismo estéril y cerrado, sino que se fundaba en la simpatía entre maestro y discípulo; fusión íntima, misteriosa y divina, única que puede hacer fecunda la transmisión de las ideas, para que éstas no caigan en el alma del oyente como en tierra ingrata a los afanes del cultivador. Y quería indicar además que sin las alas del amor (entendido como deseo de la sabiduría) no puede menos de ser flojo y tardo el ascenso del alma a las regiones de lo puro inteligible. Empédocles había comprendido el amor como elemento esencial de su teoría cosmogónica; Platón le hizo entrar el primero en una teoría metafísica. Ciencia del Amor o Ciencia de las Ideas son para él términos idénticos, puesto que el Amor, lo mismo que la Idea, reduce la pluralidad a unidad, y crea el orden, la armonía y el número en el universo, componiendo todas las oposiciones y diferencias. La ciencia del amor es, por consiguiente, una verdadera Dialéctica.

Ni tampoco se enderezaba esta doctrina platónica a henchir de vanagloria el ánimo del alumno, sino a producir en él la templanza o sophrosyne, unida a la justicia, según leemos en el diálogo de Los Amantes [2].

[p. 19] A causa de su forma libre y poética de exposición, no puede decirse que la doctrina platónica (aquí nos limitamos a la que especula sobre el amor, la hermosura y las bellas artes) se encuentre compendiada en un solo diálogo, sino derramada en muchos y muy desemejantes, e informando ocultamente los demás. Recorrerlos todos es imposible; pero conviene analizar los más señalados, porque nada ha infliído de un modo tan directo y eficaz en todos los idealismos posteriores; y aunque el idealismo ande hoy decadente, nunca deja de ser la mitad, por lo menos, de la especulación científica.

Volvía triunfante el rapsoda Ion [1] de los juegos de Epidauro, cuando se le hizo encontradizo Sócrates, y quiso persuadirle que no era el arte quien guía al rapsoda, sino cierta fuerza divina que le mueve, al modo que el imán atrae los anillos de hierro. Así arrebata el divino furor a los poetas, y son admirables los épicos, no por el arte, sino por este instinto sagrado, y lo mismo los mélicos (o líricos), que, arrebatados de un furor análogo al de los Coribantes, se empapan en la armonía y en el ritmo, y salen de seso como las Bacantes, que se imaginan beber en los ríos leche y miel. Porque el poeta es cosa leve, alada y sagrada, que trae sus cantos de los huertos y de los vergeles de las musas, y no puede poetizar sino cuando está lleno del dios y arrobado. Un dios saca de seso a los poetas y los convierte en oráculos y adivinos suyos. No hemos de creer, pues, que hablan ellos, sino que habla el dios por su boca.

A esta teoría de la inconsciencia artística acampaba en el Ion otra, muy digna de notarse, sobre las relaciones entre el artista y el público. El espectador es el último anillo de una cadena cuyos eslabones se enlazan por su virtud atractiva semejante a la piedra imán, siendo el anillo medio el rapsoda o el mimo, y el anillo primero el poeta, por ministerio del cual lleva el dios los ánimos de los hombres a donde le place.

El arte empírico y utilitario que los sofistas llamaban Retórica, ha sido discutido por Platón en uno de sus diálogos más extensos [p. 20] y famosos, el Gorgias [1] . Pregunta Sócrates a Gorgias qué idea tiene de la Retórica, y contesta él que la Retórica versa sobre las palabras: περ&λσαθυο; λὂγους , en las cuales consiste toda la virtud y eficacia oratorias.

   —¿Y qué palabras son esas?—continúa interrogando Sócrates.

   —Las mejores y más excelentes.

   —¿Y en qué consiste su excelencia?

   —En llegar los hombres, por medio de ellas, a dominar en su ciudad, a persuadir con palabras a los jueces en el tribunal, a los senadores en la asamblea, a los congregados en el ágora.

   —Luego la Retórica es arte de persuasión (objeta Sócrates); pero también hay otras artes que persuaden: variarán, pues, en el modo de la persuasión y en la materia de ella. ¿Sobre qué versa la persuasión retórica?

   —Sobre lo justo y lo injusto, responde Gorgias.

   —Pero no hay ciencia alguna que sea a un tiempo verdadera y falsa; habrá, pues, dos maneras de persuasión: una fundada en doctrina, y otra que carece de ella. Aquí Gorgias, en vez de contestar directamente a la objeción socrática, pondera en gárrulas frases la utilidad de la Retórica con tal que se haga buen uso de ella y no se la deshonre; y aun entonces será lícito aborrecer, mandar al destierro y aun matar al que abuse de la elocuencia; pero no a su maestro. Sócrates obliga a Gorgias a declarar que no atañe al retórico conocer las cosas mismas, tales como son en sí, y que le basta tener cierto arte para persuadírselas a los ignorantes.

   —Pero a lo menos deberá conocer lo que es bueno o malo, hermoso o feo, justo o injusto, antes de llegar al aula del maestro de Retórica, o tendrá éste que enseñárselo,—objeta Sócrates.

   —Así es,—dice Gorgias.

   —Luego el que aprende lo justo, será justo.

   —Concedido.

   —Y obrará la justicia y no hará injuria a nadie. Luego forzoso es que el retórico sea justo, y entonces, ¿cómo ha de ser posible [p. 21] que nadie use injustamente de la Retórica, como tú decías, ¡oh Gorgias!?

Aquí interviene otro sofista agrigentino llamado Polo, y pregunta a Sócrates:

   —¿Qué arte juzgas tú que es la Retórica?

   —Ninguna especie de arte, a decir verdad, sino cierta práctica.

   —¿Y práctica de qué?

   —De producir gracia y placer, no de otro modo que el arte de cocina y la sofística y el arte cosmética, partes de un estudio nada bello ni honesto, fundado en la adulación del apetito. La retórica es un simulacro o fantasma de la ciencia política, y, por tanto, cosa torpe, como lo es el arte opsónica, simulacro de la medicina, y la cosmética, que simula la verdadera hermosura corporal, la cual se adquiere sólo por la gimnástica. Y es fundamento de todas estas artes la adulación, porque sólo tiran a halagar el gusto, y no se fundan en razón; así, la sofística remeda a la nomotécnica o arte de legislar, y la Retórica a la dicástica o arte de justicia.

Replica groseramente Polo que los retóricos ejercen en las ciudades igual poder que los tiranos, matando a quien quieren, despojándole de su patrimonio y arrojándole de la ciudad.

   —Ni los tiranos ni los retóricos hacen lo que quieren (contesta Sócrates): hacen solamente lo que les parece bien, y esto de ninguna manera ha de tenerse por gran poder, puesto que le posee un loco.

Y aquí, por medio de una digresión ética fundada lógicamente en el optimismo socrático, Platón distingue el fin y el medio de la acción humana. El fin es siempre el bien, y nadie que esté en su juicio tiende al mal. De los medios se escoge el que pueda acomodarse y proporcionarse al fin. No hace el hombre el mal por voluntad propia, sino por ignorancia de la relación que hay entre los medios y el fin... Las ideas favoritas de Sócrates: que la virtud es una ciencia, y que el criminal tiene derecho a la pena, dominan en esta parte del diálogo, que sólo en apariencia se desvía del objeto principal, para defender la idea de justicia y la pura noción del sumo bien contra los sofistas que tienen por suprema felicidad la tiranía. Si el malo es siempre desdichado, lo es todavía más cuando no paga la pena de su injusticia: él mismo debe confesarla y ofrecerse al castigo, aunque le pongan en tormento, aunque le [p. 22] saquen los ojos, aunque vea el suplicio de su mujer y de sus hijos, aunque le crucifiquen, o le quemen vivo, o le sumerjan en pez hirviente, porque así será mucho más feliz que si en su ciudad usurpase la tiranía y viviese a su capricho, de tal manera que le envidiasen todos los ciudadanos y los extraños.

Niega Polo la identidad entre lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo. Y Sócrates le pregunta:

   —Cuando llamas hermosos los cuerpos, las figuras, los colores, las voces, los estudios, ¿no lo haces refiriéndolos a la utilidad o al placer que producen en los espectadores? Lo mismo ha de juzgarse de las artes y disciplinas. Lo bello se define por el deleite y por el bien; lo feo, que es su contrario, por el dolor y por el mal. Luego el que castiga justamente, y el que es justamente castigado, hacen y producen cosa bella, buena, expiatoria y que limpia de la depravación el ánimo.

De todo esto deduce Sócrates que la Retórica es arte inútil y nociva, como no nos valgamos de ella para acusarnos a nosotros mismos y a nuestros deudos y amigos, cuando hayamos o hayan ellos cometido algún crimen, y para descubrirle y sacarle a luz, hasta que, siendo castigados, se libren ellos o nos libremos nosotros de nuestra maldad y error de ánimo, y sin temor ni vacilación nos entreguemos, con los ojos cerrados, al tormento, al destierro, a la muerte, como quien se entrega al médico para que con el hierro y el fuego le cure.

Tales sublimidades morales no aquietan a los sofistas, y Calicles comienza a defender la teoría del placer, la ley del más fuerte y los instintos de la naturaleza sensible, contra la ley moral y la ley escrita. La naturaleza nos muestra que los más fuertes y robustos deben poseer y gozar más que los débiles e inferiores. La ley es un fingimiento y una convención; la filosofía, entretenimiento de niños, vano y ridículo para hombres hechos.

Entonces prueba Sócrates que no se ha de confundir el deleite con el bien, por ser el deleite cosa relativa que va mezclada siempre con el dolor de la privación o necesidad moral sentida, al contrario del bien, que es, por su esencia misma, absoluto. El placer es común a todos, y el bien no, ni el bien se mide por la intensidad y la duración del deleite; y cuando se habla de deleites conformes al bien, es el bien mismo, no el deleite, lo que se convierte [p. 23] en regla de vida. No se ha de buscar el bien por el deleite, sino el deleite por el bien.

Artes adulatorias del deleite, lo mismo que la Retórica, son la didascalia de los coros, y la poesía ditirámbica, y aun la misma tragedia, que se dirige principalmente a halagar el gusto de los espectadores. La poesía es una manera de Retórica; la Retórica popular, una especie de poesía desligada de la forma métrica.

Puede haber, con todo esto, dos maneras de oradores: unos que miran en sus discursos a la utilidad de los ciudadanos y procuran hacerlos mejores con sus palabras, y otros que quieren engañar al pueblo con halagos, como a los niños. El arte de los primeros es adulatorio y torpe; el de los segundos hermoso y bueno, como lo es siempre el decir la verdad, agrade o no a los oyentes. «De este género de oradores que hayan hecho más buenos a los atenienses, aún no hemos visto ninguno, ni lo fueron Cimón, Milciades ni Pericles.»

Pero la Retórica de tal varón, dado que alguna vez exista, será arte, porque mirará a algún término, es decir, al bien, y conforme a él ordenará su obra, o le dará cierta forma ajustada al orden, y así será arte, porque el arte es orden y ornato; y de esta manera, el orador artificioso y bueno ahuyentará del ánimo de sus conciudadanos la injusticia y la destemplanza, y hará que reinen en ellos templanza y justicia, porque el alma que tiene su ornato propio es mejor que la que carece de él. Este ornato es la templanza y la sophrosyne, a segrur y ejercitar la cual debemos enderezar todos nuestros esfuerzos, apartándonos por igual razón de la intemperancia, para obtener la felicidad. Quien se deje arrastrar de las pasiones, no será querido ni de los hombres ni de los dioses, ni podrá vivir socialmente y en amistad; porque ya nos enseñaron los sabios antiguos que el cielo y la tierra y los dioses y los hombres estaban unidos por cierta sociedad y amistad (philia), por ornato, por sophrosyne y por justicia: de aquí que el mundo se llame cosmos y no acosmos; de aquí que valga tanto la armonía geométrica entre los hombres y los dioses.

Este es el punto culminante de la discusión, puesto que el divino filósofo prodama el valor absoluto y transcendente de la ley de armonía, de justicia, de orden; ley que es a la vez ontológica, ética y estética. No importa el vivir, sino el vivir conforme [p. 24] al orden; ni se ha de amar por sí misma la vida, sino dejar a Dios el cuidado de ella. Todo arte que tiende al deleite, es arte servil, y todavía concede Platón a la sofística cierta ventaja sobre la Retórica, por la misma razón que la nomotética se aventaja a la juciaria y a la gimnástica.

Para entender cómo, en el pensamiento de Platón, se concordaban la idea de la absoluta inconsciencia del artista, manifestada en el Ion, y el fin moral y purificador que asigna al arte en el Gorgias, y exagera luego, como veremos en la República y en las Leyes, conviene penetrar más adelante en la teoría platónica, y preguntar a otros diálogos suyos lo que el filósofo pensaba sobre el concepto de la belleza y sobre la noción del amor, inseparables en su mente del concepto del arte.

No es el Hipías Mayor [1] , si sólo se le mira en la corteza, un diálogo dogmático, sino polémico, o más bien erístico [2] , ni da al parecer solución alguna, aunque pone en camino de buscarla; pero lo cierto es que en el fondo de esta especie de comedia, donde ojos poco atentos sólo verán la vanidad burlada del sofista Hipías de Elea, «que con el estudio de la sabiduría había acumulado más dinero que ningún otro de los griegos», yace el principio capital de la estética platónica (antítesis viva de los principios del Sócrates de Xenophonte), esto es, que la belleza es una idea o realidad ontológica separada e independiente de las cosas bellas, y por cuya participación pueden llamarse bellas estas cosas («y todas las cosas hermosas por la hermosura son hermosas»).

[p. 25] Veamos ahora por qué hábiles procedimientos dialécticos de exclusión y de reducción al absurdo, y con qué mezcla de blanda ironía, llega el Sócrates platónico a esta conclusión, no tan disimulada y latente como inducirían a creerlo las últimas palabras del diálogo.

Hipías ha leído en Esparta una oración sobre los hermosos estudios , y Sócrates le pregunta qué es lo bello, y si es algo como la justicia que hace justas las cosas, y la sabiduría que hace los sabios, y el bien que hace las cosas buenas; porque si el bien, la sabiduría y la justicia no existiesen, no habría cosas buenas, justas ni sabias. Hipías, con su ligereza de retórico, empieza confundiendo lo bello con las cosas bellas; v. gr.: una mujer hermosa, un caballo hermoso... «Y una hermosa olla fabricada por un buen alfarero», añade Sócrates. Retrocede Hipías ante lo ridículo de la conclusión; pero Sócrates le enseña que la inferioridad sólo consiste en el género; y por eso (según parecer de Heráclito), el más hermoso de los monos resulta feo en cotejo con el género humano; pero lo mismo sucedería a la más hermosa de las mujeres y al más sabio de los hombres, si se los comparase con los eternos dioses. De aquí se inferiría que toda belleza es cosa relativa, no habiendo diferencia alguna esencial entre una belleza y otra.

Abandonada su primera posición, busca Hipías nueva definición de la belleza, y concede que lo bello es lo que adorna o decora las cosas bellas, y con su presencia las hermosea; v. gr.: el oro.

   —Luego fué rudísimo artífice Fidias (objeta Sócrates), que no hizo de oro, sino de marfil, los ojos, los pies y las manos de su Minerva.

   —También es hermoso el marfil,—responde Hipías.

   —Y entonces, ¿por qué no hizo de marfil, sino de mármol, las pupilas de los ojos?

Nueva definición de Hipías:

   —Lo más hermoso es ser sano, rico, honrado entre los griegos hasta la extrema vejez, y ser enterrado magníficamente por sus hijos.

   —Pero lo que buscamos (dice Sócrates) no es una belleza particular, sino aquello que hace hermosas todas las cosas en que reside: una piedra, un leño, un hombre, un dios, y toda acción y todo conocimiento; [p. 26] lo que es bello siempre y para todos. ¿Será la belleza el decoro, es decir, una mera relación o conveniencia? Pero ¿qué es el decoro ? ¿Lo que hace parecer bellas las cosas, o lo que las hace ser realmente bellas? Mas el que lo parezcan sin serlo es una falacia y un simulacro, y no puede ser tal la belleza que buscamos, independientemente de que las cosas parezcan bellas o no. Si el decoro y la belleza fuesen la misma cosa, no habría disputas entre los hombres sobre la belleza, porque parecerían bellas todas las cosas que realmente lo son. El orden, el decoro, la conveniencia manifestarán o harán aparecer en forma sensible la belleza, y serán imagen de ella; pero nunca la imagen podrá confundirse con el original.

Y Sócrates continúa proponiendo definiciones, y analizándolas y destruyéndolas. Todas ellas han sido profesadas y defendidas, andando el tiempo, y han servido de base a sistemas estéticos. ¿La belleza es lo útil? ¿Será, pues, bella la fuerza, fea la impotencia, bello lo que sirve para algún fin, feo lo que para nada sirve? ¿Pero llamaremos bella la potencia que se ordena al mal? De ningún modo. ¿Y la que se ordena al bien? Sí. Luego la belleza será la causa eficiente del bien, será como su madre; pero no será el bien mismo, sino que se distinguirá de él como la causa se distingue del efecto, y el hijo del padre.

¿Será la belleza lo que nos deleita por el oído y por la vista, verbigracia, la hermosura humana, una estatua, un cuadro, el canto, la música, los discursos y conversaciones? Pero ¿cómo reducir a las impresiones de estos dos sentidos la belleza, y excluir los restantes, que también, a su modo, nos deleitan con la comida, la bebida, el acto carnal, etc.? ¿Por ventura no son agradables estas cosas? Y, sin embargo, ¿quién las llamará bellas, aunque las tenga por dulcísimas y suaves? Además, ¿llamamos bellas las ciencias y las leyes, porque se nos comunican mediante la vista y el oído, o por otra más alta razón? ¿Lo que es bello para el oído es bello para la vista, o viceversa? De ningún modo. Luego la belleza de la vista será distinta de la belleza del oído, y para encontrar su naturaleza común, hemos de buscarla fuera de los sentidos, porque si no, la belleza de un sentido excluiría la de otro. Algo de común tienen que las hace ser bellas: lo son por la esencia ideal que hay en ellas, de la cual esencia participan entrambos y cada una. [p. 27] Sócrates termina con el antiguo proverbio: «Todas las cosas bellas son difíciles».

El conocimiento, posesión y goce de esta belleza perfecta, suprema e ideal, se logra por medio de la filosofía de amor, cuyos misterios están expuestos por el hijo de Ariston con estilo ditirámbico, y casi profético y sacerdotal en dos diálogos, que contienen lo más sublime y arcano de su doctrina, y que en la relación de arte no ceden a ninguno de los suyos: el Fedro [1] y el Symposio, venero inagotable de conceptos para todos los teósofos y místicos posteriores.

A orillas del Iliso, «a la sombra del plátano, sobre la blanda hierba, lugar acomodado para juegos de doncellas, santuario de las ninfas y del Aqueloo, donde espira fresco viento y resuena el estivo coro de las cigarras», se sientan Sócrates y Fedro, a oir la lectura de un discurso de Lisias sobre el amor. Pero a Sócrates no le contentan ni la invención ni la disposición del elegante retórico. El ha aprendido mejores cosas sobre el amor, «leyendo a los antiguos hombres y mujeres, especialmente a la hermosa Safo y a Anacreonte el sabio y además le bullen en la mente mil ideas, que no sabe de dónde ni cómo le han venido». Fedro le excita a declararlas.

Previa invocación a las Musas, comienza a explicar Sócrates qué es el amor y cuál su fuerza. El amor es deseo. En cada cual de nosotros hay dos ideas dominantes e impelentes: un innato deseo de deleites, y una opinión adquirida que ambiciona lo mejor. Unas veces aparecen conformes estos impulsos, otras lidian entre sí. Cuando domina la opinión, llegamos a la templanza; cuando domina la concupiscencia irracional, su imperio se llama liviandad.

Al llegar a este punto, toma el discurso (palinodia le llama Sócrates, por ser en alabanza del amor, a quien antes había maltratado) un tono ditirámbico, como nacido de inspiración de las ninfas. Para conservar su verdadero carácter a este bellísimo trozo poético, hay que traducirle casi íntegro. Las mejores obras humanas (dice Platón) se hacen por cierto furor, manía o delirio que [p. 28] los dioses nos infunden. Manía es el arte que predice lo futuro, y por eso se llamó μαντικη . Manía, el arte expiatoria y propiciatoria que lava la mancha de antiguos crímenes, y manía también la inspiración poética que instruye a los venideros de los hazañosos acaecimientos de los pasados. Quien sin este furor se acerque al umbral de las Musas, fiado en que el arte le hará poeta, verá frustrados sus anhelos, y comprenderá cuán inferior es su poesía, dictada por la prudencia, a la que procede del furor vaticinante, concedido a nosotros por los dioses inmortales para nuestra mayor felicidad. También es manía el delirio erótico, el de la Venus Urania.

El alma es semejante a un carro alado, del cual tiran en dirección opuesta dos caballos regidos por un auriga moderador. Es oficio de las alas elevar el alma a la esfera de lo divino, sabio y bueno; a la región de las ideas, a donde se encamina el carro del mismo Júpiter, y tras él todo el ejército de los dioses y de los demonios, dividido en once escuadrones. Los caballos de los dioses son excelentes, y con facilidad llegan al término; pero el carro de los hombres, por la fuerza del caballo partícipe de lo malo, tira hacia la tierra. Aquel lugar supraceleste ningún poeta le alabó bastante, ni habrá quien dignamente le alabe, porque la esencia existente en sí misma, sin color, sin figura, sin tacto, sólo la puede contemplar el puro entendimiento. Allí reside la verdadera e inmaculada ciencia. Nutrido con ella el pensamiento divino, nutrido todo entendimiento en algún tiempo remoto, gozará y se alegrará en la contemplación de lo que es, y verá, como en círculo la justicia en sí, la templanza en sí, la ciencia del ente; y cuando esto haya contemplado, atará el auriga sus caballos al pesebre y les dará a beber néctar y ambrosía; que tal es la vida de los dioses.

No llegan a tan pura contemplación los hombres, sino que bregan con sus caballos entre tumulto y sudor, y unos ruedan del carro, otros vacilan y tropiezan; ni alcanzan a descubrir, sino de lejos, los resplandores de la verdad, y entre tanto se nutren con el alimento de lo opinable, que les hace anhelar por descubrir el campo de lo real, donde brotan las hierbas que vigorizan el ánimo. Y es ley de la diosa Adrastea que el ánimo imitador de los dioses que logre alguna parte de la verdad, pase ileso a otro círculo celeste [p. 29] y se trueque en filósofo amante de la hermosura, músico o erótico, y quien alcance menos, en rey o tirano. Los adivinos y profetas están en el quinto grado de la metempsícosis, y los poetas y demás artífices de imitación en el sexto. Sólo el conocimiento de la filosofía restituye al hombre sus alas y le hace recordar las ideas que en otro tiempo vió (doctrina de la reminiscencia), y despreciar las cosas que decimos que son, y volver los ojos a las que realmente son. El que se instruye en tales reminiscencias y sacrosantos misterios, se hace verdaderamente perfecto, se aparta de los míseros anhelos de los demás humanos, y atento a lo superior y divino, pasa por dementado a los ojos de la multitud, la cual ignora que está lleno de espíritu celestial. Y por eso, cuando ve alguna hermosura terrena, acordándose de aquella verdadera hermosura recobra sus alas y quiere volar; y como no puede hacerlo, y ama las cumbres y desprecia los valles, dicen las gentes que está loco, como si esta divina enajenación no fuese la sabiduría más excelente de todas. Toda alma de hombre ha contemplado en otro tiempo la verdad; pero el recordarla no es para todos, o porque la vieron breve tiempo, o porque, al descender, tuvieron el grande infortunio de perder la memoria de las cosas sagradas. Pocos quedan que las recuerden; pero cuando ven aquí algún simulacro de ellas, salen de su sexo, y ellos mismos no se dan cuenta de la razón, ni atinan con el género, sino que aciertan cuando mucho a vislumbrar entre obscuras nubes aquella nítida hermosura que en otro tiempo vieron al lado de Zeus y de los otros dioses, contemplando, cercadas de luz purísima, las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas ideas. Entonces estábamos puros y no ligados, como la ostra, a esto que llamamos cuerpo.

El privilegio de la hermosura es ser percibida por la vista; no así la ciencia, que excitaría ardentísimos amores, si cara a cara la contemplásemos. Quien no está iniciado en estos misterios, vase, como un cuadrúpedo, tras del deleite; pero quien está iniciado y ha contemplado las ideas en otro tiempo, en viendo un cuerpo hermoso, siente al principio una especie de terror sagrado, luego le contempla más, y le venera como a un Dios, y si no temiera ser tenido por loco, levantaría a su amor una estatua y le ofrecería sacrificios. Experimenta amor y ardor insólitos, y bebiendo por los ojos el influjo de la belleza, comienzan a brotarle alas, y siente [p. 30] extraño prurito y dolor, como los niños en las encías cuando empiezan a brotarles los dientes...

El un caballo de los que tiran el carro del alma es alto, bien dispuesto de miembros, erguida la cabeza, ancha la nariz, blanca la color, negros los ojos; es codicioso de honor, amigo de la sophrosyne y de la opinión recta, dócil a la razón y al dictamen prudente. El otro es torcido, obscuro y mal dispuesto, dura la cerviz, breve el cuello, aplastada la nariz, fosca la color, sanguinolentos los ojos; es súbdito de la petulancia y de la terquedad; hirsutas y sordas son sus orejas; apenas obedece al látigo ni a la espuela. Cuando el auriga ve un objeto hermoso, el uno de los corceles quiere arrojarse a él para disfrutarle, aquejado por el deseo bestial; pero el otro, contenido por la templanza, reprime su furia y da tiempo a que el auriga medite y traiga a la memoria la naturaleza de la hermosura y la vea inseparable de la templanza, y asentada en casto fundamento, por donde le inspira temor y reverencia. A este sagrado embebecimiento se aplica aquel antiguo mito de los hombres convertidos en cigarras, sin comer ni beber, absortos en el canto de las Musas.

La segunda parte del diálogo, más enlazada con la primera por el pensamiento del autor que por sus palabras expresas, versa sobre la Retórica. Sócrates manifiesta su acostumbrado desprecio a los logógrafos y sofistas; pero no condena en absoluto el arte de escribir, y trata de averiguar en qué consiste su perfección. Recuerda Fedro la sentencia de algunos, que afirman no ser materia del orador lo justo, sino lo que parece tal a la multitud. Pero ¿cuál será el fruto de semejante oración? Ni esa Retórica podrá llamarse arte, sino práctica o empirismo sin arte. No se limita la Retórica a los juicios ni a las arengas, sino que se dilata mucho más, y alcanza a toda la vida humana. La semejanza o desemejanza entre las cosas, principal base del arte retórica, sólo la conocerá quien penetre la verdad de las cosas mismas, no quien se deje guiar por la opinión. Para no tropezar en las ambigüedades en que tropieza la multitud, es necesario saber definir y conocer los caracteres de cada especie y de cada género. Ha de ser el discurso como un animal que no carezca ni de pies ni de cabeza, y tenga medios y extremidades, correspondientes al todo, y correspondientes entre sí. Dos especies hay de oratoria: unas veces el orador refiere a una [p. 31] idea los miembros esparcidos; otras veces, apoderándose de la idea general, la divide en sus especies. Ver lo múltiple y lo uno es el ejercicio propio del dialéctico (análisis y síntesis), y también el ejercicio propio del orador.

Desde tal altura, natural es que Sócrates desdeñe los libros del arte de decir, compuestos por los Trasímacos, Teodoros, Lisias y Gorgias, con la doctrina del exordio, el orden de las pruebas y los esquemas retóricos, que hacen parecer grande lo pequeño y pequeño lo grande. Todos estos preceptos retóricos son preparaciones y antecedentes para el arte, pero no son el arte mismo, a la manera que no basta mover los afectos para producir poesía trágica. La dificultad está en disponer el cuerpo de la tragedia o del discurso. Sólo la naturaleza, ayudada por la doctrina y el ejercicio, hace al orador excelente. Pero este arte es muy distinto del que Lisias y Trasímaco enseñaron, y apenas puede concederse el lauro de orador perfecto a otro que a Pericles, amamantado con la filosofía de Anaxágoras, de la cual aprendió la naturaleza y esencia del alma humana. El alma humana no se conoce sino conociendo el alma del universo. Y así, lo primero que deberían enseñarnos Trasímaco y los demás maestros de Retórica era si la naturaleza del alma es una y simple, o es multiforme según la variedad de cuerpos. En segundo lugar, cuáles son sus facultades activas y pasivas. En tercero, distinguiendo los géneros de elocuencia y los afectos del alma, mostrar qué razonamientos se acomodan a cada estado del espíritu, porque la fuerza de la oratoria consiste en ser una psicagogía o potencia de conmover los ánimos. Pero ¿cómo se han de conmover, si no se conocen los afectos del alma humana [1] , y no corremos tras de lo verdadero, contentos con lo verosímil, que es tan sólo un simulacro de verdad?

La retórica platónica, pues, no se distingue de la dialéctica más que en su poder afectivo e incitador o moderador de la pasión; pero conviene con ella en género y materia: dividir las cosas en sus especies, o comprenderlas todas en una idea. Este poder se ejerce más noblemente por la palabra que por el razonamiento escrito: la palabra es un animal vivo; el libro, un simulacro o apariencia.

[p. 32] En el Convite (Symposio), cada uno de los convidados al banquete triunfal del poeta trágico Agatón, hace, a propuesta de Fedro, un breve discurso en elogio del Amor [1] , el más antiguo de los dioses, y émulo del Caos en vetustez, según Hesiodo y Parménides. Establece Pausanias la distinción de la Venus Urania o celeste y de la popular o demótica, correspondientes en cierto modo a los dos grados del conocimiento platónico, la opinión y la ciencia. Prueba Eriximaco la universalidad del amor en la naturaleza viva. Toda ciencia es para él ciencia de amor y de armonía y consonancia entre principios desemejantes: así la música, así la astronomía, así la medicina, que concuerda los elementos discordes del cuerpo humano y puede ser llamada la ciencia del amor en los cuerpos; así el arte adivinatoria, que funda la amistad entre hombres y dioses.

Según Agatón, el Amor es el más feliz de todos los dioses, por ser el más bello, el mejor, y el más joven, tierno y sutil. Entre jóvenes mora, y huye de la vejez. Perpetuo enemigo de la fealdad, posa entre flores, y se deleita con aromas suavísimos. Posee en grado sumo la templanza que enfrena el placer y el deseo. Ni hace ni padece violencia. Es poeta, y hace poetas a los que él domina. Toda invención de arte liberal procede de él. Amor crea la familiaridad, los convites y las dulces congregaciones; preside las ceremonias y los sacrificios; es propicio a los buenos, y grato a los dioses; admíranle los sabios; es padre de la comodidad, de las gracias, del suave deseo y del encendimiento amoroso; ornato de hombres y dioses; a quien todo hombre debe celebrar con himnos, uniendo su voz a la canción que el mismo Amor entona, y con la cual esparce suave sophrosyne en el ánimo de hombres y dioses.

Sócrates observa que el Amor es amor de algo, y amor de aquello de que se carece. ¿Y de qué otra cosa puede ser amor sino de belleza, ya que los dioses ordenaron todas las cosas por amor de [p. 33] lo bello, y de cosas feas no puede haber amor? Pero si el amor busca la belleza que no tiene, evidente cosa es que no se le puede llamar hermoso por sí mismo, como quiere Agatón. Y si lo bueno es juntamente bello, tampoco es bueno el amor, puesto que desea el bien que no tiene.

Y Sócrates continúa declarando lo que del amor le enseñó una forastera de Mantinea, llamada Diótima, profetisa y gran maestra en purificaciones y sacrificios expiatorios. El amor no es bello ni bueno, pero tampoco es feo ni malo, así como la opinión no es la ignorancia, aunque tampoco sea la ciencia, sino un medio entre ambas. No todo lo que no es bello es necesariamente feo, ni todo lo que no es bueno necesariamente malo. Infiérese de aquí que el Amor no es un dios, porque no es bello ni feliz. Pero no es mortal tampoco, sino un medio entre mortal e inmortal. Es, por consiguiente, un demonio, pero de grande y extraordinario poder. Son los demonios seres intermedios, que llevan a los dioses los votos de los hombres o traen a los hombres las voluntades de los dioses, y mantienen la armonía en el universo, sirviendo de lazo entre lo mortal y lo inmortal, lo terreno y lo celeste. De ellos se derivan el arte profética y adivinatoria, y todo lo concerniente a la magia y a los sacrificios. Por medio de los demonios se comunican los dioses con los hombres, así en la vigilia como en el sueño. Uno de estos demonios es el Amor, hijo de Poros [1] y de Penía [2] , engendrado en las fiestas del natalicio de Afrodita, cuando su madre vino descalza y cubierta de harapos a pedir limosna a la puerta de los dioses. Como nacido de Penía, es pobrísimo, flaco y macilento; anda descalzo y sin lumbre donde calentarse; duerme en el suelo, por las calles o en los caminos. Como hijo de Poros, es fuerte, audaz y terco; anda siempre tras de lo bueno y lo hermoso; es astuto artífice de dolos e ingeniosidades, gran sofista, mago y encantador. Y como no es sabio ni tampoco ignorante,   filosofa y es amigo de la sabiduría [3] .

[p. 34] Amor es el deseo de poseer siempre el Bien y la Belleza, deseo común a todos los hombres, aunque sólo a una de las especies del amor se aplique el nombre del todo, como a una sola manera de producción aplicamos el nombre de poesía. Para comprender esta singular especie y manera de amor que por excelencia llamamos así, hay que considerar lo siguiente. Existe en lo bello un misterioso parto, así por lo que hace al cuerpo como por lo que respecta al alma. Un alma mortal se hace inmortal por la fecundación y generación en lo armónico; y la belleza es amparadora de la generación, como Parca o Lucina. De aquí que el Amor, más que amor de belleza, sea amor de engendrar o de producir en lo bello. Toda naturaleza creada y perecedera tiende a inmortalizarse y a dilatar su vida en un nuevo sér, por obra de generación: así llega a participar de la inmortalidad lo mortal, en quien todo cambia, y sin cesar se trasmuda. De aquí nace el anhelo de gloria, por el cual se arrojaron a la muerte la piadosa Alceste y Aquiles y Codro. Cuanto más excelentes son los hombres, más aman la inmortalidad. Unos son fecundos en el cuerpo, otros en el alma, y engendran y conciben de ella la justicia, la templanza y todas las virtudes. Esta fecundidad de alma la tienen los poetas y todos los artífices e inventores; pero aún es mejor género de prudencia la de los políticos que rigen bien la ciudad.

Quien siente en sí este anhelo de generación y lleva consigo la semilla de las virtudes, en abriendo los ojos a la razón, busca algún sér hermoso en quien engendrar, y por instinto huye de lo feo. Prefiere, pues, los cuerpos hermosos que decoran un alma bella y de generosa índole. Y viviendo íntimamente unido con el sér hermoso y amado, fecunda el germen de las virtudes que yace [p. 35] en su alma, y habla con él de virtud, y le encamina a ella, con familiaridad todavía más sagrada que la de los padres y los hijos. Así se engendran frutos de virtud y de ciencia; de bellas obras y de sabias leyes, como las de Licurgo o de Solón. Por tales hijos espirituales se han levantado templos; nunca por los hijos humanos.

Estos son los primeros grados de la iniciación del amor, lleguemos a los últimos. Comience el que ama por amar un solo cuerpo; comprenda luego que no reside en él toda la belleza, sino que es la misma de otros cuerpos y una sola en todos, con lo cual dejará de amar exclusivamente al primero. Entienda que la belleza del alma es superior a la del cuerpo; y si encuentra un alma armónica, aunque el cuerpo no lo sea, siembre en ella máximas de virtud, y contemple y admire la belleza realizada en las acciones y en las leyes. Pase de aquí a la belleza de las ciencias, tendiendo siempre a una belleza más alta, y no esclavizándose a una sola, sino abismándose en el inexhausto piélago de la hermosura, hasta que, nutrido y vigorizado con tan copiosa filosofía, contemple la ciencia una, la ciencia de la belleza en sí.

«Y el que por sus grados haya sido conducido hasta aquí, viendo por su orden las cosas bellas, llegado al fin de los arcanos de amor, verá de súbito una admirable belleza, por la cual, ¡oh Sócrates! bien podemos tolerar los anteriores trabajos; la cual belleza existe siempre, y ni nace ni muere, ni mengua ni crece, ni es en parte hermosa y en parte fea, ni hermosa unas veces y fea otras, ni hermosa respecto de unas cosas y fea respecto de otras, ni hermosa aquí y fea allí, ni parece a unos hermosa y a otros fea. Ni puede imaginarse esta belleza como un rostro hermoso o unas hermosas manos, o cualquiera otra cosa corpórea; ni como un razonamiento, ni como una ciencia. Ni podemos pensar que resida en otra cosa, v. gr., en un animal o en la tierra, o en el cielo, o en otra cualquiera parte, sino que ella existe por sí misma, y uniforme siempre, y todas las demás cosas bellas lo son porque participan de su hermosura, y aunque todas ellas nazcan o perezcan, a ella nada se le añade ni nada se le quita, ni ella se inmuta en nada».

Y así, el que comienza por amar un cuerpo, y de allí pasa a dos, y luego ama todos los cuerpos hermosos, y después las bellas acciones y las ciencias o doctrinas bellas, llegará finalmente a la [p. 36] doctrina de la misma belleza, y conocerá lo que es bello en sí. «Y cuando llegues a contemplarla (añadió la extranjera de Mantinea), te parecerá más preciosa que el oro y los vestidos recamados, y más que los hermosos adolescentes, ante los cuales te quedas ahora embebecido, y te quedarías tú y se quedarían otros muchos, sin comer ni beber y sin más que contemplarlos. Y si esto es así, ¿cuán maravilloso espectáculo será el de la belleza misma, simple, pura, íntegra, no revestida de humanas carnes o colores ni de ninguna otra apariencia mortal, sino bella en sí misma, uniforme y divina? ¿No crees que quien contemple entonces cara a cara la belleza, con los ojos con que puede ser contemplada, no producirá ya imágenes de virtud, sino la virtud misma, porque ya no poseerá un simulacro vano, sino la cosa en sí? ¿Y no crees que, produciendo y nutriendo verdaderas virtudes, se hará amigo de los dioses, y que si algún hombre llega a ser inmortal, éste lo será sin duda?»

Si existe en lengua humana algo más bello que este ditirambo en loor de la eterna belleza, por mí indignamente traducido, declaro ingenuamente que no lo conozco [1] . Pero de este mismo entusiasmo lírico de Platón por la pura e incorrupta idea, por la idea en sí , por el mundo metafísico, nace fatalmente, impuesto por una necesidad lógica, su menosprecio de las artes de imitación, que, semejantes al arte del sofista, de que se habla en el Teetetes, «producen sólo fantasmas y simulacros de cosas vanas». Para Platón, sólo es poética, en el más alto sentido del vocablo (creación que diríamos), la obra divina. Dios es el verdadero artista, el único creador de esencias reales. Las del hombre son falsas y aparentes, sueños para gente despierta. Y es el arte más ruin de todos el que no conoce por principios de ciencia el objeto que se propone imitar.

De aquí surge la intolerante disciplina ética de la República (o gobierno de la ciudad) y de las Leyes, en que el arte está subordinado siempre a un fin pedagógico y de utilidad civil, que, si tal utopía fuera realizable, acabaría por reducir la poesía a los versos gnómicos y a las sentencias de Focílides. Conviene conocer en [p. 37] todos sus detalles este plan de educación estética, tan rígido y cerrado como puede serlo el del más austero moralista cristiano. Pero se ha de advertir que la enemiga de los filósofos contra la poesía homérica no comienza en Platón, ni propiamente se dirige contra Homero, pues lo que llevaba en el fondo era una condenación implícita de la antigua religión helena, consagrada por el poeta en versos inmortales [1] .

La educación, en la ciudad perfecta e ideal [2] , ha de ser armónica, por medio de la gimnástica y de la música, mezclando el oro y el hierro, la dulzura y la fuerza en partes iguales. La música, en el sentido de los antiguos, abarca también la poesía; pero Sócrates se declara contra la costumbre de imbuir a los mancebos en todo género de fábulas poéticas, contrarias muchas de ellas a lo que han de tener por verdadero cuando lleguen a la madurez. Tarde [p. 38] se pierde el sabor de las primeras impresiones. Y no ha de servir de excusa a los poetas la ficción, porque Homero y Hesiodo no fingen hermosamente, antes describen mal a hombres y dioses, cometiendo el mismo yerro que un pintor que se apartara de la similitud con su original. Aunque fuesen verdaderas algunas de las cosas que los poetas cuentan de los dioses, no debían decirse sino muy en secreto, para que no se excusase ningún crimen con el mal ejemplo de los inmortales. Aun las narraciones de guerras debieran omitirse, y persuadir, si fuera posible, a los jóvenes que nunca un ciudadano puede ser enemigo de otro. Y no se hable de alegorías; que no está para los mozos el penetrar su sentido. Las primeras fábulas, pues, con que se eduque a la juventud han de estar hermosamente compuestas y ordenadas para la virtud. Si el modelo es un dios, debe ser presentado conforme a su dignidad, así en la poesía épica, como en la mélica o lírica y en la tragedia. Y así el poeta ha de mostrar que Dios no es la causa de todo, sino solamente causa del bien, y que Dios es inmutable y simple en su sér, no sujeto a metamorfosis, porque el pasar a una forma peor, o a otra mejor, contradice igualmente a la absoluta perfección de su naturaleza.

Los poemas destinados a la enseñanza no han de infundir el terror que enmuellece el ánimo de los jóvenes y los hace tímidos para la guerra por la demasiada estimación de esta vida. No deben poner en los claros varones lágrimas, quejas y lamentos (Filoctetes), ni risa inextinguible en los dioses. Han de infundir en los jóvenes el amor a la verdad y a la templanza o sophrosyne, habituándolos a estimar, con riguroso criterio ético, el valor absoluto, real y substantivo de la justicia.

Y esta enseñanza político-moral, ¿en qué forma ha de darse? O el poema habla directamente por narración sencilla o por imitación, o combinando ambos modos. En estos dos últimos casos el poeta es imitador, y no de las ideas, sino de los fenómenos sensibles, relativos y transitorios; y sus artes de imitación (tragedia, comedia, epopeya), deben proscribirse, por ser mentira, apariencia y simulacro vano, indignos de entrar en la educación de hombres libres. A lo sumo, será lícito imitar las palabras de algún varón virtuoso y prudente, pero nunca lo malo ni lo ridículo. «Si llegare a nuestra ciudad algún varón hábil en el histrionismo y [p. 39] en fingir todas formas, y remedar cualquier género de acciones, y quisiere leernos sus poemas, le veneraremos como sagrado, admirable y dulce; pero le diremos que no hay tales hombres en nuestra república, ni conviene que los haya, y le enviaremos a otra ciudad, coronándole antes y derramando ungüentos sobre su cabeza. Y nuestro poeta será otro más austero y menos agradable, o menos diestro artífice de fábulas, que nos imite tan sólo la locución de un hombre mesurado».

A la poesía acompañan el canto y la música, porque la poesía consta de tres partes: palabras, armonía y ritmo. Platón, con la misma severidad ética, destierra el ritmo lidio y el miso-lidio por lo que tienen de quejumbroso, y el ritmo jónico por lo muelle y afeminado, reservando sólo la viril armonía doria, incitadora del valor en los combates. Destierra la flauta y los instrumentos de muchas cuerdas, conservando sólo la lira y la cítara. Esta misma ley de la templanza ha de extenderse, no sólo a los poetas y a los músicos, sino a todos los demás artífices, no consintiéndoles nada intemperante o indigno de hombres libres, ni en las estatuas, ni en las piedras, ni en los edificios. Guárdese el lauro para aquellos artistas que sean naturalmente hábiles para penetrar la naturaleza de lo bueno y conveniente; en las obras de los cuales se eduquen los jóvenes como en lugar ameno y saludable, donde de las hermosas obras brille y espire a sus ojos y a sus oídos un resplandor y un aura sana y robustecedora, que desde sus primeros años, y como sin sentirlo, los vaya conduciendo a la virtud, a la amistad y a la armonía. Así será eficacísima la educación musical, porque el número y la armonía penetran más hondamente en lo íntimo del alma y la bañan en luz de hermosura. Y quien de tal manera haya sido educado, gustará por instinto de las cosas bellas y aborrecerá las torpes, aun antes de haber llegado a la edad de la razón. Pues ¿qué cosa más bella que un alma hermosa encerrada en un cuerpo cuyas partes todas responden armónicamente a la hermosura del alma?

De aquí que el filósofo (como se insinúa al fin del libro IX de la República) sea a un mismo tiempo el verdadero músico y el verdadero político, por ser el único que mantiene en armonía las facultades de su alma, y que se rige por el modelo ideal de república que no existe en la tierra.

[p. 40] ¡Cuán lejos de esto los artistas imitadores! La imitación es el tercero y último grado de realidad, inferior, no sólo a la idea pura, sino a las cosas sensibles, que elabora el demiurgo, contemplando la idea. El cuadro, la estatua, la tragedia, son inferiores a la realidad viva, que ya a su vez lo es a la idea soberana. No alcanza la imitación más que un tenue e ínfimo simulacro de verdad, y puede hacerse sin conocer las cosas más que por la superficie. ¿Qué ciudad gobernó Homero? ¿Qué sabias leyes se le deben? ¿Qué cosas útiles para la vida humana inventó? Sólo emplea sus fuerzas en la imitación quien, incapaz de penetrar la esencia de las cosas, se detiene en los colores y en las figuras. El imitador no distingue lo que es realmente bello y bueno: imita lo que al vulgo le parece tal, y con esto se contenta. La imitación es un juego de muchachos. Reproduciendo todos los accidentes de la vida humana, la queja, la pasión, el temor, fortifica todos los instintos cobardes, irracionales y menos nobles de nuestra naturaleza, siendo, a la verdad, mucho más fácil imitar de infinitos modos la pasión, que no la serenidad de un varón prudente, lo cual, aparte de ser difícil, no daría gusto y parecería cosa extraña a la muchedumbre congregada en el teatro. Más cuenta trae imitar una naturaleza movediza y apasionada. La poesía, pues, y la pintura, dan alimento a las potencias inferiores de nuestro sér y las robustecen, destruyendo el imperio de la razón y extraviando el discernimiento con simulacros muy lejanos de la verdad. Los afectos trágicos son mujeriles, aunque nos deleiten, y a la larga enervan el alma dejándola impotente para arrastrar los dolores de la vida. Otro tanto acontece con la risa, efecto propio de lo cómico. La imitación alimenta y riega todas las malas pasiones, la ira, el amor carnal, etc., etc., y las hace dominadoras en nosotros, cuando debían ser esclavas. Debe, por tanto, ser excluída de la ciudad toda poesía, excepto los himnos en alabanza de los dioses y de los varones ilustres, y no hemos de creer en manera alguna a los que nos dicen que Homero civilizó la Grecia, y dió norma para la vida y régimen de las ciudades; porque si la poesía se admite, el deleite y el dolor serán únicos señores de la república. Sócrates acaba despidiéndose bellísimamente de la poesía de Homero, que había encantado las horas de su infancia, «a la manera que los que amaron a alguna persona, cuando ven su amor inútil, dejan de amarla, pero con profundo dolor».

[p. 41] El mismo espíritu de severidad ética que predomina en la República, mezclado con ciertas preocupaciones de matemático, que nunca abandonaron a Platón, y que nos parecen derivadas de la escuela pitagórica, informa el tratado de las Leyes [1] , si bien algunas extremosidades están mitigadas, trocándose, v. gr., en previa censura lo que antes era absoluta proscripción y destierro, pero, en cambio, la música y la danza obtienen una indulgencia negada a la poesía y a las artes plásticas, y eso porque la idea de orden, número y ritmo es en las primeras más visible.

Y así la educación, en las Leyes, tratado menos utópico que la República, se define ya «disciplina del placer y del dolor, cuyo desarrollo precede en el hombre al de la razón». Reconoce el filósofo (libro II) la importancia de los coros, del canto y de la danza, y la tendencia innata en todo sér animado al movimiento. Tiene el hombre, además, el sentimiento de la armonía y del número, de la belleza de los movimientos ordenados y de la voz. Ni ha de condenarse en absoluto el arte como imitación de costumbres, siempre que las costumbres imitadas sean buenas, y que el artista se someta, como en Egipto, a modelos ideales que no le sea permitido modificar.

¡Ultima y funesta conclusión del idealismo fanático, que, a fuerza de encumbrar el arte a la región de las abstracciones metafísicas, acaba por petrificarle en la inmovilidad hierática, condenándole eternamente a la repetición servil de las mismas formas y temas, y cerrándole para siempre el campo de la vida, de la acción y del carácter, el mundo de lo individual, que es el verdadero mundo del arte!

Para Platón, por consiguiente, el arte sólo tiene valor como obra útil, en cuanto imitación de la belleza moral. Lo bello es lo que agrada a los varones rectos y templados, o a uno solo de ellos si vale más que todos, no lo que complace al vulgo indocto, cuyo aplauso corrompe a los poetas. La poesía, como medio de educación, [p. 42] prepara en los niños, con el halago del placer, el venidero ejercicio de la razón, y lo bueno es fin, norma y ley única del arte. Para juzgar de la utilidad de una obra de arte, se ha de tener en cuenta: 1.º, la naturaleza del objeto imitado; 2.º, la verdad de la imitación; 3.º, la belleza propia de la obra misma, que en Platón se confunde con su moralidad y efecto extrínseco. Sólo lo honesto es hermoso. No ensalce el poeta otra cosa que la justicia y la templanza, ni anteponga a la virtud las demás obras que el vulgo llama buenas. Primera ley del arte sea el decoro, la conveniencia, la armonía, no dar a los hombres el lenguaje que conviene a las mujeres, ni al ciudadano el del siervo. Segunda condición es la unidad: no separar lo que la naturaleza ha reunido, no juntar lo que ha separado; no separar de la música los versos y la danza, ni de las palabras la música. La música instrumental sin palabras es cosa de bárbaros. Un coro de ancianos presidirá y vigilará las danzas y los symposios públicos, en que se eduque la juventud al modo espartano. Como el poeta obra a ciegas, y no sabe distinguir lo bueno de lo malo, el magistrado nombrará censores que juzguen sus composiciones y le impidan apartarse de los eternos tipos o leyes de lo bello, conservando el prestigio y fuerza de la autoridad, de la tradición y de las costumbres antiguas, en cantos, juegos, ceremonias, sacrificios, espectáculos y en todo lo que pertenece al deleite. Si no, fácilmente se arrojan los ciudadanos a novedades peligrosas en materia más grave (libro VII).

La danza predilecta de Platón no es la mímica (verdadera poesía reproducida por los movimientos del cuerpo), sino aquella manera de danza que ni expresa afectos ni imita cosa alguna (como no sea la inmutable idea de lo bello), sino que, como parte de la gimnástica, da fuerza, gracia y agilidad al cuerpo, secundando armoniosamente la educación viril de la lucha y la palestra. La comedia se tolera, pero en manos de esclavos o de extranjeros asalariados. «Y si los poetas trágicos vienen a nosotros, y nos dicen: «Extranjeros, ¿podremos entrar en vuestra ciudad?» responderemos a estos hombres divinos: «Nosotros también hemos compuesto la más hermosa y excelente tragedia que darse puede, porque toda nuestra ciudad no es más que una imitación de la vida más perfecta. Si vosotros sois poetas, nosotros también... Presentad a los magistrados vuestros cantos, en certamen con [p. 43] los nuestros, y si a juicio de ellos nos vencéis, os concederemos un coro» [1] .

Resumamos en breves proposiciones los resultados de este estudio analítico sobre algunos diálogos de Platón [2] . Conviene que el lector los tenga a la vista, para compararlos con la exposición mucho más sistemática que ha hecho de la misma doctrina el autor de las Enéadas:

1.ª La belleza es una Idea que, no sólo en el mundo lógico, sino en el mundo real, es y existe independiente de las cosas bellas, que sólo pueden llamarse así en cuanto participan de la Idea.

2.ª Por reminiscencia de esta Idea, contemplada cara a cara en anteriores existencias, calificamos de bellos los objetos, y ardemos [p. 44] en amor vehementísimo de todo lo que nos ofrece rastros o vislumbres de aquella eterna, inmutable y no creada ni perecedera belleza.

3.ª Cuando domeñamos la parte ínfima y menos noble de nuestra naturaleza (simbolizada en el uno de los corceles que tiran del carro del alma), y sin pararnos en la corteza y superficie de la hermosura terrena, aprendemos a leer en ella los vestigios de la perfección soberana, y ascendiendo más, contemplamos la idea pura y en sí , el hombre se enaltece y se hace semejante a los dioses en plácida serenidad y beatitud.

4.ª De estas ideas desciende al poeta el divino furor y entusiasmo, a que inconscientemente obedece, no de otro modo que el hierofante o la pitonisa, que poseídos y llenos del dios (entusiasmados), pronuncian o declaran los sagrados arcanos. Sin este divino furor o inspiración no hay poesía ni arte posible.

5.ª Hay perfecta correlación, y aun pudiéramos decir identidad, entre la idea de lo bello, la de lo verdadero y la de lo bueno.

6.ª Toda doctrina de arte o de retórica (v. gr., la enseñanza de los sofistas) que abandone la consideración de las ideas y de la cosa en sí , es vana y estéril. La Dialéctica (tomada esta voz en el riguroso sentido platónico) es la base de la Retórica, y aun se confunde con ella.

7.ª La poesía, la pintura, la escultura son artes de imitación, y no imitación de la idea pura, sino de las apariencias naturales que la copian y trasladan. En el modo libre y fácil de filosofar de Platón, no es del todo llano conciliar esta doctrina con la de la inspiración y el furor divino, que convierte al poeta, aunque sin ciencia ni voluntad propia, en spiráculo del dios. Caben, sin embargo, dos interpretaciones: primera, el furor divino se aplica a los poetas sagrados y ditirámbicos, es decir, a los líricos, y no a los épicos y trágicos, que son los que proceden por vía de imitación, y en quienes el filósofo descarga sus iras; segunda, y más racional y probable: en la creación artística intervienen dos elementos: el del entusiasmo o furor, que es de especie alta y divina, y el de la imitación o los medios de ella, única cosa de que es responsable el poeta, y que le rebaja al grado de imitador de las obras del demiurgo, como éste lo es de los eternos tipos.

[p. 45] 8.ª El arte es filosofía de amor y tiende a restablecer en el alma la templanza, la serenidad, la sophrosyne , la armonía de elementos discordes. Todo lo que contribuya a perturbar esta armonía es, pues, cosa mala y reprobable. De aquí la proscripción absoluta de ciertos modos artísticos y las durísimas trabas impuestas a otros. De aquí el que se vede o coarte en la república platónica la imitación de lo malo, odioso y ridículo, y juntamente con esto la de la pasión desbordada y tumultuosa. De aquí la consagración de los tipos tradicionales y hieráticos, y el anatema sobre todo arte desmandado y amigo del movimiento, cosa la más fácil de imitar, y asimismo la más dañosa para el reposo de los afectos humanos [1] .

La teoría de las artes de imitación encierra en germen toda la política de Aristóteles, que en ésta, como en tantas otras cosas, no es adversario ni émulo de Platón, sino su fidelisimo discípulo. La doctrina idealista de la belleza en sí es la base de las especulaciones de los neo-platónicos de Alejandría. Sigamos atentamente estos dos desarrollos [2] .

[p. 46]

Notes

[p. 11]. [1] . Selección de partes.


[p. 14]. [1] . Véase la disertación de W. Junkmann, De vi ac potestate quam habuit pulchri studium in omnem Graecorum ac Romanorum vitam. (Colonia, 1848).

[p. 14]. [2] . Léase, v. gr., su Electra (bien distinta de la de Sófocles).

[p. 14]. [3] . Este carácter conservador y tradicional de la comedia antigua no parece peculiar ni exclusivo de Aristófanes. Se le encuentra también en los fragmentos de otros poetas menos célebres. Por ejemplo, en uno del Χειρων , comedia atribuída por unos a Ferecrates y por otros a Nicómaco, la Música se queja amargamente de haber sido prostituída y depravada por los artificios torpes de Melanípides, Frinis, Cinesias y Timoteo. (Vid . Poetarum Comicorum Graecorum Fragmenta post Augustum Meineke recognovit et latine transtulit Federicus Henricus Bothe: París, Didot, 1855, pág. 109). Sobre los juicios literarios de Aristófanes hay varias monografías y tesis, v. gr., la de Peters, Aristophanis judicium de summis aetatis suae tragicis (Münster 1858), y la de 0. Wolter, Aristophanes und Aristoteles als Kritiker des Euripides (Hildesheim, 1857, 4.º)

Abundan menos las alusiones literarias de carácter satírico en los fragmentos de la Comedia media y de la nueva ; pero en cambio suelen encontrarse digresiones de tono dogmático. Antífanes, en su comedia La Poesía (Bothe, 392), establecía un paralelo entre la tragedia y la comedia, dando la ventaja a la segunda, como obra de pura invención. Similo, en un fragmento que rechazan como apócrifo Meineke y Bothe, pero que admite Egger, parece presentar el original de aquellos versos de Horacio

Natura fieret laudabile carmen, an arte...

y también de aquellas palabras de Cervantes «el sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos...» Pero de todos estos fragmentos, el más conocido y el más importante es el de Timocles (en su comedia Las Bacanales. Bothe, 613 y 14), sobre la utilidad moral del teatro; fragmento precioso que nos conservó Ateneo, y que no deja de tener alguna relación con la teoría de Aristóteles sobre la purificación de los afectos dramáticos. El pobre se consuela y sufre más resignadamente la mendicidad viendo en Telefo a otro más pobre que él; el iracundo encuentra en los furores de Alcmeón medicina para sus propios furores; el cojo se siente menos infeliz que Filoctetes, etc. En suma: la mente se olvida de los propios males, compadeciendo los ajenos. Es el similia similibus aplicado a la poesía dramática,

No conocemos tratados antiguos de declamación teatral; pero no hay duda que existieron. Aristóteles (Rhet., III) cita uno de Glaucón de Teos, al parecer importante y extenso.


[p. 15]. [1] . No es seguro que todas estas obras pertenezcan al filósofo Demócrito; algunas pueden ser de un gramático posterior.

[p. 15]. [2] . La Gramática fué creación de los sofistas, y siempre se ha resentido algo de su origen. A Protágoras se atribuye la distinción de los géneros en los nombres, y de los modos en los verbos; a Polo Agrigentino la del substantivo y el adjetivo; Prodico se hizo famoso por el estudio de los sinónimos. El Cratilo de Platón resume y discute esta embrionaria ciencia gramatical y funda la verdadera filosofía del lenguaje.

También es creación sofística el arte de la Retórica. Sobre sus orígenes pueden encontrarse reunidas todas las noticias apetecibles en el reciente y magistral libro de A. Ed. Chaignet, La Rhétorique et son histoire (París, Vieweg, 1888).

La Retórica nació, no en Atenas, sino en Sicilia. Empédocles parece haber sido el primero que formuló algunas reglas y observaciones; pero los primeros tratados formales fueron el de Córax y el de Tisias. A Córax (que era un sofista de mucho ingenio) pertenecen ideas tan fundamentales como la definición de la Retórica: «demiurgo de persuasión»; la consideración del discurso como un todo orgánico y un animal perfecto; la división en cinco de las partes del discurso ( προο&ΧιρΧ;μιον o exordio, κατάστασις o proposición, διὴγησις o narración, ὰγων o argumentación y controversia, παρ&2;κβασις o digresión, y ὲπ&ΧιρΧ;λογος o conclusión). La Retórica de Córax, que (según las indicaciones de Aristóteles) era, sobre todo, una teoría analítica de los argumentos verosímiles, se ha perdido; pero hay bastante noticia de ella en la misma Retórica de Aristóteles y en los Prolegómenos de Hermógenes.

Este arte, deshonrado aún en sus primeros inventores por el empleo habitual del sofisma (a Córax se atribuyen dos de los más célebres en las escuelas antiguas, el del cocodrilo y el del hambre débil, además de la sabida y graciosa historia del pleito con su discípulo Tisias), fué trasplantado a Atenas por el mismo Tisias y por Gorgias leontino, que se jactaba de hacer parecer grandes las cosas pequeñas, y pequeñas las cosas grandes; nuevas las cosas viejas, y viejas las nuevas, y, en suma, lo negro blanco, y viceversa. Esta enseñanza, tanto más inmoral cuanto que Gorgias la daba como preparación para la vida política, le valió grandes riquezas y tal celebridad que en Delfos se le erigió una estatua de oro. Su método parece que consistia en ejercicios de composición más bien que en preceptos. De su depravado, pero brillante y gracioso, estilo oratorio, caracterizado especialmente, por el abuso de los procedimientos simétricos y de las frases poéticas y ampulosas, tenemos algunas muestras más o menos auténticas, más o menos pueriles, como los elogios de Helena y de Palamedes. El arte de Gorgias, mitigado por un sentimiento más puro y una honradísima conciencia moral que él no tenía, es en el fondo el mismo arte de Isócrates, especialmente en sus discursos de aparato. Jorge Grote, que ha escrito muy bellas páginas en vindicación de los sofistas, cuenta entre ellos a Isócrates, a quien compara con Quintiliano (A History of Greece, fourth edition, volumen 7.º, capítulo 67, pág. 41).

Cítase también como autores de tratados de Retórica a los sofistas Polo, Licimnio, Trasímaco de Calcedonia, Teodoro de Bizancio y Eveno de Paros. Las pocas y obscuras noticias que conservamos de sus obras inducen a creer que cultivaron principalmente la teoría del estilo, si bien Licimnio parece haber dado importancia a las formas de la argumentación, y Trasímaco al tratado de la acción oratoria, al del número y ritmo, y al de la moción de afectos, que pudiéramos llamar psicología oratoria. A Teodoro atribuye Quintiliano la teoría de los estados de la causa, y Aristóteles el haber duplicado inútil y ridículamente las partes del discurso. De Eveno de Paros es la distinción entre las pruebas directas e indirectas de la causa: fué el primero que tuvo el mal gusto de poner en verso las reglas de su arte, para que más fácilmente se recordasen. Todos estos sofistas se hacían pagar sus lecciones a precios que hoy mismo parecerían elevadísimos: Gorgias exigía de cada uno de sus discípulos la cantidad de 100 minas, equivalente a unos 36.000 reales de nuestra moneda.

A los sofistas propiamente dichos sucedieron las escuelas de Isócrates y Alcidamas, que se esforzaron en reconciliar la oratoria con la filosofía y la moral. Los discursos de Isócrates están llenos de indicaciones acerca de sus teorías oratorias, que además expuso, según parece, en un tratado hoy perdido. Véase, especialmente, el exordio del Nicocles, que contiene un bellísimo elogio del poder y virtud de la palabra cuando se la encamina a rectos fines. Para Isócrates, la elocuencia no era cosa distinta de la filosofía: era, lo mismo que ella, una gimnasta del alma. Se ve en Isócrates un reflejo de la enseñanza socrática. Se le debe, además, una clasificación bastante completa de los géneros literarios. Sus discursos, escritos todos para ser leídos, son la más deliciosa muestra de oratoria académica que nos hayan dejado los antiguos, y se recomiendan a cada paso por la elevación y la pureza del sentimiento moral. Pueden leerse en lengua castellana, bastante bien traducidos por D. Antonio Ranz Romanillos (Oraciones y cartas de Isócrates...; Madrid, 1789). En lo tocante al estilo, Isócrates, aun pecando por abuso de simetría, moderó la pompa del estilo de Gorgias, y trazó con mucha claridad los límites entre el lenguaje prosáico y el poético. No está libre de falsos y afectados ornamentos; pero aunque su prosa sea la antítesis más perfecta de la prosa de Tucídides y aún de la de Demóstenes, todavía parece severísima y sobria si se le compara con el lujo intemperante de los sofistas.

El concepto filosófico de la Retórica, que hemos visto en Isócrates y en Alcidamas, reaparece en un libro falsamente atribuído a Aristóteles con el título de Retórica a Alexandro. El autor anónimo (fuese Anaxímenes de Lampsaco u otro) da la más feliz definición de la Retórica: Filosofía de la palabra. Pero a esto se reduce la utilidad que puede sacarse de su tratado.

El Gorgias y el Fedro de Platón abren nueva época en el estudio científico de la Retórica, que adquiere su forma definitiva bajo la pluma deAristóteles.


[p. 18]. [1] . Diálogo de autenticidad dudosa, negada por Schleiermacher, Ast, Hermann y Stallbaum. (Vid. pág. 95, edic. grecolatina. Didot, Hirschig recensuit: París, 1873, que es la que seguiremos siempre).

[p. 18]. [2] . Rechazado como apócrifo por Schleiermacher, Ast, Socher, Stallbaum y Víctor Cousin, y puesto ya en duda por Trasilo.

[p. 19]. [1] . Niegan la autenticidad del Ion, Ast y Schleiermacher; pero la admiten Stallbaum y Hermann, (Pág. 388, edición Didot).

[p. 20]. [1] . Interlocutores: Sócrates, Querefón, Gorgias y Polo, reunidos en casa de Calicles, después de una lección de Gorgias.

[p. 24]. [1] . Interlocutores: Sócrates y el sofista Hipías.

[p. 24]. [2] . Por eso creemos que no está en lo cierto Alfredo Fouillée cuando en su libro, por otra parte de los más sólidos y profundos, acerca de la filosofía de Platón, concede de buen grado a Grote que el Hippías es un diálogo puramente negativo (Vid. Grote, Plato and the other companions of Sokrates , 3.ª edición: Londres, Murray, 1867; obra admirable en todo lo histórico y literario, pero llena de preocupaciones positivistas, como todo lo demás que ha escrito de filosofía el ilustre y clásico historiador de Grecia). Si Platón, como reconoce Fouillée (La Philosophie de Platon, tomo II, pág. 5 de la 2.ª edición: París, 1888), establece con toda claridad la distinción entre el punto de vista transcendental de la Belleza absoluta idéntica al Bien, y el punto de vista inmanente y socrático de las cosas bellas, ¿cómo se ha de calificar de negativa una solución tan categórica y tan obligada dentro de la teoría de las Ideas ?

[p. 27]. [1] . Fedro, o del amor.— Así le apellidó Trasilo. Otros le llamaron de lo bello, de la belleza primera o de la belleza universal, y algunos de la retórica. Pasa por el más antiguo de los escritos de Platón.

[p. 31]. [1] . Aquí está en germen la Retórica de Aristóteles.


[p. 32]. [1] . De la parte propiamente dramática de este Symposio no hablaremos aquí. Los razonamientos de Fedro, de Pausanias, del médico Eriximaco, representante de la tendencia naturalista y presocrática, de Aristófanes y de Alcibíades, bellísimos como arte, no contienen doctrina propiamente estética. Aun en los restantes el elemento ético es poderoso; pero siempre sucede en Platón lo mismo. La filosofía de la voluntad es inseparable en él de la filosofía de la hermosura.

[p. 33]. [1] . El Dios de la abundancia, «embriagado con el eterno néctar».

[p. 33]. [2] . La Diosa de la pobreza.

[p. 33]. [3] . Son varias, aunque coinciden todas en lo substancial, las explicaciones que se han intentado de este mito bellísimo, todas ellas para mí menos claras y transparentes que el mito original, del que todo lector, sea o no filósofo, deducirá sin esfuerzo alguno que para Platón el Amor es una virtualidad o potencia, y no una posesión actual de lo bello y de lo bueno; un movimiento hacia la perfección, y no la perfección misma, de igual modo que la filosofía no es la sabiduría (la ciencia en el puro sentido platónico), sino una aspiración a ella. Esta aspiración, siempre imperfectamente satisfecha y siempre renaciente, está simbolizada en las perpetuas alternativas de pobreza y riqueza, de fuerza y debilidad, por las cuales el Amor va pasando, como cumple a su doble origen, que le hace por una parte siervo de la materia pobre y desnuda, y por otra le hace partícipe en algún grado, aunque imperfecto, de la comunión de las eternas Ideas, simbolizadas en el néctar inextinguible con que se embriaga Poros.

 


[p. 36]. [1] . El tratado del amor fué especulación favorita de los socráticos. Además de Platón y Xenofonte, consta que escribieron sobre esta materia Euclides, Criton, Simmias, Antistenes, y Esquines Cebes.

[p. 37]. [1] . Ya en los poetas líricos como Píndaro, empieza a notarse cierto disgusto de las antiguas fábulas, y tendencia a ideas religiosas más depuradas. En la Olimpíaca primera, hay un curioso ejemplo de esto al recordar la fábula de Pélope y Tántalo. No hay que mencionar a Eurípedes, que era unverdadero sofista, despreciador de los dioses, y hacía con espíritu crítico y demoledor lo mismo que Píndaro había hecho por sentimiento religioso.

La guerra de los filósofos contra Homero parece haber comenzado en la escuela pitagórica y en la escuela de Elea. Todavía restan unos versos de Xenófanes de Colofón contra la teología homérica. Para defenderla, sus admiradores acudieron al sistema de las alegorías y del sentido oculto ( ύπόνοια ), suponiendo que las fábulas mitológicas eran símbolo de altísimas verdades físicas, astronómicas y morales. Stesimbroto de Thasos y Metrodoro de Lampsaco fueron los principales autores de estas interpretaciones, que en la extrema decadencia del paganismo resucitó la escuela de Alejandría. No sin sorpresa vemos que a estos antiquísimos intérpretes se les había ocurrido ya el cómodo recurso del mito solar, de que tanto se ha abusado y se abusa hoy mismo en la Mitología Comparada. El filósofo Anaxágoras parece que fué su verdadero inventor.

[p. 37]. [2] . Son interlocutores de la República, Sócrates, Glaucón, Trasímaco, Adimanto y otros que en el Pireo, en casa de Polemarco, disputaron sobre la justicia.

Las ideas estéticas que van en el texto han sido entresacadas de los libros II, III y X. Bueno será advertir que la división bastante caprichosa en libros no es del autor, sino de los gramáticos alejandrinos. Proclo dedicó la mayor parte de su comentario de la República a defender la poesía de Homero, explicando sus ficciones por la alegoría. Apología pro Homero et arte poetica, llamó Conrado Gessner a este comentario.


[p. 41]. [1] . Platón dejo incompletas y en borrón (en tablillas enceradas) las Leyes que su discípulo Filipo de Opunto copió y puso en orden. Algunos han dudado de su autenticidad, que parece innegable por testimonio de los antiguos. Zeller es el más acérrimo contradictor de ella, y llega a atribuir las Leyes al mismo Filipo. Nos atenemos al testimonio de Aristóteles.

[p. 43]. [1] . Es decir, «os autorizaremos para la representación». Dar el coro era la fórmula de aprobación en los concursos dramáticos de Atenas.

[p. 43]. [2] . La teoría de Platón sobre la belleza puede completarse y aclararse con rasgos sueltos tomados de otros diálogos. Así, en el Filebo se declara por incidencia que «ni en los cuerpos ni en otra cosa alguna, sino en el alma solamente, se da lo bueno y lo hermoso». En este mismo diálogo, volviendo al parecer a una de las explicaciones rechazadas en el Hipías, se consideran la medida y la simetría ( μετριότης κα&λσαθυο; συμμετρ&ΧιρΧ;α ) como elementos de la belleza, refiriéndose sin duda a la belleza inmanente y no a la belleza esencial y transcendental, cuya unidad se proclama en el Timeo. En ninguna parte ha escrito Platón aquella sentencia que ineptamente se le atribuye: «lo bello es el esplendor de lo verdadero». Al contrario: en la República (508) afirma que la idea del bien supera en belleza a la ciencia y a la verdad ( αὺτὀ δ῾ ύπ&2;ρ ταὗτα κάλλει ὲστ&ΧιρΧ;ν ). La confusión a que propende toda la doctrina platónica no es tanto entre la belleza y la verdad, como entre la belleza y el bien, o entre la belleza y la perfección absoluta, lo cual no quita que a veces (especialmente en las Leyes y en el Timeo) califique Platón de bella la Dialéctica o intuición de las ideas, y encuentre singular hermosura en las figuras geométricas y en la teoría de los números. El desconocimiento del valor del concepto formal es lo que constituye la parte flaca de la Estética platónica, y explica su notable inferioridad respecto de la aristotélica en todas las aplicaciones concernientes a la teoría de las Artes. Transcendentalmente puede admitirse la identidad entre la suma Belleza y la suma Perfección; pero cuando a la idea del Bien Absoluto se sustituye, mediante un tránsito más o menos disimulado (véase la República y las Leyes), una especie particular de bien, un bien en relación, el bien moral, hay que rechazar tal identidad, aún dentro de la misma metafísica platónica, que prohibe confundir lo transcendental con lo inmanente. Nada diremos aquí de la famosa metáfora de la refulgencia o resplandor, que tiene mucho más de alejandrina que de platónica, y vale y prueba lo mismo que todas las metáforas.

[p. 45]. [1] . En el Filebo define Platón el placer: la restauración de la armonía natural del ser... «Muchas veces andan juntos el placer y el dolor: así acontece en la tragedia, donde son dulces las lágrimas, y así en la comedia, donde de la calamidad ajena nace la risa. Otros placeres, como el del color, el de la figura, el del sonido y el de la ciencia, están exentos de esta mezcla, porque su privación no es un verdadero dolor. El placer puro consiste en la contemplación de la belleza ideal escondida bajo formas sensibles... La unión de la sabiduría y el placer, en la cual el sumo bien consiste, ha de juntar estos caracteres: verdad, proporción, belleza.» (Vid. Trendelemburg, De Platonis Philebi consilio: Berlín, 1837).

Platón fué el primero en señalar la mezcla de dolor y de placer que caracteriza la emoción dramática.

[p. 45]. [2] . Sobre la Estética de Platón han escrito muchos, especialmente el neohegeliano Ruge ( Die Platonische Aesthetik, dargestellt von Arnold Ruge: Halle, 1832). Mi exposición va fundada, como siempre, en los textos. Para quien guste de compararla con otras exposiciones, ejercicio siempre fecundo en nuevos puntos de vista, indicaré algunas tesis y disertaciones especiales de que tengo noticia, aunque no todas he llegado a verlas.

   F. Ast, De Platonis Phedro (Jena, 1801).

   J. F. A. Berger, De Rhetorica, quae sit secundum Platonem (París, 1840).

   C. Lenormant, Quaestio cur Plato Aristophanem in Convivium introduxerit (París, 1838).

   E. Burnouf, Des Principes de l'Art d'après la methode et les doctrines dePlaton (París, 1850). C. Lévêque, Quid Phidiae Plato debuerit (París, 1852), y Orígenes platónicos de la Estética espiritualista, lección dada en el Colegio de Francia el 12 de febrero de 1857, y reimpresa en su libro Le Spiritualisme dans l'Art (París, 1864).

Stallbaum, De primordiis Phedri Platonis (Leipzig, 1848). Sobre el mismo diálogo hay un ingenioso estudio de Victor Cousin (Antécedents du Phèdre ou analyse des élements historiques de ce dialogue), en sus Nouveaux Fragments Philosophiques, tomo II de sus obras, edición de Bruselas, 1841, páginas 317 a 322). Aceptando como Schleiermacher y Ast que el Fedro es la obra más antigua de Platón, y que no puede tomarse por expresión completa de su definitivo pensamiento, propende a exagerar la influencia del pitagorismo y de los misterios órficos en algunas partes de este diálogo.

Krische, Sobre el Fedro de Platón (en alemán: Gottinga, 1848).

C. Bénard, Etude philosophique sur la Rhetorique de Platon, publicado como preliminar a su traducción del Gorgias platónico.

Pueden consultarse con utilidad las ediciones críticas que algunos filólogos alemanes han dado de cada uno de estos diálogos: para el Ion la de Nitzsch (Leipzig, 1822); para el Fedro la de Heindorf-Buttmann (Berlín, 1827); para el Simposio la de Wolf (Leipzig, 1828); la de Ast (Jena, 1817); la de Reynders-Wyttenbach (Groninga, 1825); la de Rückert (Leipzig, 1829); la de Hommel (Leipzig, 1834); para el Gorgias la del inglés Routh (Oxford, 1784), que publicó por primera vez la introducción del importante comentario de Olympiodoro, y la de Heindorf-Buttmann (Berlín, 2.ª ed., 1829); para la República la de Ast (1814) y la de Schneider (1830-33); para las Leyes la de Ast. Los trabajos de este sabio helenista, autor también de un maravilloso Lexicon Platonicum en tres volúmenes (1835-38), verdadera clave para la inteligencia de la doctrina de Platón, hacen época en estos estudios. Tienen también extraordinario valor los Prolegomena de Stallbaum, y los argumentos e introducciones de Schleiermacher a su traducción alemana de los Diálogos, y de Víctor Cousin a la suya francesa, si bien algunas de las interpretaciones que uno y otro dan de la doctrina platónica son enteramente arbitrarias.

Es cosa absurda y vergonzosa leer a Platón en francés o en traducciones derivadas del francés, como hacen muchos españoles. Ninguna lengua menos a propósito que la francesa para reproducir el tecnicismo platónico y las principales bellezas de su sintaxis, llena de anacolutos, de paréntesis y de períodos largos. El que no pueda superar las dificultades del texto original, y quiera, no obstante, hacer estudio formal de los diálogos, debe procurarse la traducción latina de Ast (1819-1832), muy superior en el concepto general a la antigua de Marsilio Ficino, por más que ésta haya sido preferida en la ed. Didot, que han dirigido Schneider y Hirschig, viéndose ellos mismos obligados a hacer una multitud de enmiendas en el texto de Ficino, y a traducir de nuevo el Timeo, cuya versión ya en el siglo XVI pareció muy imperfecta a nuestro inmortal filósofo platónico Sebastián Fox Morcillo.