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MARÍA ISABEL RUIZ DE ULÍBARRI

Allo, Navarra, 1918.
Margarita enfermera del Hospital Provincial de Pamplona.
Margarita de Frentes y Hospitales.


El general Cabanellas pasando revista a un grupo de
margaritas enfermeras, en la Plaza del Castillo de
Pamplona, el 25 de julio de 1936. Archivo Baleztena.

Nací en 1918 en Allo, un pueblito navarro de Tierra Estella, en una familia de grandes recuerdos carlistas que se remontan ya a la primera guerra. En nuestra casa de Muez, “la casa de la Parra”, estuvo alojado don Carlos y doña Margarita durante la batalla de Abárzuza. Mi abuela solía contar historias de aquellos días; nos enseñaba las camas de hierro donde durmieron y la mesita donde doña Margarita preparaba hilas para los heridos. Crecimos en ese ambiente y esa lealtad a la Causa.

A Eugenio, mi padre, farmacéutico de profesión, le adjudicaron la botica de Cáseda, un pueblito cercano a Sangüesa, en la orilla del río Aragón, y marchamos allí toda la familia. Era un pueblo bastante revuelto, con una organización muy fuerte de la CNT y de la UGT, seguramente por la cantidad de obreros de otras provincias que vinieron para hacer el túnel del canal de las Bardenas, gente por lo general muy pobre. Hubo enfrentamientos muy fuertes, sobre todo con el asunto de la colectivización de la tierra, aunque también fueron a por la Iglesia. En Cáseda, los de derechas estaban organizados principalmente en Falange —de los pocos pueblos de Navarra donde tuvo implantación antes de la guerra—, y aunque también había un buen grupo de carlistas, en número ganaban. Los carlistas, mi padre con ellos, se reunían en la fonda de Basterra; allí se juntaban, jugaban a las cartas y charlaban de sus cosas. No había todavía círculo entonces, eso se organizó ya en la guerra.

Hubo muchas tensiones y enfrentamientos, Cáseda fue de los pueblos de Navarra más conflictivos durante la República. Recuerdo, a la noche, oír pasar a los republicanos por las calles del pueblo, con unos garrotes con clavos que pegaban en el suelo y gritando “¡Viva la República!”.

Mi padre tenía una reposición enorme que le suministraban desde el Centro Farmacéutico Vizcaíno, y los meses antes a la guerra, viendo lo que se venía, había hecho acopio de algunos artículos en previsión.

Dos días después del Alzamiento, avisó a la Junta Carlista de Pamplona, y vinieron con un camión que lo llenaron entero de algodón, vendas, anti-sépticos, medicinas. La de mi familia fue la farmacia de Navarra que dio más para el Alzamiento. Recuerdo que mi padre nos dijo: «hijos, ha llegado un momento crítico para España, y por la Causa debemos estar dispuestos a ofrecer hasta la última gota de sangre de nuestra familia». De hecho, mi hermano Pedro —que era un chaval de 16 años— ya se había alistado voluntario en Pamplona con autorización de mi padre.


Pedro Ruiz de Ulíbarri, requeté voluntario con 16 años, antes de salir al frente de Guipúzcoa. Archivo Ruiz de Ulíbarri.

Luego mi madre organizó las margaritas en el pueblo, de las que era presidenta, y también mi padre de los requetés de Cáseda. Cuando se acercó el invierno del 36, todas las tardes nos juntábamos un buen grupo para hacer jerséis, pasamontañas y guantes para los requetés; trabajamos muchísimo y las madejas de lana las pagábamos de nuestro bolsillo. Dimos también mantas para el frente, de casa salieron seis, además de los paquetes de aguinaldo que preparamos. También las de Falange estaban organizadas y trabajaron mucho en el pueblo, en cosas parecidas a las nuestras, pero cada grupo por su cuenta.

A comienzos del 37 fui a Pamplona, y como sabíamos algo de enfermería, Blanca Castiella y yo, que las dos éramos margaritas, nos ofrecimos para trabajar en el Hospital Alfonso Carlos. Nos dijeron que en aquel momento no necesitaban más gente, que estaba todo cubierto, pero sí en el Hospital Provincial, así que allí fuimos.

Nos aceptaron y ya nos incorporamos a una de las salas, con Conchita Arraiza como nuestra jefa. Todas las chicas que estábamos allí éramos voluntarias, sin apenas conocimientos de cosa médica; unas carlistas, otras de Falange, y muchas de Acción Católica. Se supone que éramos voluntarias: no estábamos sujetas ni comprometidas a nada, pero procurábamos ir con regularidad y cumplir bien con nuestra misión, y la verdad es que estuvimos hasta que terminó la guerra.

Nos hicimos nuestros uniformes: bata y delantal blancos, y una capa azul de tirantes y, antes de empezar, tuvimos una conferencia de un médico que nos habló de cómo se hacían las curas, de lo importante de lavarse las manos por si se podía transmitir algo, y cosas muy básicas. Luego, la verdad, creo que no llegamos nunca a hacer curas: nos limitábamos a lavarles las manos y los pies con un balde de agua caliente, a ponerles en termómetro, repartir las medicinas, hacer las camas y darles de comer, si no podían.

Nuestra jornada comenzaba a las nueve de la mañana, donde nos recogía un autobús donde la Diputación para llevarnos a todas las enfermeras voluntarias, y regresábamos hacia las dos del mediodía, cuando comenzaba el segundo turno. No nos sobraba un minuto, y el hospital siempre estuvo lleno; tres filas de camas en cada sala, de soldados de todos los lugares de España y de todo tipo de unidades: desde requetés y falangistas, pasando por legionarios, soldados y hasta moros e italianos.

Aprendimos muchas cosas: a cambiar las sábanas sin tener que mover al enfermo de la cama, y a repartir la comida con el carro por las camas calculando bien cuántos cazos debía poner para que les llegara a todos.

Si teníamos algún rato, escribíamos a los heridos las cartas que mandaban a sus padres —algunos no sabían leer ni escribir—, y cuando murió alguno en nuestra sala, también nos encargábamos con el cura de escribir a sus familias contándoles cómo había sido, intentando siempre suavizar un poco. En esos últimos momentos, siempre intentabas consolar a los chicos, acompañarles, aliviarles… y, con tacto, les hablábamos de Dios. Daba mucha pena ver morir a chicos jóvenes lejos de sus familias y de su tierra.

El 10 de septiembre de 1937, mientras mi hermano Pedro estaba en el frente de Huesca haciendo de enlace del general García Valiño, recibió un balazo en la cabeza que le salió por detrás de la oreja con pérdida de masa encefálica. Estuvo al borde de la muerte, e incluso tuvieron que hacerle la trepanación en un hospital de vanguardia.

El 21 de septiembre trajeron a mi hermano al Hospital Alfonso Carlos, y yo pedí dispensa en el hospital para poder atenderle. Debía estar muy mal, porque le pusieron en una habitación a él solo y me dieron libertad de horario para estar con él cuanto quisiera, así que pasaba allí todo el día y algunas noches. Llegó muy mal, muy adormilado y con llagas en los dedos de los pies de tanto andar por los montes.
Todos los días venía a hacerle la cura Balbino, un practicante de Sos del Rey Católico; se colocaba en la cabecera de la cama y con unas pinzas, le sacaba la gasa de la cura anterior y, despacito, le iba metiendo en el cráneo un nuevo trozo de gasa estéril. Tras varios meses de curas, la cosa fue bien: cerró la herida sin infección y le colocaron una placa de metal para cerrar la cabeza.

El Hospital Alfonso Carlos tenía un toque cristiano especial y ese orgullo de ser un hospital sostenido con donaciones. Recuerdo todos los días al anochecer, mientras cuidaba de mi hermano, oír pasar por el pasillo de la sala a una monja que se llamaba Sabina rezando el rosario. También había en la sala una enfermera valenciana apellidada Trias de Bes, que se casó con un oficial apellidado Añoveros, al que precisamente conoció en el Hospital.

Pedro se recuperó muy bien; era un niño, ni siquiera había terminado el Bachiller cuando salió a la guerra, y fue estando herido cuando lo terminó con sobresaliente.


Heridos y enfermeras en una de las salas del Hospital Alfonso
Carlos de Pamplona. Foto Nicolás Ardanaz.
Archivo Museo de Navarra.

Ya en la última parte de la guerra me uní también a las expediciones que organizaba en Pamplona el núcleo de Frentes y Hospitales de Navarra. Dolores Llorente de Lizarraga —tía nuestra— era la presidenta, y ella fue la que me propuso para ayudar a los frentes; como mi madre era la delegada en Cáseda, no me puso inconvenientes.

La sede central estaba en los bajos del edificio de la Diputación, y allí se centralizaban todos los donativos que nos llegaban para repartir a los soldados en el frente y también para ayudar a la gente de las poblaciones que se liberaban. Llegaba cantidad de cosas de los pueblos, de particulares y también de empresas que donaban sus productos, como la casa de conservas “Muerza” o la de anís “Las Cadenas”. También llegaba cantidad enorme de tabaco desde Filipinas, que regalaban los Lizarragas, gente carlista que había marchado allí por negocios. De los pueblos, además, nos mandaban paquetes con jerséis, pasamontañas, guantes y ropas de abrigo tejidos por las margaritas. Una vez se entraba en alguna ciudad importante, o se sabía que alguno de los tercios tenía necesidad, se preparaba el convoy: la Diputación ponía los camiones y la gasolina, se cargaban con toda la ropa, la comida, el tabaco… y el personal de la expedición: los conductores, don Antonio Añoveros —el capellán—, varios chicos para las tareas más pesadas, un grupo de unas 25 chicas para ayudar a repartir las cosas y preparar comidas para los combatientes que se acercaban a la sede de Frentes y Hospitales.


Participantes de una expedición de Frentes y Hospitales
al frente de Cataluña. En la segunda fila, el segundo
por la izquierda, con teja, es Antonio Añoveros, capellán
de la expedición, que años más tarde sería Obispo de Bilbao.
Archivo Jaurrieta.

Íbamos en vanguardia, siempre un poco por detrás de las tropas, pero cerca del frente. En cuanto caía una ciudad entrábamos allí, se ocupaba un local como sede y nos poníamos a trabajar. Se procuraba conseguir pan en el sitio, y con la materia prima que llevábamos —embutido y latas por lo general— preparábamos bocadillos para todo los combatientes que se acercaran por allí. También se acercaba gente necesitada, a los que la guerra había dejado sin nada, y… ¡claro!, ¿cómo te ibas a negar a ayudarles? En más de una ocasión les dimos algo de dinero, billetes de una peseta del lado nacional, porque el dinero rojo ya no valía. Algo de propaganda también se hacía, más que nada repartíamos El Pensamiento Navarro, porque tampoco había tiempo para más.

Formé parte de varias expediciones en Cataluña: Vilanova y la Geltrú, Tarragona, Lérida y Barcelona. En Barcelona estuvimos unos 15 días; montamos nuestra sede en el número 7 de la Plaza de Cataluña, en lo que llamaban la Casa de la Cala. Entre la gente había hambre, suciedad y piojos, muchos piojos; ayudamos en lo que pudimos y pronto nos quedamos sin mercancía. Todavía había revuelo y desórdenes en la ciudad, así que, por seguridad, en la sala donde dormimos María Luisa Castiella, Fermina Vicente, Soledad Zamarbide y yo, recuerdo que pusieron una escolta de dos requetés para que estuviéramos más tranquilas.


Grupo de requetés y voluntarias de Frentes y Hospitales en
Barcelona, en la puerta del local donde se estableció su sede,
antigua sede del Gobierno de Euzkadi en Cataluña.
Archivo Jaurrieta.

También me tocó la entrada en Madrid, en la que pasamos bastante peligro, porque en algún lugar de la ciudad nos adelantamos a las tropas. Allí se montó la sede en un café de la calle Alcalá, el café Moka, en el que repartimos miles de cafés, bocadillos y a media cajetilla de cigarrillos, porque no daba para más. El local se hizo famoso y no creo que hubiera combatiente navarro por esas fechas en Madrid que no pasara por “el Moka”. Un día nos colaron un cartel grande en la puerta que decía: «éste es el mejor hotel de Madrid». No sería para tanto, pero la verdad es que trabajamos mucho.

Ya casi no queda gente de aquellos tiempos; conservo amistad con Blanca Castiella Idoy, mi compañera de sala en el Hospital Provincial, que al terminar la guerra entró religiosa en las Hijas de la Caridad, y con Veneranda Algarra, amiga entrañable de Cáseda, y con la que cosimos juntas muchos guantes y pasamontañas para el frente.

Estoy orgullosa del bien que pude hacer aquellos años, de la gente a la que pude ayudar, y de mi aportación a la Causa que aprendí de mis padres. Ahora, tantos años después, miro el diploma de Frentes y Hospitales que tengo sobre mi cama, y a veces me pregunto si mereció la pena tanto sacrificio.

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