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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > III : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XXIII.—LOS POEMAS DANTESCOS Y ALEGÓRICOS DURANTE EL REINADO DE LOS REYES CATÓLICOS.—JUAN DE PADILLA (N. 1468); SUS OBRAS; EL RETABLO DE LA VIDA DE CRISTO; LOS DOCE TRIUNFOS DE LOS DOCE APÓSTOLES; COMPLICADA URDIMBRE DE ESTE POEMA; LA IMITACIÓN D

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Texto

Continuaron en este reinado escribiéndose largos poemas dantescos y alegóricos, ya de materia sagrada, ya de tema historial profano, en el metro y estilo de las Trescientas, de Juan de Mena. El poeta que a todos se aventajó en este orden, llegando a colocarse entre los más felices imitadores de Dante, fué el sevillano Juan de Padilla, nacido en 1468, monje profeso en la Cartuja de Santa María de las Cuevas, [1] y generalmente conocido [p. 78] por el sobrenombre del Cartujano, único que usa en sus escritos, si bien, al fin del Retablo de la vida de Cristo, pone en un acróstico su nombre y apellido en esta forma:

        Don religioso la regla me puso,
       Jurado con voto canónico puro;
       Ante su vista me hallo seguro
       De la tormenta del mundo confuso.
       Parece por ende mi nombre recluso,
       Digno lector, si lo vas inquiriendo;
        Llama , si quieres, mi nombre diciendo:
        Monje Cartujo la obra compuso.

En sus mocedades, y antes de entrar en religión tan austera, había cultivado el trato de las musas profanas, de lo cual más tarde mostró arrepentirse en estos versos del Retablo:

       Deja por ende las falsas ficciones
       De los antiguos gentiles selvajes,
       Las quales son unos mortales potajes
       Cubiertos con altos y dulces sermones:
       Sus fábulas falsas y sus opiniones
       Pintamos en tiempo de la juventud;
       Agora mirando la suma virtud
       Conozco que matan a los corazones.

Consta, en efecto, que en 1493 había dado a luz en Sevilla un poema de ciento cincuenta coplas de arte mayor, con el título del Laberinto del Marqués de Cádiz (seguramente a imitación del Laberinto de Juan de Mena), obra que, dados los alientos poéticos del autor y el interés histórico de su héroe, en quien se cifra la mayor gloria de la caballería española durante la guerra de Granada, pudo ser de grande importancia. Pero este poema parece [p. 79] irrevocablemente perdido, pues aunque se conocen la fecha y el impresor, y queda una pequeña descripción de lo material del libro, todo el esfuerzo de los más doctos bibliófilos para llegar a ver un ejemplar, ha resultado hasta ahora infructuoso. [1] Sólo podemos juzgar al Cartujano por dos poemas religiosos, de muy desigual mérito, el Retablo de la vida de Cristo [2] y Los doce triunfos [p. 80] de los doce apóstoles. La fortuna de cada uno de estos poemas ha estado en razón inversa de su valor intrínseco; y mientras el Retablo, por la mayor excelencia de su asunto, llegaba a ser libro [p. 81] popular y era reproducido en numerosas ediciones hasta el siglo XVII, y aun en tiempos próximos a nosotros; Los doce triunfos, que son incomparablemente superiores, quizá no fueron reimpresos ni una vez sola en más de trescientos años, y eran una de las mayores rarezas bibliográficas de la literatura española, hasta que el canónigo Riego los sacó del olvido en 1842, abrumando al autor con los disparatados calificativos de Homero y Dante español, que le han perjudicado más que favorecido en la estimación de la crítica desapasionada. Con más acierto y templanza D. Luis Usoz y Río se limitó a decir [1] que «ninguna nación en 1521 puede presentar tan buen discípulo de Dante como es el Cartujano»; y a nuestro juicio, esta es la verdad, y no es pequeña gloria para Juan de Padilla el que esto pueda decirse.

Ambos poemas están compuestos en estancias de arte mayor [p. 82] como las de Juan de Mena; pero todos los versos son rigurosamente dodecasílabos, sin que se advierta en ellos la irregularidad métrica, al parecer sistemática, que hay en las Trescientas. Pero, fuera de esta semejanza de forma, el Retablo y Los doce triunfos difieren profundamente entre sí en todo lo que pertenece al plan y artificio de la composición. El del Retablo, obra más piadosa que literaria, es sencillo por todo extremo, rigurosamente narrativo, sin mezcla de alegoría, ni simbolismo. El autor, aludiendo claramente a Juan de Mena, manifiesta su propósito de no imitarle, sobre todo en el empleo de la mitología y de la historia profana:

       Aquí no pintamos las vueltas humanas,
       Ni cómo las vuelve la triste fortuna,
       Ni cómo se mueven los cielos y luna,
       Ni sus influencias enfermas y sanas:
       Callo las cosas del mundo livianas,
       Dejo los hechos romanos aparte,
       Repruebo los hechos de Palas y Marte
       Y las opiniones de gentes profanas.
       ................................................................
       Huyan, por ende, las musas dañadas
       A las Estigias do reina Plutón;
       En nuestro divino muy alto sermón
       Las tienen los santos por muy reprobadas.
       Aquí celebramos las cosas sagradas,
       La vida de Cristo con su nacimiento,
       Sus llagas y muerte, pasión y tormento,
       Con todas sus cosas muy bien memoradas.

El asunto del poema es la vida de Cristo, conforme al texto de los cuatro Evangelios, sin ninguna especie de adición apócrifa ni circunstancia que no esté contenida en el Sagrado Texto. Así lo anuncia el preámbulo y así se cumple en el libro: «Comienza la vida de Cristo, compuesta por un religioso monje de la orden de la Cartuja en versos castellanos, o coplas de arte mayor, a causa que mejor sea leída; porque, según la sentencia de Aristóteles, naturalmente se deleita el hombre en el verso y música. El qual divide toda la obra en quatro Tablas, porque su intención es, según parece en el segundo cántico de la primera tabla, hacer un Retablo de la vida de Cristo nuestro Redentor. Las quales quatro tablas corresponden a los quatro Evangelios. Y [p. 83] así por orden poniendo las historias no apócrifas ni falsas, salvo como la santa madre Iglesia las tiene, y los santos profetas y doctores, que van por las márgenes puestos. Van divididas las Tablas, no por capítulos, salvo por cánticos... La primera tabla comienza del principio hasta el bautismo de Cristo. La segunda, de allí hasta el domingo de Lázaro, que se llama Dominica in Passione. La tercera hasta que subió a los Cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y los muertos. Los lectores paren mientes, quando vieren el evangelista, o profeta, o doctor, señalado en la margen, porque en derecho del verso do está señalado, comienza a decir su dicho, hasta que viene el otro siguiente; así van todos por orden. Quando quiera que algunos doctores no tuvieren señalados sus originales o libros, hase de entender que lo dicen sobre el texto Evangélico, en exposiciones, homilías, sermones o postillas; así hace Santo Thomás en su Catena áurea, y Lodulpho Cartujano, el qual más que otro ninguno compiló muy altamente la vida de Cristo, según fué aprobado en el Concilio de Basilea. Estos doctores han sido muy familiares al autor en esta obra; quando él pusiese con ellos el cornadillo de su pobreza, no pone su nombre, salvo este nombre: autor... Y protesta de no poner historias de gentiles paganos, salvo algunas que mucho hiciesen al caso y fuesen verdaderas. Cosa temorizada es poner entre las historias de Cristo historias reprobadas y falsas, salvo las verdaderas y aprobadas que tiene el Testamento viejo y nuevo. Y nota que no tan solamente aquí se describe la vida de Cristo, pero la de Nuestra Señora y de San Juan Bautista, padre gracioso de los Cartujos.»

Esta clarísima exposición hecha por el autor mismo nos excusa de insistir sobre el contenido de la obra, que es uno más en la larga serie de poemas sobre la vida del Redentor, iniciada en el siglo IV por nuestro español Juvenco, a quien se parece el autor del Retablo hasta en haber dividido su obra en cuatro libros, aunque ni en Juvenco ni en Padilla corresponda cada uno de ellos a un Evangelio, puesto que la narración va seguida y hecha siempre con presencia de los cuatro:

       Así como salen del huerto primero
       Y de su fontana de gran perfección,
       Los quatro conductos Phisón y Gion,
        [p. 84] Eufrates y Tigris, de curso ligero;
       Así de la fuente de Dios verdadero
       Saco mis tablas por cuatro canales,
       Que son los conductos evangelicales,
       Según adelante mejor lo prefiero.

La parte original del autor, que él cuida de advertir siempre con la nota indicada, es muy pequeña: se reduce a algunas comparaciones y a tal cual sentencia. Al fin de cada uno de los cánticos, hay una oración en versos octosílabos, y a veces, en los momentos más solemnes y dolorosos de la Pasión, intercala lamentaciones en prosa, a manera de sermón. El lenguaje es mucho más llano y popular que el de Los Doce Triunfos; son raros en él los neologismos enfáticos que dan tan especial color al estilo del segundo de estos poemas, y en cambio se recomienda por la patética sencillez y la fuerza expresiva en muchos pasajes, de que pueden dar muestra estas octavas, tomadas del cuadro de la Crucifixión:

       Ya comenzaba el Señor dolorido
       Hacer las señales del último punto;
       Mostraba su cara color de difunto,
       La carne moría, moría el sentido;
       El pecho sonaba con ronco latido,
       Los ojos abiertos, la vista turbada,
       Llena de sangre la boca sagrada,
       Fríos los pies, y su pulso perdido.
       ...........................................................
       Luego por medio se rompe aquel velo,
       Que estaba en el templo delante el altar;
       Comienza muy recio la tierra a temblar,
       Por medio se quiebran las piedras del suelo.
       Pierden su lumbre los signos del cielo,
       El sol y la luna también la perdieron,
       Los cuerpos de santos allí resurgieron,
       Cree el Centurio con grave recelo.
       .......................................................................
       El agua salía, la sangre brotaba,
       La sangre por precio de nuestros pecados,
       Y para que fuesen del todo lavados,
       El agua muy santa perfecta manaba...

Literariamente valen mucho más Los doce triunfos de los doce Apóstoles, poema enteramente dantesco en el conjunto y en los pormenores, aunque el título recuerde desde luego los Triunfos [p. 85] del Petrarca, de los cuales también tiene alguna reminiscencia. Este segundo poema del Cartujano no es ya historial, sino alegórico; la historia sólo aparece en los episodios, como en la Divina Comedia y en el Laberinto. Un argumento en prosa declara previamente el artificio de esta sotil e divina obra. «La intención del autor es componer doce triunfos, en que describe los hechos maravillosos de los doce Apóstoles; los quales van divididos por los doce signos del Zodíaco que ciñe toda la esfera... por los quales el Sol y los Planetas hacen su curso. Por el Sol se entiende Cristo... y todos los otros Planetas y señales del Cielo, allende del seso literal e historial, los trae sotilmente al seso moral y alegórico... Y por quanto el año va dividido por sus meses, el autor ha tomado esta invención de poner cada un Apóstol sobre el signo que viene: así como a Santiago sobre el signo de León, el qual entra mediado Julio y va hasta mediado Agosto, que entra el signo de Virgo, encima del qual se pone San Bartholomé... E describe en diversos lugares, discurriendo por la obra, mucho de la Cosmografía, conviene a saber las partidas, provincias, reynos y ciudades por donde los Apóstoles predicaron y de la idolatría triunfaron. Esto mismo hace de la Astrología, a causa de representar la gloria que los Santos tienen en el Cielo. Y por semejante, representa en la tierra doce bocas infernales en un hondo valle; las quales dice que salen del profundo del infierno; y cada qual de ellas corresponde a un signo del Zodíaco, y no menos a cada triunfo de los Apóstoles. Por las quales doce bocas, se tragan y atormentan doce géneros de pecados... que son las transgresiones contrarias a la observancia de los mandamientos... Sobre la haz de la tierra representa el Purgatorio en algunos triunfos por diversas penas derramadas; y finge que habla con algunas ánimas, y les demanda la causa de sus penas, y de otros que penan en el infierno... Grandes historias claras y oscuras, e intrincadas materias van por esta contemplativa obra...»

Hay que distinguir, pues, en la complicada urdimbre de este poema varios hilos; en primer lugar un simbolismo astrológico, en que el Sol representa a Cristo, y los signos del Zodíaco a los Apóstoles; [1] en segundo, una Cosmografía o descripción de todas [p. 86] las tierras en que predicaron los Apóstoles; y finalmente, un viaje al Infierno y al Purgatorio, en que San Pablo sirve de guía al poeta, como Virgilio había servido a Dante. Todo lo anuncia y abarca la invocación del poeta:

       Yo canto las armas de los Palestinos [1]
       Príncipes doce del Omnipotente,
       Sus doce triunfos de don excelente,
       Triunfos de gloria seráfica dinos:
       Y pongo la tierra debajo los sinos
       Del cinto dorado de los animales,
       Y junto las altas celestes señales,
       Y los fortunados y casos indinos
       De los pasados e vivos mortales...

Estos materiales se mezclan de un modo bastante confuso, y son de muy desigual valor. Toda la parte astrológica y cosmográfica es en extremo cansada y pedantesca. Por el contrario, la visita a las mansiones infernales es la parte mejor de la obra: aquí el Cartujano sigue paso a paso las huellas de Dante, y calca sus episodios, y unas veces le imita y otras le traduce, pero siempre con desembarazo, nervio y estilo propio. Su dicción es escabrosa y desigual, a veces enfática y altisonante, a veces desmayada y pedestre, pero en las comparaciones [2] y en las descripciones [p. 87] suele mostrar mucha savia poética. De las cualidades de Dante acertó a asimilarse una de las más características: el poder de representación eficaz y viva de las realidades concretas; el [p. 88] arte de transformar lo fantástico en icástico, y de producir con elementos del mundo invisible la visión de cosa presente y palpable. En la expresión el Cartujano es más dantesco que Juan de [p. 89] Mena, aunque éste tenga más partes de poeta épico. La cruda familiaridad del estilo del monje Padilla, en los trozos en que se olvida de la afección retórica y se deja llevar no menos de su natural instinto que del gran modelo que tenía a la vista, va bien con la entonación sombría de los cuadros en que principalmente se complace. Veamos algunos trozos, eligiendo precisamente aquellos en que es más visible la imitación de Dante, y en que, por consiguiente, el arte del imitador tiene que luchar con más desventaja. Sea el primero la aparición de Satanás, imitada del último canto del Infierno:

       Lo'mperador del doloroso regno
       Da mezzo 'l petto uscia fuor della ghiaccia...
       En medio del pozo según parecía,
       Vimos de bruzas estar aleando
       Una muy fea visión, trabajando
       Por levantarse magüer no podía.
       Las manos y cola de grado tenía,
       Y más las espaldas atan escamadas
        [p. 90] Como las sierpes de Libia conchadas;
       Y como la Hidra su cuello tendía
       Con siete gargantas y lenguas sacadas.
       Las alas, mayores que velas latinas,
       Y de las morciélagas no diferían:
       Dos vientos las alas batiendo hacían,
       Helantes las partes del pozo vecinas.
       Por agujeros, resquicios y minas
       Brotaban helados y negros vapores:
       Helaban las carnes de los pecadores,
       Doblando sus males y penas continas,
       Y otros secretos tormentos mayores.
       .................................................................
       Suena de dentro muy grande zombido
       Como colmenas después de castradas;
       O como las aguas que van despeñadas
       A dar en el pozo que tienen seguido...
       .................................................................

Nadie dejará de recordar las capas de plomo con que Dante (canto XXIII) revistió a los hipócritas:

       Egli avean cappe con capucci bassi
       Dinanzi agli occhi, fatte della taglia
       Che'n Cologna per li monaci fassi.
       Di fuor dorate son si ch' egli abbaglia;
       Ma dentro tutte piombo e gravi tanto,
       Che Federigo le mettea di paglia...

Véase cómo Juan de Padilla imita libremente, pero con mucho vigor, este pasaje, sustituyendo con unas máscaras de plomo las capas de Dante:

       Y vi que por ásperos riscos sobía
       Una gran parte de gente gimiendo:
       Como cargado que gime subiendo
       Ásperos puertos, sin senda ni guía.
       Cada qual de ellos, yo vi que tenía
       Cubierta su cara con otra fingida,
       Hecha de plomo muy más que bruñida,
       Y blanca su ropa, según parecía,
       De pelos de lobo sutil retejida.
       Llevaban las caras y cuerpos corvados,
       Así como hace cualquier ganapán,
       Que lleva gran peso con pena y afán
       A los navíos en Cádiz fletados.
        [p. 91] El plomo hacía sus rostros pesados,
       Siendo las máscaras deste metal
       Por ir adelante por el pedregal:
       Atrás se tornaban con pasos trabados,
       Hacia lo hondo del valle mortal.
       ................................................................
       Las máscaras graves, de plomo talladas,
       Y todas sus ropas y trajes fengidos,
       Allí se derriten después de heridos,
       Quedando sus caras muy más inflamadas.
       Y como de alto las peñas lanzadas
       Vienen con furia la cuesta rodando,
       Tal se mostraban allí despeñando.
       Hacia lo hondo de aquellas quebradas,
       Estos blasfemos de Dios reclamando.
       ................................................................
       En este gran trato de cuerda penaban
       Otros semblantes de mitras y togas;
       Eran sus lenguas las ásperas sogas
       Que los sobían y los abajaban.
       Todos sus miembros se descoyuntaban,
       Y más rebotaban los huesos quebrados:
        Y como los cuellos de los ahorcados,
       Muy estiradas sus lenguas mostraban,
       Venas y cuerdas, los besos inflados...

Y que el Cartujano había llegado a conquistar los más terribles secretos de la fiera penalidad dantesca, lo muestra bien aquel episodio en que nos describe los canes que devoraban las carnes y lenguas heladas y duras de los apóstatas, cuyos miembros, después de tragados, volvían a rehacerse en forma de demonios, los cuales atormentaban el cuerpo de que procedían, y a los mismos canes del Infierno que se habían cebado en su madre.

       Mostraban aquellos ministros cruentos,
       Como verdugos y bravos leones,
       Manos y garfios de mil condiciones,
       Y otras maneras de nuevos tormentos.
       Despedazaban los cuartos sangrientos
       Y lenguas babosas de aquellas quimeras;
       Las cuales colgaban de las espeteras,
       Allí do picaban los buytres hambrientos,
       Bien como cuervos de cuencas enteras.
       Y como los gatos de las asaduras
       Afierran con uñas, no poco gruñendo:
        [p. 92] Tal se mostraban los canes, comiendo
       Las carnes y lenguas heladas y duras.
       A rehacerse por las coyunturas
       Tornaban sus miembros, después de tragados
       Pero después que los vi revesados
       Tornaban en otras más feas figuras,
       Hechos del todo diablos formados.
       Los viboreznos con dientes crueles
       Royen la madre después de parida;
       Tal se mostraban con rabia crecida
       Estos novelos dïablos rebeles.
       Contra los canes muy más infïeles
       Volvían sus uñas crueles y dientes,
       Despedazando sus carnes dolientes;
       Para vengarse muy más que lebreles
       En los de caza venados mordientes.

No hay en los Doce triunfos episodios de carácter épico que compitan con la heroica muerte del Conde de Niebla, y con otros que en las Trescientas se admiran. En los versos del hijo de San Bruno, forjados en el silencioso retiro del claustro más austero, el mundo sobrenatural, aunque visto e interpretado de un modo tan realista, tenía que ocupar mucho más espacio que el mundo de la historia. Pero en el curso de su peregrinación por el infernal laberinto, no deja el poeta de encontrar semblantes conocidos de gentes de su patria, y acierta a veces a retratarlos con el toque vigoroso y sombrío que cuadra a un tan fiel discípulo de Dante. Así, en el círculo de los apóstatas, pena el arzobispo Don Opas: así en la oscura y helada laguna, llena de juncos silvestres y de espíritus roncos, donde son castigadas las almas frías y tibias, levanta la cabeza el caballero de la Banda Dorada, menospreciador de las fiestas, que él empleaba en correr el monte, «tratando los sacres y vivos halcones» y en hollar y destruir los panes de los labradores; y no lejos de allí, azotado por el turbio viento y por los espesos copos de nieve, pena su codicia el avariento y usurario mercader

       Que en todos los bancos de Flandes cambiando,
       Hizo muy llena la bolsa vacía...

el cual, extendiendo su trato a Florencia, Venecia y Génova, Lyon, Sevilla y Valencia, tuvo en Medina y en Valladolid rica [p. 93] tienda de brocados. Así en la negra caldera de los simoníacos hierve un papa (cuyo nombre no quiere declarar el autor, pero se infiere que ha de ser Alejandro VI), pregonando en altas voces su condenación eterna:

        Yo de la silla muy santa romana
       Hice las cosas que nunca debiera;
       Multiplicando por mala manera
       La triste ganancia que pierde y no gana.
       La sangre propincua, mortal y muy vana,
       Fuera la causa de tantos errores,
       Haciendo a mis hijos muy grandes señores,
       Y dando manera por donde renueva
       Esta dolencia por otros menores.
       ....................................................................
       Verás la caldera por forma de ara
       Donde se funde la dulce pecuña; [1]
       Y donde se ofrece después que se cuña
       Con impresión de la falsa Tïara...
       ...................................................................
       Luego reguardo con tales razones
       La negra caldera hervir a menudo,
       Y lo que la mente notar aquí pudo,
       En ella hervían muy ricos bolsones.
       Brotaban por cima de los borbollones
       Revueltos en forma de gruesos gusanos:
       Como perdiendo los cibos livianos,
       Saltan y tocan los vivos tizones
       No socorridos de fuerza de manos.

Varios episodios, de mucha curiosidad histórica, nos transportan a la época de anarquía que precedió inmediatamente a los Reyes Católicos. Uno es el del comendador de Extremadura, en quien parece vislumbrarse la terrible figura del clavero D. Alonso de Monroy; [2] otro el del montañés homicida, del bando de los [p. 94] Negretes (como si dijéramos, un héroe de los de Lope García de Salazar), condenado con un tropel de malhechores de su especie a correr incesantemente, «como los ciervos en tiempo de brama», bajo una lluvia de saetas enherboladas y encendidas. [1]

[p. 95] El carácter nacional de este poema se acentúa más y más en la visión del cándido lirio de Calahorra, es decir, de Santo Do mingo de Guzmán: en cuya boca pone el Cartujano los loores de España, la descripción de las armas de Castilla y de los estandartes de las doce principales casas del Reino, que rodeaban en manera de pabellón el trono de Santiago; y los triunfantes esfuerzos de los reyes y batalladores de la Reconquista, de los cuales dice enérgicamente:

       Que muestran sangrientos los brazos y codos;

y entre los cuales se levanta la sombra del campeón burgalés, confortado por el aliento de San Lázaro:

       Mostróse Laines, cruel batallando
       Con el resuello del Santo llagado.
       .......................................................
       Tenía debajo su fuerte persona,
       Por pavimento de su rica silla,
       A Búcar y toda su grande cuadrilla,
       Los quales domara su hoja tizona.

Bajo el hábito del cartujo late briosamente el corazón del patriota, y no puede contener el Salve, magna parens frugum, que acude a sus labios, aunque le ponga súbito correctivo San Pablo, retrayéndole a la memoria de la patria eterna:

       La grande excelencia de nuestras Españas
       Excede la pluma de los oradores.
       .........................................................................
       Fértiles tiene sus grandes montañas,
       Y más los collados y vegas amenas;
       De todos metales abundan sus venas,
       Y dellos reparte por tierras extrañas,
       Haciéndose rica con doblas ajenas.
        [p. 96] —Basta, me dijo mi Santo precioso,
       Lo contemplado del suelo materno:
       Duro lo halla muy más que no tierno
       Aquel que lo deja por Dios poderoso:
       El hábito hace muy más virtuoso
       La mente que ama la patria superna:
       Esta la vida segura gobierna
       Aquí en este suelo mortal y penoso,
       Que muchas vagadas las almas enfierna.

La tradición épica, que con las maravillas de fines del siglo XV parecía haber cobrado una segunda juventud, la cual iba a continuar potente y gloriosa durante una centuria entera, tiene en el poema de Juan de Padilla inesperadas manifestaciones: ya cuando el autor interroga al banderizo montañés sobre la suerte de Bellido Dolfos, y él malignamente contesta, según la voz popular:

       Urraca lo sabe mejor a do anda;

ya cuando, en medio del fiero y hediondo tremedal, comienza a levantar la cabeza, del légamo donde yace atollado, el espectro del rey D. Rodrigo, vestido de tosco sayal de paño pardo. El poeta se apiada de tan inmensa desventura, quiere excusar a D. Rodrigo la acerba confesión de sus culpas, y por un rasgo que bien puede llamarse de genio dramático, hace surgir un rutilante real caballero, que se anuncia en estos términos:

       Yo só Pelayo: mi padre, Favila.

El restaurador de España es el que más ejemplarmente puede contar la pérdida de ella, y, en efecto, empieza a referirla desde el quebrantamiento de los candados de la mágica cueva de Toledo:

       Abrió de Toledo la gran cerradura,
       Do vido la tela con bultos pintados...

Y cuando la visión gloriosa del vengador se va alejando, diríase que toda la Naturaleza se alegra a su paso:

       Luego de súbito desaparece,
       Dejando las auras olientes y netas:
       Como las rosas y las vïoletas
       Heridas del ayre después que amanece...

[p. 97] No hemos pretendido apurar todo lo que hay digno de estudiarse en este raro poema, tan desigual a la verdad, y de tan inamena lectura en mucha parte de su contexto, pero sembrado por donde quiera de rasgos de talento descriptivo, nacidos de una fantasía plástica y viva. Tiene Juan de Padilla la robustez y alteza de versificación que en todo tiempo ha sido gala y timbre de los poetas andaluces: tiene además el instinto de la dicción poética noble y sonora, que él procura enriquecer, a imitación de Juan de Mena (segundo maestro suyo después de Dante), con gran número de latinismos e italianismos más o menos felices, por lo cual, no sin cierta verosimilitud, se le ha contado entre los precursores de la escuela sevillana. Es frecuente en él el empleo de los participios latinos (semblante nitente, selva manante, piélago rubente), no menos que la introducción de algunos adjetivos del mismo origen, que luego quedaron en el dialecto poético (aurora lúcida, clarífico fuego, lira dulcísona), sin contar otros que no han prevalecido, como serénico cielo, noche corusca e ínvido dolo. Pero mucho nos engañaríamos si creyésemos que estas innovaciones constituyen el fondo del estilo del Cartujano, que lejos de sostenerse en esta cuerda enfática, desciende a cada momento a los idiotismos más populares y llanos, no sin gran ventaja de la fuerza expresiva en que principalmente consiste su mérito. Uno de los secretos que robó al excelso poeta florentino, fué el de mantener despierta la atención del lector con alusiones a lo que debía de serle más familiar, a los negocios, tráfagos y solaces de cada día, con indicaciones topográficas precisas: la feria de Medina; la tabla de Barcelona; el potro de Córdoba; la sima de Cabra; el aquelarre de las hechiceras de Durango; [1] la lonja de los Ginoveses de Sevilla; la calle de Armas, donde se hurtaban los arneses [p. 98] antes que se abriese la puerta de Goles; las Gradas del templo sevillano por donde el autor, cuando pequeño, se paseaba con un libro abierto; la venta de Zarzuela y el coto de Guadalherce, donde «la bolsa pesada recela», hasta que se ve «verdeguear la vara del quadrillón»; la cuesta de la Plata de Valladolid, frecuentada de tratantes y logreros; la aldehuela de tierra de Zafra, famosa por el gigante Juanico; «las hornillas del hierro labrado de Lipuzca (Guipúzcoa)»; la piedra horadada del puerto de San Adrián; la Torre del Oro «cabe el Bético río»; la Atalaya de las Almadrabas; el páramo frío de la Palomera de Ávila; el monte de Torozos y la puente de Guadiato, familiares a los salteadores, en especial a aquel Cristóbal de Salmerón, que había sepultado a veintidós hombres en un pozo; el brasero de Tablada, funesto a los judaizantes; el árbol maravilloso de la isla de Hierro; las «ondas jamás navegadas por donde Colón halló las perlas con el oro... Leyendo atentamente el poema, se ve que el Cartujano aspira constantemente al cielo, pero que tiene todavía puestos los ojos en la tierra.

Fué de todas suertes uno de los mayores poetas del siglo XV, aunque brillase más en los pormenores que en el conjunto, y aunque no tuviese la fortuna de ligar su nombre a una composición imperecedera, como las Coplas de Jorge Manrique o el Diálogo entre el amor y un viejo. Llegó demasiado pronto para unas cosas y demasiado tarde para otras: encerró sus mejores pensamientos en la forma alegórica que ya empezaba a caducar; en el molde de una versificación monótona de suyo y condenada a próxima muerte: vivió en una época de transición (que en arte las hay ciertamente, aunque tanto se abuse del nombre): fué de los que tocaron en las puertas del Renacimiento sin llegar a penetrar en él, y sin ser tampoco verdaderos poetas de la Edad [p. 99] Media: su erudición tuvo que ser pedantesca, torcido y violento su estilo. Pero sus fuerzas nativas eran grandes, quizá superiores a las de cualquier otro poeta del tiempo de los Reyes Católicos; y si en absoluto no se le puede dar la palma entre los imitadores castellanos de Dante, sólo Juan de Mena puede compartirla con él, viniendo a ser uno y otro medios Menandros respecto del altísimo poeta a quien tomaron por modelo.

Tuvo Juan de Padilla algunos imitadores, entre los cuales puede contarse a un anónimo religioso de la orden de los Mínimos, y probablemente andaluz, que dedicó al duque de Medinaceli, D. Juan de la Cerda, un nuevo poema dantesco hasta en el título: Libro de la Celestial Jerarquía y Infernal Laberinto, metrificado en verso heroico grave. [1] El autor había oído leer en [p. 100] casa de su Mecenas las coplas de Garci Sánchez de Badajoz (de quien da muy peregrinas noticias, que aprovecharemos después) y doliéndose de ver empleado tan buen ingenio en materias profanas y aun escandalosas, deliberó aplicar por su parte la poesía a temas espirituales, como antídoto contra los devaneos y liviandades en que se complacían los trovadores cortesanos. En tal empresa tomó por modelo al Cartujano, según lo manifiesta en el proemio que hace veces de dedicatoria:

«Pues como yo conociese quanta fuerza tenga este metrificado escrebir en los nobles y sabios corazones, y allí se me manifestó vuestra señoría serle aficionado, determinéme escrebir este libro en este estilo; aunque en la verdad de mi él fué muy poco acostumbrado. Y esto para que así como en esos otros (libros) [p. 101] profanos con la dulce cadencia del metro se traga el ponzoñoso veneno, que es verdadera muerte del alma, así en este nuestro con la dulce cadencia cayese el amor de las cosas celestiales, adonde está su vida verdadera... Aún en nuestros tiempos vive un devoto religioso cartujano, D. Juan de Padilla, autor del Retablo de la vida de Cristo, que no con infructuoso trabajo ni falta de elegancia castellana escribió el Vita Christi, en verso heroico grave difuso, el qual Landulfo, monje de su Orden, con orden divinal había copilado latino.»

No haciéndose aquí mención de Los Doce Triunfos, parece que hemos de suponer que el Libro de la Celestial Jerarquía, cuya edición no tiene fecha, fué impreso antes de 1521; presunción que sus señas tipográficas tampoco contradicen.

La Celestial Jerarquía es una imitación bastante endeble de la Divina Comedia, sin nada que particularmente la distinga de las innumerables visiones alegóricas de su género. Del escaso mérito de su versificación y estilo puede juzgarse por las siguientes coplas del principio:

           En unas montañas muy altas estaba,
       D' escuras tinieblas del todo cercado,
       De sueño pesado así sujetado,
       Que así como muerte la vida prisaba;
       Cuando el aurora corriendo buscaba
       Aquel claro Febo, luziente dorado,
       Con sus crines de oro, así muy pagado,
       Que alegre y riendo los mundos miraba.
           Yo que dormía con tanto reposo,
       Una voz alta hablóme diciendo:
       Despierta, despierta, ¿qué haces durmiendo
       En tiempo tan dulce, alegre y gracioso?
       Abrí, pues, mis ojos asaz temeroso,
       Para mirar a quien me hablaba,
       Y vi claridad tan grande, que estaba
       Todo aquel monte con rayos lumbroso.
           Era aquel tiempo alegre y temprano,
       Cuando los campos se visten de flores,
       Cantan calandrias, cient mil ruiseñores,
       Aquel mucho dulce del lindo verano;
       El toro potente, valiente, lozano,
       Abría las puertas del todo patentes,
       Para que alegres mirasen las gentes,
       Con gran hermosura el mundo galano...

[p. 102] Otros aplicaron la forma alegórica y el metro de Juan de Mena a asuntos de historia contemporánea. Fué de los primeros y más afortunados un hijo del trovador Pero Guillén de Segovia, de quien ya tenemos noticia, llamado Diego Guillén de Ávila, seguramente por haber nacido en aquella ciudad. Crióse en el palacio del Arzobispo de Toledo D. Alonso Carrillo, de quien su padre era contador mayor, y dedicándose desde su primera juventud a la carrera de la iglesia, pasó a Roma en compañía de un sobrino de aquel prelado, que llegó a ser obispo de Pamplona. De aquel género de domesticidad pasó a otras «siguiendo siempre ajenas voluntades», según él dice, hasta que, protegido por el Cardenal Ursino, obtuvo un canonicato de Palencia, donde apenas residió, como era uso corriente en la relajadísima disciplina de aquel siglo. La estancia en Roma favoreció sus aficiones clásicas, de que dió muestras en varias traducciones estimables, como la de las Estratagemas de Frontino, y la de los libros teosóficos atribuídos a Hermes Trimegistro, que trasladó de la versión latina de Marsilio Ficino. [1] En verso compuso el Panegírico de la Reina Cató lica y el Panegírico de D. Alonso Carrillo. El primero de estos poemas, terminado en Roma el 23 de julio de 1499, y dedicado a la misma princesa en 28 de abril del año siguiente, empieza con la acostumbrada visión de oscura selva, por donde el poeta va peregrinando hasta que llega a «una casa fatídica, donde estaban figuradas todas las estorias passadas, presentes y futuras». En aquel palacio habitaban las tres fadas o Parcas: Atropos, Cloto y Láquesis, que son las que guían al poeta en las tres partes de la obra, explicándole la primera el origen de los godos y la genealogía de [p. 103] los Reyes de España, hasta llegar al infante Don Alonso; comenzando a referir la segunda los principales hechos del reinado de Doña Isabel (guerra con Portugal, formación de las Hermandades, establecimiento de la Inquisición, conquista de Granada), y anunciando la tercera, como en profecía, otros sucesos posteriores, tales como la expulsión de los judíos, la herida del Rey Fernando en Barcelona, la guerra del Rosellón, las hazañas del Gran Capitán en Italia, la muerte del príncipe D. Juan; terminando todo con el vaticinio de la conquista de África y de Jerusalén, pero sin decir una palabra del descubrimiento, entonces tan reciente, del Nuevo Mundo.

Sin ser Diego Guillén poeta de altas dotes, es por lo menos un versificador muy afluente, y no carece de brillantez y gracia en las descripciones, a pesar de los resabios pedantescos con que suele echarlas a perder, verbigracia:

           Era el tiempo que muestran las flores
       De sus escondidas potencias señales,
       Y los terrestres aquosos vapores
       Al ayre los suben los rayos febales:
       Thiton con sus carros luzientes triumphales
       Ocupa los cuernos del cándido toro,
       Habiendo partido en la piel de oro
       El justo equinoccio en partes iguales.
           Entonces, vencido de mi fantasía,
       Me vi caminando por una floresta,
       Tan alta y espessa, que me parecía
       Que naturaleza la hubiese compuesta...
       ...............................................................
           Por donde yo siento tumulto sonante
       De címbalos, flautas y otros sonidos,
       Que ya por las faldas del claro Athalante,
       De sátiros fueron y faunos oídos.
       Allí las Driádes con passos debidos
       Oí con más ninfas que en coro danzaban,
       Y en rústicas voces cantando loaban
       Las vidas silvestres en que eran nascidos.
           Atónito iba conmigo y turbado
       En verme entre gentes que ver no podía;
       Congojas me lievan así congojado,
       Que el alma temores secretos sentía.
       Cada una planta de cuantas veía
       Ser cosa sensible se me figuraba,
            [p. 104] Los blandos cabellos alzados levaba,
       Mis miembros temblaban, no sé qué tenía...

En la enumeración de los claros varones de España, no olvida a los héroes de la tradición épica: por ejemplo, dice del Cid, harto débilmente, salvo un solo verso:

           Y aquel caballero que allí ves armado
       De armas tan claras, lucidas, fulgentes,
       El Cid es Ruy Díaz, aquel esforzado
       Que reyes venció tan grandes potentes.
       Por este Valencia, si pones bien mientes,
       De los africanos fué bien defendida;
        Aqueste en la muerte venció y en la vida,
       
E hizo más cosas que saben las gentes.

Lo mejor y lo más pintoresco del poema es lo que propiamente se refiere a la Reina Isabel. Hay color poético y muy agradable sabor clásico en el cuadro de su nacimiento, que viene a constituir una especie de oda genetliaca:

            Cuando los aires gustó de la vida,
       La clara Lucina estaba presente:
       Hilaba yo alegre, de blanco vestida,
       El cándido hilo muy resplandeciente.
       En mi blando gremio la puse placiente;
       Por suerte infalible la he prometido
       Memoria perpetua, gran vida y marido,
       Riquezas y reinos, progenie excelente.
           Estaba conmigo la Naturaleza;
       Su gesto con mano sotil adornaba
       De tan radiante y clara belleza,
       Que todos los gestos humanos sobraba.
       Sus miembros ebúrneos assí conformaba
       En tal proporción, grandeza y mensura,
       Que, quien las contempla, verá en su figura
       Beldades que ver jamás no pensaba.
           Las Gracias le dieron preciosa guirnalda
       De ramos fragantes, mezclados con flores;
       De lirios, de rosas hinchieron mi falda,
       De timbra, que daba suaves olores.
       Espíranle, envueltos en dulces liquores,
       Sus nombres, sus fuerzas assí verdaderas,
       Que se le infundieron tan grandes y enteras,
       Que consigo mismas no quedan mayores.
           Volaban en torno alegres, ornados,
        [p. 105] Los dulces amores que a verla venían;
       Las viras sabrosas, los arcos dorados
       Tendidos, tentados y floxos traían.
       Después que la vieron, conmigo decían:
       «Pues que esta princesa por fuerza nos pisa,
       Las flechas le demos, que sean su divisa:
       Podrán más con ella que con nos podían.»
            La Virgen Astrea descendió del cielo,
       De sus compañeras en torno cercada;
       Perdido del todo el viejo recelo,
       Nascida esta reyna, do hagan morada.
       Después que le dieron corona almenada,
       Obraron conmigo sotil vestidura,
       Con que la vistieron de tal hermosura,
       Que siempre le tiene el alma adornada.

La misma floridez y lozanía, aunque con más igualdad de estilo, campean en otras partes del poema, especialmente en la descripción de la entrada triunfal de los Reyes en Granada. Consta toda la obra de ciento ochenta y cuatro coplas de arte mayor, y aun esta brevedad relativa, que no es frecuente en los poemas de su clase, hace que éste se lea sin fastidio.

Por méritos análogos se recomienda el Panegírico de D. Alonso Carrillo, antiguo Mecenas del autor y de su padre: tarea que emprendió a ruegos del Obispo de Pamplona, sobrino del Arzobispo y del mismo nombre que él. Esta nueva visión no puede ser más dantesca, puesto que el poeta toma por guía de su viaje al propio Dante, como ya lo habían hecho Micer Francisco Imperial en el Dezyr de las siete virtudes, y Diego de Burgos en el Triunfo del Marqués de Santillana. En compañía del poeta florentino recorre el infierno y el purgatorio, aprovechando la ocasión para poner traducidos en boca de Dante gran copia de versos de la Divina Comedia; y a la entrada de los Campos Elíseos encuentra al Arzobispo, con cuyos loores y subida al Empíreo termina este Panegírico, que en su última parte no deja de tener alguna curiosidad para la historia. [1]

[p. 106] Atribúyese también a Diego Guillén, aunque bien pudiera ser de otro Diego de Ávila, una Égloga interlocutoria, graciosa y por gentil estilo nuevamente trovada, dirigida al Gran Capitán, pero en la cual para nada se habla de su persona. [1]

[p. 107] Otra obra poética hay dedicada al mismo invicto caudillo, y en la cual se hace, aunque de paso, alguna conmemoración de sus hazañas. Tal es el libro que lleva el título, a primera vista enigmático, de Las Valencianas Lamentaciones y tratado de la partida del ánima. De su autor, que era cordobés, y se llamaba Juan de Narváez, no tenemos más noticias que las que él mismo da en los preliminares de su obra: «Desde mi pequeña edad dime a la composición de los versos, según Juan de Mena hizo. Y como el tiempo cause mudanza, apartado de mi patria, Córdoba, vagando por otras algunas partes, vine a residir en Valencia, en la cual substentándome enseñando algunas de las artes liberales, después de haber cognoscido esta ciudad doze años, el Conde de Oliva me envió a llamar, et después de me hazer algún offrescimiento, según su magnificencia, preguntóme de mi doctrina: haziéndose admirado cómo tantos años había en Valencia estado sin quél supiesse de mí, et assi denotó querer servirse de alguna de mis escripturas, a causa de lo cual yo le hize un presente de un libro que de la partida del ánima hobe compuesto, y él recibiéndolo muy alegremente y por treinta días continuos leyéndolo a muchos cavalleros, en el fin del dicho tiempo demostró no querer servirse dél. A cuya causa yo cobré el dicho libro, et como el Conde dexarlo et yo cobrarlo fuese tan grande novedad (que para en tal caso mayor no pudo ser), deliberé sobre ello hazer un libro de Lamentaciones.»

[p. 108] Dos son, pues, los libros de Juan de Narváez que han llegado a nosotros: el libro de la Partida del Ánima y el de las Lamentaciones Valencianas, así llamadas por haber sido compuestas en Valencia. Uno y otro son poemas de filosofía moral, en el género del Bías contra fortuna, del Marqués de Santillana, escritos con gran fluidez, naturalidad y soltura, en octavillas de versos cortos. La Partida del Ánima está en forma de diálogo entre el Ánima y la Razón, y puede considerarse como una exposición popular y sencilla de los principales temas de la psicología escolástica, insistiendo principalmente en la demostración de la espiritualidad e inmortalidad del alma racional. La suavidad de la versificación y la tersura del estilo hacen muy apacible la lectura de este tratadillo, que con más substancia filosófica, pertenece todavía a la larga familia de las disputaciones entre el alma y el cuerpo, tan frecuentes en la literatura de la Edad Media. Acaba con algunas oraciones para ayudar a bien morir, y una Canción de la Razón a la Partida del Ánima. [1]

Este simpático y cristiano poeta se muestra con carácter más personal en Las Valencianas Lamentaciones, que son también un diálogo entre el autor dolorido y quejumbroso por la desestimación que de su libro había hecho el Conde de Oliva; y la Razón que le conforta, trayéndole a la memoria los infinitos trabajos y sinsabores que cercan y atribulan al hombre en todos los estados de la oda, sin perdonar a los poderosos monarcas, ni a los caudillos [p. 109] invencibles, ni a los magnates opulentos, ni a los que están constituidos en los más altos grados de la jerarquía eclesiástica. De este modo la obra se convierte en un largo sermón que en algún modo recuerda el Rimado de Palacio, y que va, como él, entreverado de rasgos de sátira más amarga que festiva, si bien el efecto total de la obra es de resignación y conformidad con los decretos de la Providencia. [1]

[p. 110] Intercalado en la obra hay un elogio de Gonzalo de Córdoba que tiene cierta importancia histórica, porque en él parece responder el poeta cordobés a las sospechas de infidelidad que tan injustamente [p. 111] circularon contra su héroe, acusándole de querer alzarse con el reino de Nápoles, dos veces conquistado por él: «A lo cual me movió (dice Narváez en el preámbulo) una bárbara opinión y [p. 112] cognoscida invidia, que de la boca de algunos en mis orejas et aun en mi ánima, muchas veces andando por estas partes, ha tocado.» Desgraciadamente los versos no corresponden aquí al noble propósito del autor ni a la excelsitud del héroe, y son de los más flojos de la obra. [1]

[p. 113] Verdad es que el Gran Capitán ha sido siempre poco afortunado en esto de encontrar poetas que dignamente celebrasen sus hazañas. La comedia en que Lope de Vega le sacó a las tablas, no [p. 114] es de las mejores suyas, y la de Cañizares no es más que un plagio de la de Lope. El poema latino de Cantalicio De bis recepta Parthenope , impreso por primera vez en 1506, tiene más curiosidad histórica [p. 115] que poética; pero así y todo, vale infinitamente más que los dos únicos poemas castellanos del mismo asunto, que por el momento recuerdo. Uno de estos poemas, el más moderno, la Neapolisea [p. 116] (1651), de Trillo y Figueroa, poeta gallego recriado en Granada, nada sirve para la historia, como lo indica ya su fecha tan remota de la de Gonzalo de Córdoba, y nada vale poéticamente, puesto que Trillo y Figueroa, ingenioso y ameno en las burlas, cultivador feliz de la poesía ligera, hasta confundirse a veces con Góngora el Bueno, resulta, cuando quiere embocar la trompa épica, uno de los mis furibundos, enfáticos y pedantes secuaces de Góngora el Malo, sin ningún acierto que compense sus innumerables desvaríos.

[p. 117] La Historia Parthenopea del sevillano Alonso Hernández, libro raro, aunque bastante conocido y citado por nuestros eruditos, tiene siquiera la ventaja de estar escrita con más llaneza; y la ventaja todavía mayor de ser obra de un contemporáneo, que pudo recoger la tradición viva y la impresión directa que había dejado el gran caudillo en los ánimos de los españoles a quienes hizo árbitros de Italia, y cuyo espíritu militar formó y educó para más de una centuria. Y aunque el monumento no sea, ni con mucho, digno de su gloria, hay que reconocer lo sincero de la admiración que el poeta sentía por su héroe, y que da valor a su testimonio, muy distinto del entusiasmo puramente retórico de Trillo y Figueroa o de cualquier otro zurcidor de cantos épicos, de los que han sido en todos tiempos plaga de nuestra literatura. Hernández declara que emprendió el trabajo de la Parthenopea por contentamiento propio, y «porque le parescía cualquier hombre que fuesse hispano eternalmente obligado al nombre y memoria deste excellentíssimo caballero». Y añade con cierta solemnidad de estilo, mayor que la que suele emplear en sus versos: «¿Quién es aquel que n'el campo de las cosas gloriosas de un tan excelente capitán le deva o pueda fallescer eloquencia, y quién es tan sordo a cuias orejas no haya venido, no digo la fama de sus hechos, mas aun el clássico y sublime son de las trombas; y quién es de tan gastado ánimo que, amando letras y siguiéndolas, pueda so tiniebla nocturna sus cosas traspasar syn ser notado de ingrato y de ánimo corrupto y extremadamente muy envidioso: el qual con su propia virtud ha sobrado, desterrado, submerso y vencido toda forma de la Ynvidia?»

A este, pues, «lucero de España que el Lacio ha alumbrado», a éste de quien con verdad pudo decirse:

       Agora ya el mundo ha cierto sabido
       Que fuerzas potentes del gran Occidente,
       De hispanos, yo digo, d'España y su gente,
       A fuerzas francesas las han sometido...

quiso celebrar con dotes bien desproporcionadas a su intento el protonotario apostólico Alonso Hernández, de quien no tenemos más noticias que las que constan en su libro; es a saber: que era natural de Sevilla, que vivió muchos años en Roma, y que obtuvo [p. 118] especial protección del célebre y turbulento cardenal de Santa Cruz, don Bernardino Carvajal, alma que fué del concilio o conciliábulo de Pisa. A Carvajal habían debido Hernández y otros muchos compatriotas suyos el salvar la vida en el tumulto y la persecución que se levantaron en Roma contra los españoles después del fallecimiento de Alejandro VI,

       Que hizo la nuestra hispana nación
       Al mundo odiosa, qual nunca se viera...

La casa del Cardenal de Santa Cruz se vió convertida entonces en hospicio de hispanos:

       Tu casa fué el arca donde han escapado
       Toda nobleza de gente de España,
       Segun el gran odio, rencor y gran saña
       Que tanta Alexandre nos ovo dexado...

Carvajal tuvo mucha parte en que Alonso Hernández se resolviese a emprender la labor de la Historia Parthenopea y de otros diversos tractos de varias cosas no desplacibles», que se proponía publicar bajo sus auspicios, y entre los cuales enumera una Vita Christi, doce libros de la esperanza, doce de la justicia, ocho de la educacion del príncipe, y los Siete triunfos de las siete virtudes, que probablemente serían algún poema alegórico a imitación de los Triunfos del Petrarca. Todo esto se ha perdido, y la pérdida no parece grande, a juzgar por la poca novedad de las materias que los títulos anuncian, y por el exiguo precio que el gusto menos exigente puede conceder a la Parthenopea. De ella hizo el autor presente al Cardenal, en un prólogo lleno de pedantescas y graciosas metáforas: «Los quales libelos, illustrissimo Príncipe, como fresco y maduro parto y qual niños antes de su tiempo devido del útero materno lanzados, los dó y presento a la ynstrucción de tu preclarissimo gimnasio, porque de ally bien educados, del sacro y salutífero (sic) leche de la fuente de tu sapiencia bien limados y corregidos, después vestidos y ornados del tu vestiario y del lugar do tus preciosas cosas son respuestas, den al mundo ilustre espectáculo del triumpho hispano.»

No llegó Alonso Hernández a ver salir su libro de las prensas romanas de Maestre Stephano Guillén de Lorenno, donde se acabó de estampar a 18 de septiembre de 1516. En una advertencia [p. 119] puesta al fin de la obra, nos informa su amigo Luis de Gibraleón, clérigo residente en Nápoles, que «por haber seydo el autor privado de la presente vida antes que acabar pudiese de bien limar y bien pulir su elocuente poema, el trasladador no sin muncha dificultad pudo sacar a la luz el presente tratado, asy por la ya dicha causa, como por haber munchas partes y consonancias de lengua ytaliana mistas con los presentes versos, a causa del largo uso que el poeta en aquella tenía». A nombre de este Gibraleón está dado el privilegio de León X para la impresión, y por eso algunos, y entre ellos el mismo Gallardo, le han creído equivocadamente autor del poema del que no fué más que editor y copista, o tresladador, como él dice, quizá a título de albacea de su paisano Alonso Hernández.

Compuesta la Historia Parthenopea en los primeros años del siglo XVI, pertenece todavía, por el gusto y por el metro, a la escuela del siglo anterior. Es un poema medio histórico, medio alegórico, en estancias de arte mayor, una deliberada imitación de las Trescientas de Juan de Mena, como casi todos los poemas de que en este capítulo venimos dando cuenta. Pero Diego Guillén de Ávila, y, sobre todo el autor de los Doce triunfos de los doce Apóstoles, tenía bríos poéticos muy superiores a los del mísero Alonso Hernández, cuya Historia Parthenopea nadie se atreverá a contar sino entre las obras más ínfimas de su género. Para colmo de desgracia, está llena de italianismos, que desfiguran, no sólo la construcción, sino hasta lo material de las palabras, dando al libro catadura extranjeriza, como de autor mal versado en la lengua castellana, y eso que él se preciaba de haberse «esforzado con la profundidad de los sesos interiores y con los niervos de las cosas grandes, de alzar y expolir la lengua de la hispana musa».

Salvo las visiones y la máquina mitológica, todo lo que en este poema se contiene es materia rigurosamente histórica, que el autor de ningún modo podía alterar tratándose de acontecimientos contemporáneos y tan famosos. Se encontró, pues, según él propio ingenuamente refiere, en un conflicto entre la historia y la poesía: «Sy en el poema el hombre narra símplicimente las cosas hechas, sale fuera de los floridos quicios de aquél: y sy cuenta la verdad de las cosas hechas, con coberturas y con las figuras y cosas poéticas, prívase la fe de la verdad de la cosa.»

[p. 120] Para salir de tal atolladero (en que iban a caer sucesivamente todos los autores de poemas épico-históricos que en tan deplorable abundancia produjo aquella centuria) discurrió, por una parte, atenerse a la simplicidad de la historia, no añadiendo ni faltando, según que he podido lo cierto della saber»; y por otra, como «a un tan excellente capitán, qual es el de la perfectión de la gloria suya, se requiere carro triumphal, paludamentos y trábeas... apagar al menos la sed de las sitibundas musas, a las quales veía estar muy tristes y malencónicas, y de mí no poco quexosas sy por la parte dellas no se daba el mérito triumpho al nuevo bético Cipión invincible».

Es de suponer que las musas se quedasen tan sitibundas, tristes y malencónicas como antes; puesto que todo el gasto de invención que al poeta se le ocurrió, fué resucitar al cantor Demodoco de la Odisea, para hacerle referir a Ulises la conquista de Nápoles. Con esto, y una aparición de Palas Atenea a los Reyes Católicos, y una desconcertada imitación del libro I de la Eneida, haciendo que Eolo, a ruego de Neptuno y de las ninfas marinas, presididas por Galatea, levante furiosa tempestad contra las naves del Gran Capitán y las ponga a punto de anegarse; y un viaje todavía más disparatado que por el reino de Nápoles emprende Mercurio, hospedándose, como personaje de tanta cuenta, en casa de la Duquesa de Milán, y siendo obsequiado por el duque de Calabria con un juego de cañas: con estos, digo, y otros tales episodios, quiso amenizar la narración histórica, para que las Musas no se pudieran «lamentar de la subtraction o privación de sus varias y místicas dulcezas y tan floridos ornamentos suyos».

Pero dejando aparte lo literario del poema, que es pésimo sin duda aun entre los de su clase; su interés para la historia es innegable, no precisamente porque contenga hechos nuevos ni porque añada muchas circunstancias a los conocidos, sino porque siempre el testimonio de los coetáneos, por ruda y torpemente formulado que esté, tiene cierta viveza y frescura que no puede encontrarse en las relaciones escritas a larga distancia de los sucesos. Así son de notar el espíritu patriótico del autor de la Historia Parthenopea, el noble entusiasmo que sentía por las glorias de su nación, y especialmente por las del gran estratego del Renacimiento, que en Ceriñola y en el Garellano había fijado para más de un siglo la [p. 121] rueda del predominio militar de España. Por eso exclama el poeta, dirigiéndose a los Reyes Católicos:

       Desque las Españas han sido perdidas,
       Jamás fueron Reyes que os sean iguales,
       Ny tal lealtad con sus naturales,
        Y aquestas son cosas del alto tejidas.

Verso bueno, por excepción este último, y en que la grandeza de la misión histórica de España parece haberse mostrado como en iluminación súbita a los ojos del desmayado rimador, favoreciéndole con una ráfaga de poesía.

Otras hay sin embargo, aunque no muy frecuentes. Sobre todo es curioso y tiene algunos toques felices el retrato de los españoles, puestos en contraposición con sus enemigos los franceses. Como muestras interesantes de narración, pueden citarse el desafío de Barletta, la rendición de Tarento, la defensa de la isla de Ischia y el asalto de la abadía de Monte Cassino, con el curioso episodio de las reliquias y el tesoro salvados de la rapacidad de la soldadesca por García de Lisón.

No fueron éstos los únicos versificadores que intentaron transmitir a los venideros la noticia de los grandes sucesos de aquella edad, aunque preciándose más de cronistas que de poetas. Consta, por ejemplo, que un Hernando de Rivera, vecino de Baza, escribió la guerra de Granada en metro, con tal puntualidad y tan poco artificio retórico, como parece acreditarlo el testimonio del Doctor Galíndez de Carvajal, [1] fundado nada menos que en el del Rey [p. 122] Don Fernando: «Y en la verdad, según muchas veces yo oí al Rey Católico, aquello decía él que era lo cierto; porque en pasando algún hecho o acto digno de escrebir, lo ponía en coplas y se leía a la mesa de Su Alteza, donde estaban los que en lo hacer se habían hallado, e lo aprobaban o corregían, según en la verdad había pasado.» [1]

Un poema escrito de tal suerte, no podía ser más que una crónica rimada (cuya pérdida en tal concepto de crónica es muy de lamentar), ni merecen otro nombre las demás composiciones históricas de este reinado, por ejemplo, la Obra hecha por Hernán Vázquez de Tapia, describiendo las fiestas que se hicieron en Santander con motivo de la llegada a aquel puerto de la princesa Doña Margarita de Flandes, hija del emperador Maximiliano; los desposorios verificados en Villasevil; el recibimiento que Burgos hizo a los príncipes; su paso por Valladolid, Medina y Salamanca, y, finalmente, la muerte del príncipe Don Juan, acaecida en aquel mismo año de 1497: narrado todo ello en ciento dos coplas de arte mayor, sin ningún género de entonación poética. [2]

Faltó, pues, cantor digno a los grandes sucesos de este reinado, y tampoco pueden subsanar esta falta los ensayos retóricos de algunos humanistas italianos como Pablo Pompilio y los dos Verardis (Carlos y Marcelino), cuyos poemas latinos, no sólo épicos, sino dramáticos, sólo sirven para atestiguar el asombro que en la capital del mundo cristiano causó el súbito engrandecimiento de España. [3]

        [p. 123] Nunc age, Musa, tubam majoris suscipe cantus...

y fué impreso en Roma, 1495, por Euchario Sylber, alias Franck, juntamente con otras composiciones latinas del autor. De los Verardis, tenemos el célebre y raro libro que se titula:

Caroli Verardi, Cassenatis, Cubicularii Pontificii, Historia Baetica, seu de expugnatione Granatae a Ferdinando Catholico et Hellisabet, Hispaniarum Regibus. Marellini Verardi, Elegia et Carmina nonnulla. Ejusdem Fernandvs Servatus. Impressum Romae per magistrum Eucharium Sylber, alias Franck, 1493.

Tanto la Historia Baetica como el Fernandus Servatus son piezas dramáticas, exornadas de coros a la manera antigua, y fueron representadas en Roma.

Entre las poesías sueltas de Marcelino Verardi, hay también una Exhortatio ad poetas, ut triumphum de hoste Mauro an Hispaniarum Principibus subacto, litteris mandent, y una Elegia qua fides Fernando et Hellisabet gratias agit, quod eorum opera Maurorum catenis fuerit liberata.

Después de la suscripción hay una canción italiana con la música notada y grabada en madera.

Notas

[p. 77]. [1] .

       Yo me sentía tan embebecido
       Mirando sus cosas de gran maravilla,
       Como en el templo de nuestra Sevilla
       El rústico simple que nunca la vido;
       O como cualquiera de Francia venido
       Mirando en Las Cuevas la nave ya surta,
       De sobre las torres y mesa de murta,
       Donde yo hice primero mi nido.
           (Retablo de la vida de Cristo, cántico 2º)

       ¿No sabes, Señor, lo que tengo ofrecido
       A Christo de quien la su vida preciosa
       Canté con mi lengua mortal y penosa
       En una gran Cueva feroz escondido,
       Aunque de afuera se muestra graciosa?
          (Los Doce Triunfos, triunfo primero, cap. II.)

[p. 79]. [1] . Miguel Denis, en el suplemento a Maitaire, hace de este libro la siguiente descripción, que copia el P. Méndez en su Tipografía Española:

—El Laberinto del Duque de Cádiz D. Rodrigo Ponce de León.

Pág. 2, dice: Las ciento y cincuenta del Laberinto, compuestas por fray Juan de Padilla, cartuxo, antes que religioso fuese.

Dedicado a Doña Beatriz Pacheco, duquesa de Arcos.

(Al fin): Aquí se acaban las ciento y cincuenta coplas por fray Juan de Padilla, cartuxo profeso de las Cuebas de Sevilla. Impresas en Sevilla en el año de mill e quatrocientos e noventa y tres, por Meinardo Ungut e Lanzalao Polono.

4º a dos columnas, 16 hojas en letra de tortis.

[p. 79]. [2] . Del Retablo de la vida de Cristo hay, por lo menos, las siguientes ediciones:

—Retablo d'l cartuxo sobre la vida d' nro redeptor jesu spo.

(Al fin): Acabo se d' componer el retablo... jueves a xxiiij dias de deziebre: vigilia d' la natividad de nro Señor: coplidos los años de mill e qnientos. Año del jubileo de roma. Fue empmido en la muy noble e muy Ieal cibdad de Sevilla, por Cromberger aleman, a iiij dias del mes de março. Año de nrõ salvador jesuxpo de mill y qnietos y deziseys. Folio, a dos columnas, letra de tortis, con grabados intercalados en el texto, y una lámina grande después del colofón.

Esta es indisputablemente la primera edición, y está descrita en la Tipografía Hispalense de don Francisco Escudero y Perosso (Madrid, 1894), número 188, con presencia de un ejemplar que existía en la biblioteca de Uclés.

—Una de Sevilla, 1518, citada por Nicolás Antonio.

—Retablo d' la vida de christo fecho en metro por un devoto frayle de la Cartuxa, 1529.

(Al fin): Acabosse la presente obra... en Alcalá de Henares a ocho dias d' noviebre, año d' mill y qnietos y XXIX. Folio gótico, a dos columnas, con figuras. 76 fojas. (Edición descrita por Brunet como existente en la Biblioteca Nacional de París. Falta en la Tipografía Complutense del Sr. Catalina y García.)

—Toledo, por Juan de Ayala, 1565. (Al fin, 1559.) Descrita por Gallardo.

—Sevilla, por Juan Varela, 1530. Citada por N. Antonio y Brunet.

Retablo de la vida de Christo hecha en metro por el devoto padre don Juan de Padilla, monje Cartuxo. Impresso con licencia en Toledo. Por Francisco Guzmán, año de 1570. Tiene, como todas las restantes, grabados en madera. El ejemplar visto por Salvá tenía al fin la fecha de 1567, que será la verdadera de la impresión, aunque el libro no circulase hasta después de 1569, que es la fecha del privilegio.

—Alcalá de Henares, por Sebastián Martínez, 1577. La tuvo Salvá, y está descrita minuciosamente en su Catálogo.

—Valladolid, 1582, en casa de Diego Fernández de Córdoba.

—Toledo, por Pedro López de Haro, 1585. Citada por don Justo Sancha en su Romancero y Cancionero Sagrados.

—Toledo, por Pedro Rodríguez, 1593.

—Alcalá, por Sebastián Martínez, 1593.

—Alcalá de Henares, en casa de Juan Gracián, que sea en gloria. Año 1605. Edición de aspecto popular, y en muy mal papel, con toscas viñetas grabadas en madera.

—Retrato (sic) de la vida de Cristo. Edición popular del siglo pasado, en Valladolid, casa de la viuda e hijos de Santander; unida a una Pasión en quintillas, que es la de Diego de San Pedro, adicionada por el Bachiller Burgos.

—Edición fragmentaria de Londres, 1841, por el canónigo Riego, al fin de Los Doce Triunfos, que citaré después.

Salvá describe un rarísimo librito que lleva por título la Vida de Nuestra Bendita Señora María Virgen, emperatriz de los cielos, en la qual tambien se contienen el Nascimiento, Passion y muerte de Nuestro Dios y Salvador Jesu Christo... Obra de Julio Fontana, pintor y vezino de la muy noble ciudad de Verona. Con algunos versos, hechos parte por un devoto cartuxano, y parte por Jusepe de los Cerros de Trento. Sin lugar (¿Venecia?) apud Lucam Guarino, 1569. Son 40 láminas muy bien grabadas al agua fuerte, que llevan en la parte inferior versos explicativos, tomados la mayor parte de ellos del Retablo de nuestro autor.

Con esta abundancia de ediciones del Retablo, contrasta la escasez de las de Los Doce Triunfos, pues sólo se pueden citar tres; y aun una de ellas es dudosa.

—Los doze triuphos de los doze Apostoles: fechos por el cartuxano: pfesso en sca Maria d' las Cuevas en Sevilla. Co previlegio. El frontis figura un retablo donde en doce nichos están los doce apóstoles con sus nombres en letra colorada, lo mismo que el título. Al dorso la cabeza de San Juan Bautista. Hay entre las hojas de principios otras dos láminas, una del cielo estrellado y otra del signo de Aries. La obra comienza en la séptima hoja.

(Al fin): Aquí se acaba el triupho de Sant Mathias apostol: y postrero de los doze triufos. Acabose la obra de coponer domingo en xiiij de Febrero de mill y quinientos xviij años dia de sant Valentino martyr. Fue empremida en la muy noble y muy leal cibdad de Sevilla, por Juan Varela a V dias d'l mes de Octubre: año de ñro Salvador de mill y quinietos y XXI años. Folio gótico, seis hojas preliminares y 62 folios. Al fin se advierte que «esta divina y apostólica obra fué muy diligentemente vista y aprobada por los reverendos señores Martín Navarro, canónigo en la Sancta iglesia de Sevilla, y Sebastian Monzon, racionero en la misma Sancta iglesia, dignisimos maestros en artes y sacra theologia, en presencia del autor de la obra.»

—Edición de 1529, citada por La Serna Santander, pero no vista por ningún otro bibliógrafo.

—Los doze triumphos de los doze Apostoles, fechos por el Cartuxano: professo en Sta. Maria de las Cuevas en Sevilla. Poema heroico cristiano (del Homero y Dante español). Lo saca a luz de las tinieblas del olvido en que estaba sepultado por más de trescientos años, fiel y cuidadosamente trasladado de un Exemplar que hoy existe en la Librería del Museo Británico: y que antes perteneció y aun ahora debiera pertenecer, a no habérsele privado de él malamente, al Editor de esta Divina y Apostólica obra Don Miguel del Riego: canónigo de Oviedo. Londres, impreso por D. Carlos Wood, 1841.

El bibliófilo que dirigió esta curiosa reimpresión, y cuyo extraño gusto bien puede comprenderse por la portada, fué el canónigo asturiano don Miguel del Riego, emigrado en Londres, hermano del celebre don Rafael, y muy conocido él mismo por la grande amistad que tuvo con Hugo Fóscolo, que murió en su casa y le legó sus manuscritos.

Al fin de Los Doce Triunfos puso extractos considerables del Retablo de la vida de Cristo.

Entre los pocos críticos españoles que han tratado del Cartujano, dándole la estimación debida, figura en primer término Amador de los Ríos, que ya en su juventud iniciaba el estudio de este poeta en varios artículos publicados en la Floresta Andaluza, revista de Sevilla (1841 a 1842), en El Tiempo, de Madrid (1844), y en la Revista Literaria del Español (1845).

[p. 81]. [1] . En el prólogo al Cancionero de Burlas.

 

[p. 85]. [1] . Recuérdese, como extraña y curiosa coincidencia, aquella obra a principios de nuestro siglo tan ruidosa, y hay tan olvidada, de Dupuis, sobre el Origen de los Cultos, en que el mismo símbolo zodiacal se ve empleado contra el cristianismo y aun contra toda religión.

[p. 86]. [1] . Reminiscencia evidente del Arma virumque cano... Hay otras imitaciones de la Eneida, especialmente de la descripción de la tempestad en el Triunfo 4º, cap. III.

       Así navegando los golfos tirrenos
       Neptuno se leva con ínvido dolo,
       Rogando que suelte sus vientos Eolo...
       ..........................................................

Esta descripción virgiliana estaba entonces muy de moda: ya la había imitado Juan de Mena; y simultáneamente con el Cartujano lo hizo el autor de la Historia parthenopea, pero con todo el mal suceso que podía esperarse de su nulidad poética.

[p. 86]. [2] . Juzgamos conveniente transcribir algunas, no sólo por la extraña originalidad de varias de ellas, sino por tratarse de un poeta tan olvidado, y cuyas obras, aun en la edición de Londres, son de difícil acceso:

       Alzaba la cara con altos bramidos
       Que retronaban aquella montaña,
       Bien como toros bramando con saña,
       Huyendo de otros después de vencidos...
       ................................................................
       Y como quien tuerce los hilos pendientes
       Entre las palmas con fuerza de dedos;
       Como los sastres sentados y quedos
       Los tuercen colgados de solos dos dientes:
       Así las dañadas y pérfidas gentes
       Tuercen sus lenguas del todo sacadas,
       Para que sean sotil enhiladas
       Con las agujas de fuego pungentes,
       Puesto que sean muy más abrasadas.
       .................................................................
       Como los toros, en tales lugares, * [* El matadero o carnicería de que habla antes.]
       Tienen a fuertes colunas ligados:
       Así vide cuerpos de bestias atados
       Por las gargantas y los paladares.
       Tenían las caras con sus aladares,
       Bien como unos humanos mortales;
       Los miembros de cuerpos no poco bestiales,
       En parte conformes, y en parte dispares
       De asnos sardescos que son desiguales.
       .........................................................................
       Como los brutos galápagos suelen
       Tener sus cabezas y cuello de fuera
       Por los remansos de alguna ribera,
       Si no les dan causa que hondo se cuelen:
       Tal se mostraban, y mucho se duelen
       Las tristes cabezas por esta laguna...
       .................................................................
       En lo más hondo del valle penoso
       Oímos sonar unas ciertas cuadrillas:
       Así como suenan algunas tablillas,
        Y roncas gargantas del pueblo leproso,
       Que pide limosna de fuera las villas.
       ..............................................................
       Como de noche corusca del cielo
       Súbita lumbre relampagueando,
       Hace su rayo sotil radïando
       Que súbitamente veamos el suelo;
       Pero tornando la noche su velo
       Quedan los ojos así como muertos:
       Y tanto se monta tenellos abiertos,
       Cuanto cerrados a luz de señuelo
       Que suelen de noche poner a los puertos.
       .......................................................................
       Y como delante de los caminantes
       Traviesan corriendo los ciervos ligeros,
       Heridos a veces de los ballesteros
       Con yerbas peores que pasavolantes:
       Así nos pasaron delante bramantes
       Unas amargas personas, heridas
       Con armas de fuego cruel encendidas;
       Sus trancos y pasos así festinantes
       Como las cebras por llano corridas.
       Y bien como vemos que muchas vegadas,
       Aunque corridas, se paran mirando
       A los cazadores, que van ya callando
       A causa que sean más presto cazadas,
       Así nos giraron sus caras cuitadas,
       Y se detuvieron en sí razonantes...
       ...............................................................
       Y como en la isla de Hierro la gente
       Bebe del agua que el árbol destila,
       La qual por las hojas pendientes ahila
       Hasta que hinche la húmida fuente;
       Así destilaba la sangre reciente
       Por todos los miembros de los cativados:
        Que todos los charcos de agua menguados
       Llenos quedaban de sangre rubente,
       La qual no pudieran beber los ganados.
       ..................................................................
       Y como los peces los cuervos marinos,
       Las almas amargas con ansia tragaban.
       ..................................................................
       Así nos llegamos a poco de rato
       A la ribera, do vi que penaba
       Uno que cieno hediondo tragaba
       Como quien traga la miel de Cerrato.
       Su mano traía cruel garabato,
       El suelo rasgaba con él abarrisco;
       Y como quien anda buscando marisco
       Tal rebuscaba con férvido flato
       El cieno muy negro cubierto de cisco.
       ............................................................

Véase, en contraposición a tan hórridas pinturas, esta dulce entrada del Triunfo cuarto, que recuerda análogos principios de algunos cantos de Dante:

       Como la dulce calandra volando
       Entona su canto, subiendo su vuelo
       Facia la parte más alta del cielo,
       Con sus alillas sutil aleando:
       Pero después de sobida callando
       Contempla la forma de aquella su vida,
       Y con alegría mezclada sobida,
       Muy vagarosa se viene calando
       Facia la propia terrena manida.
       ...............................................................

No es rara la suavidad y ternura de expresión en el Cartujano, v. gr.:

       Así rastreando la triste plañía,
       Como los niños que van gateando;
       Que dejan la cuna, la madre buscando,
       Puestos en esta continua porfía,
       Hasta que callan, la teta mamando.

[p. 93]. [1] .        Pecunia.

[p. 93]. [2] .              Yo só, me dijo, del Estremadura;
                                  Donde las rayas reales ya juntas,
                                  Hacen la tierra no mucho segura.
                                         Tuvo mi pecho la cruz colorada;
                                  Pero con odio que tuve de uno,
                                  El qual aquí viene también de consuno,
                                  Fué mucha sangre por nos derramada.
                                  La cruz que traía de fuera bordada,
                                   Dentro no tovo mi mal corazón
                                  Por ella perdida semblante pasión;
                                  Pero mi alma salió condenada
                                  Súbitamente sin más confesión.
                                  ............................................................
                                  Éste con grave coraje de presto,
                                  Como quien rabia con férvida basca,
                                  Con uñas crueles su pecho se rasca,
                                   Después de rascado su lánguido gesto.
                                  Y súbitamente yo vide, con esto,
                                  Salir de su pecho cruel horadado
                                  Un drago con su corazón travesado:
                                  Bien como perro que saca del cesto
                                  El pan que la moza no tiene guardado.

[p. 94]. [1] .       —¡Oh ánimas (dije) que tan fatigadas
                                  Vais caminando, de fuego llagadas,
                                  Decidme, si sois de la nuestra Castilla,
                                  O de las provincias en torno pobladas!
                                  Uno responde con alto gemido,
                                  Sentido que hobo mi lengua materna:
                                  —Porque mi mente mejor te dicierna,
                                  Dime primero, ¿do fuiste nacido?
                                   Yo le repuse, sin ser prevenido:
                                  —¿Y cómo no sientes que só castellano?
                                  No hablo tudesco ni menos toscano:
                                  Basta que sepas haber yo bebido
                                  Las aguas del río sotil sevillano.
                                  Mas dime, ¿quién eres ¡oh ánima triste!
                                  Y quien son aquestos que van a tu lado?
                                  ¿Y qué fué la causa de tanto pecado,
                                   Por donde tu cuerpo tal hábito viste?
                                  —Só montañés de la brava montaña,
                                  Y más gamboyno, llorando me dice:
                                  Tales excesos mortales yo hice,
                                  Por donde padezco la pena tamaña.
                                  Los unigueses * con férvida saña          [* Oñacinos.]
                                  Maté con mis manos, sin lo merecer,
                                  Y más en Bilbao queriendo valer
                                  Hice no menos semblante fazaña
                                  Por donde la villa se quiso perder.
                                  Por ende con armas de fuego llagado
                                  Vó caminando sin agua ni cibo;
                                  Cual muerte yo daba, tal pena recibo
                                  Con estas saetas que vó travesado.
                                  Otros de aqueste convento penado
                                  Hicieron lo mismo, que fueron Giletes,
                                  Sin causa matando los nobles Negretes.
                                   ................................................................

[p. 97]. [1] . Es muy curioso lo que se refiere a artes mágicas en el cap. VII del primer Triunfo, que debe cotejarse con pasajes análogos de Juan de Mena. Además de los nigrománticos, hechiceros y mathemáticos (es decir, astrólogos judiciarios) pone Padilla en su registro a

       Los que las uñas del muerto cercenan,
       Para mezclarlas con otra malicia...

y recogen los ojos y dientes de los ahorcados; a los que hacen cercos dañados; a los que se guían por los puntos pitagóricos, o por augurio de constelaciones, o por cualquier otro de los signos que recopila en esta última octava:

       Y callo no menos la loca manera
       Del que reguarda con ojo malino,
       Quando la liebre traviesa camino
       Y el ciervo bramando sin su compañera;
       O si del encina, del bosque somera,
       Canta la triste siniestra corneja;
       Y cómo conjura la trémula vieja
       Los cuerpos compuestos de líquida cera
       Con su profana prolixa conseja.

[p. 99]. [1] . Comiença el libro de la celestial jerarchia y inffernal labirintho, metrifficado en metro castellano en verso heroyco grave por un religioso de la orden de los minimos, dirigido al ilustre y muy magnifico señor don juan de la cerda, duque de Medina celi, conde del puerto de Sancta Maria. Sin lugar ni año, folio gótico, dos hojas preliminares y XXII foliadas, con una más para las erratas. Es libro de extraordinaria rareza.

Comienza imitando la invocación de Juan de Mena:

       Al muy prepotente supremo monarcha,
       Aquel que los cielos y tierra esclaresce.

A la misma escuela pertenece, aunque fué impreso antes que las obras del Cartujano, el Triumpho de María, de Martín Martínez de Ampiés, que más que obra literaria fué el cumplimiento de una penitencia que impuso al poeta su confesor, como en el frontis se expresa: Por alabança de la preciosa Virgen y madre de christo ihesu: comieça el libro intitulado triupho de maria: por martin martinez de ampies, compuesto: y en emienda de sus delictos a él otorgada por el reverendo doctor fray gonçalo de rebolleda, frayle menor, como por padre de su cofessio.»

Es un poema en octavas de arte mayor, con glosas a estilo de las de Juan de Mena, seguido de varias canciones de los coros celestes, de los justos, de los santos y del linaje femenino de la gloria, en alabanza de Nuestra Señora.

En la signatura g comienza su nuevo poema De los Amores de la Madre de Dios, que vienen a ser unos gozos en versos de arte menor.

Al fin del tomo se leen las señas de la impresión en estos términos:

El triupho y los amores d' la preciosa madre de dios aquí se acaban: y empretados con las expensas de Paulo Hurus aleman de Constancia en la noble ciudad de Çaragoça»: en el año de nuestra salud Mil CCCC.LXXXXV (1495). 4º gót. sin folitura.

En el título ya se trasluce la imitación de los Triunfos del Petrarca, que también en Padilla y en los demás poetas de este tiempo se mezclaba más o menos con la de Dante.

Martínez de Ampies es más conocido como traductor del Viaje de la Tierra Santa, de Bernardo de Breidembach, deán de Maguncia, bellamente estampado en Zaragoza por el alemán Paulo Hurus, en 1498, con muchas curiosas estampas en madera, que representan ya animales exóticos, ya trajes de diversas naciones peregrinas (griegos, surianos [sirios], abisinios, etcétera), y muestras de los alfabetos árabe, caldeo, armenio, etc., todo lo cual acrecienta el valor bibliográfico de este rarísimo libro. El traductor pone de su cosecha al principio un breve Tractado de Roma, o sea compendiosa descripción e historia de esta ciudad; y suele añadir algunas notas muy curiosas, especialmente la que se refiere a los gitanos, que él llama bohemianos o egipcianos.

De este mismo autor es El Libro del Anticristo (Zaragoza, 1496, por Paulo Hurus, y Burgos, 1497, por Fadrique Alemán, de Basilea, con grabados en madera).

Lo escribió o compiló su autor estando en la campaña de Perpiñán; y se divide en 45 partes o capítulos, seguidos de un nuevo Tratado del judicio postrimero, y de una Declaración de Martín Martínez Dampiés en el treslado del Sermón de Sant Vicente. Cierra el volumen la muy sabida carta de Rabí Samuel a Rabí Isaac, trasladada del arábigo al latín, en 1338, por Fray Alonso de Buen hombre, y del latín al castellano por Dampiés.

Tradujo del catalán el libro de menescalía, o albeitería, de Manuel Díez, mayordomo del Rey Alfonso V (Zaragoza, 1499; Valladolid, por Juan de Burgos, 1500; Barcelona, 1523; Burgos, 1530; Zaragoza, 1545...).

En el Opas Paschale, de Sedulio, comentado por Juan Sobrarías (Zaragoza, 1511), se lee un carmen elegiacum, de Martín Martínez Dampiés, que fué natural de la villa de Sos, y murió en Uncastillo. (Véase su artículo en Latassa.)

[p. 102]. [1] . Los quatro libros de Sexto Julio Frontino, Cónsul Romano. De los enjemplos, consejos y avisos de la guerra: obra muy provechosa, nuevamente trasladada del latín en nuestro romance castellano, e nuevamente impresa.

Al fin: La presente obra fué impresa en la muy noble y muy leal cibdad de Salamanca por el muy honrado varón Lorenzo de Lion dedei. Acabóse el primero día de abril del año 1516, 4º gótico, 59 hoj. En la carta dedicatoria al Conde de Haro don Pedro de Velasco, se firma el autor Canónigo de Palencia.

La traducción de los libros del seudo Hermes Trimegistro, hecha en febrero de 1487, fué remitida por el traductor a Juan de Segura, en noviembre del mismo año. Hay ejemplar manuscrito en la Biblioteca Escurialense.

[p. 105]. [1] . Panegírico compuesto por Diego Guillen de Avila en alabança de la más cathólica Princesa y más gloriosa reyna de todas las reynas, la reyna doña Isabel, nuestra señora que santa gloria aya, e a su alteza dirigida. E otra obra compuesta por el mismo Diego Guillen, en loor del reverendissimo señor don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, que aya santa gloria. Hay dos ediciones, entrambas rarísimas, de estos poemas: una de Salamanca, 1507, y otra de Valladolid, por Diego Gumiel, 1509, ambas en folio y en letra de tortis.

[p. 106]. [1] . Véase el argumento de esta rarísima pieza, perteneciente a la escuela dramática de Juan del Enzina, y omitida, como tantas otras, en el catálogo de Moratín:

«Un pastor llamado Hontoya va en busca de un su hijo llamado Tenorio, con el qual riñendo le envía a guardar el ganado, y él quedando solo, llega un aldeano llamado Alonso Benito, el qual, después de haberle saludado según su pastoril manera, le habla un casamiento para su hijo Tenorio con una zagala llamada Teresa Turpina, el qual rehusando el tal casamiento, por razón de no tener quien guarde el ganado, y otras justas razones que allí muestra, el dicho Alonso Benito le atrae a que lo haya de hacer. Ansí que del padre concedido, Alonso Benito fué a llamar a Tenorio, al qual hallando durmiendo, habla con él y entre sueños dice cosas de mucha risa. Y visto Alonso Benito su sueño tan pesado, le hace un conjuro, al qual despierta, y vienen entramos adonde está el padre; y allí con gran dificultad de las partes se concierta el casamiento. Luego entra otro pastor llamado Alonso Gaitero, de parte de la madre de la novia a decirles que vayan al aldea; al qual envían delante a aparejar la novia. E ido, dice el padre que está cansado, que no puede ir allá. Dícele Alonso Benito que qué quiere, y responde, que vengan acá. E Alonso Benito los va a llamar; y quedan el padre y el hijo. El padre manda al hijo que se vaya a mudar el vestido all'aldea, y desde el camino envía un sobrino suyo, llamado Toribuelo, por la llave de un cillero, y vuelto con la llave, viene el novio cansado; y en llegando, amonéstales el clérigo; y no hallando ningún impedimento los desposa, y despues de desposados, viene otro pastor llamado Gonzalo Ramon, de parte del cura a estorbar el casamiento, con el qual pasan muchas palabras. En fin, vienen a ser amigos, y salen a luchar, y échense de las pullas. Después ruegan a tres de las madrinas que canten un poco, las quales dicen un villancico.»

En el número 8º (póstumo) de El Criticón de Gallardo, está reimpresa esta égloga, copiada del ejemplar que de ella poseía don Aureliano Fernández Guerra (18 hojas en 4º, sin foliatura, Alcalá de Henares). Está en octavas de arte mayor, pero que no parecen de la misma mano que las del Panegírico de la Reina Católica, si bien la diferencia puede consistir en el carácter rústico y villanesco del asunto, y en el zafio lenguaje de los interlocutores, que el poeta remeda con el mismo desenfado realista que Rodrigo de Reinosa. El conjuro del pastor es curioso para la historia de las supersticiones:

           Yo te conjuro con San Julián,
       Aquel que pintado está en nuestra hermita,
       Con todas las voces que dan y la grita
       Al toro que lidian allá por San Juan:
       También te conjuro con el rabadán
       Toribio Hernández y Juan de Morena,
       Que tú me digas si andas en pena,
       O que es el quillotro de todo tu afán.
           Mas te conjuro y te reconjuro,
       Y te torno y retorno a reconjurar,
       Con agua, con fuego, con viento seguro,
       Con yerbas, con piedras, con tierra, con mar;
       Con todos los lobos de en torno el lugar,
       Con la Marota y sus Maroticos,
       Con puercos, con perros, con cabras, cabritos;
       Que digas lo que has, sin más dilatar...

[p. 108]. [1] . El estribillo la da carácter popular. Empieza:

       ¡Ay de ti, ánima mía!
       ¿Qué harás cuando viniere
       Aquel temeroso día,
       Si Jesu Christo dixere:
       «Vete de mi compañía»?
       Vivirás et morirás:
       La vida para morir;
       La muerte, para sentir
       Las penas que sufrirás.
       Nunca ternás alegría,
       Ni podrás estar do fuere;
       Escura será tu vía
       Si Jesu Christo dixere:
       «Vete de mi compañía...»

[p. 109]. [1] . El manuscrito de Las Valencianas Lamentaciones y de la Partida del Ánima, perteneció a la biblioteca del Conde del Águila, y se conserva ahora en la del Cabildo de Sevilla (vulgarmente llamada Colombina). Ha sido magníficamente impreso por generosa solicitud de una ilustre señora, en edición de muy corto número de ejemplares:

Las Valencianas Lamentaciones y el tratado de la Partida del Ánima, por Juan de Narváez, con un prólogo de D. Luis Montoto y Rautenstrauch. Publícalos por primera vez la Excma. Señora Doña María del Rosario de Massa y Candau, de Hoyos. Sevilla, imp. de E. Rasco, 1889.

Antecede a las dos obras un largo prólogo en prosa dirigido al Gran Capitán: Las Valencianas tienen además una especie de introducción en verso: Exhortación del autor al lector, en que sucesivamente se tratan estos puntos: De cómo se debe leer, entender y memorar la escriptura para bien juzgarse.—De la gramática que observa el autor y de la perfección de la lengua castellana.—De los versos castellanos: de su buen uso; de su gravedad et utilidad.—De las gracias que demás de los versos los nuestros reciben de Dios.—De cómo se debe usar la poesía, y del daño que de ella se recibe, etc.

Es digno de leerse algo de lo que dice en recomendación de la lengua castellana, aun en cotejo con la latina. Tradúcese en las frases de Narváez el entusiasmo que le inspiraban las grandezas de su tiempo, a vista de las cuales exclama con desmedida arrogancia:

           Cuanto los hábitos son
       De mayores perfecciones,
       Tanto sus pronunciaciones
       Son de mayor perfección:
       Pues ¿quien la generación
       De los nuestros vence o sobra,
       Ni quién iguala a su obra
       En aquesta habitación?
           Por nos cierto se ennoblescen
       Artes, ciencias y exercicios:
       Por nos decaen los vicios
       Y las virtudes florescen:
       Entre nos vemos que crescen
       Los ingenios naturales:
       Por nos los actos reales
       Sobre todos resplandescen.
           No sólo nos son tractables
       Las tierras que conquistamos,
       Mas los mares navegamos
       Que fueron innavegables.
       Pugnamos quasi impugnables,
       A ninguno obedecemos,
       Salvo a Dios, por quien tenemos
       Las victorias memorables.
           E aún si carescemos
       Del mundo todo mandar,
       La causa quiero callar,
       Pues mostramos que podemos.
       Empero si padescemos
       En esto dificultad,
       Desta gran prosperidad
       Esperanza no perdemos...
       ................................................
            No al dulce metro hispano,
       Al bético mayormente,
       Sea alguno maldiziente,
       Si tiene el sentido sano:
       Porque Dios, bien soberano,
       Según su gran claridad,
       Ya visita nuestra edad
       Y nos guarda de su mano.
           Ya nos da Dios que cantemos
       Las gracias que nos infunde,
       Y por todo el orbe cunde
       Los bienes que poseemos.
       A todos honra hazemos
       Y todos nos pagan mal,
       Ciegos de envidia mortal
       Del mucho bien que tenemos.
           No de nuevo en nuestras partes
       Es lo que al presente cuento,
       Pues antes del sacro advento
       Dios nos dió gracias et artes.
       Y si tales baluartes
       Perdieron nuestros pecados,
       Ya por Dios nos son tornados
       Los pendones y estandartes.
       ..............................................
           Cuanto las otras naciones
       Estiman, muy al revés
       Traemos yuso los pies
       Como bien pequeños dones.
       Y las altas perfecciones
       Que no pueden alcanzar,
       Continuamos bien usar
       Con valientes corazones.

Terminados estos prolegómenos, comienzan Las Lamentaciones, que se dividen en dos partes, y comprenden 471 estrofas de arte menor. La primera parte trata del estado laical, dividido en común, mediano, magno y real: la segunda, del estado clerical.

Pondremos alguna muestra del fácil y ameno estilo del autor. Véase, por ejemplo, la contraposición que hace entre los caballeros cortesanos y los soldados comunales:

           Es la causa ver pomposos
       Los caballeros nombrados,
       De seda y oro chapados
       Los vestidos sumptuosos:
       Siempre se muestran gozosos,
       En sus salas muy servidos
       De manjares prevenidos
       Con música deleitosa.
       ..............................................
           ¿Quién se puede soportar
       Viendo las armas doradas,
       Más famosas que aceradas,
       Que buscan para se armar?
       ¿Qué lengua basta callar
       Cosas tan desordenadas?
       Ca las armas muy pintadas
       No son para pelear.
           Es el oro tal metal,
       Según todos son testigos,
       Que en la lid los enemigos
       Nunca dél reciben mal.
       Espada, lanza y puñal
       De acero, que no de arambre,
       Suelen derramar la sangre
       En la batalla campal.
       ............................................
           Como están los delicados
       Árboles en las ciudades,
       Con templadas humedades
       Sostenidos y guardados,
       Los caballeros nombrados
       Tienen tal la propiedad,
       Que viven en la ciudad
        Y en el campo son finados.
       .................................................
           ¿Quién sufre los grandes males
       En las batallas romper,
       O cuáles suelen vencer,
       Sino aquestos comunales?
       Los cuales de virtuales * [*Esto es, a fuer de valientes ]
       Las huertas y montes talan,
       Y contraminan y escalan
       Las torres más principales.
           Estos van menos armados
       Y hacen más cruel guerra
       Por el mar y por la tierra
       Que los otros alegados:
       Por aquestos son ganados
       Los reinos y señoríos,
       Sufriendo hambres y fríos,
       De calor y sed postrados.
           En estos vemos pintadas
       Las historias de las guerras,
       Las batallas y desferras,
       Las cruezas extremadas.
       Estos las piernas quebradas,
       Estos los brazos cortados,
       Estos son despedazados,
       Sus carnes amanzillada...

[p. 112]. [1] .             Item digo consecuente
                                       Quién es el Gran Capitán
                                       A quien todos honra dan,
                                       Honra del siglo presente;
                                       El cual salió del Poniente,
                                       Y con su consejo y manos
                                       Hizo más que los romanos
                                        En las partes del Oriente.
                                          Cuya honra limpia et pura,
                                       Cuya sapiencia y ley
                                       Estima muy más su Rey
                                       Que de otra criatura.
                                       Este es peso y mensura
                                       De nobleza y castidad,
                                        De grandeza y caridad,
                                       Dechado de fermosura.
                                          Contra todas las naciones
                                       Contrarias ha conquirido,
                                       Ha fecho guerra y vencido
                                       Las celadas y traiciones.
                                       Ha hecho los corazones
                                        De toda Francia temblar.
                                       Ha bastado a derrocar
                                       Sus altivas presunciones.
                                          La Italia tan nombrada,
                                       Mujer de muchos maridos,
                                       Por quien tantos son perdidos,
                                       Es por éste sojuzgada.
                                        Cuya victoria sobrada
                                       A Nápoles ha ganado
                                       Dos voces, y delibrado
                                       De Francia la memorada.
                                       .............................................
                                          Mas puesto ser otorgado
                                       El loor que aqueste tiene,
                                        El qual por línea le viene
                                       De tiempo muy prolongado,
                                       Es de algunos sospechado,
                                       No su magnanimidad,
                                       Mas menguan su fieldad
                                       Acerca de lo ganado.
                                          Esa fama no se canta,
                                        Antes es yerta que nasce,
                                       La cual yo creo que pasce
                                       Alguna gente non sancta...

El libro de Las Valencianas no tiene fecha, pero no parece difícil fijarla, en vista de esta alusión, a las murmuraciones contra Gonzalo; y a otra que más adelante hay al Papa Julio II y a su lucha con los cismáticos del conciliábulo de Pisa (estrofa 261). El poema hubo de componerse, pues, entre 1510, en que comenzó el cisma, y 1515, en que falleció en Granada el conquistador de Nápoles.

Hay otro poema del mismo género y del mismo metro que el de Narváez, aunque muy inferior a él en todo, si bien digno de aprecio, no sólo por su extremada rareza, sino por el gran número de noticias históricas que contiene. Titúlase La vida y la muerte, y al fin dice: «Esta obra fué impresa en la muy Leal y ínclita ciudad de Salamanca por Maestre Hans Gysser, alemán, en presencia del mesmo Padre fray Francisco Dávila que la compuso; y fué personal corrector della. Acabóse vispera del glorioso Evangelista San Lucas, en el año de la Encarnación de nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos y ocho años. Gubernante la silla apostólica el Papa Felicisimo Julio Secundo, y a Castilla el ínclito Rey D. Fernando con la Ilma. Sra. Doña Juana, su hija, natural Reina de Castilla: 4º gót., 109 pp. ds. y 4 de principios. Descrito y extractado largamente por Gallardo.

Después de la tabla empieza en el folio 5º la Altercación, pleito y disputa, rencilla e cuestión contra la muerte: del reverendo padre fray Francisco de Avila, de la observancia de los menores, encabezada con dos epístolas comendaticias y exhortativas del autor al Cardenal Cisneros, una en prosa y otra en verso. En la primera declara así la intención de su obra: «El subjecto deste libelo toca tan universalmente a todos, que a vuestra prudentísima reverencia podrá ser asaz sabroso y provechoso. En esta obra, habida principal ocasión de litigar, disputar y altercar con la muerte, se tocará el rigor del juicio universal, de muerte eterna, de la vera felicidad en la vida beata; y señaladamente se hará mención de muchas ilustres, insignes, famosas e nobles personas, así en estado como en armas y letras, ansi buenos e santos, como malos e profanos, que la muerte ha llevado en diversos tiempos y edades, en varias tierras e naciones, e por diversas maneras; muy en especial se hará breve memoria e compendioso sumario de algunas muy esclarecidas y grandes personas, notables, escogidos y nobles varones destos reinos, que en pocos tiempos pasados en nuestros días han fallecido: porque sean puestos por notorio ejemplo, cercano y claro espejo a nuestros serenísimos y magníficos reyes, a los grandes eclesiásticos o seculares señores, a los caballeros, a los letrados, a los ministros de justicia, a otros ministros, oficiales y curiales de su curia prosperada; y en ella y fuera de ella a todas otras personas, grandes o pequeñas, de todos estados... E sin duda que los que fueren sabios y cautos lectores, si con atención ocupasen el tiempo en leer hasta el fin en paso a paso, de día en día este tractado, ternán salubérrimo, honesto y jocundo pasatiempo... Va, señor prudentísimo, la obra en metro, y no en prosa, porque el verso (a juicio de los que bien sienten y son dél capaces) es más sentencioso, compendioso, sabroso y apacible, más vivo, más atractivo, de más sotileza, de más lindeza, de más eficacia, de más audacia, de más incitación, de más impresión y perpetuidad para quedar más afijado en la memoria de los lectores.»

El poema da principio, según la inevitable rutina de los malos imitadores de Dante:

       Yendo por alta ribera
       De muy estrecho camino,
       Con pluvia que recreciera
       Tempestad y torbellino,
       Vi semblante mortecino
       De tan terrible pavor,
       Que dije con un temblor:
       ¡Ay de mi, que desatino...!

Se encuentra, en efecto, nada menos que con la Muerte, a quien «como denodado agresor reciamente la acomete, acusándola, increpándola y vituperándola por sus terribles crueldades y fieros atrevimientos». La Muerte le contesta con no menor furia, hasta que sobreviene San Buenaventura, que pone en paz a los contendientes, y da como árbitro la sentencia, comenzando por describir el juicio final, las penas del infierno y la gloria del cielo. La Muerte hace un interminable catálogo de las gentes notables que ha matado, comenzando por los personajes bíblicos y los de la historia antigua; pero extendiéndose mucho más en los de su tiempo. Hay muchas estrofas compuestas enteramente de apellidos. En esta ridícula letanía se encuentran, sin embargo, especies curiosas, por ejemplo, el entusiasta elogio de Fray Hernando de Talavera, y la enumeración de los principales teólogos, canonistas, letrados, astrólogos, físicos, médicos, poetas, etc., de su tiempo. Entre éstos cita a Gómez Manrique, y a D. Jorge galan, a Guevara, a Cartagena, a Diego de S. Pedro, a Juan de la Encina, a Mosén Diego de Valera, y más especialmente a los franciscanos Mendoza y Montesino

       Cayó también en mi choza
       El sotil componedor
       Fray Íñigo de Mendoza,
       Muy alto predicador,
       Muy gracioso decidor,
       De trovadores monarca,
       De profundos dichos arca,
       Y minero de dulzor...
       ................................................
       Yo seré muy triunfante
       D'aquel poeta lozano,
       Orador muy elegante
       En el metro castellano,
       Gran pregonero cristiano
       Del Sacro Verbo divino,
       Fray Ambrosio Montesino,
       Traductor del Cartujano.

Sirve, entre otras cosas, este catálogo para probar que en 1508 había fallecido ya Fray Íñigo de Mendoza, de quien se tienen tan pocas noticias. Cita también a un músico, Lope de Baena:

       Tovimos a nuestra vista
       Un artista tañedor,
       Muy subido citarista,
       De tañedores primor.
       Fué su músico dulzor
       Que quitaba toda pena,
       Y era Lope de Baena,
       Muy sotil componedor.

Es curioso el elogio de Antonio de Nebrija:

       Con doctrina muy prolija
       Nuestras tierras embotadas,
       Por el famoso Lebrija
       Quedaron acecaladas:
       Son las gentes alumbradas
       De su ciega grosería:
       Ya no hablan barbaría,
       Mas razones acordadas.

Entre las mujeres doctas, menciona a Galinda la latina (Doña Beatriz Galindo), y a la Sepúlveda, «doncella muy sabidora».

[p. 121]. [1] . Historia parthenopea dirigida al Illu- | strissimo y muy reveredissisno Señor | don bernaldino de caravajal, Cardenal de Santa Cruz, copuesta por el muy | eloquente varon alonso hernades, cle- | rigo ispalesis, prothonotario de la san- | ta Sede apostolica, dedicada en loor del | Illustrissimo Señor don gonçalo her- | nandes de cordova duque de terra- | nova gran Capitan de los muy altos Reyes de spaña.

Al fin | Impresso en Roma por Maestre stephano Guillen de lo | Reño año de nuestro Redentor de Mill y quinientos XVI | a los diez y ocho de Setiembre. Fol. 4 hojas preliminares y 102 de texto.

El erudito napolitano Benedetto Croce, tan benemérito de nuestras letras, ha publicado primero en el Archivo Storico per le Provincie Napoletane (año 19, fascic. III), y luego en tirada aparte de cien ejemplares, un curioso estudio sobre la Historia Parthenopea, que lleva por título Di un poema spagnuolo sincrono, intorno alle impresse del Gran Capitano nel Regno di Napoli.

 

[p. 122]. [1] . Anales breves del reinado de los Reyes Católicos (Documentos Inéditos para la Historia de España, tomo XVIII, pág. 227 y siguientes).

[p. 122]. [2] . Obra hecha por Hernando Vázquez de Tapia escribiendo en summa algo de las fiestas y recebimiento que se hicieron al tiempo que la muy esclarecida y excelente Princesa nuestra Señora Doña Margarita de Flandes, hija del Emperador Maximiliano, desembarcó en la villa de Santander: y assi mismo de como fue festejada del Señor Condestable de Castilla: y de como vinieron el Rey y Príncipe nuestros Señores a su alteza: y de como el Reverendissimo señor Patriarca en un lugar que se dice Villasevil tomó las manos al Príncipe y Princesa nuestros Señores: y de como llegaron todos juntamente sabado de Ramos .(19 marzo 1497) a la ciudad de Burgos, adonde los Príncipes nuestros Señores fueron suntuosamente recebidos. En Sevilla, por Meinardo Ungut, alemán, y Lanzalao Polono, 1497.

[p. 122]. [3] . Aludo al Panegyris de Triumpho Granatensi de Pablo Pompilio, romano, que comienza: