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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > III : TEATRO : LOPE, TIRSO,... > CALDERÓN DE LA BARCA :... > ESTUDIO CRÍTICO SOBRE CALDERÓN

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J USTA y noble cosa es que los pueblos honren la memoria de sus grandes poetas; pero si he de decir lo que siento, antes me parece funesto que útil el entusiasmo oficial y la devoción obligada, que produce los aniversarios y centenarios, con el obligado cortejo de músicas, carros triunfales, pompas y apariencias, versos y justas poéticas. Aun lo bueno sobre un mismo asunto empalaga, cuando es demasiado: ¿qué será cuando en la turbia corriente de tantas solemnidades rueda tanto de mediano y aún de malo? La secta de los cervantistas acabaría, a no ser tan grande el personaje a quien injurian y apedrean, por hacer aborrecible hasta el nombre de Cervantes en la memoria de las gentes. ¿Quién sabe si conseguirán otro tanto los calderonianos, a fuerza de sacrificar en las aras de su autor favorito todas nuestras glorias dramáticas? No sé a punto fijo en qué consiste, pero hay en el fondo de toda [p. 308] alma verdaderamente artística algo que se rebela contra las admiraciones convencionales, de ritual o de reata, un secreto espíritu de reacción contra todo fetiquismo, y de protesta contra gárrulos encomios. De aquí que los espíritus delicados y que sienten y aman desinteresadamente la hermosura, se refugien en el culto íntimo y solitario de otros autores más modestos y olvidados, a quienes suele llamarse de segundo orden, por lo mismo que andan menos profanados en bocas de necios, y porque han logrado la muy apetecible fortuna de no llevar tras sí una turba ignara de admiradores y devotos.

Quizá parezcan demasiado amargas las palabras que llevo escritas, pero no cabe en mi ánimo el decirlas más halagüeñas, ni el esperar nunca gran cosa de estas apotesosis semi-paganas, que poco han de regocijar en la otra vida a tan cristiano poeta como Calderón. Como quiera, parece que el más digno tributo que en tal ocasión puede ofrecerse a su gloria terrena es una nueva edición de sus obras. Y por desgracia, las ediciones no abundan, ni en todo rigor crítico las mismas que hay satisfacen. Expuestos estamos a que cualquier extranjero, atraído a Madrid por el ruido y baraúnda que a propósito de Calderón estamos haciendo, recorra en vano nuestras librerías sin encontrar otra colección asequible de las obras de autor tan famoso (en cuyo honor quemamos fuegos de artificio y encendemos luces de Bengala) sino la que forma parte de la Biblioteca de Autores Españoles, de Rivadeneyra. Si desea otra de más cómoda lectura y letra menos apretada, tendrá que acudir a Leipzig en busca de la de Keil. Si no quiere o no puede, por falta de tiempo, enterarse de toda la inmensa balumba de comedias y autos del poeta, y prefiere una edición de sus dramas selectos, se fatigará en vano, porque hoy es el día en que, a pesar de tantas bocanadas de humo y tantos ditirambos en loor de nuestro gran poeta nacional, aún tiene casi intacta en sus almacenes la Real Academia Española la impresión de los dos primeros tomos de dramas escogidos de Calderón, que empezó a publicar en 1868, y que en vista de tal indiferencia del público, no ha pasado adelante. Bueno es ensalzar a Calderón y hacer versos y prosas en conmemoración suya, y colgar de nuestros balcones retales de percalina, cual si se tratase de festejar la entrada de un héroe patriótico y libertador; pero aún fuera mejor [p. 309] leer y estudiar sus obras, y razonar un poco nuestras admiraciones a priori. Aunque nos duela decirlo, los mejores trabajos críticos acerca de Calderón, los de Schack, Rosenkranz y Schmidt, han salido de Alemania: el único texto críticamente impreso de una comedia suya le ha publicado un francés, así como antes otros extranjeros vinieron a enseñarnos y a defender contra nuestros críticos que Calderón era un gran poeta, cuando aquí le teníamos por un bárbaro.

No todo se puede hacer en un día, pero gran principio de remedio es conocer el daño. Y por eso entiendo que lo primero y más útil es popularizar la lectura de Calderón, para que el vulgo de las gentes, y aún el vulgo literario, no le juzgue de oídas y por adivinación, sino atendiendo a lo que en sí mismo vale y significa. Por eso esta BIBLIOTECA CLÁSICA, ya que por su objeto y condiciones no puede honrarse con una edición completa de don Pedro Calderón de la Barca, publica hoy en cuatro volúmenes lo más selecto de su teatro, convenientemente ordenado y metodizado.

La ocasión parece oportuna para refrescar algunas ideas acerca del autor y de su mérito dramático.

I.— VICISITUDES DE LA CRÍTICA CALDERONIANA

Calderón, de igual suerte que Lope, no obtuvo en su tiempo más que alabanzas, ni hay ejemplo de popularidad igual a la suya, como no sea la del Fénix de los ingenios. Y aún me atrevo a decir que fué más honda y sobre todo más duradera la de Calderón; como que a los erráticos vuelos y facilidad abandonada del padre de nuestro teatro sustituyó una concepción dramática, si menos amplia y rica, más una y consistente, y asimismo más española, aunque más estrecha: tan española y tan del tiempo en que floreció, como que Calderón vino a ser el poeta nacional por excelencia: lauro honrosísimo, aunque se compre a costa de un poco de personalidad, y lauro tal que sólo suelen alcanzarle los autores de las primitivas epopeyas o los ingenios afortunados que, como Dante, cogen una sociedad y una lengua en mantillas, y modelan a su gusto la literatura y la lengua. Pero el hacerse poeta popular cuando ya se ha fijado la lengua, y cuando la [p. 310] literatura de un pueblo ha llegado al punto culminante de su desarrollo, sólo suele alcanzarse por medio de la dramática; y como en el mundo andan siempre revueltos los bienes con los males, trae consigo (por lo general) a la vez que cierta abdicación del sentir y del pensar propios, una triste sujeción a las formas convencionales y a los gustos del público, lo cual si hace al poeta personaje semi sagrado entre los de su tiempo y raza, suele perjudicarle para lo futuro, sobre todo en el concepto de los estraños, y aún hacerle ininteligible, quitándole esa universalidad que da vida y juventud perenne a Shakespeare y a Cervantes, por ejemplo. Algo de esta fatalidad pesa sobre Calderón, pero no del todo, puesto que de él se admiran por la crítica de todos los países las concepciones y los asuntos (indicio seguro de vigorosísimo entendimiento), aunque logre menos aplauso la ejecución, que así en los aciertos como en los lunares, es muy española y muy del siglo XVII, ya decadente.

Como quiera, repito que nuestro poeta fué gala, entusiasmo y regocijo de su siglo, no sólo durante su vida larga, quieta, serena y siempre honestamente ocupada, sino después de su muerte, que produjo un verdadero duelo nacional, siquiera tomase éste formas más solemnes y graves que las que sirvieron para honrar la memoria de Lope. La escuela de éste aún había experimentado lucha y contradicciones; pero en tiempo de Calderón la victoria del sistema dramático independiente, español y revolucionario podía juzgarse completa. Hasta los clásicos más recalcitrantes habían cedido, y con alto espíritu estético buscaban en la Poética del Stagirita defensa y justificación para las audacias de nuestros dramáticos, y ensalzaban el teatro español en el concepto de arte naturalista, puesto que, entendido rectamente el principio de la imitación o mimesis, que sirve de fundamento a las enseñanzas de Aristóteles, claro es que implica no la mecánica imitación de los modelos, sino la reproducción de la naturaleza humana con toda la variedad y riqueza de contrastes y con la alternativa de lágrimas y de risas que ella en sí tiene, y que en la vida se muestra y desarrolla. De donde inferían que, siendo la comedia espejo de la vida humana, cumplían a maravilla con su objeto nuestros dramáticos, fieles pintores de la realidad histórica que sus ojos velan, y hábiles al par que valientes en la mezcla de los efectos [p. 311] cómicos y trágicos. Tal es, en sustancia, la doctrina que en modo muy dialéctico y bien trabado expusieron el catedrático complutense Alonso Sánchez de la Ballesta, grande apologista de Lope de Vega contra las detracciones de Pedro de Torres Rámila, el licenciado Francisco de la Barreda en uno de los discursos que sriven de exornación al Panegírico de Plinio (traído por él a nuestra lengua), y así otros muchos que fuera largo enumerar.

Sólo reparos morales pusieron algunos escrupulosos a las comedias de Calderón, como antes a las de Lope y Tirso. Porque si es verdad que el autor de La vida es sueño y de El Príncipe constante, y de tantas otras joyas de la inspiración cristiana, fué por lo general el más católico de todos los dramáticos del mundo, y aunque sea cierto de igual modo que aún en sus comedias de costumbres se abstuvo cuerdamente de las liviandades y desenfados que el fraile de la Merced había consentido a su apicarada musa, también lo es que en esas mismas comedias y en sus dramas trágicos pagó largo tributo Calderón a las preocupaciones de su tiempo y de su sangre, y sobre todo a esa moral del honor, moral social y relativa, en muchas cosas opuesta a la moral cristiana y absoluta. De aquí no sólo tesis radicalmente inmorales como la de A secreto agravio secreta venganza, sino una lastimosa exageración del espíritu vindicativo, duelista y de punto de honra. Cierto que pueden traerse circunstancias atenuantes. Así, verbigracia, el sangriento castigo del adulterio muestra por su misma dureza y ferocidad la rareza de las infracciones, el espíritu patriarcal que aún imperaba en la familia castellana, y el dominio de la ley ética en la mayor parte de los corazones.

Pero es lo cierto que el teatro de Calderón promovió ya en sus días los escrúpulos de algunos varones timoratos, y él mismo hubo de defenderse en un papel dirigido al Patriarca de las Indias, alegando el mandato del Rey, que le hacía escribir para sus fiestas; Después de su muerte, la aprobación dada a la Verdadera Quinta Parte de sus comedias por el trinitario Fr. Manuel de Guerra y Ribera, aficionadísimo, como otros frailes de su tiempo, a los espectáculos dramáticos, promovió contestaciones y clamores, que en vano quiso acallar el mismo aprobante con su Apelación al tribunal de los doctos, ocasión de nueva pelamesa, en que al fin vino a quedar por los calderonianos la victoria.

[p. 312] Censuras literarias no se hicieron de Calderón hasta el siglo XVIII. Iniciólas Luzán en su célebre Poética (1737), tenida generalmente por código del gusto francés, aunque debe más a los italianos, cuyas interpretaciones sutiles y menudas de Aristóteles aceptó por completo. Luzán anduvo harto duro con el teatro español, no tanto, sin embargo, como sus discípulos. Por lo común, acierta en la parte negativa, y no hay más remedio que darle la razón cuando censura, por ejemplo, los anacronismos y los errores geográficos de los dramas históricos, o cuando tilda en las comedias de capa y espada el abuso de unos mismos e inverosímiles recursos, los escondidos y las tapadas, las casas con dos puertas, las riñas y cuchilladas, y aquello de no tener las voces humanas acento propio y distintivo; o bien cuando reprueba en todo el teatro calderoniano el vicioso lujo y pompa desconcertada de dicción, el hacinamiento de incoherentes alegorías y metáforas, y la intemperancia lírica que a lo sumo, y en los momentos en que el mal gusto de la época no le vicia del todo, no pasa de elegantissima luxuries. De otros reparos de Luzán no se hable, y téngase por dicho que no dejó de sacar a plaza contra Calderón las famosas unidades de lugar y tiempo, de la primera de las cuales ni rastro hay en la Poética de Aristóteles (como quiera que la extrema sencillez del drama griego excluía casi las mutaciones escénicas, o, mejor dicho, tenía una escena tan ideal como el drama mismo), refiriéndose sólo de pasada y no como precepto sino como recuerdo histórico, a la segunda, cuando dice que «la tragedia suele encerrarse en un período de sol o le traspasa poco».

Los amigos y los discípulos de Luzán insistieron en la parte más endeble de su crítica, olvidando las amplísimas concesiones que una y otra vez hace al alto ingenio y soberana fantasía del poeta. Por el contrario, para Nasarre, Montiano y Velázquez, para el mismo Moratín el padre, ingenio español de tan buena ley, Calderón no fué más que el segundo corruptor del teatro, un salvaje delirante, digno sólo de ser aplaudido por un pueblo de bárbaros. Y no pararon aquí sus diatribas y desdenes, sino que hallando eco en las regiones oficiales, lograron en 1763 la prohibición de los Autos Sacramentales, como ultraje a la religión y al buen gusto. ¡Y esto lo decían los ministros de Carlos III y los abates volterianos, saturados de las heces de la Enciclopedia! Ni es de [p. 313] admirar que para los sectarios de una poética semi mecánica y de uná filosofía rastreramente sensualista fuesen letra muerta, y aún pudiesen equipararse con el apocalíptico libro de los siete sellos, las extrañas composiciones lírico-dramáticas con que nuestros vates ensalzaron el adorable misterio de la Eucaristía.

La intolerancia doctrinal se extendió hasta a las composiciones profanas, y, con asombro mezclado de risa, leemos hoy que el despotismo administrativo de aquellos leguleyos vedó severamente, a fines del siglo XVIII, la representación de La Vida es sueño (quizá por haber en ella una rebelión triunfadora), la del Príncipe Constante, apoteosis del máritr don Fernando, y El Gran Príncipe de Fez, compuesta en glorificación de la Compañía de Jesús, motivo bastante para que la mirasen de reojo los que inicuamente habían expulsado a los hijos de San Ignacio.

Ni aún los críticos de más larga vista entre los del siglo pasado, don Pedro Estala, por ejemplo, que en los discursos preliminares a sus traducciones, harto olvidadas, del Edipo Tirano de Sófocles, y del Pluto de Aristófanes, tan perfectamente atinó con el verdadero carácter de la tragedia y de la comedia griegas, y declaró aquel teatro admirable pero no imitable, por corresponder a un estado social y a una concepción religiosa tan diversos de los nuestros, no acertó a desprenderse de los resabios de preceptista en sus juicios acerca de nuestro teatro, ni a hacer más alto elogio de Calderón que el de estimarle como felicísimo constructor de intrigas dramáticas, hábil en la trama y en el enredo hasta el punto de empeñar poderosamente (aunque con interés algo pueril, semejante al que resulta de descifrar un enigma o una charada) la atención de los espectadores. Y con crítica todavía menos elevada y frase que raya con lo ridículo, habló del travieso Calderón nuestro eximio latinista Sánchez Barbero. ¡Y aún creería pecar de tolerante aplicando la categoría de travesura al sublime ingenio que acertó a vestir de forma dramática el problema de la razón y del libre albedrío, los triunfos de la fe y de la gracia, los furores y desatada tempestad de los celos!

Pero mientras esto pasaba en España, una reacción profundísima, y guerra declarada contra el sistema dramático francés, se había iniciado en Alemania con la Dramaturgia de Lessing, y la victoria, iba quedando por los innovadores, de quienes vino [p. 314] a ser poderoso auxiliar aquel renacimiento de toda conciencia nacional que respondió, como protesta, a las conquistas napoleónicas. Comenzaron a ponerse en boga las literaturas indígenas, populares y espontáneas, y tanto más, cuanto más radicalmente se apartaban del arte convencional, académico y ceremonioso de los franceses. Tras de Lessing, con sus nuevas interpretaciones de la Poética de Aristóteles y sus ideas de tragedia realista y bourgeoise, vino Herder popularizando las canciones nacionales de muy diversos tiempos y países. Traspasó los límites de Inglaterra la devoción shakespiriana, y los dramas históricos del gran poeta inglés, sus crónicas en verso, con toda su animación, movimiento y lujo de episodios, revivieron gloriosamente en el Goetz de Berlichingen, vigorosísima pintura rústica y familiar de los últimos días de la Edad Media, y en el Campamento de Vallenstein de Schiller. Hizo Guillermo Schlegel el paralelo entre el Hipólito de Eurípides, y la Fedra de Racine, mostrando cuánto difiere la casta sencillez de la tragedia antigua (aunque se la considere en el último y más retórico de sus modelos, en el que más tributo pagó al sentimentalismo enervador y a los recursos patéticos) del arte peinado y relamido de los salones de Versalles.

Así nació el romanticismo alemán, cuyo poeta fué Tieck, y cuyos legisladores son los dos Schlegel, a quienes nos complacemos en citar, a pesar del amargo dejo que en los ánimos de nuestra generación han dejado las humorísticas chanzas de Enrique Heine. Pero nunca las chanzas fueron argumentos, ni es el humorismo sistema crítico, sino estado subjetivo, fisiológico y a veces patológico, del espíritu que ve las cosas por un solo aspecto, y hace víctima de sus caprichos de un día al objeto del conocimiento. Y diga lo que quiera Heine (cegado además por su odio a todo género de restauración católica), aún está por escribirse el libro que pueda sustituir, ni en la alteza de miras, ni en lo delicado del sentimiento estético, a las Lecciones de literatura dramática de Guillermo Schlegel. Mientras otros le zahieren (sin perjuicio de saquearle), séanos lícito tenerle por una de las piedras angulares de la crítica moderna. Hoy son vulgaridades muchos de los principios que aquí por primera vez se consignaron. ¿Qué triunfo más glorioso para un libro de crítica?

Todo el Curso de Schlegel está encaminado a la glorificación [p. 315] de Calderón; aunque sólo en el último capítulo se trata de él ex professo. Pero el autor no le olvida nunca, ni al hablar de la tragedia griega, ni al discurrir acerca de Shakespeare, ni al maltratar a Molière. Todas las formas dramáticas le parecen imperfectas y una como preparación para aquella forma más alta, en que se resuelve de un modo firme y sereno el enigma de la vida humana. Al coronar con ella su edificio histórico, abandona Schlegel el tono de la crítica y prorrumpe en el más entusiasta diritambo.

¿Era fundada del todo esta admiración? En primer lugar, Guillermo Schlegel, y lo mismo su hermano Federico, que con menos elocuencia desarrolló las mismas ideas en su Historia de la literatura antigua y moderna, desconocía casi en absoluto todo el teatro español anterior a Calderón y contemporáneo de él. De aquí el mirarle como un solitario coloso, y atribuirle todas las perfecciones y excelencias de una escuela, y poner en su cabeza la gloria de toda una literatura. Además, lo que Schlegel admira, sobre todo en Calderón, es el vigor sintético del ingenio, la grandeza de las concepciones, el espiritualismo cristiano, vivo y prepotente, lo recto y justiciero del sentido moral, cualidades que en mucha parte debió Calderón a haber nacido español y católico y en el siglo XVII. Pero ¿cómo se le había de ocultar a Schlegel que, así el sereno idealismo de Sófocles como el ardiente naturalismo shakespiriano, puntos extremos, e igualmente admirables, del arte, vencen al drama calderoniano en lo perfecto de la ejecución, en lo eterno y universal de las situaciones y de los caracteres, en la intensidad y en lo verdadero de los afectos; viniendo a ser nuestro teatro (y especialmente el de Calderón) dentro del drama romántico e independiente, algo parecido a lo que es dentro del teatro clásico la tragedia francesa, mutatis mutandis et servatis servandis, es decir, con la ventaja en el nuestro del poderoso aliento nacional que le informa y da vida, haciendo olvidar, cuando se le mira de lejos, faltas y aberraciones de gusto, ligerezas de ejecución, y aquella poética menuda y caprichosa, que todo lo reglamentaba no menos arbitrariamente que la de las tres unidades?

Ni fué sólo de los románticos el entusiasmo por Calderón. Sintióle el mismo Goethe, que llegó a ensalzar no sólo las bellezas sino los desaciertos del gran poeta, y tuvo palabras de encomio [p. 316] hasta para la Hija del aire, verdadero monstruo dramático, en que nada hay bueno sino el carácter ideal y fantástico de la protagonista, cuyo carácter se quedó en germen como otros muchos de Calderón. Ni hemos de olvidar tampoco que uno de los más grandes poetas ingleses, émulo de Byron, corifeo de la escuela satánica, cantor de la victoria de Demogorgon contra Júpiter, tradujo en hermosos versos ingleses (¡rara elección de original para un poeta ateo!) las mejores escenas de El Mágico prodigioso.

En Alemania se multiplicaron las versiones, dando el ejemplo con las suyas, menos literales que poéticas, Guillermo Schlegel. Hasta en la cristiandad protestante logró fervorosos admiradores el más católico e inquisitorial de los poetas. La devoción de la Cruz, que extasiaba a Hoffman, llegó a hacerse drama popular entre los devotos. Y al mismo tiempo, los sectarios de escuelas filosóficas no poco reñidas con la ortodoxia, verbigracia, los hegelianos, diéronse a estudiar profundamente a Calderón a título de poeta simbólico, que en sus obras había encarnado y manifestado peregrinas y encumbradas ideas. A esta escuela crítica, que tanto exageró el predominio de la idea sobre la forma, corresponde el estudio de Carlos Rosenkranz acerca de El Mágico prodigioso, monografía hoy mismo estimable, aunque el autor extrema las semejanzas entre la obra que analiza y el primer Fausto de Goethe.

De Alemania han salido también los dos mejores trabajos históricos acerca de Calderón: el de Schack en su Historia del teatro español, y sobre todo el de Federico Guillermo V. Schmidt, publicado en 1857 (en Elberfeld) por su hijo Leopoldo. En esta obra se examinan una por una, y con muy loable escrupulosidad, todas las comedias de Calderón y algunos de sus autos.

En España ni siquiera se ha traducido este libro, cuanto más hacer otro mejor. Pero aunque tarde, hemos caído en la cuenta de que Calderón era un gran poeta, cuando ya toda Europa le tenía por tal.

Con todo eso, y a despecho de los menosprecios de la crítica, habían conservado intacta su reputación, y eran representados, con universal aplauso de nuestros padres, dramas de Calderón tan románticos como El Tetrarca de Jerusalén. Los mismos críticos de la escuela dominante acabaron por dar cuartel a las comedias de capa y espada, y de ellas se insertó razonable número [p. 317] (acompañadas de discretas observaciones) en la Colección general de comedias escogidas, impresa en Madrid por los años de 1827, y en que entendieron, con criterio bastante moderado y ecléctico, Gorostiza, García Suelto y algunos más.

Por otra parte; la revolución romántica que iniciaron Bohl de Faber en Cádiz, y Aribau y López Soler en Barcelona, y a la cual con más timidez ayudó don Alberto Lista (en sus Lecciones de literatura dramática pronunciadas en el Ateneo de Madrid, y luego en los artículos sueltos coleccionados hoy con el título de Ensayos literarios) contribuyó a restaurar en España los altares de Calderón, y a popularizar, aunque de un modo poco científico, algunos de los resultados de la crítica de los Schlegel. Desde entonces sonó el nombre de Calderón, como nombre de batalla, entre los románticos, y algunos le imitaron, no infelizmente, en el teatro; pero a esto y a panegíricos vagos se redujo todo el incienso que España quemó en sus aras. Gracias a la diligencia del señor Hartzenbusch; poseemos, coleccionado en cuatro volúmenes de la Biblioteca de autores españoles, el teatro de Calderón, si bien este texto no ha de darse por definitivo ni está exento de reparos. Quizá el señor Hartzenbusch no acertó siempre en dejarse guiar por el texto de Vera Tassis, reproducido por Apontes y por Keil, sobre todo cuando existían manúscritos o ediciones hecha en vida del poeta, que nos pueden dar, sino la letra primitiva del drama, a lo menos una lección no tan alterada por ignorantes histriones y famélicos impresores. El prólogo que el señor Hartzenbusch puso a su edición es elegante e ingenioso, pero algo tímido en las conclusiones. En las notas hay cosas útiles, sobre todo para la cuestión cronológica: el resto está tomado de otros comentadores.

De los Autos sacramentales disertó admirablemente don Eduardo González Pedroso, nombre de dulce recuerdo entre los católicos españoles; y más adelante dijo algo el señor Canalejas, aunque con ciertos resabios panteísticos, que hubieran escandalizado no poco al reverendo y cristiano poeta, si por dicha hubiese acertado a levantar la cabeza.

Trató de las tres ideas fundamentales del teatro calderoniano el señor don Adelardo López de Ayala en su discurso de recepción en la Academia Española, y lo hizo por modo fácil y [p. 318] brillante, pero sin descender a pormenores. Tampoco puede sacarse mucho jugo de las ilustraciones del señor Escosura a la edición académica de Calderón, y no porque les falte lucidez y orden. sino porque el editor apenas puso nada de su cosecha, limitándose a reproducir las ideas que en el vulgo literario corren acerca de Calderón.

Tratemos nosotros de aprovechar brevísimamente los resultados de toda esta labor crítica.

II.—EL HOMBRE, LA ÉPOCA Y EL ARTE

Poco sabemos de la vida de Calderón: achaque común en las biografías de nuestros mayores ingenios, máxime de los dramáticos. Si exceptuamos a Lope, con cuyas obras impresas y manuscritas (que así y todo no son más que una tercera parte escasa de las que brotaron de su fecundísima pluma) puede tejerse una cumplida cronología literaria, y que además nos dejó en larga serie de epístolas al Duque de Sessa raras y lastimosas confidencias acerca de su vida familiar, ¿qué es lo que podemos afirmar de cierto y averiguado respecto de Tirso, Moreto y Rojas? ¿De la vida anteclaustral del primero, y aún de su vida monástica, de su carácter e inclinaciones, qué sabemos, como no sea por inducción y conjetura? ¿Qué ha hecho la crítica acerca de Moreto sino desbrozar de malezas el campo, y condenar a perpetuo olvido las invenciones de poetas y novelistas, o de biógrafos más inventivos y fantásticos que los noveladores? De Rojas ni aún sabríamos a ciencia cierta la patria, si no hubiesen parecido sus informaciones para el hábito de Santiago. Y la misma biografía de Alarcón, maravilloso libro de don Luis Fernández-Guerra, es antes que todo un tour de force, un libro de reconstrucción histórica, en que a los hechos documentalmente comprobados, que son pocos, se mezclan y entretejen, con habilidad inaudita, las probabilidades, inducciones y conjeturas basadas en el estudio profundo de la época.

Ni sobre Calderón nos dan mucha luz las escasas biografías de él que corren impresas, pues casi todas adolecen del gusto gárrulo y pedantesco de fines del siglo XVII, y ahogan pocas [p. 319] noticias en un mar de palabras: así la Fama Póstuma de Vera Tassis, como el Obelisco fúnebre de don Gaspar Agustín de Lara, en que apenas acierta uno a decidir cuál es peor, los versos o la prosa. Algun dato acerca de su familia puede rastrearse en la Genealogía de la casa de Calderón, que ordenó el P. Gándara, o en los Hijos de Madrid de Alvarez Baena; pero lo personal del poeta se reduce a bien poco. Ni han remediado esta penuria los modernos, más atentos a las obras de Calderón que al personaje mismo.

Y si algo han querido añadir, antes es daño que provecho, y más bien extravío de la crítica que nueva luz: de tal modo se han confundido y trastocado las especies. Así el señor Hartzenbusch (quem honoris causa nomino), dejándose guiar por la opinión de don Jorge Díez, director de cierto colegio de Sevilla, imprimió como de Calderón un romance, en que éste declara a una dama su calidad y condiciones y le refiere su vida, en términos demasiadamente alegres y más de pícaro que de caballero. Hanse sacado de aquí torcidas inducciones sobre el carácter de nuestro dramaturgo; y sin embargo, ese romance no es de Calderón, sino de un maleante ingenio sevillano a quien decían don Carlos Cepeda y Guzmán, el cual en un códice de sus obras (que examinó y extractó Gallardo) le dejó escrito de su mano.

Yéndonos a lo cierto y positivo, comencemos por afirmar que Calderón era oriundo del nobilísimo y antiguo solar de la Barca, en las Asturias de Santillana, hoy Montaña de Santander, siéndole común esta oriundez montañesa con otros ingenios de los que más ilustran nuestra Parnaso, v. g., el Marqués de Santillana, Lope de Vega y Quevedo. Y también fué desgracia para nosotros (aunque tantas veces se ha repetido, que parece indicar especial y oculta disposición de la Providencia el que salgan de nuestra tierra, no los vencedores de reyes moros sino los padres y engendradores de tales victoriosos héroes) el que don Pedro Calderón de la Barca Henao de la Barreda y Riaño, apellidos todos de alcurnia cántabra, no viera la luz en nuestros montes ni en nuestras marinas, sino en la villa de Madrid el 17 de enero de 1600. Y como si Dios le hubiera destinado a ser por excelencia el poeta del siglo XVII, le vivió casi entero hasta 1680, y en su vida, que nada tuvo de excepcional ni de novelesco, se atemperó naturalmente y sin [p. 320] violencia a cuanto aquella época exigía de un caballero cristiano y español, Logrando así vivir en paz con su siglo y con su raza. ¡Mérito singular y para admirado cuando recae en un ingenio de tal temple!

Fué Calderón discípulo de los jesuítas en el colegio Imperial, y siempre les profesó amor entrañable, como lo demuestra la comedia de El Gran Príncipe de Fez, Don Baltasar de Loyola. Pero que en sus estudios no pasó de la gramática (entendida esta palabra en su más amplio sentido) o de las humanidades (como se decía entonces con vocablo más general), parece asimismo indudable. Nadie ha probado hasta ahora (ya que no son prueba leves presunciones) que Calderón cursara en tiempo alguno las aulas salmantinas, estudiando en ellas Derecho civil y canónico, por más que lo digan sus biógrafos. Y en cuanto a su teología tan ponderada de los Autos sacramentales, tampoco excede el nivel común de la cultura de los españoles de aquella edad, y aún puede calificarse de teología para uso de las gentes de mundo, inferior de seguro a los conocimientos que lograba el menos aventajado de los discípulos de Báñez, de Domingo de Soto, de Molina o de Suárez.

Desde 1619 a 1625 Calderón parece haber residido en Madrid, como caballero de capa y espada, sin empleo ni profesión especial. Comenzaba a escribir comedias, aunque de seguro exagera Vera Tassis cuando afirma que ya entonces tenía ilustrados los teatros de España. No sólo Lope sino Montalbán y otros de segundo orden alcanzaban en aquellos días más alta fama que Calderón, por más que el ingenio lozano y juvenil de éste gallardease con honra en certámenes y justas poéticas, v. g., en las celebradas con motivo de la beatificación y canonización de San Isidro, mereciendo elogios de Lope en el Laurel de Apolo y de Montalbán en el Para Todos.

Pasaba Calderón por bravo y pendenciero, y de algún lance suyo de 1629 tenemos noticia. Consta que entonces persiguió, espada en mano, a un famoso comediante, que decían Pedro de Villegas, el cual alevosamente había herido a un hermano del poeta. Y fué tan grande la porfía de los deudos de uno y otro, que el Villegas hubo de buscar refugio en la iglesia de las Trinitarias, dando ocasión a que la justicia, que le perseguía, violase la clausura con no pequeño escándalo. Y no paró aquí el ruido, sino que [p. 321] habiendo aludido al lance el predicador Fr. Hortensio Paravicino (célebere entre los corruptores del buen gusto en el siglo XVII), vengóse Calderón en el Príncipe Constante, llamando sermones de Berbería a los suyos, de lo cual resultaron quejas y reclamaciones del fraile, y aún prisión para el poeta.

Todo esto lo pusieron en claro Hartzenbusch en una Memoria de la Biblioteca Nacional, y Molins en su libro de La sepultura de Cervantes, y todo ello parece que invalida la relación de Vera Tassis, a tenor de la cual Calderón en 1625 fué a militar en el Estado de Milán, y allí y en Flandes permaneció hasta 1635. Pero si hay error en las fechas y hemos de rebajar algo del tiempo que se asigna a las campañas de Calderón, que fué soldado no tiene duda, y que en los campamentos adquirió aquel conocimiento de la vida y tipos militares que le ayudó a crear las enérgicas figuras de don Lope de Figueroa, del Sargento, de Rebolledo y de la Chispa.

Valiéronle sus servicios bélicos el hábito de Santiago, y del valor que ardía en su pecho no puede dudarse, ya que le vemos en 1640, en el punto culminante de sus triunfos dramáticos, apresurar la conclusión de su comedia Certamen de amor y celos, (que había de representarse en una función real) para poder seguir a las Ordenes Militares en la campaña de Cataluña: lo cual le valió treinta escudos de sueldo al mes, con cargo al capítulo de artillería. Y aún le vemos enviado por el Marqués de la Hinojosa, desde Tarragona a Madrid, con cierta comisión, nada literaria, relativa al canje de prisioneros.

Pero todo esto no es más que un episodio en la biografía de Calderón, por más que contribuyera a darle la saludable educación de la vida activa. Las aficiones artísticas se sobrepusieron en él a todo otro impulso, y fué poeta áulico y cortesano por espacio de más de cuarenta años. Así las fiestas reales del Buen Retiro, como las representaciones eucarísticas que con inusitado esplendor celebraba la villa de Madrid, dieron norte y empleo a su portentoso numen.

En 1651 se ordenó de sacerdote, y sin duda con vocación sana y entera (digna corona de tan honrada vida), pues así como de Lope sabemos después livianas aventuras, en el nombre de Calderón jamás acertó a poner mancha el odio de sus más encarnizados enemigos.

[p. 322] Calderon sacerdote tuvo ciertos escrúpulos de seguir dando culto a las musas dramáticas, y no escribió más que para los teatros públicos; pero halló él, o excogitaron sus admiradores, una ingeniosa capitulación de conciencia: el mandato real, que le obligaba a escribir para sus fiestas y solemnidades palacianas. Así honestó (son sus palabras) los decoros de su nuevo estado, aunque ciertos devotos le murmurasen, y esta murmuración le perjudicara para nuevos adelantos en su carrera eclesiástica. «Si esto es bueno (decía Calderón), no me obste; y si es malo no se me mande.»

Con todo eso, Calderón llegó a ser capellán de honor de Palacio y capellán de los Reyes Nuevos de Toledo, sin otras mercedes de menor cuantía. Y tranquilo y respetado por todos, se durmió tranquilamente en el Señor el 25 de mayo de 1681, dejando por heredera a la venerable Congregación de Presbíteros naturales de Madrid, que en la iglesia del Salvador instituyó aniversario perpetuo por su alma.

Fué Calderón fecundísimo escritor, como casi todos nuestros ingenios del siglo XVII. Además de sus ciento veinte comedias (punto más o punto menos) y de sus ochenta autos sacramentales (también en número redondo) y de sus entremeses y piezas cortas (que no es fácil reducir a número, porque de la mayor parte ni aún quedan los títulos), compuso un tratado en defensa de la nobleza de la Pintura, otro en defensa de la comedia, un poema sobre el Diluvio universal, un Discurso de los cuatro Novísimos (todo ello perdido) y algunas poesías líricas, de las cuales la más notable es un romance impreso en los Avisos para la muerte, no siendo tampoco indigno de memoria el Discurso poético sobre la inscripción Psalle et sile del coro de la catedral de Toledo. También es de Calderón, aunque estampada a nombre de don Lorenzo Ramírez de Prado, la relación de la entrada de la Reina doña Mariana de Austria en Madrid, el año 1649.

Para la posteridad, Calderón sólo vive como dramático. Su misma genialidad lírica, que era poderosa, se derramó casi exclusivamente en sus obras teatrales. Por desgracia, nunca formó colección de ellas, y aunque la mayor parte han llegado a nosotros, mucho es de lamentar el verlas tan desfiguradas. Y gracias que sabemos con certeza, por declaración del mismo poeta en carta al Duque de Veragua, las que realmente son suyas y las que [p. 323] malamente se le atribuyeron. Los títulos de las que él dió por legítimas pueden verse a continuación de esta advertencia, donde asimismo cuidaremos de advertir las que faltan en la colección de Vera Tassis, las que éste añadió y las que figuran sólo en la edición del señor Hartzenbusch. Como muestra de la poca confianza que todos los textos hoy conocidos infunden, baste decir que Calderón no revisó (según parece) ninguno de ellos, ni siquiera los de algún tomo de Comedias escogidas de varios autores de que fué aprobante, y que su hermano don José y su amigo Vera Tassis cuidaron de lo restante, siguiéndoles ciegamente Apontes y Keil. Los Autos se imprimieron con más esmero, porque poseía los originales la villa de Madrid, y hay de ellos dos tolerables y no raras ediciones de 1717 y de 1759.

Tan escasos datos; que además hemos compendiado en todo lo posible, bastan a dar idea de la fisonomía moral del poeta, mostrándole español a toda ley, cristiano fervoroso hasta parar en el sacerdocio, caballero por sangre y por educación, bizarro soldado en sus floridos abriles, algo estudiante, y por cifra de todo, poeta palaciano y poeta popular a la vez, favorito de los reyes y de la muchedumbre; amalgama imposible de lograr en otro estado social que no hubiera sido el de España en el siglo XVII.

En aquella sociedad, heredera fiel de las tradiciones y de los impulsos del siglo anterior, sobre el principio monárquico, sobre el principio aristocrático, sobre toda consideración terrena y toda grandeza de este mundo, se alzaba puro e inmaculado el principio religioso, libre de toda mezcla de herejías y novedades. Él sólo servía de lazo entre gentes divididas en todo lo demás, por raza, lengua, fueros y costumbres. A todos los unía y congregaba aquel ardiente catolicismo español que, al espirar la Edad Media, aún tenía el brazo teñido en sangre mora y acababa de expulsar a los judíos. Y cuando llegó la pseudo-reforma, terrible protesta del espíritu germánico contra la Unidad latina, España se convirtió en adalid de la Europa meridional y luchó, no por sus intereses temporales, sino en contra de ellos, en Flandes, en Alemania y en los mares de Inglaterra, cuándo con próspera, cuándo con adversa fortuna, pero haciendo retroceder siempre la oleada septentrional dentro de los diques que desde entonces no ha traspasado, y salvando las dos penínsulas hespéricas, y a Francia [p. 324] misma del contagio luterano. Verdad es que quedamos pobres, desangrados y casi inermes; pero sólo un criterio bajamente utilitario puede juzgar por el éxito las grandes hazañas históricas, y la verdad es que no hay ejemplo de mayor abnegación ni de más heroico sacrificio por una idea, que el que entonces hicieron nuestros padres. Ríanse en buen hora los políticos y economistas; pero entre las grandezas marítimas de Inglaterra bajo el cetro de la Reina Virgen, y el lento martirio y empobrecimiento de nuestra raza, que tan desinteresadamente fué brazo de la Iglesia durante dos siglos, toda alma que sienta el entusiasmo de lo bello y de lo noble no dudará en conceder la palma a los nuestros. Verdad es que en todos aquellos épicos y caballerescos alardes se mezcló algo de orgullo nacional, ciego y exclusivo; pero aún éste nacía de noble origen, puesto que no nos creíamos raza predestinada a mandar ni teníamos a los demás por siervos nacidos a obedecer, sino que todo lo referíamos a Dios como a su origen y principio, reduciéndose toda nuestra jactancia nacional a pensar que Dios, en recompensa de nuestra fe, nos había elegido, como en otro tiempo al pueblo de Israel, para ser su espada en las batallas y el instrumento de su justicia y de su venganza contra apóstatas y sacrílegos, por donde cada uno de nuestros soldados, en el hecho de ser católico y español, venía a creerse un Judas Macabeo. Este sentimiento anima algunas de las más bellas inspiraciones líricas del buen siglo, desde aquel valentísimo soneto de Hernando de Acuña:


       Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
       La edad dichosa en que promete el cielo
       Una grey y un pastor sólo en el suelo,
       Por suerte a nuestros tiempos reservada:
       Ya tan alto principio en tal jornada
       Nos muestra el fin de vuestro santo celo,
       Y anuncia al mundo para más consuelo
       Un monarca, un imperio y una espada...
        

hasta las hermosas octavas del capitán Francisco de Aldana:


       ¡Diestra, diestra de Dios! ¡ay, cómo aguardas,
       Multiplicando en ira lo que tardas!
        

Y el sentimiento católico es el alma de toda nuestra cultura y de nuestras grandezas en aquel período, y no sólo daba aliento a [p. 325] los héroes que sucumbían en las marismas de Holanda, o que daban caza a los piratas ingleses, sino a aquellos otros conquistadores que en América y en Asia y en Oceanía domeñaban razas incógnitas y bárbaras, y a los frailes que entre ellas difundían la luz de la fe y la ciencia de nuestras escuelas, y a los teólogos que en Trento eran valladar fortísimo contra las pretensiones de los reformistas, y a los que en Inglaterra restauraban el culto católico y reformaban las Universidades bajo los auspicios de la buena reina María, y a los que dentro de nuestra casa excogitaban (en oposición al impío predestinacionismo calvinista) el sistema teológico más favorable a la libertad humana entre cuantos se han imaginado para explicar las relaciones entre la gracia y el humano albedrío; y a los que creaban y organizaban sobre la amplísima base del origen divino del poder, el derecho natural y de gentes, matando el cesarismo pagano de los leguleyos; y a los místicos y ascéticos que con toda la opulencia de la lengua castellana penetraban en los arcanos de la ontología y de la psicología, y de otra ciencia más alta y soberana que se ha atrevido a explicar en lengua terrena cómo el hombre llega casi a ser Dios por participación; y a los reformadores de las órdenes religiosas, y a los fundadores de otras nuevas, y a los inquisidores que con serenidad de conciencia fulminaban sentencia contra los heresiarcas, y al pueblo que acudía gustoso y en tropel a los autos de fe, sin que la más leve sombra de duda enturbiase aquellas conciencias, y a los poetas que en romanceros y cancioneros sagrados daban voz y cuerpo y formas, graciosísimas y variadas, a la devoción popular, y que en los Autos sacramentales llegaban, por caso único en todas las literaturas del mundo a crear un drama exclusivamente teológico, nuevo y peregrino testimonio de ardiente devoción al adorable misterio de la presencia sacramental, bárbaramente negado por Carlostadio y demás herejes del Norte.

Quien entienda de otro modo la historia española del siglo XVI y quiera explicarla por mezquinos intereses humanos, perderá lastimosamente su tiempo. Era España un pueblo, no ya de católicos, sino de teólogos, y esto es la sola clave para penetrar en el embrollado laberinto de aquellos gloriosos anales y trabar racionalmente los hechos.

Al lado de eso ¿qué importa lo demás? España era pueblo muy [p. 326] monárquico, pero no por amor al principio mismo ni a la institución real, no con aquel irreflexivo entusiasmo y devoción servil con que festejaron los franceses el endiosamiento semi-asiático de la monarquía de Luís XIV, sino en cuanto el Rey era el primer caudillo y el primer soldado de la plebe católica como Carlos V, o el prudente consejero del partido ortodoxo en Europa como Felipe II, para quien no imaginaban sus panegiristas mayor gloria que la de ser en los concilios presidente, cuando rotos los lazos de esta vida mortal, llegara él a ser venerado en los altares. Más adelante, y con la decadencia de España, este amor que inspiraron los grandes monarcas del siglo XVI, llegó a trocarse (al mismo tiempo que la heredada grandeza venía a menos en sus débiles sucesores) en algo más ideal, fantástico e hiperbólico, como es de ver en nuestros dramáticos, sobre todo en Rojas.

Pero del Rey abajo ninguno. En aquella sociedad apenas había clases, y más que monarquía debía llamarse democracia frailuna. A ello contribuían la sencillez cenobítica y austera de que los mismos reyes, sobre todo Felipe II, dieron larga muestra; el modo de vivir áspero y duro: la general pobreza; la anulación absoluta de la aristocracia desde que el cardenal Tavera la arrojó de las cortes de Toledo; el predominio de la Iglesia, que abriendo sus puertas a todo el mundo, lo igualaba todo; y aquella profusión de conventos y universidades, de donde los más humildes y plebeyos llegaban, en fuerza de sus letras y de su teología y cánones, a las mitras y a las togas, y al confesonario y a los consejos del Rey. Por otra parte, expulsados los judíos y los moros, y triunfantes los anti-cristianos estatutos de limpieza, todo cristiano viejo se creía, por serlo, igual al más encopetado magnate. La hidalguía era patrimonio común, y provincias enteras del Norte de España se jactaban de poseerla. En la Edad Media se ganaba a lanzadas contra los moros. En el siglo XVI fué uso conquistarla lidiando contra turcos y luteranos, o conquistando fabulosos imperios y descubriendo y cristianizando regiones incógnitas en América.

Siempre andan en el mundo revueltos los bienes con los males, y así este mismo espíritu aventurero y heroico y esta misma igualdad, cristiana en su raíz y fundamento, nos hizo mirar con menosprecio, y a veces con odio, las artes mecánicas y la industria y el comercio, dejó abandonados y silenciosos nuestros talleres y [p. 327] nuestras lonjas, y nos hizo súbditos de mercaderes extraños, a quienes fué a enriquecer, sin provecho nuestro, el oro de las vírgenes entrañas del Nuevo Mundo. Toda riqueza fué aquí pasajera y advenediza: faltó clase media, y aquel vivir al acaso y fiarlo todo de la fortuna, puso en más de una ocasión al caballero a dos dedos del pícaro, aventurero también y conquistador a su modo.

Pero con todos sus lunares (¿y qué época no los ha tenido?), ¿quién dudará de las grandezas de aquella civilización? Hasta el nivel intelectual estaba muy alto, si no por lo que toca a la exacta comprensión de las leyes de la naturaleza y a las ciencias basadas en el cálculo y en la experimentación, por lo menos en la teología dogmática y en la filosofía, que no eran patrimonio exclusivo de gente curtida en las aulas, sino alimento cotidiano del vulgo, espectador de los Autos Sacramentales, que nutría su entendimiento y apacentaba su fantasía con aquel sublime y complicado simbolismo, con aquella cristiana armonía, con las continuas reminiscencias de sucesos y personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la historia eclesiástica y profana, de la mitología y de los clásicos, con extrañas sutilezas, distinciones y silogismos, y con públicas discusiones acerca de la gracia y el libre albedrío, la predestinación y el valor de las obras.

El arte que a tales impulsos respondía era el arte popular por excelencia, el arte dramático, antiquísimo y glorioso en España. Vémosle nacer a la sombra del templo o en el templo mismo, y su primer vagido es una representación devota, el Misterio de los Reyes Magos, descubierto en un códice de la Biblioteca Toledana. En toda la Edad Media continúa en auge el teatro litúrgico, y aunque escaseen los monumentos escritos, acreditan la existencia de tales representaciones los registros de los cabildos y los libros de cuentas de las catedrales, juntamente con las leyes que, al discernir las representaciones que los clérigos pueden hacer y aquellas otras de que deben abstenerse, acreditan que al lado del drama religioso comenzaba a surgir otro profano y satírico, los juegos de escarnio, de que ya se habían valido en mengua y depresión del estado eclesiástico, y como fácil vehículo para la propaganda de sus heréticas doctrinas, los Albigenses de León: de lo cual bien amargamente se queja el Tudense. Con los albores del [p. 328] Renacimiento asoma la imitación de las formas y de los asuntos clásicos, primero en Cataluña, luego en Castilla. Ciérrase la Edad Medía con un monumento singular y admirable, en que la verdad humana, así en lo trágico y apasionado como en lo cómico y groseramente realista, se ostenta con tal vigor y crudeza y con tal variedad de tonos y con tan estupendo poder característico, que en vano fuera buscar otro mayor ejemplo antes de Shakespeare. Pero la incomparable Celestina, espejo de lengua castellana, no influyó, en parte por su perfección misma, en parte por sus condiciones de obra irrepresentable, tan directamente como hubiera podido creerse, en los progresos del teatro; dado que no bastan maravillas aisladas para invertir el orden natural y graduado desarrollo de una literatura. Así es que nuestra dramática, aún después de aquel gigantesco esfuerzo, continuó balbuciendo pastoriles coloquios en las Églogas de Juan del Encina, y sólo por intervalos alcanzó en Lucas Fernández (insigne en la pintura de costumbres villanescas o en donaires de ermitaños y santeros) la enérgica inspiración y el delicado sentimiento que abrillantan algunas escenas del Auto de la Pasión. Más variedad y riqueza hay en Gil Vicente, que alguna vez, en sus obras portuguesas, v. gr., en la Farsa de Inés Pereira, presentó verdaderos esbozos de comedia de carácter, y que ensayó además el drama novelesco con asuntos tomados de los libros de caballerías. Dieron alimento y estímulo los dramáticos italianos al extremeño Torres Naharro, verdadero padre de la comedia de capa y espada en la Himenea y en la Serafina, facilísimo dialoguista en la Tinelaria y en la Soldadesca, que sin argumento propiamente dicho, y siendo rosarios de escenas sueltas, empeñan sabrosamente la atención: tal es el desenfado, movimiento y sal mordicante de algunos pedazos. Siguen con menos talento las huellas de Torres Naharro, Jaime de Huete y otros muchos, a la vez que se multiplican las imitaciones de la Celestina, todas inferiores a su modelo. El teatro religioso se seculariza hasta cierto punto, y sale del templo a la plaza: sus creaciones eclipsan a las del naciente teatro profano: nada más delicado que la Representación del encuentro de Jesús con los discípulos que iban al castillo de Emaus, compuesta por Pedro Altamirando: nada más delicado que el Auto de las Donas, el de la Oveja perdida y el de los Desposorios de Cristo. Ni valen menos las [p. 329] representaciones de Sebastián de Horozco, y la Obra del Pecador de Bartolomé Aparicio. En aquella mezcla y confusión de elementos, que luego habían de armonizarse en el genuino teatro español, unos se inclinan a la imitación de la tragedia clásica, otros refunden comedias italianas, aderezándolas con pasos e intermedios jocosos de propia invención y de costumbres nacionales, en cuyos arreglos fueron insignes Lope de Rueda y Juan de Timoneda: otros, los menos, buscan con poderoso instinto naturalista una forma de tragedia moderna, aún tratando asuntos de la historia o de la Biblia. Así llegó Micael de Carvajal, en algunos pedazos de la Tragedia Josephina, a la expresión verdadera y sencilla de los afectos, sin menoscabo de la elevación poética. Todo se había ensayado en esta primera época de nuestro teatro, si hemos de creer al señor Cañete, que la ha investigado y que la conoce como nadie. «Desde la tragedia al entremés, pasando por los diferentes matices de la comedia, moral, política, urbana; desde la ideal personificación de vicios y virtudes hasta el retrato de figuras tocadas del más grosero realismo.» Como embrión informe del drama de Lope pueden considerarse los abigarrados e incoherentes ensayos de Juan de la Cueva y de Cristóbal de Virués, donde se mezclan en modo confuso resabios clásicos (como los que inspiran la tragedia de Ayax de Telamon y la de Elisa Dido), reminiscencias italianas, novelería desenfrenada y atisbos de comedia nacional. Más que ninguno de ellos se levantó el divino ingenio de Miguel de Cervantes en aquella su ruda Numancia, tan épica en medio de su desaliño, y tal, que retrae a la memoria la férrea poesía del viejo Esquilo en Los siete sobre Tebas.

Al fin vino Lope de Vega, precedido o ayudado por los poetas valencianos, y se alzó con el cetro de la monarquía cómica, Ingenio más lozano y fácil no le han visto los siglos; más fecundo creador de argumentos y de situaciones dramáticas, tampoco: en la pintura del amor y de los caracteres femeninos vence a todos los nuestros: cuando quiere, llega a lo trágico y a lo patético: en lo cómico sólo le excede Tirso: amenas, discretas y fáciles de leer són siempre sus comedias, cuya variedad de tonos aún asombra y maravilla más que su número. No sólo abrió el camino a todos los restantes, sino que lo probó, tanteó y recorrió en todas direcciones, dejando rastros de luz donde quiera, de tal suerte que [p. 330] apenas es posible descubrir en Moreto, en Calderón o en Rojas forma, asunto, carácter, intriga o recurso escénico que no tenga en alguna comedia de Lope su modelo, patrón y fundamento. Lope lo invadió todo: la comedia italiana libre y desvergonzada; la pastoral al modo del Aminta o de El Pastor Fido; la comedia de costumbres villanescas y populares sin falso bucolismo; la de costumbres áulicas; la de capa y espada; la de rufianes, pícaros y Celestinas; el drama histórico, el trágico, el religioso y simbólico: el mitológico; el caballeresco; el alegórico; el auto sacramental; el entremés. Con Lope ha sido injusta la fama más que con ninguno de nuestros dramáticos: pocos han tenido valor para internarse en su repetorio: a Lope le ha ahogado la inmensa balumba de sus obras. Muy de ligero se le ha declarado inferior a Calderón, sin reparar que aquel arte desordenado, hijo de la improvisación, y en que los aciertos, con ser tantos, parecen casuales, está, por eso mismo, más exento de trabas y convenciones, y encierra un fondo de verdad humana y una generosa poesía aún no viciada ni enturbiada, sino en raras ocasiones, por el falso lirismo que ahoga, como planta parásita, las mejores concepciones de Calderón y de Rojas.

El drama español, tal como Lope le fijó y le trasmitió a sus sucesores, tiene ante todo carácter nacional y popular, y sin ir declaradamente en contra de los preceptos clásicos, prescinde de ellos, y se regula por los instintos y por el modo de sentir y de pensar del público que había de oírle. Sus asuntos son todos los asuntos, pero vestidos y disfrazados a la castellana; su forma, la de una novela rápida y de mucho movimiento, más atenta al enredo que a los caracteres; sus fuentes de inspiración, el sentimiento religioso, el orgullo nacional, el amor, el punto de honra; sus límites en cuanto a tiempo y lugar, ningunos; los accesorios líricos frecuentes.

Pero ha sido error extremar las semejanzas entre nuestros dramáticos, hasta negar a cada uno sus condiciones propias y geniales. Sobre todos se levanta Tirso, el primero a toda ley de los nuestros en lo cómico, el primero también en la creación de caracteres, uno de los cuales, don Juan, logra vida tan universal y duradera como los héroes de Shakespeare, y ha dejado en el mundo más larga progenie que ninguno de ellos. Añádase a todo esto la [p. 331] soberana idea de El condenado por desconfiado (joya de nuestro teatro teológico), el hermosísimo carácter de doña María de Molina en La prudencia en la mujer, crónica dramática superior a cualquiera de las de Shakespeare; los rasgos de estupenda poesía histórica y fantástica que abrillantan el Infanzón de Illescas, y finalmente aquel sinnúmero de comedias palacianas de tan hechicero y maligno discreteo, y de comedias villanescas tan primaverales y desenfadadas... ¿Quién dudará en conceder a Tirso la palma del arte entre los nuestros, y después de él a Alarcón, maestro de la comedia terenciana, menos pedagógico y menos seco que Molière? Ni fuera justo relegar a tanto olvido y declarar tan de ligero autores de segundo orden a Guillén de Castro, en cuyas Mocedades del Cid revivió el poderoso aliento épico de nuestros romances; a Mira de Améscua, gran imaginador de argumentos, que otros aprovecharon luego, eximio versificador y a veces poeta de tan enérgica inspiración como lo acredita El esclavo del demonio (hermano menor de El Condenado), y a Luis Vélez de Guevara, de quien heredó Calderón el argumento y escenas enteras de La Niña de Gómez Arias.

Tal y tan floreciente era el estado de nuestro teatro cuando Calderón vino a apoderarse de él, como en otro tiempo Lope.

III.—AUTOS SACRAMENTALES

La primera y más numerosa sección de las obras calderonianas abraza las representaciones eucarísticas en un acto, compuestas para ser representadas en la fiesta del Corpus. Este género españolísimo y singular se llama  Auto Sacramental.

Sus orígenes son oscuros: para indagarlos puede ver mi lector el prólogo de Pedroso al tomo de Autos, que compiló para la Biblioteca de Rivadeneyra. La fiesta del Corpus, aunque en muchas iglesias particulares se celebraba antes, sólo en tiempo de Urbano IV (1263) fué extendida a la Iglesia universal. En España sabemos que la introdujo Berenguer de Palaciolo (que murió en 1314). Desde el principio, a todos los regocijos con que se celebraba esta festividad, verdaderamente de alegría, a todas las solemnidades religiosas, a las ceremonias litúrgicas, se añadieron ya ciertos [p. 332] gérmenes de representación dramática, por lo menos en algunas catedrales de la corona de Aragón. En Castilla hubieron de ser poco frecuentes tales espectáculos, puesto que nada dicen de ellos las leyes de Partida, que mencionan otras representaciones de la Natividad, de la Adoración, etc. Ni los cánones del concilio de Aranda ni los del Hispalense, encaminados a atajar los abusos que empezaban a introducirse en el teatro lírico, hacen memoria de los autos del Corpus; de donde hemos de inferir que si hubo (como parece verosímil) representaciones en tal día, debieron de tener poca relación, a lo menos directa, con el misterio que se celebraba. Y así como en Gerona solían representarse en tal día el sacrificio de Isaac, la venta de José y otras historias del Antiguo Testamento; así en Portugal la primera obra de que con certeza sepamos haber sido destinada a una función sacramental, el Auto de San Martinho de Gil Vicente, no contiene otra cosa que la sabida leyenda de la capa de San Martín.

En el siglo XVI, las representaciones eucarísticas, como todo género de drama sagrado, se secularizan hasta cierto punto, saliendo del templo a la plaza pública, y de manos de actores clérigos a las de histriones pagados y alquilados. Ni ha de verse en tan grave transformación indicio alguno de entibiamiento de las creencias, puesto que nunca fueron más enérgicas ni nunca estalló con más violencia la protesta española contra la herejía, sino que la devoción se hizo en sus formas más grave y solemne, y desterró del templo (para no dar asidero a las detracciones de los luteranos) muchos de aquellos antiguos y candorosos regocijos, sin que por eso fueran menos católicos ni de menos provechoso ejemplo y enseñanza los nuevos autos que los antiguos.

El teatro religioso del siglo XVI, en cualquiera de sus formas, suele valer más que el teatro profano, y no fuera difícil empresa entresacar del grueso volumen de autos viejos de la Biblioteca Nacional obras de tan grato perfume de sencillez y sentimiento como el auto de Las Donas, o tan ingeniosos como el de la Residencia del hombre. Y nunca fué tan poeta Juan de Timoneda (aunque casi siempre refundiendo y aprovechando obras anteriores) como en la Oveja Perdida y en los Desposorios de Cristo. La acción dramática en estos primeros ensayos es sencillísima, por no decir nula: la ciencia teológica de los autores, en general muy escasa, [p. 333] aunque su fe los salva, y rara vez tropiezan: la poesía lírica no es tan rica y pródiga como en los de Valdivielso y Calderón, y vano fuera buscar en Timoneda o en el tundidor Juan de Pedrosa las encumbradas síntesis y la armonía condensadora de los autos del último período. Pero en esas primeras y modestas flores de nuestra dramática halagan suavemente el ánimo ingenuos y no aprendidos acentos de ternura y de verdad humana, que compensan la pobreza y tosquedad del artificio.

Lope se enseñoreó de este género como de los restantes, y derramó en él tesoros de fantasía. Véanse sobre todo el Auto de la siega y el de los Cantares. Siguiéronle con igual fortuna Tirso y Valdivielso, facilísimo aunque desigual pacta este último, y verdadero cantor del cielo, puesto que nunca dedicó su pluma más que a asuntos sagrados, así en lo dramático como en lo épico y lírico.

Pero el auto tipo, la perfección del género, sólo se halla en las obras calderonianas. Ya no es posible tratar de ellas con el intolerante menosprecio que afectó la crítica del siglo pasado. Téngaselos en buen hora por una excepción estética, por un teatro singular entre todos los del mundo; pero si el género hubiera sido tan radicalmente absurdo como le declararon sus censores, ¿se concibe que obtuviera aquel grado de popularidad (superior al de toda composición profana), siendo, como era, por su índole misma un teatro teológico y didáctico, desprovisto de cuantos recursos pueden interesar en la escena? Algo de esta popularidad de los autos puede atribuirse al aparato y a la tramoya, a la mayor ostentación del arte histriónico, a las apariencias, pompas y carros. Pero por mucho que concedamos al placer de los ojos y por muy buena fe que en los espectadores supongamos para deslumbrarse con tan rudos medios de producir ilusión, ¿qué auditorio del mundo, a no ser el de España en el siglo XVII, preparado a ello por una educación escolástica y teológica, que tanto había penetrado en las costumbres y en la vida, hubiera escuchado, no ya con entusiasmo sino con paciencia, un poema dialogado, sin acción, ni movimiento, ni pasiones humanas, en que eran interlocutores la Fe y la Esperanza, el Ingenio humano y el Albedrío, la Sinagoga y el Gentilismo, el Agua, el Aire y el Fuego y otros de la misma especie, y donde todo el interés se concentraba en los misterios [p. 334] de la Trinidad y de la Encarnación y en el dogma de la presencia Sacramental?

Semejante drama teológico no tiene igual ni parecido en ningún teatro. Apenas se le pueden encontrar remotas semejanzas con el Prometeo encadenado, donde Esquilo simbolizó, no (como se ha dicho) las luchas y dolores de la humanidad, sino la derrota de los dioses de estirpe titánica por otros dioses nuevos.

Ajeno de este lugar sería discutir, con ocasión de los Autos Sacramentales, si en el arte tienen cabida lo sobrenatural y lo invisible, así como las abstracciones, las personificaciones, las ideas puras, las virtudes y los vicios. Si la belleza, aún en el sentido de la Estética hegeliana, es la manifestación sensible y el resplandor de la idea en la forma, claro es que no puede limitarse a lo humano, ni menos a lo plástico y figurativo. No sólo la belleza física, sino la intelectual y la moral, pueden y deben entrar en la creación artística. Claro que los conceptos intelectuales, las ideas puras no caben como tales ideas ni en su desarrollo dialéctico, pero sí en cuanto se revisten de forma sensible y adecuada al arte.

Pero ¿caben en la dramática? Me atrevo casi a decir que no. El drama, tal como ha sido entendido por todas las escuelas y ejecutado por todos los pueblos, vive de pasiones, de afectos y de caracteres humanos: no es más que la vida humana en acción. Un drama con personajes simbólicos o abstractos es un verdadero tour de force, y engendra inevitable monotonía y frialdad. Así y todo, no me atrevo a condenar los Autos. Además de ser fruto natural del tiempo y tener cumplida justificación histórica, en ellos derramaron nuestros poetas, sobre todo Calderón, no sólo tesoros de poesía lírica, sino verdaderos primores dramáticos, aunque accidentales y accesorios.

El auto sacramental exige, más que ninguna otra composición dramática, exacta noticia e inteligencia de las condiciones materiales de su representación. Yo no la daré, porque ya lo hizo Pedroso trazando un admirable cuadro de época; pero séame lícito decir que el drama eucarístico no se concibe aprisionado entre los bastidores de un teatro moderno, sino a la luz del sol, en medio del día, en la Plaza Mayor o en la Plaza de la Villa, ante aquel auditorio tan extraño y abigarrado, pero tan uno en creencias y afectos, que comprendía desde el Rey y los magnates y los Consejos hasta [p. 335] la ínfima plebe, con la escena ideal y fantástica de los carros, y con toda aquella pompa y lujo de estridentes armonías y colores. Acordémonos un poco de la tragedia griega, y otro poco de la ópera moderna, y algo de las representaciones italianas al aire libre, y mucho de las conclusiones de las escuelas: añadamos a todo esto la fe ardentísimo de grandes y pequeños, y sólo así comprenderemos la grandeza de aquel extraordinario espectáculo.

Tema obligado de él era la presencia real de Cristo en la hostia consagrada, pero no recuerdo obra alguna en que el acto de la institución del Sacramento haya sido presentado en su forma directa e histórica. El mismo fervor de los poetas impedía aquella manera de profanación. Necesario fué tratar el asunto de soslayo, y encerrarle en condiciones análogas a las del arte dramático. Excogitáronse para esto varios medios más o menos ingeniosos: al principio largos diálogos en que dos o más personas discurren sobre la Sagrada Cena; luego vidas de los santos más insignes por su especial devoción al Santísimo Sacramento. Lo primero no era dramático; lo segundo asimilaba los autos a cualquier otro género de comedias devotas y humanas, idénticas en su desarrollo a las comedias profanas.

Desechados por lo común tales recursos, no quedaba otro que la alegoría, y a él acudieron nuestros poetas. Ora entraron a saco por las historias del Antiguo Testamento, en que todo es anuncio, sombra y prefiguración de la Ley Nueva, como es de ver en los autos intitulados La Zarza de Moisés, La Cena de Baltasar, La primer flor del Carmelo, El vellón de Gedeón, etc., en muchos de los cuales hay doble y aún triple alegoría; ora se aprovecharon de los ejemplos y parábolas del Evangelio; ora, y ya con más violencia, torcieron y aplicaron a su propósito hechos bien dispares de la historia antigua y moderna. Y no paró en esto la manía alegórica, sino que constreñidos los poetas por aquella especie de pie forzado, y por la necesidad de escribir anualmente dos o más autos, hicieron, o bien obras puramente abstractas, en que sólo por incidencia intervienen seres humanos, siendo todo lo restante del discurso entre los elementos, las ciencias, las virtudes, los atributos de Dios, los sentidos y las potencias del alma, personificadas; o bien dramas mitológicos como el Divino Orfeo y el Sacro Parnaso, en que los dioses del Politeísmo helénico venían a ser [p. 336] símbolo del mismo Redentor y a dar testimonio de los misterios de nuestra fe; o bien sermones de circunstancias (al modo de los predicadores gerundianos) y donde todo el artificio dramático y la alegoría consiste o en una cacería del Rey, o en una información de limpieza de sangre, o en unas conclusiones de universidad, o en el tumulto de una posada o de un hospital de locos; que de todas estas extravagancias y otras inauditas pueden hallarse muestras en Calderón o en sus discípulos. A veces se parodiaban los títulos, los argumentos y hasta escenas y versos de las comedias más en boga, no de otra manera que el maestro Valdivielso daba a sus ensaladillas y chanzonetas al Santísimo Sacramento el tono y la música de las canciones picarescas que más andaban en boca de las gentes.

Hay, pues, en Calderón un simbolismo, ya sublime, ya pueril, pero enderezado todo por sano y cristianísimo intento a la magnificación y loor del Verdadero Dios Pan (título de un auto). Este simbolismo lo abraza todo, hasta las fábulas de la gentilidad, donde nuestro poeta descubre siempre huellas y vestigios alterados de la tradición primitiva y un como anuncio y preparación evangélica, llegando a poner en cotejo los libros teogónicos de los antiguos con la narración del Génesis.

La riqueza lírica es grande en los Autos. Exórnanlos trozos traducidos o imitados de las Escrituras, paráfrasis de himnos y fragmentos del rezo eclesiástico. El diálogo, ya de suyo frío y monótono por las condiciones del género, suele además estar deslustrado por las formas secas del razonamiento silogístico. Así y todo, puede decirse que Calderón en ninguna de sus obras dió tan brillantes muestras de poeta lírico como en los Autos, a pesar de las antítesis, frases simétricas, metáforas descomunales y vano lujo de palabrería bombástica y altisonante. ¿Y quién le negará el lauro de gran poeta, cuando en medio de esas dobles y triples alegorías, confusa y abigarrada mezcla de teología, de historia y de mitología, acierte a descubrir la raíz de ese maravilloso simbolismo, que de un modo más o menos claro y poético abraza y expone las relaciones de Dios con la naturaleza, las del cuerpo con el espíritu, las de los sentidos con las potencias del alma?

En la imposibilidad de conceder demasiado espacio a los Autos Sactamentales, hemos incluído en esta colección tres de los que [p. 337] tenemos por mejores: La vida es sueño, donde, además de estar contenido en cifra y de un modo abstracto el pensamiento del más celebrado drama del poeta, es de admirar el vigor de condensación con que el autor recorre la historia humana, desde el Fiat creador hasta la caída del hombre, y desde ésta hasta su Regeneración, con símbolos más transparentes y de mejor ley estética que los que usa en otros autos: La cena de Baltasar, como muestra de los autos más dramáticos y en que mejor se acomodan al fin y propósito del teatro sacramental las historias del Antiguo Testamento, sin salir enteramente de las condiciones dramáticas ordinarias, realzándolo todo hermosos trozos de poesía lírica, v. gr., las primeras y las últimas octavas en agudos, tan famosas y conocidas: y finalmente A Dios por razón de Estado, como ejemplo de los autos en que predominan los conceptos puros y las discusiones teológicas.

IV.—DRAMAS RELIGIOSOS

Género es éste tan rico en nuestra literatura como el de los Autos Sacramentales. Incluyo en este segundo miembro de la clasificación, no sólo las comedias llamadas devotas de santos o a lo divino, sino las que versan sobre asuntos del Antigno Testamento.

Algunas de las obras piadosas de Calderón se han perdido: así, v. gr., La Virgen de la Almudena, La Virgen de los Remedios, El carro del cielo y El Triunfo de la Cruz, dado caso que sea obra distinta de La Exaltación. Tampoco parece el San Francisco de Borja, aunque pueden hallarse felices reminiscencias de ella en El Fénix de España del jesuíta Diego Calleja.

Descartadas éstas y alguna otra que tampoco ha llegado a nuestros días, quedan unas quince, muy diversas en asunto y en mérito. De gran parte de ellas puede prescindirse sin menoscabo de la gloria del poeta. Sobre historias de la ley antigua versan Los cabellos de Absalón (mera refundición, con un acto entero igual, de La venganza de Tamar, valentísima tragedia del maestro Tirso de Molina, siquiera la deslustre lo repugnante de algunas situaciones); La Sibila del Oriente, refundición de un auto sacramental, El árbol del mejor fruto, y obra de las peor escritas e imaginadas [p. 338] de Calderón, llena de absurdos geográficos e históricos, como hablar Joab de las cuatro partes del mundo y de los enemigos que había derrotado junto al Danubio; y Judas Macabeo, donde se hace uso de pólvora y arcabuces. Las cadenas del demonio es la evangelización de Armenia por San Bartolomé, y La Aurora en Copavacana la aparición de una imagen de la Virgen en el Perú: obras las dos de escaso mérito. De la Exaltación de la Cruz sólo quedan en la memoria de las gentes tres hermosísimos versos en que el autor llama al sagrado madero de la cruz:


       Iris de paz, que se puso
       Entre las iras del cielo
       Y los delitos del mundo,
        

versos que por sí solos, y prescindiendo de la paranomasia de Iris e iras, valen tanto como un largo poema. La Virgen del Sagrario es una crónica dramática que dura siglos y enlaza toda la historia de España con el origen, pérdida y restauración de una imagen: son de notar en ella algunas escenas episódicas, como el bizarrísimo desafío entre el montañés y el muzárabe sobre la admisión del rito romano.

Descartadas estas obras, quedan aún seis de Calderón, pertenecientes al género devoto. Tres de ellas forman un grupo y tienen cierta unidad de pensamiento, y aún escenas muy semejantes: El José de las mujeres, Los dos amantes del cielo y El Mágico prodigioso. En las tres los protagonistas son catecúmenos, y en las tres empiezan a salir de las tinieblas del paganismo por medio de la lectura de algún texto sagrado o profano: el de Plinio en El Mágico, el principio del Evangelio de San Juan en Los dos amantes del cielo y un lugar de la Epístola a los corintios en el José de las mujeres. En las tres combaten los protagonistas, ayudados por la divina gracia, contra los halagos del amor profano y contra todas las artes diabólicas, puestas en juego por el mismo príncipe de los abismos, que es personaje muy principal en ellas. Y en las tres, finalmente, reciben victoriosos la palma triunfal del martirio. Abundan en todos estos dramas, lo mismo que en los autos, las discusiones teológicas.

Pero aquí se detienen las semejanzas, porque el mérito de los tres dramas es muy desigual. El que menos vale es El José de las [p. 339] mujeres, donde la heroína Eugenia, filósofa alejandrina (trasunto de Hipatia) acaba por convertirse al cristianismo y retirarse a las soledades de la Tebaida, de donde vuelve a Alejandría para derribar las estatuas que, creyéndola muerta, le habían sido levantadas durante su ausencia. El pensamiento capital de Los dos amantes del cielo (obra bastante conocida en Alemania por una traducción de Schack) merece no escasa loa: una mujer que sólo quiere conceder su amor a quien haya muerto por ella, y que se hace cristiana movida por la consideración del entrañable amor de un Dios que se hizo carne por los pecados del mundo; un catecúmeno cristiano que resiste y lucha contra todas las seducciones del arte y de los sentidos, y entabla una especie de duelo teológico con la mujer que adora, hasta convertirla. De todo esto podía haber resultado una acción interesante, y, sin embargo, no resulta más que una comedia de enredo con acompañamiento de teología y de sabrosos cuentos de un gracioso.

De El Mágico poco hay que decir, puesto que pasa universalmente por una de las obras maestras del poeta, y Rosenkranz llegó a compararle con el Fausto, aunque la semejanza se reduce a intervenir en ambas obras pacto diabólico por alcanzar un sabio la posesión de una mujer. Y este es elemento vulgarísimo, no sólo de la leyenda.de Fauso y de la de El Mágico, sino de la de Teófilo y otras infinitas.

Lo mejor de El Mágico son los datos fundamentales que Calderón tomó de las actas de San Cipriano de Antioquía, escritas en griego por Simeón Mataphrastes, y traducidas al latín por Lipomano. En lo demás, pienso que la ejecución es inferior a la grandeza del pensamiento y a la severa teología de las primeras escenas. Cuando no hablan Cipriano y el Demonio El Mágico (aunque la acción pase en Antioquía y en los primeros siglos de nuestra era) es una de tantas comedias de capa y espada con dos galanes celosos, y chistes de criados, y cuchilladas y escondites. Los caracteres son débiles: el demonio tiene mucho de ergotista y de leguleyo, y algo de prestidigitador hábil en escamoteos. Justina es tipo vulgar y pálido, hasta que llega la escena admirable en que el tentador agota sus recursos para infundir en ella el ansia del placer, y acaba por confesar su derrota, exclamando:

        [p. 340] Venciste, mujer, venciste
       Con no dejarte vencer.
        

En esta escena y en la que sigue a la aparición del esqueleto está el verdadero drama. Lo demás es un embrollo amoroso, que oscurece y rebaja la alta concepción de esta obra, en que el autor se propuso mostrar cómo la especulación racional es preparación para la fe, y cómo el libre albedrío ayudado por la gracia triunfa de todas las sugestiones diabólicas.

La Devoción de la Cruz y El Purgatorio de San Patricio tienen entre sí bastante analogía. El Eusebio de la primera y el Ludovico Enio pertenecen a una galería muy rica en nuestro teatro: la de bandoleros y facinerosos, que jamás pierden la fe y llegan a convertirse a la hora de la muerte. Así, el Enrico de El condenado por desconfiado, el Leonido de la Fianza satisfecha y el D. Gil de El esclavo del demonio. Se ha tachado a estos dramas de anticristianos y de mal ejemplo: hasta se les ha querido encontrar parentesco con la doctrina luterana de la fe que justifica sin las obras. Error indisculpable que demuestra mala fe o poca lectura, pues ninguno de estos criminales se salva por la fe sola, sino por verdadero y sincerísimo arrepentimiento de sus culpas, acompañado de firme propósito de la enmienda, y ninguno de ellos trata de disculpar sus pecados atenuando los fueros del libre albedrío. Fuera de que alguno de ellos, v. gr., Ludovico, hace aún en esta vida asperísima penitencia. La doctrina es enteramente católica: lo heterodoxo, a la vez que irracional y de mal ejemplo, sería que tales delincuentes, sinceramente arrepentidos, no hallasen perdón ni misericordia. ¡Cuán horrible y desesperado drama resultaría!

El Purgatorio de San Patricio está fundado en la vulgarísima leyenda de aquella cueva o necromanteion irlandés, tal como la había popularizado en España el doctor Juan Pérez de Montalbán. Aunque obra irregular y desconcertada, encierra el drama calderoniano primores de buena ley: trozos de vigor dantesco en la pintura de las regiones infernales, y algunos rasgos felices en el carácter de Ludovico, que el autor ha echado a perder, sin embargo, hasta hacer de él un monstruo casi increíble de perversidad. La grandeza de los personajes aun en lo malo no se logra sumando enormidades, las cuales son en el carácter una falsedad equivalente al énfasis y a la hipérbole en la expresión. Yago será siempre [p. 341] más negro y odioso que todos los malvados de melodrama, sin necesidad de haber cometido ningún incesto ni parricidio.

La devoción de la Cruz es interesantísima leyenda y como obra de las mocedades de Calderón, está escrita con más frescura y sencillez y con menos afectación que otras obras de su edad madura. Los caracteres de Eusebio y del viejo Lisardo son buenos, sin ser de primer orden. Julia no es carácter, y el mayor defecto que yo encuentro a la obra es la súbita transformación de aquella monja en mujer facinerosa y bandolera. Que Julia por amor de Eusebio huya del convento y corra a los brazos de su amante entra en la verosimilitud dramática; pero que una doncella tímida y recatada que aún después de haber saltado las tapias del monasterio, siente impulsos de volver a él, cometa inmediatamente, y sin necesidad ni explicación alguna, tantos homicidios y atropellos, no es humano, ni racional, ni interesante. Algunas escenas de este drama están admirablemente concebidas: así, v. gr., el diálogo de Julia y Eusebio junto al cadáver del hijo de Lisardo.

Superior a todos los dramas religiosos de Calderón me parece El Príncipe Constante, donde el autor ha logrado hacer interesante en la escena a un varón justo, integérrimo, dechado de santidad y perfección. Sabido es que los piadosos Eneas y Godofredos son personajes de poco juego en el teatro, que vive de la lucha de pasiones y de afectos. Con todo eso, el infante mártir de Portugal, don Fernando, resulta interesante y simpático, además de admirable. El autor ha hecho de él una especie de Régulo cristiano, mucho más heroico que el de Roma, porque no le mueve sólo el amor patrio ni la palabra empeñada, sino el sentimiento religioso aterrado ante la idea de ver convertidos en mezquitas los templos de Cristo.


       —¿Por qué no me das a Ceuta?
       —¿Porque es de Dios, y no es mía.
        

Esta sublime expresión da por sí sola el espíritu del drama. Y don Fernando llega a interesar porque, aunque perfecto e invencible, es hombre al cabo, y se lamenta de la desnudez y del frío y del hambre, que reciamente combaten su enérgica determinación.

Contra lo que suele pasar en Calderon, los personajes episódicos no estorban, y el bizarro tipo de Muley y sus amores con la [p. 342] hermosa Fénix contribuyen a dar apacible variedad y colorido al drama, y a hacerle más humano. Hay en él trozos líricos de los mejores de Calderón, sobre todo la escena en que admirablemente se glosa aquel romance de Góngora:


       Entre los sueltos caballos
       De los vencidos Zenétes,
        

cuyo efecto debía ser portentoso en un público que le sabía de memoria y que le acompañaba en coro: y el hermosísimo soneto:


       Estas que fueron pompa y alegría,
        

uno de los pocos sonetos nuestros del buen tiempo en que los tercetos no decaen de la entonación de los cuartetos, y uno de los pocos también en que la idea y la forma corren parejas y se compenetran fácil y armoniosamente.

V.—COMEDIAS FILOSÓFICAS

Son las mismas que don Alberto Lista llamó ideales, incluyendo malamente entre ellas algunas como Saber del mal y del bien, Gustos y disgustos son no más que imaginación, cuya filosofía se reduce a las vulgarísimas máximas de su título, siendo por lo demás comedias de enredo o comedias palacianas semejantes a tantas otras. Por consiguiente (salvo mejor parecer) creo que sólo dos obras calderonianas deben incluirse en este grupo: En esta vida todo es verdad y todo es mentira, y La vida es sueño.

Goza la primera de cierta celebridad en Europa desde los tiempos de Voltaire que descubrió en ella el original del Heraclio, de Corneille: lo cual han negado luego Viguier y Philarète Chasles, promoviendo una embrollada cuestión de originalidad. Pero aunque sea cierto que de la comedia En esta vida todo es verdad y todo es mentira no descubrió Hartzenbusch edición anterior a 1664, mientras que el Heraclio aparece impreso en 1647, también lo es:

1.° Que Calderón no sabía francés, como lo prueban ciertos personajes grotescos de sus entremeses, a quienes pretende hacer hablar en aquella lengua.

2.° Que la historia literaria presenta cien casos de [p. 343] imitaciones de obras españolas por dramáticos franceses del siglo XVII (testigos El Cid, El Mentiroso y muchos más), y un solo caso de imitación francesa en España, y es El Honrador de su padre, de Diamante.

3.º Que se han perdido casi todas las ediciones príncipes de nuestras comedias, ya sueltas, ya en tomos de varios. Y aun suponiendo que En esta vida... no se imprimiera hasta 1664, pudo llegar a Francia manuscrita, como otras comedias nuestras que actores españoles representaron allí, y cuyos manuscritos se conservan.

4.º Que el verdadero original de la comedia de Calderón es La rueda de la fortuna, de Mira de Améscua, impresa desde 1616.

Esto sin otros argumentos más menudos, que ya esforzó el señor Hartzenbusch.

Lo que Corneille tomó del drama de Calderón es la excelente situación trágica del primer acto, en que Heraclio y Leonio se disputan la gloria de ser hijos del muerto emperador Mauricio, y el viejo Astolfo que los había criado se niega a revelar cuál de los dos es hijo del tirano y cuál lo es de su enemigo. Todo el primer acto de En esta vida es (fuera de algunas manchas de dicción) una exposición admirable. Desde el segundo acto, la obra degenera en comedia de magia, confusa y embrollada, y hecha más para prestigio de los ojos que para solaz del entendimiento.

La vida es sueño pasa por la obra maestra del poeta, y lo es sin duda, si se atiende al vigor de la concepción. No hay pensamiento tan grande en ningún teatro del mundo. No sólo una sino varias tesis están allí revestidas de forma dramática: primera, el poder del libre albedrío que vence al influjo de las estrellas; segunda, la vanidad de las pompas y grandezas humanas, y cierta manera de escepticismo en cuanto a los fenómenos y apariencias sensibles; tercera, la victoria de la razón, iluminada por el desengaño, sobre las pasiones desencadenadas y los apetitos feroces del hombre en su estado natural y salvaje. La vida es sueño es cifra de la historia humana en general; y de la de cada uno de los hombres en particular. Segismundo es lo que debía ser, dado el propósito del autor, no un carácter, sino un símbolo. No es escéptico como Hamlet: la tesis escéptica no es aquí más que provisional, y cede ante una tesis dogmática más alta. La razón doma a la concupiscencia; [p. 344] la fe aclara y resuelve el enigma de la vida humana. El Segismundo bárbaro de la primera jornada reprime (un poco de prisa, es verdad, pero ya se sabe que el desarrollo artístico en Calderón peca de atropellado) su fiera y brava condición, hasta convertirse en el héroe cristiano de la tercera jornada. El mismo autor nos dió la clave del simbolismo en un auto titulado también La vida es sueño, donde se generaliza y toma carácter universal y abstracto la acción de la comedia. El protagonista es el hombre que con su libre albedrío despeña al entendimiento, y cae en el pecado original, regenerándose luego por los méritos de la sangre de Cristo y por el valor de sus propias obras ayudadas por la divina gracia.

El germen de la comedia, es decir, el sueño de Segismundo, está en un cuento muy sabido de Las mil y una noches, pero sin alcance ni significación trascendente de ningún género. Todas las bellezas de la obra de Calderón le pertenecen a él solo. ¿A qué apuntar los pocos lunares que la afean? Sobran sin duda las aventuras de la doncella andante que va a Polonia a vengarse de un agravio; y no son modelo de dicción las famosas décimas, aunque lo sean algunos de los monólogos de Segismundo.

VI.—DRAMAS TRÁGICOS

Sección riquísima en las obras de nuestro poeta, y la más abundante en joyas de alto precio.

Prescindamos de La niña de Gómez Arias, cuyo argumento es más propio de la novela, donde todo cabe, hasta las aberraciones morales y los casos patológicos, que del drama, en que siempre será repugnante espectáculo el de un galán que por vil interés vende su dama a los musulmanes. Además, esta obra es refundición de otra de Luis Vélez de Guevara, y Calderón ha aprovecha do escenas enteras de la comedia primitiva.

El Alcalde de Zalamea no sólo es la obra más popular de Calderón entre españoles, sino la más perfecta y artística de todas las suyas. Pueden encontrársela analogías con ciertas obras de Lope, verbigracia, El mejor Alcalde el Rey, Fuente Ovejuna, Peribáñez y el Comendador de Ocaña, pero sólo a Calderón pertenecen el desarrollo y los caracteres, que al revés de lo que sucede en otras [p. 345] obras suyas, son vivos, personales, enérgicos y hasta ricos y complejos, dignos del mismo Shakespeare. Y esto se diga no sólo del singularísimo don Lope de Figueroa (que más que tipo de fantasía, es valentísimo retrato), caudillo viejo, jurador, impaciente y colérico, lleno de preocupaciones militares, y a la vez noble, generoso, recto, caballero y hasta afectuoso; no sólo del alcalde labrador Pedro Crespo, en quien se aunan por arte maravilloso el sentimiento de la justicia y el sentimiento vindicativo de la propia ofensa, sino hasta de los personajes más secundarios, de los villanos, soldados y vivanderas, de Rebolledo y la Chispa. La vida y la animación corren a torrentes en este drama, donde hay hasta despilfarro de poder característico. Y junto con esto la expresión suele ser sencilla, natural y única, de tal suerte que el drama, llegaría a los últimos lindes de la perfección, si no fuera por aquella malhadada escena del bosque .¿Pero quién no olvida tan leve mácula, cuando ve a Pedro Crespo en la escena más admirable que trazó Calderón, deponer la vara, y postrarse a los pies del capitán, demandándole la reparación de su honor, y cuando ve perdida toda esperanza de concordia, levantarse como justicia y prenderle y agarrotarle, confundiendo en uno el desagravio de la ley moral y el desagravio de su sangre?

Ruegos trágicos de primer orden brillan en Amar después de la muerte o El Tuzaní de la Alpujarra, cuyo argumento está tomado de las Guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita. Interrogación digna de Shakespeare es la del Tuzaní cuando exclama, al oír jactarse de su infame acción al asesino de Clara: «¿Fué como ésta la puñalada?» Y todo su carácter, vengativo, celoso, reconcentrado y profundo, es de purísima estirpe africana, y de sombría y vehemente inspiración. Como se trata de un asunto histórico casi contemporáneo, es grande el color local, sobre todo en las escenas de la rebelión de los moriscos.

Nada menos que cuatro dramas de Calderón versan sobre la pasión de los celos, quizá la más dramática de todas y la más rica en contrastes, agitaciones, antinomias y luchas. Calderón la ha descrito en su máximo grado de exaltación: no la ha analizado pacientemente y fibra a fibra, y sin duda por eso quedan sus celosos inferiores a Otelo, y la misma pasión resulta o idealizada hasta el delirio como en el Tetrarca, o subordinada a rencores [p. 346] como en don Juan de Roca, o a móviles de honra como en don Gutierre de Solís: nunca tan humana como en el moro de Venecia, en quien después de todo no son los celos más que exaltación y quinta esencia del amor.

«Quisiera estarla matando nueve años seguidos. ¡Qué divina mujer!.». Estas frases apasionadísimas que abundan en Shakespeare, jamás se le escapan a Calderón. Sus maridos matan fríamente, y porque así lo exigen el honor y las conveniencias sociales, cuya injusticia deploran con amargura:


       El legislador tirano
       Que puso en ajena mano
       Mi opinión y no en la mía.
        

Vano fuera establecer cotejo entre tan correctos esclavos de la opinión, y un bárbaro como Otelo, todo carne y sangre y hervor de pasión, y por eso mismo humano, admirable y eterno.

Hay cierta gradación en los cuatro dramas calderonianos. Don Juan de Roca, el pintor de su deshonra, se venga del adulterio consumado: don Lope de Almeida toma secreta venganza del secreto propósito del agravio consentido: don Gutierre Alfonso de Solís (encarnación la más completa del sentimiento del honor en lo que tiene de irracional y falso) no venga agravio ninguno, pero quiere evitar hasta la sombra y la posibilidad de él, por el sangriento medio de la incisión en las venas de su mujer: el Tetrarca, finalmente, no se venga de nada, sino que inmola a la desdichada Mariene por egoísmo y para evitar que otro, después de la muerte de él, la posea. Y sin embargo, el Tetrarca es de todos ellos el único verdaderamente apasionado. Y aún puede decirse que sus celos tienen más noble raíz y fundamento que los de Otelo; pero tanto extremó el autor la nota idealista, que el Tetrarca llega a parecer un energúmeno, fuera de todas las condiciones de la vida humana. Así y todo, es gran carácter, y tiene el drama accidentes bellísimos, como aquello de las arrastradas pompas; pero siempre daremos la preferencia al Médico de su honra, como trasunto de un modo de pensar social que era dramático, aunque tuviese una punta de falsedad.

[p. 347] VII.—COMEDIAS DE CAPA Y ESPADA

Son comedias de costumbres del tiempo, lozanas y vivideras, como todo lo que arranca de las entrañas de la realidad. No constituyen la porción más trascendental de las obras de Calderón, pero sí la más amena y la que más intacta ha conservado su fama, en medio de todos los cambios de gusto. Hoy mismo son las obras suyas que con más deleite vemos en las tablas. Son también las escritas con más llaneza, y las más libres de culteranismo, aunque no de discreteos y sutilezas, que el autor reprodujo, porque estaban en la conversación del tiempo, y que a veces se perdonan por lo ingeniosos y bizarros y por ser un rasgo característico de la época, hijo de condiciones nativas del ingenio español.

Respírase en todas estas obras delicado perfume de honor y galantería. Todas se parecen, y todas son diferentes, sin embargo. Dan materia a la fábula amores y celos. La casualidad enreda y rige la trama. Los personajes inexcusables son un galán joven, valiente, discreto, pundonoroso y de noble estirpe (el cual suele haber militado en Flandes o en Italia); una dama tan noble y discreta como él, y además portento de hermosura, casi siempre huérfana de madre, y sometida a un padre, hermano o tutor, más altiva que enamorada, algo soberbia de condición y no poco violenta y arrojada; otra pareja de galán y dama que tiene, con menos brillo, las mismas condiciones; un padre o hermano, y a veces dos, muy caballeros y muy guardadores de la honra de su casa, y a la vez coléricos, impacientes y fáciles a la ira; un criado que lo anima todo con sus chistes y aconseja o ayuda a su amo en la arriesgada empresa. El amor que anda en juego es siempre amor lícito y honesto, entre personas libres, y encaminado a matrimonio. Para estorbar tan feliz resultado, suelen atravesarse dos géneros de obstáculos, unos casuales e imprevistos, otros morales, que generalmente nacen de los celos del otro amante o de la otra dama. El amante sospecha de la fidelidad de la dama o ésta de la suya: comienzan los celos y las quejas: interviene a deshora en la plática el padre, el hermano o el otro galán: embózase nuestro héroe y los resiste a todos, alborotando la calle: huye la [p. 348] dama despavorida y tapada a casa de una amiga o a la del mismo galán, que por de contado respeta escrupulosamente su honor; y así va enredándose la madeja entre escondites, cuchilladas, embozos y mantos, hasta que todo se aclara felizmente, y la doncella andante premia en santo vínculo los afanes de su caballero. Sobre todo este fondo un poco monótono añádase una portentosa variedad de invenciones secundarias, un poder para atar y conducir la intriga mayor que el que constituye la única gloria de Scribe y de tantos otros: póngase todo en versos fáciles y numerosos, con toda la gala y abundancia de la lengua castellana, y se tendrá idea de esas deliciosas comedias que se llaman Los empeños de un acaso, Mañanas de abril y mayo, La Dama Duende, El escondido y la tapada, Dar tiempo al tiempo, Casa con dos puertas, y tantas y tantas entre las que apenas se puede escoger, porque casi todas son oro de ley.

No ignoro los reparos que se han hecho y pueden hacerse a este género. En primer lugar, la monotonía y pobreza del fondo, aunque la variedad de incidentes la realce. Pero la vida de entonces era menos varia y complicada que la nuestra, y además una gran parte de las relaciones sociales quedaban fuera de la jurisdicción del poeta cómico, ya por loable respeto a la santidad del hogar, ya porque aquel arte buscaba por instinto lo que había de noble, elevado y caballeresco en la vida real, y no lo que deshacía o turbaba su armonía.

En segundo lugar, y con más fundamento, puede achacarse a la comedia calderoniana de enredo, escasa variedad de caracteres. Hase dicho que el don Pedro y la doña Leonor de una comedia en nada difieren del don Juan y la doña María de otra, y que Calderón nunca vió ni acertó a reproducir más que un mundo encantado en que todos los galanes son celosos y valientes, todas las damas discretas y arriscadas, y todos los criados decidores y chistosos. No negaremos que esto sea verdad casi siempre (por la razón antes apuntada), pero pueden traerse excepciones muy notables. Aparte de que la identidad de los graciosos (que no suelen ser lo mejor de Calderón), no es tanta como se pondera, hay variedad hasta en los tipos femeninos, en que tampoco llegó Calderón a la dulce o apasionada ternura que acertó a poner en sus heroínas Lope de Vega. Caracteres son, o a lo menos esbozos de carácter, la dama culti-latini-parla de No hay burlas con el amor, la [p. 349] hermosa necia y la fea discreta de Cuál es mayor perfección, la mogigata y la coqueta de Guárdate del agua mansa, y la resuelta doña Angela de La Dama Duende, sin otras que ahora no acuden a mi memoria. Como carácter de galán trazó Calderón uno bellísimo en el don Carlos de No siempre lo peor es cierto, prototipo de pasión generosa, delicada y pura, como quien piensa y afirma.


       Que es hombre bajo, que es necio,
       Es vil, es ruin, es infame
       El que solamente atento
       A lo irracional del gusto
       Y a lo bruto del deseo,
       Viendo perdido lo más
       Se contenta con lo menos,
        

Más grave pecado, y de este sí que no podemos absolver a Calderón, es el empleo uniforme de ciertos recursos cómodos, pero que tienen mucho de convencionales e inverosímiles. En nuestras comedias basta un embozo o un manto para hacer que desconozcan a una persona hasta sus más familiares deudos y amigos. Las tapadas, los escondidos, las luces apagadas, las puertas falsas, las alacenas giratorias, agradan en una o en dos comedias, pero repetidas hasta la saciedad, engendran hastío y denuncian falta de inventiva en el poeta. No merecen tanta censura los duelos y cuchilladas, que con ser tantos en sus comedias, aún eran muchos mas en la vida real. Y en cuanto a las visitas de las damas en casa de sus galanes, desgracia es de nuestras actuales costumbres el que no podamos concebirlas sino como pecaminosas, pero tampoco es lícito dudar que a los contemporáneos les parecían verosímiles e inocentes.

Se parecen mucho a las comedias de capa y espada (y tanto que no vale la pena de hacer clase aparte, aunque la condición de los protagonistas sea diversa), ciertas comedias palacianas de Calderón, como El secreto a voces, El encanto sin encanto, La banda y la flor, Con quien vengo, vengo, etc., etc., en que son príncipes y grandes señores, en vez de hidalgos de la clase media, los que andan envueltos en lances de amor y celos. Calderón no hizo nada en este género que pueda compararse con la profunda, sazonada y discreta ironía de Tirso en El vergonzoso en Palacio o en El castigo del pensé qué.

[p. 350] VIII.—DE OTROS GÉNEROS CULTIVADOS POR CALDERÓN

Después de maduro examen no me he atrevido a incluir en esta colección ninguno de los dramas de espectáculo o comedias de tramoya; en que Calderón fué fecundísimo. El poeta queda siempre en tales dramas subordinado al maquinista y al pintor escenógrafo, y no hace obras de arte más que a medias. Quizá él se engañara hasta tener por las mejores suyas las que escribía para los aparatosos festejos de los Sitios Reales; pero la posteridad, más cuerda, las ha relegado al olvido. Hoy no tienen más interés que el histórico y el de algunos buenos versos acá y allá esparcidos y casi ahogados en un mar de enfática y culterana palabrería. Juzgar a Calderón por tales dramas sería evidente injusticia. Buscar en ellos pasión, interés, caracteres y color de las respectivas épocas, fuera necedad y desvarío. Baste consignar para recuerdo, que Calderón explotó grandemente los Metamorfoseos ovidianos, y puso en escena casi todas las fábulas de la antigüedad: los amores de Apolo y Climene, la caída del Hijo del Sol, Faetón, la Estatua de Prometeo, el Golfo de las Sirenas, las Fortunas de Andrómeda y Perseo, las aventuras de Hércules, Teseo y Jason, y la estancia de Aquiles en casa del rey Licomedes, disfrazada con el retumbante título de El monstruo de los jardines. Unicamente hemos abierto la mano en cuanto a dos breves zarzuelas, El laurel de Apolo y La púrpura de la rosa, que además de ser de las más antiguas muestras de su género, contienen, sobre todo la primera, hermosos rasgos de poesía lírica.

Por razones análogas hemos excluido a carga cerrada los dramas fundados en libros de caballerías. v. gr., Hado y Divisa, La Puente de Mantible, El castillo de Lindabridis, El jardín de Fabrina; así como los dramas históricos, v. gr., El segundo Scipión, Las armas de la hermosura, La gran Cenobia, etc., en que innecesaria y caprichosamente está falseada la historia, no sólo en su esencia y en el carácter distintivo de las razas y de las civilizaciones, sino hasta en los datos externos más vulgares, hasta suponer, v. gr., que Coriolano toma las armas contra Roma por galantería y por impedir que se cumpla una ley suntuaria sobre los trajes de [p. 351] las mujeres. Mascarada semejante no la hay ni en la misma tragedia francesa.

Sólo dos de estos dramas, ambos de asunto cercano al poetas merecen conservarse: La cisma de Inglaterra, no sólo por rasgos tan valientes como aquel soberbio


       Yo tengo de borrar cuanto tú escribas
        

pronunciado por la sombra de Ana Bolena, cuando el teólogo coronado, amante suyo; prepara la refutación de Lutero, sino por la útil materia de comparación que ofrece con el Enrique VIII de Shakespeare. El sitio de Breda, comedia soldadesca y de circunstancias, muy animada y llena de rumbo tropel y boato, viene a ser el cuadro de Las lanzas puesto en verso; pero desgraciadamente lo que cabe y es hermoso en la pintura, no lo es en el teatro.

Resumamos: Calderón, sin ser en todo rigor de arte el primero de nuestros dramáticos, es el más profundo en las ideas, el de genio más comprensivo y alto, quizá el más grande en lo trágico, y de cierto en lo simbólico. Es además el poeta nacional por excelencia, español y católico hasta los tuétanos e idealizador mágico de los sentimientos caballerescos y de los más nobles impulsos de la raza. Si en los caracteres fué débil, quizá debamos atribuirlo a que no acertó a ver más que los lados simpáticos y nobles de la naturaleza humana. Lo que pierde en universalidad, lo gana en sabor castizo. Sus defectos son los del ingenio español; su grandeza se confunde con la de España, y no morirá sino con ella. ¡Privilegio singular y para envidiado! Pero aún hay otro más alto: el ser a un mismo tiempo poeta admirable de su raza y de su siglo, y poeta y maestro y delicias de la humanidad en todas las edades, como lo son Shakespeare y Cervantes.

Notas

[p. 307]. [1] . Nota del Colector.— El presente trabajo, que con este título se publicó al frente del Tomo XXXVI de la Biblioteca Clásica, Teatro Selecto de Calderón de la Barca, (1887) es en alguna parte resumen del que le precede en este volumen con el encabezamiento: Calderón y su Teatro. Se inician ya en él matices y tendencias nuevas que encuentran más amplia y decidida expresión en el prólogo al libro Del Siglo de Oro de Doña Blanca de los Ríos, en el que resueltamente afirma Menéndez Pelayo que aquellas lecciones, dadas en su edad juvenil; no son ya la expresión cabal y adecuada de su pensamiento, y que el verdadero libro sobre Calderón no lo ha escrito todavia.

Se colecciona por primera vez en «Estudios de Crítica Literaria».