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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > III : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XXIV.—LOS POETAS DEL CANCIONERO GENERAL DE HERNANDO DEL CASTILLO.—LOS TROVADORES ARISTOCRÁTICOS: EL VIZCONDE DE ALTAMIRA; DON LUIS DE VIVERO; DON DIEGO LÓPEZ DE HARO; CARTAGENA; PROBABILIDAD DE QUE SEA ESTE ÚLTIMO EL LLAMADO «EL CABALLERO DE CAR

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El cuerpo o colección general de las obras de los poetas menores del tiempo de los Reyes Católicos, es el Cancionero general [p. 126] de Hernando del Castillo en su primera edición de 1511, pues aunque un pequeño número de las piezas contenidas en ella son de trovadores más antiguos, tales como Juan Rodríguez del Padrón, Juan de Mena, Lope de Stúñiga, Fernán Pérez de Guzmán y el Marqués de Santillana, y de otros que más bien corresponden al reinado de Enrique IV, tales como Gómez Manrique, Diego de Burgos. Pero Guillén de Segovia, Antón de Montoro y Juan Álvarez Gato, puede decirse que todos los restantes, hasta completar el crecido número de 138 que abraza el Cancionero, sin contar con los anónimos, son poetas del tiempo de la Reina Católica, circunstancia que no siempre se ha tenido en cuenta para clasificar sus versos, y que ha producido graves confusiones cronológicas en la historia de la lírica del siglo XV.

Siendo de todo punto imposible, y además inútil, o por mejor decir absurdo, el examen analítico de todos estos versificadores, en gran parte débiles y amanerados, limitaremos nuestra tarea a los diez o doce que, o por haber logrado más celebridad, o por tener mérito más positivo ya en una sola composición, ya en varias, o finalmente, por alguna singular circunstancia de su persona o de su vida, merecen campear aparte, y salir de la turba en que andan confundidos.

Empezaremos, pues, por descartar (y no son pocos ciertamente) todos aquellos autores del Cancionero general que no tienen más recomendación que lo ilustre de sus títulos y apellidos, ni sirven más que para confirmar hecho tan notorio como es la cultura intelectual que alcanzó la nobleza española en todo aquel siglo.

Nada diremos, por consiguiente, de los versos del Maestre de Calatrava, de los Duques de Medina-Sidonia, de Alba y de Alburquerque; de los Marqueses de Astorga, [1] de Villena y de [p. 127] Villafranca; de los Condes de Benavente, de Haro, de Coruña, de Castro, de Feria, de Ureña, de Paredes y de Ribagorza, del Almirante de Castilla, del Adelantado de Murcia, del Mariscal Sayavedra y de otros grandes señores, harto desconocidos en el reino de las Musas, y de ninguno de los cuales puede decirse que cultivara la poesía por nativa vocación, sino por solaz y esparcimiento cortesano, como lo prueba el carácter mismo de las poesías que se les atribuyen, y que generalmente se reducen a invenciones y letras de justadores, glosas, motes, preguntas y respuestas, o triviales e insulsas galanterías.

Entre estos trovadores aristocráticos, merece exceptuarse, sin embargo, por haber manifestado más elevadas aspiraciones poéticas, el Vizconde de Altamira, D. Rodrigo Osorio de Moscoso, que compuso un diálogo elegante y sutil entre el sentimiento y el conocimiento [1] y algunas coplas de amores, delicadas y conceptuosas, por el estilo de las siguientes:

        [p. 128] La más durable conquista
       Desta guerra enamorada,
       Es una gloria delgada,
       Que se passa sin ser vista.
       Y de tal guisa tropieza
       Su visión que amor se nombra,
       Que, en alzando la cabeza,
       Ya no vemos sino sombra:
       Y pues tiene buena vista
       Y donosa la mirada,
       Huyamos gloria delgada,
       Que se pasa sin ser vista.

Quizá le aventajó en dotes poéticas otro caballero de Galicia, a quien Garci Sánchez de Badajoz llama hermano de Altamira, ya porque realmente estuviesen ligados por vínculo de parentesco, ya por fraternidad en el ejercicio de armas o letras. Llamábase [p. 129] base el tal D. Luis de Vivero, y el Cancionero contiene muy lucidas muestras de su numen, especialmente la composición alegórica Guerra de amor, que hizo en memoria de la muerte de su amiga, y el diálogo con la Tristeza: versificadas una y otro con gallarda soltura.

Don Diego López de Haro, ingenio de nobilísima estirpe y grande amigo de Álvarez Gato, merece también salir del vulgo de los trovadores adocenados, no sólo por las poesías suyas que se insertan en el Cancionero general, de las cuales es la mejor el filosófico diálogo entre la Razón y el Pensamiento; sino por otra muy curiosa que se conserva manuscrita con el título de Aviso para cuerdos, y es un diálogo casi dramático de cerca de mil versos, en que intervienen más de sesenta personajes, unos historiales y otros alegóricos, entre ellos Adán y Eva, el ángel que los echó del paraíso, las ciudades de Troya y Jerusalén personificadas, el rey Príamo, Jesucristo, Julio César, el rey Wamba y Mahoma; a todos los cuales va contestando el autor sucesivamente. [1] De este Diego López dice Oviedo en sus Quincuagenas que «fué espejo de la gala entre los mancebos de su tiempo», lo cual no le impidió desempeñar con mucho crédito la embajada de Roma. En el Infierno de amor, de Garci Sánchez de Badajoz, figura entre los más leales y martirizados amadores:

        [p. 130] Vi que estaba en un hastial
       Don Diego López de Haro
       En una silla infernal,
       Puesto en el lugar más claro,
       Porque era mayor su mal.
       Vi la silla luego arder
       Y él sentado a su plazer
       Publicando sus tormentos.
       Y diziendo en estos cuentos:
        Caro me cuesta tener
       Tan altos los pensamientos.

Largamente, y con calor digno de asunto de más entidad, han disputado nuestros eruditos sobre la personalidad del poeta que con el solo nombre de Cartagena aparece en el Cancionero general, sosteniendo unos, como Gallardo [1] y Amador de los Ríos, [2] que el tal Cartagena no era otro que el ilustre prelado de Burgos, del mismo apellido; al paso que los traductores de Ticknor [3] y más de propósito D. Pedro José Pidal, [4] niegan tal identidad y atribuyen los versos a otro autor del mismo apellido y quizá de la misma familia. La cuestión en sí no importa mucho, pues aunque los versos del llamado Cartagena no sean de los más vulgares que en el Cancionero se encuentran, tampoco bastan por sí solos para dar gran reputación de poeta a quien quiera que los compusiese. Ni mirada la cuestión bajo otro aspecto, parece tan grave ofensa a la memoria del obispo de Burgos el haberle supuesto autor de unas cuantas coplas, amatorias, es cierto, en su mayor parte; pero tan honestas, o si se quiere tan insípidas, como casi todas las de su género y estilo. Es cierto que Gallardo, con su acostumbrada malignidad cuando se trataba de cosas o personas eclesiásticas, procura a su modo sacarlas punta, y aún llega a suponer que el afecto de Cartagena por su señora Oriana (bajo cuyo disfraz cree descubrir a una doña Ana de Osorio) no era estrictamente platónico; pero como esta maliciosa sospecha de Gallardo está enlazada con su extravagante capricho de atribuir [p. 131] al obispo Cartagena el Amadís de Gaula (conocido en Portugal y en Castilla tanto tiempo antes), no debe hacerse ningún caudal de ella, ni aun perder el tiempo en refutarla. La cuestión no es moral, ni tampoco de historia eclesiástica, sino de historia literaria; y quien conoce la historia y la literatura de aquellos tiempos, no tiene por qué escandalizarse mucho. Versos de la misma especie que los atribuídos al obispo Cartagena, hizo el Gran Cardenal Mendoza, y ojalá que no hubiesen pasado de ahí sus flaquezas.

Mi opinión, conforme en lo substancial y sólo en un punto diversa de la que con tanta erudición y fuerza de lógica expuso don Pedro J. Pidal, es que el obispo de Burgos fué realmente poeta, pero que no ha llegado a nosotros composición auténtica suya, y que de seguro no le pertenece ninguna de las que a nombre de Cartagena figuran en el Cancionero general, todas las cuales, sin excepción, fueron escritas por un trovador cortesano del tiempo de los Reyes Católicos, emparentado, aunque no muy directa e inmediatamente, con la ilustre familia de conversos judaicos a que el Obispo pertenecía.

Para tener por cultivador más o menos asiduo de la poesía a don Alonso de Cartagena, siquiera en los cancioneros examinados hasta hoy no hayan aparecido versos suyos, no me fundo sólo en el testimonio de Fernán Pérez de Guzmán, quien al enumerar las artes y ciencias que quedaron llorosas y desamparadas con la muerte del prelado burgalés, cuenta entre ellas la sotil poesía, lo cual, forzando algo el sentido, podría entenderse del conocimiento teórico de la poesía o de la pericia crítica en ella, y no de la producción poética personal. El texto que puedo alegar es mucho más decisivo y terminante, y procede de persona tan abonada para darle como el arcediano de Burgos D. Pedro Fernández de Villegas, en el prohemio a su famosa traducción del Infierno, de Dante. Allí, tratando de confutar la vana y vulgar opinión de que «quien face coplas es visto facer cosa de pequeña autoridad», escribe: «pues coplas castellanas ¿quántos gravísimos varones las escribieron? D. Íñigo López de Mendoza... el grave y doctísimo Juan de Mena, Fernán Pérez de Guzmán, Gómez Manrique, D. Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, y otros gravísimos auctores.»

Presupuesto, pues, que D. Alonso de Cartagena fué poeta, [p. 132] cosa de que no hay para qué vindicarle, por ser indiferente en sí misma, y porque no existiendo hoy sus versos, mal podemos adivinar si había en ellos algo que no cuadrase estrictamente con la gravedad de su carácter episcopal, pasamos a exponer las razones, muy obvias, que impiden confundir al obispo de Burgos con el trovador Cartagena del Cancionero. Cosa bien notoria es que el obispo murió en 1456, y así lo consigna su epitafio. Pues bien: el Cartagena del Cancionero (que para su colector Hernando del Castillo era un solo poeta, y no dos poetas distintos, puesto que pone juntas sus obras) escribe versos a la Reina Doña Isabel, que no subió al trono sino diez y ocho años después de esa fecha; alterna en justas poéticas con Fray Íñigo de Mendoza, [1] con el Vizconde de Altamira (título que no fué creado hasta 1471) y con Garci Sánchez de Badajoz, trovadores que no se dieron a conocer hasta las postrimerías del siglo XV; y no hay en sus versos alusión alguna a cosas o personas de un tiempo anterior, pues aunque el Sr. Amador de los Ríos haya creído que la despedida de Cartagena a su padre fué dedicada al canciller D. Pablo de Santa María, nada hay en su contexto que permita afirmarlo, y además el estilo y lenguaje de esta composición no difieren en nada del estilo y lenguaje de las coplas a la Reina Isabel: cosa de todo punto inverosímil si hubiésemos de suponer entre unos y otros versos un intervalo no menor que de cuarenta años, [2] en que la lengua poética castellana experimentó una transformación completa. [3]

[p. 133] ¿Quién fué, pues, el trovador erótico del Cancionero? D. Pedro José Pidal afirmó resueltamente que lo había sido D. Pedro de Cartagena, hermano menor del obispo de Burgos, como tercero y último hijo de D. Pablo de Santa María, y persona de quien muchas veces se hace mención en las crónicas de su tiempo a título de valeroso caballero. De él dice la Información de su linaje, impresa (al parecer) en 1594, que «fué del Consejo de los reyes D. Enrique el quarto y D. Fernando el Cathólico; y fué nombrado por guarda del cuerpo del rey D. Juan el II; e fué persona de mucho valor y esfuerzo, como lo mostró en las batallas en que se halló, que fueron muchas, y en desafíos singulares; y ganó la fortaleza de Lara, que en aquellos tiempos era cosa de mucha estima e importancia; e por señal quedó la dicha alcaidía en Gonzalo Pérez de Cartagena, su hijo, y en Hernando de Cartagena, su nieto».

No es enteramente imposible que este caballero pueda ser el Cartagena del Cancionero, puesto que su larga vida se prolongó hasta 1478, según consta por su epitafio, que está en San Pablo de Burgos; [1] pero sólo cuatro años del reinado de Doña Isabel pudo alcanzar, y no es verosímil que en edad tan avanzada... (había nacido en 1387) pagase a las musas tan largo tributo. Otro Cartagena hubo, también de familia judaica, a quien con más probabilidad pueden adjudicarse los versos; y en él se ha fijado el docto investigador D. Marcos Ximénez de la Espada, al publicar, con notas de peregnna erudición, el libro de las Andazas de Pero Tafur. Llamóse el Caballero de Cartagena, y era hijo del doctor Garci Franco, del consejo del rey D. Juan el II, hermano de Antonio Franco, también poeta, contador mayor de los Reyes [p. 134] Católicos; y de Alonso de Saravia, uno de los comuneros ajusticiados en Villalpando, el cual había adoptado el apellido materno, así como Cartagena el de sus inmediatos parientes el obispo don Alonso y su hermano D. Pedro. Este parentesco era tan cercano, que no habiendo dejado D. Pedro de Cartagena, nieto del primer D. Pedro, más descendiente que una hembra, Doña Isabel Osorio, la cual, por las condiciones del mayorazgo de los Cartagenas, no podía heredarle, pasó este mayorazgo a D. Gonzalo Franco, nieto de D. Antonio. Fué este caballero de Cartagena (según testimonio del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en sus Batallas) «uno de los bien vistos y estimados mancebos galanes y del palacio, que ovo en su tiempo; gracioso e bien quisto, caballero de muy lindas gracias y portes, e de tan sotil e vivo ingenio y tan lindo trovador en nuestro romance e castellana lengua, como lo avrés visto en muchas e gentiles obras en que a mi gusto fué único poeta palaciano con los de su tiempo, e hizo ventaja a muchos que antes quél nascieron, en cosas de amores e polidos versos e galán estilo, y aun a los modernos puso envidia su manera de trovar, porque ningun verso verés suyo forzado ni escabroso, sino que en sí muestra la abundancia e facilidad tan copiosa, que en medida y elegancia paresce que se hallaba hecho quanto quería decir, y cosas comunes y bajos las ponía en tales palabras y buena gracia, que ninguno lo hacía mejor de los que en nuestro tiempo y lengua en eso se han ejercitado o querido trovar... Le mataron los moros en la conquista del reyno de Granada, e él murió como buen caballero sirviendo a Dios e a su Rey con la lanza en la mano.» [1]

[p. 135] Cuadra tanto la idea que Oviedo nos da del talento poético del caballero de Cartagena, con los polidos versos que en el Cancionero general leemos, que apenas puede dudarse de que él sea el autor de aquellas palacianas y gentiles obras. Con dos solas excepciones, todas estas poesías pertenecen a un mismo género, el amatorio cortesano, y en todas ellas se discretea prolija y metafísicamente, pero no sin cierta virtuositá o destreza técnica, sobre temas de una pasión tan quintaesenciada y sutil, o digámoslo mejor, tan falsa, como todos los amores del Cancionero. El autor apura las hipérboles y los conceptos para ponderar el extremo de su amorosa llama sin llegar a convencernos de ella, aunque sí de lo vivo y agudo de su ingenio. Muéstrase un tanto versado en la literatura italiana, especialmente en las obras del Petrarca, a quien imita en lo que el Petrarca tiene menos digno de imitación, en los juegos de palabras y en las antítesis, tributo que el gran poeta pagaba al gusto de su tiempo y quizá a la tradición provenzal, que tanto extravió a la lírica moderna en sus primeros pasos. Cartagena no se harta de encarecer, a ejemplo suyo, la fiamma che m'incende e strugge,

       La fuerza del fuego que alumbra, que ciega
       Mi cuerpo, mi alma, mi muerte, mi vida,
       Do entra, do hiere, do toca, do llega
       Mata y no muere su llama encendida...

Otras veces siente que el alma, por la fuerza del dolor y de la pasión, quiere arrancársele del cuerpo, «l'alma, cui morte del suo albergo caccia, da me si parte»:

        Mi alma, mi cuerpo, sofriendo tal pena,
       Han ya concertado partirse de en uno.
       ...............................................................
       Pues ven ya, muerte; serás bien venida
       E consolarás al desconsolado:
       Que entrambos la piden aquesta partida,
       El alma por verse del cuerpo salida,
       E el cuerpo por verse de amores librado.

Esta canción, que pudiéramos llamar de opósitos, y que recuerda también una muy célebre del poeta catalán Mosén Jordi, fué tema de varias glosas, entre ellas una de Francisco Hernández [p. 136] Coronel, y otra del autor mismo. Pero con haber tenido tanta boga (sin duda por su pedantesco artificio), [1] no vale, a nuestro juicio, lo que valen otros versos de Cartagena, que por lo menos merecen la calificación de ingeniosos. Tal sucede principalmente con el debate entre el corazón y los ojos, que Cartagena dirime echando el bastón entre ellos; con el diálogo entre el corazón y la lengua, y con otro diálogo mucho más extenso, y no sin trazas dramáticas, en que son interlocutores el dios de Amor y un enamorado, a quien el dios se aparece en sueños. Sin comparar este diálogo con el de Rodrigo de Cota, todavía pueden reconocerse en él dotes de estilo no vulgares y una versificación muy suelta y amena. Por análogos méritos se recomiendan otras obrillas del autor, no obstante lo poco substancial de su contenido. Hay entre ellas glosas o motes para varias damas, Doña Catalina Manrique (nunca mucho costó poco), Doña Marina Manuel (esfuerze Dios el sofrir) y el todavía más famoso de Yo sin vos, sin mí, sin Dios, que fué glosado también por Jorge Manrique. Hay invenciones y letras de justadores, con el parecer de Cartagena sobre algunas de ellas. Hay canciones cortas que tuvieron mucha celebridad, por ejemplo, la que empieza:

       No sé para que nascí,
       Pues en tal extremo estó,
       Que el morir no quiere a mí,
       Y el vevir no quiero yo...

o aquella otra que compuso a una amiga suya que traía un cáliz por devisa:

       Vuestras gracias conoscidas
       Quieren que cáliz traygáis,
       En que consumáys las vidas
       De todos quantos miráys...

El objeto de esta pasión era una dama Oriana, que Cartagena [p. 137] no quiere declarar si era dueña o doncella, contentándose con llamarla

       Angélica natura,
       Criada sobre la humana.

El nombre poético que la da es indicio seguro de la reputación que ya por aquellos tiempos lograba el Amadís de Gaula entre los cortesanos. En servicio de esta dama, o quizá de alguna otra, fué competidor del vizconde de Altamira, yéndoles tan mal al uno como al otro (núm. 146 del Cancionero), lo cual explica esta alusión de Gregorio Silvestre, en su poema de La Residencia de amor:

       En esto vieron salir
       Dos sin quererse partir,
       Puestos en una cadena:
       El Vizconde y Cartagena...

Por todas estas composiciones mereció Cartagena el dictado de práctico en amores, que le da Castillejo en su donosa invectiva contra los petrarquistas, y por ellas le puso Garci Sánchez de Badajoz en su Infierno de amor, de que luego daremos cuenta. Pero en las raras ocasiones en que abandonó aquella insípida y artificial galantería para tratar más graves asuntos, se aventajó a sí propio en dicción y espíritu poético; mostrando mucho seso filosófico y mente de teólogo en las coplas dirigidas a su padre sobre la razón y el libre albedrío; [1] y ensalzando con sincero entusiasmo [p. 138] a Isabel la Católica en unas quintillas llenas de brío, y que si se prescinde de algunos toques de mal gusto, por ejemplo, del juego pueril sobre las letras del nombre de la Reina, son sin disputa una de las mejores poesías del Cancionero, y quizá el más noble tributo que en su tiempo pagó la musa castellana a las heroicas virtudes de aquella sin igual princesa, de quien esperaba el poeta, no sólo que había de rematar la empresa de Granada, sino que había de pintar en Hierusalem las armas reales. Hasta aquella bizarra hipérbole,

       En la tierra la primera,
       Y en el cielo la segunda,

con tener algo de irreverente y poco ortodoxo, suena bien en oídos españoles por tratarse de tal mujer, y no llega a los rasgos adulatorios y desaforados de Antón de Montoro y otros poetas, que candorosamente obedecían al espíritu de apoteosis gentílica rerenovado por el Renacimiento, y que pocas veces tuvo tanta disculpa como en este caso.

Mayor celebridad todavía que Cartagena, como poeta erótico, logró Garci Sánchez de Badajoz, debiéndola, no sólo a sus [p. 139] versos, sino también a los casos novelescos de su vida, por virtud de los cuales vino a formarse en torno de su nombre una leyenda análoga a la de Macías o a la de Juan Rodríguez del Padrón, si bien menos interesante y algo degenerada, como lo estaba sin duda la poesía trovadoresca en estas postrimerías suyas. Por más que su apellido mueva a tenerle por extremeño, en libros de los siglos XVI y XVII, [1] se lee que era andaluz, natural de Écija. Pudo llamársele de Badajoz por ser oriundo de aquella ciudad, aunque no hubiese nacido en ella; y de su familia sería probablemente Diego Sánchez de Badajoz, notable dramaturgo de los primeros años del siglo XVI, cuya Recopilación en metro ha exhumado el Sr. Barrantes.

Convienen todos los testimonios contemporáneos en que Garci Sanchez, de resultas de una desdichada pasión amorosa, vino a perder el juicio. Y no faltaron graves varones que viesen en ello un efecto de la ira divina sobre el poeta, por las irreverencias y profanidades que en sus versos había sembrado. Véase lo que dice el fraile anónimo que escribió el libro de la Celestial Jerarquía e Infernal Labirinto, dirigiéndose a su Mecenas el Duque de Medinaceli, D. Juan de la Cerda:

«Acuérdome, ilustre y muy magnífico señor, cuando el año pasado mi padre provincial y yo fuimos a vér a vuestra ilustre señoría: quiso (estando nosotros presentes y muchos nobles caballeros de su casa) se leyesen no sé qué coplas que había compuesto Garci Sánchez de Badajoz, con una prima ficción y elegante y pulido decir; en la cual él ponía muchos caballeros de España que él galanes cortesanos había conoscido. [2]

El fin para que se leyeron, segun que yo comprehendí, fué para tomar nuestro parecer sobre la vivez del ingenio y elegancia de palabras del autor de aquella obra. Adonde yo preguntado, respondí, que tenía yo compasión de un hombre de ingenio tan vivo y subtil, con tanta elegancia y abundancia de palabras doctado, no se haber ocupado donde fuera mejor empleado, es [p. 140] a saber, en servicio de aquel de quien todas las gracias vienen; las cuales, si para mayor juicio no son recebidas, a él han de ser reduzidas. Lo qual él no hizo, mas por el contrario, las cosas de la Sagrada Escriptura profanaba trayéndolas a su vano amor, o más verdaderamente furioso desatino, como paresce en las Liciones suyas de Job por él trovadas, las cuales cuando me fueron mostradas, no pude sino maravillarme; porque despues de la elegancia de palabras, estaban allí condiciones tan primas del amor divinal, que no pude yo sino decir que todo pecado, en especial este deste vano desatino, es idolatría, ca se da al ídolo lo que se debe a la Soberana Majestad de Dios, adonde está suprema amabilidad con majestad incomprehensible... Pues por estos desatinos está loco en cadenas, al cual nuestro Señor con misericordia le privó de aquello que con su franca largueza le había comunicado.»

Antes de su locura, había sido Garci Sánchez muy gentil y discreto cortesano, celebrado por su lindo humor y dichos agudos, de los cuales se leen algunos en libros de cuentos del siglo XVI. Dos hay entre los de Juan Aragonés, que acompañan al Sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda, en algunas ediciones. Me parece curioso transcribirlos a continuación:

«Al afamado poeta Garci Sánchez de Badajoz, el cual era natural de Écija, ciudad en el Andalucía (este varón delicado, no solamente en la pluma, mas en promptamente hablar lo era) acaecióle que, estando enamorado de una señora, la fué a festejar delante de una ventana de su casa, a la cual estaba asomada. Pues como encima de su caballo le hiciese grandes fiestas, dando muchas vueltas por su servicio, acertó de tropezar el caballo; y como la señora lo viese casi caído en tierra, dijo, de manera que él lo pudo oír: «los ojos». Respondió él tan presto, y sin tener tiempo para pensar lo que había de decir:

       ...Señora y el corazón,
       Vuestros son.»

«A Garci Sánchez le acaesció que, estando penado por una dama, subióse muerto de amores a un terrado que tenía, desde donde algunas veces la podía ver. Y estando allí un día, un grande amigo suyo lo fué a ver: el cual preguntando a sus criados [p. 141] que adónde estaba, le fué dicho que allá arriba en el terrado. Él se subió derecho allá, y hallándole solo, le dijo que cómo estaba allí. Respondió prontamente Garci Sánchez: «¿adónde puede estar mejor el muerto que en terrado?» Dando a entender que, pues estaba muerto, era razón que estuviese enterrado.»

Otra anécdota de Garci Sánchez, pero ya del tiempo de su locura, se consigna en el Libro de chistes, de Luis de Pinedo. [1] «Salióse un día Garci Sánchez de Badajoz, desnudo, de casa por la calle, y un hermano suyo fué corriendo tras él, llamándole loco y que no tenía seso. Respondió él:—¿Pues cómo? ¡Hete sufrido tantos años yo a ti de nescio, y es mucho que me sufras tú a mí una hora de loco!» Este mismo cuento, sin nombrar a Garci Sánchez, sino atribuyéndole a un caballero muy enamorado y grande poeta, se lee en el Sobremesa y alivio de caminantes de Juan de Timoneda (parte Iª, cuento 55 de la edición de Rivadeneyra.) [2]

Aunque hay indicios para sospechar que las composiciones de Garci Sánchez de Badajoz fueron coleccionadas en volumen [p. 142] aparte, cosa muy verosímil, dada la celebridad del poeta, [1] yo sólo puedo juzgarle por los versos insertos en el Cancionero general, y por otros que no están allí, pero que figuran en pliegos sueltos de gran rareza. La más célebre de estas composiciones, pero no ciertamente la más digna de alabanza, son las Liciones de Job apropiadas a las pasiones de amor, las cuales, no sin razón, escandalizaron a los moralistas, y provocaron los rigores del Santo Oficio, que mandó expurgarlas de las ediciones del Cancionero general, por lo cual son muchos los ejemplares de él que se encuentran mutilados de las hojas que debían contener las tales Liciones. Estas parodias literalmente sacrílegas, aunque quizá no lo fuesen tanto en la mente de sus autores, extraviada por el mal gusto, estaban muy de moda en el siglo XV; y hay, en los Cancioneros manuscritos, algunas todavía más irreverentes y escandalosas que las Liciones de Garci Sánchez; por ejemplo, las dos Misas de amor, de Mosén Diego de Valera y Suero de Ribera. En todas estas extravagantes composiciones, el texto latino de la liturgia va intercalado caprichosamente en los versos castellanos, formando un conjunto híbrido y grosero, que, no sólo ofende los sentimientos piadosos, sino también el sentimiento del arte. Muy donosamente dice D. Diego de Mendoza que «Garci Sánchez estaba en punto, si la locura no le atajara, de hacer al mismo tono todas las homelías y oraciones». A las Liciones precede una especie de testamento que, según el mismo autor declara, es imitación de otro que había hecho antes D. Diego López de Haro, y puede parangonarse además con el de Serveri de Gerona, con el del Arcediano de Toro, con el francés de Villón, y con otros varios poetas de la Edad Media, que usaron el mismo artificio, convertido ya en un lugar común. Garci Sánchez, según su costumbre, extrema la hipérbole amatoria hasta decir, entre otros conceptos que no parecen de poeta cristiano:

       Y pues mi ventura quiso
       Mis pensamientos tornar
                 [p. 143] Ciegos, vanos,
        No quiero otro parayso
       Sino mi alma dexar
                En sus manos...
       
...............................................
       Mando, si por bien toviere
       De pagar más los servicios
                    Que serví,
        Que m' entierren do quisiere,
       Y el responso y los oficios
                    Diga así:
       «Tú que mataste a Macías,
       D' enamorada memoria...»,
etc.

De la manera cómo está hecha esta irreligiosa y absurda parodia del oficio de difuntos, den muestra los siguientes versos de la lección sexta, sobre el texto Quis mihi hoc tribuat:

           ¡Quién otorgase, señora,
       Qu' en el infierno escondiesses
       Mi alma, y la defendiesses
       Por tuya, y muriesse agora,
       Hasta que de mí partiesses
       El enojo qu' en ti mora!
           Y, aunque mil años durasses
       En tu saña, y m' olvidasses,
       Allí ternía reposo,
       Señora, si señalasses
       Un tiempo tan venturoso
       En que de mí te acordasses.
       ...................................................
           Allí tú me llamarás,
       Yo no te responderé,
       Señora, que ya estaré
       Do nunca más me verás:
       Obra de tus manos fué
       Do tu diestra extenderás...

o estos otros de la lección 7ª, Spiritus meus attenuabitur:

        En el infierno es mi casa,
       Si vuestra merced quisiere,
       Y será si le sirviere
       En las tinieblas de brasa
       La cama en que yo durmiere:
            [p. 144] Al deseso diré padre
       De mi cruel mal d' amores,
       De mis pensamientos vanos;
       A la muerte llamé madre,
       Y a sus penas y dolores
       Dixe: vos soys mis hermanos.
       ..............................
           Sé yo que mi matador
       Vive aunque mi vida muere,
       Y que será mi dolor
       Sano el día que la viere.
       Con una gloria no vana
       Me levantaré aquel día.
       Viendo la señora mía
       En mi misma carne humana
       Como viviendo la vía.
           A la qual tengo de ver
       Yo mismo con los mis ojos,
       Por do serán en placer
       Vueltos todos mis enojos...

Afortunadamente, no siempre escribió Sánchez de Badajoz con tan depravado gusto. Parece imposible que el autor de las Liciones y de Lo claro escuro, sea el mismo que compuso los suaves y deliciosos versos del Sueño, que compiten con la Querella de amor, del Marqués de Santillana, y con lo más excelente que de este género puede hallarse, así en nuestros cancioneros como en los gallegos. Una atmósfera de poética vaguedad y misterio lírico envuelve esta composición en que Garci Sánchez, cual otro estudiante Lisardo, presencia en vida su propio entierro, y oye a los pájaros cantar sus exequias, y referirle su muerte:

           «—Ya   sé por quién preguntáys,
       Por Garci Sánchez dezís...
       Muy poco ha que pasó
       Solo por esta ribera...»
       ..............................
           Y estas palabras diciendo
       Y las lágrimas corriendo,
       Se fué con dolores graves.
       Yo, con otras muchas aves,
       Fuemos empos d' él siguiendo.
           Hasta que muerto cayó
       Allá entre unas azequias,
        [p. 145] Y aquellas aves y yo
       Le cantamos las obsequias,
       Porque de amores murió:
           Y aun no medio fallecido,
       La tristeza y el olvido
       Le enterraron de crueles,
       Y en estos verdes laureles
       Fué su cuerpo convertido.
           D' allí nos quedó costumbre
       Las aves enamoradas
       De cantar sobre su cumbre
       Las tardes, las alboradas,
       Cantares de dulcedumbre...

Enamorado Garci Sánchez de este tema sentimental y fantástico, le repitió con menos fortuna en dos romances, o más bien, composiciones en octosílabos pareados, con villancicos intercalados, [1] en esta forma:

       ......................................
       Abajé por una senda
       A unos valles muy süaves,
       Donde oí cantar las aves
       De amores apasionadas,
       Sus cabezas inclinadas
       Y sus rostros tristecicos.
       Desque vi los pajaricos
       En los lazos del amor,
       Membréme de mi dolor
       Y quise desesperar,
       Mas escuché su cantar,
       Por ver si podríe entendellas.
       Vilas sembrar mil querellas
       Que de amor habían cogido.
       Desque vi así cundidido
       El poder de amor en todo,
       Yo tomé desde allí un modo
       De tener consolación;
       Díjeles esta razón,
        [p. 146] Rogándoles que cantasen,
       Porqu' ellas no sospechasen
       Que quería más de oíllas:
           «Cantad todas, avecillas,
       Las que hacéis triste son,
       Discantará mi pasión.»
       ............................................
           Cuando oyeron mi ruego,
       Por mis penas amansar,
       Comenzaron de cantar
       Este cantar con sosiego:
           «Mortales son los dolores
       Que se siguen del amor,
       Mas ausencia es el mayor.»
            «Aunque tal dolor os duele,
       Yo soy dél muy más doliente,
       Porque si me hallo ausente,
       No tengo alas con que vuele.»
       ................................................
           Y desque hubieron cantado,
       Y yo hube respondido,
       Fué mi dolor conocido
       Y mi pena por más fuerte.
       ...............................................
           Y no estando bien constante
       En el mi determinar,
       Pensando de no acertar,
       Este cantar comencé:
           «¿Adónde iré, adónde iré?
       ¡Qué mal vecino amor es!»

Otra composición muy celebrada de Garci Sánchez de Badajoz, aunque para nosotros tenga hoy más interés histórico que poético, fué el Infierno de amor, que viene a ser, en cuanto a su traza y artificio, una alegoría dantesca, y, en cuanto a su contenido, una especie de taracea de retazos de diversas canciones de los más enamorados trovadores de aquel reinado y de los dos o tres precedentes, todos los cuales penaban encantados en aquella especie de cueva de Montesinos que el autor llama Casa de amor y a la cual no cuadraría mal el título de Casa de locos de amor, que dió Quevedo a uno de sus Sueños. Los galanes allí cautivos son en número de treinta, entre los cuales figuran nombres tan conocidos como los de Macías, Juan Rodríguez del Padrón, el Marqués de Santillana, Guevara, Juan de Mena, D. Diego López de [p. 147] Haro, Jorge Manrique, Diego de San Pedro, Cartagena, el vizconde de Altamira, etc. [1] Hay algunos versos graciosos, por ejemplo, los que se refieren a D. Alonso Pérez:

       Sepultado entre las flores,
       Y cantándole un responso
       Calandrias y ruiseñores...

y otros que tienen curiosidad biográfica, como los que mencionan al heroico guerrero D. Manuel de León, el que sacó el guante de su dama de la jaula de los leones, y es uno de los protagonistas de las Guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita:

       Y vi más a don Manuel
       De León armado en blanco.
       .................................................
       Entre las cuales pinturas
       Vide las siete figuras
       De los moros que mató,
       Los leones que domó,
       Y otras dos mil aventuras
       Que de vencido venció...

Pero el mayor interés de este poemita (que es un centón a la manera del Conort, de Francesch Ferrer, y de otras composiciones análogas que en la literatura catalana y en la provenzal abundan), consiste en lo que tiene de catálogo o canon de los poetas eróticos más afamados en los días del autor, y en los retazos que nos conserva de sus canciones.

Por todas estas piezas amatorias, así como por sus numerosas reqüestas, canciones, villancicos y dezires, escritos por lo común con donaire y soltura, obtuvo Garci Sánchez de Badajoz un puesto de preferencia en la galería de los poetas del Cancionero, y una reputación tradicional que duraba todavía en los siglos XVI y XVII, aun en el ánimo de los jueces más avisados y competentes. El severísimo Juan de Valdés, en el Diálogo de la lengua, cuenta las coplas de Sánchez de Badajoz entre las que tienen mejor estilo. Y el gran [p. 148] Lope de Vega, que había hecho mucho estudio de la lírica de los Cancioneros, y que no rara vez se inspiró en ella, exclama en el prólogo del Isidro: ¿Qué cosa se iguala a una redondilla de Garci Sánchez o de D. Diego de Mendoza? [1] Sus versos fueron reproducidos en colecciones de índole popular como el Cancionero de Romances, y hasta en pliegos sueltos. Impresas se hallan en esta forma sus Lamentaciones de amores, [2] que por ser tan extraña composición y no encontrarse en ninguna de las ediciones del Cancionero, y por haber sido mencionada con estimación por Herrera en sus Anotaciones a Garcilaso, creo oportuno transcribir a continuación:

       Lágrimas de mi consuelo,
       Qu'avéis hecho maravillas
                    Y hacéis:
       Salid, salid sin recelo,
       Y regad estas mejillas
                    Que soléis.
       Ansias y pasiones mías,
       Presto me aveys d'acabar,
                    Yo lo fío.
       ¡O planto de Hieremías,
       Vente agora a cotejar
                Con el mío!
       Ánimas de Purgatorio,
       Qu'en dos mil penas andáis
                  Batallando:
       Si mi mal os es notorio,
       Bien vereys qu' estáis en gloria
                Descansando.
       Y vosotras, que quedáis
       Para perpetua memoria
                En cadena,
       Cuando mis males sepáis,
       Pareceros ha q'es gloria
                Vuestra pena.
        Babilonia, que lamentas
       La tu torre tan famosa
                    Desolada,
        [p. 149] Cuando mis ansias sientas,
       Sentirás la tu rabiosa
                    Aconsolada.
       ¡O fortuna de la mar,
       Que trastornas mil navíos
                    A do vengo;
       Si te quieres amansar,
       Ven a ver los males míos
                    Que sostengo!
       Casa de Hierusalén,
       Que fuiste por tus errores
                Destruída,
       Ven agora tú también,
       Y verás con que te goces
                En tu vida.
       Constantinopla, q'estás
       Sola y llena de gente
                A tu pesar;
       Vuelve tu cara, y podrás
       Viendo lo que mi alma siente,
                Descansar.
        Troya, tú que te perdiste,
       Que solías ser la flor
                En el mundo,
       Gózate conmigo triste,
       Que ya llega mi clamor
                Al profundo.
       Y vos, cisnes, que cantáis
       Junto con la cañavera
                En par del río,
       Pues con el canto os matáis,
       Mirad si es razón que muera
                Con el mío.
       Y tú, Fénix, que te quemas,
       Y con tus alas deshaces,
                Por victoria,
       Y después que ansí te extremas,
       Otro de ti mismo haces
                Por memoria.
       Ansí yo triste, mezquino,
       Que muero por quien no espero
                Gualardón,
       Dóme la muerte contino,
       Y vuelvo como primero
       A mi pasión.
        [p. 150] Mérida, que en las Españas [1]
       Otro tiempo fuiste Roma,
                Mira a mí;
        Y verás que en mis entrañas
       Hay mayor fuego y carcoma
                Que no en ti.

Persona distinta de Garci Sánchez de Badajoz parece haber sido Badajoz el músico, de quien hay en el Cancionero general siete poesías de mediano mérito, siendo la más curiosa y agradable una carta que envió a su amiga, estando él en Génova, dándole cuenta de la vida que sin ella pasaba y de los pasatiempos que buscaba después que d' ella partió. A esta composición pertenecen los siguientes versos, bastante ingeniosos, aunque afeados por algunas manchas de mal gusto, al modo de aquellas intrincadas razones de Feliciano de Silva, que tanto agradaban a Don Quijote:

           Y dile, si no te ensañas,
       Que ando ya tan sin tino,
       Como aquel q'entre montañas
       Anda por tierras extrañas
       Noche escura y sin camino;
       O bien como fusta alguna
       Que ya sin vela ninguna,
       Ni gobernalle, ni remos,
       Navega por los extremos
                    De fortuna.
           Dile que aquí stó en el puerto,
       Esperando que se acierte
       Algún mensajero cierto
       Que concierte el desconcierto
       Del concierto de mi muerte;
       Y si fusta viene aquí
       Sin la tal nueva, le di
       Qu´en echar áncoras ella,
       Las levanta mi querella
                Contra mí.
       ..............................................
           Y dile que mis canciones
       Y mi música acordada,
       Son tristes lamentaciones,
        [p. 151] Memorando las pasiones
       De mi pena congoxada;
       Y si más músicas veo,
       Con tal placer las posseo,
       Que querría la postrera
       Que cantan por la carrera
                 Que deseo.
       ............................................
       Visto que de mis entrañas
       Salen mis quexas no quedas,
       La tierra, las alimañas,
       Las aves de las montañas
       Se tornan tristes de ledas;
       La mar cresce su querella,
       Aunque la halle sin ella,
       Assi que a toda nación [1]
       Le da dolor y passion
                Si no a ellas.
       .................................................
       Di qu'el mal de mi dolencia
       Es cruel y matador,
       Porqu'es sabida sentencia
       Que los peligros de aussencia
       Son enemigos d'amor;
       Y esperando me deshazen
       Los días que me desplazen
       Tan tristes y tan nublosos;
       ¡Y cuán largos y espaciosos
                Se me hazen!

De Garci Sánchez no consta que pasara nunca a Italia, y así debe de ser persona distinta de este homónimo suyo, de quien sabemos además que fué músico del rey de Portugal D. Juan III. [2] [p. 152] Pero la calidad de músico también concurría con la de poeta en Garci Sánchez de Badajoz, según el testimonio de Fray Jerónimo Román, que en su enciclopédico libro de las Repúblicas del mundo (Medina del Campo, 1575, segunda parte, folio 236 vuelto) refiere con este motivo una curiosa anécdota: «¿Quién, pues, dejará de hablar de un Garci Sánchez de Badajoz, cuyo ingenio en vihuela no lo pudo haber mejor en tiempo de los Reyes Católicos, y así, dándose mucho a amar y querer y a la música, perdió el juicio, aunque no para decir un gracioso mote que le acaeció en Jerez de Badajoz, adonde estaba de contino despues que tuvo esta enfermedad. Y fué assí que, como fuesse a Jerez un corregidor gran músico, y deseosso de ver a Garci Sánchez le fuesse a visitar, y también porque era notable caballero en estos reinos, el corregidor rogóle que tañesse un poco, porque acaso tenía el instrumento en las manos. El Garci Sánchez, que ya sabía que el corregidor peccaba un poco de aquel humor, dijo que no, más que quedasse para el aquel officio, que lo haría mejor; en fin, que, andando en sus cortessías y comedimientos, tanto pudo Garci Sánchez, que hubo de entregar la vihuela al corregidor, y después que los dos tañeron, [p. 153] parecióle al corregidor que aquella porfía que tuvo el Garci Sánchez en darle la vihuela no había sido acaso, sino que lo hizo por algún respeto, y no queriendo estar con duda, díjole: «Señor Garci Sánchez, ¿por qué porfió vuesa merced tanto en que yo tañese primero?», respondió súbitamente (que en esto tuvo especial gracia): «Señor Corregidor, por ver en poder de justicia a quien tanto mal me hizo.»

Algo semejantes a Garci Sánchez en el gusto y entonación de sus versos, fueron otros poetas del Cancionero, los cuales, en medio del convencionalismo a que todos ellos rendían parias, no dejaron de atinar a veces con toques felices en sus composiciones eróticas. Cuento entre los mejores a un cierta Guevara (que sería probablemente padre o tío del célebre obispo de Mondoñedo), de cuyas poesías pueden entresacarse cuatro o cinco muy lindas, de expresión mucho más natural y tierna que lo que suele encontrarse en los Cancioneros; por ejemplo, estos versos a una ausencia:

           Destas lástimas pasadas
       Que acongojan mi sentido,
       El verano qu'es venido
       Reverdesce mis pisadas:
       Qu'en tal tiempo hast'agora
       Me hirieron crudos males,
       Bien allí do mi señora
       Vi danzar so los rosales.
           A la cual vi yo muy leda
      Con las damas y sus bríos,
       En las fuentes y en los ríos
       De la muy verde arboleda:
       Donde oí bien acordados
       Muchos dulces ystrumentos,
       Con los quales vi mezclados
       Mis cativos pensamientos.
           Con tal membranza de amor,
       En la dulce primavera,
       Vome solo a la ribera
       Contemplando en mi dolor;
       Y con mis tristes enojos
       Assentéme entre las flores,
       Donde regué con mis ojos
       Más que secan las calores.

[p. 154] o ésta que él llama esparsa, y parece un lied alemán:

       Las aves andan volando,
       Cantando canciones ledas,
       Las verdes hojas temblando,
       Las aguas dulces sonando,
       Los pavos hacen las ruedas:
       Yo, sin ventura amador,
       Contemplando mi tristura,
       Deshago por mi dolor
       La gentil rueda d'amor
       Que hize por mi ventura.

La poesía que más fama le dió entre sus contemporáneos, sin duda por lo extremado de las hipérboles eróticas, fué el Infierno de amor, pero no es ni con mucho, la que vale más. Harto mejores son los donosos versos humorísticos [1] sobre la vida de los viejos (en que ya se presiente la picaresca ironía del autor de las Epístolas Familiares); y sobre todo el «llanto que hizo en la romería de Guadalupe, acordándose cómo fué enamorado allí»;

       ¡Oh desastrada ventura!
       ¡O sierras de Guadalupe...!

composición de sabor romántico (souvenir o regret) en que el autor asocia ingeniosamente la impresión del mundo exterior con los recuerdos de su pasión:

           Que miré do vi las damas,
       Y no vi ninguna de ellas:
       Mas en todas sus moradas,
       Y por todas las verduras
       Do miré sus hermosuras,
       Vi ya muertas sus pisadas,
       Y las letras rematadas
       De sus motes y devisas:
       Todas cosas assoladas
       Vi tornadas de otras guisas.
           Vi las sierras temerosas
       De mortal sombra cubiertas,
       Solas, tristes, tenebrosas,
       Y las casas ser desiertas:
        [p. 155] Las aguas en sequedad,
       Las aves roncas, quexosas,
       Pronunciando soledad
       Con sus vozes congoxosas.
           Las gentes d'otra manera,
       Los campos d'otra color,
       Los manjares sin sabor,
       D'otros ayres la ribera:
       La religión extrangera,
       D'otra forma su figura,
       La memoria lastimera,
       La presumpcion con tristura...

Guevara, de cuyas coplas dice el autor del Diálogo de la lengua que «todavía tienen mejor sentido que estilo», es sin duda uno de los más discretos poetas del Cancionero y es lástima que no quede mayor número de composiciones suyas. Comenzó a escribir en tiempo de Enrique IV, y fué partidario del Infante D. Alonso, sobre cuya partida a Arévalo compuso algunos versos.

Son también dignos de aprecio, entre estos ingenios menores, Costana, [1] que, además de una extraña visión alegórica en que «la afición y la esperanza le vienen a pedir estrenas, en forma de ministriles, una noche», compuso en enérgico estilo los Conjuros de amor, que en el tomo tercero de nuestra ANTOLOGÍA [Ed. Nac. vol. V] pueden leerse, y que ya Quintana admitió en la colección Fernández entre las rarísimas poesías del Cancionero a que quiso otorgar este honor; Suárez, autor de una elegante carta de amores, y de una vindicación de los hombres contra las quejas y detracciones de las mujeres, en que se leen algunas estrofas tan galantes como gentilmente versificadas:

            [p. 156] Porque en vosotras se encierra
       Un tan alegre consuelo;
       Soys una tan dulce guerra,
       Que por vos tiene la tierra
       Mayor deleyte que el cielo:
       Soys un gozo tan profundo,
       Que vence nuestras querellas;
       Soys el nuestro Dios segundo;
       Pintáys acá nuestro mundo
       Como el cielo las estrellas.
           Soys la luz que lumbre da
       Al nubloso corazón:
       Soys el bien mayor d'acá,
       Soys el templo donde está
       Toda nuestra devoción:
       Soys alas con que volamos
       En el más alto deseo;
       Soys, por doquiera que vamos,
       Espejo con que afeytamos
       Lo que nos paresce feo...

El autor del Diálogo de la lengua, manifiesta especial predilección por el ingenio del agudo cortesano D. Antonio de Velasco, pero casi todo lo que hay de él en los Cancioneros nos le muestra más bien como hombre de mundo que como literato. Así, por ejemplo, el juego de toma, vivo te lo dó, que hizo para las damas de la Reina. Sobre este poeta, refiere Juan de Valdés la anécdota siguiente:

«Pues mirad agora quán gentilmente jugó deste vocablo en una copla don Antonio de Velasco; y fué assí. Passava un día de ayuno, por un lugar suyo, donde él a la sazón estaba, un cierto comendador que había ido a Roma por dispensación para poder tener la encomienda y ser clérigo de missa, lo qual el comendador mayor, que se llamaba Hernando de Vega, contradezía; y no hallando en la venta qué comer, envió a la villa a D. Antonio, le enviase algún pescado. D. Antonio que sabía muy bien la historia, entre dos platos grandes luego le envió una copla que dezía:

       Ostias pudiera enviar
       D'un pipote que hora llega,
       Pero pensaba el de Vega
       Qu'era para consagrar.
       Vuessa merced no las coma,
        [p. 157] De licencia yo os despido,
       Porque nunca dará Roma
       Lo que niega su marido.

Y aveis de notar que en aquel Roma está otro primor, que aludió a que la reina Doña Isabel, que tenía las narices un poco romas, aunque mostraba favorecer al comendador, al fin no lo favorecería contra la voluntad del rey su marido.»

Y contesta un italiano, que es otro de los interlocutores del diálogo: «Yo os prometo que la copla me parece tan galana, que no hay más que pedir, y muestra bien el ingenio del que la hizo. Al fin no lo negamos que los españoles tenéis excelencia en semejantes cosas.»

No sé si todos serán del mismo parecer que Juan de Valdés en lo tocante al chiste de la copla de D. Antonio. A mi me parece un juego insulso de palabras, y me admira que el severo reformista de Cuenca, tan descontentadizo por lo común en sus juicios literarios, se pasase aquí de benévolo.

Poeta de los más fecundos entre los del Cancionero General, fué Tapia, persona probablemente distinta del Juan de Tapia del Cancionero de Stúñiga. [1] Parece haber sido grande admirador de Cartagena, de cuya excelencia y celebridad en la poesía amatoria, y de los triunfos que esto le conquistaba entre las damas, da testimonio en sus coplas (núm. 697 del C. G.):

        Porque vuestras invenciones
       Y nuevas coplas extrañas
       Levantan lindas razones
       Que a los duros corazones
       Abren luego las entrañas.
       .................................................
       Pero vos levays la flor:
       Porque d 'arte enamorada
       D'aqueste amor infinito,
       Nunca echastes tejolada
        [p. 158] Que la más más arredrada
       No tome debaxo el hito.

Más de sesenta composiciones de Tapia hemos llegado a ver; pero, en general, son de corta extensión y poca novedad, versando sobre los más usuales tópicos de la galantería cortesana, de que hay en el Cancionero tantas muestras. Una de las mejor versificadas es cierto diálogo entre Tapia y el Amor, que se le presenta

       Vestido como extranjero,
       En forma de gentil-hombre
       Cortesano.

El poeta estaba a la sazón sin amores, pero el Amor se encarga de buscarle una dama a quien sirva,

       Flor de todas las mujeres,
       Más hermosa que ninguna...

A esta señora, que era de Guadalajara, según se declara en otras coplas, [1] dirigió Tapia muchas composiciones, llenas de requiebros y gentilezas, procurando conquistar su afecto por medio de una prima suya que la servía de doncella, lo cual parece dar a entender que era dama de alta guisa. [2] No por eso dejó de celebrar a otras bellezas de la corte, ni de poner su fácil musa al servicio de sus amigos, pintando, por ejemplo, el desconsuelo en que con la partida de Doña Mencía de Sandoval quedaron sus servidores, entre los cuales figuraban el duque de Alba, D. Fadrique de Toledo, el Almirante de Castilla; D. Manrique de Lara, D. Diego Osorio, D. Álvaro de Bazán y D. Diego de Castilla. Pero por mucho que apurase las hipérboles eróticas, hasta llamar continuamente mi bien y mi Dios a su amiga, nunca en esta poesía artificiosa y amanerada [p. 159] acertó con el verdadero tono del sentimiento, que sólo por excepción alcanza en la glosa que hizo del viejo y bellísimo romance de Fonte frida, engastando con bastante habilidad los versos de la canción popular entre los suyos propios. Tiene, además, Tapia, la curiosidad de haber sido poeta bilingüe (italo-castellano) y de haber cultivado, aunque no en su propio idioma, el metro endecasílabo; si es que realmente son de él y no de algún homónimo suyo las cinco composiciones en tercetos que, no en la primera edición del Cancionero General, pero sí en las de Toledo, 1527, Sevilla, 1540, y en todas las posteriores se leen. El autor de estas poesías, que lo fué también de un epitafio a la sepultura del Duque Valentino, es decir, de César Borja, parece haber vivido hasta muy entrado el período de Carlos V, por lo cual no nos atrevemos a afirmar su identidad con el Tapia del Cancionero de Valencia. El quinto de sus Capitoli no carece de valor poético, y para obra de un extranjero es realmente notable, siendo además un documento muy útil para probar la estrecha intimidad en que vivía la literatura de las dos penínsulas en la primera mitad del siglo XVI, intimidad que se manifestaba por el uso promiscuo de ambas lenguas, del cual, sin salir del mismo Cancionero, pero sólo a partir de la edición de 1527, hay otros ejemplos, como son los diez y seis sonetos religiosos de un cierto Bertomeu Gentil, que, por su nombre, y aun por las rúbricas puestas a sus versos, parece catalán o valenciano. Uno de estos sonetos ha sido impreso modernamente en Italia, como obra de Tansillo, sobre la fe de un manuscrito de sus poemas líricos, pero el erudito napolitano B. Croce, en un escrito reciente [1] se inclina a creerle de B. Gentil, así por la semejanza de estilo con los quince restantes, al paso que no ofrece ninguna con el de las rimas de aquel poeta, cuanto por la fecha en que aparece impreso en el Cancionero, cuando el Tansillo, nacido en 1510, apenas empezaba a darse a conocer como poeta.

En glosar y contrahacer romances viejos, aplicándolos a diverso propósito, así como en componer otros originales de carácter puramente lírico, y por lo común amatorio (que son los llamados romances de trovadores), acompañaron a Tapia otros ingenios del Cancionero General, dando testimonio todas estas imitaciones, glosas y [p. 160] parodias, del favor creciente que la canción popular, antes tan desdeñada, empezaba a cobrar entre los poetas cultos. Reservando para lugar más oportuno, es decir, para el tratado de los romances, la apreciación de este fenómeno, uno de los más característicos de la literatura del tiempo de los Reyes Católicos, no debemos omitir los nombres de Francisco de León, de Lope de Sosa, de Pinar, de Quirós, de Soria, de Cumillas, que glosaron o contrahicieron, entre otros romances, el del Conde Claros (éste hasta tres veces), el de Rosa fresca, el de Yo me era mora Moraima, el de Durandarte, Durandarte, el de Digásme tú el ermitaño, y otros. También Diego de San Pedro y Nicolás Núñez, de quienes hablaremos después, se cuentan en el número de estos glosadores o remedadores. Pero además de este género de trovas, hay en el Cancionero, si bien en escaso número, romances artísticos originales y no siempre desgraciados, de Soria, de Núñez, de D. Juan Manuel, del Comendador Ávila, de Juan de Leyva, de Garci Sánchez de Badajoz, de Alonso de Proaza, de Juan del Enzina, de Durango, de D. Pedro de Acuña, y aun de algunos caballeros valencianos o catalanes, como don Alonso de Cardona y D. Luis de Castellví. En esta pequeña, pero muy curiosa sección del Cancionero, predominan, como en todo lo restante de él, los asuntos eróticos, pero no de modo tan exclusivo que no alternen con ellos algún romance puramente histórico, como el de Leyva a la muerte de D. Manrique de Lara y el de Juan del Enzina a la muerte del Marqués de Cotrón; alguno descriptivo y panegírico, como el de Alonso de Proaza en loor de la ciudad de Valencia; alguno de asunto clásico, como el de Soria Triste está el rey Menelao, y aun alguno religioso, como el de la Pasión, que comienza:

                                 Tierra y cielos se quexavan...

composición afectuosa y patética en extremo. Pero, en general, los trovadores prefieren para sus romances la enfadosa forma alegórica impuesta por el gusto dominante en aquel siglo a todas las ramas de la literatura, y se complacen en una afectación pueril y alambicada de pensamientos que de puro sutiles se quiebran. A veces este mal gusto se templa o modifica por felices reminiscencias de la genuina poesía popular, como sucede, verbigracia, en el romance verdaderamente notable Gritando va el caballero, que Castillo [p. 161] atribuye a un D. Juan Manuel, [1] pero que conocidamente es obra de Juan del Enzina, en cuyo Cancionero se halla. Otras veces el glosador entra en el tema del romance viejo, y a su modo le amplia y parafrasea, de un modo lánguido y verboso, es cierto, pero no siempre con infidelidad al espíritu de la canción primitiva, ya que no conserve su vigorosa rapidez. Por todas estas razones, los romances del Cancionero, así los originales como los contrahechos, son una de las más notables cosas que en él hay, y merecieron este elogio de Juan de Valdés en el Diálogo de la lengua: «Tengo por buenos muchos de los romances que están en el Cancionero General, porque en ellos me contenta aquel su hilo de dezir, que va continuado y llano, tanto que pienso que los llaman romances porque son muy castos en su romance.»

Son también gala del Cancionero algunos diálogos, de corte bastante dramático y de suelto y apacible estilo, descollando entre ellos el de D. Luis Portocarrero, en el cual intervienen, además del mismo poeta y su dama, el hermano de ésta Lope Osorio, y una tercera de sus amores, llamada Jerez. El diálogo es propio de la buena comedia; y por lo fácil y animado, y por la sal y el donaire con que está escrito, recuerda los mejores que en la Propaladia de Torres Naharro pueden leerse. Más larga y trabajada composición es una que no aparece todavía en la primera edición del Cancionero (donhay, no obstante, otros versos de su autor) la Queja que el Comendador Escrivá da a su amiga ante el Dios de Amor, por modo de diálogo en prosa y verso, formando todo ello una corta novela alegórico-sentimental, parecida en algún modo a El Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, que conocemos ya, y a la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, que estudiaremos muy pronto. Los versos no carecen de mérito, dentro de su género conceptuoso, y también en la prosa se nota cierto aliño y esfuerzo para buscar el número y armonía que en ella caben. [2] Era Escrivá valenciano, [p. 162] y, en este género de prosas poéticas entremezcladas de versos, parece haber seguido las huellas de Mosén Ruiz de Corella (Tragedia de Caldesa, Historia de Biblis, Historia de Leander y de Hero...) y de otros que en catalán las componían al finalizar el siglo XV. Perteneció Escrivá al grupo, ya entonces bastante numeroso, de los poetas bilingües, y en el mismo Cancionero dejó muestras de versos catalanes, aunque son mucho más notables los que andan fuera de él, especialmente en la colección barcelonesa que lleva el extraño título de Jardinet d' Orats (Huertecillo de los locos). Allí aparece el Comendador Escrivá (que fué Maestre Racional del Rey Católico y su embajador en 1497 ante la Santa Sede) alternando con el mismo Corella y con Fenollar, y otros trovadores de los más notables de la última época, ya en asuntos profanos, como la visió del Judici de París, ya sagrados, como las Cobles fetes de passió de Iesu Christ, composición notable por su vigor poético y por la excelencia de su versificación. [1]

Puede dudarse que el Comendador Escrivá de los cancioneros castellanos y catalanes sea el mismo Ludovico Scrivá, caballero valenciano, que en 1537 dedicó al Duque de Urbino, Francisco María Feltrio de Roure, el Veneris Tribunal, rarísima novela del género alegórico-sentimental, que no tiene en latín más que el título, estando todo lo restante en lengua castellana, con hartas afectaciones y pedanterías de estilo, que hacen de ella una de las peores [p. 163] imitaciones de la Cárcel de Amor. [1] Pero si realmente la escribió, ni ella ni sus demás obras le han valido la celebridad que logra hoy solamente por los cuatro primeros versos de una canción, cuyo texto más antiguo y autorizado, aunque no sea el más conocido, dice así en el Cancionero de Valencia de 1511:

           Ven, muerte, tan escondida,
       Que no te sienta conmigo,
       Porqu' el gozo de contigo
       No me torne a dar la vida.
           Ven como rayo que hiere,
       Que hasta que ha herido
       No se siente su ruydo,
       Por mejor herir do quiere. [2]
           Assí sea tu venida,
       Si no, desde aquí m'obligo
       Qu'el gozo que avré contigo
       Me dará de nuevo vida.

Generalmente se citan estos versos, no en su lección primitiva, sino en la que tienen en el Romancero General de 1614, de donde los copió Cervantes, consagrándolos para la inmortalidad con ponerlos en boca de la Condesa Trifaldi (Parte 2ª, cap. XXXVIII del Quixote):

       Ven, muerte, tan escondida,
       Que no te sienta venir;
       Porque el placer de morir
       No me torne a dar la vida...

Fué glosada esta copla muchas veces a lo divino y a lo humano, entre otros, por Lope de Vega en sus Rimas Sacras; y era tan popular, [p. 164] que Calderón sacó de ella un poderoso efecto dramático, haciéndola cantar en la escena más capital y trágica de El Tetrarca de Jerusalén. Otras composiciones ligeras del Comendador Escrivá tienen en su género delicadamente conceptuoso, un sabor análogo al de los madrigales italianos. Sirva de ejemplo este principio de unas coplas suyas, porque vido a su amiga peinándose al sol:

       Yo vi al sol que s'escondía
       D'envidia de unos cabellos,
       Q'a los dos nos pesó vellos:
       A él porque su luz perdía,
       A mí en ser tan lexos d'ellos...

Otras veces, con ausencia de verdadero pensamiento, y sólo por el rodar ingenioso de la versificación, llega a producir un vago efecto lírico, o más bien musical, por ejemplo, en este villancico:

       ¿Qué sentís, corazón mío?
                ¿No dezís?
       ¿Qué mal es el que sentís?
       ¿Qué sentistes aquel día,
       Cuando mi señora vistes,
       Que perdistes alegría
       Y descanso despedistes?
       ¿Cómo a mí nunca volvistes?
                    ¿No dezís?
       ¿Dónde estáis que no venís?
       ¿Qué es de vos que en mí n'os hallo?
       ¿Corazón, quién os agena?
       ¿Qué es de vos, que, aunque me callo,
       Vuestro mal tan bien me pena?
       ¿Quién os ató a tal cadena?
                    ¿No dezís?
       ¿Qué mal es el que sentís?

Estos versos no dicen nada, en rigor, pero es necesario ser enteramente ajeno al encanto del ritmo, para no sentir el oído dulcemente halagado con ellos; y de esto hay bastante en el Cancionero General, y es sin duda un elemento artístico nada despreciable.

Comendador como Escrivá, aunque de distinta orden militar, fué Román, y su título anda unido constantemente a su apellido. Quedan de él poesías de muy diverso estilo: unas, insertas en el Cancionero General, otras, publicadas aparte en pliegos sueltos de [p. 165] gran rareza. Las que hay en el Cancionero General, son todas profanas, y por lo común de donaire perteneciendo algunas a la sección de burlas, si bien en la más honesta acepción del vocablo. Tales son las coplas en que graceja con su amiga porque le llamó feo, o los versos que compuso contra el Ropero de Córdoba, motejándole de judío, con mucha copia de picantes apodos y chistosas alusiones a los ritos, ceremonias y supersticiones del pueblo de Israel, [1] llamando al pobre Antón de Montoro «pariente de Benjamín y hermano de D. Santó», «circuncidado por mano del Rabí», y ofreciéndole por suculento convite de boda,

       Adafina de ansarón,
       Que coció la noche toda
       Sin tocino.

Que Román hacía ya versos en tiempo de Enrique IV, consta por haber dedicado a la Reina Doña Juana una glosa suya de cierta canción del Duque de Alba, de quien se titula criado, o porque realmente lo fuese, o por rendimiento cortesano, pero que siguió poetizando mucho tiempo después, lo comprueba la más importante de las composiciones suyas que a nosotros han llegado, es a saber, las Décimas al fallecimiento del Príncipe D. Juan, malogrado primogénito de los Reyes Católicos, con la acelerada muerte del cual en 1497 vinieron a deshacerse en humo las mejores esperanzas que por ventura han florecido en el campo tan glorioso como infortunado de la historia de España. De aquel grande y universal dolor [p. 166] se hizo digno intérprete el Comendador Román en una elegía, [1] ciertamente desigual, pero esmaltada de graves pensamientos y melancólicas reflexiones sobre la vida humana, que unas veces recuerdan las coplas de Jorge Manrique y las de su tío D. Gómez, y otras la manera filosófica del Marqués de Santillana en el Doctrinal de Privados, o las evocaciones históricas de su Comedieta de Ponza. Y juntamente con esto, hay rasgos de una fantasía lúgubre: la Muerte que viene a dar recias aldabadas en la puerta del Príncipe: la cueva escura donde éste yace,

       En la qual no están colgados
       Paños de ricos brocados,
       Mas tiene por vuestra plaga
       Mucha tierra que deshaga
       Sus miembros tan delicados...

Intervienen en esta obra muchos y diversos personajes, unos reales y otros alegóricos, estableciéndose entre ellos cierta manera de diálogo.

Pero no por eso se ha de considerar como obra dramática, ni mucho menos lo es la Tragedia Trovada en que Juan del Enzina lloró la misma catástrofe en setenta y ocho octavas de arte mayor. Ni fueron éstas las únicas poesías consagradas a tan lúgubre acaecimiento, bastando citar como de las mejores la elegía latina [p. 167] del Bachiller de la Pradilla, catedrático de Humanidades en la villa de Santo Domingo de la Calzada, discípulo de Antonio de Nebrija, y mejor versificador en la lengua clásica que en la nativa. [1]

La obra de Román que más dió a conocer su nombre entre sus contemporáneos, fué las Trobas de la gloriosa pasión de Nuestro Redentor Jesucristo, acabada por mandamiento de los Reyes Católicos. [2] Pero nunca logró esta mediana paráfrasis del texto evangélico tanto favor entre las gentes piadosas como el Retablo, del Cartujano Padilla, o como otra versión métrica de la Pasión, que en descargo de sus muchas prosas y versos profanos y amatorios compuso uno de los más notables ingenios del siglo XV, de cuyas obras paso a dar rápida cuenta.

[p. 168] Llamóse Diego de San Pedro, y de su persona poco sabemos, salvo que fué regidor de la ciudad de Valladolid y que anduvo al servicio del conde de Ureña y del Alcaide de los Donceles. Su nombre va al frente de una de las novelas más famosas del siglo XV, curioso ensayo del género sentimental con mezcla del alegórico y del caballeresco, y con interpolación de epístolas y discursos. Tal es la Cárcel de Amor, libro más célebre hoy que leído, aunque muy digno de serlo, siquiera por la viveza y energía de su prosa en los trechos en que no es demasiadamente retórica. Fúndense en esta singular composición elementos de muy varia procedencia, predominando entre ellos el de la novela íntima y psicológica, cuya primera manifestación había sido en Italia la Vita Nuova de Dante, seguida por la Fiammeta de Boccaccio, libro que corría ya traducido a las lenguas castellana y catalana en los días de nuestro autor. Pero a semejanza de Juan Rodríguez del Padrón, cuyo Siervo libre de amor parece haber conocido también, ingiere Diego de San Pedro en el cuento de los amores de su protagonista Leriano (que quizá son, aunque algo velados, los suyos propios), episodios de carácter enteramente caballeresco, guerras y desafíos, y durísimas prisiones en castillos encantados, diserta prolijamente sobre las excelencias del sexo femenino, tema vulgarísimo en la literaura cortesana del siglo XV; y lo envuelve todo en una visión alegórica, dando así nuevo testimonio de la influencia dantesca que trascendía aún a todas las ramas del árbol poético cuando se escribió la Cárcel. En la cual no es menos digno de repararse el empleo de la forma epistolar, con tanta frecuencia, que puede decirse que una gran parte de la novela está compuesta en cartas: lo cual, unido a las tintas lúgubres del cuadro, y a lo frenético y desgraciado de la pasión del héroe, y aun al suicidio (si bien lento y por hambre) con que la novela acaba, hace pensar involuntariamente en el Werther y en sus imitadores, que fueron legión en las postrimerías del siglo pasado y en los albores del actual. Observación es ésta que no se ocultó a la erudición y perspicacia de D. Luis Usoz, el cual dice en su prólogo al Cancionero de Burlas: «La Cárcel de Amor es el Werther's Leiden de aquellos tiempos.»

Aunque erróneamente suele incluirse la Cárcel de Amor entre las pruducciones del reinado de D. Juan II, basta leerla para [p. 169] convencerse de que no pudo ser escrita antes de 1465, en que empezó a ser Maestre de Calatrava D. Rodrigo Téllez Girón; y además la dedicatoria a D. Diego Hernández. alcaide de los Donceles, retrasa todavía más la fecha del libro, que no puede ser anterior al tiempo de los Reyes Católicos.

Finge el autor que, yendo perdido por unos valles hondos y oscuros de Sierra Morena, ve salir a su encuentro «un caballero assi feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje», el cual llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte, y en la derecha «una imagen femenil, entallada en una piedra muy clara». El tal caballero, que no era otro que el Deseo, «principal oficial en la casa del Amor», llevaba encadenado detrás de sí a un cuitado amador, el cual suplica al caminante que se apiade de él. Hácelo así Diego de San Pedro, no sin algún sobresalto; y, vencida una agria sierra, llega, al despuntar la mañana, a una fortaleza de extraña arquitectura, que es la durísima Cárcel de amor, simbolizada en el título del libro. Traspasada la puerta de hierro, y penetrando en los más recónditos aposentos de la casa, ve allí sentado en silla de fuego a un infeliz cautivo, que era atormentado de muy recias y exquisitas maneras: «Vi que las tres cadenas de las ymágines que estaban en lo alto de la torre tenían atado aquel triste, que siempre se quemaba, y nunca se acababa de quemar. Noté más, que dos dueñas lastimeras con rostros llorosos y tristes le servían y adornaban, poniéndole en la cabeza una corona de unas puntas de hierro sin ninguna piedad, que le traspasaban todo el celebro... Vi más, que cuando le truxeron de comer, le pusieron una mesa negra, y tres servidores mucho diligentes, los quales le daban con grave sentimiento de comer... Y ninguna destas cosas pudiera ver, segun la escuridad de la torre, si no fuera por un claro resplandor que le salía al preso del corazón, que la esclarescía toda.»

El prisionero, mezclando las discretas razones con las lágrimas, declara llamarse Leriano, hijo de un duque de Macedonia, y amante desdichado de Laureola, hija del rey Gaulo. Y tras esto explica el simbolismo de aquel encantado castillo, terminando por pedir al visitante que lleve de su parte un recado a Laureola, diciéndola en qué tormentos le ha visto. Promete el autor cumplirlo, [p. 170] no sin proponer antes algunas dificultades, fundadas en ser persona de diferente lengua y nación, y muy distante del alto estado de la señora Laureola. Pero al fin emprende el camino de la ciudad de Suria, donde estaba a la sazón el Rey de Macedonia, y, entrando en relaciones de amistad con varios mancebos cortesanos de los principales de aquella nación, logra llegar a la presencia de la Infanta Laureola, y darla la embajada de su amante. «Si como eres de España, fueras de Macedonia (contesta la doncella), tu razonamiento y tu vida acabaran a un tiempo.» Tal aspereza se va amansando en sucesivas entrevistas, aunque el cambio se manifiesta menos por palabras que por otros indicios y señales que curiosa y sagazmente nota el autor. «Si Leriano se nombraba en su presencia, desatinaba de lo que decía, volvíase súbito colorada, y después amarilla: tornábase ronca su voz, secábasele la boca». Establécese, al fin, proceso de cartas entre ambos amantes, siendo el poeta medianero en estos tratos. Así prosigue esta correspondencia, llena de tiquismiquis amorosos y sutiles requiebros, entreverados con algunos rasgos de pasión finamente observada, viniendo a formar todo ello una especie de anatomía del amor, nueva ciertamente en la prosa castellana. Al fin Leriano determina irse a la corte, y logra honestos favores de su amada. Pero allí le acechaba la envidia de Persio, hijo del señor de Gaula, quien delata al Rey sus amores, de resultas de lo cual Laureola es encerrada en un castillo, y Persio, por mandato del Rey, reta a Leriano a campal batalla, enviándole su cartel de desafío, «según las ordenanzas de Macedonia». Los dos adversarios se baten en campo cerrado: Leriano vence a Persio, le corta la mano derecha y le pone en trance de muerte, que el Rey evita, arrojando el bastón entre los contendientes. Pero las astucias y falsedades de Persio, prosiguen después de su vencimiento. Soborna testigos falsos que juren haber visto hablar a Leriano y Laureola «en lugares sospechosos y en tiempos deshonestos». El Rey condena a muerte a su hija, por la cual interceden en vano el Cardenal de Gaula y la Reina. Leriano, resuelto a salvar a su amada, penetra en la ciudad de Suria con quinientos hombres de armas, asalta la posada de Persio, y le mata. Saca de la torre a la princesa, la deja bajo la custodia de su tío Galio, y corre a refugiarse en la fortaleza de Susa, donde se defiende [p. 171] valerosamente contra el ejército del Rey, que le pone estrechísimo cerco. Pero muy oportunamente viene a atajar sus propósitos de venganza la confesión de uno de los falsos testigos, por cuyo juramento había sido condenada Laureola. De él y de sus compañeros se hace presta justicia, y el Rey deja libres a Leriano y a Laureola.

Aquí parece que la novela iba a terminar en boda, pero el autor toma otro rumbo, y se decide a darla no feliz, sino trágico remate. Laureola, enojada con Leriano por el peligro en que había puesto su honra y su vida con sus amorosos requerimientos, le intima en una carta que no vuelva a comparecer delante de sus ojos. Con esto, el infeliz amante pierde el seso, y determina dejarse morir de hambre. «Y desconfiando ya de ningún bien ni esperanza, aquejado de mortales males, no pudiendo sostenerse ni sufrirse, hubo de venir a la cama, donde ni quiso comer ni beber, ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida, llamándose siempre bienaventurado, porque era venido a sazón de hacer servicio a Laureola, quitándola de enojos.» Sus amigos y parientes hacen los mayores esfuerzos para disuadirle de tan desesperada resolución, y uno de ellos, llamado Teseo, pronuncia una invectiva contra las mujeres, a la cual Leriano, no obstante la debilidad en que se halla, contesta con un formidable y metódico alegato en favor de ellas, dividido en quince causas y veinte razones, por las cuales los hombres son obligados a estimarlas: trozo que recuerda el Triunfo de las Donas de Juan Rodríguez del Padrón, más que ninguna otra de las apologías del sexo femenino que en tanta copia se escribieron durante el siglo XV, contestando a las detracciones de los imitadores del Corbacho. En este razonamiento (que fué sin duda la principal causa de la prohibición del libro) se sustenta, entre otros disparates teológicos, que las mujeres «no menos nos dotan de las virtudes teologales, que de las cardinales», y que todo el que está puesto en algún pensamiento enamorado, cree en Dios con más firmeza «porque pudo hacer aquella que de tanta excelencia y fermosura les paresce», por donde viene a ser tan devoto católico, «que ningún Apóstol le hace ventaja».

El enamorado Leriano desarrolla largamente esta nueva philographía, que en la mezcla de lo humano y lo divino anuncia [p. 172] ya los diálogos platónicos de la escuela de León Hebreo, que tanto habían de abundar en el siglo XVI. [1]

La novela termina con el lento suicidio del desesperado Leriano (que acaba bebiendo en una copa los pedazos de las cartas de su amada) y con el llanto de su madre, que es uno de los trozos más patéticos del libro, y que manifiestamente fué imitado por el autor de La Celestina, en el que puso en boca de los padres de Melibea. El efecto trágico de este pasaje de Diego de San Pedro, en que es menos lo declamatorio que lo bien sentido, estriba en gran parte en la intervención del elemento fatídico, de los agüeros y presagios. «Acaecíame muchas vezes, quando más la fuerza del sueño me vencía, recordar con un temblor súbito que hasta la mañana me duraba. Otras vezes, quando en mi oratorio me hallaba rezando por su salud, desfallecido el corazón, me cubría de un sudor frío, en manera que dende a gran pieza tornaba en [p. 173] acuerdo. Hasta los animales me certificaban tu mal. Saliendo un día de mi cámara, vínose un can para mí, y dió tan grandes aullidos, que así me cortó el cuerpo y la habla, que de aquel lugar no podía moverme. Y con estas cosas daba más crédito a mi sospecha que a tus mensajeros; y, por satisfacerme, acordé de venir a verte, donde hallo cierta la fe que di a los agüeros.»

Aunque la Cárcel de Amor (escrita por su autor en Peñafiel, según al fin de ella se declara) quedaba en realidad terminada con la muerte y las exequias de Leriano, no faltó quien encontrase el final demasiado triste, y demasiado áspera y empedernida a Laureola, que ningún sentimiento mostraba de la muerte de su amador. Sin duda por esto, un cierto Nicolás Núñez, de quien hay también en el Cancionero General versos no vulgares, [1] añadió [p. 174] una continuación o cumplimiento de pocas hojas, en que mezcla con la prosa algunas canciones y villancicos, y describe la aflicción de Laureola y una aparición en sueños del muerto Leriano, que viene a consolar a su amigo. Pero aunque este suplemento fué incluído en casi todas las ediciones de la Cárcel de Amor, nunca tuvo gran crédito, ni en realidad lo merecía, siendo cosa de todo punto pegadiza, e inútil para la acción de la novela.

Tal es, reducida a breve compendio, la novela de Diego de San Pedro, interesante en sí misma, y de mucha cuenta en la historia del género, por la influencia que tuvo en otras ficciones posteriores. Es cierto que la trama está tejida con muy poco arte, y que los elementos que entran en la fábula aparecen confusamente hacinados o yuxtapuestos, contrastando los lugares comunes de la poesía caballeresca (tales como la falsa acusación de la princesa, que hallamos asimismo en la Historia de la Reina Sevilla y en tantos otros libros análogos) con las reminiscencias de la novela sentimental italiana, que pueden ser, no sólo de la Fiammeta, sino de la Historia de los dos amantes Eurialo y Lucrecia, compuesta en latín por el papa Eneas Silvio, y ya para aquellas fechas traducida al castellano [1] . El mérito principal de la Cárcel de Amor se cifra en el estilo, que es casi siempre elegante, sentencioso y expresivo, y en ocasiones apasionado y elocuente. [p. 175] Hay en toda la obra, singularmente en las arengas y en las epístolas, mucha retórica y no de la mejor clase, muchas antítesis, conceptos falsos, hipérboles desaforadas y sutilezas frías; pero en medio de sus afectaciones y de su inexperiencia, no se puede negar a Diego de San Pedro el mérito de haber buscado con tenacidad, y encontrado algunas veces, la expresión patética, creando un tipo de prosa novelesca, en que lo declamatorio anda extrañamente mezclado con lo natural y afectuoso. Este tipo persistió luego, aun en los maestros. Hemos visto que el autor de la Tragicomedia de Calisto y Melibea se acordó de la Cárcel de Amor en la escena final de su drama; y aun puede sospecharse que el mismo Cervantes debe al regidor de Valladolid algo de lo bueno y de lo malo que en esta retórica de las cuitas amorosas contienen los pulidos y espaciosos razonamientos de algunas de las Novelas Ejemplares o los episodios sentimentales del Quijote (Marcela y Crisóstomo, Luscinda y Cardenio, Dorotea...).

No es maravilla, pues, que la novela de Diego de San Pedro, que tenía además el mérito y la novedad de ser una ingeniosa aunque elemental psicología de las pasiones, se convirtiese en el breviario de amor de los cortesanos de su tiempo, y fuese reimpresa hasta veinticinco veces dentro del siglo XVI [1] y traducida [p. 176] al italiano, al catalán y al francés, e imitada de infinitos modos, a pesar de los anatemas del Santo Oficio, que la puso en sus índices (sin duda por las herejías que contiene el razonamiento en loor de las mujeres), y a despecho también de los moralistas, que desde Luis Vives hasta Malón de Chaide, no cesan de denunciarla como libro pernicioso a las costumbres y uno de los que con mayor cautela deben ser alejados de las manos de toda doncella cristiana.

Pero estos clamores y estas prohibiciones nada pudieron contra la corriente del gusto mundano, y el librillo de Cárcel de Amor, fácil de ocultar por su exiguo volumen, no sólo continuó siendo leído y andando en el cestillo de labor de dueñas y doncellas, sino que dió vida a un género entero de producciones novelescas, que difundían un idealismo distinto del de los libros de caballerías, aunque conservase con él algunas relaciones. A esta familia pertenecen, aparte de la anónima Cuestión de Amor, de que hablaré después y que en rigor tiene su carácter propio, que no es enteramente el de la novela sentimental, el Tractado de Arnalte y Lucenda, que se imprimió con el nombre del mismo Diego de San Pedro, [1] el Processo de cartas de amores que entre dos amantes [p. 177] pasaron, que algunos atribuyen también a nuestro autor, pero que más bien parecen de Juan de Segura, [1] lo mismo que la Quexa y aviso contra amor de un cavallero llamado Luzindaro y los casos de la hermosa Medusina, en que intervienen los prestigios y la magia de una hechicera de Tesalia; el Veneris Tribunal, de Luis Escrivá; la Repetición de amores, de Lucena, en que se parodia el método de las conclusiones escolásticas; el Tractado compuesto [p. 178] por Juan de Flores a su amiga, donde se contiene el triste fin de los amores de Grisel y Mirabella, y la disputa de Torrellas y Brasayda sobre quien da mayor occasion de los amores, los hombres a las mujeres o las mujeres a los hombres, la Amorosa historia de Aurelio e Isabela, hija del Rey de Hungría, y la de Grimalte y Gradissa, compuestas por el mismo Flores, célebre la primera de ellas por haber sido citada como una de las fuentes de La Tempestad, de Shakespeare; el Libro de los honestos amores de Peregrino y Ginebra, de Hernando Díaz, y otros que seguramente habrá, y que por el momento no recuerdo.

Aun después de terminada su propia elaboración, que dura toda la primera mitad del siglo XVI, este género de novela erótica se combina en varias proporciones con los tipos afines, así con la novela bizantina de amores y de viajes, modelada sobre el ejemplar de Heliodoro (Clareo y Florisea, Selva de aventuras, Persiles y Segismuda...), como con la pastoral italiana, notándose por primera vez la conjunción de ambos géneros (que, con venir de distintos orígenes, coincidían en el mismo falso concepto del amor y de la vida), en el libro portugués de las Saudades, de Bernardim Ribeiro, más conocido con el título de Menina e Moça. Tal importancia histórica tiene la Cárcel de Amor, y por eso nos hemos detenido tanto en un libro que para el gusto de la mayor parte de los lectores de ahora tiene que resultar algo soñoliento.

Además de la Cárcel de Amor y del Arnalte y Lucenda, compuso Diego de San Pedro otras muchas obras profanas en verso y prosa, que le dieron entre los donceles enamorados grande autoridad y magisterio, aunque fuesen miradas con ceño por las personas graves y piadosas, que justamente se escandalizaban de oírle llamar continuamente Dios a su dama, y comparar su gracia con la divina, y aplicar profanamente a los lances y vicisitudes de su amor la conmemoración de las principales festividades de la Iglesia. Así, en Domingo de Ramos, exclamaba:

       Cuando, señora, entre nos
       Hoy la Pasion se dezía,
       Bien podés creerme vos,
       Que, sembrando la de Dios,
       Nasció el dolor de la mía...

y en el día de Pascua de Flores:

        [p. 179] Nuestro Dios en este dia
       Las tristes almas libró,
       Mas la mía, porqu´es mía,
       En el fuego do solía
       Se quedó...

y en el Domingo de Cuasimodo:

       Una maravilla vi
       Sobre quantas nos mostraron:
       Grande ha sido para mí
       En ver que n'os adoraron,
       Pues estábades ahí...

y llegaba, finalmente, al colmo de la irreverencia sacrílega, comparando lo que llamaba su pasión con la del Redentor del mundo:

       Avedme ya compasión;
       No muera con falta d'ella,
       Por amor de la Pasión
       De quien quiso padescella
       Como yo, sin merescella.

Trovó, además, insípidamente algunos romances viejos, parodiando el de Yo m'estaba en Barbadillo en Yo m'estaba en pensamiento, y el de Reniego de ti, Mahoma, en Reniego de ti, amor. Hizo también alguna composición de burlas, no de lo más ingenioso, pero sí de lo más grosero que en el Cancionero se lee (número 989), y coronó todos estos atentados poéticos suyos contra el buen gusto y las buenas costumbres, con un cierto Sermón, en prosa, «porque dijeron unas Señoras que le deseaban oír predicar». Este Sermón, que se imprimió suelto en un pliego gótico y se halla también al final de algunas ediciones de la Cárcel de Amor, apenas tiene otro interés literario que el haber servido de modelo a otro mucho más discreto y picante que puso Cristóbal de Castillejo en su farsa Constanza, y que como pieza aparte se ha impreso muchas veces, ya en las obras de su autor (aunque en éstas con el nombre de Capítulo, y no poco mutilado), ya en ediciones populares en que el autor usó los seudónimos de El Menor de Aunes y de Fray Nidel de la Orden de Tristel. El Sermón, en verso, de Castillejo, enterró completamente al de Diego de San Pedro, que es obra desmayada y sin el menor gracejo, como dice con razón Gallardo. Todo se reduce a parodiar pobre e ineptamente la traza y disposición de los sermones, comenzando por una salutación [p. 180] al Amor, explanando luego el texto In patientia vestra sustinete dolores vestros, y contando, a modo de ejemplo moral, los amores de Píramo y Tisbe. [1]

Tales profanidades y devaneos poéticos hubieron de ser grave cargo para la conciencia de su autor, cuando Dios tocó en su alma y le llamó a penitencia. Fruto de esta conversión fué el Desprecio de la Fortuna (núm. 263 del C. G.), poema por varios conceptos estimable, [2] al principio del cual censura y detesta sus obras anteriores:

           Mi seso lleno de canas,
       De mi consejo engañado,
       Hast' aquí con obras vanas
       y en escripturas livianas
       Siempre anduvo desterrado:
       ...................................................
           Aquella Cárcel d'amor
       
Que assi me plugo ordenar,
       ¡Qué propia para amador!
       ¡Qué dulce para sabor!
       ¡Qué salsa para pecar!
           Y como la obra tal
       No tuvo en leerse calma,
       He sentido por mi mal,
       Quán enemiga mortal
       Fué la lengua para el alma.
           Y los yerros que ponía
       En un Sermón que escrebí,
       Como fué el amor la guía,
       La ceguedad que tenía
       Me hizo que no los vi:
           Y aquellas Cartas de amores,
       
Escritas de dos en dos,
       ¿Qué serán, dezí, señores,
       Sino mis acusadores
       Para delante de Dios?
            [p. 181] Y aquella Copla y Canción
       
Que tú, mi seso, ordenabas
       Con tanta pena y passión,
       Por salvar el corazón,
       Con la fe que allí les dabas;
            Y aquellos Romances hechos
       Por mostrar el mal allí,
       Para llorar mis despechos,
       ¿Qué serán sino pertrechos
       Con que tiren contra mí?

El Desprecio de la Fortuna es ciertamente grave y filosófica composición, de las mejores de aquel tiempo y escuela, y abunda en sentencias felicísimamente expresadas. Prescott, en su Historia de los Reyes Católicos (parte primera, cap. XX), la dedica especial atención, y hace de ella un curioso paralelo con la oda del poeta italiano Tomás Guidi a la Fortuna: «El poeta italiano, personificando a la inconstante diosa, describe su marcha triunfal sobre las ruinas de los imperios y dinastías, desde los tiempos más antiguos, en un torrente de elevada y ditirámbica elocuencia, realzada con el brillante colorido de una ardiente fantasía y un lenguaje perfecto y acendrado: y el poeta castellano, en lugar de esta magnífica personificación, adopta el tono de la más profunda moralidad, y extendiéndose largamente acerca de las vicisitudes y vanidades de la vida humana, mezcla en sus reflexiones cierta cáustica ironía, acompañada a las veces de una sencillez encantadora, pero que jamás se aproxima a la exaltación lírica, ni aun parece aspirar a conseguirla.»

Trovó, además, Diego de San Pedro, en esta segunda época suya de piedad y ascetismo, una Pasión de Nuestro Redentor y Salvador Jesucristo, [1] en quintillas fáciles y devotas, pero algo [p. 182] lánguidas, la cual todavía era muy popular en el siglo XVII, como lo prueban las reimpresiones sueltas que de ella se hicieron, y la maleante reminiscencia que de dos versos de ella trae Quevedo en la Visita de los Chistes, poniéndolos en boca de Pero Grullo:

       Grandes cosas nos dijeron
       Las antiguas profecías...

El tono general de la composición, y aun el metro, parecen muy acomodados para que la cantasen los ciegos por las calles, como todavía se hace con otras relaciones análogas en los días solemnes de la Semana Mayor. Diego de San Pedro sigue en general el sagrado texto, pero a veces intercala circunstancias tomadas [p. 183] de fuentes apócrifas, por ejemplo, la leyenda de Judas, matador de su padre y marido de su madre, como Edipo.

Hemos mencionado entre las novelas escritas, a imitación de la Cárcel de Amor, la Cuestión de Amor, obra de principios del siglo XVI, mixta de prosa y verso, y cuyas especiales condiciones requieren aquí más individual noticia, la cual no parecerá impertinente si se considera que esta novela, cuya primera edición parece ser la de 1513, [1] logró tal boga en su tiempo, que fué reimpresa diez o doce veces antes de 1589; ya suelta, ya unida a la Cárcel, que es como más fácilmente suele encontrarse. Ticknor y Amador de los Ríos hablaron de ella; pero con mucha brevedad, y sin determinar su verdadero carácter, ni entrar en los pormenores de su composición, ni levantar el transparente velo que encubre sus numerosas alusiones históricas, y que en parte ha sido descorrido por el erudito napolitano Benedetto Croce, en un estudio muy reciente. [2]

El título de la Cuestión, aunque largo, debe transcribirse a la letra, porque indica ya la mayor parte de los elementos que entraron en la confección de este peregrino libro: Questión de amor [p. 184] de dos enamorados: al uno era muerta su amiga; el otro sirve sin esperanza de galardón. Disputan quál de los dos sufre mayor pena. Entretéxense en esta controversia muchas cartas y enamorados razonamientos. Introdúcense más una caza, un juego de cañas, una égloga, ciertas justas, e muchos caballeros et damas, con diversos et muy ricos atavios con letras et invenciones. Concluye con la salida del señor Visorrey de Nápoles: donde los dos enamorados al presente se hallavan: para socorrer al sancto padre: donde se cuenta el número de aquel lucido exército: et la contraria fortuna de Ravena. La mayor parte de la obra es historia verdadera: compuso esta obra un gentilhombre que se hallo presente a todo ello.

Basta pasar los ojos por este rótulo, para comprender que no se trata de una novela puramente sentimental y psicológica a su modo, como lo es la Cárcel de Amor, sino de una tentativa de novela histórica, en el sentido más lato de la palabra, o más bien de una novela de clave, de una pintura de la vida cortesana de Nápoles, de una especie de crónica de salones y de galanterías, en que los nombres propios están levemente disfrazados con seudónimos y anagramas. La segunda parte, es decir, todo lo que se refiere a los preparativos de la batalla de Ravena, es un trozo estrictamente histórico, que puede consultarse con fruto aun después de la publicación de los Diarios de Marino Sanudo. Poseer para época tan lejana un libro de esta índole modernísima, y poder con su ayuda reconstruir un medio de vida social tan brillante y pintoresco como el de la Italia española en los días más espléndidos del Renacimiento, no es pequeña fortuna para el historiador, y apenas se explica que hasta estos últimos años nadie intentara sacarle el jugo ni descifrar sus enigmas.

El primero es el nombre de su autor, esto es, del gentilhombre que se halló presente a todo y escribió la historia, y éste permanece todavía incógnito, aunque puedan hacerse sobre su persona algunas razonables conjeturas. Lo que con toda certeza puede asegurarse es que el libro fué compuesto entre los años de 1508 a 1512, en forma fragmentaria, a medida que se iban sucediendo las fiestas y demás acontecimientos que allí se relatan de un modo bastante descosido, pero con picante sabor de crónica mundana.

La cuestión de casuística amorosa que da título a la novela, y que es sin duda lo más fastidioso de ella para nuestro gusto (si [p. 185] bien tiene alguna curiosidad literaria, por contener en substancia los dos temas poéticos que admirablemente desarrollan los pastores Salicio y Nemoroso en la égloga primera de Garcilaso) se debate, ya por diálogo, ya por cartas (transmitidas por el paje Florisel), entre dos caballeros españoles: Vasquirán, natural de Todomir (¿Toledo?) y Flamiano, de Valdeana (¿Valencia?), residente en la ciudad de Noplesano, que seguramente es Nápoles. Vasquirano ha perdido a su dama Violina, con quien se había refugiado en Sicilia después de haberla sacado de casa de sus padres en la ciudad de Circunda (¿Zaragoza?), y Flamiano es el que sirve sin esperanza de galardón a la doncella napolitana Belisena. Esta acción, sencillísima y trabada con muy poco arte, tiene por desenlace la muerte de Flamiano en la batalla de Ravena, cuyas tristes nuevas recibe Vasquirán, en Sicilia, por medio del paje Florisel, que le trae la ultima carta de su amigo, carta que, para mayor alarde de fidelidad histórica, está fechada el 17 de abril de 1512 en Ferrara.

El cuadro general de la novela vale poco, como se ve; lo importante, lo curioso y ameno, lo que puede servir de documento al historiador y aun excitar agradablemente la fantasía del artista, son las escenas episódicas, la pintura de los deportes y gentilezas de la culta sociedad de Nápoles, la justa real, el juego de cañas, la cacería, la égloga (que tiene todas las trazas de haber sido representada con las circunstancias que allí se dicen, [1] y que si bien escasa de acción y movimiento, compite en la expresión de los afectos y en la limpia y tersa versificación con lo mejor que en los orígenes de nuestra escena puede encontrarse), la descripción menudísima de los trajes y colores de las damas, de las galas y los arreos militares de los capitanes y gente de armas que salieron para Ravena con el virrey D. Raimundo de Cardona; todo aquel tumulto de fiestas, de armas y de amores que la dura fatalidad conduce a tan sangriento desenlace.

Bellamente define el Sr. Croce el peculiar interés y el atractivo estético que produce, no hay que negarlo, la lectura de una [p. 186] novela, por otra parte tan mal compuesta, zurcida como de retazos, a guisa de centón o de libro de memorias. «Aquella elegante sociedad de caballeros, dada a los amores, a los juegos, a las fiestas, recuerda un fresco famoso del Camposanto de Pisa, aquella alegre compañía que, solazándose en el deleitoso vergel, no siente que se aproxima con su guadaña inexorable la Muerte. En medio de las diversiones, llega la noticia de la guerra: el virrey recoge aquellos elegantes caballeros y forma con ellos un ejército que parte, pomposamente adornado, lleno de esperanzas, entre los aplausos de las damas que asisten a la partida. Algunos meses después, aquella sociedad, aquel ejército yacía en gran parte solo, sanguinoso, perdido entre el fango de los campos de Ravena.»

¿Hasta qué punto puede ser utilizada la Cuestión de Amor como fuente histórica?; o, en otros términos, ¿hasta dónde llega en ella la parte de ficción? El autor dice que «la mayor parte de la obra es historia verdadera»; pero en otro lugar advierte que «por mejor guardar el estilo de su invención, y acompañar y dar más gracia a la obra, mezcla a lo que fué algo de lo que no fué». En cuanto a los personajes, no cabe duda que en su mayor parte son históricos, y el autor mismo nos convida a especular «por los nombres verdaderos, los que en lugar d'aquellos se han fengidos o transfigurados».

A nuestro entender, B. Croce ha descubierto la clave. Ante todo, hay que advertir que, según el sistema adoptado por el novelista, la primera letra del nombre fingido corresponde siempre a la inicial del nombre verdadero. Pero como diversos nombres pueden tener las mismas iniciales, este procedimiento no es tan seguro como otro que constantemente sigue el anónimo narrador; es, a saber: la confrontación de los colores en los vestidos de los caballeros y de las damas, puesto que todo caballero lleva los colores de la dama a quien sirve. Y como en la segunda parte de la obra, al tratar de los preparativos de la expedición a Ravena, los gentileshombres están designados con sus nombres verdaderos, bien puede decirse que la solución del enigma de la Cuestión de Amor está en la Cuestión misma, por más que nadie que sepamos hubiera caído en ello hasta que la docta y paciente sagacidad del Sr. Croce lo ha puesto en claro, no sólo presentando la lista casi completa de los personajes disfrazados en la novela, sino [p. 187] aclarando el argumento principal de la obra, que parece tan histórico como todo lo restante de ella, salvo circunstancias de poca monta puestas para descaminar, o más bien para aguzar la maligna curiosidad de los contemporáneos. Es cierto que todavía no se ha podido quitar la máscara a Vasquirán, a Flamiano, ni a la andante y maltrecha Violina; pero lo que sí resulta más claro que la luz del día, es que la Belisena, a quien servía el valenciano Flamiano (¿D. Jerónimo Fenollet?) con amor caballeresco y platónico, sin esperanza de galardón, era nada menos que la futura reina de Polonia, Bona Sforza, hija de Isabel de Aragón, duquesa de Milán, a quien en la novela se designa con el título ligeramente alterado de duquesa de Meliano, que era una muy noble señora viuda, y residía con sus dos hijas, ya en Nápoles, ya en Bari. Esta pobre reina Bona, cuyas aventuras, andando el tiempo, dieron bastante pasto a la crónica escandalosa, no parece haber escapado siempre de ellas tan ilesa como de manos del comedido hidalgo Flamiano, ni haberse mostrado con todos sus galanes tan dura, esquiva y desdeñosa como con aquel pobre y transido amador, al cual no sólo llega a decirle que recibe de su pasión mucho enojo, sino que añade con ásperas palabras: «y aunque tú mil vidas, como dices, perdieses, yo dellas no he de hazer ni cuenta ni memoria». A lo cual el impertérrito Flamiano responde: «Señora, si quereys que de quereros me aparte, mandad sacar mis huessos, y raer de allí vuestro nombre, y de mis entrañas quitar vuestra figura.»

Los demás personajes de la novela han sido identificados casi todos por Croce, con ayuda de los Diarios de Passaro. El Conde Davertino es el conde de Avellino; el Prior de Mariana es el prior de Messina; el Duque de Belisa es el duque de Bisceglie; el Conde de Porcia es el conde de Potenza; el Marqués de Persiana es el marqués de Pescara; el señor Fabricano es Fabricio Colonna; Attineo de Levesin es Antonio de Leyva; el Cardenal de Brujas, el Cardenal de Borja; Alarcos de Reyner, el capitán Alarcón; Pomarin, el capitán Pomar; Alvalader de Caronis, Juan de Alvarado; la Duquesa de Francoviso, la duquesa de Francavilla; la Princesa de Saladino, la princesa de Salerno; la Condesa de Traviso, la de Trivento; la Princesa de Salusana, la princesa Sanseverino de Bisignano. Y luego, por el procedimiento de parear [p. 188] los colores, puede cualquier aficionado a saber intrigas ajenas penetrar en las intimidades de aquella sociedad, como si hubiese vivido largos años en ella.

Esta sociedad bien puede ser calificada de ítalo-hispana y aun de bilingüe. Menos de medio siglo bastó en Nápoles para extinguir los odios engendrados por la conquista aragonesa. «Todos estos caballeros, mancebos y damas, y muchos otros príncipes y señores (dice el autor de la Questión) se hallavan en tanta suma y manera de contentamiento y fraternidad los unos con otros, assí los españoles unos con otros, como los mismos naturales de la tierra con ellos, que dudo en diversas tierras ni reynos ni largos tiempos passados ni presentes tanta conformidad ni amor en tan esforzados y bien criados caballeros ni tan galanes se hayan hallado.» Las fiestas que en la novela se describen, las justas de ocho carreras, la tela de justa real o carrera de la lanza, y sobre todo el juego de cañas y quebrar las alcancías, son estrictamente españolas, y no lo es menos el tinte general del lenguaje de la galantería en toda la novela, que, con parecer tan frívola, no deja de revelar en algunos rasgos la noble y delicada índole del caballero que la compuso. Es muy significativo en esta parte el discurso de Vasquirán a su amigo al partir para la guerra, enumerando las justas causas que debían moverle a tomar parte en tal empresa. «La una yr en servicio de la Iglesia, como todos is: la otra en el de tu rey, como todos deben: la otra porque vas a usar de aquello para que Dios te hizo, que es el hábito militar, donde los que tales son como tú, ganan lo que tú mereces y ganarás: la otra y principal, que llevas en tu pensamiento a la señora Belisena, y dexas tu corazón en su poder.»

La Cuestión de Amor encontró gracia ante la crítica de Juan de Valdés, aunque prefería el estilo de la Cárcel: —«Del libro de Questión de Amor, ¿qué os parece?—Muy bien la invención y muy galanos los primores que hay en él, y lo que toca a la questión no está mal tratado por la una parte y por la otra. El estilo, en quanto toca a la prosa, no es malo, pudiera bien ser mejor; en quanto toca al metro, no me contenta.—Y de Cárcel de Amor, ¿qué me dezís?—El estilo desse me parece mejor...»

Lo es, en efecto, y no hay duda de que al anónimo autor de la Cuestión se le pegaron demasiados italianismos. Pero tal como [p. 189] está, su obra resulta agradable e interesante, como pintura de una corte que, distando mucho de ser un modelo de austeridad, era por lo menos muy elegante, bizarra, caballeresca y animada. Otro documento tenemos en el Cancionero General para restaurarla mentalmente, y es una larga poesía con este encabezamiento: Dechado de amor, hecho por Vázquez a petición del Cardenal de Valencia , enderezado a la Reina de Nápoles. Esta poesía se compuso, probablemente, en 1510. No puede ser posterior a 1511, porque en ella aparecen todavía como vivos el cardenal de Borja, la princesa de Salerno, la condesa de Avellino y la princesa de Bisignano, todos los cuales fallecieron en aquel año. No puede ser anterior a 1509, porque en este año se celebraron en Ischia las bodas de Victoria Colonna, que ya aparece citada como Marquesa de Pescara en este Dechado. El Vázquez que le compuso parece hasta ahora persona ignota; ¿será el mismo Vázquez o Velázquez de Ávila, a quien por diversos indicios atribuye don Agustín Durán un rarísimo cancionerillo o colección de trovas, existente en el precioso volumen de pliegos sueltos góticos que perteneció a la biblioteca de Campo-Alange? ¿Será, como B. Croce insinúa, [1] el mismo Vasquirán que interviene en la Cuestión de Amor, y que es quizá el autor de la novela? Lo cierto es que, entre el Dechado y ella hay parentesco estrechísimo, y que cada una de estas piezas puede servir de ilustración a la otra.

El galante Cardenal de Valencia, que ordenó a Vázquez la composición de este Dechado, no era otro que Luis de Borja, y aun es el que lleva la palabra en todo el poemita, cuya traza se reduce a rogar a la triste reina de Nápoles y a sus damas, enumerándolas una por una, que labren cada cual un paño en que se vean tejidos los padecimientos de sus fieles servidores.

¿Quién era esta triste reina? Todos hemos leído, ya en el Romancero de Durán, ya en la Primavera, de Wolf, un sentido y bello romance que puede tenerse por uno de los últimos genuinamente populares, y que, a pesar de sus anacronismos, es sin duda poco posterior a las catástrofes que recuerda:

       Emperatrices y reinas,
       Cuantas en el mundo había,
        [p. 190] Las que buscáis la tristeza
       Y huís de la alegría,
       La triste reina de Nápoles
       Busca vuestra compañía...
       ....................................................
       Vínome lloro tras lloro,
       Sin haber consuelo un día...,
       Yo lloré al rey mi marido,
       Que deste mundo partía;
       Yo lloré al rey Don Alfonso
       Porque su reino perdía
       Lloré al rey Don Fernando,
       La cosa que más quería;
       Yo lloré una su hermana,
       Que era la reina de Hungría;
       Lloré al príncipe Don Juan,
       Que era la flor de Castilla...
       ....................................................
       Subiérame en una torre,
       La más alta que tenía,
       Por ver si venían velas
       De los reinos de Castilla:
       Vi venir unas galeras,
       Venían de Andalucía;
       Dentro viene un caballero,
       Gran Capitán se decía:
       —Bien vengáis, el caballero,
       Buena fué vuestra venida...

En la triste reina de Nápoles del romance, se confunden dos personas, madre e hija, entrambas reinas destronadas de la dinastía aragonesa de Nápoles, y entrambas del mismo nombre, por lo cual suele distinguírselas llamándolas Juana III y Juana IV. La madre fué hermana del Rey Católico y viuda del rey Fernando o Ferrante I de Nápoles; la hija, viuda del llamado rey Ferrantino. Una y otra, siguiendo una costumbre aristocrática de aquel siglo, introducida, al parecer, por los españoles, firmaban en sus cartas y diplomas, Yo la triste Reina, así como Doña Marina de Aragón, hija del duque de Villahermosa, D. Alonso, se firmaba la syn ventura Princesa de Salerno. De la triste reina madre se ha dicho, al parecer sin fundamento, que fué cantada por el poeta ítalo-hispano Cariteo, con el nombre de Luna; pero ni Pércopo, [p. 191] reciente editor de sus rimas, ni tampoco B. Croce, son [1] de esta opinión. Ambas señoras residieron bastante tiempo en España, entretenidas con vanas promesas de reparación por el Rey Católico, y en su compañía volvieron a Nápoles en 1506, estableciéndose en Castel Capuano con título y consideración de reinas, y reuniendo en torno suyo una verdadera corte de princesas destronadas o venidas a menos, como la Duquesa de Milán, su hija Bona Sforza, y la reina Beatriz de Hungría. A pesar de tantas tristezas juntas, la vida que se hacia en aquel castillo a principios del siglo XVI parece haber sido muy amena y regocijada:

       O felice di mille e mille amanti
       Diporto, e di regal'donne diletto,
       Albergo memorabile ed eletto
       A diversi piacer quest'anni avanti!...

así exclamaba un poeta del tiempo, Galeazzo di Tarsia. Dicen malas lenguas (que nunca han faltado, aun entre los cronistas graves) que de la triste reina madre era muy amorosamente favorecido el duque de Ferrandina, D. Juan Castriota, y que nuestro gran soldado Hernando de Alarcón (el señor Alarcón, que decían en Italia) ayudaba a conllevar las tristezas a la hija. Otras cosas más graves se cuentan, y dignas de andar en melodrama, del género de La Tour, de Nesle; pero ellas mismas están mostrando su carácter de invención fantástica, por lo mucho que se parecen a otras leyendas más antiguas.

Esta sociedad es la que pone a nuestra vista el Dechado de Vázquez, que en cierto modo puede servir de complemento e ilustración a la Cuestión de Amor. Las damas enunciadas son: doña Juana [p. 192] Castriota, doña María Enríquez, a quien servia cortesanamente el mismo Cardenal de Valencia, inspirador del poema, [1] la duquesa de Gravina, doña Juana de Villamarín, doña María Cantelmo, doña Pórfida (de quien era servidor el marqués de Pescara), doña Ángela de Vilaragut, doña María Carroz, Diana Gambacorta (que era favorita de la reina), María Sánchez, doña Leonora de Beaumonte, la señora Maruxa, doña Violante Centellas. Después vienen, en grupo distinto, la duquesa de Milán y su hija Bona, las princesas de Salerno y Bisignano, doña María de Alife y la marquesa de Pescara, o sea la divina Victoria Colonna, muy joven todavía y recién casada, lo cual no era obstáculo para que, según los usos del tiempo, la sirviese con amor puramente platónico y caballeresco el marqués de Bitonto Juan Francisco Acquaviva, uno de los héroes de la jornada de Ravena. Otros versos hay, así en el Cancionero General, como en el de burlas provocantes a risa, que evidentemente fueron compuestos en Nápoles en estos primeros años del siglo XVI, y que aluden a casos y personas de aquella sociedad; por ejemplo, la diabólica y picaña Visión Deleitable, de autor anónimo, la cual nada tiene que ver con el grave y filosófico libro del Bachiller Alfonso de la Torre, que lleva el mismo [p. 193] título. En ella figuran, pero ¡de qué suerte! las mismas encopetadas señoras en cuyo honor se compuso el Dechado.

Así en el asunto como en el metro, tiene esta composición de Vázquez grandísima analogía con ciertos versos castellanos compuestos en Ferrara en loor de Lucrecia Borja y de sus damas, salvo que el Dechado es mucho más ingenioso y está mejor escrito. Estos versos forman parte de un códice misceláneo de la Biblioteca Nacional de Nápoles, y han sido recientemente dados a luz por B. Croce. [1]

A primera vista pudiera dudarse cuál es la duquesa de Ferrara a quien en estos versos se celebra, puesto que la composición no tiene fecha, y la letra lo mismo puede ser de fines del siglo XV que de principios del XVI. Y hasta por la circunstancia de hallarse tal composición en un Códice napolitano, pudiera alguien creer que se refería a Leonor de Aragón, hija del rey Ferrante y casada en 1473 con el duque de Ferrara, Hércules de Este. Pero toda duda desaparece leyendo el Loor de las damas de la duquesa, todas las cuales, sin excepción, constan como damas de Lucrecia en los Diarios de Sanudo, y en otros documentos del tiempo, y son: Madama Isabeta la honrada (Elisabetha Senese), la senora doña Ángela (doña Ángela de Borja), la gentil Nicola (Nicola Senese), la honesta Jerónima (Jerónima Senese), la senora Cindya, la virtuosa Catalinolla napolitana, la estimada Catalinela, la honrada Juana Rodríguez. Luego se elogia a todas en general, y, finalmente, como formando grupo aparte, sin duda por su menor jerarquía en la casa y servidumbre de Lucrecia, se nombra a la Samaritana y a Camila (Camilla Fiorentina), terminando con el elogio general de las ferraresas.

Los versos, aunque bastante fáciles y galanos, no tienen mérito [p. 194] especial ni traspasan la línea de lo más vulgar y adocenado que en los cancioneros suele encontrarse. Además, los elogios de la duquesa y de sus damas son tan vagos, que apenas puede sacarse substancia de ellos para la historia anecdótica de aquella corte, tan calumniada por la musa romántica. Lo único que resulta claro es el entusiasmo del poeta por Lucrecia, siendo la suya una voz más que viene a unirse al coro de tantos poetas latinos e italianos como celebraron, no sólo su hermosura, sino su recato y honestidad y otras diversas prendas y virtudes:

           Soys, duquesa tan rëal,
       En Ferrara tan querida,
       Qu'el bueno y el criminal,
       De todos en general,
       Soys amada, soys temida...
       ....................................................
           Ánima que nunca yerra,
       Soys un lauro divinal;
       Soys la gloria desta tierra,
       Soys la paz de nuestra guerra,
       Soys el bien de nuestro mal.
       .....................................................
           Soys quien no debiera ser
       Del metal que somos nos,
       Mas quísolo Dios hazer
       Por darnos a conoscer
       Quién es él, pues hizo a vos.
       ....................................................
           De los vicios soys ajena,
       De las virtudes escala,
       De la cordura cadena,
       Nunca errando cosa buena,
       Nunca hazéis cosa mala...
       ...................................................
           Guarnecéis con caridad
       Las obras de devoción,
       Ganáis con la voluntad,
       Conserváis con la verdad,
       Gobernáis con la razón.
           Alegráis los virtuosos,
       Quitáis los malos de vos,
       Despedís los maliciosos,
        Desdeñáis a los viciosos;
       Sobre todo amáis a Dios.
       ................................................
            [p. 195] Mas aunque lo digo mal,
       Digo que son las hermosas
       Ante vos, ser divinal,
       Cual es el pobre metal
       Con ricas piedras preciosas.
           Son con vuestra perfición
       Qual la noche con el día,
       Qual con descaso prisión,
       Qual el Viernes de pasión
       Con la Pascua de alegría.
           Teniendo tal alto ser,
       Siempre habéis representado,
       En las obras el valer,
       En la razón el saber,
       En la presencia el estado.
           Y la gran bondad d'aquel
       Que tal gracia puso en vos,
       Os midió con tal nivel
       Para que alabemos de él
       Quando viésemos a vos.
       ..................................................
           Soys y fuisteis siempre una
       En los contrastes y pena,
       Resistiendo a la fortuna;
       No tenéis falta ninguna,
       No tenéis cosa no buena.
           Pues ¿quién podrá recontar
       Por más que sepa dezir,
        Vuestro discreto hablar,
       Vuestro gracioso mirar,
       Vuestro galano vestir?
           Un poner de tal manera,
       De tal forma y de tal suerte,
       Que, aunque la gala muriera,
       En vuestro dechado oviera
       La vida para su muerte.
       ................................................
           En la tierra vos soys una
       En medio vuestras doncellas,
       Más luciente que ninguna,
       Como en el cielo la luna
       Entre las claras estrellas,
       .................................................
           ¡Oh quántas veces contemplo
       Con quán dulces melodías
       Iréis al eterno templo,
        [p. 196] Segund muestra vuestro exemplo
       Ya después de largos días!
       ..................................................
           Pues tan entera ventura
       A que Dios traeros quiso
       Por las ondas de tristura,
       Fué por valle d'amargura,
       Meteros en Parayso;
           Donde todo lo pasado
       Es en gloria convertido,
       Pues, siendo aquello olvidado, [1]
       Poseyendo tal estado,
       Alcanzaste tal marido.

Estas quintillas, aparte de la curiosidad de su asunto, tienen el interés de ser una de las más antiguas muestras de la poesía castellana cultivada en las cortes de Italia. Pero no fué ciertamente la única en su tiempo, puesto que los italianos patriotas, como el Galateo en su tratado De educatione, se quejan acerbamente de la boga que alcanzaban las coplas de los cancioneros españoles, con preferencia a los versos italianos. Entre los muchos poetas que en 1504 deploraron la muerte de Seraphino Aquilano, hay por lo menos tres españoles: Diego Velázquez, sevillano; Juan Sobrarias, de Alcañiz, y el portugués Enrique Cayado. Y si había algún Carideu o Gareth que abandonase su nativa lengua catalana y hasta su apellido, transformándole en Chariteo, no faltaban, en cambio, italianos que comenzasen a versificar en castellano, como Galeotto del Carretto. [2]

Además del reino aragonés de Nápoles, influyó en esta comunicación intelectual el poderío de la familia de los Borjas, que tan tenazmente española se mantuvo, aun medio siglo después de trasplantada a Italia, y tan vivas relaciones de parentesco y amistad [p. 197] conservaba én nuestra península. El docto editor de los versos en alabanza de Lucrecia, hace notar a este propósito, que en muchos actos notariales de la familia de los Borjas, extendidos en Italia, se emplea el dialecto valenciano: que no son pocas las cartas que nos quedan en castellano de Alejandro VI y de sus hijos, lo cual induce a pensar que los que formaban esta fiera colonia española en Italia acostumbraban usar entre sí la lengua de la madre patria; y, finalmente, que no faltan otros vestigios de costumbres y hábitos españoles en la vida de los Borjas, puesto que de César sabemos que era aficionado al toreo y fortísimo derribador de reses bravas, y de su hermana Lucrecia que gustaba mucho de bailar danzas españolas y según un pasaje del Diario de Burchardo, solía mostrarse en público vestida y ataviada a la española: exivit ipsa domina Lucretia in veste brocati auri circulata, more hispanico, cum longa cauda quam quaedam puella deferebat post eam. [1]

Claro es que este influjo había de ser mirado con ceño por los italianos patriotas, que se dolían amargamente de la servidumbre de su país y aborrecían de todo corazón lo mismo a los españoles que a los franceses. Muestra curiosa tenemos de ello en el tratado; o más bien carta De educatione, de Antonio Galateo, [2] dirigida en 1504 a Crisóstomo Colonna, que había acompañado a España, como ayo y preceptor, al duque de Calabria, D. Fernando, hijo del destronado rey D. Fadrique, la cual tiene por principal, ya que no por único objeto, precaver a aquel príncipe contra los peligros que el Galateo imaginaba en la educación española: «Italiano te le hemos entregado (le dice al preceptor): devuélvenosle italiano, no español». (Italum accepisti, italum redde, non hispanum). «¿Quieres saber lo que pienso de la educación de los franceses y españoles, que más bien debiéramos llamar celtas e iberos, o francos y godos? Pues ninguna [p. 198] cosa buena: menosprecian las letras, no se amoldan a nuestras costumbres ni a los preceptos de los filósofos. Ni el francés ni el español estiman más que lo suyo. La sabiduría, si existe en alguna parte, está en los griegos, en los latinos y en los ítalo-griegos. ¡Que los dioses confundan por igual a los angevinos y a los aragoneses!»

De este modo la pedantería del humanista se mezcla chistosamente en el Galateo con la explosión de sus odios patrióticos. Sus injurias hacen reír de puro feroces. No hay vicio de que no suponga infestados a los españoles. Ellos son los que han echado a perder la gravedad y la pureza de las costumbres italianas. Hasta les atribuye la importación de aquellas nefandas torpezas, que, ciertamente, si hemos de atenernos a la común opinión y a los testimonios de la historia, nunca tuvieron que aprender de nadie (y menos de pueblo tan austero y viril como los aragoneses y catalanes) los herederos de la antigua Sibaris, de la imperial Caprea y de la que Horacio llamó otiosa Neapolis.

A vueltas de todas estas atrocidades, el mismo Galateo nos da curiosas noticias sobre los usos españoles introducidos en Nápoles; por ejemplo: los juegos de cañas y el montar a la jineta; sobre los libros nuestros que empezaban a correr en Italia, entre los cuales cita la Coronación, de Juan de Mena, los Trabajos de Hércules, de D. Enrique de Villena, y la Vita Beata, de Juan de Lucena; sobre el gran número de voces castellanas que iban penetrando en el italiano de Nápoles (v. gr.; rapaces, desenvoltura, galanes, hidalgos e hidalguía) y sobre otros varios puntos que evidencien la creciente españolización de la Italia meridional, contra la cual poco valían protestas aisladas, aunque fuesen tan violentas como ésta. El mismo Galateo, cuando vió el triunfo definitivo del Gran Capitán y la total sumisión del reino, acabó por resignarse a aquella fatalidad histórica, porque, con aborrecer mucho a los españoles, quizá aborrecía todavía más a los franceses. Y consolándose, a estilo del tiempo, con la esperanza de que España, señora de Italia, sería dique incontrastable contra la potencia del turco, escribió en 1510 una memorable carta política, en que se leen estas palabras: «No perdáis la ocasión, españoles: han llegado vuestros tiempos.» (Ne perdite, Hispani, occasionem: venere vestra tempora.) Y así era en verdad, aunque por culpas propias y ajenas, y por la perpetua instabilidad [p. 199] de todo imperio humano, nuestros tiempos no durasen mucho.

Y aquí, poniendo punto a esta digresión, sobrado larga quizá, pero no impertinente, a que la Cuestión de Amor nos ha conducido, es hora de despedirnos del Cancionero de Valencia, haciendo mérito de la más notable composición que en él se halla, puesto que las Coplas de Jorge Manrique, únicas que pueden aventajarla, no fueron incluídas en esa edición, aunque sí en las posteriores.

Fácilmente se entenderá que hablo de Rodrigo de Cota y de su Diálogo entre el amor y un viejo, única poesía en que estriba su celebridad, puesto que, fuera de ella, el Cancionero no contiene de él rnás que una esparsa insignificante, y son también muy escasos, y además de poca monta, los versos suyos que se hallan en las antologías manuscritas. Por lo que toca a la caprichosa atribución que se le ha hecho, así de las Coplas del Provicial como de las de Mingo Revulgo, ya hemos indicado en otra parte la endeblez de los fundamentos en que se apoya. Y lo mismo digo de la opinión que le hace gracia del primer acto de la Celestina, siendo evidente para mí, por razones que he expuesto en otra parte, [1] que todo aquel maravilloso libro es parto de un solo ingenio, que no puede ser otro que el bachiller Fernando de Rojas, nascido en la Puebla de Montalbán. De todos modos, con el Diálogo del amor y un viejo bástale a Cota para su gloria. De su persona sabemos poquísimo. Era toledano, y suele llamársele el Tío y el Viejo, sin duda para diferenciarle de algún sobrino suyo que alcanzase notoriedad por uno u otro concepto. Llamóse Rodrigo de Cota de Maguaque, y era de raza judaica; pero no sólo renegaba de tal origen, sino que parece haber cometido la indigna flaqueza de hacer causa común con los degolladores de los conversos, provocando con ello las iras de su antiguo correligionario Antón de Montoro, en ciertas coplas manuscritas que dió a conocer D. Pedro J. Pidal: [2]

       Dígolo, señor hermano,
       Por una scriptura buena
       Que vi vuestra, no de plano,
       Si viniera de la mano
        [p. 200] Del señor Lope [1] o de Mena:
       O por no crecer la cisma
       Deste mal que nos ahoga,
       De alguno que sin sofisma,
       Loando la santa crisma,
       Quiere abatir la sinoga...
           La muy gran injuria dellos
       Lugar hubiera por Dios
       Casi de pies a cabellos,
       Si por condenar a ellos
       Quedárades libre vos.
       Mas muy poco vos salvastes,
       No sé cómo no lo vistes,
       Que en lugar de ver cegastes,
       Porque a ellos amagastes,
       Y a vos en lleno heristes.
           Porque, muy lindo galán,
       No paresciera ser asco
       Si vos llamaran Guzmán
       O de aquellos de Velasco.
       Mas todos, según diré,
       Somos de Medina hu
       De los de Benatavé,
       Y si éstos don Moséh,
       Vuestro abuelo don Baú...
           Varón de muy linda vista,
       A quien el saber se humilla,
       Quien a prudencia conquista,
       Dicen que sois coronista
        Del señor Rey de Cecilia. [2]
       Mas non vos pese, señor,
       Porque este golpe vos den;
       Sé que fuérades mejor
       Para ser memorador
       De los fechos de Moysén.

Que Rodrigo de Cota fuese cronista del Rey Católico, no consta más que por esta sátira; pero de su origen hebreo hay otra prueba irrefragable en unos versos suyos recientemente dados a luz, [3] que [p. 201] compuso contra el contador mayor de los Reyes Católicos, Diego Arias de Ávila, con motivo de haber casado un hijo o sobrino suyo con una parienta del gran Cardenal Mendoza, y haber convidado a la boda, que se celebró en Segovia, a todos sus deudos, excepto a Rodrigo de Cota, que se vengó con este burlesco epitalamio, leyendo el qual la Reina Isabel dijo que bien parescía ladrón de casa. El texto de esta composición es oscurísimo, no sólo por el mal estado del manuscrito, sino por las alusiones satíricas a usos poco sabidos de la población israelita en España; pero esto mismo acrecienta su curiosidad histórica, ya que el valor poético de la composición sea enteramente nulo.

Todo lo contrario sucede con el Diálogo del amor y un viejo, pieza capital en la literatura del siglo XV, aunque más que a la historia de la poesía lírica pertenezca a la del teatro. Por eso Moratín la dió cabida en su libro de los Orígenes, si bien su gusto severo y meticuloso le llevó a mutilarla y enmendarla arbitrariamente (como hizo, por lo demás, con todas las piezas de su colección), suprimiendo nada menos que ciento cincuenta versos, con lo cual, si pudo darla cierto grado de aparente corrección, impropia de la época a que pertenece, amenguó en gran manera el raudal poético de la obra primitiva y la despojó de su peculiar carácter. Pero si la reimprime con infidelidad, en cambio la juzga rectamente, aunque en pocas palabras: «Este diálogo es una representación dramática con acción, nudo y desenlace; entre dos interlocutores no es posible exigir mayor movimiento teatral. Supone decoración escénica, máquina, trajes y aparato; el estilo es conveniente, fácil y elegante; los versos tienen fluidez y armonía.»

Es, en efecto, un drama en miniatura, de tema filosófico y humano, que tiene cierta analogía con el remozamiento del doctor Fausto. No sabemos si fué representado alguna vez, pero reúne todas las condiciones para serlo, y en esto difiere de todos los demás diálogos que en gran número contienen los Cancioneros, y con los. cuales, sin fundamento, se le ha querido confundir. Ni el Pleito de Juan de Dueñas con su amiga, ni las Coplas de D. Luis Portocarrero, ni la Querella al dios de Amor, del comendador Escrivá (que más bien participa del género de la novela erótica), ni menos el Bias contra Fortuna, del Marqués de Santillana, pueden ser citados como precedentes dramáticos, a no ser por el desarrollo que sus [p. 202] autores dieron al arte del diálogo. A lo sumo serán escenas sueltas pero en la linda composición de Rodrigo de Cota hay algo más hay contraste y lucha de pasiones (contienda, como el autor la llama) dentro de un argumento que se desarrolla con dórica sencillez, sin más artificio que la viva expresión de los afectos. «Obra de Rodrigo de Cota, a manera de diálogo entre el amor y un viejo, que escarmentado de él, muy retraído, se figura en una huerta seca y destruída, do la casa del Placer derribada se muestra, cerrada la puerta, en una pobrecilla choza metido, al cual súbitamente paresce el Amor con sus ministros; y aquél humildemente procediendo, y el Viejo en áspera manera replicando, van discurriendo por su habla, fasta que el Viejo del Amor fué vencido.»

Así se encabeza el Diálogo en el Cancionero de 1511; pero esta rúbrica anuncia solamente la primera parte del Diálogo, no la segunda, en que el Amor, después de logrado su triunfo, escarnece y burla al miserable Viejo. La forma del contraste, que puede considerarse como una de las elementales del arte dramático, aunque tenga sus raíces en la poesía lírica, aparece con frecuencia en los tiempos medios, dentro y fuera de las escuelas de trovadores: debates entre el cuerpo y el alma, entre los sentidos corporales, entre el estío y el invierno, entre el agua y el vino, entre el día y la noche, entre el hombre y la mujer, entre la bolsa y el dinero. Pero lo esencial en estas composiciones es el debate, al paso que en el diálogo de Cota el debate está subordinado a la acción, que es el vencimiento del Viejo por el Amor, y el desengaño que sufre después de su mentida transformación.

Este carácter dramático se acentúa más en otras imitaciones posteriores, que, sin embargo, en prendas de estilo y versificación, no aventajan a la obra de Cota, por lo cual nunca gozaron de la popularidad de ésta [1] y han permanecido casi ignoradas hasta nuestros días.

[p. 203] Es la primera un nuevo texto mucho más dilatado, o más bien una completa refundición del diálogo, en que se introduce un tercer personaje, que es una mujer hermosa, de quien el amor se vale para tentar al Viejo, y en cuya boca se ponen los improperios y burlas que el Amor pronuncia en la pieza de Cota. Este curioso documento ha sido hallado en un códice misceláneo de la Biblioteca Nacional de Nápoles por el erudito Alfonso Miola, que ya por el entusiasmo de primer editor, ya por no conocer el diálogo de Cota más que en la mutilada edición de Moratín, se inclina con exceso a dar preferencia a esta segunda variante, que quizá es más dramática que la primera, pero que no sólo calca servilmente sus pensamientos, sino que los expresa casi siempre con mucha menos gracia, viveza y naturalidad. A título de curiosidad transcribiré algunas muestras de este segundo diálogo, para que se compare con el de Cota inserto en nuestra Antología:

           Las aves libres del cielo
       A mi mando son sujetas:
       Los peces andan con celo,
       Y sienten debajo el hielo
       Las llamas de mis saetas.
           A los animales torno
       Fieros, que con mi centella
       De mansedumbre los orno;
       Es testigo el unicorno,
       Qual se humilla a la doncella.
           Las plantas inanimadas,
       Tampoco se me defienden:
       Con tal fuerza están ligadas,
       Que, si no están apareadas,
       Hay algunas que no prenden.
       ..................................................
            [p. 204] Los que están en religión,
       Y los que en el mundo viven,
       De cualquiera condición,
       Con deseo y afición
       En mí esperan y a mí sirven.
           Assí que bien me conviene
       Este nombre dios de Amor;
       
Pues si el mundo placer tiene,
       Yo lo causo y de mí viene,
       Y sin mí todo es dolor.
           Si no, dime sin pasiones
       (Ya acabo, no te alborotes):
       ¿Quién hace las invenciones,
       Las músicas y canciones,
       Los donayres y los motes,
            Las demandas y respuestas
       Y las suntuosas salas?
       ¿Las personas bien dispuestas,
       Las justas y ricas fiestas,
       Las bordaduras y galas?
           ¿Quién los suaves olores,
       Los perfumes, los azeytes,
       Y quién los dulces sabores,
       Los agradables colores,
       Los delicados afeytes?
           ¿Quién las finas alconzillas
       Y las aguas estiladas?
       ¿Quién las mudas y cerillas?
       ¿Quién encubre las mancillas
       En los gestos asentadas?
       ..................................................
           En los viejos encogidos
       Resucito la virtud:
       Tornan limpios y polidos,
       Y en plazeres detenidos
       Les conservo la salud.

El manuscrito de esta composición es de la primera mitad del siglo XVI, y parece copiado por un italiano. Faltan el nombre del autor y el título de la obra, pero al principio se indican en latín los personajes: Senex et Amor Mulierque pulchra forma. [1]

[p. 205] Juan del Enzina imitó más de una vez el diálogo de Cota, al cual parece que alude en aquel célebre villancico:

       Ninguno cierre sus puertas
       Si amor viniere a llamar,
       Que no le ha de aprovechar.

Entre estas imitaciones, puede contarse la que en el Cancionero de Enzina no lleva rótulo, y que Gallardo tituló El Triunfo de Amor; pero la derivación es mucho más directa en la rarísima Égloga de Cristino y Febea, cuyo único ejemplar conocido forma parte de mi colección. [1] En esta pieza, un pastor se retira del mundo para hacerse ermitaño; pero el dios de Amor envía una ninfa a tentarle, y, vencido el ermitaño por su amor, deja los habitos y el estado religioso.

Prescindiendo de estas imitaciones, que ya con todo rigor pertenecen a la historia del teatro, y que sólo en ella pueden ser convenientemente aquilatadas, hay otros diálogos de fin del siglo XV o principios del XVI, que bien puede decirse que oscilan entre los dos géneros, aunque no los pueda calificar enteramente de obras representables. En este caso se hallan, por ejemplo, las curiosísimas Coplas de la Muerte como llama a un poderoso caballero, composición impresa en un pliego suelto gótico sin lugar ni año, en la cual me parece descubrir uno de los gérmenes de El convidado de piedra. Un caballero rico y poderoso celebra con sus amigos un espléndido festín, en medio del cual sobreviene un misterioso personaje, que no es otro que la Muerte, a quien el caballero empieza por increpar ásperamente:

       ¿Quien es ese que me llama?
       Váyase en hora muy buena:
       Hombre soy rico y de fama,
       El viene de tierra ajena...

La Muerte se obstina en llevársele, y el caballero quiere amansarla, ofreciéndola vino e invitándola a su banquete, y poniendo en su mano las llaves de sus arcas. El desenlace es menos fúnebre que [p. 206] en El Burlador, puesto que el personaje emplazado por la Muerte se va sin obstáculo al Paraíso, después de despedirse devotamente de su mujer y sus hijos. [1]

Pudiéramos prolongar a poca costa, pero sin gran utilidad, la enumeración de los poetas menores de este reinado. Nada hemos dicho, por ejemplo, del comendador Peralvárez de Ayllón, de quien hay en el Cancionero (núm. 884) un testamento de amores bastante bien versificado; pero que es mucho más conocido por la extensa égloga representable, en coplas de arte mayor, que se conoce con el nombre de Comedia de Preteo y Tibaldo, por otro nombre Disputa y remedio de amor, [2] obra que sacó a luz en 1552 Luis Hurtado de Toledo, cuando ya «su anciano y sabio auctor» había pasado de esta vida. El editor pondera con razón la «facilidad de vocablos y vivacidad de sentencias» de esta pieza, en que hay visibles reminiscencias de los Remedios de Amor, de Ovidio, siendo, por lo demás, su estructura muy poco dramática.

Dado a conocer, aunque de un modo imperfecto, lo más curioso que en el Cancionero General se contiene, procede indicar algo de la parte exterior y bibliográfica de esta famosa compilación, del modo cómo se formó, de su plan y distribución, y de los aumentos, supresiones y modificaciones que fué experimentando durante el siglo XVI. Materia es ésta que vamos a tratar muy rápidamente, para no adelantar especies, que en otra parte tendrán lugar más propio.

El Cancionero de Hernando del Castillo fué precedido por otras colecciones análogas, aunque mucho más reducidas, entre las cuales [p. 207] no contamos ni el llamado Cancionero de Fr. Ínigo de Mendoza, ni el de Ramón de Llavia, ni otros de fines del siglo XV, tanto por ser muy exiguo el número de poetas que comprenden, como por el peculiar carácter moral y religioso de casi todas las composiciones que en ellos figuran. No sucede lo mismo con el Cancionero de Juan Fernández de Constantina, que no sólo sirvió de prototipo al de Castillo (al cual debió de preceder en pocos años), sino que entró íntegramente en él, con poca diferencia en el orden de las composiciones. [1] Aun el prólogo de Castillo parece calcado en el de Fernández de Constantina, que comienza así: «La suavidad de la bien sonante melodía del galán y breve decir, después de haber en mi oreja puesto su gusto de dulzura, y a mi pecho satisfecho en muchos y largos días, me aliñó a colegir y recopilar algunas obras que la fama, no menos araña que avarienta, rimadas me dejó en el lenguaje fabricadas.» Después de lo cual advierte que sólo los ahincados ruegos de sus amigos pudieron moverle a publicar juntas estas coplas, a lo cual se resistía por dos razones: «la primera porque me gozaba yo ser relator dellas (es decir, repetirlas de viva voz); lo otro porque no viniesen a ser sobajadas de los rústicos, las lenguas de los quales quasi siempre o siempre suelen ser corrompedoras de los sonorosos acentos y concordes consonantes y hermanables pies.»

Constantina precedió a Castillo hasta en cosa tan esencial como incluir romances viejos acompañados de sus glosas, y romances modernos de trovadores, compuestos en parte como imitación o parodia de los antiguos. Casi todos los del Cancionero [p. 208] General están ya en la Guirnalda, [1] y no son la menor curiosidad de este rarísimo libro, donde por primera vez se imprimieron el romance del Conde Claros, el de Fonte frida, el de Rosa fresca, el de Durandarte, Durandarte y alguna otra joya de nuestra poesía popular.

Enlázanse con esta pequeña antología, que, a juzgar por su prólogo, ha de ser la más antigua de poesías profanas publicada en España, otras dos más breves y todavía más raras: el Dechado de galanes en castellano, que, a juzgar por la indicación que de él se hace en el Registrum de D. Fernando Colón, [2] debía de parecerse extraordinariamente al de Constantina y al de Castillo, si ya no era un extracto de ellos; y el Espejo de enamorados, que existe en la Biblioteca Nacional de Lisboa, y lleva para más claro indicio de su procedencia el segundo título de Guirnalda esmaltada de galanes y eloquentes dezyres de diversos autores: en el qual se hallarán muchas obras y romances y glosas y canciones y villancicos: todo muy gracioso e muy apazible. [3]

Estas dos coleccioncillas, de las cuales la segunda expresamente dice haber sido formada «para mancebos enamorados», y tiene que ser posterior a 1527, puesto que incluye una glosa famosísima al romance de Triste estaba el Padre Sancto, pueden considerarse como breves florilegios para uso de las gentes de mundo, siendo muy de notar en ellas, por lo que indica las tendencias del gusto público, el predominio de los romances, de los villancicos, y de otras formas populares o popularizadas de la lírica nacional.

Precedido por una de estas colecciones, a lo menos, y seguido a corta distancia por las otras (sin que nos sea dado precisar la fecha exacta, por carecer de toda indicación de año estos tres [p. 209] librillos), salió en 1511 de las prensas de Valencia [1] el voluminoso Cancionero General, de Hernando del Castillo, bajo los auspicios del Conde de Oliva, que es uno de los trovadores que en él figuran, con razonable número de composiciones, que le acreditan, por lo menos, de aficionado inteligente.

Si bien el Cancionero General anuncia pomposamente en su encabezamiento que comprende «muchas y diversas obras de todos o de los más principales trobadores d'España, en lengua castellana, assí antiguos como modernos; en devoción, en moralidad, en amores, en burlas, romances, villancicos, canciones, letras de invenciones, motes, glosas, preguntas y respuestas», y el colector añade en el prólogo que su natural inclinación le llevó a «investigar, aver y recolegir de diversas partes y diversos autores, con la más diligencia que pudo, todas las obras que de Juan de Mena acá se escrivieron o a su noticia pudieron venir, de los auctores que en este género de escrevir auctoridad tienen en nuestro tiempo», es lo cierto que su antología, aunque riquísima, puesto que consta nada menos que de 964 composiciones, no tiene verdadero valor más que para la época de los Reyes Católicos, y aun en lo tocante a este período, refleja más bien el gusto personal del colector que la importancia histórica de cada poeta. Además, no faltan en el Cancionero atribuciones falsas, y la lección suele ser mejor en los manuscritos, lo cual prueba haberse valido Castillo de copias que muchas veces eran imperfectas. Así y todo, su colección es digna de la mayor estima, por lo mucho que contiene y que no se halla en ninguna otra parte.

[p. 210] Aunque inconsecuente y mal seguido, hay en este libro un conato de clasificación, que permite orientarse en su estudio. Comienza, pues, con las obras de devoción, que son sin duda la parte más endeble del Cancionero, y que rara vez pueden parangonarse con lo que en este género hacían entonces otros poetas que más de propósito le cultivaban, tales como Fr. Íñigo de Mendoza y Fr. Ambrosio Montesino. Si se exceptúan los salmos penitenciales de Pero Guillén de Segovia, y algún rasgo suelto del valenciano Mosén Tallante, de Nicolás Núñez y de algún otro, rara vez se encuentra emoción religiosa en estas poesías, que, por el contrario, abundan en sutilezas y conceptos falsos, y aun en irreverencias y desvaríos teológicos, que hicieron que el Santo Oficio se mostrase inexorable con ellas, haciéndolas arrancar de la mayor parte de los ejemplares.

Van a continuación las obras de aquellos poetas a quienes Castillo juzgó dignos de que sus versos fuesen coleccionados aparte, formando pequeños grupos, y son principalmente el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Fernán Pérez de Guzmán, Gómez y Jorge Manrique, Lope de Stúñiga, el Vizconde de Altamira, D. Diego López de Haro, D. Luis de Vivero, Hernán Mexía, Rodrigo de Cota, Costana, Suárez, Cartagena, Juan Rodríguez del Padrón, Guevara, Álvarez Gato, Lope de Sosa, Diego de San Pedro y Garci-Sánchez de Badajoz. Como en esta parte central del Cancionero no hay división por géneros, sino por autores, léense en ella poesías de toda clase, predominando con mucho exceso los temas didáctico-morales y todavía más los amatorios.

Vienen luego seis breves secciones, determinadas por el género y no por el autor. Es la primera la de las canciones glosadas, que constan por lo común de cuatro versos, así como de ocho la glosa. En general, puede decirse de ellas lo que dijo Juan de Valdés: «De las canciones me satisfacen pocas, porque en muchas veo no sé qué dezir bajo y plebeyo y no nada conforme a lo que pertenece a la canción.» Es, con todo, uno de los géneros más característicos de la galantería cortesana; y unas pocas de Tapia, Cartagena, Escrivá, Nicolás Núñez y algún otro son agudas y graciosas. De los romances ya hemos hecho el oportuno elogio. Las invenciones y letras de justadores, en las cuales «hay que tomar y dexar» (según el dicho de Juan de Valdés), son más bien un entretenimiento [p. 211] de sociedad que un género poético. El Cancionero contiene doscientas veinte, y en la Cuestión de amor se encuentran otras muchas. Algunas, especialmente de las que recogió Castillo, tienen ingenio; por ejemplo: la del Conde de Haro, que sacó por divisa unos arcaduces de noria, con esta letra:

       Los llenos, de males míos,
       De esperanza los vacíos.

Otro pasatiempo muy análogo al anterior es el de los motes glosados de damas y galanes, de que hay en el Cancionero bastante copia. Más importantes para la literatura son los villancicos, cuyo nombre revela ya su origen villanesco, así como su derivación de la escuela galaico-portuguesa (cantigas de vilhao), de la que en la versificación conservan muchos rastros. [1] Eran composiciones esencialmente musicales, y todas ellas fueron asonadas sin duda. Pero aunque el autor del Diálogo de la lengua opina, con razón, que los villancicos del Cancionero «no son de desechar», también es cierto que pecan de excesivamente metafísicos y cortesanos, y que las mejores muestras de este género lírico, tan floreciente a fines del siglo XV, las que mejor conservan la ingenuidad y la frescura de la canción popular, no hay que buscarlas allí, sino en las obras de Juan del Enzina y en los libros de música. Las preguntas son uno de los géneros más pueriles y fastidiosos de la poesía trovadoresca, y las hay tan cándidas y fáciles de resolver como el enigma de Edipo, propuesto por Juan de Mena al Marqués de Santillana.

Terminados estos cinco grupos de carácter general, vuelve Castillo al sistema de poner juntas composiciones de un mismo autor, siendo generalmente más modernos los que en esta parte del Cancionero incluye: así Portocarrero, Tapia, Nicolás Núñez, Soria, Pinar, Peralvárez de Ayllón, Quirós, el bachiller Ximénez y algunos valencianos y aragoneses, de que en otro capitulo trataré [p. 212] más despacio, tales como el Conde de Oliva, D. Alonso de Cardona, D. Francés Carrós Pardo, Mosén Crespi de Valldaura, D. Francisco Fenollete, Mosén Narcís Viñoles, Juan Fernández de Neredia, Mosén Gazull, Jerónimo de Artés y otros, cuyas producciones, aunque, por lo general, de exiguo mérito, sirven para probar la universal difusión que ya alcanzaba la poesía castellana en los diversos reinos de la corona de Aragón.

Cierra este voluminoso tomo la grosera serie de las obras de burlas, a la verdad mucho menos recargada de obscenidades en este primer Cancionero que en otros posteriores. La mayor parte de las poesías que encierra, aunque muy libres y desaforadas en el lenguaje, son más bien sucias e injuriosas que deshonestas, y algunas, especialmente de las del Ropero, que es el poeta mayor de este grupo, podrían pasar, aun en época más culta, por chistosas, sin daño ni peligro de barras. Aun la composición más brutal de todas, que es el Aposentamiento que fué hecho en la persona de un hombre muy gordo, llamado Juvera, cuando estuvo en Alcalá el legado pontificio D. Rodrigo de Borja, que luego fué Alejandro VI, no pasa de ser una alegoría soez y confusa, en que hace todo el gasto la obesidad del dicho Juvera, aposentándose en las diversas partes de su enorme corpachón todos los del séquito del legado. [1] Las coplas del comendador Román contra Antón de Montoro, las del Conde de Paredes contra Juan de Valladolid, y aun el convite que D. Jorge Manrique hizo a su madrastra, son documentos muy interesantes para la historia de las costumbres, si bien, en clase de bromas, no parezcan tan cultas y cortesanas como pudiera esperarse de tales personajes, especialmente del Maestre de Santiago y de su hijo.

Tal es el contenido de la primera y más famosa edición del Cancionero General, que no es, sin embargo, la definitiva de Hernando del Castillo, puesto que en 1514, y también en Valencia (imprenta de Jorge Costilla) publicó otra que en el rótulo se anuncia «enmendada y corregido por el mismo autor, con adición de muchas y muy escogidas obras», las cuales en la tabla se notan con un asterisco. [p. 213] De esta edición fueron copias, al parecer, otras dos de Toledo, por Juan de Villaquirán, 1517 y 1520. No habiendo tenido ocasión de cotejar estas tres ediciones, que sólo conocemos por la breve noticia que de ellas dan Brunet, Durán y Salvá, no podemos determinar con certeza qué fué lo que se añadió o suprimió en ellas; pero sabemos por Gallardo y Usoz que ya en la de Toledo de 1520 está la indecentísima composición del Pleito del Manto, y no es inverosímil que se halle también en las dos anteriores, puesto que precisamente en 1519 y en Valencia (por Juan Viñao) fué impreso un pequeño Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, [1] que recopila todas las del Cancionero de 1511, y añade otras diez muy libres y desvergonzadas, las cuales, a excepción de una sola, pasaron todas al tercer Cancionero toledano, el de 1527, de que luego haré mención. Una de ellas es el citado Pleito del Manto, en que intervinieron varios trovadores, entre ellos García de Astorga, que dirige sus coplas a D. Pedro de Aguilar: composición tan escandalosa, que ni siquiera su tema puede honestamente indicarse aquí, bastando decir que es una parodia de los procedimientos judiciales, hecha con las más feas palabras de nuestra lengua. No así [p. 214] la Visión deleitable, compuesta en Nápoles, que siendo tanto o más lasciva en el fondo, no ofende por lo soez de la expresión, sino que procede, a estilo italiano, por términos figurados y frases de doble sentido, del modo que lo vemos, por ejemplo, en los Canti carnaccialeschi de Florencia. No se valió de este malicioso recato de expresión el incógnito autor de la C... comedia, que es una parodia bestial y lupanaria de las Trescientas de Juan de Mena, acompañada de escolios en prosa, sin duda con intento de parodiar también el comentario de Hernán Núñez. Estas apostillas, que por lo general contienen cuentos y rasgos biográficos de famosas rameras, son todavía más desenfrenadas que el texto; pero a la verdad, están escritas con más soltura y gracejo que él, y pueden servir como documento para la crónica de las malas costumbres a principios del siglo XVI, puesto que vienen a ser una especie de topografía e historia anecdótica de las mancebías de España, especialmente de las frecuentadas por estudiantes, desde Salamanca y Valladolid hasta Valencia, donde, al parecer, fué redactado este bárbaro poema, del cual pudiera sacarse un suplemento a nuestros diccionarios, poco menos copioso que el Glosarium eroticum que para la lengua latina existe.

Esta, y el Aposentamiento de Juvera (que quizá se deshechó por oscura y anticuada), fueron las únicas composiciones del Cancionero de burlas omitidas en el de Toledo de 1527, tan raro como el primitivo de Castillo, y aun más estimable que él, no sólo por ser caso rarísimo haber a las manos ningún ejemplar que no esté horriblemente mutilado, ya en la sección de obras devotas, ya en la de burlas, ya en la una y en la otra, cuanto por el gran número de poesías añadidas que contiene; si bien sospechamos, y aun tenemos por seguro, que la mayor parte de estas ediciones venían ya en todos o en alguno de los tres Cancioneros de 1514, 1517 y 1520. En total son 175 las composiciones que lleva de ventaja esta edición sobre la de 1511, pero en cambio faltan 187 de las que en ésta había, algunas tan preciosas como la Querella de amor del Marqués de Santillana. Las ediciones son de muy vario carácter, habiendo entre ellas hasta poesías de Boscán (en metros cortos), y sonetos italianos de Berthomeu Gentil, y capitoli, en tercetos, también italianos, de Tapia, y versos catalanes de Vicente Ferrandis, de Mosén Vinyoles y otros valencianos. Pero en general predomina la escuela [p. 215] antigua, representada no sólo por sus más calificados imitadores de la primera mitad del siglo XVI, tales como el murciano D. Francisco de Castilla, del cual se reproduce, aunque incompleto, el elegante y filosófico diálogo entre la Miseria Humana y el Consuelo, que es una de las mejores poesías de este tiempo y de esta manera; sino por composiciones de trovadores de fines del siglo XV, omitidas en la primera edición de Valencia. Particularmente se amplía la sección de los versos de Costana (incluyéndose su Nao de amor, imitada de la de Juan de Dueñas), de Portocarrero, de Quirós, del comendador Escrivá, de Salazar, autor de una parodia del Padre Nuestro, titulada el «Pater Noster de las mujeres», y muy especialmente de Garci-Sánchez de Badajoz, que continuaba estando de moda como prototipo de finos amadores, y del cual se ponen veintiséis composiciones nuevas, algunas de ellas extensas e importantes, como la fantasía de las cosas de amor y las coplas contra la Fortuna. Pero de las cosas hasta entonces inéditas que trae este Cancionero, la más extensa, y al mismo tiempo una de las de más apacible lectura, es cierto Doctrinal de Gentileza que hizo el comendador Hernando de Ludueña, Maestresala de la Reyna Nuestra Señora, obra que, a pesar de lo reciente de su fecha y de las costumbres palaciegas que describe, está todavía dentro de la tradición provenzal, y, más que con El Cortesano de Castiglione, guarda relación con los Ensenhamens del viejo trovador Amaneu des Escás, derivación que se manifiesta también en atribuir el Doctrinal al dios de amor, sobrenombre que se dió a varios trovadores entendidos en estas materias, y que las trataron en modo grave y didáctico, entre ellos a nuestro Serveri de Gerona. [1]

[p. 216] Por muy grande que supongamos (y extraordinaria era, en efecto) la licencia de la imprenta española en el primer tercio del siglo XVI, cuando podían circular, no a sombra de tejado, sino libremente y con indicación de la oficina del tipógrafo, libros tales como el Cancionero de burlas o las comedias Thebayda y Seraphina sin que ni siquiera la Inquisición hiciese alto en ello, no a todos los lectores había de parecer bien encontrase en un libro de común lectura, como el Cancionero General, que era el breviario poético de entonces, con horrores tales como el Pleito del Manto o la Visión deleitable. En obsequio, pues, de las personas honestas, comenzó a ser expurgado el Cancionero, siendo la primera de estas ediciones depuradas, la de Sevilla, 1535, por Juan Cromberger, de la cual es copia fiel la que el mismo impresor repitió en 1540. En una advertencia preliminar que sustituye al prólogo de Castillo, se anuncia que «se han quitado del dicho Cancionero algunas obras que eran muy deshonestas y torpes, e se han añadido otras muchas, así de devoción como de moralidad; de manera que ya queda el más copioso que se haya visto». Lo añadido, en sustitución de lo que se quita, son 88 composiciones, entre ellas las Coplas de Jorge Manrique, y una serie muy curiosa de obras en loor de algunos santos, sacadas de las Justas literarias que se hazen en Sevilla por institución del muy reverendo e magnífico señor el Obispo de Scalas. De estas justas en que por estatuto de su fundador D. Baltasar del Río sólo se usaban los antiguos metros nacionales en oposición a los de la escuela italiana, da razón Gonzalo Argote de Molina en su Discurso sobre la poesía castellana, haciendo notar su especial carácter. Entre los poetas premiados hay nombres conocidos, como el bachiller Céspedes, el cronista Pero Mexía, el Capitán Salazar, Lázaro Bejarano, y otros. [1]

Grupo distinto forman, hasta por su apanencia exterior, puesto que son en octavo, y no en folio, los dos Cancioneros de Amberes [p. 217] (por Martín Nucio y Felipe Nucio, 1557 y 1573), que son los menos raros o, si se quiere, los menos inaccesibles de toda la serie, aunque rara vez suelen encontrarse íntegros y en buen estado. La de 1557 merece la preferencia, por contener mayor número de obras, y entre ellas 57 que le son peculiares, habiéndolas entre ellas muy curiosas; por ejemplo: el Hospital de amor, el Canto de Amadís (poema narrativo en octavas reales, fundado en la célebre novela del mismo nombre), el romance de Adonis, el de la abdicación de Carlos V, y un grupo de sonetos, coplas y canciones nuevas hechas en la ciudad de Londres, en Inglaterra, año 1545, por dos caballeros cuyos nombres se dexan para mayores cosas: con ciertas obras de otro autor, cuyo nombre también se reserva. De todo esto, como perteneciente a la literatura del siglo XVI, no procede aquí adelantar noticias, bastando decir que entre estas poesías anónimas, algunas de ellas muy notables,  [1] alternan los endecasílabos italianos con las coplas castellanas de arte mayor y menor y con las formas de la poesía popular o popularizada, habiendo hasta dos composiciones [p. 218] de germanía, las más antiguas que conocemos en este dialecto rufianesco.

La ultima edición de las antiguas del Cancionero, y la menos estimable de todas, es la segunda de Amberes (1573), que no sólo no añade nada, sino que suprime innumerables piezas, entre ellas todas las de burlas.

Aparte de estas nueve impresiones del Cancionero General, se citan vagamente otras cuya existencia es dudosa, si se exceptúa la edición popular que en tres volúmenes pequeños publicó el librero de Zaragoza Esteban G. de Nájera, en 1552, de la cual por lo menos se conoce la segunda parte o tomo, existente en la Biblioteca Imperial de Viena y descrito por Wolf. Respecto de otro Cancionero, también de Zaragoza y también del impresor Nájera (1554), descubierto en la Biblioteca de Wolfembüttel por el mismo Wolf, [1] y reimpreso por Morel Fatio, no procede aquí su estudio, por constar enteramente de poesías del tiempo de Carlos V, en que alternan las formas indígenas con las italianas, como ya lo indica el título: «assi por el arte Española como por la Toscana». Es, por consiguiente, un Cancionero de transición, cuya importancia procuraremos aquilatar a su debido tiempo.

Aunque una parte relativamente escasa, de las poesías del Cancionero de Castillo pasó a la colección Fernández, a la Floresta de Rimas de Böhl de Faber, a los dos Romanceros de Durán, y a otras antologías menos famosas, se hacía sentir la falta de una reproducción total de este cuerpo poético, indispensable para el estudio de la literatura de los siglos XV y XVI. Nuestra benemérita Sociedad de Bibliófilos ha prestado en 1882 el gran servicio de poner de nuevo en circulación el Cancionero General, no limitándose a copiar la primera edición de 1511, sino enriqueciéndola con un apéndice de todo lo añadido en las de 1527, 1540 y 1557, y con numerosas variantes sacadas no sólo de estas ediciones, sino de otros varios libros impresos y de algunos cancioneros manuscritos: trabajo por extremo meritorio, como todos los que ha realizado el laborioso y discreto bibliotecario D. Antonio Paz y Melia, que sin ruido ni alharacas [p. 219] hace más por nuestra letras que muchos de los que tienen por oficio su enseñanza o su crítica.

Esta publicación debe servir de punto de partida para la ilustración analítica y menuda, que todavía exigen los poetas del Cancionero, y que sólo en pequeña parte hemos podido realizar por el carácter general de nuestra obra. Encarecer la importancia del libro de Castillo como munumento histórico y como texto de lengua, sería repetir una vulgaridad de las más obvias; pero justo es añadir que en este fárrago de versos, muchas veces medianos, suele encontrarse con más frecuencia que en otros centones de su género algo que no interesa sólo al filólogo y al erudito, sino también al hombre de gusto. Bajo tal aspecto, habría evidente injusticia en confundir el Cancionero de Castillo con el de Baena, por ejemplo, o con el de Resende. Aun prescindiendo de los pocos, pero exquisitos, romances viejos, cuyo primitivo texto está allí, recuérdese el florilegio que puede formarse con lo selecto del Marqués de Santillana, de Fernán Pérez de Guzmán, de los dos Manriques, de Rodrigo de Cota, de Diego de San Pedro, de Garci-Sánchez, de Cartagena, de Montoro, de Álvarez Gato y de otros que omitimos por no repetir tantas veces unos mismos nombres. Aun en los poetas más triviales de la colección, en los que no lucen más que un artificio huero y una mera facilidad de rimar, hay por lo menos condiciones técnicas muy estimables: casi todos versifican bien, y en los metros cortos quizá no han sido superados nunca, a no ser por aquellos discípulos suyos del siglo XVI, Castillejo, Montemayor, Silvestre, que apoderándose de estas formas, ya vacías de contenido pero siempre galanas, las infundieron un espíritu nuevo, así en la lírica como en la sátira.

Conviene huir, pues, del cómodo sistema de condenar a carga cerrada esta poesía sin leerla como debe leerse, esto es, poniéndola en relación con los elementos sociales que la produjeron y con el medio en que se desarrolló. Estudiada así, no sólo enseña mucho que no está en las crónicas, sino que a veces agrada e interesa. El Cancionero General se formó a bulto, como dice muy exactamente Lope de Vega, y por eso hay en él desigualdades grandes, según el parecer del mismo preclaro ingenio; pero lo bueno es bastante para compensar o hacer más llevadero el hastío que produce lo mediano, que es naturalmente lo que más abunda. Aun en tiempos en que [p. 220] dominaba la crítica académica, hubo ya quien sacara buen partido de los poetas del Cancionero, hasta para poner ejemplos de estilo. Mayans en su docta Retórica (que en esta parte es la mejor y más útil que tenemos) los cita a cada paso, y no se harta de ponderar el maravilloso juicio y gravedad de Hernán Pérez de Guzmán y Jorge Manrique; el ingenio, discreción y gracia de su tío Gómez, de Hernán Mexía, de Nicolas Núñez, de D. Luis de Vivero, del comendador Escrivá, del vizconde de Altamira, y el natural decir de todos ellos, suelto, castizo y agradable.

No hemos terminado aún el examen de la abundante producción poética del tiempo de los Reyes Católicos. Todavía nos falta estudiar al mayor poeta de este período, es decir, a Juan del Enzina, y fijar luego la consideración en los ingenios aragoneses, entre los cuales sobresale D. Pedro Manuel de Urrea, y en los portugueses del Cancionero de Resende, que escribieron en lengua castellana. Y, finalmente, diremos algo del autor de la Propaladia, considerado como lírico, y de los numerosos autores de pliegos sueltos que conocida o verosímilmente son anteriores a Cristóbal de Castillejo, en quien comienza un nuevo período para esta escuela, remozada y transfigurada enteramente por él. Pero todo esto será materia del capítulo siguiente, ya que éste se ha dilatado más de lo que pensábamos, y quizá más de lo que puede tolerar la paciencia de nuestros lectores.

Notas

[p. 126]. [1] . De éste pueden leerse unas Coplas a su amiga (núm. 249 del Cancionero), citadas por Juan de Valdés entre las que tienen mejor estilo. Hay en esta composición cosas dichas con agradable sencillez, por ejemplo:

       Vida de la vida mía,
       ¿A quién contaré mis quexas
       Si a ti no?
       .............................................

Y estrofas muy notables por lo original e inusitado de las comparaciones, v. gr.:

       Ante ti el seso mío
       Siente tantos alborozos
       De turbado,
        Como cuando va el judío
       Por el monte de Torozos
       Al mercado.

En el monte de Torozos solía ejercer sus cruentas justicias la Santa Hermandad.

[p. 127]. [1] . A él pertenecen estos pensamientos:

       Tiene Séneca por ley,
       Aunque en esto no lo alabo, *
       Que no hay sangre de esclavo
       Que no haya sido de rey,
       Y de rey esclavo al cabo.
       ...................................................
       ¡Oh! ciegos locos perdidos
       Los que lloráis a los muertos;
       Que los muertos son los vivos,
       Y los vivos sean ciertos
       Para penar son nascidos.
       ....................................................
       La vida cuanto es más larga,
       Tanto la muerte más dura;
       Que, en este mar de tristura,
       Cuanto se carga, descarga
       Al puerto de sepultura.
       ..............................................
       Estos bienes de fortuna
       Con trabajo son avidos,
       Y por ello son perdidos
       No sólo persona una,
       Mas los más de los nascidos:
       Los sin ellos, por ganallos;
       Los con ellos, por tenellos;
       Los unos, por no perdellos;
       Los otros, por alcanzallos;
       Son perdidos ellos y ellos.

*En las ediciones posteriores, desde la de 1527, escribieron con sentido más democrático, aunque estropeando el verso, sin duda por habérseles olvidado el pronombre yo: «Aunque en esto lo alabo.»

Los cancioneros de 1527, 1540 y 1557, añaden a esta composición muchas estrofas, que parecen de diverso autor.

En los versos amorosos, imita o excede las hipérboles irreverentes de los poetas de la corte de D. Juan II.

       Del infierno el mayor mal
       Dizen que es no ver a Dios;
       Luego el mío es otro tal,
       Pues no espero ver a vos.

De algunos villancicos suyos hizo las coplas Nicolás Núñez, por ejemplo, del que empieza:

       Vevir yo sin ver a vos,
       No quiero, ni quiera Dios.

[p. 129]. [1] . Esta obra se llama «Aviso para cuerdos», fecha por Diego López de Haro, señor de la Casa del Carpio. (Biblioteca de la Academia de la Historia: colección de misceláneas que fué de don Antonio Murillo Mateos.) Gran parte de este poemita moral está en octosílabos pareados, que hoy diríamos metro de aleluyas, v. gr.:

       Los que dan consejos ciertos
       A los vivos son los muertos...
       Quien a Dios ha de entender,
       Lo que él sabe ha de saber...
       Todo mal que aquí se tiene,
       Por el hombre al hombre viene...
       Ser mal seso, o ser cordura,
       Quien lo muestra es la ventura...
       Mala guarda es el temor
       De la vida del señor...

«Para sacar estas discretas máximas (dice Gallardo, con la expresiva familiaridad que solía usar en sus cédulas bibliográficas) hay que leer mucha pamplina. Es obra mediana.»

[p. 130]. [1] . Ensayo, II, pág. 254.

[p. 130]. [2] . Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos de España (Madrid, 1848), págs. 392-405.

[p. 130]. [3] . Tomo I, págs. 554-557.

[p. 130]. [4] . Estudios literarios (Madrid, 1890), tomo II, págs. 39-62.

[p. 132]. [1] . Por mandado del Rey compuso unas coplas, reprehendiendo a Fray Íñigo de Mendoza, y tachándole los versos que hizo con el título de Justa de la Razón contra la Sensualidad (núm. 140 del Cancionero). La principal acusación que le hace es haber plagiado a Juan de Mena (seguramente en las Coplas de los siete pecados mortales):

        Va muy bien invencionado,
       Va también digno de pena,
       Porque salió del dechado
       Que todos vimos labrado
       De mano de Juan de Mena...

[p. 132]. [2] . Don Pablo de Santa María murió en 1435.

[p. 132]. [3] . Una prueba más de que este poeta pertenece al tiempo de los Reyes Católicos, son los siguientes versos, en que claramente se alude a la quema de los judaizantes de Sevilla en el brasero de Tablada:

       Su flama encendida assi es comparada
       Con la del reyno do siempre hay mancilla,
       Como una figura de fuego pintada
       En comparación del hecho en Sevilla.

                                                               (N. 140 del Cancionero.)

[p. 133]. [1] . «Aquí está sepultado el cuerpo del virtuoso y ponderado caballero Pedro de Cartagena, del Consejo del Rey nuestro Señor, e su regidor de esta ciudad, con Doña María de Sarabia e Doña Mencía de Rojas su primera e segunda mujeres. Finó a diez de Mayo de mill y quatrocientos y setenta y ocho, en edad de noventa años.» (España Sagrada, tomo XXVII, pág. 272, de la segunda edición, 1824.)

[p. 134]. [1] . Andanzas e viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo avidos (1874), páginas 395-398. En el Liber facetiarum de Luis de Pinedo, que se citará más adelante, hay estos dos cuentos sobre Cartagena, el primero de los cuales sirve para ilustración de unos versos suyos que en el texto se mencionan:

«Cartagena llevaba por divisa unos cálices. Preguntado si eran majaderos, respondió: Si lo fueran, entre ellos anduviérades vos.»

«Estando en las casas de Pedro de Cartagena, subióse encima de unas barandas un loco para echarse de allí abajo, y estando para echarse, vióle el dicho Pedro de Cartagena de abajo; y como le preguntase que qué quería hacer, le respondió que quería volar. Pedro de Cartagena le dijo: Espera, y subiré a quitarte el capirote, para que veas por do has de ir. Y con esto le detuvo hasta que subió y le quitó de allí.»

[p. 136]. [1] . Cosas hay en ella que recuerdan las intrincadas razones de Feliciano de Silva, tan gratas a Don Quijote:

       Su fuerza que fuerza mi fuerza por fuerza,
       Me esfuerza que fuerce mi mal no diciendo...

En la penúltima estancia se describe el juego de tira y afloja:

       Un juego entre niños contino que anda...

[p. 137]. [1] .    Que dest' arte navegamos
                                  En el mar y mal del mundo...
                                  ..................................................
                                  Para bien o mal pasalle,
                                  Dios nos dió manera justa:
                                  La libertad es la fusta,
                                  La razón el gobernalle.
                                  ................................................
                                   En estas barcas traemos
                                  Nuestras almas y passamos:
                                  Si a la fusta obedescemos,
                                  Es forzado que perdamos
                                  Lo que nunca cobraremos:
                                  Y pues la vida es passaje
                                  Que tan presto passa y va,
                                  Aunque nadie se lo ataje
                                  Pasar bien este viaje
                                   En el gobernalle está.
                                  ...................................................
                                  Palabras son muy sabidas,
                                  Que tenemos los mortales
                                  En nuestras manos metidas
                                  Nuestras muertes, nuestras vidas,
                                  Nuestras culpas, nuestros males...
                                  ...................................................
                                   —«Si yo mudo mi conciencia,
                                  ¿Mudara Dios el fin mío?»—
                                  No vale tal consequencia,
                                  Antes anda su presencia
                                  Con nuestro libre albedrío...
                                  En su saber infinito
                                  Todo está predestinado,
                                  Todo está claro y escrito;
                                   Mas el ser así ordenado,
                                  No costriñe el apetito...
                                  ...................................................

[p. 139]. [1] . Por ejemplo, en un cuento de Juan Alonso Aragonés que citaré luego, y también en El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara (que era ecijano): «De aquí fué Garci Sánchez de Badajoz, aquel insigne poeta castellano.»

[p. 139]. [2] . Alusión evidente al Infierno de Amor.

 

[p. 141]. [1] . Líber facetiarum et similitudinum Ludovici de Pinedo et aliorum. Manuscrito de la Biblioteca Nacional, publicado por don A. Paz y Melia en sus Sales Españolas o agudezas del ingenio nacional (Madrid, 1890), página 295.

[p. 141]. [2] . También Lope de Vega trae un cuento de Garci Sánchez, en la comedia Quien ama no haga fieros:

            A Garci Sánchez pedía
       Un sacristán que le hallase
       Una invención que sacase
       Su manga de cruz un día.
           Pero viéndole el calzón
       Roto, y en pedir prolijo,
         «Saca unas calzas, le dijo,
       Y será buena invención.»

En el Sobremesa de Timoneda (parte Iª, cuento 83) se lee este otro dicho agudo de nuestro poeta: «Traían a un sobrino de Garcí Sánchez dos mujeres en casamiento, de las cuales la una era de muy buena parte, sino que había hecho un yerro de su persona, y la otra era confesa, con la cual le daban un cuento en dote. Llegando este mozo a demandar consejo y parescer a su tío sobre cuál de aquestas tomaría por mujer, respondióle así: «Sobrino, yo más querría que me diesen con el CUENTO, que no con el hierro.»

 

[p. 142]. [1] . No puedo recordar dónde he leído u oído la especie de existir todavía (¿quizá en Extremadura?) un Cancionero manuscrito, formado en todo o en parte con versos de Garci Sánchez. ¿Será el mismo que Gallardo, que al parecer le poseyó, cita varias veces con el título de Cancionero de Mauro del Almendral, aunque sin detallar nunca su contenido?

[p. 145]. [1] . Son los números 1876 y 1877 del Romancero, de Durán, que los tomó del Cancionero general y del Cancionero de Romances. Comienza el primero Caminando por mis males; el segundo Despedido de consuelo. Este segundo es casi una mera variante del primero, y repite el villancico:

       Hagádesme, hagádesme,
       Monumento de amores he...

[p. 147]. [1] . Esto es en la edición del Cancionero de 1511. En las posteriores de 1527, 1540 y 1557 se añadieron ocho estrofas más, con los nombres de otros ocho poetas, entre ellos el conde de Haro, Lope de Sosa, Rodrigo Mexía... Estas añadiduras no parecen de Garci Sánchez.

[p. 148]. [1] . El mismo Quintana, que tan desdeñosamente juzga a la mayor parte de los poetas del siglo XV, reconoce en las coplas de Garci Sánchez «mucho calor y agudeza».

[p. 148]. [2] . Las reprodujo Usoz al fin del Cancionero de obras de burlas que publicó en Londres (págs. 207 y 209).

[p. 150]. [1] . Estos versos parecen argumento en favor del origen extremeño, ya que no de la patria, del poeta.

[p. 151]. [1] . Los poetas del Cancionero suelen usar la palabra nación en el sentido de naturaleza o condición nativa. Así Florencia Pinar:

       De estas aves su nación
       
Es cantar con alegría...

Pero Juan de Valdés, en el Diálogo de la lengua, vitupera esta acepción impropia y forzada.

[p. 151]. [2] . Tomó esta noticia Barbieri de un tomo de poesías portuguesas y castellanas de Fray Antonio de Portalegre, intitulado A Paixao de Christo metrificada (Coimbra, 1548). Vid. Cancionero musical de los siglos XV y XVI, página 24. En dicho Cancionero hay ocho composiciones musicales de Badajoz, y es de suponer que también le pertenezca la letra de algunas de ellas, pero no de todas, porque Gil Vicente, en la tragicomedia de D. Duardos, pone tres versos del villancico que lleva en la colección el núm. 167; y en cuanto a otro villancico que empieza:

       ¿Quién te hizo, Juan Pastor
       Sin gasajo y sin placer,
       Que alegre solías ser...?

aparece en 1514, sirviendo de motivo al Diálogo para cantar de Lucas Fernández. Y fué tan popular y famoso, que muchos años después le glosaron Jorge de Montemayor en su Cancionero (Zaragoza, 1561), y Esteban Daza en su rarísimo libro de musica de vihuela, intitulado El Parnaso (Valladolid, 1576), si bien la letra varía bastante, hasta el punto de ser casi diversa.

De Garci Sánchez hay en el mismo Cancionero tres villancicos, puestos en música por los maestros Escobar y Peñalosa. Uno de ellos, el que comienza:

       Lo que queda es lo seguro;
       Que, lo que conmigo va,
       Deseándoos morirá...

alcanzó mucha celebridad, siendo glosado por don Pedro Manuel de Urrea en su Cancionero (1513); vuelto a lo divino por el bachiller Alonso de Proaza; y asonado por diversos músicos, entre ellos Enríquez de Valderrábano, en su Silva de Sirenas (1547).

[p. 154]. [1] . Dirigidos al trovador Barba (núm. 213 del Cancionero).

[p. 155]. [1] . En mi concepto, es persona distinta de Pedro Díaz de Costana, colegial de San Bartolomé de Salamanca desde 1444, profesor de Vísperas y maestro de Teología en aquella Universidad, deán de Toledo e inquisidor en 1488 (concepto por el cual intervino en el proceso de su comprofesor Pedro de Osma), y autor de un libro titulado Tractatus fructuosissimus atque christianae religione admodum necessarius super decalogo et septem peccatis mortalibus cum articulis fidei, et sacramentis Ecclesiae, atque operibus misericordiae, superque sacerdotali absolutione, utraque excommunicatione, et suffragiis, et indulgentiis Ecclesiae, a Petro Costana in Sacra Theologia Iicenciato benemerito, non minus eleganter quam salubriter editus (4º sin foliar). Acaba: «Libellus iste est impressus et finitus Salmanticae civitatis... XVIII mensis Julii anno Domini 1500.»

 

[p. 157]. [1] . Hay entre los versos del Tapia del Cancionero General, una pregunta a Cartagena, una canción a un amigo suyo que partía a la guerra del Ampurdán, otra a don Diego López de Ayala, sirviendo en Alhama como soldado durante la guerra de Granada, y, finalmente, un epitafio a César Borja; todo lo cual parece que basta para fijar la distinción entre ambos poetas y la fecha en que florece el segundo.

[p. 158]. [1] .        Irés a Guadalajara,
                                  Do verés la hermosura
                                  Cuya vista cuesta cara...

                                            (Núm. 828 del C. G.)

[p. 158]. [2] . Núm. 845:

                                  Doncella de aquel Dios mío,
                                  Verdadera prima mía,
                                  Señora de quien se fía
                                  Lo que a mí mismo no fío...

[p. 159]. [1] . Di alcuni versi italiani di autori spagnuoli dei secoli XV e XVI. (En la Rassegna Storica Napoletana di Lettre ed Arte, Nápoles, 1894.)

[p. 161]. [1] . Pudo ser el poeta portugués del Cancionero de Resende, o más probablemente el caballero castellano favorito de Felipe el Hermoso.

[p. 161]. [2] . Véase, por ejemplo, este pasaje bastante agradable, a pesar de ciertas afectaciones retóricas.

«Esperaba con estremo deseo la venida del dichoso nuncio, cuando el Amor mandó en una cerrada nube con melodiosos cantares llevarme; y al tiempo que suelen los rayos de Febo, relumbrando, esclarecer el día, yo me hallé en un campo tan florido, que mis sentidos, ya muertos, al olor de tan excellentes olores resucitaban: cerrado el derredor de verdes e altas montañas, encima de las quales tan dulces sones se oían, que olvidando a mí, la causa de mi venida olvidaba; mas después de cobrado mi juicio, por lo poco que mi alma en alegrías descansaba, maravillado de cómo tan súbitamente en tan placible e oculto lugar me hallase, volví los ojos a todas partes de la floresta, en medio de la qual vi un pequeño monte de floridos naranjos, e de dentro tan suave armonía fazian, que las aves que volaban, al dulzor de tan concertadas voces en el aire pasaban: circuído al derredor todo de un muy claro e muy caudal río, a la orilla del qual llegado, vi un pequeño barco que un viejo barquero regía.»

Esta composición alegórica apareció en el Cancionero de Toledo de 1527.

[p. 162]. [1] . La compusieron por estancias alternadas Fenollar y Escrivá (Vid. Milá y Fontanals, Opúsculos literarios, tercera serie, tomo VI de sus Obras, página 399).

Con el título de Contemplaciò a Jesús Crucifficat ha sido impresa varias veces, juntamente con La Passió en cobles de En Fenollar y Pere Martínez (Valencia, 1493, 1518, 1564...).

[p. 163]. [1] . Sólo dos ejemplares he alcanzado a ver de este rarísimo libro, que lleva en el frontispicio grabado, en que aparecen varias figuras desnudas, el solo título de Veneris Tribunal, y el nombre del autor, y en la última hoja dice: «Impressa en la nobilissima Ciudad de Nápoles: a los doze días del mes de Abril: del año de nuestra redempcion de M.D.XXXVII per Aurelio Pincio Veneciano, público impressor. 8º Gót. 4 hojas preliminares, 67 folios y una blanca.

[p. 163]. [2] . De estos versos parece que se acordó el autor de la Epístola moral en aquellos otros suyos:

       ...¿Oh Muerte, ven callada
       Como sueles venir en la saeta...

[p. 165]. [1] .         Bien sabréys decir Tebá,
                                  Según vuestra fe decora
                                  Que tratays:
                                  Item más también Sabá,
                                  
Y adorar siempre la Tora
                                  
Quando orays.
                                  Pariente de Benjamín,
                                  Hermano de Don Santó,
                                   Y por fama
                                  Sabréys dezir Gerubín
                                  
Y jurar al Dío sin espanto
                                  En el aljama.

                                                 (Núm 992 del Cancionero.)

 

[p. 166]. [1] . El único ejemplar conocido de estas coplas del Comendador Román, que no aparecen en los Cancioneros, aunque sean el mejor fundamento de la fama poética de su autor, pertenece actualmente a la riquísima colección que en Sevilla posee el Marqués de Jerez de los Caballeros. Es un pliego gótico de ocho hojas a dos columnas, con este encabezamiento en letras capitales negras:

—Esta obra es sobre el | fallecimiento del Príncipe nuestro se | ñor que santa gloria aya: hízola el co | mendador rromán criado de los Reyes | nuestros señores: Las décimas son ciento dos.

Se ha hecho de esta pieza una lindísima reimpresión de quince ejemplares numerados:

—Décimas al fallecimiento del Príncipe Don Juan, por el Comendador Román (siglo XV). Ahora nuevamente reimpresas con una carta prólogo por D. Manuel Gómez Imaz. En Sevilla. En la oficina de E. Rasco. Año de 1890.

Sirve de complemento a un precioso opúsculo del mismo Sr. Gómez Imaz, titulado Algunas noticias referentes al fallecimiento del Príncipe D. Juan y al sepulcro de Fr. Diego Deza, su ayo (Sevilla, Rasco, 1890).

[p. 167]. [1] . La obra del bachiller de la pradilla, cathedrático de sancto domingo en gramática, poesía y rhetórica.

4º gótico, de 33 hojas sin foliar.

Da noticia de este rarísimo opúsculo, y transcribe algunos trozos de la elegía, el Sr. Gómez Imaz, en el primero de los opúsculos ya citados.

El Bachiller de la Pradilla es autor, además, de cierta pedantesca Égloga Real... sobre la venida del muy alto y poderoso Rey y Señor el Rey D. Carlos... la cual compuso primeramente en latín, y por más servir a S. A. Ia convertió en lengua castellana trobada. Presentóla en la muy noble villa de Valladolid en fin del mes de Diciembre del año próximo de 517. Introdúcense cuatro pastores, Telefo, Guilleno, Crispino y Menedemo: los cuales, después que han hablado algunas cosas en alabanza de S. A., provocan a los estados de los hispanos a ue vengan a besar las manos, como vienen, y el Infante primero. Enxérense ciertas coplas en leer de la muy Esclarecida Señora Infanta Madama Leonor, Rey (sic) de Portugal... Va en pastoril estilo y de arte mayor. 4º 45, hojas góticas.

A esta composición bilingüe, acompaña un largo e indigesto comentario en prosa.

En el Registrum de don Fernando Colón se citan otras dos piezas, hoy desconocidas, del mismo autor: La Obra del Bachiller de la Pradilla, en coplas latinas y españolas, de la venida del Rey D. Felipe y Doña Juana; y Coplas en español del Bachiller de la Pradilla sobre la elección del obispo de Calahorra. Una y otra se vendían ya en 1511.

[p. 167]. [2] . Trobas de la gloriosa pasión de nro. redentor Jhu. xpo. endereçadas a los muy altos serenísimos y muy poderosos los reyes nros. señores, las quales comiençan de la cena de nro. Salvador Jhu. Por que no se pensó hazer más de aquel solo misterio y después por mandamiento de sus altezas fué acabada la dicha pasión, hechos por el comendador Román su criado. (Al fin): En toledo en casa de juan Vazqs. Folio, gótico, a dos columnas.

[p. 172]. [1] . «La octava razón es porque nos hazen contemplativos, que tanto nos damos a la contemplación de la hermosura y gracias de quien amamos, y tanto pensamos en nuestras passiones, que, quando queremos contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los corazones, que sus llagas y tormentos parece que recebimos en nosotros mismos, por donde se conoce que también por aquí nos ayudan para alcanzar la perdurable holganza.»

Otras razones son más profanas y también más sensatas; por ejemplo, las siguientes, que pongo como muestra del buen estilo de este raro libro, y curioso spécimen de la galantería cortesana de la época:

«Por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos... Por las mujeres se inventan los galanes entretalles, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa. Porque nos conciertan la música y nos hacen gozar de las dulcedumbres della: ¿Por quién se asonan las dulces canciones, por quién se cantan los lindos romances, por quién se acuerdan las vozes, por quién se adelgazan y sutilezan todas las cosas que en el canto consisten?... Ellas crecen las fuerzas a los braceros y la maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean y corren y saltan y hazen otras cosas semejantes... Los trobadores ponen en ellas tanto estudio en lo que troban, que lo bien dicho hazen parecer mejor. Y en tanta manera se adelgazan, que propiamente lo que sienten en el corazón, ponen por nuevo y galán estilo en la canción o invención, o copla que quieren hazer... Por ellas se ordenaron las reales justas y los pomposos torneos y alegres fiestas. Por ellas aprovechan las gracias, y se acaban y comienzan todas las cosas de gentileza.»

De esta prosa a la de Boscán, en su traducción de El Cortesano de Castiglione, no hay ya más que un paso.

[p. 173]. [1] . Sobresalen entre ellos los lindos villancicos para la noche de Navidad (núm. 43 del Cancionero), composición dialogada en que son interlocutores la Virgen y el poeta. Glosó Núñez algunos romances viejos, entre ellos aquel tan lindo del prisionero y el avecilla que le cantaba al albor:

       Matómela un ballestero,
       Dele Dios mal galardón.

Suya es también una irreverente parodia de las Horas de Nuestra Señora, por el estilo de los Gozos de Juan Rodríguez del Padrón y de las Lamentaciones de amor, de Garci Sánchez de Badajoz. Hizo además versos en alabanza del Gran Capitán.

Núñez debe de ser uno de los ingenios más modernos del Cancionero, a juzgar por el empleo que hace de una nueva forma de estancias de arte mayor, que sólo hallamos en poetas de la última época trovadoresca, por lo general valencianos y aragoneses, tales como Jerónimo de Artés y el Conde de Oliva, Mecenas del colector Hernando del Castillo. La de Núñez es en loor de San Eloy, y empieza:

       Querer dar loanza do tanto bien sobra,
       De vos, Eloy santo, señor muy loado,
       Simpleza parece y casi pecado,
       Sin dar vos la gracia poner yo la obra.
       Y pues que con ésta el yerro se cobra,
       Seguir quiero siempre con fe lo que sigo,
       Contando la justa de vuestro enemigo,
       Do fué derribado con mucha zozobra:
       Los ángeles iban tañendo trompetas
       Y los atabales los santos Profetas.

Análoga a esta combinación de diez versos es la de doce, usada por Mosén Tallante en una poesía religiosa del mismo Cancionero (núm. 2).

Es verosímil que Núñez fuera valenciano, o a lo menos que residiese en Valencia cuando Castillo compilaba allí su Cancionero. Nos lo persuaden los versos que dirigió a Mosén Fenollar, que le había preguntado quál era merjor, servir a la doncella, o a la casada, o a la beata, o a la monja: cuestión que recuerda el famoso y picante Procés de les Olives, que sostuvieron el mismo Fenollar, Gazul, Moreno, Vinyoles y otros, con más gracejo que comedimiento.

[p. 174]. [1] . La primera edición castellana parece ser la de Salamanca de 1496.

Estoria muy verdadera de los dos amates Eurialo franco y Lucrecia senesa que acaeció en el año de mil e quatrocientos e treynta e quatro años en presencia del emperador Sigismundo, hecha por Eneas Silvio despues papa Pio Segundo. Item otro su tratado muy provechoso de remedios contra el amor. Item otro de la vida y hazañas del dicho Eneas. Item ciertas sentencias e proverbios de dicho Eneas.

Hay reimpresiones de Sevilla, por Jacobo Cromberger, 1512, 1524, 1530...

Las obras de Eneas Silvio estaban en España en gran predicamento a principios del siglo XVI. Entonces fueron traducidas su Historia de Bohemia, por el Comendador Hernán Núñez de Toledo (Sevilla, 1509); y su Visión Delectable de la casa de la Fortuna, por Juan Gómez (Valencia, 1513).

[p. 175]. [1] . La edición más antigua de la Cárcel de Amor descrita por los bibliófilos es de Sevilla, 1492, y dice al principio: El siguiente tractado fué hecho a pedimeto del señor don diego herrnades: alcayde de los donzeles, e de otros cavalleros cortesanos: llámase Cárel de amor. Compuso lo San Pedro. (Al fin): Acabose esta obra intitulada Carcel de Amor. En la muy noble e muy leal cibdad de Sevilla a tres días de março. Año de 1492, por quatro alemanes compañeros.

4º gót., sin foliatura.

Entre las posteriores, citaremos la de Burgos, por Fadrique, alemán de Basilea, 1496; la de Logroño, por Arnao Guillén de Brocar, 1508, que parece ser la primera en que se incluyó la continuación de Nicolás Núñez; la de Sevilla, 1509; la de Burgos, por Alonso de Melgar, 1522; la de Zaragoza, por Jorge Coci, 1523; (si es que realmente no fué impresa en Venecia, con falso pie de imprenta, como Salvá sospecha); la de Sevilla, por Cromberger, 1525; la veneciana de 1531, por Micer Juan Bautista Pedrezano, junto al puente de Rialto, corregida probablemente por Francisco Delicado; la de Medina del Campo, 1547, por Pedro de Castro, que es quizá preferible a todas las anteriores, por contener, además de la Cárcel, las obras en verso de Diego de San Pedro, y su Sermón de amores; la de Venecia, 1553, corregida por Alfonso de Ulloa, y que contiene los mismos aditamentos que la de Medina; las varias de Amberes, por Martín Nucio (1556, 1576, 1598...), unidas siempre a la Cuestión de amor, que son las que con más facilidad se encuentran; las de París, 1567, 1581, 1595, 1616, y Lyon, 1583, en español y francés. La traducción es de Gil Corrocet. De la italiana de Lelio Manfredi se citan ediciones de 1513 , 1521, 1530, 1533, 1537, 1546..., y por ella se hizo una versión francesa anterior a la de Corrocet (París, 1526; Lyon, 1528; París, 1533...). La traducción catalana, que es rarísima, es de Bernardo de Vallmanya: Obra intitulada lo Carcer d'Amor. Composta y hordenada por Diego de Sant Pedro... traduit de lengua castellana en estil de valenciana prosa por Bernardi Vallmanya, secretari del spectable conte d' Oliva, Barchelona, Joham Rosembach, a XVIII dies del mes de setembre Ani Mil CCCCXCiii. 4º, let. gót., con láminas en madera, como las primeras ediciones castellanas. Hay un ejemplar en el Museo Británico.

Para más pormenores sobre las diversas ediciones de este famoso libro, debe consultarse el Catálogo de la Biblioteca de Salvá, y el de Libros de Caballerías, formado por Gayangos (tomo XL de la Biblioteca de Autores Españoles), además del Manual, de Brunet.

[p. 176]. [1] . No hemos llegado a leer este rarísimo libro, que sólo conocemos por nota bibliográfica que Gallardo comunicó a Salvá: Tractado de amores de Arnalte e Lucenda, (Al fin): Acabose este tractado llamado Sant Pedro a las damas de la reyna nuestra Señora. Fué empreso en la muy noble y muy leal çibdad de Burgos, por Fadrique, aleman, en el año del naçimiento de nuestro Salvador ihu christo de mill y CCCC y noventa e un años, a XXV dias de noviembre. 4º gótico, sin foliaturas ni reclamos, aunque con signaturas.

Como se ve, la edición antecedió en un año a la de la Cárcel de Amor. ¿Será éste el otro tratado a que alude Diego de San Pedro en la dedicatoria de la Cárcel de Amor, al Alcaide de los Donceles: «Porque de vuestra merced me fué dicho que devia hazer alguna obra del estilo de una oración que envie a la Señora Doña Marina Manuel, porque le parecía menos malo que el que puse en otro tractado que vió mio»?

Brunet describe otra edición del Arnalte y Lucenda, también de Burgos, y no menos rara que la precedente: Tratado de Arnalte y Lucenda por elegante y muy gentil estilo hecho por Diego de Sant Pedro y endereszado a las damas de la... reyna doña Isabel. En el qual hallarán cartas y razonamientos de amores de mucho primor y gentileza según que por él verán. (Al fin): Aquí se acaba el libro de Arnalte y Lucenda... agora postreramente impresso en... Burgos por Alonso de Melgar. 4º, 28 hojas de letra de Tortis.

A juzgar por esta portada, las formas artísticas empleadas en el Arnalte y Lucenda deben de ser las mismas que en la Cárcel de Amor, es, a saber, cartas y razonamientos.

Cítanse también ediciones de Sevilla, 1525, y Burgos, 1527, y traducciones francesa de Nicolás Herberay des Essarts (famoso intérprete del Amadís), e italiana de Bartolomé Maraffi, una y otra impresas varias veces.

[p. 177]. [1] . No ha habido más razón para atribuir a Diego de San Pedro el Proceso, que un pasaje de sus versos sobre el Desprecio de la Fortuna, en que se arrepiente de aquellas cartas de amores, escritas de dos en dos, lo cual bien puede aplicarse al Arnalte y Lucenda, donde hay varias cartas, lo mismo que en la Cárcel de Amor.

El epistolario en cuestión más bien parece de Juan de Segura, cuyo nombre lleva en las ediciones de Toledo, 1548; Alcalá, 1553; Estella, 1563, aunque no en la de Venecia, por Giolito, 1553, apreciabilísima por contener íntegro el Diálogo de las condiciones de las mujeres, de Cristóbal de Castillejo, las Cartas de Blasco de Garay, y otros opúsculos.

Juan de Segura, siguiendo el ejemplo de los autores de libros de caballerías, supuso traducidas del griego sus cartas; pero no corresponden a ninguno de los epistolarios eróticos de la antigüedad: Processo de Cartas de Amores, que entre dos amantes passaron... Con una carta de un amigo a otro, pidiéndole consuelo. Mas una quexa y aviso contra amor. Traducido del estilo griego en nuestro polido castellano, por Juan de Segura.

 

[p. 180]. [1] . El Sermón de Diego de San Pedro está en un pliego suelto de la preciosa colección de Campo Alanje (hay en la Biblioteca Nacional) y también en las ediciones de la Cárcel de Amor, de Medina del Campo, 1547; Venecia, 1553, y acaso en alguna otra.

[p. 180]. [2] . Hay una edición suelta del Desprecio de la Fortuna, con una dedicatoria en prosa al Conde de Ureña, la cual falta en el Cancionero. En ella dice San Padro que llevaba veintinueve años al servicio de su Mecenas.

[p. 181]. [1] . Es la que empieza:

       El nuevo navegador,
       Siendo de tierra alongado,
       Con la sombra del temor,
       Turba y mengua su vigor,
       Viéndose de agua cercado...

y termina:

       Contemplemos y pensemos
       En su Pasión muy gloriosa,
       Suspiremos y lloremos,
       Pensemos porque gocemos
       De ver su gloria preciosa.

Esta Pasión fué adicionada luego por el Bachiller Burgos con algunas quintillas acerca de la Resurrección, que principian:

       Y puesta la Virgen pura,
       Sola el sepulcro mirando,
       Con tal angustia y tristura
       Cual nunca vió criatura,
       Con el Hijo contemplando...

y acaban:

       Al que plegue despertar
       Nuestro rudo entendimiento,
       Dándonos gracia en obrar,
       Y el saber para loar
       Su alto merecimiento.

En los catálogos de Heber, Brunet y Salvá, se describen ediciones góticas de La Passio de nro. redemptor. y salvador Jesu xpo, trobada por Diego de Sant Pedro.

Las ediciones populares de esta Pasión, más o menos modernizada en el lenguaje, alcanzan hasta fines del siglo XVII. Hemos visto dos de Madrid, una por Julián de Paredes, 1693, y otra por Francisco Sanz, 1699, y una de Sevilla, por Lucas Martín de Hermosilla, 1700.

Se incluyó sin el nombre de su autor en el Cancionero y Romancero Sagrados de la Biblioteca de Rivadeneyra (núm. 969).

A las obras de Diego de San Pedro mencionadas hasta aquí, debe añadirse una Égloga pastoril, que principia:

       Dios os salve acá, ¿qué hacéis?

La cita Cañete, sin dar más noticias sobre ella, en su prólogo a las Farsas y Églogas, de Lucas Fernández.

[p. 183]. [1] . La más antigua edición que conozco de la Cuestión de Amor es la de Valencia, por Diego de Gumiel: acabose a dos de Julio año de mil e quinientos y trece. En la Biblioteca imperial de Viena existe una edición sin fecha, que parece de las más antiguas. Hay otras de Salamanca, 1519 y 1539; Venecia, 1533 con esta nota final hízolo estampar miser Juan Bautista Pedrezano, mercader de libros: por importunación de muy muchos señores a quien la obra y estilo y lengua romance castellana muy mucho place; correcta de las letras que trastrocadas estavanse (el corrector de éste, como de otros muchos libros españoles salidos de aquella imprenta, fué Francisco Delicado, autor de La Lozana Anduluza); Medina del Campo, 1545, y Venecia, por Gabriel Giolito, 1554 (añadidas al fin Trece questiones del Philocolo, de Juan de Boccaccio, traducidas por el canónigo de Toledo Diego López de Ayala), con unos sumarios en verso de Diego de Salazar, que primero fué capitán y al fin ermitaño (el corrector de la edición fué Alonso de Ulloa, que añadió una introducción en italiano sobre el modo de pronunciar la lengua castellana); Amberes, 1556, 1576, 1598; Salamanca, 1580, etc. En estas últimas impresiones va unida siempre a la Cárcel, pero con paginación distinta. Hay una traducción francesa con el título de Le débat entre deux gentils hommes espagnols (París, 1549, por Juan Lougis).

[p. 183]. [2] . Di un antico romanzo spagnuolo relativo alla storia di Napoli. La Question de Amor (en el Archivio Storico per le provincie Napoletane, y luego en tirada aparte).

[p. 185]. [1] . Era ya frecuente en Italia la representación de piezas españolas. Consta que en 6 de enero de 1513 fué recitada en Roma una égloga de Juan del Enzina, probablemente la de Plácida y Victoriano.

[p. 189]. [1] . La corte delle Tristi Regine a Napoli (en el Arch vio Storico per le provincie Napoletane, 1894).

[p. 191]. [1] . La estrofa referente a ella, dice así:

       Vos a quien mi alma adora,
       De seda floxa encarnada
       Labrad un lazo, señora,
       Do se muestre cada hora
       Mi libertad enlazada;
       Y unos mármoles rompidos
       En torno desconcertados,
       Donde estarán assentados
       Mis males que, de pesados,
       Están en tierra caydos,

[p. 192]. [1] . Versi spagnuoli in lode di Lucrezia Borgia, Duchessa di Ferrara e delle sue damigelle. (Napoli, 1894.) Están sacados del mismo códice (Poesie diverse, XIII, G. 42-43), donde se halla la variante del Diálogo entre el amor y un viejo, de que luego daré cuenta.

Sospecha Croce que este anónimo poeta fuese aragonés. A mí no me lo parece, y no es gran prueba de afecto a Aragón lo que dice de sus damas, a no ser que lo de grossedad haya de entenderse, no en sentido de grosería o poco aliño, ni tampoco en el de gordura, sino en el de generalidad, como si dijéramos la mayor parte:

           Por huir prolexidad,
       Dexo estar las ferraresas,
       Que no sé su propiedad,
       Puesto que en su grossedad
       Parecen aragonesas.
           Muchas muestran hermosura,
       Otras gala y gentileza,
       Alguna tiene cordura,
       Otras con desenvoltura
       Contrahazen la belleza.

[p. 193]. [1] . Es sabido que en algún tiempo se consideró a Lucrecia Borja como poetisa castellana; pero hoy es cosa averiguada que los versos de su mano que hay en la Ambrosiana no son originales, sino copiados de los cancioneros. Casi otro tanto puede decirse de los que componía el Cardenal Bembo para hacerse grato a los ojos de Lucrecia, haciéndola la corte en su lengua y lisonjeando su amor propio nacional con decir que el castellano era idioma más propio de la galantería, porque «le vezzose dolcezze degli spagnuoli ritrovamenti nella grave purità della toscana lingua non hanno luogo, e se portate vi son, non vere e natie pasiono, ma finte estraniere (Vid. el estudio de B. Morsolin, Pietro Bembo, e Lucrcezia Borgia, Roma, 1885).

[p. 196]. [1] . Alude a los primeros e infelices matrimonios de Lucrecia.

[p. 196]. [2] . El eruditísimo A. Farinelli, en un artículo de la Rassegna Bibliografica della letteratura italiana (Pisa, mayo de 1894), añade otros nombres: en las Frottole de Andrea Antico di Montona (Roma, 1518—Venecia, 1520), son castellanas nueve composiciones de las cuarenta y cinco que contiene el libro. Otras tres en la misma lengua hay en I Fioretti di Frottole (Nápoles, 1519). Pero Farinelli observa con razón que tales casos eran todavía excepcionales a principios del siglo XVI, y, por decirlo así, mero capricho de poetas y colectores. [p. 197]. [2] . Ed. Thuasne, III, pág. 180.

[p. 197]. [1] . Era un médico humanista de Lecce, bastante olvidado hasta nuestros días, en que muchos opúsculos suyos, amenos e ingeniosos, y útiles para el conocimiento de las costumbres de su tiempo, han ido apareciendo, ya en el tomo VIII del Spicilegium del Cardenal Mai, ya en varios volúmenes de la magna colección de escritores de la tierra de Otranto. Muchos quedan, sin embargo, inéditos en las bibliotecas italianas, y así de éstos como de los publicados abundan las copias. Sobre la carta De educatione escribió recientemente Croce en el Giornale storico della letteratura italiana, de Novati y Rinier.

[p. 199]. [1] . Estudios de crítica literaria, segunda serie. [Ed. Nac. Vol. II pág. 237].

[p. 199]. [2] . En el prólogo al Cancionero de Baena.

 

[p. 200]. [1] . ¿De Stúñiga?

[p. 200]. [2] . Titulo que llevaba entonces Fernando el Católico, por vivir aún su padre D. Juan II.

[p. 200]. [3] . Por Mr. Foulché-Delbosc, en el número primero de su interesante Revue Hispanique (marzo, 1894). El manuscrito es de nuestra Biblioteca Nacional (K-97). Por algunas alusiones del contexto de esta poesía, se infiere que fué escrita después de 1472.

[p. 202]. [1] . Además de figurar en todas las ediciones del Cancionero, el diálogo de Rodrigo de Cota se imprimió muchas veces unido a otros opúsculos, tales como las Coplas de Jorge Manrique, las de Mingo Revulgo y las Cartas en refranes, de Blasco de Garay (por ejemplo, en la edición de Alcalá, 1564, en casa de Pedro de Robles, y en la de Madrid, 1632, por la viuda de Alonso Martín, donde se añadió a todo lo enumerado el Manual de Epicteto, traducido del griego por el Maestro Sánchez de las Brozas). También se halla en el libro de los Refranes o proverbios castellanos, de César Oudin (París, 1609; Lyon, 1614; Bruselas, 1634, etc.). Las ediciones sueltas son más escasas; pero todavía hay una del siglo pasado, en la forma popular de los pliegos en cuarto, hecha por el famoso librero don Pedro Alonso Padilla. Modernamente el diálogo ha sido reimpreso en la Celestina del impresor Amarita, 1822; en los Orígenes de Moratín—aunque con las mutilaciones que se indican en el texto; en la Floresta de Böhl de Faber, que introdujo, según su costumbre, muchas y caprichosas variantes; en el primitivo Romancero de Durán, y en otros varios libros, aunque por lo común con poca fidelidad al texto genuino, que es el de la primera edición del Cancionero.

 

[p. 204]. [1] . Un testo drammatico spagnuolo del XV secolo, pubblicato per la prima volta da Alfonso Miola. (En la Miscellanea di Filologia, dedicada a la memoria del profesor Caix y Canello. Florencia. Le Monnier, 1885.)

[p. 205]. [1] . Puede verse reimpresa en el Teatro completo de Juan de Enzina, publicado por la Academia Española (1893).

[p. 206]. [1] . Tuvo Salvá estas rarísimas coplas, y las cita en el Catálogo de su biblioteca (núm. 195).

[p. 206]. [2] . Segunda aedicion (sic) de la Comedia de Preteo Tibaldo, llamada Disputa y remedio de amor, en la qual se tratan subtiles sentencias por quatro pastores: Hilario, Preteo, Tibaldo y Griseno: y dos pastoras: Polindra y Belisa, compuesta por el comendador Peraluarez de Ayllón, agora de nueuo acabada por Luys Hurtado de Toledo va añadida vna Égloga Silviana entre cinco pastores, compuesta por el mismo autor (esto es, por Luis Hurtado). En Valladolid, impresso con licencia por Bernardino de Sancto Domingo. Sin año, 8º, letra gótica.

El título de segunda aedición (si no es sinónimo de refundición) parece indicar que hubo otra primera, que será probablemente la de Toledo, 1552, citada por Nicolás Antonio.

[p. 207]. [1] . Vi hace años un ejemplar completo de este rarísimo Cancionero en Barcelona, en casa de mi difunto amigo D. Esteban Torrebadella. Otros dos ejemplares, al parecer no enteros, se conservan en el Museo Británico de Londres y en la Biblioteca de Munich. El título del libro dice así: Cancionero llamado Guirnalda esmaltada de galanes y eloquentes dezires de diversos autores. La vuelta de la portada está en blanco, y en la hoja empieza sin foliación el prólogo, al cual sigue, después de otra página en blanco, la Tabla de las composiciones, que ocupa cuatro páginas, leyéndose al respaldo de la última: Cancionero de muchos é diversos autores, copilados y recolegidos por Juan Fernández de Costantina, vecino de Bélmez. Sigue luego el testo del Cancionero en 78 folios. No hay indicio alguno del lugar ni del año de la impresión.

[p. 208]. [1] . Puede verse el índice en el libro De la Poesía Heroico-Popular-Castellana, del Dr. Milá y Fontanals (Barcelona, 1874, pág. 421).

[p. 208]. [2] . Número 4.116. Le compró don Fernando en Medina del Campo, por 18 maravedís, en 19 de noviembre de 1524.

[p. 208]. [3] . Vid. Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos; tomo IV, col. 1.457. Es un opúsculo en 4º gótico, de 16 páginas sin foliar, a dos columnas.

[p. 209]. [1] . Cancioero general de muchos y diversos autores. Cum previlegio. (Colofón.) La presente obra intitulada Cancionero General copilado por Fernado del Castillo. E impresso en la muy isigne cibdad de Valecia de Arago por Xpobal Kofma alema de Basilea. Con previlegio Real q por espacio de cinco años en Castilla y de diez en Arago no pueda ser imprimido todo ni parte dél ni traido de otra parte a ser vendido por otras personas q por aqllas por cuyas despensas esta ve' se imprimió, so las penas infra escritas. Es a saber diez mil maravedis en los reynos de Castilla y de Arago de cien ducados y perder todos los libros. Acabóse a XV días del mes de Enero en el año de nra. salud de mil y quinientos y onze, etc. Folio gótico, a dos y a tres columnas, 234 hojas foliadas, sin contar las ocho preliminares de portada y tabla.

Hay hermosos ejemplares en nuestra Biblioteca Nacional y en la de Palacio.

[p. 211]. [1] . Hay en el Cancionero General, con ser de fecha tan adelantada, otras reminiscencias muy curiosas de la antigua técnica de los cancioneros gallegos; por ejemplo: unas coplas de bien y mal dezir, que hizo un gentil hombre a un tonditor. Hay también una canción de las llamadas de macho y hembra, compuesta y glosada por Francisco Hernández Coronel.

[p. 212]. [1] . Usoz, por no haber visto edición del Cancionero anterior a la de 1520 se equivoca en suponer que no figura en el de Castillo, puesto que está en su primera edición.

[p. 213]. [1] . Es uno de los libros más raros de la bibliografía española. No se conoce más que un solo ejemplar, existente hoy en el Museo Británico, y antes en un club o sociedad literaria de Londres (Royal Society of Literature, St. Martin place). Don Luis de Usoz y Río, famoso editor de la colección de Reformistas antiguos españoles, tuvo el capricho, raro en un afiliado a secta tan rígida como la de los cuákeros, si bien muy propio de su depravado gusto, de hacer una linda edición de este Cancionerillo (Londres, 1841, en casa de Pickering, aunque lleva una falsa portada de Madrid, por Luis Sánchez, cum privilegio) Le encabezó con un docto y estrafalario prólogo, en que mezclando, según su costumbre, las especies más inconexas, quiere achacar a clérigos y frailes todas las inmundicias del Cancionero, como si ellos hubiesen tenido el monopolio de la poesía en la España antigua.

Por apéndice del Cancionero puso Usoz varias composiciones muy curiosas, tomadas de un volumen de pliegos sueltos del Museo Británico. Entre ellas figuran las Lamentaciones de amores de Garci-Sánchez de Badajoz, las coplas de «canta, Jorgico, canta», que parecen de Rodrigo de Reinosa; otras coplas del mismo «al tono del baile del Villano», el lindísimo romance de una gentil dama y un rústico pastor, los Fieros que hace un rufián llamado Mendoza, contra otro que se dezía Pardo, porque le requería a su amiga de amores (que también parecen de Reinosa), y Las doce coplas moniales, que se atribuyen a Pedro de Lerma, famoso cancelario de la Universidad de Alcalá, y acérrimo secuaz de las doctrinas de Erasmo.

[p. 215]. [1] . Cancionero general. Agora nuevamente añadido. Otra vez ympresso con adición de muchas y muy escogidas obras. Las quales quie mas presto querrá ver vaya a la tabla: y todas aqllas q ternán esta señal + son las nuevamente añadidas.

Colofón: La presente obra intitulada cancionero general copilado por Hernando del Castillo. En el cual van agora nuevamente añadidas muchas obras muy buenas y quien las quisiere, etc. Fué impresso en la muy noble e Imperial cibdad de Toledo, por Maestre Ramon de Petras, imprensor (sic) de libros. Acabose a doze dias del mes de mayo. Año del nacimiento de nuestro salvador señor jesuchristo de mil e quinientos e veynte y siete años.

Folio, letra gótica, 8 hojas preliminares y 195 folios.

[p. 216]. [1] . Antes de pasar al Cancionero de Cromberger estos versos, habían sido impresas aparte las Justas de San Juan Evangelista (1531), San Juan Bautista (1532), Santa María Magdalena y San Pedro Apóstol (1533), San Pablo y Santa Catalina (1534). Todas se hallan juntas en un rarísimo volumen, que, procedente de la biblioteca de Osuna, se custodia ahora en la Nacional. A su tiempo volveré a hablar de ellas.

[p. 217]. [1] . Las más curiosas históricamente son las compuestas en Inglaterra por los caballeros del séquito de Felipe II cuando fué a casarse con la reina María; especialmente las canciocillas que empiezan:

       Que no quiero amores
       En Ingalaterra,
       Pues otros mejores
       Tengo yo en mi tierra...
       ¡Ay, Dios de mi tierra,
       Saqueysme de aquí!
       ¡Ay, que Ingalaterra
       Ya no es para mí!...

Y un soneto, cuyo anónimo autor, que tenía el mal gusto de no gustar de las bellezas inglesas, acaba con estos desaforados tercetos, que prueban que el Cancionero de burlas todavía no estaba olvidado:

       Me veo morir agora de penuria
       En esta desleal isla maldita,
       Pues más a punto estoy que Satilario;
       Tanto que no se iguala a mi luxuria,
       Ni la de Fray Anselmo el Carmelita,
       Ni aquella de Fray Trece el Trinitario.

Este Satilario, tantas veces mencionado en poesías libres del siglo XVI, debió su celebridad a cierta escandalosísima glosa de La C... comedia (copla 28). También está allí (sobre la copla 64) el cuento del Trinitario.

[p. 218]. [1] . Ein Beitrag zur Bibliographie der «Cancioneros» (en el tomo X del Boletín de Sesiones de la clase de Historia de la Academia de Ciencias de Viena, 1853).