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Obras completas de Menéndez... > BIBLIOTECA DE TRADUCTORES... > I : (ABENATAR–CORTÉS) > ARJONA, D. MANUEL MARÍA DE

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[p. 200]

Don Manuel María de Arjona nació en la villa de Osuna, el 12 de junio de 1771. Parece que no manifestó en su niñez aquellas precoces disposiciones tan celebradas en las biografías de otros varones ilustres, puesto que llegó a la edad de diez o doce años sin conocer los primeros rudimentos de las letras. Pero apenas su inteligencia adquirió el peso y la madurez conveniente, fueron rápidos sus progresos en el estudio. Cursó Filosofía en la Universidad de su patria, y después en la de Sevilla Derecho civil y canónico, en cuyas Facultades recibió el grado de doctor. Cobró muy pronto afición a los estudios literarios y en especial al cultivo de la poesía; estando aún en Osuna, estableció una academia titulada del «Sile», que celebraba sus sesiones en una heredad perteneciente a un amigo suyo. Grabaron la palabra «Sile» en el tronco de un árbol inmediato al sitio de las sesiones y a su vista [p. 201] solían cantar los individuos de la Academia, estudiantes todos en aquella Universidad, un himno que comenzaba de esta suerte:

Prospera, árbol dichoso
Del cielo tan amado,
Que del Sile en ti ha puesto
El nombre sacrosanto;
Aquel dichoso nombre,
Que durará entre tanto,
Que el sol salga en Oriente
Y espire en el Ocaso.
Del Sena, el Po y el Betis,
Del Támesis nublado
Vendrán en densas tropas
Los moradores sabios.
Dejará sus arenas
El árabe tostado,
Por quemar a tu tronco
Sus aromas preciados. Etc.

Trasladado a Sevilla y deseoso de poner coto a los extravíos de la poesía andaluza en aquella época de prosaísmo y decadencia, estableció en la biblioteca de San Acacio, de Sevilla, una Academia Poética, que tituló: «Horaciana». Cómo andaría el buen gusto en Sevilla por aquellos días, bien claro lo manifiesta el celebre Blanco Blanco White, testigo presencial de aquellas escenas:

«Acuérdome (dice) que en mi juventud se miraba como cosa ridícula el atreverse a publicar obras literarias y que una Academia Poética que se trató de establecer en la biblioteca pública de S. Acacio de Sevilla dió motivo de diversión y burla a la ciudad entera, y atrajo bandadas de estudiantes, que con silbos y alborotos impedían la lectura y perseguían a los académicos por la calle con insultos.»

No se arredraron por tales contrariedades los campeones de la nueva escuela. Pronto establecieron la famosa «Academia de letras humanas», que tanto influjo ejerció en el desarrollo de la cultura andaluza a fines del siglo XVIII. Fueron sus primeros miembros unos cuantos estudiantes de Teología, jóvenes todos, pero animosos y sedientos de gloria, Arjona, Reinoso, Lista Blanco, Roldán, Castro, Núñez, siete poetas que formaron lo que se llamó la pléyade poética sevillana. Obstáculos y [p. 202] contrariedades sin cuento encontraron los académicos, pero a dicha vino a prestarles protección y apoyo D. Juan Pablo Forner, cuya llegada a Sevilla coincidió con la fundación de la Academia de Letras Humanas. Por aquel tiempo Arjona y su amigo, el distinguido jurisconsulto Sotelo, establecieron otra Academia de Cánones e Historia Eclesiástica, que celebraba sus juntas en el Colegio de Santa María de Jesús, del cual era individuo Arjona  Al poco tiempo fué elegido rector del mismo Colegio. Por entonces contrajo estrecha amistad con D. Martín Fernández de Navarrete, residente a la sazón en Sevilla. Próximo a partir Navarrete en 1793, a la guerra contra la República francesa, compuso Arjona una sentida anacreóntica, que principia:

Llorad, ninfas del Betis,
El infausto destino
Que de vuestras riberas
Separa ya a Mirtilo.

Siendo rector del Colegio de Santa María de Jesús, apellidado de Maese Rodrigo, formó propósito de escribir la historia de su patria, Osuna, para lo cual recogió curiosos documentos. Continuó Arjona en Sevilla y en 1797, a la edad de veintiséis años, era ya doctoral de la capilla real de San Fernando de la misma ciudad. Acompañó al Arzobispo D. Antonio Despuig y Dameto en su viaje a Roma, en donde muy luego se dió a conocer por su talento, siendo nombrado por el Papa Pío VI su capellán secreto supernumerario. Hallándose en la Ciudad Eterna, compuso un poema titulado Las ruinas de Roma, quizá la más notable de sus obras poéticas. Vuelto a España, continnó en Sevilla hasta 1801, en cuyo año hizo oposición a la canonjía penitenciaria de la catedral de Córdoba, que sin dificultad obtuvo. En 1808 hizo un viaje a Madrid, en cuya capital vinieron a sorprenderle las terribles escenas del Dos de Mayo. Al punto emprendió la vuelta a Córdoba, dejando en Madrid sus libros y papeles, pero aprovechóle poco tal diligencia, pues al poco tiempo entraron los franceses en Córdoba, entregándola a los horrores del saqueo. Derrotado Dupont en Bailén, compuso Arjona una oda en loor de los vencedores, y desde 1808 hasta 1810 empleóse en responder a varias consultas del Gobierno, escribendo entre otras cosas una Memoria sobre el modo de celebrar cortes con arreglo a las antiguas leyes [p. 203] de España, escrito que el Obispo y Cabildo de la catedral de Córdoba enviaron a la Junta Central en respuesta a la consulta que sobre el particular les hizo en 1809. Apoderados de Córdoba los franceses en 1810, Arjona trató de emigrar, pero no pudo llevar a cabo su buen propósito. Por encargo del Cabildo hubo de felicitar al monarca intruso, y hasta se le obligó a componer una oda en elogio suyo. Valióse Arjona del buen concepto en que los franceses le tenían, en beneficio de sus conciudadanos y según él mismo afirma en la Memoria justificativa de su conducta política, llegaron a sesenta las víctimas que logró salvar del furor y la venganza de los enemigos. Supo evitar hábilmente que el general Godinot cerrase la Sociedad Económica, de la cual él era director. Encargóle el Gobierno francés dos comisiones importantes: la reunión de los hospitales de Córdoba y la extinción del Santo Oficio. Llevólas a cabo con singular acierto, en especial la segunda, evitando la pérdida o extravío de papeles importantes para la historia política y literaria. D. Mariano Luis de Urquijo y el antiguo escolapio D. Pedro Estala, confiaron a Arjona la redacción de un periódico, que se publicaba en Córdoba con el título de Correo Político y Militar. Abandonóla muy pronto, rehusando someterse a la previa censura de las autoridades francesas. Arrojados, por fin, de Córdoba los invasores, el penitenciario Arjona dirigióse a Cádiz, deseoso de justificar su conducta durante el período de la ocupación extranjera. Pero al llegar a Écija fué detenido en prisión, empezando para él una serie de atropellos y de persecuciones, natural consecuencia del odio popular a todos los que llevaban, aún sin razón, la nota de afrancesados. Logró, por fin, verse absuelto de las acusaciones que le dirigían, y en 1814 publicó un «manifiesto a la nación sobre su conducta política». No se había afiliado Arjona en el bando de los afrancesados, como lo hicieron otros hijos de la escuela sevillana, para defender a los cuales y defenderse a sí mismo escribió Reinoso su célebre Examen de los delitos de infidelidad a la patria; sólo en la apariencia había servido el penitenciario de Córdoba a los intereses de los invasores.

A fines de 1818 pasó a Madrid y en enero de 1819 leyó a la Academia Greco-Latina, de la cual era secretario, un elogio fúnebre de la Reina Daña María Isabel de Braganza. Logró entrada en Palacio, captándose el aprecio del Rey Fernando VII, [p. 204] que con frecuencia le consultaba en los asuntos de mayor entidad. Hallándose en tal situación, recibió inesperadamente una Real Orden que le desterraba cincuenta leguas de Madrid y Sitios Reales. Restituyóse a Córdoba, donde permaneció algún tiempo, entre tanto que su hermano conseguía se le levantase tal prohibición. Hallábase en Córdoba por marzo de 1820, cuando se juró en ella la Constitución. Entonces compuso una Memoria titulada Necesidades de España que deben remediarse en las próximas Cortes. Vuelto a Madrid, dedicóse exclusivamente al cultivo de las letras; pero cuando su ingenio prometía frutos más copiosos y sazonados, sorprendióle la muerte el 25 de julio de 1820, a los cuarenta y nueve años de su edad.

«Fué el penitenciario Arjona hombre de buena estatura y medianas carnes, las facciones bien proporcionadas y el color blanco, el pelo muy negro, los ojos grandes y prominentes, la vista torcida. En su trato era llano, atento, afable, jovial y a veces picante y satírico, descuidado y negligente en cuanto al porte y aseo de su persona, en su conversación ameno e instructivo.» Tal le describe el señor Ramírez y de las Casas-Deza, su biógrafo, a quien hemos seguido en esta breve reseña de la vida de Arjona.

Pruebas señaladas de beneficencia y caridad dió en repetidas ocasiones el ilustre penitenciario de Córdoba. Aunque disfrutaba una renta de 60 a 70.000 reales, jamás tenía ni manejaba dinero, empleándole todo en beneficio de los necesitados. Durante la epidemia de Sevilla en 1800, se dedicó al estudio de la Medicina, para hacer más útil y fructuosa su continua asistencia a los enfermos. En 1812, año de gran carestía en la ciudad de Córdoba, se redujo a una escasa sustentación, no queriendo disfrutar de lo superfluo, cuando tantos pobres carecían de lo necesario. No hubo menesteroso a quien él no socorriese, enemistad ni rencilla a la cual él no pusiese término, proyecto de utilidad pública que él no fomentase. Su única distracción era el estudio, la asistencia a las sociedades literarias y el trato con personas de instrucción y talento. Fué insigne humanista, filósofo, jurisconsulto, teólogo, muy versado en los escritos de los Santos Padres y escritores eclesiásticos, grande helenista y conocedor de las principales lenguas vulgares. No poseía dotes externas de orador, pero sus sermones eran en sí mismos elocuentes y sublimes, y su lenguaje [p. 205] castizo. Fué sobre todo eminente poeta, bajo cuyo aspecto habremos de considerarle detenidamente.

Sus obras son:

Historia e ilustración latina del Concilio Iliberitano.

Historia de la Iglesia Bética.

Discurso sobre el mérito particular de Demóstenes.

Discurso sobre el mérito de Virgilio y del Tasso, como poetas éticos.

Necesidades de España que deben remediarse en las próximas Cortes.

Discurso sobre la Constancia.

Discurso sobre el teatro.

Discurso sobre la Oda de Fr. Luis de León a la Ascensión con otra oda al mismo asunto.

Discurso sobre cuándo convendrá que se aplique a España el método de elegir jueces entre los romanos.

Discurso sobre si para levantar altares a Oslo se requiere permiso de la Silla Apostólica.

Discurso sobre el mejor modo de hablar la lengua castellana.

Discurso sobre el libro 4.º de Luis Vives De causis corruptarum artium».

Discurso sobre el modo de suplir la falta de numerario, si en alguna ocasión se verifica.

Discurso sobre la necesidad de establecer academias en España, como único medio de adelantar la literatura.

Discurso sobre el modo de celebrar cortes con arreglo a las antiguas leyes de España.

Discurso sobre la oratoria sagrada en España.

Meditación sobre la libertad de los pueblos primitivos.

Teoremas de Economía Política.

Reflexiones sobre los decretos de las Cortes de 11 de Agosto, 21 de Setiembre y 14 de Noviembre de 1813.

Plan para una historia filosófica de la poesía española (Publicado en el Correo de Sevilla de 23 de julio de 1806).

Elogio latino de la reina D.ª María Isabel de Braganza (impreso con la traducción castellana en 1809).

Sermón predicado el día 2 de Mayo de 1818 en la Iglesia de S. Isidro de Madrid.

[p. 206] Manifiesto a la nación sobre su conducta política (impreso en 1814).

Traducción del tratado de Economía Política de Pedro Verri.

Traducción de la obra del mismo autor sobre el placer y el dolor.

Actas abreviadas de la Academia general de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba.

Todas estas obras, exceptuando las tres ya indicadas, permanecen inéditas.

Traducción de la Andrómaca de Racine, en asonante endecasílabo (Ms.).

Las Ruinas de Roma. Poema lírico-didáctico. Madrid, 1808. Imprenta de Repullés.

Londres, 1813.

Sevilla, 1857, publicado en la Revista de Ciencias, Literatura y Artes, dirigida por el docto catedrático de aquella Universidad D. José Fernández-Espino.

Al Excelentísimo Señor D. Antonio Despuig, con motivo de su exaltación a la Santa Iglesia de Sevilla. Sevilla, 1796.

España restaurada en Cádiz. Oda dedicada a la memoria de Juan de Padilla. Publicada por D. Isidoro Antillon en el Patriota de 8 de enero de 1814.

Varias poesías publicadas en los diarios de Sevilla y Madrid.

Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, colección ordenada por D. M. J. Quintana. Madrid, 1 30. Tomo IV. En él insertó Quintana varias poesías de Arjona, que le fueron comunicadas por Reinoso.

Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era, obra póstuma de D. José Gómez Hermosilla. Valencia (París), 1840. Tomo II. En él se reproducen las poesías de Arjona publicadas por Quintana, y unido a ellas el juicio crítico de Hermosilla.

Tesoro del Parnaso Español. París, Baudry, 1840. Reproducción de las poesías selectas coleccionadas por Quintana.

Biblioteca de Autores Españoles. Tomos LXI y LXIII. Poetas líricos del siglo XVIII. Colección formada e ilustrada por el Excmo. Sr. D. Leopoldo A. de Cueto. Tomos I y II. Aún no se ha dado a la estampa el tercero, que con impaciencia esperan los amantes de las letras españolas. En el tomo II de esta preciosa colección se han publicado por primera vez las poesías completas de Arjona, copiadas de los borradores autógrafos, franqueados [p. 207] al señor Cueto por el brigadier D. Antonio Arjona, sobrino del lustre penitenciario de Córdoba. Magistralmente juzgado está el mérito poético de Arjona en el esmerado trabajo que con el modesto título de Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana en el siglo XVIII encabeza la colección citada. Temeridad sería en nosotros hacerlo de nuevo, no lo consienten tampoco los estrechos límites de nuestro humilde trabajo, más bibliográfico que literario, más de investigación y pesquisa que de profunda y detenida crítica. Pero como juzgamos que una obra de bibliografía no debe parecerse jamás a un catálogo de librero, no dejaremos de hacer, siquiera sea de pasada, breves observaciones sobre la índole y el mérito de las poesías de Arjona.

Afirmó Lista que «las poesías de Arjona eran tan delicadas como las más célebres de Grecia». Calificó Blanco al sabio penitenciario de Córdoba de «poeta tan fecundo y elegante que ninguno le escedía en su época». Algo de exageración hay en estos juicios inspirados por el entusiasmo a los apóstoles de la escuela sevillana, pero es innegable que Arjona era poeta, y poeta de altas dotes, por más que las ahogase a veces, en no escasa parte, el espíritu de imitación y de escuela. Para juzgar a Arjona, es fuerza considerar el estado de la poesía a fines del siglo XVIII.

La innovación de Luzán, calificada de renacimiento, con propiedad escasa, puesto que nada de lo antiguo renacía, había conseguido destruir, pero no edificar; el brazo de los humanistas y filólogos había limpiado de escombros y malezas el campo de nuestras letras, pero no había podido alzar un monumento duradero, obra reservada exclusivamente al genio; y el genio no existía. En pos de las extravagancias del mal gusto vino la calamidad del prosaísmo; varones eminentes, humanistas insignes, pero que no habían recibido del cielo la sagrada llama poética, cedieron al contagio, y en pos de ellos una turba de copleros atronó con sus graznidos, por espacio de medio siglo, lo que en el lenguaje convencional y artificioso de la época se llamaba el «Parnaso». Los géneros elevados, la poesía alta y verdadera que vive y se extasía en las esferas místicas de la ilusión, cantando las grandezas del cielo y de la tierra, la infinita sabiduría y poder de Dios, la inmensidad de la naturaleza, los abismos del corazón humano, las glorias de la patria, la ciencia, la hermosura, el amor puro y encendido, esa noble y sublime poesía, que había resonado en la lira de los [p. 208] Herreras, de los Riojas y de los Leones, no tuvo cultivadores en el segundo tercio del siglo XVIII. En cambio, los géneros convencionales, las empalagosas anacreónticas, las enfadosas églogas, que a todo olían menos a tomillo; los eternos y fatigosos poemas didácticos, sin instrucción ni deleite, consagrados a dar reglas para las cosas mas prosaicas y mezquinas; las insulsas imitaciones de imitaciones insulsas, que con evidente profanación se llamaban «epopeyas»; las tragedias que hacen reír, las comedias que hacen llorar, las elegías que hacen dormir, pedantescas disertaciones de moral bautizadas con el nombre de sátiras y epístolas; insípidos poemas burlescos, llenos de sandeces, necedades y fruslerías; tales eran los frutos de la poesía castellana a mediados del siglo XVIII. Afortunadamente la reforma vino, porque no podía menos de venir, porque la poesía no muere nunca, y natural o artificiosa, espontánea o imitada, la poesía existe en todos los períodos de la historia. Época de transición y de lucha, de fatigosa elaboración intelectual, de agitación profunda y aparente calma, el siglo XVIII, colocado entre la era brillante del renacimiento y la era tremenda de las revoluciones, no podía ofrecer una poesía grande, nacional y espontánea, no profesaba tampoco el culto que a la pureza de las formas tributó el renacimiento; siglo de negación y de duda, no podía ofrecer siquiera la poesía escéptica y desesperada, pero sublime sin embargo, de Lucrecio y de Lord Byron, porque no tenía fe en su mismo escepticismo, y éste no era profundo, sino frívolo e insustancial. Por eso el siglo XVIII produjo una poesía de imitación, ora francesa, ora latina, con alteradas reminiscencias griegas, a veces bella con toda la belleza que permitía su índole especial; otras veces declamatoria, impregnada casi siempre de las doctrinas reinantes, que sordamente agitaban todos los espíritus. Esa poesía notable por la corrección y el esmero, falta de arranque lírico y de encendida expresión en los afectos, tierna unas veces, otras delicada, cuando elevada y austera, cuando fácil y juguetona, cultivaron entre nosotros los egregios varones, que tanto lustre dieron a las escuelas de Salamanca y de Sevilla. Poetas y poetas verdaderos fueron los Moratines, Meléndez, Jovellanos, Fr. Diego González y Cienfuegos, y lo fueron también, aunque en menor escala, Cadalso, Iglesias, Huerta, Fornér y Vaca de Guzmán, hijos todos de la escuela salmantina. Poetas fueron, en sus fábulas, Iriarte [p. 209] y Samaniego. El Conde de Noroña, Sánchez Barbero y algún otro, son dignos de histórica recordación. Todos cultivaron la poesía correcta y elegante de la época. Cienfuegos sólo, de carácter desmandado, de áspera y recia condición, comunicó a sus versos el rudo temple de su alma, y destrozando la lengua, martirizando la sintaxis, elevándose muchas veces, declamando casi siempre, afectando en ocasiones un exagerado sentimentalismo, perdiéndose otras en delirios filosóficos, llenó sus composiciones de bellezas y de extravagancias confusamente amalgamadas, fué poeta de mal gusto por sistema, pero supo levantarse sobre las trabas convencionales y fué poeta de noble y varonil aliento en una época de transición política, social y literaria. Y cuando se acercaba la gran catástrofe, cuando el siglo XVIII tocaba a su término, encontró, por fin, el gran poeta que buscaba, y la filosofia del siglo XVIII, con sus errores, con sus extravagancias y con sus delirios, con su amor inmenso a la humanidad y a la ciencia, con sus proyectos de quiméricas reformas y venturas imposibles, con su oro y con su escoria, halló un cantor en la lira de Quintana, que convertido después en el gran poeta de la patria, armó con sus cantos el brazo de nuestros padres en la titánica lucha de la independencia, como armó Tirteo el brazo de los espartanos en las guerras de Mesenia; y tuvo palmas para los guerreros y para los sabios, para los bienhechores de la humanidad y para los héroes de la patria, como las tuvo Píndaro para los atletas de Corinto, de Olimpia y de Nemea. Todas las glorias de la escuela salmantina del siglo pasado vinieron a compendiarse en el cantor sublime del Mar y de la Imprenta. Con más limitado vuelo, los poetas de la escuela sevillana cultivaron con esmero la belleza de la forma, correctos y atildados, tal vez en demasía, intentaron reproducir el lirismo elevado de Hernando de Herrera, apurando sus fuerzas en ensayos no siempre afortunados, y quedándose muy cortos en la imitación de tan gran modelo. No acertaron a comprender la poesía que cuadraba a su época; ninguno de ellos atesoraba las dotes poéticas que adornaron al amador de Eliodora, y en vano se esforzaron en seguir sus huellas.

Empresa difícil, punto menos que imposible, era imitar la sublime poesía de Herrera, sin caer en la afectación y en el amaneramiento. No supieron libertarse de tal escollo los poetas sevillanos; en él tropezó con frecuencia Reinoso, y resbaló más de [p. 210] una vez el mismo Lista. Erró la escuela sevillana por ser demasiado escuela, pecado que no cometió la salmantina. Las estrechas doctrinas críticas, a la sazón reinantes, ahogaron en gran parte el estro nativo y espontáneo de Fileno y de Anfriso y en más de una ocasión cortaron las alas al mismo Arjona, superior a los dos como poeta. Claramente se manifiesta esta influencia en la mayor parte de las poesías elevadas y doctas del insigne penitenciario de Córdoba. Las Ruinas de Roma, poema escrito con alto sentido e inspiración severa, con estilo noble y enérgico, resiéntese a veces de amaneramiento, revelando a las claras que el poeta obedece a las precripciones de antemano dictadas por una escuela literaria. Cuando consigue librarse de tales cadenas y se entrega a la espontaneidad de su numen, produce acentos de noble y verdadera poesía. Tal acontece en sus odas A la Natividad de Nuestra Señora y A la muerte de San Fernando y sobre todo en el precioso canto lírico A la nobleza española, bellísimo aparte de algún resabio de escuela. Pero a nuestro entender son muy superiores las dos odas A la memoria y A la Diosa del Bosque, modelos de pura y elegante poesía, preferibles a cuanto nos ofrece en este género la última mitad del siglo XVIII. Citaremos únicamente las primeras estrofas de la oda A la memoria:

Hija del cielo, bella Mnemosina,
Que de Jove fecunda,
Diste la vida a Clio en la colina
Que eterna fuente inunda.
Si yo algún día te adoré en el ara
Que el pincel sobrehumano
Del vencedor de Apeles te elevara
En el jardín Albano,
Báñame, oh Diosa, en tu esplendor risueño
Que abrasa y no devora,
Y rico de tu don, mire con ceño
Cuanto Creso atesora.
Tú, diosa, de purísimos placeres
Aurora eres divina,
Tú en las desgracias y tristezas eres
Celeste medicina.
Por ti se goza el adalid dichoso
En su pasada gloria
Y bajo sus laureles orgulloso
Ve durar su victoria.
Por ti el amor sus triunfos eterniza
[p. 211] Y en lazo permanente
Aprisiona el placer, que se desliza
Cual rápido torrente.
Por ti a los campos vuelo de la Aurora
Y al Indo nacer miro,
Y a par de la cuadriga voladora
Por cielo y tierra giro.
Tú la muerte venciendo y las edades
Reengendras las acciones
Y nuevo lustre al esplendor añades
De gloriosos varones. Etc., etc.

Convenimos en que esta poesía es artificial e imitadora, mas no por eso deja de ser bella. La pureza de la forma es en las Letras una cualidad de valor muy subido, por más que no iguale a la belleza de las imágenes y de los afectos. El modelo de la oda horaciana, tal como la concebía el siglo XVIII, es la preciosa composición de Arjona A la Ninfa del Bosque, calificada por el intolerante crítico Hermosilla de «magnífica y sin el menor descuido en el estilo y en la versificación»: [1]

¡Oh si bajo estos árboles frondosos
Se mostrase la célica hermosura
Que ví algún día en inmortal dulzura
Este bosque bañar.
Del cielo tu benéfico descenso
Sin duda ha sido, lúcida belleza,
Deja, pues, Diosa, que mi grato incienso
Arda sobre tu altar.
Que no es amor mi tímido alborozo,
Y me acobarda el rígido escarmiento
Que, oh Piritoo, castigó tu intento
Y tu intento, Ixion.
Lejos de mí sacrílega osadía,
Bástame que con plácido semblante,
Aceptes, diosa, en tus altares pía,
Mi humilde adoración.
Mi adoración y el cántico de gloria
Que de mí el Pindo atónito ya espera;
Baja tú a oirme de la sacra esfera
Oh radiante deidad.
Y tu mirar más nítido y süave
He de cantar, que fúlgido lucero
[p. 212] Y el tierno encanto que infundirnos sabe
Tu dulce magestad.
De pureza jactándose natura
Te ha formado del cándido rocío,
Que sobre el nardo al apuntar del día
La aurora derramó.
Y excelsamente lánguida retrata
El rosicler pacífico de Mayo
Tu alma, Favonio su frescura grata
A tu hablar trasladó.
¡Oh imagen perfectísima del orden
Que liga en lazos fáciles el mundo,
Sólo en los brazos de la paz fecundo,
Sólo amable en la paz!
En vano con espléndido aparato
Finge el arte solícito grandezas,
Natura vence con sencillo ornato
Tan altivo disfraz.
Monarcas que los pérsicos tesoros
Ostentáis con magnífica porfía,
Copiad el brillo de un sereno día
Sobre el azul del mar.
O copie, estudio de émula hermosura,
De mi deidad el mágico descuido:
Antes veremos la estrellada altura
Los hombres escalar.
Tú, mi canto, en magnánimo ardimiento
Ya las alas del céfiro recibe
Y al pecho ilustre en que tu númen vive
Vuela, vuela veloz.
Y en los erguidos álamos ufana
Penda siempre esta cítara, aunque nueva,
Que ya a sus ecos hermosura humana
No ha de ensalzar mi voz.

Dentro de las doctrinas críticas reinantes en el siglo pasado, ¿cómo no admirar esta oda?, ¿cómo encontrar exagerados los encomios de Lista, de Blanco y de Hermosilla? No siempre se sostiene Arjona a la misma altura; hay ocasiones en que su lenguaje es poco acendrado y su versificación adolece algún tanto de desaliño. Mas no dudaría yo en colocar al lado de la célebre oda citada la bellísima composición amorosa, que lleva por título La gratitud, cuyos sáficos son de los más hermosos que existen en castellano:

[p. 213] No es justo, Lide, que tan dulce día
Muera en las sombras del ingrato olvido,
Gloria a la reina del Idalio pía,
Gloria a Cupido.
Y gloria a Apolo, cuya lira pudo
Vencer, oh Lide, tu constancia altiva,
No te avergüenzes en el bello nudo
Nueva cautiva.
Ven y entraremos al jardín que tiñe
De mil colores la feraz Pomona,
Para grandeza del que augusto ciñe
Doble corona.
No ya las fieras de la Arabia inculta,
No las serpientes que la Libia infaman
Ni sólo el orbe que Neptuno oculta
Diosa la aclaman.
¿No ves, bien mío, las purpúreas flores
Sentir las leyes a que tú has cedido?
Aún estos troncos desmayar de amores
Hace Cupido.
Amor es alma de que el orbe vive,
Autor celeste del ardor fecundo
En que las auras de su ser recibe
Plácido el mundo. Etc. etc.

Sin dificultad firmaría Horacio las dos últimas estrofas, toda la oda está escrita de igual suerte. Grande era la flexibilidad del ingenio de Arjona, El autor de la oda mencionada, del Himno a Venus, del Ara de Roselia y otras composiciones eróticas, que parecen un eco perdido de la antigüedad, sabe tomar un tono sencillo y modesto en las poesías cortas, que no son por eso menos delicadas. El señor Cueto cita con elogio la Canción al Desengaño, llena de sensibilidad y de ternura, a pesar del aparente desaliño de las formas.

Entre las poesías de Arjona se hallan dos traducciones de Horacio, una de la sátira primera Qui fit, Mecenas y otra de la oda XVI del libro 2.º, Otium Divos rogat in patenti. Transcribiremos la segunda, notable por su concisión y energía:

Ocio a los Dioses en el ancho Egeo
Pide el piloto, cuando negras nubes
Cubren la luna y las estrellas vibran
Luces dudosas.
Ocio la Tracia enfurecida en guerras,
[p. 214] Ocio los Medas en saetas claros,
Que ni las perlas ni el purpúreo manto
Compra, ni el oro.
No la riqueza ni el lictor del cónsul
Del alma apartan los tumultos tristes
Ni los cuidados que el dorado techo
Cruzan errantes.
Bien vive, oh Grosfo, quien brillantes mira
Sobre la mesa las paternas copas,
Ni el dulce sueño la avaricia o miedo
Torpes le quitan.
¿Porqué lanzamos a futuros días
El pensamiento y otro sol buscamos
En nuevas tierras? De su patria huyendo
¿Quien de sí huye?
Sube el cuidado a las ferradas naves,
Sigue al jinete en las fugaces turbas,
Más que los ciervos, más veloz que el Euro
Dueño del Ponto;
Contento el pecho en lo presente olvide
Lo venidero y con tranquila risa
Temple lo amargo; ¿quién halló en el mundo
Dicha cumplida?
En flor a Aquiles arrancó la muerte,
A Titon lenta senectud marchita
Y a ti te niegan lo que darme acaso
Quieren los hados.
Rebaños ciento y sicilianas vacas
Para ti mugen, para ti relinchan
Yeguas dispuestas a cuadriga; en doble
Púrpura tintas
Te visten lanas, mas pequeños campos
y un blando aliento de la griega musa
Me dió la Parca y despreciar al vulgo
Siempre maligno.

La traducción de la sátira primera está hecha en tercetos y aunque inferior a la oda, que acabamos de transcribir, es muy superior a la versión que pocos años antes había publicado don Tomás de Iriarte. Puso además. Arjona en nuestra lengua un fragmento del Pastor Fido de Guarini.

Harto nos hemos dilatado en el juicio crítico de las poesías del ilustre penitenciario de Córdoba; es porque a él, entre los poetas de fines del siglo XVIII, tenemos muy especial inclinación.

Notas

[p. 211]. [1] . Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era. París, 1850.