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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > VI.—DISCURSO PRONUNCIADO POR DON MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO EN LA SESIÓN DEL PRIMER CONGRESO CATÓLICO NACIONAL ESPAÑOL DE MADRID (DÍA 2 DE MAYO DE 1889)

Datos del fragmento

Texto

[p. 285] TEMA: La Iglesia y las escuelas teológicas en España.

EMMO. SEÑOR:

EXCMOS. SEÑORES:
SEÑORES:

El grande y trascendental acontecimiento que hoy inunda de júbilo toda alma creyente, y congrega bajo las augustas bóvedas de este histórico templo todos los esfuerzos, todas las voluntades y todas las esperanzas del catolicismo español, dócil a la voz de sus prelados, y alentado por la bendición del Supremo Jerarca de la Iglesia, requiere y exige el concurco aun de los más humildes, y les permite levantar la voz por breves instantes en este sagrado recinto, para que nazca de la adhesión de todos libremente manifestada, un solo pensamiento y una voluntad común. Sin este imperioso mandato de mis superiores y de mi conciencia, que ha acabado por vencer y disipar todos mis escrúpulos y recelos, nunca me hubiera atrevido a tratar en breve discurso y en forma que necesariamente ha de ser superficial, una materia tan ardua, tan grave y tan erizada para mí de peligros y dificultades, como la tesis 32 de nuestro cuestionario, formulada en los términos siguientes: «La Iglesia y las escuelas teológicas y filosóficas en España.»

Materia, señores, no para un discurso que, además, por ser mío, ha de resultar forzosamente pálido y sin eficacia, sino para una obra de grandes dimensiones, compuesta por quien tuviese la autoridad de que yo carezco, el profundo saber en letras divinas y humanas de que continuamente dan espléndido testimonio [p. 286] tantos príncipes de nuestra Iglesia, y tantos ilustres sacerdotes españoles, y también el tacto, la mesura, la discreción perfecta con que en estos tiempos nuestros, tan agitados y confusos, conviene huir de todo lo que puede fomentar la discordia de los entendimientos y entibiar en los corazones el santo fuego de la caridad, tan necesario para todas las obras del espíritu.

Los términos generalísimos en que el tema está redactado implican, a la vez que una excursión por las épocas anteriores de nuestra ciencia para determinar el propio y peculiar valor de la tradición española en orden a estos altísimos conocimientos, alguna consideración sobre el estado actual y sobre los medios más conducentes para lograr que recobren por entero el esplendor que alcanzaron, con gloria nuestra y general provecho de la Cristiandad, en otros lejanos, pero inolvidables días. En todo seré breve, como la índole de este acto lo reclama, y quiera Dios que la grandeza del tema no quede enteramente deslucida por la cortedad de mi ingenio y de mi doctrina.

Es la Teología, según yo alcanzo a comprender esa ciencia sublime, cuyos rayos sólo muy de lejos han herido mi espíritu, un organismo científico que, partiendo de las verdades reveladas y tomando por base la Escritura, la tradición, sagrado depósito de la Iglesia, y la doctrina de los Santos Padres, concierta todos estos elementos en unidad de método, en sistema de enseñanza, saca de ellos todas sus implícitas consecuencias, y, mediante la rigurosa disciplina que impone al entendimiento, es, a la vez que base, fundamento y supuesto de toda ciencia cristiana, altísimo y necesario complemento de todos aquellos saberes que puede lograr el hombre mediante el natural esfuerzo de su razón en esta vida terrena.

De donde se infiere que, así como la Metafísica, en sus especulaciones más altas, implica la Teodicea, y con ella una preparación teológica que pone en el umbral de la fe al alma naturaliter christiana, así la Metafísica, llegada al término de su carrera, siente y reconoce la necesidad de otra ciencia mas alta que llene sus vacíos y aclare sus deficiencias, e ilumine con los rayos del sol suprasensible tantos y tantos puntos como deja a oscuras esta débil lucecilla de la razón, que suele andar tan amortiguada en nosotros por las nieblas que en el mundo derramó el primer pecado, pero de la cual no podemos decir mucho mal, puesto [p. 287] que al fin es «impresión de las razones eternas, participación de la lumbre increada, similitud de la verdad eterna que resalta en nosotros», y, para decirlo todo con una palabra de Santo Tomás, «potencia en cierto modo infinita para todo lo inteligible».

Que tan alta han puesto siempre la razón humana los doctores católicos, y si el nombre de racionalismo no estuviera ya profanado por execrable abuso, lícito nos sería afirmar, como quien afirma un lugar común, que la filosofía racionalista por excelencia es la filosofía cristiana, única que nos presenta el orden racional íntegro y no mutilado, única que abarca la totalidad de la conciencia, y que, por lo mismo que la concibe en su integridad, rechaza esos pobres sistemas que la niegan capacidad para lo absoluto, como si no la aquejase en todo momento la inextinguible sed de las aguas que manan de la fuente de la vida, únicas que dan entendimiento de verdad y de hermosura.

Si por una torcida, aunque bien intencionada, dirección de ciertos apologistas cristianos, se ha presentado alguna vez en el campo de la Teología (y casi nunca en manos de verdaderos teólogos, sino más bien como doctrina popular y recreativa) la extraña bandera que quiso poner la fe en el orden sobrenatural bajo la salvaguardia del escepticismo en el orden natural, la Iglesia ha rechazado constantemente tan extraño maridaje, y hoy, después de las solemnes declaraciones del Concilio Vaticano y de la admirable Encíclica de nuestro Beatísimo Padre sobre los estudios filosóficos, puede decirse que el tradicionalismo ha muerto para siempre en las escuelas católicas, y que es ya indisoluble el pacto y la concordia entre la razón y la fe (fides quaerens intellectum), como lo fué en los grandes días de la filosofía escolástica, como lo había sido en la escuela catequética de Alejandría, en manos de los Pantenos, Clementes y Orígenes, y como vive y resplandece para el tiempo y para la eternidad en las páginas inmortales de San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás.

En la creación y desarrollo de este organismo filosófico, compenetrado por el dogma, tuvo nuestra raza papel gloriosísimo desde los primeros siglos de nuestra Iglesia, y tal, que entre las glorias españolas, muy pocas pueden envanecernos tanto como ésta, porque la Teología española no es una galería de nombres aislados, a los cuales separe entre sí larguísimo espacio de tiempo, sin otra conexión que la identidad de sangre y de patria, sino [p. 288] que en ella, más que en otra alguna de las manifestaciones del pensamiento ibérico, brilla y aparece de manifiesto la vigorosa unidad y la cadena nunca rota de nuestro genio nacional, en términos tales, que ni nuestro mismo arte, ni nuestra literatura, ni nuestra misión providencial en la historia pueden ser enteramente comprendidos, a lo menos en su razón más honda, sin la llave maestra de nuestra Teología, que por siglos en España la ciencia universal y enciclopédica, no porque anulase a las restantes, sino, al contrario, porque a todas las abrigó amorosamente bajo su manto y a todas las informó con su generoso y fecundo espíritu. Y aunque sea cierto, como sin duda lo es, que en el vastísimo cuadro de la filosofía española, tomada esta palabra en su acepción más alta, es decir, como el conjunto de las nociones metafísicas, conocidas o elaboradas por el pensamiento español desde la primera aparición histórica de nuestro pueblo, quedan fuera del radio de la ciencia teológico-cristiana manifestaciones tan importantes como la moral estoica de Séneca, el gnosticismo de los priscilianistas, el panteísmo ideológico o intelectualista de Averroes, el panteísmo emanatista de Avicebrón, la concordia mosaico-peripatética de Maimónides, el misticismo quietista de Tofáil y, finalmente, la cristología panteística de Miguel Servet; también es cierto que estas tendencias y desviaciones parciales, las unas por ser anteriores a la verdadera historia de Espada, las otras por haberse desarrollado en el seno de razas que, con haberse españolizado mucho, nunca llegaron más que a salpicar con algunas gotas de sangre semítica el torrente circulatorio de nuestra sangre aria, y las otras por ser aberraciones y descarríos parciales, que por su mismo carácter de excepción confirman más y más la regla general, ofrecen, sí, grande interés histórico, pero son disonancias que acaban por perderse, y apenas se disciernen en la grandiosa armonía final, en el sursum corda que toda la ciencia española levanta en honor del Dios personal y vivo. Y hasta puede afirmarse que el estoicismo de Séneca, iluminado ya por lejanos reflejos de la doctrina nueva que en parte le quitan el áspero e inhumano carácter que había tenido en manos de Zenón y de Cleantes, es como vago crepúsculo que anuncia el sol que va a alzarse disipando las nieblas y ceguedades del paganismo. Y en las doctrinas de procedencia oriental, ya árabe, ya hebrea, todavía, a despecho de la levadura panteística, [p. 289] se descubren generosos, aunque infructíferos esfuerzos, para salvar del naufragio de la emanación la conciencia individual, cuyo sentimiento ha sido siempre tan enérgico en nuestra raza, así como tampoco puede ocultarse a ojos atentos cierto sentido armónico, cierta aspiración a conciliar los dos capitales términos del problema metafísico, conciliación que, buscada por recto o torcido sendero, es, sin duda, una de las notas características de nuestra ciencia, y una de las que más la determinan, desde el Keter Malkuth y el Makor Hayim hasta el Arte Magna, y el Árbol de la Ciencia y el Libro de las Criaturas; desde el artificio dialéctico de Fernando de Córdoba, hasta la concordia platónico-aristotélica de Fox Morcillo.

Pero todavía más que armónica, la ciencia española ha sido dogmática aun dentro de las escuelas críticas, y por eso ha encontrado en el dogmatismo teológico el campo natural de sus triunfos y la forma más adecuada a su interno desenvolvimiento, forma que de las escuelas pasó a la acción y penetró en la vida, llegando a hacer de España, en los dos siglos más influyentes de su historia, algo que ni antes ni después ha vuelto a verse en el mundo, es decir, una nación de teólogos armados. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios.

Toda su historia le preparaba para tal misión. La Iglesia nos había educado a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus Concilios. Por ella fuimos nación y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos Apóstoles y los siete varones Apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano Código los Padres de Ilíberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos por la voz de San Martín [p. 290] Dumiense, verdadero Séneca cristiano; hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciniano, de Tajón y de San Isidoro; dió el jugo de sus pechos que infunden eterna y santa fortaleza a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio, a Prudencio Galindo a civilizar la Francia carolingia; dió maestros a Gerberto, y por ellos difundió las ciencias matemáticas en Europa; amparó bajo el manto prelaticio del Arzobispo don Raimundo, y bajo la púrpura del Emperador Alfonso VII, la ciencia semítico-española; y como portentosa conjunción de todos los esfuerzos armónicos de nuestra raza, engendró a fines del siglo XIII el Lulismo, es decir, la teodicea popular, la escolástica en la lengua del vulgo, saliendo de las cátedras para difundirse por los caminos y por las plazas, la metafísica realista e identificada con la lógica, el imperio del símbolo, la cábala cristiana que predicaba a la muchedumbre aquel bienaventurado mártir, aventurero de la idea y caballero andante de la filosofía, asceta y trovador, novelista y misionero, en quien toda concepción del entendimiento se calentó con el fuego de la pasión y se vistió y coloreó con las imágenes y los matices de la fantasía.

No está representada España hasta el siglo XVI en los anales de la escolástica por una cadena no interrumpida de doctores, como los que ennoblecieron las aulas de París; pero las veces que en la Edad Media suena la voz de sus teólogos es siempre para grandes y singulares esfuerzos. Así tenemos, de trecho a trecho, a modo de puntos luminosos: en el siglo VII, I'ardente spiro d'Isidoro y las Sentencias de Tajón, a quien pudiéramos llamar «maestro» de ellas, con más razón histórica que a Pedro Lombardo; en el siglo IX a Prudencio Galindo, vindicando la doctrina de la predestinación y la de la personalidad divina contra Scoto Eriúgena; en el siglo XII, a Domingo Gundisalvo y a Juan Hispalense, intérpretes de todo el saber filosófico de los orientales; en el siglo XIII, la portentosa y nunca igualada erudición rabínica del dominico Ramón Martí, del cual hoy mismo confiesan los judíos más doctos que ninguno de los nacidos fuera de la Sinagoga ha llegado a penetrar [p. 291] tan hondamente los arcanos de la ciencia talmúdica como el autor del Pugio Fidei, que no fué sólo incomparable hebraizante y arabista, sino profundo autor de teodicea, que inspiró a Pascal una gran parte de sus celebrados Pensamientos.

Y todavía en el último y decadente período de la escolástica, cuyo imperio se dividían místicos y nominalistas, apareció en Tolosa de Francia un profesor barcelonés, que, sin pertenecer a ninguna de las banderías militantes, ni ajustarse al método y forma generales en las escuelas, antes puesta la mira en la reforma del método y de toda enseñanza, como si respondiera a la voz del Renacimiento, que comenzaba a enseñorearse de la ciencia al mismo tiempo que del arte, concibió la traza de un libro único, no fundado en autoridades divinas ni humanas, que sin alegar textos de ningún doctor llevase a la inteligencia de todos; libro fundado en la observación y en la experiencia, y sobre todo, en la experiencia de cada cual dentro de sí mismo (nulla autem certior cognitio quam per experientiam et maxime per experientiam cujuslibet intra se ipsum), trazando sobre esta base, que hoy diríamos cartesiana, el plan de una Teología natural, donde la razón fuese demostrando y leyendo, cual si estuviesen escritos en el gran libro de las criaturas todos los dogmas del espirualismo cristiano. Libro que, por rara casualidad, hubo de caer sesenta años después en manos de un caballero gascón, antítesis viva del piadoso catedrático del siglo XV, el cual caballero se entretuvo en verter de la Teología natural en encantadora prosa francesa, que aquel escéptico alcalde de Burdeos hablaba y escribía como pocos o ninguno la han vuelto a escribir y hablar, y no satisfecho con traducirle, tomó pie del libro de Sabunde para escribir, con más agudeza de ingenio que piadosa intención, su más extenso y curioso ensayo, que, con título de Apología, aunque de todo tiene más que de esto, anda desde entonces en manos de todos los aficionados a ingeniosas filosofías y a desenfados de estilo.

Pero ni Sabunde ni otro ninguno de los doctores del siglo XV, al cual dió inmarcesible gloria una legión de teólogos, escriturarios y canonistas, famosos algunos en la Iglesia universal, no ya sólo en la de España: San Vicente Ferrer, águila de la elocuencia cristiana, a quien el asombro de sus contemporáneos apellidó la trompeta del Apocalipsis; el insigne converso Pablo de Santa María, autor del Scrutinium Scripturarum ; su hijo, don Alonso [p. 292] de Cartagena, a quien llama Eneas Silvio decus praelatorum, y de quien dijo Eugenio IV: «Si el Obispo de Burgos en nuestra corte viene, con gran vergüenza nos asentaremos en la Silla de San Pedro»; el Tostado, cuyo nombre basta; su digno adversario Juan de Torquemada; Juan de Segovia, lumbrera del Concilio de Basilea; Fr. Alonso de Espina, martillo de los judíos en su Fortalitium Fidei; Fr. Alonso de Oropesa, defensor de la causa de los conversos, en su Lumen Dei ad revelationem gentium; Fernando de Córdoba, cuya sabiduría se miró como prodigio, hasta el punto de haberse reunido en conciliábulo los doctores de la Universidad de París para decidir que aquel hombre que se sabía de memoria la Biblia y todos los escritos de Alberto Magno, Santo Tomás, Alejandro de Hales, Scoto y San Buenaventura, y el cuerpo del Derecho civil y el cuerpo del Derecho canónico, y los textos de medicina de Avicena, Galeno e Hipócrates, y hablaba con singular facilidad el hebreo, el árabe, el caldeo, el griego y el latín, y en las disputas públicas convencía a todos y nadie le convencía a él, no podía menos de ser el Anticristo o alguno de sus secuaces...; ninguno de estos doctores—digo—con ser tantos en número y tan ilustres, pudo dar a España lo que en rigor no tuvo hasta el siglo XVI: una escuela propia y floreciente de Teología, entendida esta palabra como la entendieron los grandes maestros de aquella centuria; es decir, como una ciencia universal, que abarcaba desde la doctrina de los atributos divinos hasta las últimas ramificaciones del Derecho público privado. Esta gloriosa y última etapa de la Teología española fué favorecida de un modo eficaz por el renacimiento de las letras clásicas, que influyó en la erudición sagrada tanto, por lo menos, como en la profana, llevando la atención de los doctos al estudio y crítica de las fuentes, así en lo que toca al texto de las Sagradas Escrituras y de sus más antiguas interpretaciones, como en lo perteneciente a las obras de los Santos Padres y apologistas cristianos, así griegos como latinos, los cuales nunca se vieron en mayor grado que entonces, ilustrados, comentados y defendidos.

Y si es verdad que no anduvo libre de temeridades, como no suele estarlo ninguna ciencia nueva, esta labor y esfuerzos de los helenistas y hebraizantes, también es cierto que, después de la inmensa alharaca que los teólogos puramente dogmáticos y escolásticos promovieron contra los que venían a despertar a la escolástica [p. 293] del largo sopor en que desde el siglo XIV había caído, esa nueva infusión de sangre científica, a la larga, llegó a constituir la hermosa Teología positiva que hoy conocemos, y en la que al antiguo elemento especulativo y metafísico, en el cual fueron águilas los doctores de la Edad Media, y especialmente el Ángel de las Escuelas, vino a añadirse un elemento histórico, ya escriturario, ya patrístico, que da nervio y fortaleza y verdadera originalidad a la teología católica de las escuelas modernas.

No hay duda que la Teología, en cuanto a sus principios esenciales, participa de la inmutabilidad y fijeza adamantina propias de la dogmática religiosa, que por esto mismo aparece levantada sobre todo el fragor y tumulto de las opiniones humanas; pero también es cierto que el dogma mismo, en cuanto al modo de ser entendido y desarrollado metódicamente en forma de disciplina o enseñanza científica, obedece a la misma ley de progreso que empuja a todas las artes y ciencias hacia su perfección, y por eso la Teología de San Justino no es la de Tertuliano, ni la de Tertuliano la de Orígenes, ni la de Orígenes la de San Agustín, ni la de San Agustín la de San Anselmo, ni la de San Anselmo la de Santo Tomás; no porque el objeto de esta ciencia divina, que son las verdades reveladas, cambie, sino porque cambia el sujeto que las entiende y las enseña, y que hoy es un filósofo platónico convertido al cristianismo, mañana un retórico africano, a quien todo el fuego de las calcinadas arenas en que nació arrastra a la declamación, al énfasis, y a la extremosidad en todo; otro día un sutil dialéctico, que ha aguzado todas las fuerzas de su espíritu en el juego de esgrima de Aristóteles y de Porfirio. Porque es excelencia y privilegio divino de la doctrina católica, que por eso se llama así y ostenta como primera nota suya la de universalidad, acomodarse a todos los grados y esferas de la cultura humana, y ser manjar de vida, lo mismo para los sencillos de corazón y humildes de entendimiento, que para aquellas inteligencias privilegiadas donde más de resalto aparece la impresión y el reflejo de la lumbre divina. Las mismas verdades son las que deletrea el rústico en su Catecismo que las que ejercitan la sagacidad del teólogo en la Summa de Santo Tomás; y, sin embargo, ¡cuán diferente es la capacidad que ambos libros exigen, cuán patente el carácter científico del segundo y el carácter popular del primero. Nadie se escandalice, pues, cuando oye hablar de [p. 294] progreso y de desarrollo en Teología. ¡Tal escándalo sólo probaría su ignorancia.

La Teología tiene su historia como todas las ciencias, y quien dice historia, dice algo de relativo, transitorio y mudable. Donde hay un organismo de verdades y un entendimiento que le comprenda, queda siempre la posibilidad de una comprensión más alta. Y si esto es verdad de la Teología, cuyas premisas trascienden del orden natural, y están dadas por una revelación superior, ¡cuánto más no ha de serlo de la filofosía, entregada eternamente a las disputas de los hombres! Ciencia absoluta, ciencia eterna, ciencia inmutable, ciencia única, que resuelva en una ley general todos los casos particulares, sólo en la mente de Dios existe, y fuera vano empeño buscarla en esta pobre sabiduría humana, que si algo tiene de grande, no es tanto lo que posee cuanto el estímulo creciente de perfección que Dios puso en sus entrañas. Mientras prosigan naciendo seres racionales, nadie podrá decir que la virtualidad o potencia metafísica está agotada. ¿Quién sabe si el infante que hoy llora en la cuna podrá llevar estampado sobre su mente el sello que hizo a Aristóteles privilegiado entre los hijos de los hombres? De fijo que aquellos oyentes de Sócrates, que solemos llamar los pequeños socráticos, creían de buena fe que no era posible en el mundo doctrina más alta que la del hijo de Sofronisco, y, sin embargo, después de Sócrates vino Platón, y después de Platón Aristóteles, y luego la filosofía cristiana, que los depuró y los concordó hasta cierto punto. Y esta filosofía ni está ni puede estar agotada, porque la infinita bondad de Dios, que hizo al hombre capaz de todo lo inteligible, no puede consentir que caiga sobre su espíritu la sombra de la inacción, todavía mas pesada que la de la muerte.

Así lo entendieron nuestros teólogos del siglo XVI, y por eso, siendo fidelísimos a la tradición, resultó, no obstante, tan original su ciencia. Original en el método, que comenzaron a reformar Francisco de Vitoria, Fr. Luis de Carvajal, y Fr. Lorenzo de Villavicencio, aprovechando los progresos de las letras humanas y del espíritu crítico, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano con su profundo análisis de las fuentes del conocimiento teológico, verdadero organon o aparato enciclopédico, que puede servir para los tópicos de otras muchas ciencias. Original en las aplicaciones, en las ciencias derivadas, en las nuevas ramas que [p. 295] brotaron como por encanto del tronco teológico que parecía tan marchito a fines del siglo XV; el derecho penal con Alfonso de Castro, el derecho internacional con Francisco de Vitoria, el derecho público con el mismo Vitoria, con Domingo de Soto, con el eximio Suárez. Original, finalmente, dentro de la más severa ortodoxia, en doctrinas de tanto alcance como la de Gabriel Vázquez sobre el fundamento metafísico de la ley puesto en la razón de Dios, y no en su voluntad; y las dos contrapuestas de Molina y Báñez sobre la concordia entre la gracia y el libre arbitrio, doctrinas que trascienden a toda la filosofía de la voluntad, materia predilecta de nuestros teólogos y casuístas, que apuraron hasta los últimos ápices la disección de los actos humanos, de sus ocultos móviles, de sus extremas consecuencias, de los accidentes que los modifican y de su calificación conforme a las leyes de la ética cristiana.

Ya lo he dicho en otra parte: apenas hay memoria de hombre que baste a recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de aquella invicta legión. Pero, ¿cómo olvidar que Fr. Alonso de Castro recopiló en su grande obra De haeresibus cuantos argumentos se habían formulado hasta entonces contra todo linaje de errores, y disputó con tanta sabiduría teológica como jurídica de justa haereticorum punitione; que Domingo de Soto trituró las doctrinas protestantes de la justificación, en su obra De natura et gratia; que el Cardenal Toledo impugnó más profundamente que ningún otro teólogo la interpretación que los luteranos dan a la Epístola a los Romanos; que Fr. Pedro de Soto, reformador de las Universidades de Dillingen y de Ingolstadt, hizo increíbles esfuerzos, con la pluma y con la enseñanza, para volver al gremio de la Iglesia a los rebeldes súbditos de la Reina María; que el eximio Suárez redujo a polvo las doctrinas cesaristas del Rey Jacobo y el torpe fundamento de la Iglesia anglicana; que el libro de Gregorio de Valencia, De rebus fidei hoc tempore controversis, fué asombro de los mismos protestantes alemanes por la abrumadora copia de ciencia y por la argumentación sobria y potente, hasta el punto de aclamar a su autor scriptor aeternitate dignissimus; que don Martín Pérez de Ayala vindicó sabiamente el valor que en la Iglesia tiene el sagrado depósito de la tradición; que Martínez de Ripalda, en el libro De ente supernaturali, derramó a torrentes la luz sobre los más oscuros problemas ontológicos; [p. 296] que Rodrigo de Arriaga, hombre de ingenio sutil y paradójico, nacido para los más delicados análisis, llevó a los últimos términos la libertad de discusión, osando apartarse del mismo Santo Tomás y de Suárez; que Diego Ruiz de Montoya organizó, o poco menos, la Teología positiva, adelantándose a Petavio y a Thomasino; y, finalmente, que todo este asombroso florecimiento de la dogmática y de la controversia no estorbó, sino que antes bien dió nuevas alas al vuelo extático del misticismo español, de cuya encendida fragua de afectos salió más acrisolado el oro de la doctrina, y tampoco detuvo, sino que favoreció y estimuló el arranque general de los pensadores, críticos e independientes, tales como Vives, Gómez Pereira y Fox Morcillo, precursores, respectivamente, de la inducción baconiana, del psicologismo cartesiano y escocés, y del armonismo idealista? Y así como fuera del recinto de la escuela se disputó libremente de todo lo opinable, así también dentro de ella coexistieron más o menos pacíficamente, tejiendo entre todos la variadísima trama de nuestra ciencia, los tomistas puros y los molinistas y «congruístas», los escotistas y los lulianos, y lograron secuaces y comentadores, lo mismo San Anselmo que San Buenaventura, y Enrique de Gante y el Doctor «Resolutísimo», Juan Bacon, y hasta los mismos nominalistas.

Seguir la decadencia de estos estudios desde el siglo XVIII hasta el momento actual, que ciertamente no es de apogeo, aunque comiencen a advertirse señales de mejora, daría materia a una larga disertación, en que es imposible entrar, visto lo avanzado de la hora. A la sabiduría de los Prelados asistentes a este Congreso toca poner oportuno remedio a los males que todos deploramos, volviendo a nuestra enseñanza teológica el carácter nacional, el sello castizo que nunca debió perder, y que en nada se opone a la unidad de la doctrina. Vuelvan a andar en manos de nuestros aspirantes al sacerdocio los grandes monumentos de la ciencia católica de nuestros padres; cese ese aluvión de superficiales compendios extranjeros que desde el siglo pasado inundó nuestras Universidades y Seminarios, sin ventaja alguna ni de la piedad ni de la doctrina; recíbase, sí, lo bueno de todas partes, pero recíbase con discreción, sin olvidar que nuestra Teología fué por siglos la primera del mundo, y que en la dogmática, en la moral y en la controversia todavía podemos vivir de sus inagotables [p. 297] riquezas; difúndase, mediante la fundación de una Biblioteca de teólogos españoles (pensamiento iniciado muchos años hace por el sabio Dominico que hoy se sienta en la cátedra metropolitana de San Isidro) el conocimiento de esos libros, muchos de ellos rarísimos ya e inasequibles; ábranse, con el apoyo moral y material de los católicos, concursos y certámenes para estudiar críticamente, en forma de monografías, todas las grandes figuras de nuestra ciencia, cuya difusión y ensalzainiento no puede menos de contribuir al triunfo de la verdad católica; y finalmente, y esto es más importante que todo, cese el funesto divorcio entre los estudios sagrados y los profanos; y ya que en el actual estado de la enseñanza enteramente laica y secularizada no nos sea lícito ni soñar siquiera con la esperanza de ver de nuevo a la Reina de todos los saberes penetrar triunfante en nuestras Universidades para ser otra vez el eje de oro de nuestra ciencia, trabajemos a una clérigos y laicos, en cualquier grado de la enseñanza donde la voluntad de Dios nos haya puesto, para que la savia del espíritu teológico vigorice de nuevo el entendimiento y el carácter nacional; y así será nuestra fe racional obsequio y no femenil sentimentalismo, ni cálculo social, ni pesimismo desalentado, ni alarde de un momento, ni odio a la razón disfrazado con máscara de piedad.

Busquemos, sí, la libertad de la ciencia, pero busquémosla por aquel camino que ya nos marcó, con ser gentil, el más antiguo de nuestros filósofos: Parere Deo libertas. El que obedece a Dios, ¿qué ha de temer? Y ¿qué importan los mayores arrojos de la especulación en labios de quien empieza por doblar la frente ante la verdad infalible y eterna? No apoquemos lo que de suyo es tan grande que no cabe en los cielos ni en la tierra. Trabajemos con limpia voluntad y entendimiento sereno, puestos los ojos en la realidad viva, sin temor pueril, sin apresuramiento engañoso, abriendo cada día modestamente el surco, y rogando a Dios que mande sobre él el rocío de los cielos. Y al respetar la tradición, al tomarla por punto de partida y de arranque, no olvidemos que la ciencia es progresiva por su índole misma, y que de esta ley no se exime ninguna ciencia: Patet omnibus veritas: nondum est occupata. Y aunque quisiéramos detenernos sería empeño imposible, porque la impiedad no se detiene y cada día levanta nuevas máquinas de guerra contra la ciudad espiritual [p. 298] en que nacimos. Las exigencias de la polémica religiosa son ya muy otras que en el siglo XVI. Entonces aun era rara la negación escueta del orden sobrenatural; hoy esa negación se levanta por todas partes brutal y amenazadora, amagando con los mismos golpes a la religión y a la metafísica. Todo se niega o se ha negado, desde el principio de identidad hasta el principio de causa; todas las nociones primeras de nuestro entendimiento andan hoy en tela de juicio. Hasta el ateísmo empieza a parecer anticuado. Y ¿cómo no si a los ojos de un agnóstico el ateísmo no puede ser otra cosa que una tesis teológica vuelta del revés? Y entretanto la concepción monista, desbordándose del campo de las ciencias naturales, invade la ciencia social, allana los fundamentos de la vieja antropología, socava la noción del derecho, se impone a los legisladores y a los jueces y proclama la ruina del dogma moral, último resto de la preocupación teológica.

¡Y entretanto los católicos españoles, doloroso es decirlo, pero estos son días de grandes verdades, distraídos en cuestiones estúpidas, en amargas recriminaciones personales, vemos avanzar con la mayor indiferencia la marea de las impiedades sabias y corromper cada día un alma joven, y no acudimos ni a la brecha cada día más abierta de la Metafísica, ni a la de la exégesis bíblica, ni a la de las ciencias naturales, ni a la de las ciencias históricas, ni a ninguno de los campos donde siquiera se dilatan los pulmones con el aire generoso de las grandes batallas! Un rayo de luz ha brillado en medio de estas tinieblas, y los más próximos al desaliento hemos sentido renacer nuestros bríos viendo en este Congreso el principio de una nueva era para el catolicismo español y para la ciencia española, inseparable del catolicismo.

Notas

[p. 283]. [*] . Impreso en Crónica del Primer Congreso Católico. Madrid Tip. de los Huérfanos, 1889. Vol. II, pág. 225.