POLÍGRAFOS REPRESENTANTES DE ESPAÑA EN CADA ÉPOCA [1]
Aunque el título dado a la presente cátedra parece de suyo bastante claro y explícito, no holgará declararle un poco más, para que desde el primer momento pueda ser plenamente entendido el fin y propósito de nuestra enseñanza.
El nombre de polígrafo puede tomarse en dos distintas acepciones, conformes ambas con el valor etimológico de la palabra.
Llámanse polígrafos en el más vago y general sentido aquellos autores que han cultivado diversas ramas de la literatura, ya científica, ya amena, y es claro que los escritores de tal género abundan en todas las literaturas. Pero aquí no llamamos polígrafo al que haya sido a un tiempo, como lo fué Lope de Vega, poeta dramático, épico, lírico, novelista, ni al que haya sobresalido en varias ciencias a la vez, siendo, por ejemplo, filósofo, [p. 138] naturalista y médico, como lo fueron Andrés Laguna y Vallés, sino que buscamos otro concepto más trascendental que informe nuestra enseñanza y la preste unidad.
Para declarar este concepto, conviene tener presente que la historia de la cultura humana en general, lo mismo que la peculiar historia de la civilización de cada pueblo, puede ser expuesta por los diversos métodos que responden a las dos capitales direcciones del pensamiento en toda investigación racional sobre el sujeto humano y sus obras en el espacio y en el tiempo.
Y aunque cada cual de estas direcciones, si aisladamente se la cultiva, pueda conducir a perniciosos exclusivismos, también es cierto que entre las dos, debidamente ponderadas y armonizadas, pueden agotar íntegramente el rico contenido de la historia; y no hay grave riesgo en preferir para la exposición una de ellas, siempre que no se pierda de vista la restante. Es decir, que, o bien se considera la historia por el lado social, colectivo, impersonal, estudiándose principalmente, los caracteres étnicos, las fuerzas intelectuales de la raza, el desarrollo de los organismos sociales, las aptitudes científicas y estéticas colectivas, los elementos que han favorecido su desarrollo y los obstáculos que se han opuesto a él, y éste es el más seguro camino, quizás el único, para explicar los grandes refuerzos de la colectividad, los monumentos que pudiéramos llamar anónimos, tales como la elaboración del derecho y de la poesía épica: o bien se atiende al elemento individual histórico que se revela triunfalmente en los grandes capitanes, en los grandes legisladores, en los artistas soberanos, en los inmortales escritores y hombres de ciencia.
Ambos escollos pueden y deben evitarse en la recta disciplina del espíritu, y, por lo que a nosotros toca, sin pecar de intransigente individualismo, y reconociendo, como de buen grado reconocemos, que la obra de la cultura de un pueblo es labor esencialmente colectiva, no podemos menos de afirmar con igual resolución que la conciencia de los pueblos y de las razas, así como la conciencia universal del género humano, se revela y manifiesta de un modo más concreto y luminoso en un corto número de hombres privilegiados, a quienes ya Fray José de Sigüenza, llamó Hombres providenciales, y en nuestros [p. 139] tiempos ha llamado Carlyle los Héroes y Emerson los Hombres representativos.
De esta manera evitaremos la exageración del primer procedimiento, que nos conduciría a una especie de panteísmo histórico avasallador, igualmente que la del segundo, que degeneraría en un jacobinismo individualista y una falsa filosofía personal, verdadera apoteosis del orgullo humano. [1]
No vamos a trazar la historia de toda la cultura humana. Nuestro propósito es más modesto. Nos ocuparemos en dos cursos de la de España, y de ésta, sólo de la comprendida en una esfera particular: la de los grandes polígrafos, o sea, la representada por las grandes personalidades científicas españolas en las distintas épocas.
Antes de pasar a la elección de las referidas personalidades, conviene advertir que escogeremos tan sólo aquellos escritores que por su carácter enciclopédico, por la gran variedad de sus escritos, por la influencia que tuvieron en la cultura de su tiempo, bien por su enseñanza escrita o hablada, o la ejercida por medio de sus discípulos, resumen mejor el estado general de la cultura en sus respectivas épocas. De aquí la [p. 140] importante omisión de los grandes escritores puramente literarios, como Cervantes, Lope, Calderón; y de los que sólo se han distinguido en alguna rama particular de la ciencia, tales como los grandes teólogos y filósofos Francisco de Vitoria y Domingo Soto, por no referirnos a tantos otros insignes varones que hicieron grandes investigaciones en la historia y en las ciencias experimentales.
Es, pues, nuestro intento resumir la historia general de las ideas en España en sus grandes épocas en una o dos personalidades que justifiquen el dictado de Emerson, sino en su aspecto humano, universal, sí, al menos, en lo que a nuestro país se refiere.
Empresa relativamente fácil en lo concerniente a la antigüedad y Edad Media, y aún posible en el pasado siglo XVIII, que, con su famosa Enciclopedia, originó otra Anti-enciclopedia; pero que en los tiempos actuales, por la complejidad misma que el desarrollo de la ciencia ha alcanzado, se nos hace de todo punto indispensable el detenernos en nuestro estudio ante el umbral del siglo XIX.
Otra indicación previa que hemos de hacer es la siguiente: manifestar que, no siendo esta cátedra de Literatura en su sentido estricto, sino de Ciencias Históricas, la cuestión tan debatida de si una literatura nace al par que la lengua o bien antes de su formación, y que en el arte puro reviste suma importancia, en un estudio acerca de la cultura general, semejante distinción no puede ofrecer sino escaso interés.
Porque el saber en las civilizaciones modernas no es espontáneo, sino producto de civilizaciones anteriores. El fondo de ideas de que la cultura vive, procede de la educación clásica (Grecia-Roma), de la enseñanza de la religión cristiana, y entre nosotros, de la influencia semítica, que aquí llegó, no de reflejo, sino directamente y con anterioridad a otros pueblos.
Por eso esta historia monográfica e individualista de la cultura española, la vamos a comenzar por la cultura romana. Y claro está, con Lucio Anneo Séneca, como su más genuino representante.
No fué éste el que primeramente inició esa gloriosa cultura. Tuvo como predecesores a otros escritores también de la [p. 141] Bética, que poseían ya condiciones de estilo, que habían de acentuarse en él luego, tales como Porcio Latrón, Junio Galión, Julio Higinio y Marco Séneca, el Viejo. Y aun cuando en la literatura del primer siglo del imperio romano y en el entero período que, con igual razón que se denomina romano, pudiera también llamarse hispano, hubieron de florecer poetas como Lucano, geógrafos como Pomponio Mela, naturalistas como Columela, retóricos como Quintiliano, satíricos como Marcial, importantes todos en las materias en que mostraron su ingenio, ninguno de ellos alcanzó la transcendencia de Séneca en todos los ramos que cultivó.
Así, en competencia con Cicerón, es el mayor moralista de la antigüedad, y no es, como éste, escéptico y retórico, pues su moral tiene un fundamento metafísico, basado como está en los conceptos de Dios, alma, universo, en esto bien distinta hasta el estoicismo de Marco Aurelio y Epicteto.
Es de los poquísimos autores romanos que trataron de filosofía natural o física general. Su único predecesor en cosmología fué Lucrecio, que, si bien le aventaja en las galas de expresión, queda, sin embargo, vencido en la intención moral práctica.
Consignó gran número de nociones físicas que no eran comunes entre los romanos, y puede decirse que adivinó su genio el método experimental, desconocido en las escuelas de Roma.
Es, además, el representante de la tragedia entre los romanos. De las que llevan su nombre, tres, por lo menos, fueron consideradas auténticas por los gramáticos. Las otras, que son muy semejantes, serían ensayos de sus discípulos o de individuos de la gens Annea . Aunque no se representaron, tuvieron gran influencia entre los italianos del Renacimiento, entre los trágicos franceses y en la Inglaterra del tiempo de la reina Isabel.
Poeta lírico, escritor profundo y de extraordinario brío de expresión, el número y variedad de sus obras es por demás importante. Su gran originalidad, sus relaciones supuestas o no con el cristianismo..., la influencia que como moralista tuvo en la Edad Media y en el Renacimiento, en Quevedo, que tanto le admiraba, y en Diderot y Rousseau, hacen del gran filósofo cordobés el representante general, sino el único, de la cultura romana en España.
[p. 142] San Isidoro es el nombre que verdaderamente se impone para resumir el saber de la España visigoda.
Es como un eslabón entre las doctrinas de los clásicos y las primeras enseñanzas de la ciencia cristiana. Sus numerosos escritos sobre el Trivium y el Quadrivium sirvieron para la educación de Inglaterra en el siglo VIII, y de Francia en el siglo IX.
En sus Etimologías hay que reconocerle el valioso mérito de que, merced a él, salváronse citas de libros, frases, ideas, palabras, que perecieron después.
¿Qué es lo que hay de propio en sus obras? ¿Qué es de repertorio coleccionado de los antiguos? Filósofo, canonista, historiador, poeta, arqueólogo, es San Isidoro la síntesis de la cultura visigótica.
La fama de Averroes , más bien que su valer, nos ha impuesto ese nombre como la personalidad característica de la España árabe. A quien conozca esa brillantísima, aunque efímera civilización, que produjo matemáticos como Azarquiel y al-Pitruchi, botánicos, como Aben-Beithar, médicos como Abulcassis y Abenzoar, árabes españoles todos ellos, de más grande originalidad que Averroes, y lo mismo en la filosofía, donde no hay trabajo alguno de Averroes que supere al esfuerzo de investigación que se manifiesta en el Régimen del Solitario , de Avempace, y sobre todo en la novela filosófica del escritor didáctico Abu-Beker Abentofail, titulada El filósofo autodidacto, no dejará de extrañarle que se elija a Averroes, cuya originalidad en todo es tan discutible. Pero su nombre y su influencia, no sólo en el islamismo-donde, según Renán, la vida filosófica fué un accidente, pues la especulación original al modo de los griegos sólo brilla en Europa y Persia-, sino en el mundo cristiano, fueron grandísimos, aunque él fuera bien inferior a Avicena. Y es que le favorecían la índole enciclopédica de sus escritos, o por mejor decir: con paráfrasis y comentarios dió al sistema de la ciencia, una especie de enciclopedia, a la vez que muy elemental, adecuada a las necesidades de su tiempo.
Nacida esta filosofía en España, en la escuela de Toledo, fundada por Alfonso VII el Emperador y su Canciller el Arzobispo don Raimundo, y llevada en el siglo XIII a París, y después a Italia, donde finalmente muere en el siglo XVII con Cesare [p. 143] Cremonini en la escuela de Padua, fueron durante ese tiempo en las escuelas Averroes y el averroísmo legión y bandera de librepensadores por las tesis heterodoxas que sostenían, contrarias a las teologías muslímica y cristiana, entre otras, verbigracia, la eternidad del mundo; y combatidos sin tregua por Alberto Magno y por Raimundo Lulio, por Petrarca y Luis Vives.
Dificultad análoga hemos hallado al considerar el brillante período de la civilización hispano-judaica, que comprende del siglo XI al XIV. Maimónides, a pesar de sus numerosos escritos (filósofo, médico, naturalista), no la representa en su totalidad. Falta su admirable poesía lírica religiosa-la más alta manifestación de la lírica en Europa desde el siglo V al XIII, en que aparece Dante-y que no tiene eco en las obras de Maimónides, como le halla armonioso en las de Jehudá Haleví y Salomón ben Jehudá ben Gabirol.
Tampoco tiene la filosofía religiosa de que se engendró el Talmud, la Kábala que esplende en La Corona Real , de Salomón ben Gabirol y La fuente de la vida , del mismo autor, conocido en las escuelas cristianas con el nombre de Avicebrón.
Pero es cierto que de todos estos escritores, unos por ser místicos y formar escuela esotérica dentro de la Sinagoga, y otros por ser heterodoxos y distanciados de ella, sólo Maimónides tuvo ese carácter canónico. De aquí que se dijese en las Sinagogas: «De Moisés a Moisés no hay más que un solo Moisés.»
Maimónides como teólogo, tiene gran semejanza con Santo Tomás. Se ve así en su Guía de los que van por incierto camino, que tiene analogías con su otra obra capital, Comentarios , que es como un Derecho Canónico cual el de Graciano, y ha tenido en las Sinagogas una especie de autoridad análoga a la compilación de las Decretales de San Raimundo de Peñafort. [1]
[p. 144] Maimónides brilla más en la lógica formal que en la metafísica.
Representa el movimiento científico de la escuela judaico-española.
La España cristiana de la Edad Media (siglos XIII y XIV), tiene por sus representantes a Alfonso el Sabio y Raimundo Lulio.
En ese período que en cierto aspecto forman los dos siglos, elegimos una individualidad en Castilla y la otra en los países de lengua catalana. Las dos son enciclopédicas.
Fué Don Alfonso legislador, primer historiador nacional y el que más eficazmente contribuyó a la propagación de las ciencias astronómicas de los árabes y judíos en el mundo cristiano.
Fué Raimundo Lulio el primero que en España, como Dante en su Convivio, usó la lengua vulgar tratando de ciencias, a fin de que todos le entendiesen. Escribió su Nueva Lógica, tentativa atrevida, especie de teodicea popular para convertir a moros y judíos. Empleó, además, medios artísticos: la alegoría, cuento, novela utópica, libros de caballería, lírica y poesía didáctica.
El representante más completo y popular del humanismo en España en el siglo XV es el gran maestro Nebrija. Representólo en su profesión de gramático (sinónimo entonces de hombre de letras). Interpretación de autores clásicos, exégesis bíblica, arqueología clásica, crítica de la historia latina, etc. El maestro Nebrija es la principal personalidad intelectual del tiempo de los Reyes Católicos.
Del siglo XVI, Edad de Oro, hemos elegido tres grandes polígrafos: Luis Vives , que es el espíritu crítico del renacimiento [p. 145] encarnado; Francisco Suárez , el iniciador de la Escolástica, renovada en el Renacimiento, y que florece al presente, puesto que hoy la que se enseña es más la de Suárez que la de Santo Tomás. Las obras de ambos ostentan un carácter enciclopédico. [1]
[p. 146] Arias Montano es el que mejor representa los estudios orientales y enlaza más perfectamente la cultura oriental y la clásica.
Quevedo, el Obispo Caramuel y don Nicolás Antonio son los hombres representativos del siglo XVII.
Quevedo: popularísimo, político, moralista. En sus sátiras y composiciones festivas tiene conceptos más serios que en sus libros más graves. Profunda originalidad en sus ideas del mundo y de la vida.
El Obispo Caramuel es el escritor más enciclopédico del tiempo de Felipe IV y en el que aparece la cultura española más influída por la extranjera, tanto en lo que afirma, cuando en lo que niega. Escribió muchísimo y con gran erudición acerca de física, moral, teología, matemáticas, preceptiva, astrología. Predominan en él las influencias cartesianas y de Gassendi.
Don Nicolás Antonio, gran escritor del tiempo de Carlos II. Benemérito colector de noticias de ciencia española de siglos anteriores. Cultivó la crítica histórica, que no viene del siglo XVIII, en la esfera del Derecho Romano y en la historia de nuestros Anales patrios.
El Padre Feijóo, Hervás y Panduro y Jovellanos son las destacadas figuras del siglo XVIII.
El Padre Feijóo, a quien tanto debió la cultura española, Hervás y Panduro, más enciclopédico, y fundador de la filología comparada, y don Gaspar Melchor de Jovellanos, que trató de tan diversas materias en sus numerosos ensayos, adornando el espíritu español con el extranjero. [1]
[p. 147] Estos tres serán los últimos insignes varones que atesoraron conocimientos que habremos de estudiar en esta cátedra sin alardes oratorios y trabajando sólo sobre los textos, inspirados por el fruto de la propia investigación y auxiliados por el de la ajena experiencia ya depurada.
M.[ANUEL] M.[ULTEDO].
(De El Globo, Madrid.)
[p. 137]. [1] Nota del Colector.- Publicamos en Apéndice estas conferencias de Menéndez Pelayo en el Ateneo de Madrid por los años de 1896 a 1901, porque no se puede decir que la redacción de estas páginas sea de don Marcelino, sino de sus discípulos y algunos periodistas que las tomaron más o menos fielmente en la cátedra.
Las reseñas firmadas por Manuel Multedo y Pascual de Liñán y Eguizábal son, sin duda, las que mejor se adaptan al pensamiento del conferenciante, y las que éste no hubiera tenido inconveniente en firmar, pues consta que sometieron las cuartillas a su aprobación y enmienda.
Para completar o aclarar conceptos añadidos a veces, y siempre en nota, a alguna de las conferencias párrafos de otras reseñas.
Se reprodujeron estas conferencias en Menéndez-Pelayismo , núm. I, publicación de la Sociedad de Menéndez Pelayo , Santander, 1944, en donde el lector puede encontrar interesantes datos para la historia de la famosa Cátedra de Estudios Superiores del Ateneo madrileño.
[p. 139]. [1] Nota del Colector .-Pascual de Liñán y Eguizábal, en su reseña de esta conferencia, publicada en la revista La Ciudad de Dios , vol. XLI, correspondiente al año 1896, pág. 514, añade aquí el siguiente párrafo:
«... De ambos extremos toma la verdadera Historia los elementos cautivadores de su manifestación artística, simbolizada por el gran Niebuhr «en la ninfa de la leyenda eslava, aérea al principio e invisible, hija de la Tierra luego, y cuya presencia se manifiesta sólo por una larga mirada de vida y de amor». Únicamente así, resurgirá de mudas formas y yertos recuerdos un mundo que pasó, dejando de su historia la grandeza, pero también el perpetuo testimonio de sus caídas; concepto de la Historia que, estudiando la vida en los múltiples órdenes de su manifestación constante, compenétralos íntimamente, haciendo brotar del compuesto total, como de las humanas energías brota de ordinario, el mundo de ayer vivificado y real, sentido , penetrando en nosotros como algo que nos toca muy de cerca, y que hemos presenciado y aun discutido con afanes de próximo triunfo; como una página ignorada de nuestra juventud narrada por aquel historiador, soñado por el maestro, aun más grande que Tácito y que Macaulay, el cual hará la historia por la historia y con alta personalidad, sin más pasión que la de la verdad y la hermosura para retejer y desenrollar la inmensa tela de la vida.»
[p. 143]. [1] Nota del Colector.- Aquí el señor Liñán (loc. cit., pág. 519) amplía en esta forma:
«Al leerla (La Guía de Maimónides) se le ve atormentar a la Bibliga para encontrar dondequiera las ideas de Aristóteles, de quien sólo se separa en lo relativo a la eternidad del mundo. Pero su sentir era demasiado racionalista para que se contentase a los judíos: por eso la traducción de su libro produjo una verdadera tempestad en las Sinagogas de Provenza, y por su causa fué prohibido en el Sínodo de Barcelona el estudio de la Filosofía antes de los veinticinco años. El carácter sintético de la Guía , por igual inspirada en el Peripato y en la Biblia, razón por la que antes comparábamos a su autor con nuestro Santo Tomás, y el gran valor de sus Comentarios , que le dan en el Derecho canónico-hebrero tanta significación como tienen en el católico Graciano y San Raimundo de Peñafort, son, en suma, títulos suficientes para hacerle el preferido dentro del período judaico-español.»
[p. 145]. [1] Nota del Colector.- En Liñán (loc. cit., pág. 521), este breve párrafo está desarrollado así:
«Conforme vamos acercándonos a nuestros días, ya los autores parecen sernos más familiares lo cual, en parte, nos evita la tarea de justificar selección. Tal acontece con los tres nombres que para nosotros representan el siglo XVI: Vives, Suárez y Arias Montano.
Sería vano y temerario empeño querer encerrar en breve marco la gigantesca figura del gran polígrafo de Valencia, y recordar su acción sobre la sociedad de su tiempo. Dos o tres nombres hay que compiten con el suyo en la historia de la ciencia española: no hay ninguno que le supere. Es el gran pedagogo del Renacimiento, el escritor más completo y enciclopédico de aquella época portentosa, el reformador de los métodos, el instaurador de las disciplinas. Él dió el último y definitivo asalto a la barbarie en su propio alcázar de la Sorbona; en él comienza la escuela moderna; él restableció el alto concepto de la enciclopedia filosófica, perdido o casi olvidado entre las cavilaciones sofísticas del nominalismo decadente; él reconcilió la elegancia de las letras humanas con la gravedad del pensamiento filosófico. En una época abierta a todo género de temeridades, profesó y practicó constantemente el principio de la sobriedad y parsimonia científica, el ars nesciendi . Rodeado de eruditos que filosofaban sin grande originalidad y confundían sus reminiscencias clásicas con cierto vago espíritu de innovación, invocó el testimonio de la razón y no el de los antiguos y formuló por primera vez los cánones de la ciencia experimental; lo cual le ha valido, por un tratadista nada sospechoso y biógrafo suyo, Lange, el ser proclamado como el mayor reformador de la Filosofía de su época.
Personificación del pensamiento esencialmente teológico, y por ende filosófico, el eximio Suárez reduce a polvo las doctrinas cesaristas del rey Jacobo y el torpe fundamento de la Iglesia anglicana; abre dentro mismo del escolasticismo el sendero de nueva escuela, de trascendencia notable aun en nuestros tiempos, y da en sus obras inmortales, donde se ve aunado todo linaje de disciplinas, el modelo de la educación metafísica. No menos ilustre fué el sapientísimo Arias Montano, varón incomparable, a quien la Filosofía oriental y las ciencias bíblicas, -las cuales dieron por su pluma fruto opimo en uno de los jalones más firmes de nuestra cultura,-nunca pudieron arrebatar del todo a la filosofía clásica. Su vasto saber, su inmensa lectura y su poderoso dominio, en especial sobre las inteligencias de su tiempo, nos hace unir su nombre a los de Vives y Suárez.»
[p. 146]. [1] Nota del Colector .-Liñán, pág. 523, escribe:
«En el mismo siglo XVIII, destácanse tres nombres cuya importancia en vano fuera discutir. Feijóo, viviente enciclopedia de su tiempo; verdadero archivo del saber popular, y su martillo no pocas veces, luchó denodadamente en pro de nuestra cultura tradicional, que tan bien demostraba conocer, rompiendo lanzas contra todo viento de barbarie, e iniciando, quizás el primero, y antes de ser escritor por disposición real , la publicación periódica, casi siempre madura, que en nuestros días, con humos de profundidad, todo lo arrolla y lo comprende todo. En él, además, podemos estudiar con provecho el último baluarte donde se defendió la, cuando Dios quería, potente Filosofía española.
Hervás y Panduro yérguese majestuoso fundador de la Filología comparada con su admirable Catálogo de las Lenguas , y es además acabada personificación de aquella serie de sabios deportados a Italia en el reinado de Carlos III por los amaños de abyectos ministros. Entre ellos quiso contarse por algún tiempo al preclaro don Gaspar Melchor de Jovellanos, español de raza, satírico de primera línea, modelo entre los prosadores de su edad, jurisconsulto eminente, estadista de propia cuenta, víctima no pocas veces de enredos de gabinete, especie de varón fuerte de la nueva era y fundador, con su Delincuente honrado, de la bárbaramente llamada alta comedia, que llega a lucir con todo su esplendor en Ventura de la Vega, Tamayo y Ayala.»