Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XII : LAS OPOSICIONES A CÁTEDRA

Datos del fragmento

Texto

Usted empieza por donde otros acaban.
Cánovas a Menéndez Pelayo.

EL PRIMER VIAJE A SEVILLA.—NUEVOS AMORES, PERO LOS MISMOS VERSOS.— LA DISPENSA DE EDAD.—LAS INTRIGAS DE LA OPOSICIÓN.—LOS CONTRINCANTES Y LOS QUE NO SE ATREVIERON A SERLO.—LOS EJERCICIOS DE LA OPOSICIÓN.—TRIUNFO RESONANTE.—UNA EPÍSTOLA DE GRACIAS PARA SUS AMIGOS DE SANTANDER.

En aquellos sus fogosos y sabios veintiún años, una de las pocas cosas que Marcelino ignoraba, y desgraciadamente no aprendió nunca, era la necesidad del descanso. Recién llegado de París reanuda sus tareas sobre los Heterodoxos y la Biblioteca de Traductores, de la que lleva ya escritas nada menos que 300 bibliografías. Y en estos días dejó también terminado un largo artículo sobre La Antoniana Margarita, dedicado a Valera.

Estaba ya de acuerdo con el editor Navarro en traducir todas las obras de Cicerón para la Biblioteca Clásica, de la que era en realidad el asesor literario, y había comenzado el trabajo cuando se pone otra vez en camino para hacer nuevas exploraciones en algunas bibliotecas españolas y continuarlas después en las de Inglaterra, principalmente en Cambridge, Oxford y en el British Museum de Londres, para lo cual estaba al habla con D. Pascual Gayangos.

Salió para Madrid el 2 de febrero de 1878 según cuenta a [p. 178] Morel Fatio, visitó a literatos amigos y profesores. «Valera me tuvo embromado una porción de días con que habíamos de visitar a Dorregaray y arreglar nuestro negocio —le dice a Pereda, desde Sevilla, en 20 de febrero [58] —, pero su pereza ingénita lo ha estorbado. Se nos pasaban las horas leyendo cosas helénicas, y al cabo no hacíamos nada». Pidal le presentó a Cánovas, que aún recordaba a aquel jovencito que en la Biblioteca Nacional, hacía pocos años, había indicado a los bibliotecarios dónde podían encontrar aquel libro que para él buscaban inútilmente. Don Antonio, el hombre de las frases, le dijo a Menéndez Pelayo: «Amigo, usted empieza por donde otros acaban». La entrevista fue larga y cordial a tal extremo que D. Marcelino estuvo leyendo a Cánovas aquellos versos latino-burlescos imitación de los cantos de los Goliardos, que acababa de componer y que a Cánovas le regocijaron y aplaudió.

Continuó a la caza de noticias para sus Heterodoxos en algunas bibliotecas y el 17 por la noche emprendía el viaje directo a Sevilla con cartas de recomendación para algunos literatos de aquella ciudad. En Sevilla se hospedó en la Fonda de Europa, calle de Gallegos, 19. Al día siguiente de llegar ya estaba trabajando en la Biblioteca Colombina, que registró muy a fondo en esta temporada. Estaba al frente de la Biblioteca el chantre D. Cayetano Fernández Cabello, hombre de muchas letras y virtud, para quien el Sr. Marqués de Valmar había dado a Menéndez Pelayo carta de presentación. Don Leopoldo le dice a su amigo que Marcelino «es una maravilla como no he vista otra». El conocido escritor y fabulista sevillano había seguido el desarrollo de la contienda sobre La Ciencia Española y no necesitaba, en verdad, de los elogios que el marqués le hacía, para arder en deseos de conocer a Marcelino. Refiere el Sr. Carrera Sanabria, colector del Epistolario de D. Cayetano Fernández Cabello [59] , [p. 179] que en esta primera entrevista se estuvieron charlando ambos hasta las cuatro de la tarde sin darse cuenta de que no habían comido. Desde estos días les unió una amistad entrañable. Don Cayetano, que había vivido algunos años en Madrid como preceptor del Príncipe de Asturias, el entonces Rey Alfonso XII, era académico de número de la Española, y tal cariño llegó a tener a D. Marcelino que, poco después del tiempo a que nos referimos, le ofrecía su renuncia de la plaza de académico para dejar una vacante en la que fuese elegido Menéndez Pelayo; y aún llegó a más, pues en carta de 17 de junio de 1880 le dice que le pone «diariamente junto a la Hostia Sacrosanta, a los pies de Jesucristo, mientras le pido con color que todo lo que usted aprenda (si le queda algo) escriba y enseñe en el día, redunde en gloria de Dios, en bien de la humanidad y en provecho de su alma».

Algo más que estudiar y revolver códices hizo en Sevilla aquel joven. Sus padres le habían encargado que visitara a D.ª María Llorca, viuda de D. Agustín Pintado y a sus hijos, que vivían entonces en la capital andaluza. Don Agustín Pintado primo por parte de madre de D. Marcelino Menéndez Pintado, y capitán de marina mercante, en una de sus andanzas por los mares, tuvo avería en su barco e hizo escala de varios días para repararla, en la playa de Benidorm, en la costa alicantina, donde conoció a la que fue su mujer, joven viuda con dos niñas, que se ayudaba a vivir tejiendo en su casa. Se casaron y tuvieron varios hijos y entre ellos a Conchita, chiquilla muy agraciada y alegre, nacida en Cádiz, y que bailaba, cantaba y tocaba el piano, todo con primor. Marcelino, muy impresionable, olvidado ya de su primer amor, y un poco embriagado por el suave y embalsamado ambiente primaveral que aquel año se había anticipado en Sevilla, según cuenta él mismo en sus cartas, no tardó en enamorarse de la graciosa prima, e inmediatamente, vuelve a coger su olvidada lira.

Es muy curioso y muy digno de notarse lo que le ocurre a [p. 180] Marcelino. En cuanto se enamora ha de soltar el raudal del canto. No sé si porque entonces no se encontrara muy inspirado, o porque aquellos preciosos códices de la Biblioteca Colombina le absorbían todas sus horas libres, el caso es que como primer recurso se le ocurre dedicar a Conchita aquel soneto que antes había compuesto a I. M., en sus años de estudiante en Barcelona.

Soñé, Belisa, en la ideal belleza...

No hubo más que reformar el comienzo y servía también para su segunda Epicaris, porque este nombre helénico bien podía convenir a una y otra; y en cabeza del soneto lo deja:

                         A Epicaris

          Soñé, mi amada, en la ideal belleza...

Soneto que, como otras primeras poesías suyas tiene bastante de imitación y casi de calco. Compárese con aquellos versos de Lope en la Dorotea, acto V, escena 1.ª y se verá en seguida la semejanza en fondo y forma.

Miré, señora, la ideal belleza
guiándome el amor por vagarosas
sendas de nueve cielos,
y absorto en su grandeza
Las exemplares formas de las cosas
bajé a mirar en los humanos velos.

Por esta época andaba ya en manos del impresor su primer libro de versos, pues el Marqués de Valmar había dado palabra de escribir su tan esperado prólogo. Aún tuvo tiempo Marcelino de incluir en las últimas páginas del tomito este soneto con la nueva adaptación y otras dos cortas poesías dedicadas a su prima y, como hechas de ocasión, no muy inspiradas por cierto; pero que por estar datadas en marzo una y en abril de aquel año de 1878 la otra, nos revelan la fecha muy aproximada en [p. 181] que el noviazgo con Conchita se había ya formalizado, o sea, hacia los primeros días de marzo.

Son estas poesías las que llevan por títulos: A C... y En el abanico de mi prima, que aparecen en el libro Estudios Poéticos.

Ya le tenemos de nuevo en lidia con el amor; amor fuerte, impetuoso, hondamente humano, no tan tímido e idealizado como el que había sentido por Belisa; pero amor que, como siempre, se veía irremediablemente obligado a compartir con el estudio, con su pasión dominante por la Ciencia. Venus y Minerva se encuentran otra vez en conficto ante este mozo. ¿Quién vencerá?

Precisamente en estos primeros momentos de sus entusiasmos con la prima andaluza muere en Sevilla D. José Amador de los Ríos [60] catedrático de Historia Crítica de la Literatura española en Madrid. Laverde escribe a Marcelino inmediatamente: «Leo en un periódico que Amador de los Ríos ha fallecido en ésa. Merece un buen artículo en tu Biblioteca de Traductores. ¡Lástima que yo no gozara de mejor salud para optar a su cátedra si la vacante se provee por concurso, y mayor lástima aún, si sale a oposición, que, por falta de edad, no puedas tú tomar parte en ella! ¿No habría manera de conseguir que se derogue eso de la edad, o que a lo menos se establezca alguna excepción que te comprenda? Mira a ver si Eguílaz puede hacer algo».

En un capítulo anterior hemos dicho cómo las gestiones que Menéndez Pelayo hizo, en tiempo oportuno, contra la aplicación en su caso de las disposiciones sobre aumento de edad para opositar a cátedra fracasaron. Había ya visto con pena, anunciada antes, la cátedra de Literatura Española del preparatorio en Madrid, que había ganado Revilla y a la que él no pudo opositar; y desilusionado con esto no cree conseguir ahora que le permitan tomar parte en la oposición. Don Cayetano Fernández y Prudencio Mudarra, el catedrático de Literatura de Sevilla, le dan ánimos y le dicen que escriba a D. Alejandro Pidal, que tanto le quiere, pues éste puede arreglarlo todo por su amistad con Cánovas, que era el amo de la situación. Escribió a Pidal, escribió también a Valera y a Fernández-Guerra y a otros [p. 182] conocidos. Su padre, Laverde, Eguílaz y los amigos de Granada le aconsejan que no deje el asunto de la mano, que vaya a Madrid y hable con Pidal y con el mismo Cánovas.

Aquello era cortar un idilio amoroso en sus comienzos e interrumpir unas tareas investigadoras que iban obteniendo magníficos resultados; pero Marcelino se decidió y empezó a preparar su viaje de regreso a la Corte. Antes fue a Cádiz a visitar como le tenía prometido, a su amigo Adolfo de Castro. Desde 1875 mantenía correspondencia con este escritor gaditano, que ya le había enviado copia de una comedia de Trueba y Cosío, Casarse con cuarenta mil duros, que conservaba su madre. Ahora, al conocerle personalmente, se extrema la generosidad de D. Adolfo regalándole los apuntes que tenía escritos sobre protestantes españoles.

Regresó inmediatamente a Sevilla donde aún estuvo unos días, compartidos entre su naciente amor y los códices de la Colombina, y examinando también las bibliotecas particulares de Mateos Gago y de José María Asensio. De cuán a conciencia había trabajado en la Biblioteca del Cabildo Sevillano, nos da idea una larga carta inédita de Menéndez Pelayo a D. Cayetano Fernández, fechada en Madrid a 4 de abril, en la que le da cuenta de la riqueza que atesora aquella biblioteca, compara sus preciosos códices con otros que había vista en Roma, Florencia, Milán y París; le señala algunos defectos que ha encontrado en catálogos y organización y los medios para corregirlos [61] . Es uno de los innumerables casos de prodigiosa retentiva de aquel joven, que da la impresión de haberse metido ya en su cerebro unas cuantas bibliotecas.

El 26 de marzo salía para Granada, donde le esperaba, para hospedarle en su casa, D. Leopoldo Eguílaz. También aquí pasó unos cuantos días deliciosos: la Alhambra embrujada, adonde le llevaba a pasear en su coche D. Leopoldo, los alrededores de aquella ciudad moruna, y..., sobre todo, aquella biblioteca del [p. 183] Duque de Gor, en la que encuentra y transcribe con su veloz letra, cartas de Góngora. Por las noches se reunían en tertulia varios literatos amigos de Eguílaz para escuchar al sabio niño. Eguílaz, que no los tenía, como a hijo, le escribe después a Marcelino, que le quieren él y su esposa. Nuestro joven estaba allí encantado, pero urgía ir pronto a Madrid; ya la prensa andaba envenenando el asunto de las oposiciones y era necesario obrar con rapidez. Y con tanta hizo él su equipaje y salió de Granada, que se dejó en su habitación algunas prendas de vestir, que después le remite a Santander su bondadoso huésped. ¡Estaba visto; en cuanto se refiere a libros viejos nada se le olvidaba a Marcelino, pero tratándose de las cosas más corrientes de la vida...!

Hizo otra parada en Córdoba para visitar la ciudad y hablar con el recién nombrado obispo P. Zeferino, con quien se trataba, pero no le conocía personalmente. Polo y Peyrolón y algún otro, han contado aquella interesante entrevista en la que largamente hablaron ambos de Historia de la Filosofía y sobre las Polémicas de La Ciencia Española. Cuando salió de la pieza en que le había recibido el Sr. Obispo, los familiares de éste encontraron al Prelado paseándose agitado y mostrando con gestos su asombro. Preguntándole qué le pasaba, el P. Zeferino, que ni con hábitos prelaticios perdió nunca su humor de fraile zumbón, contestó: «Qué me ha de pasar? Que hoy creo en la metempsícosis, pues es imposible que esa criatura sepa lo que sabe, si su alma no ha habitado antes el cuerpo de muchos sabios». [62] .

Si la anécdota, bastante divulgada, fue como la cuenta Polo y Peyrolón, yo no lo sé, pero sí afirmo que razón sobrada tenía para quedarse admirado y boquiabierto el gran filósofo tomista P. Zeferino.

En la primera página del ejemplar de la Filosofía de Santo Tomás, del sabio dominico, que se conserva en la Biblioteca de Menéndez Pelayo, en Santander, hay varios reparos y observaciones curiosas de D. Marcelino sobre este libro, observaciones que ya tal vez insinuara directamente en aquella célebre [p. 184] entrevista; pues no había transcurrido un año de ella y habla sobre esto a Laverde. Don Gumersindo, muy prudente, le contesta en 7 de abril de 1879: «Fundados son tus reparos a la Filosofía del P. Zeferino, pero creo que debes irte con tiento y mirarte mucho antes de publicarlos. Corres el riesgo de que algunos se escandalicen y te tachen de irreverente y hasta sospechoso. En esta cuestión escolástica, yo no entraría: es asaz delicada para los vientos que ahora soplan. Si la tocas, no cuentes con hallar gracia en Ortí y Lara, más intransigente en este punto que Fray Zeferino. Limítate al ramo de noticias, y aun esto enmielando mucho la censura».

Perdónesenos la digresión en gracia a ser un antecedente digno de tenerse en cuenta cuando surja más adelante una famosa polémica tomista entre el P. Joaquín Fonseca y Menéndez Pelayo. El cual, muy en los primeros días de abril se encuentra ya en Madrid activando su asunto de la oposición.

Se habló de que la cátedra se suprimiría, que saldría a concurso, con lo cual se la llevaría «cualquiera de los que vegetan en provincias», según temía Laverde; pero por fin, se lograron vencer todas las dificultades, gracias principalmente a D. Alejandro Pidal y a su hermano, el marqués, que echaron por delante toda su influencia con Cánovas, ya de suyo inclinado al estudioso y admirado Marcelino, y se acordó que la cátedra saliera a oposición.

Menéndez Pelayo pretende reivindicar por segunda vez su indudable derecho a opositar a cátedras, ya que el Real Decreto de 2 de abril de 1875, aprobando el Reglamento de oposiciones, en el que se fijan las edades de veintitrés y veinticinco años para cátedras, respectivamente de Instituto y de Universidad, no podía afectarle a él, licenciado antes de esa fecha y matriculado ya, y a punto de terminar el doctorado, con todos los derechos y prerrogativas que le concedía la, hasta entonces, ley vigente de 30 de junio de 1865, que quería derogar ahora, en perjuicio suyo y con efecto retroactivo, un Real Decreto del que ni se había dado aún conocimiento a las Cortes.

Antes que por la influencia política, busca por vía legal la solución justa que se debió dar a este asunto, y en 13 de abril [p. 185] de 1878 presenta una solicitud al ministro de Fomento pidiendo que se le permita tomar parte en la oposición a la Cátedra de Historia Crítica de Literatura de la Universidad de Madrid, aun no teniendo más que veintiún años, ya que el Reglamento de 1887 no se puede interpretar en contra de sus derechos adquiridos.

La Sección de Universidades del Ministerio propone en 26 de abril que se consulte a la Sección de Gobernación y Fomento «en tan delicado asunto» y «que debiendo anunciarse las oposiciones a la expresada cátedra antes del 2 de mayo próximo, se interese al Consejo [el Consejo de Instrucción Pública que dependía de esta Sección] que se evacúe esta consulta como de carácter urgente».

A todo esto D. Alejandro Pidal llevaba el asunto por camino más expeditivo con sus gestiones y cabildeos para presentar rápidamente una ley que derogara la parte referente a limitación de edad, que señalaba el citado Reglamento de oposiciones de 2 de abril de 1875.

En cuanto trascendieron a la prensa las gestiones que se llevaban a cabo para presentar la nueva ley y aprobarla en ambas Cámaras, se armó la tremolina consiguiente; pero D. Alejandro Pidal había sido muy hábil en esta ocasión y Cánovas estaba muy firme. Además, se contaba con la simpatía y el apoyo del Rey, que, como ya hemos narrado en otro capítulo, dijo a la infanta Paz, refiriéndose a los talentos de Menéndez Pelayo: «como comprenderás, pienso dar una ley especial para hacerle profesor cuanto antes».

En 8 de abril escribía Marcelino, ya más tranquilo, a Pereda: «En mi negocio están sucediendo una porción de cosas raras, pero hoy parece cuestión ganada. No puede usted imaginarse cuántas altas y bajas ha tenido. Dos veces ofreció el ministro hacerlo y dos veces se volvió atrás, temiendo el clamoreo de los otros opositores, especialmente el de un tal Sánchez Moguel, por quien andan trabajando como energúmenos Campoamor [63] y Moreno Nieto.

[p. 186] Al cabo Alejandro Pidal decidió, de acuerdo con Alonso Martínez y con Cánovas (que ha tomado este asunto con mucho calor y lo sacará adelante), presentar en las Cortes un proyecto de ley suprimiendo lo de la edad. El Gobierno prometió que la mayoría lo votaría. Anteayer fue defendida la proposición por un Sr. Gamazo, a quien había dado el encargo Alonso Martínez. Tomóse en consideración y es de presumir que en toda esta semana la apruebe el Congreso. En el Senado la defenderá Valera.

La polvoreda que contra mí se ha levantado es grande. Todos los sabios del Ateneo y de la Universidad Central están que arden.»

La ley no se aprobó tan pronto como pensaba Marcelino, pero sí el 1 de mayo y pudo salir en la Gaceta del 2; al día siguiente se convocaba la oposición a la cátedra, que ya pudo firmar Menéndez Pelayo. Bonilla dice que la votación en el Senado fue de las más numerosas que se vieron en aquella legislatura: 124 votos contra 19; y que Cánovas hizo asistir a todos los senadores que se encontraban en Madrid, enviando su coche a recoger a algunos. Era ministro de Fomento D. Francisco de Borja Queipo de Llano y Gayoso, Conde de Toreno, y director general de Instrucción Pública D. José Cárdenas.

Y ¿qué habría sido de aquella solicitud de Menéndez Pelayo reclamando su derecho por la vía administrativa? La Sección de Fomento y el Consejo de Instrucción Pública, aunque se les pedía que evacuaran la consulta con carácter urgente, dieron largas al asunto esperando a que los políticos lo resolvieran. Publicada ya la nueva ley de 1 de mayo de 1878, rebajando a veintiún años la edad para opositar, da el Consejo su dictamen, que puede resumirse en este graciosísimo y chusco párrafo que transcribe al pie de la letra: «Y habiéndose publicado antes de emitir la Sección su informe, la ley de 1 de mayo actual fijando la edad de veintiún años para tomar parte en ejercicios de oposición a las cátedras de establecimientos oficiales de Instrucción Pública, se encuentra contestada por la propia ley la consulta que se pide; no existiendo ya por lo tanto motivos para la duda que originó este expediente». Es decir, tienes ya el huevo, pues [p. 187] no hablemos más del fuero. Seguramente que no pensaba lo mismo el opositor Marcelino Menéndez Pelayo.

A Canalejas, que tampoco había cumplido los veinticinco años, pues nació el 31 de julio de 1854, se le debió dar por válido el derecho que le concedía la ley de 3 de junio de 1865, porque tenía ya terminado el doctorado al publicarse el Reglamento de 2 de abril de 1875. Ésta es la explicación de que él protestase también de la ley rebajando la edad.

Menéndez Pelayo, durante este mes tan agitado que pasó en Madrid, no dejó de proseguir sus estudios e investigaciones en las bibliotecas y pronunció también algunas conferencias en la Juventud Católica [64] . Hacia el 10 de mayo regresó a Santander y con fecha de 5 de julio, envía al Ministerio de Fomento su solicitud y documentos para tomar parte en la oposición.

El Imparcial, La Correspondencia y otros periódicos de izquierda, movidos por «los sabios del Ateneo y de la Universidad Central», prosiguieron sus campañas más o menos disimuladas contra Menéndez Pelayo, que continuaba en Santander preparando su programa. Todo lo criticaban, no había tribunal que les gustara, a todos se les tachaba de parcialidad, precisamente cuando lo que ellos mismos buscaban era esa parcialidad, pero a favor de los otros opositores, sobre todo de D. Antonio Sánchez Moguel y de D. José Canalejas y Méndez, que eran los más influyentes. Los periódicos carlistas La Fe y El Siglo Futuro — todavía no había surgido el integrismo— apoyaban a D. Marcelino y replicaban bien a la prensa de la acera de enfrente.

«Espero que tus adversarios no logren formar un tribunal a su gusto, cosa punto menos que imposible, si aquél ha de componerse de notabilidades», le decía, con mucha razón Laverde, y da una lista de posibles vocales del tribunal, como catedráticos unos y competentes otros, en la que casi todos son amigos y admiradores de Menéndez Pelayo. Don Alejandro Pidal callaba en medio de tantos dimes y diretes de la prensa; callaba, pero continuaba sus maniobras. En carta sin fecha, según su mala [p. 188] y constante costumbre, pero que debe de ser de últimos de junio, le dice a Menéndez Pelayo: «Ayer, con el pretexto de ser primer ejemplar (del Horacio en España), di a Cánovas el tomito de usted y hablé con él del tribunal. Quedamos en que fueran eminencias como Valera, Nieto y Milá, y llamó en seguida a Toreno para decírselo. Dios sabe lo que hablaron, pues hablaron mucho, pero no dude usted que visto el interés de Cánovas, Toreno obrará bien».

Pocos días después, en los primeros de julio, anuncia D. Alejandro a Marcelino que el tribunal quedaba formado por Valera, como presidente, y de vocales Milá, Fernández-Guerra, Fernández y González, Campoamor, Rubí y Cañete. «Campoamor —añade— acaba de renunciar y en su lugar pondrán a Borao».

La renuncia de Campoamor probablemente obedeció a que ya en aquellos días debía estar disgustado con Sánchez Moguel, con quien poco después tuvo que reñir duramente. Don Jerónimo Borao y Clemente, el sustituto de Campoamor, era catedrático de Literatura en Zaragoza, hombre culto y de ideas liberales muy avanzadas; pero se encontraba ya enfermo (murió el 22 de noviembre de aquel año) y hubo de renunciar también a formar parte del tribunal; por lo cual se nombró a D. Cayetano Rosell en su lugar. Pero la racha de renuncias no se contuvo aquí, pues también algunos de los amigos de D. Marcelino renunciaron. Valera renunció desde el primer momento, poniendo por pretexto su amistad con Menéndez Pelayo y se pensó en nombrar a Moreno Nieto presidente del tribunal. «Me han ofrecido de oficio la presidencia del tribunal de oposiciones —escribía D. Juan a su amigo Menéndez en 12 de julio.— Yo he contestado que creo que usted se llevará la cátedra o no hay justicia en la tierra; que si esta mi opinión fuese oculta no tendría yo escrúpulos en ser presidente; pero yo he escrito y hablado tanto acerca de usted, que mi nombramiento daría pretexto a mil hablillas, y a que muchos atribuyesen el no presentarse a que, nombrado yo presidente, era como dar la cátedra a usted». Mas aquel D. Juan era, como él mismo decía tan exorable, que no supo resistir las súplicas y razones de su amigo, que le hace ver la conveniencia de que sea él, liberal bien conocido, quien presida el tribunal de unas [p. 189] oposiciones: «que la gente ha dado en decir que se preparan para un neo absolutista».

También Milá había enviado la renuncia, pero en el mismo día le llega carta de su querido discípulo pidiéndole que acepte la designación, e inmediatamente, sin vacilaciones, envió una contra-renuncia. Es muy interesante esta carta de contestación de D. Manuel Milá, fechada en 17 de julio, y de ella nos conviene dar a conocer los siguientes párrafos: «Creía yo que tenía usted la cátedra como pan comido; pero lo que me dice usted y luego algún periódico de Madrid que habla de renuncias (no sé si supuestas o reales, pero a lo menos deseadas), me hacen ver la cosa de otra manera, y deseo formar parte del tribunal, no para que haya favor, si no justicia.

Como todavía no soy juez, puedo todavía darle algún consejo. Supongo que estará usted estudiando, no los puntos favoritos, sino en los que es usted menos fuerte, pues no es posible que lo sea igualmente en todos. Además creo que convendría que se presentara usted un poco menos clásico, y tal vez (no lo tome usted a herejía) un poco menos español. Digo tal vez, pues no todos pensarán como yo».

Los demás vocales, aunque supuestas y deseadas por cierta prensa madrileña las renuncias de algunos, aceptarán todos desde el primer momento. Don Aurelio Fernández-Guerra, que estaba indignado con las invenciones y patrañas de los periódicos, aceptó con toda decisión, y en 22 de julio le escribe a Menéndez Pelayo: «El mismo día que me preguntó el director de Instrucción Pública si yo aceptaba, contesté que sí, irrevocablemente. Ni me descaminan, ni me han descaminado nunca los artilugios, carantoñas y veintenonadas de los que sólo estudian y leen en el libro de la trápala, prestidigitadores y escamoteadores públicos y privados con ministerial título y provilegio... Inste usted a que se nombre un tribunal de hombres que se estimen, y no de bandidos, hipócritas y desalmados».

Las palabras transcritas de Fernández-Guerra nos dan idea de las intrigas y zancadillas que se pusieron en juego para evitar el triunfo de Menéndez Pelayo en aquellas oposiciones tan ruidosas.

[p. 190] El día 30 de julio firmó Toreno la constitución definitiva del tribunal que tantas idas y venidas había costado, y en la Gaceta del 2 de agosto se publicaban los nombres: Presidente, D. Juan Valera: vocales, D. Manuel Milá y Fontanals, D. Aureliano Fernández-Guerra, D. Manuel Cañete, D. Francisco Fernández y González, D. Cayetano Rosell y D. Tomás Rodríguez Rubí. Las fuerzas quedaban equilibradas: Valera, con doble voto por ser presidente del tribunal, Rosell y Fernández y González, eran liberales; a los otros cuatro se les podía considerar como personas de derechas, aunque no todas en el grado de un Fernández-Guerra y un Milá y Fontanals.

«Es mejor que cuanto yo podía desear», escribe a Laverde, al conocer la constitución del tribunal, Menéndez Pelayo. El cual continuaba entre tanto en Santander preparando las oposiciones. A los pocos días de llegar tenía ya terminado su programa, que iba alternando con otra serie de estudios, pues como para aquel joven portentoso se paraban los relojes y el sol detenía su marcha para alargarle las horas, su jornada de trabajo parecía la de tres o cuatro días de un estudioso normal. En aquel verano de su preparación para la cátedra terminó, además, el segundo tomo de los Heterodoxos, tradujo en verso el Prometeo de Esquilo e hizo una composición poética latina para la corona fúnebre que varios ingenios tejieron a la infortunada Reina Mercedes. [65]

Y en medio de todo aquel torbellino de ideas en que debía de estar hirviendo su cerebro, también el corazón latía con ritmo [p. 191] acelerado, porque la prima Concha, aquella dulcísima sirena del gaditano mar, que desde hacía pocos meses le tenía encantado, había ido con su madre a veranear en Santander. Como el noviazgo se había formalizado y se trataba de familia, María Llorca y su hija iban con mucha frecuencia a casa de los Menéndez Pintado a pasar la tarde. Doña Jesusa Pelayo se sentaba con ellas en la glorieta del huertecillo de la casa; y se avisaba a Marcelino, que estaba allá entre librotes en su nueva biblioteca del tercer piso. «Que estoy terminando un trabajo y voy enseguida», era casi siempre su contestación. Pasaba tiempo, y nuevos avisos. Entonces, si Enrique, ya estudiante del tercer año de medicina, se encontraba en casa, salía a suplicarle Marcelino: ¡Anda, Enrique; baja tú, hazme el favor, y entretén un poco a Conchita, que en seguida acabo! Enrique, siempre ameno conversador, distraía con su charla a las señoras hasta que, ya al caer de la tarde, aparecía su hermano, dispuesto a acompañar a Conchita, recitarle versos y contarle historias de amor de griegos y troyanos. Porque Marcelino estaba entonces muy enamorado de Conchita y pensaba muy seriamente en llevarla al altar; pero la preparación de las oposiciones y todos aquellos estudios que traía entre manos le absorbían la mayor parte del tiempo. Los incidentes de la vida de alguno de aquellos herejes con quien andaba en trato continuo, y el diálogo que a lo mejor trababa con él para dejarle convicto de su heterodoxia, tuvieron más de una vez la culpa de que Conchita le recibiera con cierto mohín de reproche, que pronto se disipaba. Se amaban los primos y los padres de Marcelino lo veían con gusto; sobre todo D.ª Jesusa, que estaba convencida de que aquel insensato de su hijo necesitaría siempre una mujer sacrificada y buena que cuidara de él. Y Conchita lo era, y además muy inteligente y guapa, por lo que podría hacer la felicidad de aquel distraído muchacho.

Y así iba Marcelino pasando el verano entre amores y libracos viejos, hasta que un día Enrique, que gustaba salir pronto de casa para ir con los amigos al Sardinero, le dijo a su hermano muy serio al recibir el consabido recadito de acompañar a Conchita: «Bueno, Marcelino; pero aquí ¿quién va a ser el novio tú o yo?» Y Marcelino, aunque guiñando inteligentemente a Minerva, no pudo menos de echar unas miradas amorosas a [p. 192] Venus. La lucha tenaz entre ambas diosas continuaba en este nuevo París. [66]

El Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto había prometido formalmente, allá en febrero pasado, a Marcelino, tener escrito el prólogo a su libro de versos para el mes de julio o agosto. «¡Oh fecundidad académica!» exclamaba Pereda al tener la noticia. Y el Sr. Marqués de Valmar había cumplido su palabra; los Estudios Poéticos quedaron impresos en aquel verano y llevaban la siguiente dedicatoria: «A C... su primo, Marcelino».

Don Juan Valera, que acababa de llegar de Biarritz «molido y mal de salud», convoca para las tres de la tarde del día 2 de octubre, en el salón de sesiones del Consejo de I. P., a todos los jueces para dejar constituido el tribunal de las oposiciones.

El día 14 de octubre salía Menéndez Pelayo para Madrid; el día 19 llegaba Milá, que era el único de los jueces que no residía en la Corte; el lunes, 21, transcurridos ya los quince días reglamentarios, se reunió el tribunal y se hizo el sorteo de trincas. Se habían presentado cuatro opositores: D. José Canalejas y Méndez, D. Antonio Sánchez Moguel. D. Saturnino Milego e Inglada y D. Marcelino Menéndez Pelayo. Varios otros nombres se habían lanzado antes, con más o menos fundamento, entre ellos el de Joaquín Costa, de quien Laverde decía a Marcelino: «Creo que el más valioso de tus coopositores, si se presenta, será Costa. Éste discurre con mucho ingenio en la Revista de España». Lo que sí es cierto que fueron bastantes los que no se presentaron, porque se daban cuenta de que era imposible competir en buena lid con el autor de La Ciencia Española. Rafael Cano, el catedrático de Literatura de la Universidad de Valladolid, se lo dice clara y noblemente a su amigo Marcelino: «Yo debo confesarle que concebí el atrevido pensamiento de lanzarme al palenque antes de tener noticia de que usted se presentaba; pero desistí muy [p. 193] luego, como creo que han desistido otros de quienes se dijo en un principio que serían también opositores».

Julián Apráiz, el catedrático de Literatura del Instituto de Vitoria, viene a confesar lo mismo: «Hubiese yo echado mi cuarto a espadas, sin la feliz intervención de usted».

Realmente era algo de insensatez querer medir sus fuerza con aquel Hércules de la ciencia, que, casi también desde la cuna, había dominado los monstruos de la ignorancia. Después de una rápida carrera de triunfos constantes en las aulas y no habiendo cumplido aún los veintidós años, se le saludaba como un gran investigador dentro y fuera de España, y era ya para todo el mundo el autor de La Ciencia Española, el autor del Horacio en España, el autor de los Heterodoxos, cuyo primer voluminoso tomo tenía concluido, y en parte había dado a conocer en artículos y conferencias, era el autor de la Epístola a Horacio, flor de sus poesías, dulce y sabroso fruto del árbol de su cultura.

Si frente a él se atreven a presentarse Canalejas y Sánchez Moguel es porque fían en la influencia política que tienen detrás, porque con el uno estará la Universidad y con el otro el Ateneo. En cuanto a Milego, buen profesor del Instituto de Toledo, era un opositor engañado, que no conocía bien los puntos que ya calzaba su contrincante. Y precisamente con Milego es con quien tuvo que actuar Menéndez Pelayo el día 22 en el ejercicio de trincas. El día antes lo habían hecho Canalejas y Sánchez Moguel.

Ya en esta primera parte de la oposición, aunque ejercicio de menos interés, acudió bastante público a escuchar al joven santanderino; pero al actuar por segunda vez, el día 30 de octubre en el ejercicio de contestación a diez preguntas sacadas a la suerte, no del programa del opositor, sino del que había hecho el tribunal unos días antes, la expectación era enorme; «los claustros de la Universidad no podían contener la inmensa concurrecia», dice García Romero, el primer biógrafo de Menéndez Pelayo y uno de los asistentes al acto. También estuvo presente D. Manuel Marañón, íntimo amigo de Pereda, que escribe a éste una preciosa carta desde el mismo local en donde se hicieron los ejercicios, dándole cuenta detallada de la actuación, primero de Milego y después de Marcelino. (D. 16).

[p. 194] Milego hablaba pausado y solemne, parecía meditar cada frase y daba la impresión de tener dificultad para expresarse, a pesar de toda su práctica de clase. Después de él, pasada media hora de descanso, vino, en gran contraste, la arrolladora oratoria de Menéndez Pelayo, que, aunque por un tic nervioso, tartamudeaba un poco al comenzar a hablar, cuando ya iba entrando en calor, era elocuente y hablaba rapidísimo y sin tropiezos en la dicción. «Las materias todas las trató Menéndez Pelayo con tal alarde de erudición y con tal soberana maestría —dice García Romero—, que dióse el caso nunca visto ni oído, de que los aplausos del auditorio ahogasen la voz del opositor, que vertía a torrentes el caudal inmenso de un saber inagotable».

Entre otras personas conocidas, estaban allí: el Conde de Doña Marina, Caminero, Villaamil y Castro, Sancho Rayón, Letamendi, Rada y Delgado, Vidart, Lafora, Hinojosa, Bravo y Tudela, Revilla, Cedrún de la Pedraja, Leopoldo Alas, Marañón, que envía su carta-crónica a Santander, Rubio y Lluch, que manda una reseña para El Correo Catalán, Félix Aramburu, que remite unas cuartillas a Oviedo, para la Revista de Asturias, periodistas madrileños, profesores y un señor calvo, de cara alargada, bigotes lacios ensortijados, y perilla, quien embobado no apartaba los ojos del opositor. Solamente le conocían los tres o cuatro santanderinos que allí estaban; pero al terminar el ejercicio Marcelino se fue a él para abrazarle y entonces todo el público cayó en la cuenta de que era su padre.

Comenzó Menéndez Pelayo su ejercicio haciendo la señal de la cruz al modo español, consigna un periodista francés, es decir persignándose con las tres cruces, en la frente, en la boca y en el pecho y santiguándose seguidamente. Por él rezaban en aquella hora y le habían ofrecido la santa misa por la mañana D. Cayetano Fernández, el P. Cámara y otros amigos agustinos del convento de La Vid. D. Juan Bautista Grau, que fue luego provisor de la diócesis de Tarragona, y, sin duda, otros muchos sacerdotes y frailes españoles.

Después de este ejercicio hubo que suspender la oposición por unos días a causa de una caída, sin graves consecuencias, de Fernández-Guerra.

[p. 195] En aquella actuación quedó demostrada la gran superioridad de conocimientos de Menéndez Pelayo sobre todos los demás opositores. Ni estos mismos se atrevían a negarla abiertamente, y, para defenderse en honrosa retirada, decían que por mucho que supiera no poseía la alta crítica y visión profunda que debe tener un profesor. Por eso, el paternal Milá y Fontanals, la víspera del día en que de nuevo volvió a actuar Marcelino para explicar la lección de su programa que le cupiera en suerte, le escribe dándole estos sanos consejos: «Usted no tiene necesidad de manifestar erudición, pues de esto nadie duda. Lo que debe usted hacer en el día de mañana, es acreditar que sabe dar una lección. Limítese, pues, a esto, y no se meta en digresiones, a menos que le faltase materia por la rapidez con que habla. Para evitarlo debe usted seguir, en esta parte, el ejemplo que le dio ayer Milego, hablando lo más despacio posible.

«Por lo que se ha oído a Canalejas y a Milego debe usted haber adivinado el plan de ataque contra el cual debe usted prevenirse. Califícanle de erudito a la violeta y de desconocer la alta crítica, es decir, que no comprende la índole y el verdadero objeto de la asignatura...

¡Calma, calma, calma!, y trate usted con delicadas formas de buena educación a su contrincante, que lo cortés no quita a lo valiente. Suaviter in modo, fortiter in re. Huya usted del insolente lenguaje de que otros han dado tan triste ejemplo estos días pasados».

Aquel numeroso público que llenaba el aula el día en que Marcelino contestó a las diez preguntas formuladas por el tribunal y los aplausos espontáneos que le habían tributado, hicieron profunda mella en el ánimo de sus coopositores; y cuando le tocó explicar la lección a Canalejas, se vio también llena de bato en bote la sala en que se hacía el ejercicio. El aspecto del público tenía algo de extraño a las tareas intelectuales; después se dijo que el padre de Canalejas, ingeniero del ferrocarril de Madrid-Zaragoza-Alicante, había llevado a los ferroviarios para que aplaudiesen a su hijo.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que cuando volvió a actuar Menéndez Pelayo para explicar la lección de cátedra, el [p. 196] público ya no cabía en el local. Le tocó hablar de los Humanistas españoles del siglo XVI. Al opositor se le concedía ocho horas de estudio con los libros que necesitara para preparar su trabajo. Él no solamente lo preparó en ese tiempo, sino que lo llevó escrito y lo leyó ante el tribunal.

En el ejercicio anterior había pasmado a todos con su erudición, tan documentada y tan al día, que hasta citó el reciente descubrimiento hecho por su amigo Morel-Fatio de un códice con que demostraba que el Libro de los exemplos no era anónimo, sino de Clemente Sánchez de Vercial. En este nuevo ejercicio el público y el tribunal se quedaron maravillados de cómo en las ocho horas de encierro, aunque no emplease tiempo alguno para consultar libros — que seguramente no los consultó; ni para comer, que probablemente se le olvidaría— pudo escribir todo aquel rimero de pliegos que el opositor llevaba en la mano, y cuya lectura duró la hora exacta que daban para explicar la lección. [67]

Actuó Menéndez Pelayo en el último ejercicio defendiendo su programa. Aquí es donde se hace cargo de las acusaciones de su contrincante sobre la carencia de alta crítica, acusaciones que rebate siguiendo los consejos de su maestro Milá, y presenta luego todo el amplio campo que debe abarcar la Historia de la Literatura Española y cómo ha de enseñarse esta asignatura.

El programa que Menéndez Pelayo llevó a los ejercicios de la oposición y la Introducción justificativa que le puso, los publicó Artigas en la revista Cruz y Raya (anexo) y están reproducidos en el volumen I de Estudios de Crítica Histórica y Literaria de las Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.). Merece leerse, pues aún es de utilidad para los profesores.

Terminadas las oposiciones en los últimos días de noviembre hubo forcejeos y presiones, principalmente por parte de Canalejas, que con Sánchez Moguel iba propuesto en terna, para disputar el primer puesto en ella. Se conserva en la Biblioteca de [p. 197] Menéndez Pelayo una carta de Martín Sánchez Belda, Marqués de Cabra, a Cañete, en la que le pide que no posponga a Canalejas en la terna. En la postdata va esta capciosa pregunta: «¿No podíais proponer a los dos en primer lugar para que el Gobierno decida?».

La propuesta del tribunal fue, por fin, la siguiente: primer lugar, Menéndez Pelayo, por seis votos contra uno; en segundo lugar, Canalejas, y en tercero, Sánchez Moguel. El único que negó su voto a D. Marcelino fue Fernández y González.

En 30 de noviembre de 1878 escribía Menéndez Pelayo, desde Madrid, a su amigo Morel-Fatio: «Hice las oposiciones, y he sido propuesto en primer lugar para la cátedra del difunto Amador de los Ríos, a pesar de la guerra que me han hecho los sabios profesores de esta Universidad, enemigos declarados (con algunas excepciones) de todo lo que huela a erudición y método histórico.»

Aprobada la propuesta del tribunal, el día 17 de diciembre se le extendió el título de catedrático de Historia Crítica de la Literatura Española con el sueldo de 4.000 pesetas anuales; (D. 17) el 21 del mismo mes toma posesión del cargo, según certificado del secretario de la Universidad José Isasa y el 22 sale para Santander a pasar las Navidades con su familia.

A la estación fueron a despedirle varios amigos de la Juventud Católica de Madrid, entre ellos García Romero y el Conde de Doña Marina, y en Santander también le esperaban, entusiasmados, sus paisanos, que habían seguido todas las incidencias de la oposición.

La admiración de algunos de éstos se exteriorizó de un modo práctico y utilísimo obsequiando a Marcelino con la colección de los tomos de la Biblioteca Griega, que entonces daba a la estampa en París Firmin Didot.

En la tapa del primer volumen aparecía estampada esta dedicatoria latina compuesta por Amós de Escalante: Marcellino Menéndez Pelaio, ob patrias litteras egregie exauctas, certaminibus in Academia Matritensi anno MDCCCLXXVIII acriter consertis, acriusque ablatis cantabrorumque nomen in lucem gloriosissime restitutum, concives devotique ejus.

[p. 198] Luego, en la primera guarda del libro, aparece esta misma dedicatoria vertida al castellano y con las firmas de los donantes.

Menéndez Pelayo agradeció con toda su alma el delicado obsequio y con tal motivo escribió una de sus más inspiradas poesías, la tan conocida Carta a mis amigos de Santander, en la que, después de pintar en bellas imágenes los recuerdos que aquellas páginas le sugieren, les dice a los generosos donantes:

¡Las Gracias llenen,
Amigos, vuestra mente con sus dones;
Las Gracias, compañeros de la vida,
Por fácil lleven y apacible senda,
De flores adornada, vuestros pasos!
Ni me olviden a mí. Yo el don precioso
Que de vuestra amistad hora recibo,
Conservaré con diligente estudio,
Y el revolver los inspirados folios
Traerá a mi
mente la memoria grata
De los caros amigos donadores.

Bien necesitaba aquel joven luchador de estas muestras de cariño, pues parte del profesorado universitario y principalmente de los que iban a ser sus compañeros de Facultad, le recibieron con desaire. A su toma de posesión no quisieron asistir ni Camús, ni Bardón, sus profesores hacía sólo tres años; ni Revilla, su contrincante en la Polémica de La Ciencia Española; ni D. Francisco de Paula Canalejas, tío del opositor D. José Canalejas, y algún otro de los profesores de la Facultad.

Pero aquel joven empezaba ya a domar el ímpetu de la naturaleza brava y fuerte de sus mozos años, se iba haciendo más humano y cordial para todos, hasta para sus enemigos, a los que termina abrazando. No muchos años después recordará con lágrimas, como ya hemos visto en un capítulo anterior, a su amigo Manuel Revilla; para Bardón tuvo palabras de agradecimiento, reconociendo que fue su verdadero maestro de griego; de Camús [p. 199] hizo en pocas líneas una de las más bellas semblanzas que trazo en su vida y respecto a sus competidores en la cátedra no les regateó tampoco su afecto; por Sánchez Moguel se interesó en seguida para que entrase de catedrático de Literatura en Zaragoza y él mismo formó parte del tribunal que le nombró; a su contrincante, Milego, le apoyó con empeño ante el Consejo de Instrucción Pública, cuando solicitó en concurso una cátedra en el Instituto de Valencia.

En cuanto a Fernández y González, el que no le votó, uno de los que tampoco asistieron a su toma de posesión, el que fue al principio su severo e intransigente Decano, no tardó, como todos, en rendirse al talento y la bondad del nuevo profesor, haciéndose su amigo. Cuando el Sr. Fernández y González deja vacante el Decanato por haber sido nombrado Rector de la Universidad de Madrid, en 1 de Junio de 1895, propone la terna oficial para elegir el profesor que ha ser nombrado Decano; «Los tres, dice, maestros distinguidísimos y el último [Menéndez Pelayo] publicista eminente conocido por sus publicaciones literarias en Europa y América, exconsejero de Instrucción Pública, que ha sido elegido, merced a las condiciones de su extraordinario saber, individuo de número de cuatro Reales Academias...»

De Canalejas no he de hablar yo aquí; dejémosle a él mismo la palabra, copiándola de aquel discurso que, siendo presidente del Consejo de Ministros, pronunció en el Senado en la sesión necrológica que esta Cámara dedicó a Menéndez Pelayo el día 20 de mayo de 1912: «Conocí a Marcelino, a quien no había vista jamás, en una mañana de invierno en que, con el Sr. Sánchez Moguel, nos disponíamos a disputar el honor de regentar la cátedra de Literatura Española de la Universidad Central; y aquel jovenzuelo de hablar tardo y con apariencias de un discurrir perezoso, que se santiguaba respetuosamente y saludaba con modestia y encogimiento a los insignes miembros del tribunal, comenzó el desarrollo esplendoroso de los temas de las diez cuestiones que la suerte le había señalado. Sus palabras eran un raudal no de elocuencia vana, de elocuencia retórica, no, sino de saber profundo, de ciencia intensa, de hondo cultivo del pensamiento para cuya clara visión no ofrecía misterio la historia [p. 200] de la literatura española. Yo, admirado y sobrecogido, temblé ante el que era mi rival entonces, del que fue maestro admirado después y fue mi inolvidable amigo siempre. Marcelino Menéndez Pelayo, casi un niño, con una dispensa de edad merecida, aunque por nosotros aquellos días murmurada, llegaba a la más alta magistratura de la Ciencia, y era elegido profesor de la Universidad Central.»

Notas

[p. 178]. [58] . El negocio era la impresión del primer tomo, ya concluido, de los Heterodoxos; uno de los asuntos que se propuso resolver Menéndez Pelayo a su paso por Madrid.

[p. 178]. [59] . Epistolario de D. Cayetano Fernández Cabello, dignidad de Chantre de la S. I. Catedral de Sevilla, Académico de número de la Real Española, etc. Con prólogo y anotaciones del M. I. Sr. D. Manuel Carrera Sanabria, canónigo de la misma I. Catedral.

Se publicó en una serie de artículos en el Boletín de la Real Academia Española en los números correspondientes a los meses de septiembre-diciembre de 1946 a mayo-agosto de 1949. Hay separata de estos artículos.

[p. 181]. [60] . Don José Amador de los Ríos falleció en 17 de marzo de 1878.

[p. 182]. [61] . No aparece esta carta en el interesante Epistolario de Menéndez Pelayo y D. Cayetano Fernández, publicado por el Sr. Carrera Sanabria; sin duda estaría traspapelada o no tendríamos noticia de ella, cuando remitimos al colector las copias que le interesaban de la correspondencia que en la Biblioteca de Santander se conserva.

[p. 183]. [62] . Manuel Polo y Peyrolón en su discurso sobre Menéndez Pelayo en la Academia Científico Literaria de Valencia el año 1912. Se publicó en La Voz de Valencia de 14 de octubre de 1912.

[p. 185]. [63] . Don Antonio Sánchez Moguel era secretario particular de Campoamor.

[p. 187]. [64] . Las conferencias versaron sobre la herejía de los priscilianistas y otros temas de capítulos de sus Heterodoxos, cuyo primer tomo tenía ya preparado para la imprenta.

[p. 190]. [65] . El título de esta composición es De Morte Reginae Planctus, y Bonilla, que la inserta como inédita en su Biografía de Menéndez Pelayo, dice que no llegó a tiempo y que por eso no se publicó en el tomo de la Corona fúnebre dedicada a la buena memoria de S. M. la Reina D.ª María de las Mercedes. Madrid y Barcelona, 1878. Efectivamente, no apareció en aquel libro; pero sí en Siemprevivas que depositan varios ingenios en la tumba de Su Majestad la Reina D.ª María de las Mercedes de Orleáns y Borbón. Madrid. Imp. Real, 1879. Vid. en Poesías, T. II, pág. 301 de la Edición Nacional de las Obras de Menéndez Pelayo.

Conviene aclarar también que el escribir esta composición en latín Menéndez Pelayo, no es un pedantesco alarde de erudición en vísperas de sus oposiciones, sino que lo hizo porque Cañete y Coello, que dirigían esta colección de poesías, en las que hay versos en muy variados idiomas, le pidieron a D. Marcelino que hiciera los suyos en latín.

[p. 192]. [66] . Todos estos datos sobre las relaciones amorosas de Menéndez Pelayo con su prima Concha, no son novelería que el autor de esta biografía se haya imaginado, sino que están fielmente recogidos de las narraciones que oyó a la hermana de D. Marcelino, Sor María Jesús, a la señora viuda de D. Enrique Menéndez Pelayo, ambas fallecidas, y a D.ª María García Vior, sobrina de los Menéndez Pelayo, que tuvo mucho trato con ellos y vive en la actualidad en Santander.

[p. 196]. [67] . Se ha publicado varias veces esta lección de las oposiciones y está recogida en la Serie Estudios de Crítica Histórica y Literaria, de las Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.), vol. II, pág. 3. Son veinte páginas de apretada letra impresa que yo me atrevo a invitar a cualquiera a hacer la prueba de transcribirlas a mano en ocho horas y que vea el tiempo que le sobra.