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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XI : EL AUTOR DE «LA CIENCIA ESPAÑOLA» EN CONTACTO CON EUROPA

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¡Cómo se ve que el sabio es mozo y el mozo sabio!
E. Pardo Bazán, en carta a Menéndez Pelayo.

COMIENZA LA «POLÉMICA SOBRE LA CIENCIA ESPAÑOLA».—DEFENSA DE SUS VERSIONES POÉTICAS.—LA «SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CÁNTABROS».—EL «HORACIO EN ESPAÑA».—VIAJANDO POR EL EXTRANJERO.—SE REANUDA LA POLÉMICA.—EL EXCLUSIVISMO TOMISTA.—REGRESA A LA PATRIA.—UNA PEQUEÑA ESCARAMUZA EN SANTANDER.—PENSIONADO POR EL MINISTERIO DE FOMENTO.—OTRA SALIDA AL EXTRANJERO.

Estamos ya en la primavera de 1876. La guerra carlista ha terminado; el pretendiente, Carlos VII, había repasado la frontera el 27 de febrero con su fiel división de castellanos pronunciando su esperanzado volveré. Alfonso XII, el pacificador, entraba victorioso en Madrid al frente de sus tropas; Martínez Campos se encargaba de dirigir la campaña de Cuba enviándose allá grandes contingentes de veteranos curtidos en nuestras luchas del Norte; en Filipinas se habían obtenido algunos éxitos; gobernaba D. Antonio Cánovas del Castillo y se abrían las Cortes de la Restauración. Todo prometía una era de tranquilidad, de que bien necesitada estaba la nación.

Con tan buenos augurios y vencidos ya los temores de sus [p. 146] padres para dejar solo por el mundo a aquel muchacho un tanto inexperto en las cosas materiales de la vida, disponíase Menéndez Pelayo a emprender el viaje para el que le había concedido ya una subvención el Ayuntamiento de su ciudad y se sabía con certeza que le iba a conceder inmediatamente otra la Diputación Provincial, cuando recibe una carta de D. Gumersindo Laverde, fechada en 7 de abril de 1876, en la que le dice: «Adjunta va una nota que a vuela pluma escribí en vista del párrafo de Azcárate citado en ella». La nota dice así:

«En una serie de artículos que Gumersindo de Azcárate está publicando con el título de El Self Government y la Monarquía Doctrinaria, hallo el siguiente párrafo (Revista de España, número 1.914): «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden y podrá darse el caso de que se ahogue por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos». Estos tres siglos ya se sabe que para el señor Azcárate son el siglo XVI, el XVII y el XVIII. No puede uno leer con calma afirmaciones tan desprovistas de fundamento, que contribuyen a generalizar erróneas creencias respecto a nuestro pasado científico, y, por ende, a retraernos de su estudio como de cosas que poco o casi nada valen, cuando basta echar una ojeada al índice por materias de Nicolás Antonio (con ser incompleto y dejar fuera el siglo XVIII y parte del XVII) para conocer cuán grande actividad científica hubo entre nosotros durante esos tres siglos. ¿De qué ciencia se trata? ¿De la filosofía? Pues en estos siglos tuvimos a Suárez, Huarte, Vives, Cardillo, Valencia, Caramuel, Arriaga, Piquer y tantos otros. ¿De la teología? ¡Si es la mar! Cano, Suárez, Lemus, Molina, Maluenda, los Luises, Arias Montano, etc., etc. ¿Del Derecho natural o filosófico? Molina, De justitia et jure; Soto, etc.; Suárez, De legibus; García Yáñez, Enciclopedia juris, etcétera. ¿Del Derecho positivo? Antonio Agustín, Cobarrubias, Azpilcueta, Salgado, Ramos del Manzano, Campomanes, etcétera. ¿De las Ciencias políticas y económicas? Navarrete, Saavedra, Moncada, Leruela, Valle de la Cerda, Mariana, Campomanes, Ceballos, Jovellanos. ¿De Historia y Ciencias arqueológicas y filológicas? [p. 147] Mariana, El Brocense, Zurita, N. Antonio, Mondéjar, Antonio Agustín, Ferreras, Flórez, etcétera, etcétera. ¿De Ciencias exactas, físicas y naturales? En esto somos más pobres, aunque no tanto que en orden a ellas estuviese casi muerta del todo nuestra actividad científica. Monardes, Caramuel, Tosca, Cavanilles, Feijoo, Silíceo, Jorge Juan, Núñez, etcétera; a cuyo propósito conviene observar que no sería la falta de libertad la causa de que estas ciencias prosperasen menos entre nosotros, puesto que, siendo las que menos se rozan con la religión y la política, eran ipso facto las que ofrecían más libre campo a la actividad intelectual. De seguro que a nadie habría molestado el Rey ni la Inquisición porque hiciese los descubrimientos matemáticos y físicos de Descartes, Leibnitz, Newton, La Grange, Gay-Lussac, etcétera, etcétera.

El asunto, como usted ve, es de importancia y de honra nacional, y ya que yo no puedo, desearía que usted empuñase la pluma y refutase con la extensión conveniente, en forma de artículo o de carta, el aserto infundado del buen Azcárate (y que no es una opinión suya tan sólo), que se conoce estar más versado en la lectura de libros extranjeros que en la de españoles. Con tal motivo podría usted insistir en la necesidad de que se establezcan las cátedras que yo propuse en mi artículo El plan de estudios y la historia intelectual de España, para acabar con la vergonzosa ignominia en que estamos, en parte por no saber latín, acerca de la actividad científica de nuestros mayores; ignorancia menor entre los extranjeros, caso raro, donde un Kleutgen y otros mil no cesan de citar a Suárez y a otros filósofos. Usted puede como nadie escribir dicho artículo; mándemele y yo cuidaré de publicarlo donde más convenga. Tiene esto mayor interés cuanto que el ataque va indirectamente contra el catolicismo».

Supongamos que esta carta llegase puntualmente a manos de Menéndez Pelayo, es decir, por la tarde del día siguiente de ser escrita, o sea, el 8 de abril. El día 9 debió entregarse D. Marcelino a buscar datos e ir redactando el artículo que le pedía Laverde, y que está fechado en Santander el día 14, aunque no se lo remite a D. Gumersindo hasta el 16, en carta [p. 148] que dice así: «Remito a usted el artículo contra Azcárate, que borrajeé calamo currente estos últimos días. Como usted verá, es harto ramplón y chapucero, sin gran novedad en noticias ni en ideas. Autorizo a usted para que añada, quite, mude, pula y arregle lo que le parezca y lo publique en el modo y forma que más convenga. No le puse más que las iniciales, por la insignificancia y desaliño del trabajo; pero si usted cree que conviene firmarlo ponga el nombre entero. En esto, como en todo, la voluntad de usted será norma».

Tan calamo currente debió ser la redacción de este artículo, que consta de 27 páginas con bastantes notas en la Edición Nacional de sus Obras Completas, que a lo sumo pudo emplear cinco días en la tarea. ¡Un chiquillo, recién doctorado, contestando a un D. Gumersindo Azcárate, catedrático de la Universidad de Madrid, escritor de indudable competencia y crédito, y contestándole en asunto de erudición elegido por el otro, con un artículo escrito a vuela pluma y medio improvisado y «casi sin consultar libros» —él lo afirma—, pero lleno de citas de autores y de obras, y en el que no faltan las alusiones a escuelas, corrientes e influencias ideológicas! Así es como comienzan las que entonces se llamaron Polémicas sobre La Ciencia Española.

Mas no para aquí la cosa, porque tercia en la contienda D. Manuel de la Revilla, oráculo entonces para muchos en materia de erudición y crítica literaria, catedrático poco después de la Universidad Central, y arremete con él de frente Menéndez Pelayo en dos artículos escritos con mucha soltura, gracia y competencia.

La resonancia que tuvieron estas primeras Polémicas en todos los medios culturales de España, fue enorme. Son muchos los literatos, eruditos y amigos que le escriben con este motivo felicitándole. A su paso por Madrid, a fines de septiembre de este año, Valmar, Valera, D. Vicente de la Fuente, Caminero, Fernández-Guerra, Amador de los Ríos y otros, comentan, celebrándolas, sus campañas. Don Francisco de Paula Canalejas, el catedrático de Filosofía de la Universidad Central, le [p. 149] dice que piensa dedicar parte del curso del 76 al 77 al estudio de la filosofía española.

Pero al mismo tiempo hay otro grupo de amigos íntimos y discretos que están alarmadísimos con aquella enorme y a la fuerza, agotadora actividad intelectual de aquel muchacho. Don Leopoldo Eguílaz, el catedrático de Literatura de Granada, le dice en 2 de julio de 1876: «En medio de la satisfacción que me causa la lectura de cuanto usted escribe, debo decirle que desearía que no trabajase usted tanto. Está usted en una edad que se requiere distracción y esparcimiento. No conviene tanto ardor para el estudio corno el que usted tiene; es menester que haga usted mucho ejercicio corporal. Acuérdese usted del consejo que le dio Tamayo; pues ese mismo le repito a usted. No eche usted en olvido estos consejos. Si yo estuviera a su lado de usted no consentía tanto trabajo mental». Por el estilo de ésta, ¡cuántas cartas pudiera transcribir aquí! Otros amigos: Gonzalo Cedrún de la Pedraja, Antonio Rubió, D. Cayetano Vidal, su tutor Luanco, todos los que le conocen íntimamente y saben cómo se consume y arde en ansias de saber, parece como si fueran uniéndose a coro con su madre para aconsejarle una y otra vez a Marcelino que no sea insensato. Mas ¿quién contiene ya a un mozo como él puesto en el disparadero y que ha salido al campo y obtenido tantos triunfos como peleas?

Por fin se hace un alto en éstas, y Marcelino termina de arreglar sus papeles y sale al extranjero para orientarse en nuevos estudios y recoger, en las bibliotecas de diferentes países, datos para sus bibliografías sobre traductores y heterodoxos. Porque es de notar que ya para entonces tenía trazado minuciosamente el plan general de la que había de ser su Historia de los Heterodoxos Españoles.

He aquí un curioso contraste que conviene dejar anotado: el autor de La Ciencia Española, libro en algún aspecto hasta exageradamente español, va a ponerse en contacto con la ciencia europea. Preparada para la imprenta tiene esta primera parte de su obra, dada a conocer sólo en artículos que habían ido apareciendo, los de D. Marcelino en la Revista [p. 150] Europea, los de sus contrincantes en la Revista de España; otro contraste digno de notarse, como lo hizo ya Artigas.

Y no sólo esta primera edición de La Ciencia Española en un tomo, es lo que deja preparado para la imprenta Menéndez Pelayo antes de su viaje, sino los Estudios Poéticos , su primer libro de poesías, que está ya en manos de Valmar para ponerle un prólogo, que no acaba nunca de redactar. Esto le trae bastante preocupado, porque no es que D. Leopoldo no encuentre tiempo para escribirlo, sino que siente algún escrúpulo de autorizar con su estudio preliminar aquellas poesías vertidas de los autores clásicos y varios modernos que a él se le antojan un poco desenvueltas y que convendría modificar en algunos pasajes. También D. Gumersindo se ha insinuado en este sentido; pero el joven poeta se resiste a hacer cambios, quiere que salgan sus versos como se los dictó la musa en el primer momento de la inspiración, ama la espontaneidad y no le gustan, y menos en materias que no son de erudición, las cosas tan resobadas. Aparte de que él cree que ha sabido velar siempre los pasajes escabrosos en sus traducciones poéticas y por lo tanto no pueden hacer daño a nadie. Sobre esto escribe con toda claridad a Laverde y después de decirle que no tiene inconveniente en someterse al juicio de un sacerdote tan piadoso y culto como Caminero, añade: «No me remuerde, sin embargo, la conciencia en este punto. Todos nuestros traductores, aun los más sabios y piadosos, han respetado, en general, los originales que trasladaban. Fray Luis de León vertió la égloga Alexis , y buen número de eróticas de Horacio, entre ellas dos que cantan el pecado nefando, y en una de ellas no dudó en escribir los versos siguientes, más licenciosos que los del texto por él interpretado:

Ni te consentirán entretenerte
con el hermoso Lícidas, tu amado,
de cuyo fuego saltarán centellas,
que enciendan en amor muchas doncellas.

En cuanto a comentadores de todas épocas, usted sabe que en nada escrupulizaron. Los traductores no españoles, tampoco [p. 151] se han permitido infidelidades de esta naturaleza. No traeré a cuento a italianos ni a franceses. Baste decir, que en Inglaterra, uno de los países más morigerados de Europa (a lo menos en apariencia), en Inglaterra, donde severísimas leyes de imprenta castigan toda infracción, aun leve, del decoro público, aparecen continuamente traducciones de clásicos nunca expurgadas. Los humanistas extranjeros creerían cometer un sacrilegio si mutilasen los originales que traducían.»

Con esta castración, tampoco se logra nada, porque en mi conciencia de traductor debo poner en tales lugares una nota que expresamente diga: «Aquí suprimimos algunos versos que nos han parecido libres en demasía». Y esté usted seguro que a los débiles, les bastará esto para entrar en curiosidad de conocer tales lugares, y aun suponiendo que no sepan griego ni latín, no faltará en lenguas vulgares alguna traducción que se lo diga. Y lejos de haber evitado el mal, habrémosle causado mayor, pues en el original o en otras versiones, verán enteramente desnudo lo que yo he procurado velar en algún modo. La privación es causa de apetito; todo libro vedado se ha leído siempre con avidez. Además, mis traducciones han de correr muy poco, y eso en ciertas manos; no creo tampoco que contengan máximas perversas ni pinturas escandalosas; alguna ligereza hay en ciertos pasajes, pero nada más. Por lo demás estoy dispuesto a tachar cuanto a usted le disonare, aunque, como pueda, he de tirar algunos ejemplares íntegros para mis amigos. Usted apreciará, como mejor le parezca, estas reflexiones mías; yo, a todo me someto».

Menéndez Pelayo, algo enojado por tantos dimes y diretes, guardó su borrador de poesías en una carpeta, poniéndole en la cubierta estas líneas: «En arte soy pagano hasta los huesos, pese al Abate Gaume, pese a quien pese». Y no volvió a ocuparse por entonces del asunto.

Es muy significativo este rasgo de genialidad de D. Marcelino; ya vimos antes cómo en parte molesto, pero comprensivo al mismo tiempo, por las dificultades que había encontrado para publicar su famoso poema sobre Don Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja, escribe en la primera página de una copia [p. 152] de estas sus primeras poesías, la prohibición de que se dé a conocer más que su título.

En el fondo de todo esto no hay más que cierta desilusión al ver que sus versos no son tenidos en lo que él cree que valen, y aunque no podemos decir que pertenezca al genus irritabile vatum, pues su bondad a todo se sobrepone, siente en el alma todos estos contratiempos que de vez en cuando —ya lo veremos también más adelante— le hacen explotar en manifestaciones pasajeras de mal humor. Nuestro joven doctor sueña aún, como cuando era niño, en ser poeta; la primera de sus aspiraciones, que le duró muchos años. ¿Lo consiguió? Aún no es lugar a propósito para tratar de esto. Por el momento una de las fuentes de su inspiración se iba agotando poco a poco, tal vez el ardor de aquellas polémicas científicas la estaban secando. Esto es muy frecuente en él; la pasión del estudio acaba por domarle en todo momento; ahora es La Ciencia Española quien vence a Belisa, después serán estudios más graves los que vencerán a otras musas de carne y hueso también.

Otra de las tareas que había emprendido durante aquel año de 1876 fue la organización de una Sociedad de Bibliófilos Cántabros para la publicación de obras de escritores montañeses y estudios sobre ellos. Redacta el plan de la Sociedad, después de haber cambiado impresiones con D. Gumersindo Laverde; estimula al trabajo a escritores residentes unos en Santander y otros en Madrid, da ejemplo con la publicación de su Trueba y Cosío, hace proyectos y listas de autores y obras, trata de unir voluntades, pero todo fue inútil, pues, al salir Menéndez Pelayo al extranjero, la iniciada Sociedad de Bibliófilos Cántabros quedó como cuerpo sin alma. Puntualmente reseñó todos los incidentes sobre la fundación de esta Sociedad de Bibliófilos Tomás Maza Solano, en un artículo publicado en el Homenaje que el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo rindió a Artigas al ser nombrado director de la Biblioteca Nacional [44] .

Teniendo delante la correspondencia de Menéndez Pelayo [p. 153] con Laverde y Pereda, se pueden seguir día por día todos los viajes de D. Marcelino por Portugal, Italia, Francia y Países Bajos. Con sólo las cartas de D. Marcelino y Laverde dejó Bonilla ya bastante puntualizado este asunto. El día 24 de septiembre salió para Madrid. Ya no va a parar a la casa de huéspedes de la calle de Silva, sino al Hotel de las Cuatro Naciones. Yo me figuro que el autor de La Ciencia Española se dejaría crecer los cuatro pelillos de la barba y aquel «bigotillo felipesco» del que por entonces se pitorrea Luanco, para que sus no cumplidos veinte años y todo su aspecto aún aniñado, adquiriesen cierta prestancia varonil, de hombre hecho, ante el gran D. Leopoldo Augusto de Cueto, ante el mundano D. Juan Valera, ante el grave y entonado D. José Amador de los Ríos, ante tantos amigos literatos madrileños que, además de felicitarle por sus Polémicas, le dan cartas de recomendación para los escritores portugueses Latino Coelho, Teófilo Braga, Silva Tulio, Camilo Castelho Branco, y otros muchos. Con estas cartas comendaticias, otras que traía de Santander y las que para nuestro embajador en Lisboa llevaba, se presentó en esta capital el día 7 de octubre por la mañana, hospedándose en la «Fonda Española», Rua Nova da Princeza, número 24.

Lo primero que hace en Lisboa es comprarse algunos libros de ocasión: Las Obras de Gil Vicente, el Parnaso Lusitano de Almeida-Garret y un Palmerín de Inglaterra. Ocho días después de su estancia en aquella ciudad le cuenta a Pereda que lleva escritos más de catorce pliegos en folio de apuntes en la Biblioteca Nacional, donde el bibliotecario, Silva Tulio, le ha destinado un cuarto especial para que trabaje con toda independencia y holgura. «Así que termine con la Biblioteca Nacional —añade— pasaré a la de la Academia de Ciencias y al Archivo de la Torre do Tombo; luego saldré para Coimbra y Oporto». Le da una impresión de la ciudad y sus habitantes y le remite el primer artículo sobre Letras y Literatos Portugueses para la revista santanderina La Tertulia.

En 2 de noviembre le envía un segundo artículo para La Tertulia y dice: «Ya tengo explorado casi todo lo que me interesaba. Han aparecido muchos traductores, algunos filósofos [p. 154] y unos cuantos heterodoxos. Buena pesca y buen principio». Es durante esta estancia en Portugal cuando, en vista de los numerosos datos que va reuniendo sobre Traductores de Horacio, se confirma en la idea de convertir, aquel primer artículo con este título, que no había publicado aún Abelardo de Carlos en La Ilustración, en un libro que debía llamarse Horacio en España: así se lo dice a Laverde en 18 de octubre, remitiéndole ya el 29 de este mes el plan completo de la obra.

El 12 de noviembre salió para Coimbra y desde allí regresó a Madrid y Santander, donde se encontraba el 23 de este mes.

Laverde, siempre soñador, le había dicho en 13 de octubre: —Escríbame largo y tendido; quizá con las cartas de usted pueda llegar a hacerse un libro que sea, respecto a Portugal, lo que en orden a Italia los del Abate Andrés. No dejaría de interesar aquí, donde tan poco se conoce ese país con tenerle a la puerta de casa». Los dos escasos meses que pasó en Portugal no podían dar más de sí.

Otros dos meses estuvo Menéndez Pelayo en Santander ordenando toda aquella balumba de notas que había tomado en las bibliotecas portuguesas y preparando para la imprenta su Horacio en España. Laverde, incansable, a pesar de su estado de salud, no deja de sacar de entre sus papeles y del archivo de su feliz memoria, datos y más datos para enriquecer el Horacio de su amigo. En carta de 24 de diciembre de este año, le envía unos apuntes horacianos que vienen a ser una bibliografía de la guerra literaria a que dio origen la traducción de la Poética de Horacio publicada por Raymundo de Miguel. Acompañaban a esos apuntes copias de cartas y folletos curiosísimos y raros que D. Gumersindo había ido reuniendo pacientemente y en varios años. Si a estas valiosas aportaciones bibliográficas añadiésemos otra serie de indicaciones que le había ido remitiendo anteriormente a Portugal y a Santander, tal vez con más razón que de La Ciencia Española pudiéramos decir que fue Laverde colaborador del Horacio en España. Antes de recogerlo en un libro fue publicado el Horacio en una serie de artículos en la Revista Europea, durante la estancia [p. 155] de Menéndez Pelayo en Italia, y Caminero se había encargado de corregir las pruebas.

Empapado en horacianismo, leyendo y releyendo tantas veces al Venusino y sus traductores españoles, aquel joven que no conoce la fatiga, en lugar de caer rendido por el gran esfuerzo que ha tenido que hacer, siente dentro de sí el fuego sagrado de la inspiración y como remate y corona de la tarea, escribe la mejor, la más inspirada de las composiciones poéticas que había hecho hasta entonces, y que es el pórtico triunfal de un nuevo estilo de su poesía, en el que se ha de revelar su verdadero genio: la Epístola a Horacio. Refiriéndose a esta poesía, que viene al frente del Horacio en España, le escribe Valera en 28 de septiembre de 1877: «La Epístola a Horacio, sobre todo, me ha gustado muchísimo, y no sólo la he leído para mí varias veces, sino que, ansioso de lucirla, le he leído en algunas reuniones y he alcanzado grandes aplausos y encomios para usted. Las reuniones han sido en mi casa y en casa de A. Alarcón.»

El 12 de enero de 1877, marcha directamente de Santander a Roma por la línea del Cantábrico, recorriendo todo el Pirineo francés, la Costa Azul y vía Génova-Roma. Alguna alarma produjo a sus buenísimos padres el que Marcelino, en la fecha ya prevista de llegada, pues llevaba hechas todas las combinaciones y horarios para que no se distrajera, no pusiese el consabido parte telegráfico; pero la cosa fue que al llegar a Pisa, sus compañeros de la Academia Heráldico-Genealógica le obsequiaron e hicieron detener en esta ciudad más horas de las que pensaba. El 16 de enero estaba ya en la Ciudad Eterna, alojándose en la Casa Rosa, Via di Ripetta, primo piano.

La satisfacción que siente aquel joven humanista, al encontrarse en la capital del viejo imperio romano, es indecible; su entusiasmo lo expresa en una carta a Pereda, escrita en 3 de febrero: «Aquí estoy, amigo, quince días hace, pasmado, maravillado, sorprendido. Apenas he vista más que la Roma pagana, la clásica, la pura. ¡Lástima que quede tan poco! ¡Pero qué restos! ¡Qué arcos y qué columnas y qué anfiteatro [p. 156] Flavio! ¡Consuela eso de poder andar por la Via Sacra y por El Foro, como Pedro por su casa!... ¡Qué museos de escultura los del Vaticano! Allí triunfa y vive el arte antiguo en su maravillosa carrera. ¡Y pensar que esos Apolos y esos Laocoontes, tras de estar más o menos profanadamente restaurados, no son quizá (ni sin quizá) los modelos más acabados de ese arte! ¿Cómo sería lo que hemos perdido?»

Por lo demás, paso casi todo el día en las bibliotecas y voy haciendo rica cosecha de datos y apuntamientos. Llevo recorridas la Biblioteca Angélica, la de San Agustín, la Corsiniana, la de los dominicos o de la Minerva y la Barberina». A esta carta acompaña el primer artículo de los cinco que para la revista La Tertulia escribe con el título general de Cartas de Italia [45] .

Todo ello no es más que parte del programa que se ha trazado para su viaje de estudios, que como se verá no es sólo ir de biblioteca en biblioteca, como alguien en tono despectivo ha dicho, sino también de paisaje en paisaje, de monumento en monumento, de ciudad en ciudad, de alma en alma; porque va a tratar a varios hombres eminentes y contrastar sus ideas con las de otros investigadores; y a recoger para sus estudios bibliográficos, de heterodoxos y sobre literatura española, multitud de datos de que vuelven llenas sus carpetas. Más de cuarenta pliegos en folio de notas llevaba escritos en 8 de febrero, según escribe a Laverde: «Vi muchas bibliotecas, asistí a muchas clases, trabajé de firme», dice en las notas autobiográficas que envió a Clarín.

En 26 de febrero cuenta a su amigo Pereda que ya va de vencida en sus trabajos e investigaciones la Biblioteca Vaticana, para la que, gracias a la amistad que hizo con un sobrino del Cardenal Simeoni, se le dan tantas facilidades que hasta le permiten trabajar en día y horas en que está cerrada para el profanum vulgus. No hemos de alargar esta historia reseñando [p. 157] minuciosamente las notas que sobre libros españoles va tomando D. Marcelino en las varias bibliotecas de Italia, notas que en gran parte se conservan entre los papeles de su Biblioteca de Santander y que fueron ya utilizadas por él en varias de sus obras. Bonilla y San Martín llena algunas páginas de su biografía reseñando esta labor titánica de nuestro gran polígrafo.

En 28 de febrero, según dice a Laverde, tiene pensado un plan de tragedia titulada Séneca, en la que trata de describir las costumbres de la Roma pagana del primer siglo en contraste con la nueva doctrina del Crucificado que empieza a difundirse. «Encuentro grandes dificultades, sobre todo para presentar en escena y hacer hablar dignamente a San Pablo. Veremos si llego a terminar este embrión de drama».

No lo terminó, dejó escritas solamente las tres escenas del acto primero, que Artigas encontró entre sus papeles y publicó en La Vida y la Obra de Menéndez Pelayo. El tema del contraste de la Roma pagana y la Roma cristiana le obsesiona desde el momento de su llegada a la Ciudad Eterna. De ello habla a Pereda y a Laverde, a sus familiares y amigos; el 17 de enero, es decir, al día siguiente de su llegada, escribió —digo mal, compuse, pues él mismo declara que lo conservó «en la memoria» sin escribirlo, hasta 1 de agosto de 1877— un soneto titulado En Roma, cuyos dos tercetos dicen así:

   Como nubes, cual sombras, como naves
Pasaron ley, ejércitos, grandeza...
Sólo una Cruz se alzó sobre tal ruina.
   Dime tú, oh Cruz, que sus destinos sabes:
¿Será de Roma la futura alteza
Humana gloria o majestad divina?
[46]

El 12 ó el 13 de marzo debió salir para Nápoles, donde está durante quince días. Se hospedó en el Hotel de la Ville, [p. 158] en la ribera del Chiaja, «lugar predilecto de nuestro Juan de Valdés, que celebraba aquí sus conciliábulos teológicos y que pone no lejos de este sitio la acción de su Diálogo de la lengua», cerca de la playa Mergelina, «donde habitó Sannazaro y compuso sus Églogas Piscatorias». A un lado y a otro del golfo napolitano, el Pausilipo y «la bifronte cima del Vesubio, anegando sin cesar aquellas llanuras de Campania donde aún viven los restos de dos exhumadas ciudades, víctimas expiatorias de las abominaciones del mundo antiguo». Con qué regusto trae todos estos recuerdos al comenzar la Epístola Partenopea, tercera de sus Cartas de Italia. «Aquí —añade— todo es ritmo, todo es concordia, todo luz, vida y colores».

La sorpresa que se debió llevar el prefecto de la Biblioteca Napolitana al conocer personalmente a Menéndez Pelayo no es para contada. En 1875, como recordará el lector, le había escrito D. Marcelino desde Madrid una elegantísima carta latina pidiéndole datos sobre algunas versiones de tragedias de Sófocles hechas e impresas en Nápoles por el jesuita aragonés Pedro Montengón, carta a la que Vito Fornari, que éste era el nombre del prefecto, contestó con otra epístola también en latín de clásica pureza. Parecían dos eruditos renacentistas de los mejores tiempos, haciendo revivir en sus escritos la lengua del Lacio. Y por hombre tal, del renacimiento y ya maduro como él, debía tener Fornari a Menéndez Pelayo, cuando vio entrar por la puerta a un jovencillo que no representaba ni los veinte años que acababa de cumplir. Algo de lo que ya hemos contado que le ocurrió a D. Leopoldo Augusto de Cueto, debió pasar con el buen bibliotecario de la Real de Nápoles, que tal vez se quedó mirando a ver cuándo entraba el papá detrás de aquel adolescente.

Como en todas partes, revolvió muchos libros, tomó muchas, muchísimas notas, compró también buenas obras de autores españoles e italianos, afirmó con Fornari una buena amistad, adquirió otras nuevas: las de Volpicela y Miola y algunos profesores de Nápoles y sobre todo una muy interesante y significativa, la del doctor Boehmer, profesor de Strasburgo, el autor de Spanish Reformers, que, como Menéndez Pelayo, estaba [p. 159] trabajando sobre el mismo tema de protestantes. Sólo que Boehmer lo era, y Menéndez Pelayo, por el contrario, un «católico a machamartillo», un debelador de la herejía.

¡El autor de la Historia de los Heterodoxos Españoles traba a los veinte años una amistad sincera con un protestante! La correspondencia entre ambos duró varios años y los dos se prestaron favores y ayuda en sus estudios. Uno de los colaboradores, en el Homenaje que se rinde a nuestro crítico literario en el vigésimo año de su profesorado, es el Dr. Boehmer. Ahí quedan esos datos para cuantos de buena fe, y sin confusionismos tendenciosos, quieran tratar de la amabilidad y el corazón abierto para todos de D. Marcelino Menéndez Pelayo. Consideración, respeto y hasta afecto con los mismos herejes; pero no tuvo transigencia alguna con sus ideologías quien algún tiempo después escribía en el prólogo a la tercera edición de La Ciencia Española: «Yo peleaba por una idea; jamás he peleado contra una persona ni he ofendido a sabiendas a nadie». Y pocas líneas antes, estas preciosas palabras dignas de un alma profundamente cristiana: «es tal mi respeto a la dignidad ajena; me inspira tanta repugnancia todo lo que tienda a zaherir, a mortificar, a atribular un alma humana, hecha a semejanza de Dios y rescatada con el precio inestimable de la sangre de su Hijo, que aun la misma censura literaria, cuando es descocada y brutal, cínica y grosera, me parece un crimen de lesa humanidad, indigno de quien se precie del título de hombre civilizado y del augusto nombre de cristiano». En el curso de esta historia veremos cómo supo con su conducta acreditar siempre la sinceridad con que escribió estas palabras.

Con cartas cariñosas de Fornari para sus compañeros de las Bibliotecas Laurenciana y Magliabecchiana de Florencia, regresó Menéndez Pelayo el día 28 de marzo a Roma, donde pasó la Semana Santa de este año de 1877. Vio, el 31 de marzo, al Papa Pío IX, tomó algunos nuevos apuntes en las Bibliotecas de Roma y salió para Florencia el día 4 de abril. También en Roma había dejado muy buenos amigos, entre ellos el personal de la Embajada de España; el embajador en el Quirinal, Cárdenas, y el secretario de la Embajada, Augusto de la Barre; [p. 160] nuestro embajador en el Vaticano, Coello, y el de Portugal, Conde de Thomar. Asistió en Roma a las clases de Terencio Mamiami, según cuenta en la polémica con Gavica, y tuvo amistad con el Vizconde de Oña, que le busca libros viejos.

En La España del 17 y el 22 de marzo, había publicado D. Alejandro Pidal y Mon dos artículos haciendo la crítica de las Polémicas sobre La Ciencia Española, artículos que Menéndez Pelayo lee a su llegada a Florencia. Aunque muy elogiosos ambos para el joven santanderino, sirven para reanudar la dormida, pero no olvidada, Polémica sobre la Ciencia Española.

Con el título de In dubiis libertas, escribe D. Marcelino desde Florencia, en 13 de abril, su primera carta de contestación a Pidal en amistosa discrepancia. El diálogo queda interrumpido algún tiempo para emprender una nueva lucha, o mejor, reanudar la ya iniciada con Azcárate y Revilla, «pues tengo otra vez enfrente a los enemigos de la Religión y de la Patria, y con ellos he de cruzar las armas,

Aquí do la lanza cruel nunca yerra,

y no con usted, mi buen amigo —le dice a Pidal—, de quien me separan diferencias relativamente mínimas y casi imperceptibles».

Creo que con bastante impropiedad hablan de la lucha en doble frente cuantos se refieren a estas leves discrepancias con Pidal, que el mismo D. Marcelino, en su carta Instaurare omnia in Christo, califica de «amistosa escaramuza que no quiere llamar polémica». Realmente Pidal, después de grandes elogios a su joven amigo, lo único que hace es exaltar la filosofía tomista «que en nuestra patria es cultivada con alguna originalidad por eminentes varones, por lo cual aunque no naciera en España hicimos, en cierto modo, nuestra esta filosofía por derecho de conquista». Muestra también sus temores por las aficiones filosófico-renacentistas de Menéndez Pelayo; éste se defiende como ciudadano libre de la república de las letras, y reclama toda la libertad que le es debida en asuntos opinables y que no rozan para nada la fe. Por lo demás, no combate el [p. 161] tomismo, pues lo único que afirma es que en la parte puramente filosófica, no en la teológica, no es el tomismo la verdad toda. A Pereda, en carta de 35 de abril de 1887, desde Bolonia, le habla aún con más franqueza: «No acabo de comprender ese exclusivismo tomista. Creo que el cristianismo es bastante amplio para que dentro de él estemos holgadamente todos».

Dos días después de fechar Menéndez Pelayo su primera carta a Pidal desde Florencia, aparecía en Madrid, en la Revista Contemporánea, 15 de abril de 1877, un artículo de D. José del Perojo con este terrorífico título: La Ciencia Española bajo la Inquisición.

Menéndez Pelayo continuaba encantado en Florencia, «donde pasé 15 días muy buenos —dice a Pereda— en esta moderna Atenas, donde parece que aún vagan las sombras de Lorenzo el Magnífico y de Angelo Poliziano, unos de mis amores literarios más íntimos y verdaderos». Se había hospedado en el Hotel del Comercio, en la Piazza Sta. María Novella; había recorrido, como en todas partes, las principales bibliotecas, la Laurenciana, la Magliabecchiana, recogiendo datos para sus proyectadas obras, y aún le queda tiempo para mandar a Pereda la IV de las Cartas de Italia, que se imprimió en La Tertulia con el título: Rerum opibusque potens, Florencia Mater! El día 25 de abril llegaba a Bolonia, en la que está cinco días, compartiendo algunas veladas con los estudiantes y profesores de nuestro Colegio de San Clemente, donde estaba de bibliotecario su paisano Francisco Crespo Herrero. Adquirió algunos buenos libros y el día 30 de este mes salía para Venecia.

Hospedóse en Venecia en el Hotel de Roma, situado en el Gran Canal. Trabajó en la Biblioteca de San Marcos y otras de la ciudad los diez días que estuvo, pero una buena parte de su tiempo se la debió llevar —aunque de pluma tan ágil y veloz era— el escribir las tres cartas dirigidas a Pidal—80 páginas nada menos de La Ciencia Española en la Edición Nacional—contestando al artículo del Sr. Perojo, que hemos mencionado más arriba. Por cierto, y es dato muy interesante, que quien le envía el articulo de Perojo y le pide que le conteste [p. 162] es el mismo D. Alejandro Pidal, que como se ve se convierte, en cierto modo, en colaborador y defensor de la tesis de Menéndez Pelayo sobre la existencia y originalidad de La Ciencia Española [47] . Llevan estas cartas de D. Marcelino las fechas de 6, 8 y 9 de mayo y están datadas las dos primeras en Venecia y la tercera en Milán, aunque comenzada también en Venecia.

Algo parecido ocurre en la carta V de las de Italia que envía para La Tertulia, que está fechada en Venecia-Milán en 13 de mayo, es decir, que el día en que concluye el escrito se encuentra ya en Milán. De esta carta dice el mismo Menéndez Pelayo que fue trabajada—debe entenderse que escrita en parte, pues alude al garrapateado manuscrito— durante el viaje entre Venecia y Milán [48] .

Esta parte de la polémica con Perojo es indudablemente de lo más vivo y animado de La Ciencia Española. El director y propietario de la Revista Contemporánea vuelve a los mismos temas ya tratados por su amigo y colaborador Revilla: No se puede decir con propiedad que haya habido una filosofía española; la Inquisición ahogó todo movimiento científico en España. Y arremete con dureza y desprecio contra Menéndez Pelayo, Laverde, Valera y el mismo Pidal.

Don Marcelino no toma ya la defensa tan por lo serio como con Revilla; en aquella dulce Italia, en Venecia, desposada con el tranquilo Adriático, se siente optimista y con gran humor; su contestación es toda juguetona, una fina sonrisa de humanista para el caballero Perojo, y su «resonante y terrorífico artículo, que merecía llevar una portada a seis tintas y algún grabado que representase un quemadero».

Con estos artículos de Perojo y Menéndez Pelayo se puede dar por cerrada la parte verdaderamente polémica sobre La [p. 163] Ciencia Española, pues si bien es cierto que inmediatamente después de Perojo interviene el artillero Sr. Vidart, éste dispara el cañón en puras salvas. «Lo más gracioso es —dice D. Marcelino a Pereda desde París, en 30 de mayo— que en el último número de la Contemporánea viene un artículo de Vidart, el artillero, en que se habla del sesudo juicio del Sr. Laverde, y de la sólida erudición del Sr. Menéndez Pelayo , y encomia mucho a la filosofía española y casi se nos da la razón, añadiendo en una nota que del artículo del Sr. Perojo no quiere hablar por razones fáciles de comprender». A todos hizo callar aquel cántabro luchador, y ya por suyo el campo reanuda la amable charla sobre el tomismo con Pidal. Contesta éste a la carta In dubiis libertas de Menéndez Pelayo y replica D. Marcelino con su epístola Instaurare omnia in Christo.

Hasta cinco años después, de un modo agrio, y lamentable por ser provocado por un religioso y alentado por católicos de extrema derecha, no vuelve a surgir el tema del perenne valor de la filosofía tomista como fuente exclusiva de toda verdad.

El día 10 sale Menéndez Pelayo de Venecia para Milán. Aquí pasó catorce días, en los que pudo trabajar de firme, pues encontró buenos libros para sus estudios. «¡Buena cosecha hice en la Biblioteca Ambrosiana! —dice a Pereda—. ¡Y qué buena gente son aquellos bibliotecarios!» Durante su estancia en la ciudad se alojó en el Hotel de la Ville, Corso Vittorio Enmanuele.

Llegó a París el día 24 y al siguiente hace la visita de presentación a nuestro embajador Marqués de Molíns, que le recibió amistosa y cordialmente. Él y gran parte del personal de la Embajada habían seguido todas las incidencias de la polémica sobre La Ciencia Española.

Con el encargado de la Sección de manuscritos españoles de la Biblioteca Nacional, Alfredo Morel-Fatio, empieza entonces una buena amistad, que durará toda la vida [49] . También [p. 164] trabaja en las Bibliotecas del Arsenal, en la de Santa Genoveva, la Mazarina y otras, encontrando abundantes datos. En París adquiere muy buenos libros, que van a engrosar su colección bibliográfica. Durante su estancia en la capital de Francia se hospedó en el Hotel du Parlament, Place de la Madeleine.

El 7 de junio de 1877 el Sr. Marqués de Molíns, como embajador, y el secretario de la Embajada, Vizconde de la Vega, le firman un, para él precioso, documento, en gran papel apergaminado y con las armas reales españolas, en el que se concede libre y seguro pasaporte al Sr. D. Marcelino Menéndez Pelayo para que pueda trasladarse a España.

Regresaba a su amada España después de haberla defendido con amor ardiente desde el extranjero de los ataques y desprecios de sus mismos hijos, después de haber reivindicado sus glorias en el terreno científico. Aquel joven era ya conocido en todo el mundo por el autor de La Ciencia Española.

Años después le había de recordar su amigo José de Armas y Cárdenas cómo él había roto, en La Habana, «muchas lanzas y algún bastón contra los partidarios tropicales de D. Manuel de la Revilla»; y la sutilísima D.ª Emilia Pardo Bazán había de resumir así su juicio: «¡Cómo se ve que el sabio que lo escribe (el libro de La Ciencia Española) es mozo, y el mozo sabio! No es posible pegar una paliza con mejor arte, ni mostrar más conocimientos con menos pedantería».

Mr. Pécoul, correspondiente francés de nuestra Academia de la Historia, juzgando por estos días el ya famoso libro de Menéndez Pelayo, escribía lo siguiente: «Los españoles que piensen dedicarse a tareas de erudición, encontrarán consejeros mejores que el Sr. Morel-Fatio, con sólo consultar el notabilísimo volumen de D. Marcelino Menéndez y Pelayo, cuyo título es: Polémicas sobre La Ciencia Española. Este estudio revela profundos conocimientos, y, sin gran trabajo, su joven y docto autor podrá convertirlo en una obra indispensable para cuantos hayan de ocuparse en investigaciones que con la erudición española se relacionen» [50] .

[p. 165] Y lo más asombroso es que esta lucha la había mantenido él solo contra todos, derrochando conocimientos sin tener libros a mano para consulta, principalmente en esta segunda fase, que se desenvuelve mientras viaja por Italia; solo y con su criterio firme y seguro, con una visión clara y certera de los problemas planteados, con una erudición y una retentiva pasmosas. En los tres volúmenes en que remansó por fin y se recogió todo aquel aluvión de las Polémicas sobre La Ciencia Española, si exceptuamos el artículo sobre El Tradicionalismo en España, que es reproducción de un escrito anterior de D. Gumersindo, toda la parte defensiva en la polémica, así como los variados estudios monográficos que se insertan, incluso el mismo discurso sobre Fox Morcillo y hasta el prólogo de la obra, que llevan la firma de Laverde, están redactados por Menéndez Pelayo en su totalidad o al menos en gran parte, como se puede probar documentalmente [51] .

[p. 166] Laverde podrá suministrarle al comienzo algunos nuevos datos, aunque muchos conocía él ya, pero el criterio de D. Gumersindo, en el estado de postración en que se encontraba, no es siempre acertado; a él se deben en parte algunas de las exageraciones de Menéndez Pelayo en estas polémicas: «No sea usted tímido en establecer relaciones entre filósofos y filósofos a poca probabilidad que ofrezcan. Hay que agitar los espíritus con afirmaciones atrevidas», le aconseja en 5 de junio del 76; y un año después exactamente, le muestra su disconformidad con la concesión muy razonable que hace Menéndez Pelayo en su artículo segundo a Perojo, de que la astronomía y las matemáticas decayeron en España durante el siglo XVI.

No pretendemos con esto rebajar los grandes méritos de D. Gumersindo Laverde, sino únicamente volver a poner en su fiel la balanza, ya que algunos de los biógrafos de Menéndez Pelayo tanto la inclinaron al lado del profesor vallisoletano. Al cual le cuba la no pequeña honra de haber sabido ver en el ocaso de su actividad mental, el genio de Menéndez Pelayo, y ser estimulador de varias de sus empresas científicas, que quizá sin él no se hubieran realizado, como afirmó el mismo D. Marcelino.

Aquí hemos dicho que termina la primera parte de las Polémicas sobre la Ciencia Española, pero aún les falta el digno y ejemplar remate que le va poniendo con el tiempo Menéndez Pelayo, abrazando a todos sus enemigos: «Todos mis contradictores —escribía en 1887— han sido amigos míos después de esta controversia, y lo fue muy íntimo, dejándome con su muerte imborrable recuerdo y amarguísimo duelo, aquel gran [p. 167] crítico Manuel de la Revilla, en cuyo generoso espíritu no quedó ni la más ligera sombra de rencor después de nuestro combate literario» [52] .

El 8 de junio de 1877 por la noche, salía de París con dirección a Santander, donde llegó el día 10, para pasar las vacaciones de verano en su tierruca al lado de sus padres. Es costumbre que ni una sola vez ha de interrumpir en toda su vida. Una sorpresa le reservaba su buen padre. En el poco tiempo que Marcelino había habitado en la nueva casa de la calle de Gravina a fines del verano del 76 y algunos días de las Navidades de este mismo año, los libros, que no cabían ya en las estanterías ampliadas de su progenitor, andaban amontonados por todas partes. Con las remesas de nuevos volúmenes que desde Italia había enviado a Santander, el conflicto se había agravado. Su madre protestaba y parecía que se iba a reproducir aquella vieja lucha por el espacio vital (de que hablamos en uno de los primeros capítulos) en cuanto el hijo llegara con su baúl y maletas repletas de nuevos librotes; pero el padre, previsor, se había anticipado al estallido del casus belli. En el último piso del chalet y entre las habitaciones abuhardilladas había una, la del centro, muy adecentada, con cielo raso y su balcón al jardín. Los lienzos de las paredes estaban ahora cubiertos por largas estanterías hasta el techo, de buena madera y muchas tablas en las que se agrupaban los libros del chico, y aún quedaba bastante espacio para nuevas adquisiciones.

Mejor obsequio no se le podía ofrecer a un tan apasionado bibliófilo como era Marcelino. Ésta fue realmente su primera biblioteca independiente. Parte de los estantes se conservan aún en la Casa-Museo de Menéndez Pelayo, o sea, el chalet actual, junto a la Biblioteca.

La nueva casa estaba más cerca del centro de la ciudad; ya no le podrá decir Pereda aquel «¡Vives tan lejos!», que le escribía en 9 de mayo de 1876. En este verano se ven ambos con frecuencia; Marcelino va varias veces a Polanco, donde [p. 168] D. José lee algunos capítulos de El Buey suelto, su primera novela, que por entonces está aún en el telar, y que dedica a su joven amigo. Y D. José, cuando viene a Santander, escucha de labios de su autor el relato de las andanzas de Los Herejes, como le gustaba llamar a la Historia de los Heterodoxos, que ya llevaba adelantada Menéndez Pelayo.

Las Polémicas sobre La Ciencia Española, cuyo primer volumen se había agotado, por lo que Laverde le dice que hay que pensar en nueva edición aumentada, tuvieron en aquel verano una pequeña continuación.

En El Aviso, diario de Santander, se publica, en 9 de agosto, un juicio sobre el recién aparecido libro de Pereda, Tipos trashumantes, en el que, a vuelta de grandes elogios para el autor, se ponían algunos reparos aludiendo principalmente a la descripción del tipo que lleva por título Un sabio, y en el que se pinta claramente a un filosofante krausista. El autor del artículo era A. Gavica, «hombre despierto, de pluma fácil si bien un tanto difusa; no tenía una formación científica ordenada y rigurosa porque había dejado los estudios poco después de comenzados; sin embargo, revelan sus escritos una más que mediana cultura. Su carrera fue la de la política y su jefe Ruiz Zorrilla, que premió, cuando pudo, las dotes y servicios de su correligionario, su habilidad y despejo, con el Gobierno Civil de Segovia». Así nos lo describe Artigas en el artículo del Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, en que relata este episodio [53] .

La crítica en conjunto era elogiosa para Pereda y el reparillo poco digno de consideración, por lo cual éste calló; pero su amigo Marcelino, que aún venía con el ardor de la pelea y sin haber colgado las armas, al saludar la aparición de Tipos trashumantes, en la revista Cántabro-Asturiana. continuadora de La Tertulia, aplaude la sátira de Pereda y el que «ponga a la pública vergüenza ridiculeces y miserias de lo que llaman ciencia y política contemporáneas». Y aludiendo después al [p. 169] diseño de Un sabio, dice que para que nadie pueda tachar al Sr. Pereda de que traza Caricaturas sin verdad, copia párrafos tan pedantescos o más que los del tipo trashumante perediano, tomados de la correspondencia de Sanz del Río y del prólogo de Salmerón a la traducción de los Conflictos de Draper.

¡Para qué quería oír más el Sr. Gavica! ¡Haberle nombrado sin el debido respeto a su ídolo y jefe político D. Nicolás Salmerón! Al siguiente día contesta en El Aviso, arremetiendo contra el joven aprovechadísimo que oculta su nombre con las iniciales M. M. P., que falta descaradamente a la verdad, y otras lindezas por el estilo. Como era de suponer, no se iba a quedar sin la adecuada réplica el Sr. Gavica, tratándose de un joven de sangre tan caliente como era entonces Marcelino. En su contestación, en el mismo periódico santanderino El Aviso, dice a su contrincante que las frases de su artículo lo mismo se referían a este señor que al Preste Juan de las Indias; pero que si se empeña en darse por aludido, «no tengo inconveniente en regalarle la alusión», que «a escritores de más reputación que él he atacado de frente con su nombre y apellido, y bajo mi firma, y hasta el presente estoy bueno y sano a pesar de todo»; que «en la forma los libros krausistas son un páramo habitado por salvajes»; que sea el Sr. Gavica todo lo radical que quiera, «pero no tome el rábano por las hojas, que la filosofía no se aprende en Fornos, ni en un gobierno de provincia», que se compromete a «inundar de prosa Krausista auténtica, las columnas de El Aviso hasta que todos, y el Sr. Gavica el primero, revienten de pura satisfacción».

Yo no conozco ningún ataque tan duro y personal de Menéndez Pelayo como las dos cartas en que contesta a Gavica. Verdad es que éste provocó primeramente y sacó las cosas de quicio en sus varios comunicados llenos de insultos, pero una vez puesto en el disparadero, tampoco se quedó atrás D. Marcelino, que en el último de los artículos, titulado Cero y van dos, le dice a Gavica con todas las letras y subrayando la palabra, que miente. Por mucho menos se organizaba entonces un duelo y avanzando hasta caer uno de los contrincantes.

[p. 170] Pero ¿quién no le perdona a un mozo tan joven, y muy injustamente provocado y ofendido, tales pasajeros arrebatos? Tan pasajeros, que ni él mismo se volvió a acordar de tal polémica, ni sus biógrafos tuvieron la menor noticia de ella hasta que Artigas dio con un borrador que le puso en la pista, entre los papeles autógrafos de D. Marcelino.

Aparte de este episodio desagradable, todo fueron satisfacciones para el autor de La Ciencia Española. Los escritores y eruditos de la tierra le recibieron con los brazos abiertos. Era un momento de gran florecimiento de las letras montañesas y Menéndez Pelayo intentó aprovecharlo para ver de animar la proyectada Sociedad de Bibliófilos Cántabros. Su amigo Morel Fatio le había comunicado que en la sección de manuscritos españoles de la Biblioteca Nacional de París existía un libro con poesías de D. Antonio de Mendoza «Gracias mil —le contesta Menéndez Pelayo, en 3 de julio— en nombre mío y en el de nuestra Sociedad bibliográfica, por su espontánea y generosa oferta en cuanto al códice de D. Antonio de Mendoza. Agradeceré a usted que me envíe copia del índice, y oportunamente pediré copia de lo que nos falte, puesto que usted es tan bueno que consiente en hacernos este señalado favor literario». A pesar de tan excelentes propósitos, la Sociedad de Bibliófilos Cántabros se quedó en nonata al tener que volver a ausentarse de Santander el principal animador de ella.

Aquel verano lo pasó trabajando intensamente en su Historia de los Heterodoxos. Por testimonio de su amigo Cedrún de la Pedraja sabemos que en 30 de agosto tenía ya terminado el primer tomo de esta magna obra [54] . Para que el lector se dé cuenta de la ingente y profunda labor que esto significa, coja los dos primeros volúmenes de la Edición Nacional de los [p. 171] Heterodoxos, repase, aunque sea por encima, los índices, vea las graves materias de historia, filosofía y teología que allí se tratan, y díganos si no es todo esto algo absurdo y casi humanamente inexplicable. Laverde, a pesar de su enfermedad, no ha cesado en todo el verano de enviarle datos para los Heterodoxos; bien se puede decir que el bueno de D. Gumersindo no vive más que para su amigo. En carta de 11 de octubre, le habla de la muerte de su padre, que había fallecido en 13 de agosto, y añade: «Mi familia dilató el comunicármelo hasta pocos días ha, temerosa de agravar con tan infausta nueva mi estado valetudinario». Al final de esta misma carta, emocionado por las palabras de consuelo y profunda condolencia que Menéndez Pelayo le había escrito, le dice: «Nos tuteamos muchos amigos entre quienes no median las estrechas, afectuosas y entrañables relaciones que a usted y a mí nos ligan; y ¿hemos de seguir siempre tratándonos de usted? ¿ No será ya llegado el caso de que abandonemos esta palabra y la sustituyamos por la más cordial de tú?» Y D. Gumersindo comienza a tutearle; pero a Menéndez Pelayo le resulta violento y busca el rodeo de hablar en tercera persona, o le da el tuteo en latín: quid tibi videtur; hasta que D. Gumersindo le exige la reciprocidad. Malitia suplet aetati, termina diciéndole; y «aunque soy más viejo, mi malicia es inferior a la tuya. Vaya lo uno por lo otro». Desde entonces comienzan ya con naturalidad a llamarse tú por tú en sus cartas.

Este verano salían en libro aparte, con el título de Horacio en España, todos aquellos artículos que habían ido apareciendo durante su estancia en Italia, en la Revista Europea de Medina. Grandes elogios hicieron de esta obra Amós de Escalante, Miquel y Badía, Valera y el alemán Hübner. El periódico castelarino, El Globo, también echó su cuarto a espadas; pero como todo ello era hablar por hablar, y sin haberse enterado el periodista, metido a crítico, más que del título del libro, decía de él con todo aplomo, que se trataba de una traducción elegante pero fría y llena de pudibundas alteraciones. Se conoce que había oído campanas y no sabía dónde.

Lo cierto es que el éxito de la obra fue grandísimo y que [p. 172] despertó en la conciencia poética española deseos de inspirarse en el vate venusino e imitar su sobriedad. Rubió y Lluch le dice a su amigo Marcelino pocos años después, en 27 de marzo de 1882: «Parece que desde que escribiste tu Horacio se han dado los literatos catalanes a imitar o traducir tu autor predilecto». También en Hispano-América se escucha el aldabonazo del Horacio en España. El gran humanista colombiano Miguel Antonio Caro lamenta «que por falta de datos no extendiese sus noticias a la América Española, cuya historia literaria es parte integrante de la de España». Pero cuando D. Marcelino hace la segunda edición del Horacio, en 1885, son ya muchos los amigos y corresponsales que tiene en las repúblicas hispano-americanas, y puede añadir nuevas y numerosas noticias de poetas horacianos en aquellas tierras, muchos de ellos, y valga por todos el ejemplo de Pombo, que siguiendo los consejos del gran crítico español, se habían ejercitado en traducir o imitar a Horacio. Sólo el prestigio de un maestro como Menéndez Pelayo pudo lograr que en medio de la pompa y exuberancia tropicales de la poesía hispano-americana brotasen aquí y allá flores sencillas de la granja del cantor de Ofanto.

Lleva esta obra una dedicatoria: A D. Leopoldo Eguílaz Yanguas, dedicatoria que es una prueba de agradecimiento hacia aquel entrañable y casi paternal amigo. Ya hemos visto cómo se había interesado por él desde que le conoció en la Biblioteca Nacional de Madrid, cuando de estudiante iba allí el chiquillo a tomar sus apuntes bibliográficos; ahora Eguílaz acababa de influir espontáneamente y con todo empeño con el Director general de Instrucción Pública para que se le concediera a Marcelino la pensión que para él solicitaba la Diputación de Santander. (D. 15).

Era ministro de Fomento, cuando se le concedió esta subvención, el Conde de Toreno, y Director General de Instrucción Pública, D. Antonio de Mena y Zorrilla, de quien D. Marcelino escribió en 1892, al contestar a su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas: «Un deber personal de gratitud, que desde hace bastantes años me liga con el Sr. Mena y Zorrilla, me impedía declinar en otro señor académico la [p. 173] honra de llevar la voz de la Corporación en el día de su entrada en este recinto. Apenas salido yo de las aulas, enteramente oscuro y desconocido, debí al Sr. Mena y Zorrilla, Director entonces de Instrucción Pública, la protección oficial y los medios indispensables para ampliar mis estudios y continuar mi educación literaria en las universidades y bibliotecas extranjeras... La exquisita modestia del Sr. Mena y Zorrilla no ha de impedir que yo reconozca y proclame aquí lo mucho que le debo, ya que él mismo parece haberse olvidado del beneficio».

Las siete mil quinientas pesetas que ahora le concedía el Ministerio de Instrucción Pública para continuar sus viajes eruditos por el extranjero, le animaban a proseguir sus estudios. Volvería a hacer nuevas exploraciones en las bibliotecas de París, en Bélgica, Países Bajos y en Alemania; luego, en varias de las principales bibliotecas españolas y, por fin, en Inglaterra.

La única contrariedad que en aquel verano tuvo era que el buen D. Leopoldo Augusto de Cueto no acababa de hacerle el prólogo para su primer libro de versos, a pesar de tantas promesas como le tenía dadas. Bien es verdad que el mismo Marcelino, metido en tanta tarea de erudición, se había olvidado un poco de que era poeta. Solamente aquel soneto A Roma y los primeros actos de su iniciado drama Séneca, eran las composiciones poéticas que había hecho durante el año 1877. Ni un solo verso amoroso. A esta pausa en su fecunda producción poética alude Luanco en carta de 17 de agosto de 1877, que comienza así: «Poeta jubilado».

Antes de terminar septiembre, se puso ya en camino; pero esta vez no marchó directamente a Francia por la costa cantábrica, sino por Madrid y Barcelona. En Madrid tenía que ver a algunos editores y literatos y coger varios apuntes en las bibliotecas. Ni Varela, ni Valmar, a quienes más le interesaba visitar, habían regresado del veraneo, así que paró aquí pocos días, y con su amigo y tutor Luanco, con quien venía haciendo viaje desde Palencia, según habían convenido para encontrarse, marchó a Barcelona, donde llegaron el día 28 de septiembre. Ya no vivía la patrona de Luanco en la calle de la Fuente de [p. 174] San Miguel, sino en la calle de Mendizábal [55] , donde pasaron quince días felices tutor y pupilo en compañía de D.ª Francisqueta y su sobrina Adela y hasta de la misma fámula de antes, Antoñeta. ¡Qué a su gusto vivía Marcelino en este hogar recordando aquellos sus primeros años de carrera en Barcelona! Saludó a sus profesores, a sus compañeros de aulas y a los amigos y literatos barceloneses. Todos le aplaudían y felicitaban por sus triunfos, por sus Polémicas y su Horacio. Con todos ellos hablaba y se informaba de los progresos de las letras catalanas en los últimos años. Tuvo una visita especial, que se la cuenta gozoso a Laverde: «Verdaguer estuvo a verme y me regaló su Atlántida. Piensa hacer una segunda edición aumentada con dos cantos». Subrayo esta última frase de D. Marcelino por lo siguiente: Menéndez Pelayo conocía hacía tiempo a Verdaguer; dos primos de éste, Magín y Narciso Verdaguer Callés, habían sido amigos suyos y uno de ellos compañero en la Universidad de Barcelona. A Mosén Cinto le había visto en 1873 en casa de D. Joaquín Rubió y Ors, el consejero entonces de los noveles poetas catalanes, y después, en otra ocasión, en el verano de 1874, cuando viajaba como capellán en los barcos de la Trasatlántica, que hacían escala en Santander. Precisamente por estas fechas es cuando Verdaguer está trabajando con más ahínco en su poema, y parece ser que ya entonces debió de consultar sobre este asunto con D. Marcelino; pero en este viaje suyo de paso por Barcelona, y leer al La Atlántida, que acaba de ser premiada en los últimos Juegos Florales, es cuando aconseja a su autor que aumente esos dos cantos en una nueva edición. Esto es lo que, siempre pródigo y humilde, no cuenta a Laverde; pero no cabe duda de que fue Menéndez Pelayo el inspirador de esas adiciones en La Atlántida de Verdaguer, porque el mismo poeta lo reconoce» [56] .

[p. 175] Cuando va éste a ofrecer su poema a Menéndez Pelayo, ya lo había él leído y hasta debía saber gran parte de memoria, a juzgar por lo que Rubió y Lluch nos cuenta: «Recuerdo que leyó entonces La Atlántida, de Verdaguer, que había sido premiada en los Juegos Florales de aquel año. Al día siguiente de haberle prestado mi ejemplar me recitó de memoria su introducción, paseando por la Rambla de las Flores» [57] .

En el Archivo de la Corona de Aragón, que gobernaban entonces sus amigos los Bofarull, encontró varios curiosos documentos para sus Heterodoxos y entre ellos algunos relativos a Arnaldo de Vilanova, que le sirvieron para dar después en un librito, como anticipo de su historia de los herejes, la de este médico catalán del siglo XIII.

Del 19 de octubre al 13 de noviembre está en París registrando índices en bibliotecas y tomando datos para sus estudios. Con fecha 20 de octubre ascribe a Pereda comunicándole su llegada a París, donde vuelve a hospedarse en el Hotel du Parlament. «Vine a París —le dice— muy bien recomendado por Milá y Bofarull, a los afamados filológos Meyer, Puymaigre, Gaston Paris y algún otro». Con todos ellos, lo mismo que con Pécoul, el Conde de Maslatrie, Antonio Latour, Morel-Fatio y varios otros hispanistas, mantiene ya correspondencia, que durará bastantes años. Estos amigos le dan también cartas para estudiosos belgas y holandeses: Ruellens, bibliotecario de Bruselas, Gachard y otros.

El día 13 de noviembre encabeza aún en París una carta a Laverde, carta que firma ya al siguiente día en Bruselas, [p. 176] donde permanece hasta el 24, que va a Lovaina y luego a Amberes, donde llega el 28. De Amberes fue a La Haya, en la que se encuentra en los primeros días de diciembre, y luego en Amsterdan el 10 de este mes. El 13 emprende el regreso a París y el 20 de diciembre está de vuelta en Santander.

Siguiendo la correspondencia con Laverde se podría reseñar con bastante detalle los estudios que va haciendo en las diferentes bibliotecas de estos países, pero alargaríamos, sin darle un interés especial, esta biografía. Baste decir que, como en su viaje por Italia, volvió a su casa con los cartapacios llenos de curiosas noticias; que se había relacionado con hombres eminentes de todos los países que visitó; y que no viaja —¡cuántos hay que así lo hacen!— como una maleta a la que se le pegan los anuncios de los hoteles por donde pasa, sino enterándose de cuáles eran entonces las ideas dominantes en la Europa culta.

Notas

[p. 152]. [44] . Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Número extraordinario en Homenaje a D. Miguel Artigas, vol. II, págs. 147-188. Santander.

[p. 156]. [45] . Estas Cartas de Italia están coleccionadas, lo mismo que las que escribió desde Portugal con el título de Letras y Literatos portugueses, en la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, volumen V, de Estudios y Discursos de Crítica Histórica y Literaria.

 

[p. 157]. [46] . Lo mismo este soneto que las escenas de la tragedia Séneca, están recogidos en los tomos de Poesías de Menéndez Pelayo publicadas en la Edición Nacional de sus Obras Completas.

 

[p. 162]. [47] . «Pidal me mandó a Venecia el artículo perojesco para que le contestase. Más por darle gusto, que porque mereza contestación aquel tejido de embustes e ignorancias, escribí tres cartas, que a la hora esta deben haber comenzado a salir en La España.» Menéndez Pelayo a Pereda desde París, a 30 de mayo de 1877.

[p. 162]. [48] . «Celebraré que logre descifrar ese garrapateado manuscirto, parte del cual fue trabajado durante el viaje de Venecia a Milán», le escribe a Pereda desde París, en 30 de mayo.

[p. 163]. [49] . El extenso Epistolario entre ambos, que fue premiado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, lo publiqué en el Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, año 1950, y se hizo también una tirada en separata.

[p. 164]. [50] . Un estudio muy completo y documentado sobre las Polémicas de La Ciencia Española, se puede leer en el libro del P. Joaquín Iriarte S. J., titulado: Menéndez Pelayo y la Filosofía Española, vol. II de Estudios sobre la Filosofía Española, Editorial Razón y Fe, S. A. Madrid, 1947.

[p. 165]. [51] . Para comprobar mi aserto puede verse en la revista Menéndez-Peliyismo, número 1, Santander 19 de mayo de 1944, un artículo firmado por Marcial Solana que lleva en cabeza estos títulos: Un nuevo opúsculo de Menéndez Pelayo.—Menéndez y Pelayo, autor del discurso académico sobre Fox Morcillo, presentado por Laverde y leído en la Universidad de Santiago de Compostela en la inauguración del curso de 1884-1885. En lo que se refiere a la redacción del prólogo de La Ciencia Española, he aquí lo que claramente se deduce de las cartas de Laverde a D. Marcelino: En 28 de julio de 1876: «Mándeme V. un boceto, a ver si con su ayuda logro salir del apuro; es decir, un borrador de carta»...; en 6 de agosto: «Muy buenas son las notas que V. me envía para la Carta-Prólogo, luminosas indicaciones contienen, pero veo que si V. no me ayuda en mayor escala, no llegará a salir cosa de provecho. Tan estéril está mi imaginación, tan premiosa mi pluma, tan perdido tengo el arte de escribir. No puede V. figurarse las cuartillas que llevo ya escritas, tachadas y vueltas a escribir para sacar en limpio casi nada. Así, pues, para no calentarme más los cascos, cosa a mi salud harto nociva, determino enviar a V. el plan e ideas capitales de mi epístola y rogarle que se convierta por unas horas en mi secretario particular, olvidándose por completo de sí mismo. Desarrolle V. mis ideas, añada y quite cuanto le parezca oportuno. y dé a todo formas literarias, y creo que saldrá una cosa presentable. Lo copio yo luego, le doy algún toque de mi estilo, lo envío a Medina y pax vobis.», En 10 de septiembre: «Pido a V. encarecidamente que se esmere en el trabajo que le encargo y procure no dejarme nada que hacer en él, pues tengo la cabeza muy débil y para poco. Si ahí no tiene tiempo, acábelo V. en Madrid.» El prólogo de D. Gumersindo está fechado en 30 de septiembre. Quien conozca los estilos tan distintos de Menéndez Pelayo y Laverde, notará en seguida que en uno y otro de los trabajos de D. Gumersindo, que acabamos de mencionar, no hay de su cosecha más que los elogios que tributa a su amigo y poco más que los toques sentimentales del comienzo y fin en el Prólogo de la Ciencia Española.

Al final del artículo, Colaboración de Laverde en «La Ciencia Española» de Menéndez Pelayo, trae su autor, Marcial Solana, un Apéndice que contiene la Primera redacción del prólogo de La Ciencia Española. Compárese este embrión de prólogo de Laverde con el que puso al frente de la primera edición y se verá claramente lo que es suyo y lo que es de D. Marcelino, y la diferencia de estilos entre ambos.

[p. 167]. [52] . Palabras de Menéndez Pelayo en el final de la Advertencia Preliminar de la tercera edición de La Ciencia Española.

 

[p. 168]. [53] . Miguel Artigas. Un episodio desconocido de la juventud de Menéndez Pelayo. Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Octubre-noviembre de 1928, página 289.

[p. 170]. [54] . Lo afirma Gonzalo Cedrún de la Pedraja en el Remitido que envió a El Aviso al terciar en la Polémica con Gavica. Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, año 1928, pág. 323. No puede ser equivocación y que en lugar de tomo quisiera escribir libro, pues dos líneas antes dice que mientras Gavica aventuraba livianos juicios sobre Menéndez Pelayo, éste redactaba el estudio sobre Claudio de Turín, que es precisamente el cap. III del libro II de los Heterodoxos. Quiere esto decir que de nuestra Edición Nacional de Obras Completas de M. Pelayo llevaba ya escrito todo el vol. I, y como una cuarta parte del vol. II

[p. 174]. [55] . Bonilla en su Biografía, en nota de la página 53, dice que vivió en la calle de Sagristans, 7, principal. Me atengo en esto a lo que en la nota 4 del Discurso en elogio del Dr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo afirma Rubió y Lloch, barcelonés y amigo íntimo de Luanco y Menéndez Pelayo.

[p. 174]. [56] . En carta de 25 de enero de 1879, dice Verdaguer a Menéndez Pelayo: «Muchas gracias por los Estudios Poéticos que se ha dignado enviarme por el señorito Rubió (no se había desprendido aún de su timidez y cortedad de payés) y otras tantas por las preciosas noticias que me dio de Calímaco y otros poetas griegos, verdadero puñado de perlas que no sé si habré sabido engastar en mi libro. Me alegré mucho de saber que el nuevo canto Lo chor d' illes había sido del gusto de usted: ¡ojalá el tomito de poesías místicas que voy a dar a luz, tenga esta suerte!» También Rubió y Lluch confirma la colaboración de Menéndez Pelayo en la refundición de la Atlántida, pues en 7 de diciembre del 78 le escribe: «También te encargo que así que puedas, cotejes aquel Coro de la Medea, que metiste dentro de la última edición de la Atlántida, con la traducción castellana de Séneca...».

[p. 175]. [57] . Antonio Rubió y Lluch. Discurso en elogio del Dr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo. Barcelona, 1913; nota 4, pág. 74.