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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO X : «LAS INDECISIONES Y TANTEOS DE LA MOCEDAD»

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Mostrar el juicio antes que el bozo: acreditarse de sabio no habiéndose aún despedido de escolar...

Amós de Escalante en Noticia Bibliográfica sobre el Trueba y Cosío.

NUEVOS MODOS POÉTICOS.—LA OPOSICIÓN AL PREMIO EXTRAORDINARIO DEL DOCTORADO.—INTENTO DE AUDIENCIA REGIA.—UNOS DÍAS EN VALLADOLID CON LAVERDE.—UN DECRETO QUE LE IMPIDE HACER OPOSICIONES.—QUIERE INGRESAR EN EL CUERPO DE BIBLIOTECARIOS.——«REDIMIDO A METÁLICO».— SUBVENCIONES DEL AYUNTAMIENTO Y DIPUTACIÓN DE SANTANDER PARA HACER ESTUDIOS EN EL EXTRANJERO.—EL PRIMER LIBRO DE CRÍTICA LITERARIA DE MENÉNDEZ PELAYO.—LOS PROYECTOS DE LAVERDE.

Menéndez Pelayo había terminado todo el círculo de sus estudios oficiales antes de cumplir los diecinueve años. ¿Qué iba a hacer un doctor en Letras tan joven? Pensar en el deporte que cultivan algunos de estudiar una nueva carrera, no se lo consentían ni su vocación decidida y absorbente por las letras, ni su posición económica.

Por de pronto se iría a Santander a pasar el Verano con sus padres y a prepararse para la oposición al premio del doctorado, que tendría lugar a fines del mes de setiembre de este año 1875. Laverde continúa con su comisión en Nueva tratando inútilmente de recobrar sus perdidas fuerzas, y desde allí [p. 128] sigue la comunicación epistolar con Marcelino. Éste piensa ir a verle de paso para Castropol; así se lo ha prometido, y tiene ya preparado el viaje para fines de julio, pero Jesusina, la niña, cae gravemente enferma y ha de suspender su proyecto. No pueden ya verse entonces; la correspondencia sin embargo lo suple todo. Las cartas de D. Gumersindo, en estos meses, son extensísimas; se olvida de sus penas y la conversación entre ambos recae principalmente sobre poesía y la Biblioteca de Traductores. Es algo muy raro lo que pasa con Marcelino; siempre que pensamos que ha de estar preocupadísimo o metido en una tarea urgente, nos sale con la sorpresa de ponerse a trabajar en bien distinta cosa. Aquel verano, que debiera estar estudiando de firme para la oposición al premio del doctorado, se lo pasa haciendo traducciones de clásicos, ensayándose en nuevas clases de verso; la octava real y aun los mismos sonetos son formas que va dejando atrás; ahora se perfecciona en la composición de sáficos: El Epitalamio de Julia y Manlio, de Catulo, la Oda XII, del libro I de Horacio, el Himno, de Prudencio, a los Mártires de Zaragoza y hasta, por complacer a D. Gumersindo, traduce la Oda V, del libro I de Horacio de sáficos-semilaverdaicos; invención, no muy feliz, de su amigo el profesor vallisoletano, pero que D. Marcelino elogia en largo artículo que lleva por título: Noticias para la historia de nuestra métrica. Sobre una nueva especie de versos castellanos [40] , publicado en la Revista de Europa y que lleva fecha del 2 de agosto de 1875. Se ejercita también en la lira leontina con aquella Paráfrasis de una Oda de Sinesio de Cirene, que tiene estrofas que el mismo Fray Luis no hubiera desdeñado firmarlas:

Huyo de la falacia
De profanos amores,
Por el eterno amor que nunca sacia;
De mundanos loores,
Por el divino aliento de la Gracia.
[p. 129] Es comparable el oro,
O la beldad terrena,
O de los reyes el tesoro,
O la amorosa pena,
Al pensamiento del Señor que adoro?

Escribe otros versos en estrofas con rima, para la que muestra gran facilidad a pesar de cuanto en contra creyeran algunos de sus contemporáneos y principalmente aquel franco-tirador literario de Valbuena, y empieza ya a ensayar el verso libre (Fragmento de Petronio, Los sepulcros de Hugo Fóscolo), forma en la que poco después ha de volcar lo mejor de su inspiración poética.

Fue probablemente en este verano cuando, revolviendo libros de sus ya bien nutridas estanterías, debió tropezar con el instrumento, aquel rollo famoso del que tanta rechifla hacía Luanco cuando Marcelino fue a estudiar a Barcelona. Allí estaba su Don Alonso, el héroe de Sierra Bermeja, cubierto, no del polvo de las batallas, sino del de los anaqueles. Don Marcelino pasaría una mirada comprensiva sobre el poema, se sonreiría inteligentemente y, sin pizca ya de amargura puso sobre la primera página de una de las copias hecha por su padre estas líneas: «Prohíbo que se publique ni dé a conocer nada de este poema más que su título». Aquello le parecía demasiado infantil, poesía de imitación; su modo actual era ya muy otro. Pero aquel Juanito , su tío, y aun su mismo padre, continuaban tan entusiasmados con las sonoras octavas del poema que eran capaces de darlo a la imprenta durante su ausencia. Por eso fue sin duda aquella terminante prohibición, que todos han respetado hasta que el poema cayó en mis manos pecadoras y lo di sin escrúpulos a la imprenta. Cualquiera que lea la Advertencia que se antepone, creo que me absolverá fácilmente [41] .

La actividad incomprensible de aquel mozo desborda todo cauce poético e invade plenamente el de la erudición; en este [p. 130] verano de 1875 redacta, en forma definitiva, muchas de sus biografías para la Biblioteca de Traductores y artículos para La España Católica. Su amigo Laverde, en larga y frecuente correspondencia, no deja de proporcionarle constantemente datos, que conserva en su feliz memoria y entre sus ya medio arrinconados papeles, y multitud de revistas que durante su vida fue coleccionando. Era Laverde, ya lo hemos dicho, un archivo viviente que estaba a disposición de Menéndez Pelayo y que a veces le ahorró mucho tiempo y estudio.

Todos estos trabajos y el de imprimir su tesis del doctorado y revisar a fondo la Biblioteca de Pedraja y la de Máximo Fuertes, el autor de la Bibliografía de escritores asturianos, que estaba de catedrático en Santander, el relacionarse con literatos y eruditos que en aquel verano fueron a la capital de la Montaña, y entre éstos D. Fermín Caballero, que ya le había mencionado en su obra sobre Conquenses ilustres, no son impedimento a que se prepare para la oposición al premio del doctorado.

A últimos de setiembre está ya en Madrid y el 29 hace la oposición teniendo por competidor a su condiscípulo Joaquín Costa. Desde muy joven había dado Costa muestras inequívocas de ser un gran talento. Menéndez Pelayo dice de él, en carta a Clarín, que era «uno de los mejores estudiantes que he conocido en mi vida»; además, Costa era muchacho de mucho ingenio, caudaloso y brillante en la exposición; Rubió, que le oyó poco después en unas oposiciones a cátedras de literatura, dice, en carta de abril de 1876, a su amigo Marcelino, que es el opositor «que más le ha maravillado por su erudición» y que parecía que «las palabras no las pronunciaba, sino que las vomitaba».

Afortunadamente el ejercicio fue escrito, como suele ser siempre en estos casos, y aunque Costa tuviese la pluma tan expedita como su lengua, no podía competir en este terreno con Menéndez Pelayo. Bonilla y San Martín trató ya en vano de encontrar estos ejercicios de D. Marcelino en los Archivos de la Universidad y del Ministerio de Instrucción Pública; yo he renovado el mismo propósito y con igual resultado negativo. [p. 131] El tema que salió en suerte fue muy grato para Marcelino, según consta por carta del padre, que le dice: «Querido Marcelino: (ya deja de ser Marcelinito hasta para sus papás). La providencia te ha favorecido para vencer a un sectario de la odiada escuela de Kraus (sic), pues el tema no ha podido ser más a propósito. ¡Bien, muy bien por ti!»

Y, efectivamente, en aquel duelo entre estos dos muchachos talentudos, que después fueron buenos amigos, la victoria estuvo con Menéndez Pelayo, que ganó el premio extraordinario del doctorado como remate de una carrera toda llena de triunfos brillantísimos.

El tema que les tocó desarrollar llevaba por título: «La Doctrina Aristotélica en la Antigüedad, en la Edad Media y en los tiempos modernos». El tribunal estaba compuesto por Fernández y González, el arabista Francisco Codera y Valle y Cárdenas.

Costa protestó insistentemente de lo que juzgaba una injusticia. Se quejó primero al Rector, que se declaró incompetente, pero ordenó al tribunal que examinara de nuevo los escritos. Lo hizo y confirmó su fallo a favor de Menéndez Pelayo. La protesta la elevó entonces Costa al mismo ministro de Fomento, pidiendo se constituyera nuevo tribunal.

«Se me contestó verbalmente al cabo de unos meses, dice Joaquín Costa. ¡Que no había precedente! Así ha quedado la cuestión... Parece han hecho gala de atropellarme los catedráticos de la Facultad de Filosofía y Letras».

Costa, no acostumbrado a estos fracasos, pues poco antes había obtenido los premios extraordinarios de la Licenciatura y doctorado en derecho, se duele y se apasiona al verse derrotado por un chico diez años más joven que él. Los tres jueces que formaron el tribunal eran catedráticos independientes, rectos y competentes, Fernández y González y Valle y Cárdenas eran liberales, y si la influencia política hubiera podido hacer mella en ellos, habría sido no a favor del neo Menéndez Pelayo, sino del ya entonces liberal Joaquín Costa. Creo que la razón que en su defensa aduce Costa, refiriéndose a los ejercicios de [p. 132] ambos opositores, aun sin conocer estos escritos nos lo puede explicar todo. «Yo, dice Costa, lo hice de Doctrina aristotélica, Menéndez de Bibliografía aristotélica». Es decir, que Costa filosofó o divagó tal vez sobre lo que es y representa la Doctrina aristotélica, mientras que Menéndez Pelayo abrumando con citas de libros y opiniones de sus autores en la edad antigua, media y moderna supo exponer la influencia de Aristóteles en el pensamiento de todos los escritores posteriores a él que era lo que concretamente pedía el tema propuesto. [42]

Costa era lo que hay podíamos llamar un contestatario, un inconformista, y peleador por naturaleza. Protesta ahora de que no le den el premio extraordinario en el doctorado en Filosofía y Letras, protestó después cuando no le dieron la cátedra de Derecho Político en la Universidad de Valencia y protesta cuando, terminadas unas oposiciones a cátedras de Historia el tribunal le coloca en el último puesto de la terna. Se estaba formando el eterno rebelde y descontentadizo, hombre de gran talento pero a quien cegaba la pasión.

Pocos días después tenía lugar la apertura del nuevo curso en la Universidad y el reparto de premios, actos presididos por el joven Rey. Aquel novel doctor con tantos premios extraordinarios, llamaba la atención de todo el público y Don Alfonso mostró deseos de conocerle. Esto lo debía contar Marcelino a sus padres —la carta se ha extraviado—, a juzgar por lo que ellos le contestan en una de 9 de octubre de 1875: «Querido Marcelino: Tu carta nos ha causado un gran júbilo, pues creemos que tu presentación al Rey podrá servirte de mucho para el porvenir; no dejes de escribirnos en cuanto la entrevista se verifique». Si esta entrevista tuvo lugar, no lo sé; pero el intento por lo menos lo hubo en serio, y en la misma carta añade el padre: «Tu madre me encarga que te compres una corbata y todo lo que necesites para presentarte en la visita que tienes que hacer». En la moción que el Sr. [p. 133] López-Dóriga presenta al Ayuntamiento pidiendo que se subvencione a Menéndez Pelayo, se hace constar también que el Rey había mostrado deseos de tener con él una entrevista. El escrito del Sr. López-Dóriga es de 17 de enero de 1876, y allí no se dice que la audiencia hubiese tenido lugar, lo cual hace pensar que no se celebró.

Hasta mediados de octubre continúa en Madrid visitando a literatos amigos y a editores y tratando de orientar su vida en los años que aún le faltan para estar en condiciones legales de hacer oposiciones.

Laverde había regresado de Nueva (Asturias) a fines de setiembre, si no mejorado, algo esperanzado al menos. ¡Si Valmar le ayudara y pudiera ir a la embajada de Lisboa donde los inviernos son suaves, sin las terribles heladas y fríos de Valladolid que le destrozan los nervios! ¡Si fuera rico y pudiera salir al extranjero una temporada de reposo y hacer una cura de aguas sedantes! También tiene mucha fe en la homeopatía y a Marcelino le encarga que le traiga varias drogas de la farmacia de Somolinos, en la calle de las Infantas, cuando al regresar a su tierra pase y se detenga, como piensa, en Valladolid. «Venga usted en derechura a hospedarse en esta casa —le dice en 1 de octubre—, donde no hallará comodidades, pero tendremos la ventaja de poder hablar a todas horas de nuestros temas favoritos. No admito réplica».

Y como a Menéndez Pelayo y a su padre les parecía un desaire y que había de tomar a mal D. Gumersindo no aceptar su ofrecimiento, allá fue a parar Marcelino a su paso por Valladolid. Entre los muchos proyectos que entonces debieron trazar ambos, uno lo comenzaron inmediatamente: el de un tratado escolar de Retórica y Poética con unas lecciones preliminares de Estética, parte ésta de la que se encargó D. Marcelino, dejando la otra para D. Gumersindo. Yo creo que todo ello no fue más que una invención caritativa de Menéndez Pelayo, que pretendía ayudar económicamente a su amigo por este medio. El caso es que el tal libro se quedó en los comienzos, y sólo existen los primeros capítulos de ambos colaboradores en originales autógrafos que se conservan en la Biblioteca de [p. 134] Santander. Acababan como quien dice de conocerse y ésta será la última vez que se vean en la vida.

Menéndez Pelayo pasó tres o cuatro días en casa de Laverde, matriculó a su hermano Enrique como libre en el primer año de la Facultad de Medicina, pues su padre ya le fiaba hasta estos graves negocios; vio muchos libros antiguos en la Biblioteca de Santa Cruz, hizo amistad con el bibliotecario D. Venancio María Fernández de Castro y Quijano, competente bibliófilo, vecino y muy amigo de Laverde, en cuya correspondencia con Menéndez Pelayo se le cita varias veces.

Con fecha de 16 de octubre, pocos días antes de su regreso, había firmado una solicitud reclamando contra el Decreto de 2 de abril de este año de 1875, en el que se fijaban las edades de veintitrés y veinticinco años para opositar, respectivamente, a cátedras de Instituto y de Universidad. Como él era ya licenciado en Letras cuando se publicó el mencionado Decreto y le faltaba sólo un mes para hacerse doctor, se cree perjudicado en su derecho adquirido y pide se le dispense de la edad reglamentaria. (D. 8). Esta solicitud queda en manos de D. Magín Bonet, aquel catedrático medio tutor suyo cuando Luanco faltó de Madrid en el curso del doctorado. Don Magín fue activo pero nada consiguió, según dice «a su amiguito» en carta de 13 de noviembre. El mismo Director General de Instrucción Pública le había dicho que era imposible estando el Decreto tan reciente y terminante. Pero a Marcelino le urgía una colocación rápida para poder continuar trabajando en Madrid y por eso quería solicitar alguna plaza de gracia o de interinidad en el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios.

Antes de salir de Santander, en 24 de setiembre de 1875, había escrito a su amigo Rubió: «Algo de esto (sus estudios sobre escritores montañeses, que enumera en esta carta) haré en Santander, donde pienso quedarme, hasta que pueda hacer oposiciones a cátedras, cosa que, según el nuevo reglamento, veo harto lejana; o bien entrar en el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, para lo cual pondré los medios. Con este fin salgo pasado mañana para Madrid, donde estaré unos diez o [p. 135] doce días para gestionar (como bárbaramente se dice) este negocio».

El Sr. Bonet se informa sobre este punto, de D. Cayetano Rosell, que le da la siguiente contestación: «No sólo necesita el Sr. Menéndez Pelayo solicitar por escrito su entrada en el Cuerpo de Archiveros-Bibliotecarios, sino hacer mención de sus estudios, títulos y méritos literarios. Y como al buen pagador no le duelen prendas, poco debe importarle esta formalidad. Pero si hay persona de tanto empuje que le saque a tenazón una plaza de gracia, de más están todas las solicitudes».

El 30 de noviembre tiene ya D. Magín en su poder la instancia de Marcelino pidiendo el ingreso en el Cuerpo de Archiveros-Bibliotecarios, y la presenta en el Ministerio acompañada de la hoja de sus «Estudios, títulos y méritos literarios», precioso documento, en el que constan todos sus triunfos académicos y las publicaciones que hasta la fecha llevaba hechas. (D. 9).

El ingreso en el Cuerpo de Archiveros-Bibliotecarios parecía que iba a tener mejor éxito que lo de la dispensa de edad para hacer oposiciones a cátedras. «Lea La Gaceta todos los días —le dice, en 4 de diciembre, D. Magín—, en la seguridad de que no transcurrirá un mes sin que en ella se anuncien vacantes de la clase inferior de Archiveros y Bibliotecarios, que es la que sirve para ingresar en el Cuerpo». Con el apoyo de D. Alejandro Pidal, de D. Fermín Caballero, de D. Leopoldo Eguílaz y otros amigos, muchos de ellos personajes influyentes en la situación política, hubiera sin duda logrado en esta ocasión ingresar en el Cuerpo de Bibliotecarios, que realmente era su vocación decidida, como él mismo ha de confesar más adelante; pero Dios tenía dispuestos otros caminos, que pronto veremos. Gozaba entonces el Cuerpo de Bibliotecarios de un gran prestigio como agrupación de hombres estudiosos entregados exclusivamente a la investigación, y si en él hubiera entrado D. Marcelino, ahí se hubiera probablemente quedado toda la vida, gozando de más libertad y tiempo para dedicarse a sus estudios, sin estar agobiado por las enojosas tareas de exámenes, tribunales de oposición, hasta de las mismas [p. 136] explicaciones un poco mecánicas de la clase diaria y otros mil compromisos de que estuvo lamentándose siempre.

Luanco, que le conocía bien, le escribe en 2 de enero de 1876, creyendo que está ya a punto de ser nombrado empleado en la Biblioteca Nacional: «Grande será mi contento si logras entrar en la Biblioteca Nacional y Dios quiera que así sea. Allí harás mejor carrera que en el profesorado, porque esto no alcanza hoy honra ni provecho».

También D. Fermín Caballero ve que su vocación es de bibliotecario. «Varias veces he hablado de usted —le dice en 5 de enero del 76— con el amigo Bonet y con Rosell, y se está a la mira de la primera ocasión en que pueda ingresar en el Cuerpo de Archiveros-Bibliotecarios, para el que le considero predestinado, con gloria propia y de la Institución».

La ley declaraba mozo a Menéndez Pelayo, que había cumplido diecinueve años y debía por lo tanto ir a servir al rey, como entonces se decía. En el sorteo de quintos de 1875 le tocó el número trescientos cuarenta de la primera serie para el reemplazo de cien mil hombres. El nuevo Rey, a quien se llamó el pacificador, disponíase a terminar la guerra civil española, y para esto y para someter a los insurgentes cubanos, se necesitaban muchos hombres. A pelear contra los mambises de Cuba o contra los carlistas en España hubiera sido destinado el quinto Marcelino Menéndez Pelayo, si su padre no hubiera cubierto su responsabilidad de soldado mediante la redención a metálico, según lo confirma una certificación de la época.

Ni la guerra, ni la cátedra, ni la biblioteca eran su destino por el momento. Había transcurrido ya el año 1875 y Marcelino continuaba mirando atentamente La Gaceta día tras día, como le había recomendado el Sr. Bonet, para ver si venían anunciadas oposiciones al Cuerpo de Bibliotecarios; pero no en el periódico oficial del Gobierno, sino en uno de la localidad, de fecha 19 de enero de 1876, se encontró con una gran noticia que cambiaba por completo sus últimos planes. En la sesión municipal del día anterior D. Ramón López-Dóriga había presentado una moción en la que pedía que se subvencionase «al eminente y erudito joven D. Marcelino Menéndez Pelayo con la cantidad [p. 137] de tres mil pesetas en el caso de que se traslade al extranjero para completar sus estudios». (D. 10). La propuesta fue aprobada por unanimidad de los concejales asistentes, cuyos nombres, para honra de los interesados, y ejemplo de sus sucesores, deben constar en esta página: José Ramón López-Dóriga, Pedro Escalante, Estanislao Abarca, Pablo Larrínaga, Elías Ortiz de la Torre, Alfredo Martínez Infante, Clemente López Dóriga, Sandalio Orbeta, Rafael Botín y Aguirre, Zoilo Quintanilla, José María Aguirre, Salvador Regules, Gerardo Roiz de la Parra, Mario Martínez Peñalver, Pedro Arce, Ramón Fernández, Emeterio Sierra y Nicolás Ezcurra.

En la anterior propuesta del Sr. López-Dóriga se pedía también que el Ayuntamiento comunicara a la Excma. Diputación Provincial el acuerdo, invitándola a que tomase una decisión semejante a la suya. La Excma. Diputación, en 4 de mayo de 1876, a propuesta de su Comisión de Fomento, determina contribuir con la cantidad de cuatro mil pesetas pagaderas en dos anualidades a D. Marcelino Menéndez Pelayo, «que en los albores de la juventud posee ya un caudal de conocimientos difícil de adquirir en una larga vida de aplicación y de estudio, para contribuir a hacer éstos, si es posible, más universales y brillantes. (D. 11).

Los nombres de los diputados que toman este acuerdo constan en el acta que reproducimos en la sección de Documentos de este libro.

A ambas Corporaciones contestó Menéndez Pelayo con sendos oficios mostrando su agradecimiento por el favor recibido. (D. 12 y 13). Es de notar que en el dirigido al Ayuntamiento hay este interesante párrafo: «Comenzada tengo, tiempo ha, una Historia de los Heterodoxos Españoles, obra cuyos materiales existen en gran parte fuera de nuestro país, y que sólo puede llevarse a cumplido y feliz término mediante detenidas pesquisas en los grandes depósitos bibliográficos de Inglaterra, Bélgica y Alemania, donde han ido a reunirse muchas de las obras dadas a luz en aquellas y otras tierras extrañas por fugitivos españoles de los siglos XVI y XVI y aun en el XVIII».

También en el oficio a la Diputación habla de su «comenzada [p. 138] Historia de los Heterodoxos Españoles desde Prisciliano hasta nuestros días» y de la exploración que se propone hacer, tanto para esta Historia como para completar su Bibliografía de Traductores Españoles de Clásicos de la Antigüedad, en ciertas bibliotecas de España, «por mí todavía no exploradas, y, sobre todo, en las más célebres del extranjero. Mucho han de encerrar, aunque tal vez no tanto como pudiera sospecharse, útil para nuestro asunto, los grandes depósitos de impresos y de manuscritos conocidos en París con los nombres de Biblioteca Nacional, del Arsenal, de Santa Genoveva y Mazarina; con el de Ambrosiana, en Milán; de Laurenciana, en Florencia; de San Marcos, en Venecia; de Vaticana, en Roma; de Real, en Nápoles. Y a muchas de ellas exceden en riquezas españolas el Museo Británico de Londres, la Biblioteca del Colegio de la Universidad de Cambridge, algunas de los Países Bajos, muchas de Alemania, las de Munich y Viena sobre todo, sin otras que sería prolijo y no necesario enumerar».

«Porque si es cierto —añade más adelante, refiriéndose a su Historia de los Heterodoxos— que para una parte considerable de ella suministran abundantes noticias los trabajos de M'Crie, Usoz, Wiffen y los recientes e importantísimos del sabio profesor de Strasburgo, doctor Bohemer, cabe añadir a todos ellos muy curiosos datos, y queda, además, casi intacta la porción más extensa de dicha historia.»

Yo no creo que haya lector que atentamente lea estas cosas y no se quede maravillado, medio incrédulo y como si viera visiones. ¿Es posible que un chico que, a los diecinueve años, tiene terminada una brillantísima carrera, que ha escrito más de un centenar de biografías de traductores y un libro de versos y otro de crítica erudita y varios artículos en revistas científicas y literarias, esté además metido en tema tan serio, tema de especialista, para el que se necesitan conocimientos extensos de historia y sus ciencias auxiliares, de idiomas, de filosofía y teología, como es el de escribir la Historia de los Heterodoxos Españoles?

A nadie se le ocurrirá ni a soñar que se eche que el mejor estudiante que se pudiera elegir, educado por maestros [p. 139] escogidos y en clase constante, sea capaz de escribir a los 19 años un libro como los Heterodoxos, aprobado y aplaudido por la Censura eclesiástica. Lo más lógico es pensar que el tal muchacho, por muy listo y aplicado que sea, habrá escrito una sarta de disparates y herejías. No, no hay por qué pensar en el milagro, pero sí en el gran poder que el soplo divino puede infundir sobre el barro humano; hasta dónde puede llegar una criatura hecha a semejanza de Dios, cuando Él quiere mostrar en este alma su grandeza; en lo vivificante y transformador que es aquel lumen vultus tui signatum super nos, Domine.

El reconocimiento oficial por su pueblo del talento y aplicación de Menéndez Pelayo y la ayuda económica para que pudiera ampliar sus estudios en el extranjero, son más de alabar por lo insólito que eran en tal época y porque no obedecen a presión, ni caciquismo, ni compadrazgo de ninguna clase, sino que fueron acuerdos tomados espontáneamente, sin la menor intervención del interesado, que, sorprendido gratamente por la noticia, escribe en 20 de enero, dos días después de haberse votado la primera subvención, a su amigo Laverde: «El Ayuntamiento de esta ciudad, en sesión de anteanoche, a propuesta del Alcalde y sin la menor noticia de mi parte, acordó por unanimidad, concederme una subvención de 12.000 reales para que viaje por el extranjero y estudie las literaturas extrañas en el modo, tiempo y forma que me parezcan convenientes. Al mismo tiempo acordó oficiar a la Diputación Provincial, para que contribuya de igual manera al propio objeto. Según he oído esta tarde, es cosa casi segura que en esta Corporación se tomará igual acuerdo con el mismo unánime consentimiento. Con la asignación, pues, de 24.000 reales, por lo menos, que empezará a figurar en los próximos presupuestos, pienso comenzar en septiembre mis peregrinaciones, dirigiéndome en primer lugar a París y después a Italia, para hacer en años sucesivos viajes a Inglaterra, Alemania, etc., sin olvidar a Portugal y Grecia, si esto durare. Así, Deo volente, pienso pasar los años que me faltan para entrar en oposiciones.»

Habían, pues, cambiado sus planes y aunque se anuncian pronto oposiciones al Cuerpo de Archiveros-Bibliotecarios, [p. 140] prefiere salir a completar su educación fuera de España, a ponerse en contacto con otras culturas, a conocer hombres eminentes de otros países, a escudriñar bibliotecas de otras naciones, en las que habría sin duda fondos españoles preciosos, pues por allí se extendió la influencia de la civilización española en otras centurias, a «educarse en la gimnasia del método histórico crítico» [43] . Pero antes había de terminar algunos trabajos que traía entre manos: la publicación de su libro de versos, que estaba ya en poder de Valmar para que lo prologase, y la del tomo primero de una serie de Estudios críticos sobre Escritores Montañeses.

A fines de febrero de este año sale de la imprenta el volumen primero de estas biografías montañesas, sobre Trueba y Cosío, que está dedicado «Al Excmo. Ayuntamiento de Santander en testimonio de profundo respeto y gratitud eterna». Es la primera ocasión que se le presenta para mostrar su agradecimiento de un modo público a la Corporación y así lo hace en oficio de 5 de marzo de 1876. (D. 14).

Este primer volumen de crítica literaria estudiando al montañés D. Telesforo Trueba y Cosío, despierta gran interés entre maestros, amigos y admiradores. Milá y Fontanals escribe un elogioso artículo en El Polybiblion de París, artículo que es el que hace que los miembros de la Academia Heráldico-Genealógica Italiana de Pisa se fijen en el autor del estudio sobre Trueba y Cosío y le nombren socio de honor. El diploma de este nombramiento está firmado en 8 de octubre de 1876.

Pereda habla también de este libro; y de Amós de Escalante, en su crítica sobre él, son aquellas frases tan conocidas y celebradas: «Mostrar el juicio antes que el bozo; acreditarse de sabio no habiéndose aún despedido de escolar; apurar la erudición sin consumir los años; adelantarse al tiempo sin saltar edades ni abreviar la vida; dar el fruto al par que la flor; hacer [p. 141] hacerse el pensamiento con la seguridad y firmeza y sazón de su virilidad y madurez en medio de las lozanías y color de su primavera; tener de hombre el ánimo y la cordura, los propósitos y el discurso, conservando de niño el corazón y su nobleza y sus ambiciones y abandonos, si no es señaladísimo favor de la Providencia merece tenerse por asombroso esfuerzo y raro testimonio del poder desconocido de la naturaleza.

También Laverde quiere en esta ocasión hacer un esfuerzo para honrar a Menéndez Pelayo y sobreponiéndose a sus nervios destrozados y a las dolencias agudizadas por el crudo invierno que había pasado en Valladolid, escribió un artículo sobre el libro de Marcelino en la Revista de España.

El Trueba y Cosio lo había impreso Menéndez Pelayo exclusivamente a sus expensas y se conserva una lista de personas a quienes envía el libro, deseoso de fama y de darse a conocer, cosa natural y que no se le puede apuntar ni por pecadillo siquiera a un muchacho lleno de triunfos y conocido y admirado ya por muchos literatos y eruditos. En esta lista figura con sus iniciales I. M., su amada Belisa, la hija del impresor de su libro, que pronto iba a ser su vecina, pues el padre de Marcelino construía entonces un chalet propio junto a los talleres tipográficos de D. Telesforo Martínez.

En esta época es cuando el gran proyectista que hay en Laverde —«¡He sido el hombre de más proyectos y de menos obras que se conoce!», escribe a Menéndez Pelayo— no se cansa de trazar planes de trabajo para su joven amigo; proyectos que él tendría delineados y soñados mil veces cuando su salud no se encontraba tan quebrantada, y los conserva en su fiel memoria, tal vez la única de sus potencias que no ha logrado rendir la cruel dolencia que padece.

Ya no se limitan las cartas de D. Gumersindo a enviar datos y más datos para la Biblioteca de Traductores de su amigo y para la de Escritoras españolas; ni a pulir y querer abrillantar sus versos deteniéndose en asonancias, cacofonías, rimas defectuosas y otras menudencias, en busca de la perfección, sino que constantemente le está estimulando para que escriba en las revistas artículos de erudición, para que emprenda [p. 142] tareas que él no ha podido ni podrá llevar ya a la práctica. No tiene más que cuarenta años, pero se ve tan al final de su vida que siente mucha prisa por trasmitir a Marcelino, a quien cree su sucesor y heredero espiritual, todos sus afanes, sus ideas, sus apuntes y notas sobre estudios científicos.

En 24 de abril de este año de 1876, escribe D. Gumersindo a Menéndez Pelayo una carta que parece su testamento: «Le envío asimismo apuntes biográficos míos asaz minuciosos para que entresaque los datos que mejor le cuadren y no tenga que molestarse buscándolos cuando llegue el caso de escribir mi necrología. ¿Tendrá algo de presentimiento esta prisa que ahora me doy a mandárselos?».

El 30 de abril le remite nuevos datos autobiográficos y escribe por contera estos versos:

Como los ríos en veloz corrida
Se llevan a la mar, tal soy llevado
Al último suspiro de mi vida.

Será el último curso que ha de explicar en Valladolid, o, mejor dicho, el último en que figurará como catedrático de Lengua Latina, pues en cuanto a explicar la asignatura pocos días pudieron ser, ya que la mayor parte del año la pasó medio imposibilitado, sin ir a la Universidad. Es tritemente conmovedor el espectáculo de este erudito y benemérito profesor, vendiendo varios de sus preciosos libros y raras revistas, liquidando las pocas cosas con que cuenta ya en su pobreza, para hacer un puñado de pesetas con que costearse el viaje a Otero del Rey, pueblo de su señora, y gestionar ya desde allí su traslado a la Universidad de Santiago, que consiguió por permuta con el catedrático de Literatura Española de aquel Centro.

Es éste el período más interesante de la correspondencia entre Laverde y Menéndez Pelayo. En esas cartas le habla de la creación de la Sociedad de Bibliófilos Cántabros, su gestación, sus socios directivos, los propósitos que abrigan; de la preparación para la imprenta del primer libro de versos de Menéndez, para el que Laverde, por sus achaques, no ha [p. 143] podido escribir un prólogo, y se ha encargado por fin de hacerlo el Marqués de Valmar, que va dando largas al asunto con la desesperación consiguiente de Marcelino; de una Biblioteca de Filósofos Españoles dirigida por éste y que pudieran publicar Medina y Navarro; del artículo sobre Traductores de Horacio, que está a punto de convertirse en libro; del plan de los Heterodoxos y del de las Ideas Estéticas y del desarrollo de la polémica sobre La Ciencia Española, y de otros mil proyectos, que, como brasas entre cenizas, brotan en la mente que se va apagando de D. Gumersindo, pero que prenden en seguida un incendio en su amigo, que muchas veces los trae ya entre manos, o los lleva a la práctica con velocidad y acierto increíbles en un muchacho de tan pocos años.

Al llegar aquí Bonilla en su Biografía de Menéndez Pelayo, se queda pasmado, con justo motivo, y escribe: «Quien diga que esto, mejor que extraordinario es sencillamente maravilloso, no hará sino reconocer lo que salta a la vista. Porque no se trata de deshilvanados catálogos de nombres y títulos, sino de clasificación de doctrinas, cuyo interno enlace se descubre; de juicios sobre escritores, fundados, porque descansan en sólidas y meditadas lecturas de sus libros; de erudición, en suma, honrada y de primera mano, obtenida a costa de una labor paciente y diligentísima, que apenas basta para explicar el portentoso resultado conseguido.»

Cierto es cuanto acabamos de oír al entusiasta discípulo y hasta se podrían aumentar los elogios sobre aquel monstruo de erudición de diecinueve años; pero tengamos en cuenta que, a pesar de todo, no es aún este joven el Menéndez Pelayo que hemos de conocer, ni lo sería aunque hubiera agotado ya todos los conocimientos humanos. Cuando transcurran unos años, no muchos, porque la edad en él apenas cuenta, cuando todos esos conocimientos se vayan sedimentando en el alma, cuando después de los tanteos que ahora hace encuentre definitivamente su camino, podremos ver en él, algo más que el erudito y el científico, conoceremos al artista, al sabio, al último de nuestros grandes humanistas.

Notas

[p. 128]. [40] . Puede leerse en vol. VI, pág. 405, de Estudios y Discursos de Crítica Histórica y Literaria en la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

[p. 129]. [41] . Se publicó el Poema de D. Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, año 1954, núms. 1 y 2, páginas 5 y sig., y en Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.), volumen I de la Serie Poesías, pág. 227.

[p. 132]. [42] . Debo estos últimos datos sobre la materia de la oposición al premio y la protesta de Costa a la amistad de D. Mariano Quintanilla, catedrático de Filosofía. Me complace hacerlo constar, así como mi agradecimiento.

[p. 140]. [43] . Palabras de la contestación al recibir en su biblioteca al alcalde y pueblo de Santander, en diciembre de 1906, cuando le llevaban el Mensaje que se llamó de desagravio, por no haber sido nombrado Director de la Academia Española. Puede verse este breve discurso en tomo I, página 351, de la Serie de Varia de las Obras Completas de Menéndez Pelayo en Edición Nacional.