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Obras completas de Menéndez... > BIBLIOTECA DE TRADUCTORES... > IV : (OLIVER-VIVES) > VIANA, EL PRÍNCIPE DE

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Con dolor traza la pluma el nombre de este malogrado príncipe, insigne por sus talentos y por sus virtudes, «digno de mejor fortuna y de padre más manso». [1] Como traductor de la Ética de Aristóteles, lugar muy distinguido le corresponde en nuestro catálogo. Breves seremos en la narración de sus infortunios, por más [p. 337] que la historia de su dramática y agitada vida poderosamente solicite la atención de nuestros lectores. No atañen directamente a nuestro objeto prolijas disquisiciones biográficas y fuerza es someternos a la brevedad que en este punto nos hemos impuesto. Por otra parte el príncipe de Viana es un personaje tan conocido, tan popular, su nombre está enlazado con hechos tan importantes de nuestra historia; su recuerdo se conserva con tal viveza en pechos españoles y especialmente en el magnánimo pueblo catalán, que por demás sería insistir en la relación de sucesos cien veces repetidos. Por eso nos limitaremos a hacer una breve reseña de su desgraciada vida, para entrar con más holgura en nuestras investigaciones bibliográficas.

D. Carlos, príncipe de Viana, primogénito de los reyes de Navarra, nació en la villa de Peñafiel el 29 de mayo de 1421. Fué hijo de D. Juan, infante de Aragón, hijo segundo de don Fernando el de Antequera, y de D.ª Blanca, reina de Navarra, hija y sucesora del rey Carlos III, apellidado el Noble. Según las capitulaciones matrimoniales, ajustadas entre D.ª Blanca y Don Juan, el infante debía ser educado en Navarra, por lo cual, apenas había cumplido un año, fué llevado a aquel reino por su propia madre y puesto bajo la tutela y educación de su abuelo. Deseoso el anciano rey de asegurarle la sucesión de sus Estados, hizo que en las Cortes de Olite, celebradas en 1422, fuese jurado heredero y sucesor de la corona, para después de los días de su abuelo y de su madre D.ª Blanca. Erigió además el rey Carlos en principado el Estado de Viana, para que fuese desde entonces título y patrimonio de los primogénitos de Navarra. Esmerada educación recibió el joven príncipe bajo la tutela de su abuelo, y muerto éste, bajo la acertada dirección de su madre, que sin contradicción le había sucedido en el reino. [1] Pero en 1442, a la edad de veintiún años, tuvo la desgracia de perderla, comenzando entonces para él una serie de infortunios, que unos a otros se engarzaban, como los eslabones de una cadena. El testamento de D.ª Blanca, otorgado en Pamplona en 1439, le constituía heredero en los Estados de Navarra y de Nemours, según por derecho le pertenecía, pero suplicábale al mismo tiempo que no tomase el título de rey, [p. 338] sin la bendición e benevolencia de su padre. Murió D.ª Blanca en Castilla, donde habitualmente residía su marido, tomando no escasa parte en las discordias civiles de este reino. D. Carlos gobernaba a la sazón el reino de Navarra, en cuyo cargo continuó después de la muerte de su madre, titulándose siempre príncipe de Viana, primogénito y heredero de los reyes de Navarra y lugarteniete de aquel reino, sin tomar nunca el título de rey para cumplir la postrera voluntad de su madre. Movido su padre por consideraciones de muy diverso linaje, no dudó en contraer segundas nupcias con D.ª Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla D. Fadrique, procurándose así el apoyo de aquel poderoso magnate en la lucha que sostenía para derribar de la privanza a don Álvaro de Luna. Pero aprovechóle poco tal diligencia, pues asistido el condestable por la mayor parte de los grandes, deshizo las huestes de los infantes de Aragón en la batalla de Olmedo, quedando herido D. Enrique, y perdiendo de una vez ambos hermanos cuantos Estados poseían en Castilla. En 1451 el rey de Castilla y su hijo D. Enrique entraron en Navarra con poderosa hueste, poniendo sitio a la ciudad de Estella. Hábilmente supo conseguir el príncipe de Viana la retirada de los invasores, sin llegar al trance de las armas. Gran descontento mostraban los navarros al ver a D. Juan consumir las fuerzas y los tesoros del reino en agitar tierras extrañas, dolíanse de que siguiera titulándose rey de Navarra, y no hubiera entregado la autoridad a su hijo, a quien por derecho y edad correspondía, ofendíales más que todo su malhadado casamiento, contraído sin haber dado cuenta de él ni al príncipe de Viana, ni al reino junto en Cortes. La indignación llegó a su colmo cuando D.ª Juana vino a Navarra en calidad de gobernadora del reino. Contribuyó a aumentar el descontento la condición áspera y recia de la hija del almirante, que muy pronto consiguió enajenarse el afecto de los navarros. Entonces levantaron la cabeza las dos parcialidades de beamonteses y agramonteses, hasta entonces contenidas por la prudencia de la reina D.ª Blanca y de su hijo el príncipe de Viana. Acaudillaba la primera D. Juan de Beamonte, gran prior de Navarra, ayo que había sido del príncipe D. Carlos, y hermano de D. Luis de Beamonte, conde de Lerín y condestable, casado con una hija bastarda de Carlos el Noble. Seguían los [p. 339] agromonteses las banderas de D. Pedro de Navarra, señor de Agramont. Declaráronse los primeros en favor del príncipe, y los segundos, sin negar sus derechos, levantaron la voz en defensa de la gobernadora. No tardaron en venir a las manos ambas parcialidades. Cansado el príncipe de gobernar como lugarteniente, pudiendo reinar como soberano, entró en tratos con el rey de Castilla, y ora de propia voluntad, ora arrastrado por sus parciales, lanzóse el primero al combate. Apoyado por gentes castellanas, tornó a Olite, Tafalla, Aybar y Pamplona, pero hubo de detenerse ante los muros de Estella, en cuya ciudad se había encerrado su madrastra. Pesaroso quizá y arrepentido de aquella guerra que directa o indirectamente se dirigía contra su padre, cometió el yerro de licenciar las tropas castellanas, que a ruego suyo levantaron el sitio y se volvieron a Burgos. Con esto dió tiempo a Don Juan para reunir poderosas huestes en Aragón y acudir prestamente a Navarra, poniéndose sobre la fortaleza de Aybar. Corrió el príncipe a socorrer a los cercados y asentó sus reales en frente de los de su padre. Iban a encontrarse ambos ejércitos, cuando se interpusieron varios prelados y religiosos para evitar que se diera el combate. De buena gana dió oído el príncipe D. Carlos a las persuasiones de los mediadores y aceptó gustoso la paz con estas condiciones: «Que su padre perdonase a D. Juan de Beamonte y a todos sus parciales, que a él le restituyese el Principado de Viana con todas sus fortalezas, y a los beamonteses todos los castillos y lugares, que sus contrarios les tenían usurpados, que le dejase la mitad de las rentas reales, para sustentar su vida, y el gobierno del reino en la forma que hasta entonces le había tenido, que confirmase los conciertos hechos con el rey de Castilla y que éste aprobase aquella concordia.» Pasó su padre por algunas condiciones, pero negóse tenazmente a ratificar las otras. Al cabo el príncipe accedió a todo con tal que D. Juan recibiese a él y a los suyos en su gracia. Firmóse la concordia, ratificóse con juramento solemne, y a las pocas horas ambos ejércitos vinieron a las manos. Ignórase la causa de esta mudanza tan repentina y tan extraña; acaso ni el Rey ni el Príncipe pudieron contener el enconado furor de beamonteses y agramonteses. Mostróse al principio favorable la fortuna a las gentes del de Viana, pero rehechos los contrarios cargaron con tal fuerza sobre los de [p. 340] Beamonte, que no tardaron en desbaratarlos, arrancándoles la victoria, que ya juzgaban tener entre las manos. El príncipe mismo, después de combatir valerosamente, hubo de rendirse, entregando la espada y la manopla a su hermano el infante D. Alonso, que la recibió, hincada en tierra la rodilla. Fué esta batalla el 23 de octubre de 1452. «Los principios—escribe el Tito Livio toledano—fueron malos, los medios peores, el remate fué miserable.» El príncipe fué conducido primero a Tafalla y más tarde a Monroy, y por mucho tiempo estuvo luchando con la terrible aprensión de que le daban veneno en los manjares, hasta el punto de no probar bocado alguno, sin que su hermano le hiciese la salva. No desistieron de su empresa los beamonteses, a pesar de la derrota de Aybar, y prestóles poderoso auxilio el príncipe de Asturias D. Enrique, que en odio a su suegro D. Juan, púsose en Navarra al frente de los descontentos. Apoderáronse de algunos lugares y molestaron con repetidas incursiones las fronteras del reino de Aragón, que gobernaba D. Juan en ausencia de su hermano don Alonso, distraído a la sazón en la conquista de Nápoles. Después de la victoria de Aybar habíase encaminado el hijo segundo de D. Fernando el de Antequera a Zaragoza, donde habían de celebrarse Cortes del Reino de Aragón. En ellas se decretó el nombramiento de una Comisión de cuarenta diputados, a cuyo fallo había de someterse la decisión de gravísimos negocios pendientes. Era el de mayor entidad las turbulencias de Navarra y la prisión del príncipe D. Carlos. Reunidos los cuarenta hicieron jurar a las tropas, que a la sazón se juntaban en las fronteras, que no asistirían al rey D. Juan en la guerra contra su hijo, y sabedores de que las fuerzas de Castilla se reunían para entrar en Navarra y favorecer a los beamonteses, ajustaron los capítulos de una corcordia, por la cual el príncipe debía ser puesto en libertad, se le restituiría el Estado de Viana; él, por su parte, entregaría a Don Juan las villas y fortalezas que seguían su partido, las rentas reales se dividirían entre ambos, y la decisión ulterior de sus diferencias quedaría en manos del rey D. Alonso de Aragón. Consintió el príncipe en este arreglo; el rey no accedió sino con algunas limitaciones. Pasóse largo tiempo sin concluir cosa alguna. Por fin cedió D. Juan a las repetidas instancias de navarros y aragoneses, sacó a su hijo de la fortaleza de Monroy y le entregó [p. 341] a los diputados de Aragón el 25 de enero de 1453. Señaláronse treinta días para el arreglo de los capítulos de la concordia, hubo de prorrogarse el plazo, y por fin obtuvo el príncipe su libertad absoluta, dejando en rehenes de lo pactado al condestable de Navarra y otros caudillos del partido beamontés. No cesaron por eso las discordias y los tumultos en Navarra, interrumpidos sólo por algunas treguas, mal guardadas por entrambas parcialidades. En 1456 las hostilidades se renovaron con más furor y encarnizamiento que nunca. El príncipe se negaba a entregar las fortalezas, el rey amenazaba con hacer morir a los rehenes, llegando las cosas hasta el extremo de ajustar un convenio con el conde de Foix, por el cual éste se obligaba a entrar en Navarra con sus gentes y el rey D. Juan a desheredar a sus dos hijos, Carlos y Blanca, sustituyendo en la sucesión de aquel Reino al conde y condesa de Foix. En cumplimiento de este tratado el de Foix pisó el territorio de Navarra, y unido con las huestes del rey D. Juan comenzó con buen éxito la guerra contra el príncipe, poco apercibido para la resistencia. Tomados fueron los castillos del Valtierra, Cadreita y Mélida. Aybar hubo de rendirse a la reina D.ª Juana, que fué en persona a cercarle y combatirle. En tal situación se hallaban las cosas de Navarra, cuando el rey D. Alonso, irritado de tantos escándalos e iniquidades, envió a decir a su hermano que sometiese a su decisión tan prolija querella, pues en otro caso le desposeería del gobierno de Aragón y prestaría todo su apoyo a la causa del príncipe. Temeroso Don Juan de tales amenzas suspendió la guerra por breves momentos. D. Carlos no contemplándose seguro en Navarra, dejó encargado el gobierno a D. Juan de Beamonte, y emprendió por Francia el camino de Italia, para avistarse con su tío, el magnánimo conquistador de Nápoles. Desde Poitiers escribió a D. Alonso, dándole larga cuenta de todo lo acaecido y suplicándole que se apiadase dél y de su pobre reino de Navarra. En París fué recibido y agasajado por el rey Carlos VII, y en todas las ciudades del tránsito recibió muestras de estimación y afecto. Honróle sobremanera en la ciudad eterna Alfonso de Borja, que a la sazón ceñía la tiara con el nombre de Calixto III. Llegó, por fin, a Nápoles, donde su tío le acogió con las mayores demostraciones de honor y de cariño. Confesóle que en las alteraciones de Navarra [p. 342] la razón y la justicia estaban de su parte, contentándose con reprenderle la resistencia contra su padre. Por lo demás, tratóle como a hijo, otorgóle cada día nuevas mercedes y favores, acrecentándose su mutua afición con el cultivo de las letras clásicas, al cual entrambos eran no poco aficionados. Traducía el rey las Epístolas de Séneca, ocupábase el príncipe en la interpretación de la Ética de Aristóteles. En la brillante y fastuosa corte de Nápoles corrieron fugaces los días más felices de la vida del príncipe de Viana. Hasta sus negocios parecían tomar mejor semblante. El rey D. Juan llamábale ya en sus despachos ilustre príncipe, muy caro y muy amado hijo, en vez de apellidarle a secas, como antes, Príncipe D. Carlos. Pero instigado más tarde por los condes de Foix reunió Cortes en Estella, desheredando allí a sus dos hijos D. Carlos y D.ª Blanca y nombrando heredera del Reino a su hija tercera, D.ª Leonor, casada con el de Foix. Irritados con tal iniquidad los parciales del príncipe, reunieron Cortes de su parcialidad en Pamplona, y en ellas aclamaron y juraron rey de Navarra a D. Carlos de Viana, hecho que tuvo lugar el 16 de mayo de 1457. Apresuróse el príncipe a protestar contra aquel acto precipitado e imprudente que por tal manera venía a hacer imposible todo trato de paz y de concordia. En vano Rodrigo Vidal, enviado del rey D. Alonso, apuró todos los medios imaginables para hacer consentir a D. Juan a lo menos en una suspensión de armas. Negóse tenazmente el monarca de Navarra a todo concierto con su hijo, hasta que, por fin, juzgando el de Aragón menoscabada su autoridad en aquel asunto, envió nuevos embajadores a su hermano [1] y éste, mal su grado, hubo de firmar un compromiso, en que ponía todas las diferencias con su hijo en manos del rey D. Alonso. Las esperanzas que este tratado hizo concebir al príncipe de Viana desvaneciéronse muy pronto con la muerte del sabio y magnánimo debelador de la seductora Parténope. En su testamento instituía heredero en los Estados de Aragón y Sicilia a su hermano D. Juan, y dejaba el Reino de Nápoles a su hijo natural D. Fernando. Descontentos con tal disposición los barones napolitanos, formóse un numeroso partido que [p. 343] intentaba elevar al trono al príncipe de Viana, pero fuese que éste no diera oídos a tales tratos, fuese que no quisiera comprometerse en nuevas contiendas, es lo cierto que no tardó en abandonar el Reino de Nápoles, embarcándose para Sicilia. Recibiéronle con entusiasmo los sicilianos, que conservaban grata memoria del gobierno de su madre D.ª Blanca, votaron en Cortes un subsidio para atender a sus necesidades y hasta llegaron a ofrecerle con repetidas instancias la corona de aquella isla. El príncipe, lejos de dar oídos a tales instigaciones, pasaba gran parte de su tiempo en el convento de S. Plácido de Mesina, ocupado en la lectura de las preciosos códices conservados en su biblioteca. Corregía por entonces su traducción de la Ética de Aristóteles, ocupábase en componer trovas lemosinas, y mantenía erudita correspondencia con humanistas y poetas que había conocido en Italia. Receloso D. Juan del electo de los sicilianos, procuró alejar al príncipe de aquella isla, y con mentidas esperanzas de paz y concordia le indujo a volver a España. En 1459 salió de Sicilia, detúvose a su paso en Cerdeña, donde fué recibido con igual entusiasmo, desembarcó en Mallorca y en 26 de enero de 1460 ajustó con su padre un convenio, en el cual se estipulaba que «la parte de Navarra, ocupada todavía por los parciales del príncipe, sería entregada al rey; éste, por su parte, restituía al príncipe las rentas de su Estado de Viana; el Condestable y los demás rehenes serían puestos en libertad; el príncipe residiría en Aragón y no en Nápoles ni en Sicilia, donde su presencia era un continuo temor para su padre». Terminadas las negociaciones el príncipe abandonó la isla, embarcándose para Barcelona. No quiso entrar en la condal ciudad, cuyos moradores le esperaban para recibirle en triunfo. Dirigióse desde luego a Igualada, en donde tuvo una entrevista con su padre y su madrastra, mostrándose el príncipe sumiso y humillado, el rey frío y seco, la reina altiva y recelosa. Juntos entraron en Barcelona, que hizo en esta ocasión las mayores demostraciones de regocijo. Esperaban todos que Don Juan se apresuraría a reconocer a su hijo como heredero y sucesor a la corona, reuniendo las Cortes para que le prestasen el juramento de fidelidad. Negóse tenazmente a las repetidas instancias que sobre el particular le hicieron los diputados de Aragón y Cataluña, reunidos en Praga y en Lérida, y hasta reprendió [p. 344] ásperamente a los catalanes por darle el título y consideración de primogénito. En aquella sazón estaba dominado el rey por la influencia de su mujer que, descaminada por un sentimiento en sí mismo muy laudable, pretendía con ahinco el trono para su hijo D. Fernando (más tarde Fernando el Católico) y no reparaba en los medios que había de emplear para lograrlo. Desesperando el príncipe de conseguir nada de su padre y convencido del odio implacable que le profesaba su madrastra, volvió los ojos a su antiguo aliado Enrique IV de Castilla, que le ofrecía la mano de la infanta D.ª Isabel (después Isabel la Católica), matrimonio, a la verdad, algo desproporcionado, pues el príncipe llevaba treinta años a la princesa. Sabedor D. Juan de tales conciertos enojóse gravemente, puesto que él deseaba la mano de la infanta para su hijo D. Fernando, matrimonio que más tarde llegó a efectuarse. Hallábase en Lérida celebrando Cortes de Cataluña, cuando su suegro el Almirante le dió aviso de los secretos tratos que existían entre D. Carlos y el rey de Castilla. Al punto envió a llamar a su hijo, que no tardó en acudir, aunque recelando ya lo que acontecerle debía. Llegó a Lérida, y un día después de fenecidas las Cortes, el 2 de diciembre de 1460, se presentó a su padre, que después de una corta entrevista mandó reducirle a prisión. Entonces estalló violenta la indignación, hasta entonces comprimida, de los catalanes. Los diputados se presentaron al rey, solicitando la libertad del príncipe y ofreciéndole por tal condescendencia un subsidio de cien mil florines. Los aragoneses, reunidos en Fraga, enviaron a D. Juan una diputación, rogándole que les entregase al príncipe y expresándole el interés que todo el Reino tenía en su libertad y seguridad personal. A todos contestó Don Juan fría y evasivamente, y a duras penas consintió en trasladar a su hijo a Fraga, pero haciéndole renunciar de antemano todos los fueros y privilegios del Reino de Aragón, que le ponían fuera del alcance de la justicia de su padre. Mandó que se instruyese un proceso contra su hijo, acusándole de atentar contra su vida, de acuerdo con el rey de Castilla, y no encontrando prueba alguna de trama tan abominable, hizo encarcelar a D. Juan de Beamonte y otros parciales suyos, que tampoco declararon nada. El príncipe fue tratado con el mayor rigor, y conducido sucesivamente a Zaragoza, a Miravet y a Morella. Los catalanes [p. 345] enviaron al rey una diputación de doce comisarios, presidida por el arzobispo de Tarragona, solicitando clemencia en nombre del Principado. El rey les habló de tratos con el rey de Castilla, de conspiraciones contra su vida y acabó maldiciendo la hora en que había engendrado tal hijo. Al oír tal respuesta, púsose en armas la ciudad de Barcelona y envió al rey otra Comisión de cuarenta y cinco personas, escoltadas por numerosa caballería. El abad de Ager, que iba a su frente, representó a D. Juan que el Principado pedía a voces la libertad de su hijo, que era imposible contener ya los pueblos irritados, que no diese lugar con su tenacidad a los últimos extremos de la indignación catalana, y que no tuviese confianza en el apoyo de los franceses, porque si éstos consiguieron penetrar hasta Gerona en tiempo de Pedro el Grande, fué sólo para volver sin su rey, vencidos, rotos y destrozados a su país. Irritado el monarca con aquella súplica que parecía una amenaza, contestó a los embajadores: «Acordaos que la ira del rey es siempre mensagera de muerte.» Apurados ya todos los medios pacíficos, el Principado apeló a las armas. Tremoláronse a la puerta de la Diputación de Barcelona las banderas de San Jorge y la Real, proclamóse persecución y exterminio contra los malos consejeros del rey, se armaron veinte y cuatro galeras, pusiéronse guardas a las puertas de la ciudad, alistáronse gentes de armas y ballesteros, tocóse a somatén, y los diputados y oidores se encerraron en la casa de la Diputación con propósito de no salir de allí hasta haber dado cima a la grande empresa de la libertad del príncipe. El gobernador, Galcerán de Requesens, fugitivo de Barcelona, fué preso en Molins de Rey, vuelto a la ciudad y encerrado en la Veguería. Numerosas huestes se dirigieron a Lérida, de cuya ciudad salió el rey protegido por la oscuridad de la noche y acompañado sólo por uno o dos de sus servidores, mientras la multitud penetraba en el palacio, atravesando con las picas muebles, tapices y colgaduras. De Lérida se encaminaron a Fraga, de donde el rey huyó a Zaragoza, entregándose la villa y el castillo a los descontentos. Media España estaba levantada en armas en defensa del príncipe de Viana. El rey de Castilla reunía sus fuerzas en la frontera aragonesa, los beamonteses alzaban la cabeza en Navarra, su caudillo el Condestable cercaba a Borja con mil lanzas castellanas, los aragoneses pedían [p. 346] ahincadamente la libertad del primogénito, amenazando seguir el ejemplo de los catalanes, y el fuego de la insurrección amagaba cundir a Valencia, Mallorca, Cerdeña y Sicilia. Cedió, por fin, el rey Don Juan y puso en libertad al prisionero, no sin advertir que lo hacía a ruegos de la reina, su madrastra. El príncipe dió al punto cuenta de su libertad a los diputados del Principado de Cataluña, anunciándoles que muy pronto iría a Barcelona, a darles personalmente las debidas gracias. Partió, en efecto, acompañado de su madrastra, pero antes de llegar a la ciudad se les presentaron embajadores de la Diputación para recibir la persona del príncipe y suplicar a la reina que no entrase en Barcelona, si quería evitar los tumultos y escándalos que había de ocasionar su presencia. La reina, mal su grado, hubo de quedarse en Villafranca del Panadés, y el príncipe prosiguió su camino, entrando en la ciudad de los condes el 12 de marzo de 1460. Barcelona entera salió a recibirle, su entrada fué el triunfo más completo y solemne que cabe imaginarse, una muchedumbre inmensa le saludaba, gritando: «Carlos, primogénito de Aragón y de Sicilia, Dios te guarde.» Los catalanes se entregaron a las mayores demostraciones de júbilo al ver coronados con el triunfo sus esfuerzos. A esta sazón, el rey de Castilla había entrado en Navarra con poderoso ejército, apoderándose de Viana y de Lumbierre. Hallóse D. Juan en situación harto comprometida, amenazado por los catalanes, combatido por los castellanos y mal apoyado por los aragoneses. Fuéle preciso entrar en negociaciones con su hijo, y el príncipe se limitó a pedir que se le declarase heredero y sucesor, otorgándole las prerrogativas de tal, que se pusiese en Navarra otro gobernador en vez de la condesa de Foix, y que las tenencias de los castillos se diesen a naturales del mismo reino, pero siempre en nombre del rey. Moderado anduvo el príncipe en sus pretensiones, pero los diputados que Barcelona envió a la reina D.ª Juana que desde Villafranca proseguía las negociaciones, propusieron tales capítulos que más parecían escarnio que concordia. Propusieron que se declarasen válidos todos los actos verificados por ellos en defensa de sus privilegios, que fuesen declarados inhábiles todos los consejeros que tuvo el rey desde la prisión del príncipe, incapacitándolos para obtener todo empleo, que el príncipe fuese declarado primogénito, sucesor en los reinos de su padre [p. 347] y gobernador de ellos en nombre suyo, que fuese suya irrevocablemente la lugartenencia de los condados de Rosellón y Cerdaña, y del Principado de Cataluña, que el rey jamás pusiese la planta en el territorio catalán, que en caso de morir el príncipe D. Carlos le sucediese en el gobierno el infante D. Fernando con iguales condiciones, que en el consejo del rey y en el del príncipe no interviniesen más que catalanes y que jamás se pudiese proceder contra individuo alguno de la familia real, sin consentimiento de los diputados y consejo de la ciudad de Barcelona. Si el rey accedía a estas condiciones le otorgarían un subsidio de 200.000 libras. Asombróse la reina al oír tales proposiciones, y no atreviéndose a decidir nada, dió la vuelta a Zaragoza para comunicar a su esposo la resolución de los catalanes. Pero al volver a Barcelona con la respuesta, intimósele de nuevo por la Diputación del Principado que desistiese de entrar en la ciudad. Pasó a Tarrasa con intento de detenerse en aquella población, pero apenas supieron que se acercaba, los moradores cerraron las puertas, alborotáronse furiosamente y tocaron a somatén, como si se acercase una cuadrilla de foragidos. Desesperada D.ª Juana pasó a Caldas de Mombuy, desde donde comunicó a los catalanes la respuesta del rey. Firmóse, por último, en Villafranca un convenio, cuyas principales condiciones eran que el príncipe sería perpetuamente gobernador del Principado y que su padre se abstendría de entrar en él. Por lo demás el rey admitía casi todas las propisiciones de los barceloneses. El príncipe juró solemnemente respetar los fueros y libertades de Cataluña y comenzó desde entonces a gobernar como soberano. Los catalanes le prestaron el juramento de fidelidad, como a primogénito, el 30 de julio de 1461. Cuando la fortuna parecía cansada de perseguir al desdichado príncipe de Viana, su salud, muy quebrantada desde que salió del castillo de Morella, fué empeorándose por momentos, hasta que falleció el 23 de setiembre de 1461, a las cuatro de la mañana. Sus exequias fueron celebradas con toda la pompa y majestad de un rey, su cadáver se conservó por mucho tiempo en el presbiterio de la Catedral, y más tarde su padre le hizo trasladar a Poblet; allí descansó en el panteón de los duques de Segorbe, hasta que el viento de las revoluciones aventó sacrílegamente las cenizas conservadas en aquel sagrado recinto. A la [p. 348] muerte del infortunado príncipe esparciéronse sospechas de veneno y atribuyóse, como era de temer, el crimen a su madrastra, acusación horrible, pero no improbable, dada la condición de los tiempos en que príncipes y gobiernos no dudaban emplear este medio para deshacerse de sus adversarios, y sospechas que se acrecentaron más tarde con la triste suerte que cupo a su hermana D.ª Blanca. No atañe directamente a nuestro objeto la narración de los sucesos posteriores a la muerte del príncipe de Viana. Baste decir que los catalanes prestaron por entonces el juramento de fidelidad, como primogénito al infante D. Fernando, pero agitados más tarde, gracias a los rumores de envenenamiento, que en aquella sazón se esparcieron, tornaron a levantarse, negando la obediencia al rey D. Juan y a su hijo D. Fernando, y proclamándolos tiranos y enemigos de la república. Con mal acuerdo había buscado el rey de Aragón el apoyo de los franceses, hecho que llevó a su colmo la indignación de los catalanes. Sucesivamente ofrecieron la soberanía del Condado de Barcelona a Enrique IV que débil, apocado y distraído en contiendas interiores, no pudo desempeñar el papel, que tan bien le hubiera cuadrado, de heredero y vengador del príncipe de Viana, y a don Pedro, condestable de Portugal, que llegó a tomar posesión de la corona, si bien murió al poco tiempo, no sin sospechas de envenenamiento. No encontrando príncipe español que quisiera encargarse de su defensa, acudieron los catalanes a Renato de Anjou, «soberano titular de seis imperios, en ninguno de los cuales llegó a poseer un palmo de tierra». Viejo y achacoso el titulado rey de Nápoles y de Jerusalén confió la empresa de Cataluña a su hijo Juan, duque de Calabria y de Lorena, que no tardó en pasar los Pirineos, seguido por una nube de aventureros. Rápidas fueron sus ventajas en Cataluña; pareció anublarse por algún tiempo la estrella del rey D. Juan, pero sostenido por su intrépida mujer, a quien nunca consiguieron arredrar ni el fragor de las armas ni los tumultos populares, aquel monarca, casi octogenario y medio ciego, pero rudo y vigoroso, como en los días de su mocedad, prosiguió con energía aquella guerra, en la cual su tenacidad parecía superior a la de los catalanes, y la fortuna pareció declararse en favor suyo, después de la muerte del duque de Lorena, acaecida el 16 de diciembre de 1469. Abandonados a sí mismos [p. 349] los barceloneses prolongaron aún por mucho tiempo la resistencia, hasta que estrechados por todas partes y destituídos de todo auxilio humano, hubieron de rendirse al rey D. Juan, después de una heroica defensa y con capitulaciones honrosísimas. El 22 de diciembre de 1472, aquel monarca (que si fué padre cruel en Navarra y prócer desleal y turbulento en Castilla, supo mostrarse buen rey en Aragón e indomable guerrero en Cataluña) hizo su entrada en Barcelona, dirigióse a las casas consistoriales y en ellas juró solemnemente respetar los fueros, privilegios y libertades del Principado catalán. Sólo dos años sobrevivió a la conclusión de aquella lucha. En cuanto a D.ª Blanca, hermana y heredera del príncipe D. Carlos en el Reino de Navarra, sabido es que fué envenenada en el castillo de Ortez, por orden de su hermana la condesa de Foix. [1]

El príncipe de Viana tenía cuarenta años cumplidos cuando murió. Estuvo casado con la princesa Ana de Cleves, que falleció sin sucesión en 1448. Marineo Sículo hace de él el retrato siguiente: «Princeps omnium virtutum splendore praeclarus, moribus integerrimus, quique et justitia, modestia, liberalitate, clementia, humanitate, caeterisque rebus, quae ad optimum perfectumque principem pertinent, omnes principes antecessit.» En la traduccion española del tratado De rebus memorabilibus, impresa en Alcalá por Miguel de Eguía en 1539 hállase este pasaje un tanto modificado en la forma siguiente: «Por cuanto era tal la templanza y mesura de aquel príncipe, tan grande el concierto y su crianza y costumbres, la limpieza de su vida, su liberalidad y munificencia y finalmente su dulce conversación, que ninguna cosa en él faltaba de aquellas que pertenecen al recto vivir, y que arman al verdadero y perfecto príncipe y señor.» Gonzalo García [p. 350] de Santa María, citado por Nicolás Antonio, le describe como «persona de algo más que mediana estatura, de rostro delicado, de modesto y grave continente, y algún tanto inclinado a la melancolía». En otro lugar le llama «magnífico y generoso» y refiere que cuando era niño, su madre D.ª Blanca le entregaba diariamente algunos escudos de oro, para que los repartiese entre los pobres. Deleitábase mucho en la música, era muy inclinado al trato de personas letradas, cultivaba con empeño todo linaje de estudios, en especial la filosofía moral y la teología. Tenía mucha disposición para las bellas artes, particularmente para la pintura.» Su carácter y costumbres claramente se descubren en los sucesos de su oda; inclinado a la soledad y al estudio, poco a propósito para el sangriento teatro en que se vió colocado, su existencia fué una serie de persecuciones y de infortunios, sobrellevados siempre con entereza y magnanimidad. El claro resplandor de sus virtudes, confesadas por sus mismos enemigos, bastó a borrar el primer acto de rebelión contra su padre, al cual se vió arrastrado, más que por voluntad propia, por el justo descontento de sus parciales. Poseía especial atractivo para captarse las voluntades de los pueblos. Arrastrados los catalanes por el amor que en vida le profesaron, se empeñaron, después de muerto, en convertirle en santo y Nicolás Antonio menciona a este propósito una carta de don Fernando de Bolea y Galloz a Enrique IV en la cual se leen estas palabras: «El premio de su loable vida que la divinal esencia le ha de tal manera colocado en la durable felicidad, que todos los dolientes incurables, ribando a donde su cuerpo está, quedan sanos, e tanto número dellos hay, que un millar de santos con sus miraglos justamente podrían ser canonizados.» No es de olvidar en esta breve reseña de la oda del príncipe de Viana, su amistad con el valenciano Ausías March, príncipe de los trovadores de su tiempo. A ejemplo suyo compuso en lengua lemosina algunas poesías, que vagamente vemos citadas en varios escritores, sin que tengamos de su existencia otra noticia.

Dos obras en prosa nos han quedado como testimonio de la constante aplicación del príncipe a la filosofía y a la historia. La primera no atañe directamente a nuestro objeto. Titúlase Crónica de los reyes de Navarra y comprende la historia general de aquel Reino hasta el gobierno de su abuelo Carlos III. Acabóla el [p. 351] príncipe en 1454. Esta obra de sin igual importancia por su asunto y por su autor, hállase mencionada repetidas veces por nuestros historiadores que ampliamente la disfrutaron en sus respectivos trabajos. Consérvanse de ella varios códices en diferentes bibliotecas, y por primera vez fué impresa en 1843. Pamplona, imprenta de Teodoro Ochoa, por el archivero de Navarra, señor Yanguas y Miranda. Puede verse de ella un extenso análisis en la obra del señor Amador de los Ríos.

Pasemos a hablar de la traducción de Aristóteles, obra menos conocida que la anterior.

Traducción

Se guarda en la Biblioteca Nacional un códice marcado con la signatura S-253. En el tejuelo lleva el título siguiente: Aristotelis Ethica Hispanica lingua, interprete Carolo principe Vianensi. En la primera hoja se lee:

«Ethica de Aristótiles, traduzida de latín en romance por don Carlos, príncipe de Viana y primogénito de Navarra, dirigida al rey D. Alonso tercero (quinto) de Aragón.

Prólogo del muy illustre D. Carlos, príncipe de Viana, primogénito de Navarra, duque de Nemos (Nemours) e de Gandía, dreçazado al muy alto e excellente príncipe e muy poderoso Rey el Sennor D. Alfonso tercio, Rey de Aragon e de las dos Secilias et su muy reduptable sennor e thio, de la translación de las Ethicas de Aristótiles de latín en romance fecha.» Traslademos íntegro este prólogo, para dar una muestra, siquiera breve, del estilo del príncipe de Viana, que, como muchos prosistas eruditos contemporáneos suyos, latiniza demasiado escribiendo en castellano:

«Público poder en la tierra e imagen de la divina majestad, yo el príncipe vuestro muy humil sobrino, mas por la debida obediencia que a todos vuestros mandamientos debo movido (que ignorando la flaqueza de mi entendimiento) fuesse de tanta presumpción cegado, deliberé la presente traducción fazer de Latin en nuestro Romance de aquellos libros de la Ethica de Aristótiles, que Leonardo de Arezzo del griego en latín translado, por los aver el fraile que la primera traducción fiziera, mal e [p. 352] perversamente convertido, tomando por ejemplo el ejercicio de vuestra Real Magestad en las Epístolas de Séneca. E yo, Señor muy excellente, estimando pues Ethica en griego se llama la sciencia de virtud e que non la pertenesce saber sino al que ha avido plática daquella, como Aristótiles dize en el capítulo quinto del libro primero, mas que a otro, a vos, Señor se debe enderezar el presente tractado, que ansí concebidas en vuestro muy real e escogido entendimiento quanto por uso continuo e acostumbrado todas las virtudes teneis e discorriendo los nombres daquellas e non olvidando los vuestros gloriosos fechos non vos pueden ser al que dignamente confessados. Ca del esfuerzo de corazón que primero en orden Aristótiles pone, ¿quién más que vos lo ha exprimentado que non en solamente ser de la fortuna combatido, en el comporte loable del usastes? Mas esto non vos bastara para la grandeza de vuestro real ánimo que el acometimiento della con tolerancia sobrando, a las veces con real denuedo acometiéndola, assí la quisisteis sobrando vencer. O de la temperancia quien es que más use que vuestra real señoría que en nuestro vevir el ejemplo puede ser conoscido e verdaderamente mostrado. Dejo la franqueza, porque non basta a los términos e excellencia de vuestra dignidad e costumbres más de la magnificencia, assí vuestras monedas, los donativos e mercedes que fareis cada día, quanto vuestras sumptuosas obras e edificios, los arreos de vuestra real persona e los aliños de vuestra morada e otras sumptuosas despensas manifiestamente declaran. Dejo también las honras comunes que vuestra magnanimidad non consiente, porque todas sus virtudes más divinas que humanas parescen. De la mansedumbre e clemencia vuestros súbditos amigablemente tractados, cuantos otros a quien la justicia e a otros que vuestra caballerosa victoria podieren corregir, las vidas daquellos de continuo predican. De la verdat de vuestra real boca e pesadumbre de vuestro gesto, aquel que contempla en la real persona vuestra, bien conoscerá vuestra señalada costumbre e la cortesía que en vuestros razonamientos reales serváis e el amor con que vuestra señoría ha siempre usado, sus vasallos continuamente tractar. De vuestra justicia ciertamente es clara, porque el reposo entre gentes feroces, la obediencia en tierras apartadas, ser él solo de muchos seguro, el pequeño de los grandes acatado, otra [p. 353] cosa nenguna non lo basta fazer, e esto baste quanto a las virtudes que en la plática e costumbres consisten. E fablando de las intellectuales, que consisten en la razón e las potencias de la ánima, e primeramente de la memoria incomparable, que pocas son las cosas que assí por leer, veer e oír non tenga en su seno concebidas e promptas. E la voluntad assí ordenada que los vizios aborrescidos siempre, la virtud le plaze seguir. Con el entendimiento vuestro claro limitando siempre e ordenándose que de las tres partes ninguna en su tiempo le parescan fallescer. Ca de las passadas recordándose en las presentes con el sesso e a las venideras con maravillosa providencia soléis del todo proveer. En tal manera sennor de vos mismo que nin de passiones turbado nin de vicios vencido, nin de vanagloria cobdicioso, mas entre los extremos moderado e de virtudes tantas ordenado e más de la razón contento, sobre todos los otros reyes vos ha plazido siempre vivir. Assí que, sennor muy virtuoso esta es propia scriptura para vos, non porque de doctrina sirva, salvo de espejo en el qual vuestros actos veréis. Llamaron otrossí algunos philósophos a esta sciencia Despótica que en griego es sciencia de Rey, e vos Rey é virtuoso. Otórgenla pues todos a vos, cuyas famas, dignidat e costumbres por el mundo volando singularmente resplandescen. E dejo vos, oh muy esclarecido príncipe de más alabar, porque mi lengua errar en algo por ventura podría. Por ende passaré a dezir que Leonardo fizo de cada libro un capítulo, pero yo quise cada libro en debidos capítulos partir segunt que la diversidad de la materia subjecta requiere. E aquellos capítulos en tantas e distintas conclusiones, quantas el philósopho determinó sobre las opiniones de los otros philósophos. E porque vuestra señoría mejor pueda notar e fallar la materia que más le pluguiesse e porque todos los morales se estudiaron en aclarescer sus señaladas doctrinas, por el común provecho que dellas se sigue, aquellas palabras que claras son, en otras tantas del nuestro vulgar e propias convertí, mas donde la sentencia vi ser complidera, por cierto, Señor, daquella usé, juxta la verdadera sentencia de Sto. Tomás claro e cathólico doctor e rayo resplandeciente en la iglesia de Dios, esforzándome dar a algunas virtudes e vicios más propios nombres, como por las márgines del libro verá Vuestra Alteza con declaraciones notado. Ca dize St. [p. 354] Gerónimo en la epístola del muy buen estilo de interpretar: e yo por cierto non solamente uso, mas de la libre voz me aprovecho en la interpretación de las griegas (?) e santas scripturas, donde el orden es el misterio de las palabras non solamente la palabra de la palabra, mas del seso la sentencia esprimí. E quasi esto dize Tulio en los translados que fizo del Protágoras de Platón e de la Económica de Jenofonte, e de las dos oraciones de Eschinio (Esquines) y Demóstenes. Item Terencio, Plauto e Cecilio e Horacio en su poesía. A los quales seguiendo quise así mi presente traducción fazer, e como vuestra señoría mejor que yo sabe, el pozo de la moral philosophía el Aristótiles fué, e los que después scribieron pozadores son. E fago fin porque vos, Señor, non enoje tanto ayuntamiento de prólogo e introducciones.»

«La letra de Leonardo al papa Martín V, por la cual le endreçazaba su presente traducción.

La premission de Leonardo de Arezzo a su nueva traducción en los libros de la Ethica. en la qual declara porque razones se movió a la fazer: «Los libros de la Ethica de Aristótiles fazer latinos nuevamente instituí non porque de primero transladados non fuessen, más porque eran transladados de manera que bárbaros más que latinos parezen ser. Consta ciertamente el fazedor de aquella traducción, cualquier finalmente que fuesse, pero haber sido del Orden de los Predicadores manifiesto es, nin las griegas nin latinas letras assaz haber sabido, &. &.» Apunta luego los descuidos que padeció el antiguo traductor latino.

Comienza en seguida la traducción con estas palabras: «En este primer capítulo son contenidas seis conclusiones. La primera determina cuál es el soberano e final bien, assí de las sciencias, cuanto de las cossas humanas. La segunda dize la diferencia de los fines, por donde se declara la memoria del postrimero e más perfecto bien. La tercera dize la subalternación e subservidumbre de los unos fines a los otros. La quarta declara la posibilidad del soberano bien e que cosa sea. La quinta dize cómo se debe enseñar y a cuál de las sciencias pertenesce. La sexta declara la bondat deste bien soberano, por la qual debe ser más amado e deseado que ningún otro bien.» En estos términos continúa la traducción llena de notas marginales y escrita a dos columnas, con los títulos de los capítulos en letra encarnada. Llena 337 folios.

[p. 355] Subscripción final: Deo gratias. Sigue una Lamentación a la muerte de su tío el Rey D. Alonso. No resistimos a la tentación de transcribir este notabilísimo documento, que en ninguna parte recordamos haber visto impreso. [1] Resiéntese a la verdad de estilo un tanto declamatorio y enfático, achaque común a muchos escritos en prosa del siglo XV, el lenguaje adolece de excesivo latinismo, la construcción es a veces enmarañada y oscura por el abuso de las transposiciones, pero aparte de tales defectos, por cierto muy disculpables, la Lamentación está escrita con verdadero sentimiento. Dice así:

«La mucha tristura nos procura turbación, distraído el ánimo de materias plazibles, llena la memoria de casos lamentables, turbado el entendimiento de lóbrega tristeza, la voluntad inclinada a todo dolor, cegados los ojos de fluentes lágrimas, ¿cuál será la mano que a la péndola conduzga poder escribir cosa que delectable nin plazible pueda ser? Pues llorándose con gemegosos suspiros, las palabras enternescidas de tan razonable congoja, deliberamos escrevir non la milésima parte del quebranto que sentimos en el centro de nuestro corazón planniendo la muerte daquel Alfonso, que rey poderoso e diva persona siendo, por sus innumerables virtudes a todos los mortales ciertamente sobrepujaba, que con temor del non vencible ánimo suyo e con amor e careza a los que le eran amigos, a bien lo amar sin dubda atraía. Assí que siendo él de tantos amados daquellos por cierto debe ser extremadamente dolido. Ca aquella cosa non se puede moriendo doler, que viviendo non fué digna de amar. E ¿non te maravillas, oh ciega e desatentada muerte si con el desorden de tus acostumbrados rigores los hombres se quejan de tus perversas sentencias? Ca bien pudieras a este sennor e caro tío nuestro la temporal vida con razonable acatamiento sofrir, fasta el período postrero de su término natural, al cual por virtuosos merezimientos el universal Creador la perpetua e durable le tuvo siempre otorgada. E mira bien e conosce quanto danno es fecho que a los estudiosos el ejemplo e lucero de la vida e a los otros la doctrina e enderezamiento de sus costumbres les has enregado e quitado del todo; por comendación de las virtudes del qual e ensennamiento de todos los [p. 356] otros la presente sciencia moral en su nombre e por mandado suyo deliberamos traduzir. Consintieras que nos el fruto y pro de su vivir y el algún deleite en la aprobación suya pudiéramos poseer e fruyr e que non el gozo pensado e conduzible por el mencionado trabajo e obra nuestros hoviera tornado en lamentable tristeza del ánimo nuestro. E que non assí del real e público regimiento que a la justicia conforme ministraba, e el familiar e doméstico cuanto las morales e intelectuales virtudes suyas le podiéramos referir. Diremos, pues, las razones que nos a planimiento e tristeza conduzen, Ca considerada la esperanza vernos en recelo convertida, el amor en odio, la seguridad en peligro, el deleyte en ansia, la folganza en trabajo, la gala en luto, la paz en guerra, ¿cuál sería el hombre que deste destroque non congojado se sintiesse? Ca tuvimos en él esperanza de ser nuestros fechos reparados, fuimos dél amorosamente tractados, éramos seguros so el infalible amparo suyo, haviendo deleytes sin cuento nin número, galas que cubrían las salas e campos, paz en nuestro juicio, paz en nuestra tierra, nin que a nos el razonable dolor non otorgue e consienta. Por ende, oh cruel muerte quejámonos de ti que adestrada daquella que sin vista a todos suele igualmente tractar, sin consideración e diferencia, un tan aborrescible caso deliberaste fazer e non solamente a nos ofendiendo, mas a todos sus criados damnando nos has dado materia de ti nos quejar e dividiendo los estados de sus afligidos vasallos, a los del Iglesia su amparo, e a los nobles e caballeros a su incomparable cabdillo, a todos los pueblos su justo e humaníssimo rey, tú sin otro acatamiento les quisiste robar. Al cual por non le desconocer del todo su estado, acompannado de su virtuosa mujer e consejera, e acompannamiento de muchos vasallos e criados suyos le determinaste por cierto levar, nin le podieste tanto abajar, que en el su acompanado morir non le otorgases conoscida sennoria, muriendo el qual las materiales cosas que sentimiento non participan, a uno con él quisieron perecer, ansí que si las cosas insensibles este quebranto mostraron, qué deben fazer o qué tristeza deben mostrar aquellos a quien la razón e debdo a doler nos convidan, a los debdosos la sangre moviendo, a los criados el amor e fechura, a los vasallos el pro e justicia, e a los otros vivientes la razón que a los virtuosos plannir les constriñe, debe por todos verdaderamente ser [p. 357] dolido e llorado. Pues es assí que como a la vida la muerte, assí a la muerte de los buenos la vida eterna subsigue. Por ende ponemos fin a la nuestra presente lamentación.»

El códice de la Biblioteca Nacional que principalmente hemos tenido a la vista para estos apuntes no parece anterior a los primeros años del siglo XVI.

Cuarenta y ocho habían pasado desde la muerte del Príncipe cuando vió la pública luz en Zaragoza su traducción de la Ética de Aristóteles. Lleva el título siguiente:

La Philosophía moral del Aristótel: es a saber Ethi- | cas: Políthicas: y Económicas. En romance.

La portada es una lámina grabada en madera, que representa un rey sentado en el solio; debajo dél se lee: «Alexander Magno» y un philósofo que le presenta un libro; en su vestidura se lee: «Aristótiles».

Prólogo.—D. Carlos bienaventurado primogénito de Aragón, por los altos y reales costados del sereníssimo Rey D. Johan su padre, de la triunphante y siempre vencedora sangre del grande Alarigo venía, rey de los Godos, que el primero fué que ganó a Roma, después que Roma ovo el imperio ganado; y por los altos y reales costados de la sereníssima Reyna D.ª Blanca su madre de la sclarescida, real y heroyca sangre del magnánimo D. Héctor descendía, del qual D. Héctor scrive el Homero, según que el philósopho en el capítulo primero del séptimo libro de las Éthicas atestigua; que de tan alta y maravillosa sangre y nobleza fué, que más parescía hijo de Dios que hombre mortal, y assi el excellente primogénito de Aragón en ser a lo menos el más bien quisto príncipe del mundo, mas en ser tan extremadamente por todos amado, que hasta los pastorcillos e que nunca le vieron, hizieron por él votos desacostumbrados; paresció su hecho más divino que humano, que hasta el pujante rey su padre temiendo quizá que por ser tan amado el primogénito, sus reinos se moviessen contra él, ovo, de acuerdo e consejo del sancto D. Phorte, monge cartujo de Scala Dei, que tenía según fama espíritu de prophecía, de le mandar soltar y entregar a los Catalanes, no fué llegado cuasi a Barcelona, que luego con él fueron las solemnes embajadas de los grandes dos reyes de Francia e de Castilla, pidiéndole vistas, que todos le deseaban ver y tratar de boca con [p. 358] él. Fué tan festejado en el camino que antes fizo a Francia, Ithalia, Roma y a Nápoles, que fué cosa de spanto. Maravillóse el rey D. Alonso su tío de su tanta gravedad, sapiencia, y virtud y valer, y festejóle en demasía y esto le movió al excellente primogénito a le presentar en servicio el traslado de las Éthicas que del latín a la lengua castellana passó, y corrigió en ellas al mismo philósopho y a su trasladador Leonardo de Aretino, ca repartió los libros por capítulos y los capítulos por conclusiones, lo que no hizieron ellos, y suplió a más desto los defectos de la griega e latina lengua, que donde carescen ellas de propios vocablos, el bienaventurado primogénito remedió, ca llamó a la virtud de la fortaleza, que de propio vocablo en el griego e latín caresce, no fortaleza, que es equívoca a tres cosas, a fortaleza temporal y espiritual y fortaleza de homenage, mas llamóla esfuerzo que sólo se atribuye a la virtud del corazón fuerte, también llamó a la virtud, que tiene el medio cerca de las comunales honras, que en el griego e latín de nombre caresce, comedimiento, que es el más propio vocablo, que yo nunca leí y otras muchas cosas enmendó.»

El autor de este prólogo es, sin duda, el traductor anónimo de la Política y de la Económica. (Véase su artículo.)

Acabada la versión de la Ética y la Lamentación a la muerte del rey D. Alonso, se lee lo siguiente:

«Acábanse los diez libros de la Éthica de Aristótel, los quales fueron transladados por el muy illustre D. Carlos, príncipe de Viana, primogénito de Navarra, &. &. Y síguense los ocho libros de la Política del mesmo Aristótil, los quales agora nuevamente han sido transladados de latín en romance, de la translación de Leonardo Aretino.» (V. entre los anónimos.)

Este volumen aparece impreso en Zaragoza, a 20 de mayo de 1509, por Jorge Coci, teutónico, maestro de la estampa en dicha ciudad. Es un tomo en folio, letra de Tortis, con 150 hojas. No ha sido reimpreso nunca, por lo cual es libro muy raro y buscado entre los bibliófilos. Sin embargo, hemos tenido ocasión de ver más de un ejemplar. La edición es buena, como todas las que salieron de las prensas de Coci, por más que no iguale a su celebrado Tito Livio.

No parece fuera de propósito advertir que, para instrucción [p. 359] del príncipe de Viana y a ruegos de su ayo el gran prior D. Juan de Beamonte, compuso el Bachiller Alfonso de la Torre la Visión delectable de la filosofía y artes liberales, uno de los mejores libros de filosofía moral, que produjo el siglo décimoquinto.

Adición

El señor D. José Amador de los Ríos en el tomo VII de su excelente Historia de la literatura española da larga noticia de la vida y obras literarias del Príncipe de Viana. Cita asimismo un códice de escritos de Mosén Ruiz de Corella, que perteneció a la biblioteca de Mayáns y hoy se halla en la de los condes de Trigona en Valencia. Allí se leen, con el título de La demanda que el Senyor Príncipe don Carlos demaná, tres epístolas, dos en castellano, del príncipe, y una en catalán, de Corella, sobre aquel asunto tan tratado por los trovadores del siglo XV, que en tiempos posteriores dió a Calderón asunto para su comedia Amante y amado.

Atribúyese al príncipe una traducción del libro de La condición de la nobleza, de Angelo de Milán, existente en la Biblioteca Colombina.

No satisfecho con la versión de la Éthica de Aristóteles concibió el pensamiento de un tratado de moral cristiana, y a este propósito se conserva, y fué publicada por Yanguas en el Diccionario de Antiguedades de Navarra una «Epístola del Sereníssimo e virtuoso príncipe don Karlos, primogénito d'Aragón, de inmortal memoria, endreçada a todos los valientes letrados de la Spanya, exhortando e requiriéndoles a que den obra e fin a lo que por ella podrán ser informados.» Allí expone el plan del libro que deseaba se escribiese sobre el particular.

Floranes, Garibay y Latassa mencionan un libro de los Miraglos de S. Miguel de Excelsis, debido al Príncipe de Viana. Hoy es desconocido.

Notas

[p. 336]. [1] . Palabras de Mariana.

[p. 337]. [1] . Fué jurado heredero Don Carlos en 1428.

[p. 342]. [1] . Fuéronlo el Maestre de Montesa, Luis Despuig y D. Juan Fernández de Híjar, llamado el Orador.

 

[p. 349]. [1] . Fuentes para esta narración: Aleson, Anales del reino de Navarra, continuación de los de Moret (Pamplona, 1766), tomo IV, pp. 398, 354, 365, 366 y passim. Zurita, Anales de Aragón (Zaragoza, 1582), tomos III y IV, passim. Lucio Marineo Sículo, De rebus Hispaniae memorabilibus (en la Hispania Illustrata de Andrés Scoto). Abarca, Reyes de Aragón en anales históricos (Madrid, 1682), tomo II. Diego Henríquez del Castillo, Crónica de Enrique IV (Madrid, 1789). Mariana, libro 23. Nicolás Antonio, Quintana, Vidas de españoles célebres, Yanguas, Noticias bibliográficas, etc. Véanse además todos los historiadores generales y los particulares de Cataluña.

[p. 355]. [1] . Cita de él algunos pasajes el señor Amador de los Ríos.