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Obras completas de Menéndez... > BIBLIOTECA DE TRADUCTORES... > I : (ABENATAR–CORTÉS) > CASTILLO Y AYENSA, JOSÉ DE

Datos del fragmento

Texto

[p. 328]

El elogio de este distinguido helenista fué encomendado por la Academia Española al malogrado literato y hebraizante don Severo Catalina. A su trabajo nos remitimos, pues, por lo que toca a noticias biográficas, contentándonos con advertir que Castillo y Ayensa, natural de Lebrija, fué yerno de D. Antonio Ranz Romanillos, traductor de Isócrates, de Plutarco, de Platón y de Xenofonte, e íntimo amigo de Hermosilla, traductor de Homero, con lo cual su filiación helénica queda manifiestamente determinada. No llevó, sin embargo, nuestro Castillo la tranquila vida del erudito de profesión, sino la ruidosa y agitada del político y diplomático. Parece que con su versión de Anacreonte, Safo y Tirteo, dada a la estampa en 1832, se despidió de las tranquilas tareas literarias, pues, años después, le hallamos empeñado en asuntos muy de otro linaje. En 1845 hallábase ya de representante en Roma, y desde allí comunicaba la noticia del reconocimiento [p. 329] por S. S. de la Reina Isabel II y el de la venta de los bienes del clero. En 27 de abril del mismo año suscribió, en calidad de ministro plenipotenciario, el convenio sobre los negocios pendientes con la Santa Sede, arreglo que el Gobierno español se negó a sancionar, desaprobando la conducta de su embajador, aunque absteniéndose por entonces de separarle de Roma. Para explicar su proceder en aquellas circunstancias, escribió la Historia de las negociaciones con Roma desde la muerte de Fernando VII, obra publicada en 1859.

Fué Castillo y Ayensa individuo de la Real Academia Española, en la cual entró como honorario en 16 de septiembre de 1830 como supernumerario en 24 de mayo del 31 y en calidad de académico de número en 4 de noviembre de 1833, sucediendo a su padre político Ranz Romanillos.

Murió Castillo y Ayensa en Madrid el 4 de junio de 1869. Sucedióle en la silla académica el señor Campoamor.

La obra que a Castillo y Ayensa da lugar preferente en nuestra Biblioteca es la siguiente:

Anacreonte, | Safo y Tirteo, | traducidos del Griego en prosa y verso | por | Don José del Castillo y Ayensa, | de la Real Academia Española. | Madrid | en la Imprenta Real. | 1832. 8.º, 2 h. sin foliar, XXXVIII de advertencias y 264 de texto. Lleva, además, cuatro odas de Anacreonte puestas en música, una de ellas por Mr. Mehul y las demás por el profesor D. Ramón Carnicer. Son la 16.ª SÛ m¡n legei$ tª Q¿be$ , la 18.ª ῾η γῆ μελαινα π&ΧιρΧ;νει , la 26.ª M¿ me fÝgV$ Órñsa y la 30.ª ᾿ʹΕρος ποτ᾿ &17;ν ρόδοισι.

El libro está dedicado a la Reina Doña María Cristina.

El discurso preliminar contiene noticias de Anacreonte, de Safo y de Tirteo, y breves, pero discretas, observaciones sobre su mérito poético. Respecto a las elegías de Tirteo advierte que aun deben considerarse como canciones de batalla, sino como alocuciones populares, compuestas para recitarse en el foro: son proclamas acomodadas a aquella época, escritas poéticamente, porque entonces aún no se conocían los escritos en prosa». En Safo desecha la calificación de sublime dada por Longino a la segunda oda, aunque, en mi juicio, Longino, ni en este ni en ningún otro pasaje de su tratado, entendió hablar de lo sublime, sino de lo grande, de lo elevado ( περ&λσαθυο; ὐΨεως ), en cuyo sentido es [p. 330] exacta su apreciación de la oda sáfica. En cuanto a la defensa moral de Anacreonte creo que se molestó en hacerla Castillo y Ayensa, pues ni las odas del viejo de Teos y de sus imitadores pasan de alegres y festivas, sin tendencia inmoral ni perniciosa, ni nadie ha de buscar un curso de ética, aunque sea epicúrea, como quiere Castillo y Ayensa, en poesías tan ligeras y sin trascendencia filosófica. ¡Pluguiera a Dios que todos los imitadores cristianos de Anacreonte hubieran sido tan inocentes en el pensamiento y tan comedidos y delicados en la expresión como el anciano de Jonia! En pos de estas advertencias viene el juicio de las traducciones de Anacreonte, anteriores a la de Castillo y Ayensa, muéstrase este grande admirador de Villegas, y anuncia su propósito de imitar en lo posible el tono y sabor de sus cantilenas.

Este volumen (que está lindamente impreso), lleva en una página el texto griego, acompañado de una traducción castellana en prosa, y en otra la versión poética. Anacreonte alcanza hasta la página 181, y de él se traducen cincuenta y siete odas.

La traducción de Anacreonte puede considerarse como definitiva. El texto está bien interpretado (salvo algún ligerísimo descuido o punto controvertible), y la poesía es fácil, graciosa y animada. Si la traducción de Villegas hubiera unido la fidelidad a la gala y lozanía poéticas y al acierto con que traslada el sentido, ya que no las palabras, del lírico de Teyo, por superflua debiera tenerse toda tentativa y aun por temerario el empeño de igualarle. ¿Quién leerá con gusto la versión de Conde, dura, redundante y desmañada, después de saboreados los monóstrofes de Villegas? Conociólo Castillo y Ayensa, y logró, casi siempre felizmente, evitar los opuestos defectos de sus predecesores. Ayudóle también el haber venido en pos de una generación de poetas anacreónticos, la de Meléndez y sus innumerables discípulos que, obedeciendo en parte al ejemplo de Villegas y en parte más considerable aún a influencias extrañas, habían modelado la lengua y el estilo poético (afeminándole y empobreciéndole, en verdad), para cantar de amores y de vino. Faltóles, es cierto, la generosa abundancia y el genial desenfado del Anacreonte riojano, pero evitaron a la par las faltas de gusto en que aquel lozanísimo ingenio había con frecuencia incurrido. Castillo y Ayensa, hombre de [p. 331] gusto delicado y buen entendimiento, comprendió bien la letra y el espíritu anacreónticos, y en cuanto al estilo y a las formas rítmicas esforzóse en remedar a Villegas. Por lo que a la versificación toca, no se limitó a emplear el eptasílabo, comúnmente llamado anacreóntico, sino que usó con frecuencia el romance octosilábico, el verso de seis sílabas y en algún caso el pentasílabo o adónico. En cuanto al texto griego siguió la edición de Brunck (Strasburgo, 1786), dando por auténticas las 38 odas primeras y por apócrifas las siguientes, opinión que ha sido destruída por la crítica moderna, que reduce a un muy pequeño número de fragmentos las composiciones originales de Anacreonte. Como la traducción de Castillo y Ayensa es tan conocida y apreciada de los doctos, me contentaré con transcribir la oda XXI, en un convite:

῾Ιλάροι π&ΧιρΧ;ωμεν ο&1;νον

Bebamos del vino,
Bebamos contentos,
Cantando beodos
Un himno a Lieo,
Inventor de danzas,
Amigo de versos,
De Venus querido,
De Amor compañero.
La beodez de él solo,
Las Gracias nacieron:
Afanes disipa,
Y aduerme los duelos.
Bebed: los cuidados
Afuera lancemos:
¿Qué lucro nos viene
De penar con ellos?
Decid, lo futuro
¿Por dónde saberlo?
A tristes mortales
Vivir es incierto,
Ponerme beodo
Y ungirme deseo:
Jugar con las bellas,
Danzar sólo quiero.
Quien duros cuidados
Acoje en su pecho,
Que lleve lo grave,
Que guste lo acerbo.
Nosotros bebamos
Del vino, contentos,
Cantando beodos
Un himno a Lieo.

En esta odita, que no es de las mejores, se habrán notado algunos prosaísmos, versos flojos, y aun cierta incorrección en suprimir el artículo antes de «tristes mortales», pero el conjunto es ligero y agradable.

Más que la traducción de Anacreonte me agrada todavía la de Safo, superior, sin duda, a las demás que tenemos en castellano. Sólo cuatro fragmentos de la poetisa lesbia tradujo Castillo, el himno a Afrodita, el trozo ε&δαγγερ;σ γυνα&1;κα &17;ρωμ&2;νην͵ el δ&2;δοκε μὲν ὡ Σελάννα y el Καθάνοισα δὲ κε&δαγγερ;σεαι . Reservando la segunda [p. 332] para el artículo de Luzán, insertaré aquí la primera, haciendo alguna observación sobre ella:

Hija de Jove, sempiterna Cipria, [1]
Varia y artera, veneranda Diosa,
Oye mis ruegos: con letales ansias
No me atormentes.
Antes desciende como en otro tiempo
Ya descendiste, la mansión del padre
Por mi dejando, mis amantes votos
Plácida oyendo.
Tú al áureo carro presurosa uncías
Tus aves bellas, y a traerte luego,
De sus alitas con batir frecuente
Prestas tiraban.
Ellas del cielo por el éter vago
Raudas llegaban a la tierra oscura;
Y tú, bañando el inmortal semblante
Dulce sonrisa:
«¿Cuál es tu pena?, ¿tu mayor deseo
Cuál?, preguntabas: ¿para qué me invocas?
¿A quién tus redes, oh mi Safo, buscan?
¿Quién te desprecia?
¿Húyete alguno?: seguiráte presto.
¿Dones desdeña?: te dará sus dones.
¿Besos no quiere? Cuando tú le esquives
Ha de besarte.»
Ven y me libra del afán penoso,
Ven, cuanto el alma conseguir anhela
Tú se lo alcanza, y a mi lado siempre,
Siempre combate.

No conocemos en lengua extraña ninguna versión de esta oda que exceda a la de nuestro helenista. El varia y artera es felicísimo, una vez admitida la lección de ποικιλόθον , en vez de ποικιλοθρόυ . La palabra castellana artera corresponde exactamente al δολόπλοκε dolor nectens, forjadora de engaños, mañosa. El epíteto Χρὐσιον , aplicado a la mansión del padre se ha perdido, y es lástima. El original nombra las aves que tiraban del carro de Venus στροῦθοι (gorriones); como esta voz es poco poética en castellano, hizo bien en suprimirla Castillo; quizá hubiera hecho [p. 333] mejor en sustituir palomas. El traerte luego es expresión poco afortunada. El resto de la traducción, admirable.

Se extiende el texto de Safo desde la página 184 a la 193.

Cierra el tomo Tirteo, cuya versión excede a las de Anacreonte y Safo. Está en tercetos y comprende las cuatro elegías. Véase la cuarta:

¿Hasta cuándo en vil ocio? ¿Tan sufridos
Será, mancebos, que la Gracia os vea?
Cuándo alzaréis los ánimos caídos?
Ya la comarca toda que os rodea
Tiene Mavorte, ¿y la quietud infame
Pensáis, ilusos, que guardada sea?
A las armas volad, la trompa clame;
Quien no combata hasta dejar la vida,
Que sufra la deshonra y vil se llame.
A la lid por la patria y la querida
Esposa y por los hijos salga el fuerte,
Y alcanza así la gloria merecida.
¿Por qué a los hados temerá? ¿La muerte
No va do quiera al decretado instante?
¿Cómo alejar la inevitable suerte?
Al campo, al campo, empuñe la pesante
Lanza, y junte valor bajo el escudo,
Y al trabarse la lid entre delante.
Morir no huya: ¿del morir quién pudo,
Si ya de un Numen inmortal descienda,
Al destino escapar fiero y sañado?
¿Cuántos, huyendo la marcial contienda
Y el silbo de los dardos, de su techo
Hallaron al umbral la muerte horrenda?
Muere el cobarde sin algún derecho
De popular amor: muere el valiente
Y el pueblo gime en lágrimas deshecho.
Si de la lid se salva, reverente
Le acata Semidiós; y él sobresale,
Descollando cual torre entre la gente,
Y en hazañas y ardor un pueblo vale.

Vean cómo traduce el: ῾Ανδράσι μὲν θνητο&ΧιρΧ;σιν͵ &17;ρατός δὲ γυναξ&ΧιρΧ;

Saliendo de las lides victorioso
Lo acata el hombre, la mujer le quiere,
Pero aun es a las bellas más hermoso,
Si en los primeros batallando muere.

Para el texto de Safo siguió Castillo la edición de Brunck; [p. 334] para el de Tirteo, la de Klotzio. En la página 217 comienzan las notas a los tres poetas. Son curiosas y eruditas, en especial la relativa al último verso de la oda XXII de Anacreonte, en que se trata de la pintura al encauste. En la página 255 comienza el «Índice de los nombres históricos y mitológicos», que llena lo restante del tomo.

Santander, 12 de diciembre de 1875.

Notas

[p. 332]. [1] . Háse de advertir que otros leen ποικιλόθρον con lo cual el sentido varía considerablemente, debiéndose traducir «que tienes muchas aras» o «variada vestidura».