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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > VIII.—EL FILÓSOFO AUTODIDACTO DE ABENTOFÁIL . PRÓLOGO A LA TRADUCCIÓN DE PONS BOIGUES.

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[p. 315] Para honrar la memoria del malogrado arabista don Francisco Pons y Boigues, arrebatado a la ciencia y a la vida en lo mejor de sus años, no ha podido imaginar el cariño de sus amigos, maestros y condiscípulos ofrenda mejor que la impresión del presente volumen, que contiene, traducida por él, la obra filosófica más original y profunda de la literatura arábigo-hispana, es a saber, la famosa novela del andaluz Abucháfar, o, como otros dicen, Abubéquer, Abentofail, Hay Benyocdán, conocida generalmente con el título de El filósofo autodidacto. Mengua era, en verdad, para España, madre de tan ilustre pensador, no poseer todavía en su lengua vulgar este libro celebérrimo, que ya en el siglo XIV había sido traducido al hebreo por Moisés de Narbona, y que los occidentales podían leer en la versión latina de Pococke, en tres diversas traducciones inglesas (una de ellas, la de Jorge Keith, muy popular, como libro de edificación, entre los cuáqueros), en dos alemanas, debida la segunda de ellas a la docta pluma de Eichhorn (1783); en una holandesa, y quizá en otras que no han llegado a nuestro conocimiento. Libro tan conocido en los fastos de la filosofía, tantas veces analizado y comentado, no sólo por los arabistas, sino por cuantos se interesan en la historia del pensamiento humano; libro calificado por Renán de «acaso el único de la filosofía oriental que hoy pueda ofrecernos un interés permanente y distinto del histórico»; bien merecía volver a la patria de su autor en traje castellano; y ha sido verdadera fortuna que la traducción se retrasara tanto tiempo, para que en vez de ser indirecta y de segunda mano, como en otro caso hubiera podido acontecer, se encargase de ella un verdadero arabista, iniciado, además, en los estudios filosóficos, bien penetrado del pensamiento de Abentofail, y capaz de reproducirle, no sólo con exacto tecnicismo y perfecta claridad, sino con elegancia y brío. Los [p. 316] maestros de la lengua del Yemen que han tomado bajo sus auspicios esta producción póstuma de aquel honrado y laboriosísimo joven, reconocen en ella los mismos méritos de ciencia y conciencia que realzan a Pons como compilador e intérprete de las Escrituras mozárabes de Toledo, y como autor de la docta y utilísima Biblioteca de historiadores y geógrafos arábigo-españoles, premiada en público certamen por la Biblioteca Nacional. Sometiendo, pues, mi incompetente juicio al muy autorizado de los señores Codera y Ribera, que dan testimonio de la fidelidad escrupulosa de la versión, me limito a llamar la atención sobre sus condiciones literarias, nada frecuentes en obras de este género. Toda versión literal del árabe, aunque sea de los más sencillos textos históricos, tiene para nuestros oídos algo de exótico y peregrino con que difícilmente llega a familiarizarse, el lector europeo, aunque a veces le agrade por el contraste con nuestros hábitos de lógica y de estilo. La dificultad sube de punto cuando se traducen obras de filosofía, y no de filosofía como quiera, sino de aquella misteriosa y secreta filosofía de místicos e iluminados, a la cual el libro de Abentofail pertenece. Poner en lengua vulgar tales conceptos, no menos profundos y sutiles que los de Plotino y Proclo, elaborados y transformados además por un espíritu oriental que, al apoderarse de los resultados de la especulación griega, los modifica hondamente y puede decirse que constituye una nueva metafísica, era empresa ardua y muy glorioso empeño. Verdad es que el libro de Abentofail, aun considerado en su forma, tiene tal superioridad sobre los demás productos de la filosofia árabe, que en ocasiones parece un libro moderno, por el interés progresivo y el arte de la composición. Y verdad es también que nuestra lengua castellana, de cuya capacidad para estas altísimas materias juzgan tan ineptamente los que ni conocen ni quieren conocer sus tesoros, es instrumento sobremanera adecuado para la exposición de este género de filosofía trascendental y sintética, como lo acreditan innumerables páginas de nuestros autores místicos del siglo XVI, y aun de algunos pensadores independientes de aquella centuria, por más que éstos prefiriesen, en general, el empleo de la lengua latina. Aun en meras traducciones de libros que, por otra parte, eran españoles de origen, como la Teología Natural, de Sabunde; los Diálogos de amor, de León Hebreo, y el Cuzary, de Judá Leví, campean tal riqueza de vocabulario [p. 317] filosófico, tan solemne a la vez que sencilla majestad de dicción, tan grave y alto estilo unas veces, otras tanta suavidad y donaire, que verdaderamente embelesan al lector de buen gusto y le hacen seguir sin fatiga el hilo de los razonamientos más abstrusos.

No indigno de los buenos modelos es, en esta parte, el trabajo del Sr. Pons; y como la obra de Abentofail es de suyo tan interesante y está además tan pulcramente traducida, creo que no han de faltarle lectores, aun entre aquellas personas cultas que no siendo arabistas ni filósofos de profesión, se han de ver agradablemente sorprendidos al encontrarse, no con el hórrido galimatías de las versiones latinas de Averroes y Avicena, sino con un libro tan ameno en su forma, tan elevado e idealista en su tendencia, tan poco musulmán en el fondo, tan humano en las cuestiones que suscita, y que son las mismas que eternamente agitarán nuestra razón, no sé si por su mayor excelencia o por su mayor castigo. Y ciertamente debemos gloriarnos de que tal pensador naciera en España, sin que sean obstáculo para que le contemos entre los nuestros su religión ni su lengua, pues precisamente su pensamiento poco tiene de semítico; y es cosa ya admitida por todo el mundo que la secta filosófica a que pertenecía Abentofail, y cuyas raíces están en la escuela alejandrina, sólo fué árabe por la lengua, vivió en hostilidad perpetua, aunque latente, con el Islam, que acabó por proscribirla y exterminarla; y tampoco floreció nunca entre los árabes propiamente dichos, ni entre los africanos, sino en pueblos indo-europeos, como Persia y Andalucía, donde existía una gran masa de renegados indígenas, herederos de una cultura anterior, y donde hubo períodos de profunda indiferencia religiosa y notable quebrantamiento de la ortodoxia muslímica. Los tres grandes filósofos de la España árabe, Avempace, Abentofail, Averroes, eran, no sólo musulmanes poco fervientes, sino librepensadores apenas disimulados, a quienes sus correligionarios miraron siempre con aversión, y cuyas obras procuraron destruir, habiéndolo conseguido o poco menos respecto de las del primero, cuyo tratado más importante, el Régimen del solitario, no conocemos más que por el extracto de un judío. De Abentofail no se ha salvado más que su novela. Averroes, el menos original de los tres, tuvo por circunstancias fortuitas inmensa popularidad en las escuelas cristianas, grandes [p. 318] discípulos y grandes adversarios; a la sombra de su doctrina se educaron todos los incrédulos de la Edad Media; todavía en el siglo XVI, en pleno Renacimiento, su nombre y su doctrina, bien o mal interpretada, suscitaba tormentas en el estudio de Padua; pero con toda esta celebridad en el mundo occidental contrasta la desdeñosa indiferencia de los árabes, que se acuerdan de Averroes como médico, no como filósofo, y que han dejado perecer los originales de la mayor parte de sus obras, siendo forzoso buscar en traducciones hebreas o latinas, derivadas por lo común del hebreo, casi toda la inmensa y enciclopédica labor del sabio maestro de Córdoba, del más célebre de los comentadores del Estagirita. Con razón se ha dicho que la filosofía es un episodio en la historia de los árabes. Y esto no por incapacidad nativa, ni por los límites que arbitraria y exageradamente han querido imponer algunos historiadores al genio de los pueblos semíticos, sino por la contradicción palpable e insoluble entre el dogma musulmán y una filosofía a medias peripatética, a medias neoplatónica, nacida y desarrollada en el seno del paganismo clásico, con espíritu de libérrima indagación racional, y cuyas tesis, ya fuesen panteístas, ya dualistas, ora afirmando la eternidad de la materia, ora la unidad del entendimiento agente, era imposible concordar con los dogmas de la unidad de Dios y de la inmortalidad personal. Presentada la ciencia filosófica en tan radical oposición con la creencia, tenía que sucumbir en la lucha, y si algo de ella se salvó del naufragio, fué porque algunos de sus adeptos, huyendo de la escueta forma dialéctica, procuraron envolver sus audaces lucubraciones en las nieblas de la alegoría y entre los velos del misticismo, que es el caso del Hay Benyocdán; al paso que otros, o por disimulación y cautela, o por sincero y fervoroso afán de sacar incólume la ley mahometana del conflicto con la razón especulativa, combatían la filosofía con sus propias armas, como Algazel, cuya influencia fué enorme en España; y encontraban puerto de refugio contra el escepticismo en el iluminismo de los sufíes, como el recientemente descubierto filósofo murciano Mohidín, cuyas analogías con Raimundo Lulio han señalado muy atinada y sagazmente los señores Ribera y Asín.

Abentofail no es un iluminado, aunque en ocasiones lo parece; no es un sufí ni un asceta, aunque en cierto modo recomienda [p. 319] el ascetismo; no es un predicador popular, sino un sabio teórico que escribe para corto número de iniciados; no es un musulmán ortodoxo, aunque tampoco pueda llamársele incrédulo, puesto que busca sinceramente la concordia entre la razón y la fe, y al fin de su libro presume de haberla alcanzado. Es, sin duda, un espíritu más religioso que Avempace y que Averroes, pero debe mucho a las enseñanzas del primero, así como a las del gran peripatético Avicena. De Averroes fué gran protector cerca del segundo rey almohade Yusuf, y le alentó mucho para que emprendiese sus análisis y comentarios de las obras del Estagirita. Y, sin embargo, Aristóteles influye en su pensamiento mucho menos que los alejandrinos. Si usa los términos de su psicología, es con diverso sentido. En Aristóteles el entendimiento agente era una facultad del alma; en Abentofail, como en todos los metafísicos árabes, es una inteligencia separada, una emanación de Dios. Todo el esfuerzo de su filosofía se cifra en aspirar a la unión o conjunción del alma con el entendimiento agente, pasando por los grados intermedios del entendimiento en acto o en efecto y del entendimiento adquirido. En esa conjunción residen la inmortalidad, la perfecta sabiduría y la beatitud; siendo el entendimiento agente y separado a modo de una luz que difunde sus rayos por todo lo inteligible, suscitando en cualquier objeto los colores de la intelección.

Leído el importantísimo prólogo que Abentofail puso a su novela, es imposible desconocer su verdadera filiación. No es un mero dialéctico, es un filósofo contemplativo. Lo que él va a revelar son los misterios de la sabiduría oriental, aquella enseñanza secretísima profesada en misteriosos conciliábulos de Persia, a los cuales parece haber pertencido el cordobés Abenmesarra, que en el siglo X trajo a España los libros del falso Empédocles, donde, con vagas reminiscencias de la verdadera doctrina de aquel filósofo griego sobre el amor y el odio, exponíase sin ambajes el sistema de la forma universal que se desarrolla en larga cadena de emanaciones. Tal doctrina inflamó en el siglo XI el genio poético y filosófico de uno de los más encumbrados metafísicos y de los más excelsos cantores que produjo la raza hebreo-hispana: de Salomón ben Gabirol, cuyo libro de La Fuente de la Vida (Makor Hayim) pertenece a la filosofía árabe por la lengua en que primitivamente fué compuesto, aunque no haya indicio para sospechar [p. 320] que saliese del recinto de la sinagoga, ni que ejerciese influencia alguna en el pensamiento de Avempace y de Abenitofail, que no le mencionan nunca.

Pero de todos modos, la prioridad histórica de Gabirol es ncontestable, e incontestable también la semejanza de sus doctrinas con lo más místico y más alejandrino que en la epístola del Régimen del Solitario y en la fábula de Hay Benyocdán puede encontrarse. No es mera coincidencia, sino que se aclara con plena luz por el empleo de unas mismas fuentes; es decir, de los libros mistagógicos y esotéricos a que antes aludimos; del falso Empédocles, de la llamada Teología de Aristóteles, quizá de algunos de los libros herméticos, y seguramente de la Institución Teológica de Proclo. Aunque sea verdad que Plotino fué desconocido de los musulmanes, nada hay más semejante a las Enéadas que algunas páginas de Avempace, así como ciertos pasajes del Autodidacto parecen literalmente traducidos de Jámblico. La doctrina de ambos filósofos españoles, el zaragozano y el guadixeño, merece con toda propiedad el nombre de misticismo racionalista, si es que no parece violenta la unión de estas palabras; puesto que uno y otro tienden a la perfecta gnosis, a la unión con el entendimiento agente, mediante la especulación racional, la ciencia y el desarrollo de las facultades intelectuales. Si el fondo de esta filosofía parece más indio que griego, no lo es por derivación directa, sino merced a los lejanos efluvios del extremo Oriente que en Alejandría alteraron el tipo purísimo de la especulación helénica. ¿Qué cosa más alejada del ideal ateniense que la concepción del gnóstico, o la del filósofo solitario y peregrino cuya utopía nos presentan Avempace y Abentofail? El pensamiento socrático jamás se divorció de la vida, al paso que el iluminismo alejandrino y el de sus discípulos árabes es la negación misma de ella. Parece que el Solitario de Avempace vive todavía en el Mundo; pero, en realidad, es ciudadano de una república ideal y más perfecta: su misión es aislarse de los hombres hylicos o materiales y unirse con los que aspiran a las formas inteligibles, a las formas especulativas que tienen en sí mismas su entelequia. Cuando el Solitario llegue a la más alta y pura de todas ellas, al entendimiento adquirido, emanación del entendimiento agente, y comprenda en todo el resplandor de su esencia las inteligencias simples y las sustancias separadas, será como una de [p. 321] ellas, y podrá decirse de él, con justicia, que es un ser absolutamente divino, exento y desnudo, no sólo de las cualidades imperfectas de lo corpóreo, no sólo de las formas particulares de lo espiritual, sino de las mismas formas universales de la espiritualidad.

Esta concepción, ya tan extraordinariamente idealista, recibe los últimos toques en la extrañísima fantasía o novela psicológica de Abentofail, que comienza por aislar al Solitario de toda comunicación con seres humanos, haciéndole construir, por su propio individual esfuerzo, toda la ciencia, y acaba por precipitarse en los abismos del éxtasis y de la contemplación, lograda mediante el movimiento circular, al cual grosero ejercicio debe entregarse el Solitario después de repetidas abluciones, limpieza de uñas y dientes, fumigaciones y sahumerios que le limpien de toda inmundicia física. Entonces, cual otro Porfirio, haciendo saltar de su pedestal a Eros y Anteros; cual otro Jámblico, evocando los genios de la fuente de Egadara, llega Abentofail, aunque por medios menos poéticos, menos cómodos y quizá menos limpios, a abstraerse de su propia esencia y de todas las demás esencias, y a no contemplar otra cosa en la naturaleza sino lo uno, lo vivo y lo permanente; y al volver en sí de aquella especie de embriaguez, a un tiempo metafísica y material, saca por término de sus contemplaciones la negación de su propia esencia y de toda esencia particular, una especie de nirvana budista. El libro de Abentofail, escrito para los iniciados, arranca todos los velos e ilumina con siniestra luz el fondo de la filosofía oriental. Para el Solitario no hay más esencia que la esencia de la verdad increada, potente y gloriosa: el que llega a alcanzar la ciencia, o sea, la intuición racional de la esencia primera, alcanza la esencia misma, sin que entre el ser y el entender haya diferencia alguna. Sólo en apariencia y a los ojos del vulgo puede existir variedad y multiplicidad en las esencias separadas de la materia; el filósofo las ve como formando en su entendimiento un concepto y noción única que corresponde a una esencia única también.

Pero todavía más extraordinario que el fondo del libro es su forma literaria, que le ha hecho dar el nombre de Robinsón metafísico. El Autodidacto es un discurso sobre el método, desarrollado en forma novelesca. Precedentes tenía el género en la más clásica literatura de los antiguos; novelas filosóficas vienen a ser el mito [p. 322] de la Atlántida, la visión de Er, el armenio, y otros que leemos en los diálogos del divino Platón; y al mismo género de ficciones puede reducirse el Sueño de Scipión que engalana el libro VI de la República, de Marco Tulio. La primitiva literatura cristiana había dado también algún ejemplo de este género de alegorías en las suaves visiones del Pastor de Hermas. Pero todo este mundo era inaccesible para Abentofail, cuyo verdadero y único modelo, que por otra parte dejó a larga distancia, fué cierta alegoría mística de Avicena, que ha sido modernamente publicada por Mehren. [1] Basta comparar este opúsculo con la novela española, para convencerse de que entre los dos apenas hay más semejanza que el nombre simbólico de Hay Benyocdán (el viviente, hijo del vigilante), y que, por lo demás, el contenido del libro es enteramente diverso. El Hay Benyocdán, de Avicena, no es más que un sabio peregrino que cuenta sus viajes por el mundo del espíritu. El Hay Benyocdán, de Tofail, es un símbolo de la humanidad entera empeñada en la persecución del ideal y en la conquista de la ciencia. Las andanzas del primero nada de particular ofrecen, ni traspasan los límites de una psicología y de una cosmología muy elementales Las meditaciones del segundo son de todo punto excepcionales, como lo es su propia condición, su aparición en el mundo, su educación física y moral. Este libro, cuya conclusión es casi panteísta o más bien nihilista; este libro, que acaba por sumergir y abismar la personalidad humana en el piélago de la esencia divina, es, por otra parte, el libro más individualista que se ha escrito nunca, el más temerario ensayo de una pedagogía enteramente subjetiva, en que para nada interviene el elemento social. Hay no tiene padres; nace por una especie de generación espontánea; abre los ojos a la vida en una isla desierta del Ecuador; es amamantado y criado por una gacela; rompe a hablar remedando los gritos de los irracionales; conoce su imperfección y debilidad física respecto de ellos, pero comienza a remediarla con el auxilio de las manos.

Muerta la gacela que le había servido de nodriza, se encuentra Hay enfrente del formidable problema de la vida. La anatomía [p. 323] que hace del cuerpo del animal, le mueve a conjeturar la existencia de algún principio vital superior al cuerpo. Sospecha que este principio sea análogo al fuego, cuyas propiedades descubre por entonces, viendo arder un bosque, y aplica muy pronto en utilidad propia. A los veintiún años había aprendido a preparar la carne; a vestirse y calzarse con pieles de animales y con plantas de tejido filamentoso; a elaborar cuchillos de espina de pescado y cañas afiladas sobre la piedra; a edificar una choza de cañas, guiándose por lo que había visto hacer a las golondrinas; a convertir los cuernos de los búfalos en hierros de lanza; a someter las aves de rapiña para que le auxiliasen en la caza; a amansar y domesticar el caballo y el asno silvestre. Su triunfo sobre los animales era completo; la vivisección hábil y continuamente practicada, ensanchaba el círculo de sus ideas fisiológicas y le hacía entrever la anatomía comparada. Había llegado a comprender y afirmar la unidad del espíritu vital y la multiplicidad de sus operaciones según los órganos corpóreos de que se vale.

Luego dilató sus investigaciones a todo el mundo sublunar, llamado por los peripatéticos mundo de la generación y de la corrupción. Entendió cómo se reducía a unidad la multiplicidad del reino animal, del reino vegetal, del reino mineral, ya considerados en sí mismos, ya en sus mutuas internas relaciones. Elevándose así a una concepción monista de la vida física y de la total organización de la materia, quiso penetrar más allá, e investigando la esencia de los cuerpos, reconoció en ella dos elementos: la corporeidad, cuya característica es la extensión, y la forma, que es el principio activo y masculino del mundo. Pero, ¿dónde encontrar el agente productor de las formas? No en el mundo sublunar, ni tampoco en el mundo celeste, porque todos los cuerpos, aun los celestes, tienen que ser finitos en extensión. El solitario contempla la forma esférica y movimiento circular de los planetas; concibe la unidad y la armonía del Cosmos; no se decide en pro ni en contra de su eternidad, pero en ambas hipótesis cree necesaria la existencia de un agente incorpóreo que sea causa del universo y anterior a él en orden de naturaleza, ya que no en orden de tiempo; un ser dotado de todas las perfecciones de los seres creados y exento de todas las imperfecciones.

Hasta aquí no ha usado Hay más procedimiento que el de la [p. 324] contemplación del mundo exterior. Su creencia en Dios se basa en el argumento cosmológico. Pero llegado a este punto, emplea muy oportunamente y con gran novedad el psicológico. Si el espíritu humano conoce a Dios, agente incorpóreo, es porque él mismo participa de la esencia incorpórea de Dios. Esta consideración mueve a Hay, a los treinta y cinco años de edad, a apartar los ojos del espectáculo de la naturaleza y a investigar los arcanos de su propio ser. Si el alma es incorpórea e incorruptible, la perfección y el fin último del hombre ha de residir en la contemplación y goce de la esencia divina. Tal destino es mucho más sublime que el de todos los cuerpos sublunares, pero quizá los cuerpos celestes tienen también inteligencias capaces, como la del hombre, de contemplar a Dios. ¿Cómo lograr esta suprema intuición de lo absoluto? Procurando imitar la simplicidad e inmaterialidad de la esencia divina, abstrayéndose de los objetos externos y hasta de la conciencia propia, para no pensar más que en lo uno. Estamos a las puertas del éxtasis, pero nuestro filósofo declara que tan singular estado no puede explicarse más que por metáforas y alegorías. No se trata, sin embargo, de un don sobrenatural, de una iluminación que viene de fuera e inunda con sus resplandores el alma, sino de un esfuerzo psicológico que arranca de lo más hondo de la propia razón especulativa, elevada a la categoría trascendental.

Hay no renuncia a ella ni aun en el instante del vértigo; afirma poderosamente su esencia en el mismo instante en que la niega, porque la verdadera razón de su esencia es la esencia de la verdad increada. Razonando de este modo, todas las esencias separadas de la materia, que antes le parecían varias y múltiples, luego las ve como formando en su entendimiento un concepto y noción única, correspondiente a una esencia única también.

Todo esto es panteísmo sin duda, pero no panteísmo abstracto y dialéctico, sino más bien teosófico, naturalista y vivo, de tal modo que las últimas páginas del libro parecen un himno sagrado, o el relato de una iniciación en algún culto misterioso, como los de Eleusis o Samotracia. Allí nos explica Abentofail con extraordinaria solemnidad y pompa de estilo, con una especie de imaginación que podemos llamar dantesca en profecía, lo que Hay Benyocdán alcanzó a ver en el ápice de su contemplación, después de haberse sumergido en el centro del alma, haciendo abstracción [p. 325] de todo lo visible para entender las cosas como son en sí, y de qué manera descendió otra vez al mundo de las inteligencias y al mundo de los cuerpos, recorriendo los diferentes grados en que la esencia se manifiesta cada vez menos pura y más oprimida y encarcelada por la materia. En este descenso contempló primero el ser de la esfera suprema, que no era ya la esencia de la verdad una, ni era la misma esfera de la bello absoluto, sino que era como la imagen del sol que aparece en un espejo bruñido, y no es el sol ni el espejo, pero tampoco es cosa distinta de ellos. Y vió que la perfección, el esplendor y la hermosura de aquellas esferas separadas es tan grande, que no lo puede expresar la lengua, y es tan sutil, que ni la letra ni la voz pueden manifestarlo, y vió que en esas esferas estaba el sumo grado de deleite, de gracia y de alegría, por la visión de aquella verdadera y gloriosa esencia. Y en la esfera próxima a ésta, que es la esfera de las estrellas fijas, vió la esencia separada de la materia, la cual no era la esencia de la verdad una, ni la esencia de la suprema esfera separada, ni era tampoco algo diverso de ellas, sino que era como la imagen del sol que se ve en un espejo en el cual se refleja esta imagen desde otro espejo colocado enfrente. Y vió que el esplendor de la belleza y el gozo de esta esencia era semejante a lo que había visto en la esfera suprema. Y no dejó de ver en cada esfera una esencia separada e inmune de la materia, la cual no era ninguna de las esencias anteriores, pero tampoco era diversa de ellas; y en cada una tal profusión de luz y de hermosura, que ni los ojos pueden resistirla, ni escucharla los oídos, ni concebir la mente de hombres, como no sean los que ya la han alcanzado y disfrutado. Hasta que, por fin, llegó al mundo visible y corruptible, que es todo aquello que está contenido bajo la esfera de la luna, y vió que este mundo tenía una esencia separada de la materia, la cual no era ninguna de aquellas esencias que antes había visto, ni tampoco era algo distinto de ellas. Y tenía esta esencia siete mil caras, y en cada cara siete mil bocas, y en cada boca siete mil lenguas, todas las cuales alababan la esencia del uno y verdadero ente, y la santificaban y la celebraban sin cesar; y vió que esta esencia era como la imagen del sol, cuando se refleja en el agua trémula. Y vió luego otras esencias semejantes a la suya, que no pueden reducirse a número. Y vió muchas [p. 326] esencias separadas de la materia, las cuales eran como espejos ruginosos y manchados, que volvían la espalda a aquellos otros bruñidos espejos en que estaba reflejada la imagen del sol; y vió en esta esencia manchas y deformidades infinitas, que jamás había imaginado; y las vió circundadas de penas y dolores sin cuento, y abrasadas por el fuego de la separación, y divididas por el hierro; y vió otras muchas esencias que eran atormentadas, que aparecían y se desvanecían en grandes terrores y agitaciones grandes.

Tiene, pues, la metafísica de Hay dos partes: una analítica y otra sintética. Con la primera se levanta de lo múltiple a lo uno, con la segunda desciende de lo uno a lo múltiple. Lo que llama éxtasis no es sino el punto más alto de la intuición trascendental. Hasta aquí el principio religioso no interviene para nada: todo es racionalista en el libro menos su conclusión. Cuando el solitario ha llegado a obtener la perfección espiritual suma, mediante su unión con las formas superiores, acierta a llegar a la isla donde moraba Hay un venerable santón musulmán, llamado Asal, quien más inclinado a la interpretación mística de la Ley que a la literal, y más amante de la vida solitaria que del tráfago de la vida mundana, había llegado a las mismas consecuencias que el hombre de la caverna, pero por un camino absolutamente diverso, es decir, por el de la fe y no por el de la razón. Poniendo al uno enfrente del otro, ha querido mostrar Abentofail la armonía y concordancia entre estos dos procedimientos del espíritu humano, o más bien, la identidad radical que entre ellos supone. Sorprendido el religioso mahometano con el encuentro de un bárbaro tan sublime, le enseña el lenguaje de los humanos y le instruye en los dogmas y preceptos de la religión musulmana: Hay, a su vez, le declara el resultado de sus meditaciones: pásmanse de encontrarse de acuerdo, y deciden consagrarse juntos al ascetismo y a la vida contemplativa. Pero Hay siente anhelos de propagar su doctrina para bien de los humanos, y propone a su compañero salir de la isla y dirigirse a tierras habitadas. Asal, que le venera como maestro de espíritu, cede, aunque con repugnancia, porque su experiencia del mundo le hace desconfiar del fruto de tales predicaciones. En efecto, aunque Hay es bien acogido al principio por los habitantes de la isla de donde procedía [p. 327] Asal, su filosofía no hace prosélitos, se le oye con indiferente frialdad y aun con disgusto, nadie comprende su exaltado misticismo ni simpatiza con él. Hay se convence, por fin, de la incapacidad del vulgo para entender otra cosa que el sentido externo y material de la ley religiosa: determina prescindir de aquellos espíritus groseros y en compañía de Asal se vuelve a su isla, donde uno y otros prosiguen ejercitándose en sublimes contemplaciones hasta que les visita la muerte. Se ve que en el pensamiento de Abentofail, la religión no era más que una forma simbólica de la filosofía, forma necesaria para el vulgo, pero de la cual podía emanciparse el sabio. Era la misma aristocrática pretensión de los gnósticos, y la misma que en el fondo inspiró la Educación progresiva del género humano, de Lessing, y el concepto que de la filosofía de la religión tuvo y difundió la escuela hegeliana.

Tal es, no extractado, porque lo impiden la concentración del estilo de Abentofail, y la trama sutil y apretada de sus razonamientos, sino ligeramente analizado, este peregrino libro, arrogante muestra del alto punto a que llegó la filosofía entre los árabes andaluces. No hay obra más original y curiosa en toda aquella literatura, a juzgar por lo que de ella nos han revelado los orientalistas. Es más, pocas concepciones del ingenio humano tienen un valor más sintético y profundo. Fuera de los caminos de la fe, apenas cabe más valentía de pensamiento, más audacia especulativa que la que mostró el creador del Autodidacto, libro psicológico y ontológico a la vez, místico y realista, lanzado como en temerario desafío contra todas las condiciones de la vida humana, para reintegrarlas luego, bajo la forma suprema, entrevista en los deliquios del éxtasis. Falsa y todo como es la doctrina, irracional en su principio que aísla al hombre de la humanidad, irracional en su término que es un iluminismo fanático, hay en ella un elemento personal tan poderoso, que la impide caer en los extremos enervantes del neo-budismo, del quietismo y otros venenos de la inteligencia, tan funestos para ella como para el cuerpo lo es el opio. La genialidad española de Abentofail, abarcando con amplia mirada el universo, regocijándose en su contemplación, dando su propio y altísimo valor a la anatomía, a la fisiología, a la investigación de los fenómenos naturales y [p. 328] de sus causas, y sobre todo, enalteciendo el heroico y sobrehumano esfuerzo de Hay, que no sólo triunfa del mundo externo y le adapta a sus fines e inventa las artes útiles como Robinsón, sino que triunfa en el mundo del espíritu y rehace a su modo la creación entera, no puede confundirse con el idealismo nihilista, a pesar de todas las aparentes protestas de aniquilamiento. En el fondo es un idealismo realista, donde la personalidad humana se salva por la conciencia, aunque naufrague por la lógica. Este arraigado sentimiento del propio yo, que nunca, aun en sus mayores temeridades, desamparó a los filósofos y místicos españoles, es lo que salva, en cierto grado, a Abentofail, no de los delirios a que le arrastra su ardiente y poética fantasía, sino del contagio de esa pérfida languidez contemplativa que a través del Egipto y de Persia pudo inocularle el extremo Oriente, donde una naturaleza exuberante y despótica, engendradora de ponzoñas y de monstruos, aniquila la generosa fibra del esfuerzo individual, y disipa, como entre los vapores de un perpetuo sueño, la noción de la integridad de la conciencia. El pueblo que tal pensador produjo, era, sin duda, un gran pueblo; y todos los sofismas, más o menos piadosos y bien intencionados, contra la civilización arábiga tal como floreció en nuestro suelo, caen en presencia de una obra como ésta, excepcional, sin duda, tan solitaria acaso como su protagonista, pero que no fué de seguro proles sine matre creata, pues las ideas del filósofo más excéntrico no pueden germinar sino en un medio ambiente adecuado, y sabemos, por otra parte, que Abentofail recibió la herencia de Avempace y que, a su vez, la transmitió a Averroes.

¡Lástima que de tal escritor queden tan pocas noticias, y este único libro para hacernos lamentar la pérdida de los restantes! Sólo sabemos que Abentofail nació en Guadix en los primeros años del siglo XII; que fué secretario del walí o gobernador de Granada, y médico y gran privado de Abuyacub Yusuf, segundo rey de los almohades (1163-1184), que se valió de esta portección para favorecer a los sabios, y especialmente a Averroes, que escribió dos volúmenes sobre la ciencia que con tanto crédito profesaba; que inventó un sistema astronómico contrario al de Tolomeo, explicando el movimiento de los planetas sin recurrir a las excéntricas y a los epiciclos; y, finalmente, que murió en Marruecos, en 1185.

[p. 329] Su nombre cayó muy pronto en oscuridad inmerecida. Los judíos le conocieron, como lo prueban la traducción y el comentario de Moisés de Narbona. Pero aun entre ellos influyó poco; y aunque no le ignorasen del todo los escolásticos cristianos, especialmente Alberto Magno, puesto que alguna vez le citan con el nombre de Abubacher, es cierto que le explotaron mucho menos que a Algazel y a Maimónides, a Avicebrón y a Averroes, de quienes tanto uso hicieron, ya para refundirlos, ya para combatirlos. El mismo Ramón Lull, tan versado en la lengua arábiga y en las doctrinas de sus filósofos; tan análogo a los sufíes, si no en el fondo de su pensamiento, a lo menos en las exterioridades de su vida y enseñanza; tan enamorado de la unidad trascendental; tan místico y tan realista; tan inclinado a revestir sus ideas con el manto de la poesía simbólica; Ramón Lull, que imitó los apólogos de Calila e Dimna en su libro de las Bestias; que en el libro del Gentil y los tres sabios hizo una transformación cristiana del Cuzari, de Judá-Leví, que se asimiló la lógica de Algazel y los esquemas de Mohidín, no presenta indicios de haber conocido el Autodidacto, que en sus manos hubiera sido el germen de otro Blanquerna.

Pero no puede decirse que su patria olvidara completamente a Abentofail, y si admitirnos que le olvidó habrá que suponer que en el siglo XVII volvió a inventarle o a adivinar su libro, cosa que rayaría en lo maravilloso, y que para mí, a lo menos, no tiene explicación plausible. Léanse los primeros capítulos de El Criticón , de Baltasar Gracián, en que el náufrago Critilo encuentra en la isla de Santa Elena a Andrenio, el hombre de la naturaleza, filósofo a su manera, pero criado sin trato ni comunicación con racionales; y se advertirá una semejanza tan grande con el cuento de Hay, que a duras penas puede creerse que sea mera coincidencia. «La vez primera—dice Andrenio—que me reconocí y pude hacer concepto de mí mismo, me hallé encerrado dentro de las entrañas de aquel monte... Allí me ministró el primer sustento una de estas que tú llamas fieras... Me crié entre sus hijuelos, que yo tenía por hermanos, hecho bruto entre los brutos, ya jugando, ya durmiendo. Dióme leche diversas veces que parió, partiendo conmigo de la caza y de las frutas que para ellos traía. A los principios no sentía tanto aquel penoso encerramiento, antes con las interiores tinieblas del ánimo desmentía las exteriores del [p. 330] cuerpo; y con la falta de conocimiento disimulaba la carencia de la luz, si bien algunas veces brujuleaba unas confusas vislumbres, que dispensaba el cielo a tiempos, por lo más alto de aquella infausta caverna.

»Pero llegando a cierto término de crecer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que, revolviendo sobre mí, comencé a reconocerme, haciendo una y otra reflexión sobre mi propio ser. ¿Qué es esto?—decía—,  ¿soy o no soy? Pero pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. [1] Mas si soy, ¿quién soy yo? ¿Quién me ha dado este ser, y para qué me lo ha dado?...

«Crecía de cada día el deseo de salir de allí, el conato de ver y saber, si en todos natural y grande, en mí, como violento, insufrible; pero lo que más me atormentaba era ver que aquellos brutos, mis compañeros, con extraña ligereza trepaban por aquellas siniestras paredes, entrando y saliendo libremente siempre que querían, y que para mí fuesen inaccesibles, sintiendo con igual ponderación que aquel gran don de la libertad a mí sólo se me negase.

»Probé muchas veces a seguir aquellos brutos, arañando los peñascos, que pudieran ablandarse con la sangre que de mis dedos corría: valíame también de los dientes, pero todo en vano y con daño, pues era cierto el caer en aquel suelo, regado con mis lágrimas y teñido con mi sangre... ¡Qué de soliloquios hacía tan interiores, que aun este alivio del habla exterior me faltaba! ¡Qué de dificultades y dudas trababan entre sí mi observación y mi curiosidad, que todas se resolvían en admiraciones y en penas! Era para mí un repetido tormento el confuso ruido de estos mares, cuyas olas más rompían en mi corazón que en estas peñas...»

Por fin, un espantable terremoto, destruyendo la caverna donde se guarecía, le liberta de su oscura prisión, y le pone enfrente del gran teatro del universo, sobre el cual filosofa larga y espléndidamente:

«Toda el alma, con extraño ímpetu, entre curiosidad y alegría, acudió a los ojos, dejando como destituidos los demás miembros, [p. 331] de suerte que estuve casi un día insensible, inmoble, y como muerto, cuando más vivo... Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar, y a todo junto, y a cada cosa de por sí; y en cada objeto de éstos me transportaba, sin acertar a salir de él, viendo, observando, advirtiendo, admirando, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición.»

Critilo envidia la felicidad de su amigo «privilegio único del primer hombre y suyo». «Entramos todos en el mundo con los ojos del alma cerrados, y cuando los abrimos al conocimiento y a la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no dejan lugar a la admiración.»

No seguiremos a Andrenio en sus brillantes y pomposas descripciones del sol, del cielo estrellado, de la noche serena, de la fecundidad de la tierra, y de los demás portentos de la creación: trozos de retórica algo exuberante, como era propio del gusto de aquel siglo, y del gusto del ingeniosísimo y refinado jesuíta aragonés que fué su legislador y el oráculo de los cultos y discretos. Pero en medio de esta hojarasca no dejan de encontrarse pensamientos profundos y análogos a los de Abentofail sobre la armonía del universo, sobre la composición de sus oposiciones, sobre los principios antagónicos que luchan en el hombre, y sobre la existencia de Dios demostrada por el gran libro de la Naturaleza.

Pero lo más semejante es, sin duda, la ficción misma, y ésta no sabemos cómo pudo llegar a noticia del P. Gracián, puesto que la primera parte de El Criticón, a la cual pertenecen estos capítulos, estaba impresa antes de 1650, y el Autodidacto ni siquiera en árabe lo fué hasta el año 1671, en que Pococke le publicó acompañado de su versión latina.

No hay que extremar, sin embargo, el paralelo, porque Abentofail es principalmente un metafísico, y Baltasar Gracián es principalmente un moralista, aunque Schopenhauer le suponía una doctrina más trascendental, y encontraba en él antecedentes de su propio pesimismo. El Criticón, que el mismo Schopenhauer calificó de uno de los mejores libros del mundo, es una inmensa alegoría de la vida humana, no es el trasunto de las cavilaciones y de los éxtasis de un solitario. Desde que Andrenio y Critilo empiezan a correr el mundo, puede decirse que cesa toda relación entre ambas obras.

[p. 332] De todos modos, algo significa este misterioso parentesco entre dos novelas filosóficas nacidas en España a más de cinco siglos de distancia, con todas las posibles oposiciones de raza religión y lengua. Y cuando, por otra parte, reparamos que el procedimiento onto-psicológico, tan característico de Abentofail, y que antes que él lo había sido de Avempace, reaparece una y otra vez en nuestro suelo en libros de procedencia tan diversa como la Teología Natural, del luliano Sabunde, que es del siglo XV; las obras del neoplatónico Fox Morcillo, que son del XVI, y el Orden esencial de la naturaleza del leibniziano Pérez y López, que es del XVIII, llega uno a sospechar que leyes no descubiertas aún, pero que han de serlo algún día, rigen a través de los siglos y de las escuelas menos afines la complicadísima trama histórica de nuestra olvidada filosofía.

Pero todavía no están maduros los tiempos para tales síntesis. Lo que hoy urge es poner en manos de cualquier estudioso los principales documentos en que está depositado el saber y el pensar de nuestros mayores, fuesen gentiles, judíos, moros o cristianos, puesto que el sol de la ciencia les alumbró a todos. A tal propósito se encamina este libro, y otros que, según noticias, han de seguirle. Sabemos que el brillantísimo joven don Miguel Asín, que a la condición de arabista reúne la de conocedor de la historia general de la filosofía, prepara un largo estudio sobre la influencia de las doctrinas del persa Algazel en la España musulmana y en la España cristiana, y muy especialmente sobre la manera como fueron incorporadas en el Pugio Fidei, del insigne dominico catalán Fr. Ramón Martí, modelo a su vez de la Summa contra gentes, de Santo Tomás. Tenemos entendido también que en una colección diversa de ésta, verá pronto la luz el memorable libro de La Fuente de la Vida, del filósofo malagueño o zaragozano Salomón ben Gabirol (Avicebrón), traducido y doctamente ilustrado por un antiguo y respetable profesor de la Universidad de Sevilla, que ha conservado siempre vivo el amor a la tradición filosófica nacional, a pesar de militar en una escuela que no ha solido mostrar gran respeto por ella.

Que otros se animen a seguir el ejemplo de nuestro malogrado Pons, cuya versión del Hay Benyocdán creo yo que ha de perpetuar su memoria, tanto por la importancia del texto, como por [p. 333] el primor y lindeza con que él le tradujo. Yo de mí sé decir, sin que me ciegue el grato recuerdo de un discípulo mío, tan bueno y aventajado como fué Pons, que habiendo leído repetidas veces el Autodidacto en latín y en inglés, jamás le encontré tan llano, tan interesante y tan sabroso como en la traducción castellana que ahora se imprime.

Notas

[p. 313]. [*] . Prólogo de la traducción hecha por D. Francisco Pons Boigues, e impresa en Zaragoza, el año 1900 (en la Colección de Estudios Árabes).

 

[p. 322]. [1] . Traités mystiques..., d'Avicenne. Texte arabe publié d'après les manuscrits du Brit. Muséum, de Leyde et de la Bibliothèque Bodleyenne, par M. A. F. Mehren. I.er fascicule. L'allegorie mystique Hay ben Yagzan. Leyde, E. J. Brill, 1889.

[p. 330]. [1] . Nótese, entre paréntesis, la analogía de este razonamiento con el que sirve de base al método cartesiano.