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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > III.—ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE FRANCISCO DE VITORIA Y LOS ORÍGENES DEL DERECHO DE GENTES : CONTESTACIÓN AL DISCURSO DE ENTRADA DE DON EDUARDO DE HINOJOSA EN LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA, EL 10 DE MARZO DE 1889

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SEÑORES:

Son las Academias congregaciones de hombres estudiosos, instituidas para algún fin de pública y superior enseñanza. Sus puertas, cerradas siempre a la vanidad endiosada, al espíritu de improvisación y de aventura, al histrionismo ostentador y temerario, suelen abrirse de par en par al mérito positivo y modesto, que las más de las veces ni aun necesita salir de su retiro para llamar a ellas. Las honras académicas van por sí mismas a buscarle, a sorprenderle quizá, en medio de sus útiles vigilias, dándole nuevo aliento para continuarlas. No es título de alarde y vanagloria el de académico; no es título de jerarquía nobiliaria, puesto que no la hay en la república de las letras: es, ante todo, título de función y oficio, que sólo pueden desempeñar los doctos y capaces. Para empresas y hazañas de otro género tiene la sociedad otros premios más apetecidos, más envidiados y más brillantes; al hombre literato y estudioso sólo le quedan las palmas que del estudio nacen y con el estudio crecen. Así lo ha pensado nuestra Academia de la Historia, llamando a su seno a uno de los más profundos y más modestos cultivadores de los estudios históricos en España, al Sr. D. Eduardo de Hinojosa, cuyo erudito y meditado discurso acabáis de oír con visibles muestras de aprobación y respeto.

Desde los primeros años de su aprovechada y brillante correra, gustó el Sr. Hinojosa de seguir rumbo muy distinto del que entre nosotros priva, dirigiendo su actividad, no a la conquista de lauros tan fáciles como efímeros, sino al conocimiento directo y formal de las fuentes del saber, conforne a un método exacto [p. 220] y riguroso. Y como su inclinación le llevase muy desde el principio a las ciencias históricas y jurídicas, a las que estudian y trazan el progresivo desarrollo de la noción del derecho en la conciencia de los individuos y en la conciencia de las naciones, comenzó por hacer familiares suyas aquellas lenguas que por excelencia llamamos clásicas, y en las cuales de un modo más exquisito y soberano que en otras algunas se han revelado el numen de la Justicia y el numen del Arte. Dueño ya de las lenguas griega y latina, comprendió que en el estado actual de los estudios no bastaba la mera interpretación literal de los textos para llegar a su cabal y perfecto sentido, en las múltiples relaciones que el conocimiento histórico abraza; y llevó a término, con vigor verdaderamente digno de imitación y ejemplo, otro trabajo aun más lento y más arduo, el de ponerse al nivel de la cultura general europea en aquellos conocimientos que él con especial predilección y ahinco cultivaba. Aprendió, pues, el Sr. Hinojosa, entre otras lenguas extranjeras, la lengua alemana, fundamental instrumento de cultura para todo hombre científico de nuestros días; y con tal auxilio dióse al estudio de cuantos trabajos arqueológicos, epigráficos, numismáticos, geográficos y jurídicos nos brinda en abundancia la exuberante producción de las Academias germánicas. En tal exploración, no le sedujo ni por un sólo momento el atractivo de la novedad; no se apresuró a dogmatizar con vanas teorías sobre lo que iba aprendiendo: no pretendió ser maestro antes que discípulo completamente formado; no concedió a la temeraria conjetura el lugar sólo debido a la investigación prudente, una y otra vez probada en el crisol de la experiencia histórica; no prestó oído a los cantos de sirena con que la imaginación, disfrazada de razón sintética y discursiva, suele arrastrar y fascinar a los hombres de nuestra raza; no sacrificó nunca la augusta integridad de la ciencia a preocupaciones del momento, a vanas tramoyas de partido y de escuela, a exhibiciones oratorias, a juegos de artificio, que, aprovechando poco para la vida de las sociedades presentes, convierten en vilísimo juego una cosa tan digna de respeto como la vida de las sociedades que fueron, y que por el mero hecho de estar enterradas tienen derecho plenísimo a la serena imparcialidad del juicio desinteresado, único que en rigor puede llamarse histórico. No fué, por consiguiente, [p. 221] el Sr. Hinojosa historiador de los que se llaman populares; pero consiguió agradar a los pocos que aman la historia por sí misma, independientemente de la aplicación que de ella se hace o puede hacerse en periódicos o en Congresos. Fué poco leído, pero le leyeron todos los que podían y debían leerle. Hizo muchas monografías, que andan esparcidas en revistas y en colecciones eruditas, e hizo, sobre todo, dos libros, cuyos solos títulos bastan para indicar las altas aspiraciones de su autor: la Historia del Derecho Romano conforme a las últimas investigaciones, la Historia del Derecho Español, obra de vastísimo plan, de la cual va publicado el primero y más difícil volumen, concerniente a la época primitiva, a la romana y a la visigótica.

Grave empresa en todas partes la de una Historia del Derecho Romano; gravísima sobre todo en España, donde estos estudios habían sufrido un retroceso casi de medio siglo; donde pasaba por romanista profundo el que en su juventud había decorado a Heineccio y a Vinnio; donde todavía suelen alcanzar nombre y consideración de jurisconsultos gentes para quienes no existe más derecho romano que el contenido en las compilaciones justinianeas, sin que de estas mismas comprendan el modo de formación ni el espíritu; sin que de estas leyes ni de otras algunas penetren la razón social, ni el medio histórico en que nacieron, ni el fundamento filosófico, ni nada, en suma, de lo que legitima o explica el que una institución nazca o muera. Contra esa absurda rutina de enseñar el Derecho romano como si se tratase de un Código abstracto y cerrado, y no de una construcción lentamente elaborada por los siglos; contra ese dislate de aspirar al título de intérpretes de las leyes de un pueblo muerto, sin conocer ni su historia, ni su arqueología, ni sus costumbres, ni su literatura, ni su ciencia, ni nada, finalmente, de lo que pensaban y sentían los hombres que hicieron y aplicaron esas leyes, había eficaz remedio en la tradición española; pero no en la tradición degenerada y corrompida, de rábulas y leguleyos, que nuestros padres alcanzaron, sino en la gran tradición de la cultura española del siglo XVI, en los Agustines, Goveas y Covarruvias, y en la tradición del siglo XVII, más olvidada todavía, aunque no menos gloriosa, puesto que vive, para quien sabe leerlos, en los libros de don Francisco de Amaya y de Melchor de Valencia, de Fernández [p. 222] de Retes y Ramos del Manzano, de Nicolás Antonio y de Altamirano Vázquez. Así lo entendieron nuestros grandes jurisconsultos del siglo pasado, que fueron a la vez doctísimos en letras humanas, peritos en las disciplinas arqueológicas, como Finestres, como Mayans, como Dou. ¡Ojalá que la admirable carta latina con que Mayans encabezó en 1757 el Hermogeniano de Finestres, hubiera sido hasta hoy el programa de nuestros jurisconsultos y de nuestros historiadores del Derecho! Pero no sé qué mala fortuna o qué siniestra preocupación ha separado entre nosotros dos ramas de estudios que debieran permanecer eternamente unidas; y al mismo paso que es frecuente encontrar en los historiadores, en los humanistas, en los críticos literarios, total ignorancia de la historia jurídica, que tanta luz da para penetrar en la vida de las generaciones pasadas, es no menos frecuente y no menos doloroso advertir, en los que han hecho oficio o profesión del estudio de las leyes, un absoluto desconocimiento de la historia externa y política, y todavía más, de la historia intelectual e interna, de la historia de las ideas morales, científicas y artísticas, únicas que explican íntegramente la elaboración del hecho jurídico.

Así lo ha entendido el docto compañero a quien tengo hoy el honor de saludar en nombre de la Academia. Y por eso sus libros, difundidos por toda Europa, han alcanzado aplausos, a que están bastante desacostumbrados los oídos españoles en nuestro tiempo. Por eso su Historia del Derecho Romano, síntesis paciente y feliz del estado actual de estos conocimientos, libro de apariencia modesta y de mucho jugo, mereció que el eminente Flach, profesor de la Escuela de Ciencias Políticas de París, y sucesor de Eduardo Laboulaye en la cátedra de Legislación Comparada del Colegio de Francia, dijera de la obra de nuestro compatriota, que, mediante ella, se inauguraba en España una nueva época para la enseñanza histórica del Derecho romano. [1] Por eso la Revue générale de Droit la calificó de cuadro fiel del estado actual de la ciencia; y Mispoulet, profesor de Derecho en la Universidad de París, no dudó en proclamar desde las columnas de la severísima Revue Critique d'Histoire et de Littérature, que el libro del Sr. Hinojosa era obra seria, es decir, sólida y grave, felicitando [p. 223] al autor por su inteligente iniciativa, y deseándole todo el éxito que merece labor tan concienzuda. A estos aplausos unió los suyos Rivier, profesor de la Universidad de Bruselas, y notable autor de una Crestomatía jurídica, a los ojos del cual, la obra del Sr. Hinojosa era «brillante muestra del Renacimiento de los estudios jurídicos en España». [1] Hüffer, profesor de la Universidad de Bonn, elogió la «copiosa erudición del autor y su habilidad para ordenar metódicamente las materias». [2] Gatti, profesor en la Academia Histórico-Jurídica de Roma, considera su Historia como «Manual necesario y guía seguro para quien se dedique a estudios formales sobre el Derecho». [3] Y Zocco Rosa decía recientemente del libro del Sr. Hinojosa, en la Rivista Italiana di Scienze Giuridiche (1887), que «merece todo aprecio, así por el orden de la exposición, como por el conocimiento generalmente profundo de la materia».

Seria tarea interminable reproducir a la letra, ni siquiera en extracto, los juicios laudatorios que ha merecido a doctos romanistas extranjeros el Manual del Sr. Hinojosa. Unos le elogian, porque siendo en apariencia parco de citas y de textos, para no distraer con vano aparato la atención del estudioso, recoge al mismo tiempo en breve suma cuanto es indispensable para el conocimiento de la historia externa del Derecho romano, así público como privado, alegando en la mayor parte de las cuestiones los varios pareceres de los doctos, e indicando con sabio criterio cuál es el que prefiere el autor. Ponderan otros el plan amplio y racional de este compendio, que abarca todo el conjunto de las antigüedades políticas de Roma, con excelentes indicaciones bibliográficas en todo lo que pertenece a las ciencias auxiliares. Otros le conceden el mérito, nada vulgar, de haber explanado con detenimiento ciertas partes del Derecho, casi olvidadas o abandonadas hasta hoy, mostrándose dondequiera profundo conocedor de las ricas fuentes de la erudición alemana, de los trabajos de Kuntze, de Schurer, de Görres, de Waitz, de Dahn, de Kaufmann, de Arnold.

Mayores elogios alcanzó todavía, y más vigor de entendimiento [p. 224] y más riqueza de doctrina muestra la Historia del Derecho Español, de la cual el Sr. Hinojosa ha publicado el primer volumen. Con ser ardua la tarea de resumir en dos tomos de pocas páginas la Historia del Derecho Romano, aun había manuales y crestomatías extranjeras que podían abrir camino al autor. Pero, ¿cómo buscarlas en la Historia de nuestro Derecho? Nadie ha intentado exponerla científicamente; y si la miramos en su conjunto, adolece de aquel desorden instintivo y fecundo que preside a la elaboración de todas las legislaciones dignas de tal nombre, por ser las únicas que han influido en la vida y en la conciencia de los pueblos de un modo eficaz y perenne, que, por lo mismo que no está sujeto a los vulgares cálculos de la previsión humana, es la manifestación y prueba más evidente del decreto y ley providencial que preside en la Historia.

Es, por tanto, la Historia del Derecho Español, como la historia de toda nuestra cultura, congregación de mil arroyuelos dispersos, mezcla de razas y civilizaciones distintas, algo, en suma, que exige y lleva consigo conocimientos tan disímiles, como la arqueología romana y la de los antiguos pueblos germánicos, la hebraica y la islamita, la legislación foral de los tiempos medios, el renacimiento del Derecho romano y las tentativas de codificación moderna.

Para abarcar tan largo y magnífico estudio, apenas parece suficiente el alma de un Savigny, de un Thierry o de un Mommsen. ¿Cómo admirarnos de que nadie, entre nosotros, lo haya intentado? Un sólo nombre hay que citar, fuera de los vivos que aquí no se mencionan, grande por sí mismo, grande por su valor intrínseco, que sería respetable en todo país y todo tiempo; grande todavía más por el silencio y la oscuridad que le rodea antes y después de su aparición magnífica, que solamente en Portugal suscitó un discípulo digno de él: Martínez Marina, en suma, gloria altísima de esta Academia, y verdadero fundador de la historia interna de la Península, como en sus últimos días tuvo a gloria confesarlo Alejandro Herculano; Martínez Marina, de quien ha podido decirse, con más o menos fundamento, que en otras producciones suyas tentó ajustar violentamente al molde de sus preocupaciones políticas las historia que él conocía tan bien, y que por sí mismo, con tan perseverante estudio y tan desinteresada afición, había indagado en sus años juveniles, pero a quien [p. 225] nadie negará el lauro de haber sido el primero, y hasta la fecha el único autor de un Ensayo histórico crítico sobre nuestra legislación de los tiempos medios, libro de poco volumen, pero en el cual reunió su autor tesoros de inagotable enseñanza; libro que hoy podrá calificarse de anticuado en algunas partes, de deficiente en otras, pero libro que algo debe valer, cuando la generación presente, después de medio siglo de investigaciones, todavía no ha encontrado otro mejor con que sustituirle.

Honremos, señores, el nombre de Martínez Marina, no solamente como Académicos, sino como españoles; y sea cualquiera el juicio que se forme de la Teoría de las Cortes, de la cual todavía pueden recogerse grandes enseñanzas, en medio de la forma de libro de partido que su autor le dió, contraviniendo a su propia índole científica, tan austera y tan grave; veneremos siempre al autor del Ensayo sobre la antigua legislación castellana y leonesa; al primero que penetró en el arcano de la formación de nuestros Códigos; al primero que osó internarse con planta segura en el laberinto de los fueros, de las cartas-pueblas y de los cuadernos de Cortes; al fundador de nuestra historia municipal; al que, participando de todas las ilusiones de una generación enamorada de la justicia abstracta y de los pactos sociales, y de las declaraciones de derecho valederas para toda la eternidad, tuvo la feliz inspiración de buscar en pergaminos viejos el fundamento histórico de esos mismos derechos abstractos, y de comprender que la libertad misma, con ser tan alta y nobilísima condición de la persona humana, parece un huésped extraño en la casa del ciudadano cuando no viene protegida por la inconsciente sanción y complicidad de las costumbres, y que nunca acierta a salir de la esfera ideológica mientras no asienta su pie en el durísimo sedimento de la tradición, que hasta cuando por sí misma no es verdad ni mentira, no es error ni es acierto, lleva en el hecho mismo de su duración una fuerza contra la cual no pueden prevalecer la protesta individual ni el hecho violento; porque a su modo esta misma duración de un estado social es una forma de justicia, a cuya sombra han vivido larga y gloriosa vida muchas generaciones, cuya vida, por herencia mucho más fuerte que la herencia física, es todavía la nuestra.

Así lo comprendió Martínez Marina, y por eso cuando teólogos mal aconsejados de su tiempo le tachaban de jansenista y [p. 226] de hereje, él iba a buscar en nuestros grandes teólogos y canonistas del siglo XVI, en Domingo de Soto y en Melchor Cano, en Vázquez y en Suárez, el fundamento y la justificación de sus teorías de Derecho público; y así, cuando la reforma constitucional, inspirada más bien en los ejemplos de la Constituyente francesa que en tradiciones españolas, alarmaba y escandalizaba a muchos espíritus, él persistía, con empeño quimérico cuanto se quiera, pero generoso al cabo, en aliar las nuevas doctrinas con la tradicional libertad castellana, y ponía toda su enorme erudición al servicio de la nueva causa, no porque fuese la de Rousseau y Condorcet, sino porque él, en un extraño espejismo, había llegado a creer que sus conclusiones convenían con cierta doctrina implícita transmitida de los Concilios de Toledo al de León y al de Coyanza, formulada luego en las Cartas municipales, especialmente en aquellas que ordenaban los buenos hombres de la tierra con una especie de democracia instintiva que había resistido a la invasión del Derecho romano y al movimiento centralizador y absolutista del siglo XVI.

De esta tendencia de Martínez Marina podrá decirse cuanto se quiera, y a las rectificaciones verdaderamente científicas nada tendremos que oponer, aunque pluguiera a Dios que fuesen muchos, como son algunos, los que por el estudio directo de los documentos están en aptitud de rectificarle o completarle. Pero sea cualquiera el valor de estas rectificaciones y enmiendas, y aun concediendo—de lo que estamos muy distantes—toda la razón a sus censores, siempre habrá que reconocer (y esta es la verdadera gloria de Martínez Marina) que hasta sus errores fueron fecundos, y que sin él no existiría la historia del Derecho español.

Pero ni Martínez Marina, encerrado en los límites de la Edad Media, y compendiando voluntariamente lo que tan a fondo sabía; proponiéndose, en suma, hacer, más bien que un libro, un largo discurso preliminar a nuestra edición académica de Las Partidas; ni Sempere y Guarinos, escritor de juicio y estilo muy vulgares, pero inteligente y benemérito rebuscador de noticias varias; ni otros que después de él han venido, y que por ser contemporáneos no citamos, esperando que la posteridad de a cada cual de ellos el galardón debido, bastan hoy para satisfacer la curiosidad del estudioso, jurisconsulto o no, que va a buscar a [p. 227] una historia del Derecho algo más que resoluciones de casos prácticos, y algo más que argumentos en pro de una tesis política.

El Sr. Hinojosa, que no es abogado de profesión, y que de la vida política se ha abstenido cuerdamente siempre; el Sr. Hinojosa, que en la historia del Derecho no ve otra cosa que el Derecho mismo, es decir, la más compleja manifestación de la vida nacional, y que sólo por esto le ama y le estudia con amor puramente histórico, desinteresado y retrospectivo, incompatible con cualquier otro amor que no sea la santa caridad de la patria, ha aspirado a llenar este vacío, no con uno de esos indignos manuales que son el oprobio de nuestra enseñanza universitaria, y que nos hacen aparecer a los ojos de los extranjeros cincuenta años más atrasados de lo que realmente estamos, sino con un trabajo de primera mano, bebido en las mismas fuentes, sobrio y sustancioso en la doctrina, tan libre de temeridades sistemáticas como de rutinarios apocamientos. Del valor de esta obra tomada en conjunto habló dignamente Tardif, profesor de la Escuela de Cartas de París, en un artículo publicado en la Nouvelle Revue Historique de Droit Français et Étranger (abril y marzo de 1880): «El plan de este libro—dice—es muy completo y muy claro; la exposición llena de lucidez, y a cada uno de los capítulos acompaña una copiosa bibliografía que indica los trabajos más recientes y estimables sobre cada cuestión publicados en toda la Europa sabia.»

Abarca el único volumen impreso hasta ahora las instituciones jurídicas de la España primitiva, las de la España romana y visigótica, no completa esta última parte, puesto que debe empezar el segundo tomo con la definitiva redacción del Fuero Juzgo. La obra es modelo de manuales, y su originalidad consiste, no en aventurar teorías extravagantes, sino en agrupar con destreza y método los hechos averiguados, para que ellos mismos, apoyándose mutuamente, revelen todo el sentido que en sí encierran, y que estará siempre velado para quien aisladamente los considere. Con este libro, que ojalá llegue a ser el vade-mecum de todo estudiante español de leyes, fácil será penetrar en el estudio de los trabajos de Mommsen, de Hübner, de nuestro doctísimo Berlanga, a quien debe la epigrafía jurídica de la Península servicios que, en fuerza de ser eminentes, no sé yo si han sido bastante agradecidos, quizá por ser superiores al nivel de nuestra cultura.

Algo semejante puede decirse del libro del Sr. Hinojosa; y [p. 228] por eso yo, aunque con íntima tristeza, auguro al autor que tarde o nunca llegará a hacerse popular en nuestras facultades de Derecho; lo cual no debe ser obstáculo, sino antes bien estímulo, para que acelere la terminación de su obra; no para satisfacción de los legistas, que suelen ser, de todos los ciudadanos, los menos interesados en la historia de las leyes, cuando no son vigentes y de aplicación onerosa o lucrativa, sino para instrucción de todos aquellos que aman la historia por la historia misma y no por la aplicación trivial que suele sacarse de ella, y para quienes el Derecho viene a ser, no un conjunto árido e irracional de fórmulas curialescas, sino un magnífico poema donde se refleja de igual modo que en el arte y en la ciencia el sentir y el pensar de los que nos transmitieron su sangre y la más pura esencia de su espíritu, concretada y traducida en las leyes con no menor vigor y eficacia que en los mármoles respirantes, en las tablas animadas y en las estrofas que danzan con rítmico pie entre cielo y tierra.

Último fruto de los granados estudios del Sr. Hinojosa es el discurso que acabáis de oír, monografía completa y llena de datos nuevos acerca de uno de los pensadores más ilustres de nuestro siglo XVI; varón insigne por el entendimiento y la doctrina no menos que por la fortaleza de carácter; teólogo singular entre los más ilustres que la Orden de Santo Domingo ha producido; restaurador de la Escolástica, en pleno Renacimiento, o más bien padre y creador de una nueva ciencia teológica acomodada al gusto y a las necesidades de los tiempos nuevos; verdadero Sócrates de la Teología, como sus discípulos le apellidaron, acordándose no sólo de su espíritu filosófico y de la eficacia y virtud generadora de su palabra, que tanto contrastaba con su parquedad en escribir, sino más aún, de las nuevas e inmediatas aplicaciones que realizó de la ciencia divina que enseñaba, haciéndola descender de los cielos para tomar parte en las contiendas de la tierra, no de otro modo que el hijo de Sofronisco convirtió en ciencia ética, en ciencia de los deberes y de los afectos humanos, lo que hasta entonces había sido en manos de los jónicos y de los eleáticos, ciencia física o esgrima dialéctica. Y no es que se trate aquí de rebajar en lo más mínimo el valor de la especulación metafísica pura, desinteresada e inútil, a la cual precisamente por esta noble condición de desinterés e inutilidad rendimos fervoroso [p. 229] culto, creyendo firmemente que no hay más alto y generoso empleo del entendimiento humano, que la contemplación de la verdad por la verdad misma; ejercicio verdaderamente divino, en que se revela y manifiesta más que en ningún otro esfuerzo natural la participación de la lumbre increada. Pero así como es gravísima aberración, indigna de un espíritu científico, tratar con desdén las llamadas sutilezas de filósofos y teológos, no es yerro menos grave, y en ciertas épocas ha sido funestísimo, el divorcio entre la práctica y la especulación, y el dejar entregadas a la arbitrariedad de los empíricos, a la rutina de los leguleyos, al instinto más o menos falaz de los hombres de acción, cosas tan altas como la Moral, el Derecho y la Política. No lo entendía así Francisco de Vitoria; y en esto consiste su gloria mayor y el que merezca ser apellidado padre de una ciencia nueva, fecunda en portentosas aplicaciones. No fué moralista y jurisconsulto, a pesar de ser teólogo, sino que lo fué precisamente por su teología, deduciendo de ella corolarios que alcanzan a todas las grandes cuestiones sociales, el origen del poder y el fundamento de la soberanía, los límites y relaciones entre la potestad eclesiástica y la civil, los derechos de la paz y de la guerra, la esclavitud, la colonización y la conquista.

Era Vitoria discípulo de Santo Tomás y escolástico de raza; pero como al fin vivió en el siglo XVI, y en relaciones antes benévolas que hostiles con los grandes humanistas de su tiempo, sin exceptuar al mismo Erasmo, participó ampliamente del espíritu de generosa y libre indagación que el Renacimiento trajo consigo; y en vez de parecerse a los degenerados nominalistas, que en su juventud alcanzó en la Universidad de París, y cuyas semblanzas duran en la enérgica invectiva de Juan Luis Vives In Pseudo Dialecticos y en sus libros De causis corruptarum artium, tuvo a mérito y gala, no sólo el emplear cierto método y lucidez enteramente modernos, cierta elegancia de exposición, y aun cierto artificio oratorio, visible sobre todo en los proemios de sus Relectiones, exornados sobriamente con los recuerdos de la antigua sabiduría y aun con las flores del arte clásico, sino que puso todo su empeño y mayor conato en romper los espesos muros que circundaban la palestra escolástica, sordos sus maestros a todo rumor de la vida, atrasados voluntariamente en dos [p. 230] siglos, y ociosamente ocupados en tejer interminables telas de araña. Con Vitoria penetró a torrentes la luz en el estadio antes inaccesible, y un óleo nuevo vigorizó a raudales los miembros y el espíritu de los nuevos púgiles. De Vitoria data la verdadera restauración de los estudios teológicos en España, y la importancia soberana que la Teología, convertida por él en ciencia universal, que abarcaba desde los atributos divinos hasta las últimas ramificaciones del derecho público y privado, llegó a ejercer en nuestra vida nacional, haciendo de España un pueblo de teólogos. En su escuela se formaron los más grandes del siglo XVI: un discípulo suyo, Domingo de Soto, escribió el primero y más célebre tratado De Justitia et Jure; otro discípulo suyo, Melchor Cano, trazó, en estilo digno de Marco Tulio, el plan de una enciclopedia teológica, remontándose al análisis de nuestras facultades de conocer, y buscando en ellas el organon para la nueva disciplina, que, merced a sus esfuerzos, alcanzó carácter plenamente científico y positivo antes que ninguna otra ciencia. Un abismo separa toda la teología española anterior a Francisco de Vitoria, de la que él enseño y profesaba; y los maestros que después de él vinieron, valen más o menos en cuanto se acercan o se alejan de sus ejemplos y de su doctrina. Todo el asombroso florecimiento teológico de nuestro siglo XVI, todo ese interminable catálogo de doctores egregios que abruma las páginas del Nomenclator Litterarius, de Hurter, convirtiéndole casi en una bibliografía española, estaba contenido en germen en la doctrina del Sócrates alavés. Su influencia está en todas partes; y sin que neguemos a insignes Maestros de otras ordenes el lauro que de justicia se les debe como iniciadores o colaboradores en el renacimiento teológico; aunque pronunciemos con respeto profundísimo los nombres de Fr. Luis de Carvajal y de Fr. Alfonso de Castro, timbres de la Orden Seráfica; del Agustino Fr. Lorenzo de Villavicencio; del Benedictino Fr. Alfonso de Virués; de los Jesuítas Salmerón y Lainez; y aunque no olvidemos ni por un momento que el impulso inicial de toda esta reforma de los estudios eclesiásticos partió de los libros De Disciplinis, de Luis Vives, y de algunos opúsculos de Erasmo, especialmente de su carta al Elector de Maguncia, oportunamente recordada por nuestro compañero, siempre habrá que reconocer que las tendencias [p. 231] erasmianas, por venir mezcladas de elementos sospechosos, no arraigaron ni fructificaron mucho, antes fueron miradas con cierta prevención y hostilidad más o menos violentas. Y en cuanto a los teólogos españoles que acabamos de citar, y cuyo ardiente catolicismo y pura ortodoxia son bien notorios, ninguno de ellos, a pesar de su mérito excepcional, logró extender su acción pedagógica a un círculo tan amplio como el de Francisco de Vitoria, y nunca lograron en nuestras escuelas ni en las restantes de la Cristiandad el libro De Restituta Theologia, de Carvajal, ni el De informando studio theologico, de Villavicencio, aquel puesto verdaderamente único; aquella reputación de obra magistral y clásica, que disfrutó desde el momento de su aparición la obra inmortal de Melchor Cano, trasunto fidelísimo de las ideas y del método de Francisco de Vitoria, interpretados por un espíritu todavía más vasto, más genial, más inquisitivo y audaz que el suyo, y dotado además de un poder y una magnificencia de estilo didáctico que su maestro parece haber presentido y deseado más bien que poseído.

Inéditos aún sus comentarios a la Suma de Santo Tomás, la influencia de Vitoria en la teología dogmática se prueba más bien por los libros de sus discípulos que por los suyos propios: hay que buscarla, confesada o no, en toda la pléyade de teólogos dominicos, en los dos Sotos, en Bartolomé de Medina, en Carranza, en Báñez, en Fr. Pedro de Herrera; dignamente continuados dentro del siglo XVII por los grandes atletas de las controversias de auxiliis, Fray Diego Álvarez y Fr. Tomás de Lemos, y por el perspicuo, valiente y profundísimo comentador Fr. Juan de Santo Tomás, uno de los más copiosos y seguros intérpretes de la doctrina del Ángel de las Escuelas. Los cuadernos de Vitoria, sus lecturas, amorosamente copiadas y piadosamente conservadas por los que pudieron oírle, constituyeron una especie de fondo común, una doctrina tradicional dentro de su Orden, a cuyo fondo fué acumulándose la labor de los nuevos profesores, durante todo el tiempo que la teología española conservó alientos de renovación y bríos de juventud y esfuerzo racional sacado de sus propias entrañas. Así pudo, durante dos siglos, la Orden de Predicadores exponer con orgullo sus teólogos a la terrible competencia con los Salmerones y Toledos, con los Maldonados y [p. 232] Fonsecas, con los Molinas y los Vázquez, con los Suárez, Valencias y Arriagas, con los Ripaldas y Montoyas; y si para gloria de nuestra ciencia quedó indecisa la palma de tan noble certamen, y no hubo en rigor ni vencedores ni vencidos, todavía pudo la escuela de Francisco de Vitoria reivindicar el patente derecho de prioridad, no sólo en lo dogmático, sino también en lo positivo e histórico, a lo cual se añade que el autor de las Relectiones Theologicae, que es en fecha el primero de los grandes moralistas que la Escuela produjo durante su edad de oro, puede reclamar muy buena parte, no en los extravíos, bien ajenos de su templanza y sobriedad de juicio, pero sí en los aciertos de aquella legión de casuistas, ayer tan denigrados y cuya rehabilitación comienza ahora, los cuales apuraron hasta los últimos ápices la disección de los actos humanos, de sus ocultos móviles, de sus extremas consecuencias, de los accidentes que los modifican, y de su calificación conforme a las leyes de la ética cristiana.

Pero una cosa hay que confesar, aunque con dolor se confiese. Por entibiamento de la fe, por ligereza de espíritu, por insensato desdén hacia la tradición nacional, que es mucho más fácil negar que conocer a fondo, el movimiento de nuestras escuelas teológicas del siglo XVI, tan vivo, tan animado, tan pintoresco y hasta dramático en ocasiones, yace generalmente olvidado, y aun los mismos que más suelen traer en boca los nombres de nuestros doctores, y más alarde hacen de seguirlos, suelen fijar exclusivamente su atención (curiosa y bien intencionada, y digna de agradecerse de todos modos; pero al fin curiosidad de profano y de dilettante superficial) en ciertas aplicaciones particulares que, con valer mucho, parecen una gota de agua en el vasto océano de la ciencia de Dios, tal como la profesaron Santo Tomás y sus más ilustres y fieles discípulos. Y en verdad que parece rara ironía de la suerte el que dure el nombre de Francisco de Vitoria; no por haber dado tres siglos más de vida gloriosa a una tradición que parecía completamnte agotada; no por haber reconciliado el Renacimiento con la Teología; no por haberse remontado a la crítica de las fuentes positivas de demostración teológica; no por haber enterrado definitivamente las sutilezas de los nominalistas y terministas; no por su admirable doctrina sobre la potestad del Papa y del Concilio, que fué bandera de nuestros teólogos en [p. 233] Trento; no por su doctrina política, que suele buscarse más bien que en las sobrias y nerviosas páginas de las Relectiones, en el difuso comentario que de ellas hizo Fr. Domingo de Soto, libro ciertamente de gran valor, pero todavía de mayor fortuna, conforme lo acredita el sabido latinajo de nuestras escuelas, qui scit Sotum, scit totum; no por lo que escribió de las relaciones y conflictos entre la Iglesia y el Estado, adelantándose a Melchor Cano, el cual, en su Parecer famoso, no dejó bastantes veces de sacar las cosas de quicio, cediendo al calor de la polémica contemporánea y a la natural extremosidad e intemperancia de su carácter, que tanto contrastaba con la plácida moderación científica de su maestro; no por ninguna de estas cosas—digo—sino por una circunstancia que parece meramente fortuita; es, a saber, por la buena fe y la honrada erudición de Grocio, el cual, en su famoso tratado De jure belli et pacis (que con apariencias de meramente erudito fué un progreso en la vida moral del género humano y contribuyó más que otro alguno a difundir ideas de piedad, de mansedumbre y de tolerancia, por todo lo cual merece ser eternamente bendecido por todos los aborrecedores del brutal prestigio de la fuerza), tuvo a gala contar a Vitoria entre los más egregios precursores de su obra humanitaria, citando con verdadero amor las dos Relectiones, De Indis y De jure belli.

Tal noticia, transmitida de Grocio a sus numerosos compendiadores e imitadores, despertó la atención de la crítica modena en cuanto se intentó formar una Historia del Derecho de gentes, y entonces vióse a Mackintosh afirmar en la Revista de Edimburgo, [1] que «los orígenes del Derecho natural, del Derecho público y del Derecho internacional deben buscarse en la filosofía escolástica, y sobre todo en los filósofos españoles del siglo XVI, que estaban animados de un espíritu mucho más independiente que los antiguos escolásticos, merced a los progresos que el Renacimiento había traído a nuestras escuelas. Y añadía el célebre publicista escocés que España, por haber sido en el siglo XVI la primera potencia militar y política de Europa, y haber sostenido grandes ejércitos y guerras continuas, hubo de sentir antes que otro país alguno la necesidad de asentar sobre bases sólidas el Derecho de la guerra, y por eso fué la patria de Vitoria y de Baltasar [p. 234] de Ayala. Más adelante escribió Mackintosh su célebre Historia de los progresos de la Ética (Progress of ethical philosophy), y como a él no le detuvo ni podía detenerle la mala vergüenza que solemos sentir los españoles para elogiar nuestras cosas, no se hartó de llamar a la España del siglo XVI «la más poderosa y magnífica de las naciones europeas», y declarar dignos de memoria eterna a Francisco de Vitoria, «por haber expuesto el primero las doctrinas de la escuela en la lengua del siglo de León X», y a Domingo de Soto, por haber sentado el gran principio de que «el Derecho de gentes es el mismo para todos los humanos, sin distinción de cristianos e infieles»: neque discrepantia, ut reor, est inter christianos et infídeles, quoniam jus gentium cunctis gentibus aequale est; principio que sirvió a Domingo de Soto para condenar la trata de negros, y había servido a Francisco de Vitoria y a Fr. Bartolomé de las Casas para condenar la esdavitud de los indios. «Apenas acierta un hombre de nuestros tiempos—añade Mackintosh—a tributar todos los elogios que merecen estos excelentes religiosos, que defendieron los derechos de hombres que jamás habían visto, contra las preocupaciones de su Orden, el supuesto interés de la religión, la ambición de su gobierno, la avaricia y el orgullo de sus compatriotas y las opiniones dominantes en su tiempo.»

Siguiendo las huellas de Mackintosh, Wheaton, el historiador norteamericano de los progresos del Derecho de gentes en Europa y en América, extractó cuidadosamente en 1846 las Relectiones 5.ª y 6.ª de Vitoria, y el tratado De jure belli, de Baltasar de Ayala, no sin advertir previamente que «las Universidades españolas produjeron en el siglo XVI una multitud de escritores notables que cultivaron aquella parte de la moral que enseña las leyes de la justicia».

Y tras de Wheaton vinieron a repetir algo idéntico Rivier y Nys, y todos los autores de monografías sobre el Derecho de gentes, y últimamente coronó este concierto de elogios en tan solemne ocasión como la del centenario de Alberico Gentili (1876), el profesor de Padua A. de Giorgi, saludando a Francisco de Vitoria, no sólo como inspirador y precursor de Gentili, sino como verdadero padre de la ciencia del Derecho internacional.

HE DICHO.

Notas

[p. 222]. [1] . Nouvelle Revue Historique de Droit, 1880.

[p. 223]. [1] . Revue de Droit International de 1880.

[p. 223]. [2] . Litterarische Centralblatt de 1881.

[p. 223]. [3] . Studi e documenti di Storia e Diritto di Roma, 1880.

[p. 233]. [1] . Septiembre de 1816, vol. XXII.