LA elección que la Real Academia de la Historia ha hecho del señor don Antonio Rodríguez Villa para ocupar un puesto entre sus individuos de número, es de las que no exigen largos y sutiles razonamientos para ser justificada de un modo patente a los ojos de todos. En el señor Rodríguez Villa, de quien pudiéramos decir que fué compañero y colaborador nuestro antes de ser académico, no se premian esperanzas ni promesas: nuestra Academia no acostumbra galardonar méritos en potencia. Se premia sólo el trabajo asiduo, la dedicación constante, la vocación histórica firme y sólida, robustecida con largos estudios, manifestada en innumerables publicaciones, que por ser tantas y todas de investigación original y directa, tienen, además de su valor propio, el valor de un saludable ejemplo en medio de la indiferencia del público, del silencio de los doctos y de la estéril abundancia de vana y frívola literatura que por donde quiera nos inunda, haciéndonos perder hasta la memoria de nuestro pasado y el gusto de las cosas españolas.
No pertenece nuestro nuevo compañero al número de los historiadores sintéticos y transcendentales, ya tan reducido en todas [p. 222] partes y que cada día ha de serlo más por el creciente y complicado desarrollo de las investigaciones, las cuales a duras penas toleran hoy aquellas fórmulas solemnes y cómodas con que antes era uso caracterizar un siglo, una raza, una civilización. Los pocos escritores de verdadero genio crítico que se aventuran a encerrar en un libro todo el movimiento histórico de una nación o de un período, comienzan por prepararse con un largo y paciente trabajo analítico, de que hoy no se exime nadie por muy filósofo y muy elocuente que sea. Para repetir las sabidas vulgaridades sobre la Edad Media, sobre los bárbaros y el feudalismo, sobre la Reforma y la Revolución francesa, no vale la pena de tomar la pluma en la mano; el hombre de ciencia nada tiene que ver con tales libros y agradecería mucho más a sus autores que hubiesen escrito modestamente la historia de su municipio natal o hubiesen publicado cualquier correspondencia inédita, de esas en que los personajes históricos se muestran como figuras humanas, y no como tropos de retórica. No es esto decir que la Historia general de una época o de un pueblo, sabiamente pensada y dignamente escrita, no sea el mayor triunfo de la mente humana en este orden de estudios, pero su dificultad crece en razón directa de su grandeza, y el que no sea un Mommsen o un Ranke hará muy bien en no intentarla.
La naturaleza reparte desigualmente sus dones: a unos da el genio filosófico y la penetración intuitiva de las grandes leyes de la evolución humana; a otros el talento literario, la magia de estilo, la adivinación semi-poética, el poder de resucitar las generaciones extinguidas y de interrogar a los muertos, leyendo en sus almas sus más recónditos pensamientos, y haciéndoles moverse de nuevo con los mismos afectos que los impulsaron en vida. A otros, finalmente, negó estas dos facultades tan grandes como peligrosas, y ni les dió poder de síntesis ni poder de estilo, pero sí diligencia incansable, amor a la verdad por sí misma, celo de propagarla y difundirla, perseverancia modesta en la indagación de cada detalle, espíritu curioso y ordenador que desentierra y reúne los materiales de la historia futura.
De estas tres naturalezas tiene que participar en mayor o menor grado el historiador perfecto, y por eso nada hay tan raro y difícil como su hallazgo, y a veces se necesita la labor de [p. 223] un siglo para preparar su aparición. Pero una cosa hay de todo punto evidente, y es que ni el genio de la historia filosófica, ni el genio de la historia artística, están reservados sino a un cortísimo número de mortales privilegiados; y esto durante el curso de largas edades, al paso que la investigación del detalle parece que está convidando con sus útiles resultados y sus modestos, pero muy positivos deleites, a todo hombre de entendimiento, de buena voluntad y de adecuada cultura, como uno de los más nobles empleos que pueden darse a la actividad intelectual, y a la larga uno de los más fecundos. Investigadores históricos puede y debe haber siempre en una nación; grandes historiadores los habrá cuando Dios sea servido de concedérselos. Pero en aquello que la previsión humana puede alcanzar, es claro que el único medio de acelerar la aparición del genio de la Historia y de aguardar con más paciencia su venida, será irle preparando y desbastando los materiales de su obra, y darle así allanada la mitad de su camino.
Al corto número de los trabajadores infatigables que dignamente siguen las huellas de nuestros eruditos del siglo pasado, de nuestros predecesores en esta Academia pertenece el señor Rodríguez Villa, que en el espacio de veinte años próximamente ha publicado más de veinte monografías históricas de asunto español, curiosas todas y dignas de aprecio, importantísimas algunas por la materia y la ejecución; sin contar otros muchos artículos y publicaciones de textos inéditos, en todas las revistas y colecciones históricas que con varia fortuna han ido apareciendo en España durante todo este tiempo. Mencionarlas todas sería caer en la aridez de una prolija bibliografía, impropia de la ocasión presente. Me limitaré a refrescar en vuestra memoria el recuerdo de las principales entre ellas.
Preparado el señor Rodrígez Villa con los sólidos estudios de nuestra benemérita Escuela de Diplomática, y comenzando a prestar sus servicios en el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, dióse a conocer como investigador histórico por los años de 1872 y 1873, publicando cuatro opúsculos de amena y curiosa lectura, que ya anunciaban su predilección por los dos períodos de nuestra historia moderna que principalmente debía ilustrar en obras posteriores de más empeño. Con la Embajada extraordinaria [p. 224] del Marqués de los Balbases a Portugal en 1727 penetró en el siglo XVIII, dándonos cuenta de una feliz negociación entre las dos monarquías peninsulares, y con este motivo curiosos detalles de costumbres y fiestas. Con la Noticia biográfica y documentos históricos relativos a D. Diego Hurtado de Mendoza, primer Conde de la Corzana, y con la Misión secreta del Embajador D. Pedro Ronquillo en Polonia en 1674, hizo sus primeras armas en la historia de la Casa de Austria. La biografía del primer Conde de Corzana es interesante, no sólo por lo que se refiere a la persona de aquel buen caballero, íntegro Gobernador y discreto repúblico, Consejero de Felipe IV, Corregidor de Toledo, Embajador en Inglaterra y Francia y Asistente de Sevilla; sino porque los documentos con que la adiciona el señor Rodríguez Villa se refieren en gran parte a tan importante negocio como el del proyectado matrimonio del Príncipe de Gales (que después fué infortunado Rey de Inglaterra con el título de Carlos I) y su viaje a Madrid en 1623. La misión secreta de Ronquillo a Polonia para influir en la elección de Rey a favor del Príncipe Carlos de Lorena, pertenece a los últimos años del siglo XVII, los más tristes y calamitosos de la historia política de nuestra nación, y tiene la doble curiosidad de revelarnos un diplomático y un hombre de Estado, digno resto de la grande escuela de otros tiempos, hasta en la sencillez y lisura de su estilo epistolar; y mostrarnos cómo en medio de la profunda e irremediable decadencia que agotaba las fuerzas de nuestra nación, todavía el talento y la firmeza de algunos ilustres varones, unido al prestigio tradicional de nuestra grandeza pasada, alcanzaba a mantener en apartadas regiones el decoro de nuestra monarquía; esfuerzo verdaderamente milagroso y muy digno de ser considerado y agradecido.
A tiempos muy diversos, y para la patria los más gloriosos, nos transporta la heroica expedición del Maestre de Campo Bernardo de Aldana a Hungría en 1548, de la cual ha publicado el señor Rodríguez Villa detallada y por todo extremo interesante narración con visos de Memorias personales, puesto que si no salieron de la pluma del mismo Maestre, son debidas a la de un hermano suyo, Frey Juan Villela de Aldana, que con él anduvo en la expedición participando de sus triunfos y de sus amarguras. Nada se debatía allí que a España importase, pero por eso [p. 225] mismo resulta más admirable el valor de aquel puñado de españoles enviados por el César Carlos V en apoyo de su hermano contra sus vasallos rebeldes, y utilizados luego como tropas auxiliares para contener el empuje de los turcos y cubrirse de gloria en Transilvania; y esto mal queridos de los pueblos en cuyo servicio derramaban su sangre, mal pagados y pertrechados siempre, e insidiosamente calumniados y traídos a punto de muerte, como si amenazara renovarse en ellos la historia de los catalanes en Bizancio.
Tales fueron los primeros pasos del señor Rodríguez Villa en la publicación e ilustración de documentos históricos; ensayos, como se ve, tímidos aún, y en los cuales el autor, apartándose de las veredas más trilladas, gustaba de traer a la consideración de los estudiosos nombres beneméritos, pero desconocidos, hazañas oscuras, negociaciones que, envueltas en el misterio de las cartas cifradas, no habían podido menos de ocultarse a los historiadores generales. Pero llegó un día en que sin abandonar la publicación de documentos aislados o de curiosidades históricas, como las Etiquetas de la Casa de Austria y el Inventario de las alhajas, ropas y armería del tercer Duque de Alburquerque, trató de dar a sus trabajos mayor extensión y transcendencia, escogiendo para ellos asuntos y personajes de los más señalados en nuestra historia, y componiendo ya verdaderos libros, en los cuales los documentos aparecen entretejidos con la narración, y no sólo la sirven de apoyo y fundamento, sino que ellos mismos están dispuestos de modo que constituyen la verdadera trama de la historia sin que el historiador intervenga con su propio juicio y estilo, sino en la medida estrictamente necesaria para enlazarlos. No desconocemos los reparos que pueden oponerse a este procedimiento desde el punto de vista literario, pero no hay duda que este sistama intermedio entre las meras colecciones de documentos, que sólo el erudito puede leer seguidas, y la historia literaria y narrativa, tiene la ventaja inapreciable para la mayor parte de los lectores, de darnos la historia en acción, desarrollándose, por decirlo así, a nuestra vista, expuesta y declarada por sus mismos protagonistas; y esto no de un modo artificial y amañado, como casi siempre sucede en las Memorias, por grande que sea o parezca la sinceridad de quien las escribe, sino involuntariamente [p. 226] y del modo que en las cartas suele consignarse, con entera efusión y sin recelo de la curiosidad de los venideros.
Aplicó este método el señor Rodríguez Villa a un breve reinado del siglo XVIII que hasta ahora no ha logrado historiador peculiar, por lo cual, con ser tan reciente, queda de él un concepto muy vago, y sólo se repiten tradicionalmente ciertos nombres, con los cuales se enlaza la oscura reminiscencia de una época de prosperidad modesta y de bueno y patriarcal gobierno. Tal fué el reinado de Fernando VI, a cuya ilustración dedicó el señor Rodríguez Villa, en 1878, un volumen que lleva por título el nombre del célebre ministro en quien se cifra la principal gloria de aquel período, D. Cenón de Somodevilla, Marqués de la Ensenada. Recorriendo la caudalosa serie de documentos que allí se nos ofrecen, estudiando los grandes proyectos de reforma de Ensenada en la Marina, en el comercio, en la industria, en la instrucción pública, en todas las ramas de la administración, crece a nuestros ojos la figura de aquel ministro, último gobernante del siglo pasado que acertó a ser reformista sin mezcla de revolucionario; y se comprende la aureola legendaria que circunda el nombre del restaurador de nuestro poder naval, del hacendista práctico e instintivo, del inteligente y generoso protector de toda iniciativa fecunda, de todo desarrollo de la cultura: digno especialmente de buena memoria en este recinto y en toda Academia de España por el amparo que le debieron los grandes trabajos de erudición, las investigaciones y viajes literarios de Flórez, de Pérez Bayer, del Padre Burriel, de Casiri, la publicación de la España Sagrada, la preparación del catálogo de los códices del Escorial, las observaciones astronómicas y físicas de Ulloa y Jorge Juan. Y no sólo la vida pública de Enseñada, sino íntimos detalles de sus gustos artísticos y aficiones magníficas y suntuosas, se aclaran en el libro del señor Rodríguez Villa con la publicación del extenso inventario de los bienes del Marqués: documento de aquellos que la historia oficial suele desdeñar, y que completan, sin embargo, del modo más inesperado, la fisonomía moral de los personajes históricos, haciéndonos penetrar en su intimidad doméstica.
Como complemento, o más bien como preámbulo de este excelente estudio, puede contarse otro libro más breve de nuestro [p. 227] nuevo compañero sobre los dos ministros de Felipe V, Patiño y Campillo, a quienes en algún modo puede considerarse como precursores de Ensenada, así en lo que toca a la Hacienda como en los proyectos de construcción naval; y en quienes puede decirse que comienza la serie de los ministros españoles del siglo pasado, y termina (aunque no del todo, puesto que la vemos renacer en los primeros tiempos de Carlos III) la larga e ignominiosa tutela ejercida sobre nuestra nación por aventureros franceses, italianos u holandeses en el primer reinado de la Casa de Borbón.
Pero no son sus trabajos acerca del siglo pasado, con ser verdaderamente notables, los que, a mi juicio, acreditan más el método laborioso, el sereno juicio, la selección hábil de los testimonios con que procede el señor Rodríguez Villa. Estos méritos brillan más, por la superior dificultad e interés de la materia, en sus trabajos relativos a épocas más remotas de nuestra historia. Encabézalos, en el orden cronológico, el Bosquejo biográfico de D. Beltrán de la Cueva, primer Duque de Alburquerque, monografía de las más agradables y más literarias de su autor, de las mejor compuestas y distribuidas, sin otro defecto, dado que alguno tenga, que el que parece inseparable de todo biógrafo, es decir, el de inclinarse demasiadamente al panegírico, que aquí recae, no en un grande hombre, sino en un hombre habilísimo para el propio provecho, ingenioso y discreto cortesano, caballero bizarro y alentado, y en ocasiones generoso y magnánimo, con mil cualidades brillantes y ciertas dotes de lealtad personal, siempre estimables y más en tiempos de tan espantosa anarquía moral y tan profundo envilecimiento político como fué el reinado de Enrique IV. De este período, que nunca será bastante estudiado porque está lleno de altísimas y amargas enseñanzas que desgraciadamente no han envejecido, pero que en medio de su amargura tienen la ventaja de recordarnos que Dios hizo sanables a los pueblos, y que basta en ocasiones una voluntad robusta y entera para levantarlos desde el polvo de la degradación hasta la cumbre de la gloria, poseemos por fortuna abundantes aunque contradictorios testimonios contemporáneos, y no es difícil llegar a una aproximada estimación de la verdad, entre los opuestos apasionamientos de Castillo y de Palencia. Más fácil será aún, cuando las Décadas latinas de este último estén totalmente al alcance de los estudiosos [p. 228] en la edición que tantos años hace prepara nuestra Academia, y a la cual ha de servir de precioso complemento la Colección diplomática , que para este período es de las más ricas. El señor Rodríguez Villa, no satisfecho con acudir a todas estas fuentes, descubrió una nueva en los papeles inéditos del Archivo de la Casa de Alburquerque, y pudo enriquecer su trabajo con un importante apéndice, no menos que de sesenta y dos documentos, de todo punto desconocidos, a parte de otros varios que en el cuerpo del libro van citados integros o en extracto; notable muestra de la riqueza con que todavía pueden contribuir a la ilustración de la Historia general los Archivos de las antiguas casas españolas, casi inexplorados aún, si bien el polvo de algunos de ellos comienza a ser gloriosamente removido aun por manos femeninas y de las más ilustres.
El libro relativo a don Beltrán de la Cueva nos lleva como por la mano, siguiendo el orden de los tiempos, a considerar otro estudio histórico del señor Rodríguez Villa, y sin duda, el rnás notable de los que hasta el presente ha dado a luz, es decir, el que tiene por asunto la desventurada historia de Doña Juana la Loca: ejemplo memorable y solemne del injusto rigor de la fortuna, y trágico dechado de los estragos de la pasión desbordada y omnipotente. Ya desde los primeros pasos de su carrera histórica había fijado la atención el señor Rodríguez Villa en aquella enigmática figura, avivándose su curiosidad como la de otros estudios con la cuestión torpemente planteada por Bergenroth en 1868 acerca de la locura real o supuesta de aquella Princesa, que él sostenía haber estado siempre en su sano juicio, aunque encarcelada y perseguida por adhesión (que debió de ser profética) a las doctrinas luteranas. Tan extravagante paradoja, fundada en mal conocimiento de la lengua y mala lectura de textos suficientemente claros, no resistió por mucho tiempo al examen crítico de Gachard entre los extranjeros, y de varios españoles, entre los cuales recuerdo a nuestro inolvidable compañero don Vicente de la Fuente y al ilustre historiador que hoy preside dignamente esta Academia; pero los documentos publicados por Bergenroth eran en sí mismos tan importantes, que abrieron nuevo camino a la indagación, sirvieron para rehacer la biografía de doña Juana, y son el antecedente indispensable de la obra en que desde 1874 se empeñó [p. 229] nuestro nuevo académico, publicando primero, a modo de ensayo, el Bosquejo biográfico de la Reina Doña Juana, formado con los más notables documentos históricos relativos a ella, y ahora recientemente el libro capital y extenso en cuya portada estampa por primera vez el título de individuo de nuestro Cuerpo, justificando así, después como antes, el acierto y justicia con que en su elección procedimos. En él aparecen diestramente aprovechados, y en gran parte insertos a la letra, no sólo los ciento cuatro documentos que en 1868 publicó Bergenroth, y que continúan siendo fundamentales, sino otros muchos de Simancas, de nuestra biblioteca y de otras colecciones, sin contar con los fragmentos de la Crónica de Padilla y la muy importante del cosmógrafo Alonso Estanques, que no había sido utilizado todavía.
La impresión que todo este conjunto de testimonios deja en el ánimo, confirma más y más las conclusiones del sagaz y prudente Gachard y las que el mismo señor Rodríguez Villa había estampado en su primer trabajo. La locura de doña Juana fue locura de amor, pasión de celos, como ella misma lo declara en la célebre carta de 3 de mayo de 1505, cuyo autógrafo tuvo la suerte de encontrar el señor Rodríguez Villa entre los papeles del Archivo de la casa de Alburquerque. No cabe duda ni vacilación en esto, y sólo a la ciencia frenopática incumbe ya clasificar la dolencia de doña Juana, y determinar si reúne o no todos los caracteres de la perfecta locura. El que con la luz del criterio científico quiera acometer tal estudio, tiene ya delante de sí todas las piezas del proceso, ordenadas y clasificadas convenientemente. Quizá en el inmenso drama de la Historia no haya un caso análogo cuyas circunstancias sean tan perfectamente conocidas y puedan con tanta facilidad someterse al análisis. Y pocos habrá de interés tan humano, sombrío y trágico, sin que sea necesario sutilizar el entendimiento en busca de motivos recónditos y de tenebrosas combinaciones, que no necesitó el gran dramático español de nuestros días para adelantarse, con soberana intuición poética, a las que luego han venido a ser conclusiones de la ciencia histórica.
El interés biográfico y psicológico domina sin duda en el libro del señor Rodríguez Villa, pero dista mucho de ser el único ni quizá el principal que ofrece. Un episodio singularísimo que [p. 230] vino a alterar la triste monotonía de la vida tan larga como infeliz de la desventurada Princesa, ha dado ocasión a nuestro compañero para trazar una gran parte del cuadro de la gran crisis política conocida con el nombre de guerra de las Comunidades de Castilla. Ha dado grande extensión a esta parte de su trabajo y ha obrado cuerdamente en ello, puesto que tantas sosas y tan nuevas tenía que decirnos. Si su trabajo contradice en algo el juicio generalmente recibido sobre el carácter y desarrollo de aquellos movimientos, no se culpe al autor que es mero y fidelísimo intérprete y relator de los documentos, sino al espíritu de anacrónica exageración política con que han solido juzgarse las revoluciones antiguas a tenor de ideas y sentimientos enteramente modernos.
Rara vez o ninguna cae el señor Rodríguez Villa en tal pecado, ni siquiera en aquel de sus libros que parecía más ocasionado a ello, por rozarse con materia tan difícil y escabrosa como los conflictos entre el Pontificado y el Imperio, dificilísima de tratar con tan sereno juicio que no deje de traslucirse por una u otra parte el concepto personal del autor sobre muy transcendentales materias. Me refiero a las interesantísimas Memorias para la historia del asalto y saqueo de Roma en 1527 por el ejército imperial, formadas con documentos originales, cifrados e inéditos en su mayor parte
Este libro está visiblemente inspirado por una tendencia patriótica y apologética que yo aplaudo, pero atreviéndome a pensar que lleva al autor demasiado lejos, así en lo que toca a la justificación personal del Emperador, como en la disculpa o atenuación de los desmanes cometidos por sus gentes en Roma. Pero el mismo que en este punto disienta de la opinión de nuestro laborioso historiógrafo, encontrará reunidas en su monografía todas las pruebas que pueden alegarse en pro del dictamen contrario; porque el señor Rodríguez Villa con la honrada buena fe propia de su carácter y la profunda conciencia que tiene de los deberes del historiador, ni oculta, ni suprime, ni mutila, ni deja a media luz lo que puede ser menos favorable a las conclusiones de su personal juicio. Hasta ahora no teníamos sobre el saco de Roma más que relaciones literarias y apasionadas, dignas de crédito algunas en lo sustancial por ser de contemporáneos y aun de testigos presenciales, pero sospechosas de amaño o de hipérbole en los pormenores [p. 231] sin excluir la importantísima de Luis Guicciardini, ni la que con intento visiblemente parcial en favor de Carlos V y contra Roma, como de autor más o menos imbuído en los errores de la Reforma, se contiene en el Diálogo de Lactancio del Secretario Alfonso de Valdés. Pero hoy, merced a la diligencia del señor Rodríguez Villa podemos seguir jornada tras jornada los pasos de la hueste expedicionaria; y en las cartas cifradas del Abad de Nájera y del Secretario Juan Pérez, tenemos el diario de sus operaciones durante los nueve meses que duró la ocupación de Roma por el ejército cesáreo, desde la terrible fecha de 6 de mayo de 1527 hasta el 17 de febrero de 1528. Complemento obligado de este libro del señor Rodríguez Villa, es otra colección que luego ha dado a luz con el título de Italia desde la butalla de Pavía hasta el saco de Roma, ilustrando con gran copia de documentos inéditos y cifrados, procedentes en gran parte de la colección de Salazar que en nuestra Biblioteca se custodia, los tres años que separan estos dos capitalísimos hechos: período que todavía espera su historiador español, aunque desde el punto de vista francés haya sido magistralmente narrado por Mignet en su libro inconcluso de la Rivalidad de Carlos V y Francisco I.
No hemos agotado, ni con mucho, el catálogo de los servicios eminentes y positivos que nuestro nuevo compañero ha prestado a los estudios históricos. Nada hemos dicho, por ejemplo, de la parte que tuvo, juntamente con un erudito francés, de los más profundos conocedores de nuestras cosas, en la publicación tan interesante como amena de los dos viajes del arquero flamenco Enrique Cock, que siguió la comitiva de Felipe II en 1585 a Zaragoza, Barcelona y Valencia, en 1592 a las Cortes de Tarazona. Nada de la monografía en que vindicó la honra militar del duque de Alburquerque, bizarro aunque desdichado General de caballería en Rocroy. Nada de la edición de las picantes y donairosas cartas o avisos de un curioso anónimo sobre la corte y la monarquía de España en 1636 y 1637, obra que viene a acrecentar el tesoro de noticias de aquel reinado que se encierran en las cartas de los Jesuitas publicadas en nuestro Memorial Histórico, en los Avisos de Pellicer, en los de Barrionuevo y en tantos otros como van saliendo de la oscuridad cada día, dándonos a conocer con minuciosidad de periódico la vida diaria y familiar de nuestros [p. 232] mayores en la época, nunca bastante estudiada, de su brillante y pintoresca decadencia, de tan dulce recuerdo para el artista y el poeta, cuanto triste y calamitosa a los ojos del hombre de Estado.
¿Y qué he de deciros del eruditísimo discurso que acabáis de oír, sino que es una nueva y excelente monografía, que a la vez que enriquece el catálogo ya tan copioso de las del señor Rodríguez Villa, basta por sí sola para dar idea de la seguridad de su método y de la novedad que comunica a toda materia histórica? La noble figura del grande hombre de guerra, a quien se debió la rendición de Breda, no es de las que se han borrado de la memoria de nuestro pueblo: una anécdota tan apócrifa como casi todas las anécdotas y dichos célebres, la conserva: la musa inmortal de Calderón, y el pincel de Velázquez, émulo y vencedor de la naturaleza, la dieron perenne vida en el lienzo y en la escena. Pero el arte recoge y consagra sólo los grandes momentos: faltaba separar esta gran figura del cuadro general de la historia de su tiempo, reconstruir la biografía de Spínola, casi ignorada en conjunto, y en la cual sólo centelleaban hasta ahora dos o tres puntos luminosos: seguirle paso a paso, no sólo en sus esfuerzos de heroísmo, sino en los de resignación y paciencia contra el hado adverso, que son todavía más raros, ejemplares y meritorios: mostrar, en suma, hasta qué limite puede contrastar la fortaleza de un hombre empeñado honrada y serenamente en el cumplimiento de su deber todos los elementos de ruina conjurados contra un grande imperio y dilatar su agonía, y presentarle aún glorioso y cubierto de laureles a los atónitos ojos de las gentes. Esta gran lección es la que se deduce del estudio del señor Rodríguez Villa, y nunca es ocioso ni inoportuno recordarla.