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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > FELIPE II

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Sr. D. Valentín Gómez.

Madrid, 2 de octubre de 1879.

MI estimado amigo: Devuelvo a usted las capillas de su libro acerca de Felipe II, que he leído con verdadero placer. Obra de vulgarización, acomodada al recto criterio histórico, concisa y nutrida, libre de vanas declamaciones y extemporáneos adornos, contribuirá, sin duda, a difundir la verdad acerca del Rey Prudente, a disipar en el común de los lectores muchas preocupaciones, y a acrecentar no poco la justa reputación de usted como escritor fácil, correeto y animado. Ha triunfado usted repetidas veces en las lides del teatro y en las de la prensa periódica: el presente ensayo, breve como es, mostrará sus especiales dotes para los severos estudios de la Historia, nunca más necesitados que hoy de asiduos y bien intencionados cultivadores. La falsa historia lo ha invadido todo: en las aulas, en los círculos literarios, hasta en el hogar de la familia, se nutre nuestra juventud con el fruto de las mentiras de tres generaciones: la protestante, la enciclopedista y la ecléptica o doctrinaria. Convertida en arma de partido, arrastrada [p. 216] por el lodo de las calles y por la alfombra de los congresos en retumbantes y asiáticas peroraciones, invocada como texto por todo linaje de sofistas y ambiciosos, hecha pedazos en las columnas de la desgreñada prensa, la historia de España que nuestro vulgo aprende, o es una diatriba sacrílega contra la fe y grandeza de nuestros mayores, o un empalagoso ditirambo, en que los eternos lugares comunes de Pavía, San Quintín, Lepanto, etc., sirven sólo para adormecernos e infundirnos locas vanidades.

El personaje por usted elegido ha sido, como nadie, víctima de esta falsa historia. Es quizá el ejemplo más señalado de la facilidad con que se va trocando en legendario un tipo histórico, aunque se tengan de él las más minuciosas noticias, y se puedan seguir punto por punto y día por día todos sus pasos y acciones. La leyenda de Felipe II comenzó en vida suya, y la hizo el odio de los protestantes holandeses. Difundióla Guillermo el Taciturno en un célebre Manifiesto y ávidamente la acogieron, cuantos en Inglaterra, en Francia, en los Países Bajos, en Italia misma, alimentaban odios o rencores contra la Iglesia o contra España. Las mismas Relaciones de Antonio Pérez, donde no se han descubierto graves errores de hecho, pero sí malignas alusiones y reticencias, y los coloquios del mismo perseguido secretario, con Essex, la reina Isabel de Inglaterra y Enrique IV, a quienes tan malamente sirvió contra su patria, contribuyeron a enturbiar y oscurecer ciertos puntos de la historia de Felipe II, y cabalmente los que por lo dramáticos y animados excitaban más la general curiosidad. Pero todo esto es nada en comparación de las increíbles patrañas que el protestante italiano Gregorio Leti divulgó en su llamada Historia de Felipe II,  y que otros muchos libelistas exornaron con nuevas y progresivas invenciones.

En España, donde Felipe II fué popularísimo, como identificado con todos los sentimientos y cualidades buenas y malas de la raza, estas invenciones no pudieron penetrar ni hacer fortuna hasta el siglo XVIII. Verdad es que no las acogió ningún historiador serio; pero el arte se apoderó de ellas, y las tornó doblemente perniciosas. Lo que Schiller había hecho en Alemania con su Don Carlos, y en Italia Alfieri con su Philippo: fantasear un tirano de tragedia clásica, hombre ceñudo, sombrío y monosilábico, ente de razón, tipo de perversidad moral sin qué ni para qué, y tan [p. 217] impasible y antihumano, que llega uno a compadecerse de él, al oír los improperios que continuamente le dicen sus víctimas; esto hicieron en España los poetas enciclopedistas del siglo pasado, y a su frente Quintana en El Panteón del Escorial, donde la falsedad histórica llega a ser repugnante, fea, antiestética, progresista, en suma, del peor género posible. En pos de Quintana vino una grey de poetas, novelistas y declamadores, indignos de particular memoria, y la tiranía de Felipe II llegó a ser el lugar común de toda arenga patriótica, el grande argumento de los partidos liberales, el coco con que se espantaba a los niños y a las muchedumbres.

Todavía quedan vestigios de esto. Con asombro leí el año pasado en la Revista de España un artículo en que se acusaba a Felipe II de haber asesinado a su mujer, y a su hijo, y a dos millones de españoles. Y este artículo era comentando un libro publicado en París no ha mucho, en el cual se consignan iguales o mayores dislates.

Por fortuna, éstas en el día de hoy son aberraciones dignas de lástima, pero no de ser tomadas en cuenta. La crítica histórica lleva hace años muy diferente camino; y aunque Felipe II no ha encontrado todavía un historiador general digno de él, dado que Prescott dejó muy a los comienzos su obra, las monografías particulares abundan, y van derramando mucha luz, precisamente sobre los puntos más oscuros de su reinado. Así, el episodio de Antonio Pérez y de las alteraciones de Aragón ha dado materia sucesivamente a los elegantes ensayos de Bermúdez de Castro y de Mignet, a la magistral Historia del marqués de Pidal, y a La Princesa de Évoli del señor Muro, obra de sólida y copiosa erudición, en muchas partes nueva. La cuestión del príncipe don Carlos ha sido definitivamente resuelta por Gachard, sin que sea por eso digno de olvido el agradable libro de Moüy. A Gachard no le ha vencido nadie en el campo de estas investigaciones: nadie tan benemérito como él de la historia de Felipe II. Él ha sacado a luz la correspondencia de nuestro Monarca, la de Margarita de Parma y la del príncipe de Orange sobre los negocios de los Países Bajos; ha aclarado mucho el gobierno de don Juan de Austria en Flandes; y si a sus tareas añadimos las numerosas publicaciones de la Sociedad de Historia de Bélgica, podremos formar idea clarísima de aquellos acontecimientos, mejor que en las historias de Motley [p. 218] y otros apasionados partidarios de la causa holandesa. Por otra parte, la publicación de las Relaciones de los embajadores venecianos, nos ha dado a conocer más de cerca a Felipe II y a su corte. Algunos puntos de su política exterior deben mucha ilustración a los modernos estudios de los eruditos franceses sobre los tiempos de la Liga, y otros han sido objeto de buenos libros castellanos; v. gr., la Relación del combate naval de Lepanto, de don Cayetano Rosell. Y para remate y corona de todo, el señor Cánovas, en el Bosquejo histórico de la casa de Austria, en el prólogo a La Princesa de Évoli y en otros opúsculos, ha formulado discretos y no apasionados juicios generales que, si no son la verdad entera, se acercan mucho a ella.

A esta meritoria tarea se ha asociado usted, amigo mío, siguiendo las huellas del doctor Reinhold Baumstark, a quien nadie tachará de parcial e interesado. Tampoco la de usted es apología sistemática, ni esto sería lícito, serio ni conveniente. Felipe II no fué un santo, ni nadie trata de canonizarle. Como hombre tuvo pecados y debilidades graves y frecuentes; como gobernante cometió verdaderos yerros, aunque no es suya toda la culpa. Pero ni fué tirano, ni opresor de su pueblo, ni matador de sus libertades, ni tampoco le negará nadie el título de grande hombre. No tuvo cualidades brillantes, de las que atraen y subyugan la general admiración; no fué militar, ni orador, ni artista, y hubo en su carácter algo de seco, árido, prosaico, formalista y oficinesco, que no le hace simpático, aunque tampoco le haga terrible. Pero a su modo, en su línea, en su oficio de Rey, llegó al summum de lo tenaz, laborioso y persistente: héroe de expedientes, y de gabinete, y aún mártir, porque puede decirse que no tuvo una hora de paz y sosiego en su largo reinado. Y para gloria suya debemos añadir que muy pocas veces se dejó llevar por mezquinos intereses o por vil razón de Estado, y que su mente estuvo siempre al servicio de grandes ideas: la unidad de su pueblo, la lucha contra la Reforma. Hizo la primera con la conquista de Portugal, y contra la segunda mandó a sus gentes a lidiar a todos los campos de batalla de Europa. Si alguna guerra emprendió que no naciese de este principio, fué herencia de Carlos V; herencia funesta, pero que él no podía rechazar. Nuestra decadencia vino porque estábamos solos contra toda Europa, y no hay pueblo que a tal desangrarse [p. 219] resista; pero las grandes empresas históricas no se juzgan por el éxito. Obramos bien como católicos y como españoles: lo demás, ¿qué importa?

Usted ha hecho justicia de todas las acusaciones relativas a la política exterior de esta generosa nación, brazo de guerra del Catolicismo en aquella serie de titánicas empresas; y si los fanatismos revolucionarios tuvieran ojos para ver y alma para sentir lo que de suyo es grande, deberían admirar, aunque su admiración fuera mezclada de egoísta y utilitaria lástima, el sublime espectáculo de un pueblo que, no por su interés material, sino contra su interes, desciende solo al palenque para romper lanzas en pro de una idea contra todo el mundo conjurado. Si esto no es noble abnegación, no sé dónde está la grandeza. ¿Y qué nombre daremos a los que después de ver rendida y postrada, no por la justicia o el valor, sino por el número, a la amazona del Mediodía, todavía la insultan, escarnecen y vilipendian, sin comprender ¡tan ciegos están! que el martirio no es afrenta, sino corona, y que el triunfo (político) de la Reforma no podía significar otra cosa que la anulación del espíritu latino y el imperio de la barbarie septentrional?

En lo relativo a los negocios interiores, con gusto seguiría a usted, si esta carta no se fuese alargando demasiado, y si por otra parte no fuera del todo innecesario volver aquí a los manoseados temas de don Carlos, la de Évoli y Antonio Pérez. Lo que usted dice resume hábilmente y en pocas palabras las últimas investigaciones sobre el particular, y mientras no parezcan documentos nuevos de verdadera importancia, a ellas hemos de atenernos.

Sólo dos leves observaciones he de hacer, en muestra de imparcialidad, sobre el precioso trabajo de usted. Noto, en primer lugar, que llama usted a Miguel Servet hereje valenciano, siendo así que el mismo Servet en su proceso se dice en más de una ocasión villanovano , y en otra natural de Tudela de Navarra, pero oriundo de Villanueva en Aragón. Esta Villanueva es Villanueva de Sixena, donde han existido y quizás existan los dos apellidos Serveto (no Servet, como generalmente decimos) y Réves, que aquel famoso antitrinitario llevaba. La equivocación es de poca monta; pero en estas materias conviene la mayor exactitud.

Es la otra observación el que usted no se haya extendido más en considerar a Felipe II como protector espléndido de ciencias, [p. 220] letras y artes, poniendo de manifiesto la sinrazón notoria con que se tacha de opresor ignorante, verdugo del pensamiento, etc., etc., al gran Monarca que levantó el Escorial, encargó cuadros al Ticiano, estableció en su propio palacio una academia de matemáticas, mandó hacer la estadística y el mapa geodésico de la Península (ejecutado por el maestro Esquivel), costeó la Biblia políglota, hizo traer a toda costa de apartadas regiones códices y libros preciosísimos, favoreció la enseñanza de la filosofía luliana, comisionó a Ambrosio de Morales para registrar los archivos de iglesias y monasterios, y a Francisco Hernández para estudiar la Fauna y la Flora mejicanas, y alentó los trabajos metalúrgicos de Bernal Pérez de Vargas. Todo esto y mucho más hizo Felipe II, como es de ver en su correspondencia con Arias Montano y en otros documentos; y sin embargo, se le tiene por oscurantista y enemigo del saber.

A disipar estas nieblas y reparar injusticias contribuirá sin duda el estudio claro, lúcido y contundente de usted, digno, así en el asunto como en el estilo, de no escatimadas alabanzas.

Por él felicito a usted de todo corazón, y felicito a las patrias letras.

Suyo siempre afectísimo amigo,

                                                                                  M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

Notas

[p. 215]. [1] . Nota del Colector. - Carta-Prólogo al libro de D. Valentín Gómez; Felipe II. Madrid, 1879.

Se colecciona por primera vez en Estudios de Crítica Literaria.