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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > DE LOS HISTORIADORES DE COLÓN

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LA proximidad del centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo empieza a sentirse por la extraordinaria abundancia con que cada día salen a luz discursos, libros, memorias y conferencias, encaminados a celebrar tan único y memorable acontecimiento. [1] Mucho habrá, sin duda, entre tales publicaciones, condenado a irremediable muerte tras de vida efímera y sin gloria; pero ya puede aventurarse el pronóstico de que bastantes cosas han de sobrevivir al entusiasmo del momento; siendo quizá el fruto más positivo de ésta y otras tales solemnes conmemoraciones de glorias pasadas el convertir la atención, no solo de los indiferentes y distraídos, sino aun de los más doctos, a la averiguación de puntos oscuros, y al más exacto y cabal conocimiento de lo que tradicionalmente venía reputándose como verdadero por no ahondar gran cosa en la depuración crítica de cada uno de los particulares que integran y constituyen la narración histórica. Es cierto que en tales casos el anhelo de novedad, el amor a la paradoja, el deseo quizá de hacerse notable y famoso entre las gentes tomando rumbos opuestos a los que lleva el sentir común, suelen ocasionar exageradas y peligrosas reacciones, en que la verdad de la historia [p. 70] experimenta nuevo naufragio; pero aun de tales extremos pueden sacar utilidad los precavidos y discretos (vir sapiens in omnibus metuet), abriendo los ojos a nuevos puntos de vista, y aceptando el planteamiento de nuevas cuestiones, aunque la solución no les contente. La crítica histórica tiene mucho de juicio contradictorio, y sólo oyendo sin pasión a todos, puede tenerse alguna esperanza de equidad en el fallo, dados los límites que alcanza la fe del testimonio humano, en que la historia estriba. No ha de censurase, por tanto, ni al que traiga nuevos documentos, por más que en algo contradigan la noción histórica vulgar, ni tampoco al que intente dar originales interpretaciones de los datos ya conocidos, y sacar de ellos nuevas inducciones acerca del carácter y móviles de los personajes que en una gran acción intervinieron, dando a cada uno la parte de culpa o de gloria que, según parecer del crítico, les corresponda. Cuando tanto se profesa y practica la tolerancia en todos los órdenes de la vida, no estaría bien que faltase al investigador histórico, que trabaja por lo común sobre materia muy lejana de nuestras preocupaciones y hábitos actuales, la cual sólo nos puede mover e interesar por un superior interés humano, o a lo sumo por muy remotas consecuencias.

A espectáculo muy interesante y curioso nos convidan las frecuentes publicaciones de estos días. No es realmente el centenario de Colón lo que debiera celebrarse, sino el descubrimiento total del Nuevo Mundo, y aun, si se quiere, el conjunto de la grande obra colonial de castellanos y portugueses, ya se la haga arrancar de los descubrimientos y sublimes adivinaciones del Infante don Enrique, ya, como otros quieren, de la primera ocupación de las islas Canarias. Pero aunque no falten trabajos relativos a otras partes de este vasto asunto, todavía es cierto que la mayor parte de lo que se escribe, publica y habla, recae exclusivamente sobre la persona y los viajes del primer Almirante de las Indias occidentales; ora porque su figura eclipse realmente a las demás, con ser éstas de tal magnitud; ora (y a esto nos inclinamos más) porque Colón, aun siendo solo, es bastante hombre para un Centenario, al paso que el Centenario resulta pequeño para la digna y total glorificación de aquel portentoso alarde de nuestra raza, que Francisco López de Gómara llamaba en 1552 «la mayor [p. 71] cosa, después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió».

Por una u otra razón, están en notable mayoría los trabajos meramente colombinos, y aun en éstos se advierte que, en vez de dar nueva luz a la historia de los primeros viajes y descubrimientos ultramarinos, materia asaz tratada, y en la cual por lo visto no resta mucho cebo a la carnosidad de historiadores, naturalistas y cosmógrafos (si bien otros pudieran sospechar fundadamente lo contratio, al ver que el Examen Crítico de Humboldt es hasta la fecha libro casi solitario en estas materias), prefieren concretar sus monografías a las andanzas personales del Almirante, y a la apreciación de su carácter moral y de sus aciertos o desaciertos como gobernante, así como a la apología o censura de nuestra patria, tachada por unos y defendida por otros del cargo de ingrata y aun de inicua con el hombre que le había regalado un mundo nuevo. Esta tendencia meramente biográfica predomina en los estudios más recientes, lo cual no quiere decir que falten brillantes ensayos de otro género, quizá más elevado y trascendental, de historia. Sucesivamente se ha ido instruyendo el proceso de Colón, el de sus protectores y Amigos, el de sus enemigos y émulos, el de sus precursores verdaderos o fabulosos, y Alonso Sánchez de Huelva, los Pinzones, Bobadilla, el Comendador Ovando, el obispo Fonseca, el tesorero Santángel, el delegado apostólico Fray Bernal Boyl, los rebeldes Roldán y Porras, y cuantos personajes intervinieron poco o mucho en aquellas expediciones, han encontrado abogados y panegiristas entusiastas, a la vez que acérrimos detractores. Ha sido nuevamente agitada, y al parecer resuelta, la cuestión de la patria, y con ella de la familia del Almirante: muchos se afanan en desembrollar el laberinto cronológico que envuelve todos los actos de su vida antes del primer viaje, y hoy tan infructuosamente como ayer se litiga, con más celo y buena voluntad que positiva enseñanza, sobre el bueno o mal acogimiento que sus proyectos lograron en las escuelas de Salamanca, cuyos archivos guardan altísimo silencio sobre las tan decantadas juntas, de las cuales lo único que cabe decir es que nadie sabe lo que en ellas pasó, dado que hubiesen tenido la importancia y solemnidad que gratuitamente les concede una tradición vaga. [p. 72] No abundan tanto como las monografías relativas a puntos particulares de la vida del Almirante las que quieren abarcarla desde su nacimiento hasta su muerte, incluyendo además los precedentes y las consecuencias del descubrimiento. Sin duda el gran número de historias de Colón ya existentes, y el justo favor de que gozan algunas, así como la escasez de documentos hallados después de las publicaciones de Navarrete y de Harrisse, han retraído a muchos de emprender biografías nuevas, si bien entre las recientemente publicadas hay algunas de cierta importancia, como la de Gaffarel en Francia, y entre nosotros la del erudito Director de la Academia Sevillana de Buenas Letras, don José María Asensio de Toledo, tan conocido por las interesantes investigaciones y felices hallazgos con que ha ilustrado nuestra historia literaria del siglo XVI. La publicación de este libro de nuestro antiguo y buen amigo el señor Asensio, del cual nos proponemos dar sucinta cuenta a nuestros lectores, nos parece ocasión oportuna para caracterizar en breves rasgos los diversos períodos de la historiografía colombina, y aquellos autores que principalmente los representan, indicando de paso lo que aun quisiéramos ver realizado en este tan bello como inagotable tema.

Ocioso parece recordar que la bibliografía colombina es numerosísima, aunque apenas cuente cuatro siglos de existencia. Pronto será del dominio público un catálogo formado por la Real Academia de la Historia, en el que, con ser trabajo rápido, y que de ningún modo pretende agotar la materia, se da razón de más de cuatro mil obras que directa o indirectamente se refieren a Colón y a sus descubrimientos. Pero es claro que el mayor número de ellas, como acontece en todo género de historia, son repeticiones y trabajos de segunda mano, en que no puede encontrarse más originalidad que la del criterio y estilo de sus autores respectivos. Las fuentes históricas primitivas son naturalmente en escaso número, y conviene clasificarlas, atendiendo a su valor documental y al crédito que merecen en reglas de sana crítica.

No se habla aquí, por de contado, de aquel género de documentos diplomáticos, cédulas, cartas reales, provisiones, memoriales, alegatos, que son materia primera de la historia, y por decirlo así, historia latente y difusa. Faltó su conocimiento a muchos de los antiguos cronistas, aun de los más inmediatos a los tiempos [p. 73] del Almirante, y por eso en unas cosas anduvieron sucintos y en otras muy lejanos de la verdad. Aun el mismo Antonio de Herrera, que por su cargo de cronista de Indias pudo y debió tener a la mano las relaciones y los papeles originales de los conquistadores, no hizo en general mucha cuenta de ellos, limitándose, por ser tarea más grata y más acomodada a su temperamento literario, a poner en orden y estilo las crónicas anteriores, tejiendo con ellas el hilo de sus Décadas, que como obra de conjunto e historia general de la América española, quizá no han sido superadas hasta el presente, por más que la gloria de Herrera, conocidos ya sus originales, deba repartirse hay entre muchos participantes. Buscar la historia del Nuevo Mundo en los papeles antes que en los libros, nadie formalmente lo había acometido antes de don Juan Bautista Muñoz; y aun éste, por rara contradicción, después de haber formado la portentosa elección que lleva su nombre en la Academia de la Historia, y que todavía sirve de fondo principal a la erudición de los americanistas, prefirió dar, en vez de una historia erudita y documentada con pruebas e ilustraciones, un hermoso trozo de composición retórica, en que los hechos aparecen artificialmente agrupados para el efecto.

La prosa varonil y robusta de Muñoz no podía tener muchos imitadores en la degenerada literatura española del siglo XVIII, en que el arte de la prosa había venido a mucho mayor abatimiento que el de la locución poética; pero era aquél tiempo de grandes investigadores históricos, de cuya labor perseverante y bien encaminada estamos viviendo todavía, y por tanto, la nueva senda que él abrió como investigador y colector de los materiales de la historia americana había de ser más seguida y frecuentada que aquella otra en que marchaba casi solo, pisando las huellas de los historiadores clásicos y de los nuestros del Renacimiento. Quedó, pues, la Historia del Nuevo Mundo en el primer tomo, y muerto el autor, nadie reclamó la publicación del segundo, que inédito duerme entre los volúmenes de su colección; pero la colección misma despertó la avara curiosidad de muchos, al paso que otros clamaban porque aquel tesoro se hiciese cuanto antes del público dominio, completándose con todo lo demás que pudieran contener los archivos públicos. Era natural comenzar por los documentos relativos al primer descubrimiento y a los viajes de Colón, [p. 74] y hacíase más de sentir esta necesidad después que los Decuriones de Génova habían ordenado la reproducción de los documentos encerrados en el célebre Códice colombo-americano, reproducción que llevó a cabo en 1823 Juan Bautista Spotorno.

A don Martín Fernández de Navarrete cupo la gloria de dar el primero solidísima base a la historia del Almirante, dedicándole íntegros los tomos I y II y parte del III de su Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV (1825), obra que hará imperecedera su memoria y que Alejandro de Humboldt llamó «uno de los monumentos históricos más importantes de los tiempos modernos». Además de las cartas, diarios y otros papeles del Almirante, convenientemente anotados y precedidos de una introducción sobriamente escrita y severamente pensada, veíanse por primera vez reunidas, en la Colección diplomática, más de doscientas piezas relativas a Colón, inéditas casi todas, y sin las cuales hubiera sido vano sueño querer trazar la historia de su vida.

Sobre el libro de Navarrete trabajaron con distintos propósitos Washington Irving y Humboldt, sin contar otros más recientes y menos ilustres, uno de ellos el fanático charlatán Roselly de Lorgues, que ha llevado su audacia hasta el extremo de vilipendiar feamente al sabio laborioso y modesto que le dió reunidos todos los materiales que él ha estropeado en su fantástica biografía, escrita al gusto de las beatas mundanas y de los caballeros andantes del legitimismo francés.

En rigor, el número de los documentos relativos a Colón no ha tenido grande acrecentamiento después de la publicación de Navarrete, si se exceptúan algunos positivos hallazgos de Harrise, y el extracto muy concienzudo, aunque no del todo satisfactorio para los más enamorados de la figura histórica del Almirante, que el señor Fernández Duro ha hecho de los autos del larguísimo pleito sostenido por el fiscal de la Corona contra los primeros descendientes de Colón: pleito que sólo muy rápidamente había dado a conocer Navarrete, y que al fin podremos leer íntegro en la Colección de documentos inéditos de América, que publica la Real Academia de la Historia. Tal hallazgo ha venido a modificar más que otro alguno la fisonomía del Colón legendario, y no todos se avienen de buen grado con el que ahora se nos presenta, tributario, [p. 75] y no poco, de las flaquezas humanas, un tanto cuanto interesado y codicioso, gobernante poco hábil, a ratos débil, a ratos violento. Pero ni las alegaciones de un pleito suelen ser depósito de la más incorrupta verdad, ni aunque se oiga a todos y en parte se dé la razón a los testigos del fiscal bastarán tales manchas para que en el juicio sereno de la historia baje un punto Colón del pedestal a que le han encaramado los siglos, no ciertamente a título de gran político y óptimo repúblico, ni menos como dechado de perfección moral y como santo digno de ser venerado en los altares (que esto y nada menos han pretendido disparatadamente Roselly y sus secuaces), sino como héroe en la iniciativa y en la resistencia, y como revelador de la mitad del mundo, y autor pacífico de la mayor revolución de la historia moderna.

Volviendo a nuestro asunto, añadiremos que los documentos oficiales y diplomáticos dicen mucho, pero que no lo dicen ni lo pueden decir todo y que con ellos solos no es factible trazar la historia de Colón, ni otra ninguna historia. Tal género de documentos no suelen dar más que el aspecto exterior y los últimos resultados de las cosas; pero la parte moral de la historia, los ocultos móviles que impulsan las acciones humanas, y el encadenamiento con que procede la vida, o está ausente de dichos papeles, o sólo puede traslucirse y adivinarse entre renglones. Hacer la historia con los archivos solos, como pretendía un benemérito analista de Navarra, únicamente puede conducir a la formación de un Diccionario de las antigüedades, en que las noticias pueden aparecer sueltas y dislocadas, o de una Colección de documentos inéditos, sin más orden que el de fechas o a lo sumo el de materias. Era sin duda peligroso el antiguo procedimiento de tejer la historia con los hilos de las antiguas crónicas y de otros documentos literarios; pero no hay duda que el documento literario, la historia escrita, sobre todo cuando la escriben los contemporáneos y principalmente los que en la historia han sido actores, tiene algo que en los documentos cancillerescos y escribaniles falta, y que es precisamente el alma de la historia.

Pero así como de la veracidad del documento público no puede dudarse (salvo el convencionalismo, casi siempre muy transparente, de las mentiras oficiales), el valor del testimonio privado del cronista o del autor de memorias, por lo mismo que penetra más [p. 76] allá de la superficie de las cosas, está siempre sujeto a controversia y reparo. Si no presenció los hechos que narra, pudo fácilmente ser engañado por falsos informes; aun en el caso de haber sido testigo presencial pudieron flaquearle la voluntad o la memoria; y si puso las manos y el entendimiento en las mismas empresas que describe, sería exigir demasiado de la condición humana el pretender que ninguna nube de pasión o de afecto se interpusiese en sus juicios, y que, hasta sin querer, no resultase la narración bajo el aspecto más favorable y honroso para el historiador de sus propias hazañas, aunque se ponga en esto todo el arte y disimulo que mostraron, entre otros grandes capitanes, que son a la vez grandes historiadores militares, Julio César, Hernán Cortés y Federico II de Prusia.

Menos podía esperarse tal artificio y templanza del alma impetuosa de Colón, que jamás fué escritor de oficio ni político profundo, y que en cartas, diarios y otros documentos tales concedía libre expansión a los varios y contrapuestos afectos de su alma, en la cual se daban ruda lucha elementos tan heterogéneos y discordantes como un iluminismo casi profético; una vanagloria muy subida de punto, que le hacía encarecer sin tasa el número de las tierras descubiertas y los tesoros y excelencias de ellas, viendo por donde quiera Ophires y Cipangos; y una ardiente y extraña superstición, muy genovesa sin duda, sobre el valor y prestigio del oro; sentimiento en cierto modo poético y que de ninguna manera ha de confundirse con la sórdida codicia. «El oro es excelentísimo: del oro se hace tesoro, y con él, quién lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al Paraíso.»

Fué Colón el primer historiador de sus viajes, y ¡ojalá se hubiese conservado cuanto escribió sobre ellos! Pero la fatalidad, que parece haber perseguido los primitivos monumentos de la historia americana, nos ha privado de la mayor parte de ellos, y así ni poseemos más que en extracto hecho por Fray Bartolomé de Las Casas, el inestimable diario de su primera navegación, ni parece la carta que sobre ella escribió a Toscanelli, y que por la condición del sujeto debía ser más extensa que las dirigidas a Santángel y al Tesorero Rafael Sánchez; ni queda relación suya del segundo viaje, aunque Las Casas parece haberla tenido en su [p. 77] poder; y finalmente ha perecido, y esto es más doloroso que todo, aquella «escritura en forma de los comentarios de Julio Cesar», en que el Almirante había ido consignando día por día las ocurrencias de sus tres primeros viajes, según se infiere de carta suya al Papa en febrero de 1502: libro que aun existía en 1554, puesto que entonces se dió privilegio para imprimirle a su nieto don Luis Colón, el famoso polígamo, que, más cuidadoso de mujeres que de libros, no volvió a acordarse de tal privilegio, y dejó perecer en el olvido aquel monumento de la gloria de su abuelo, contentándose con llevar a Italia y vender o facilitar a Alonso de Ulloa el manuscrito de las Historias de su tío don Fernando.

Quedan reducidas, pues, las obras de Colón, prescindiendo de cartas familiares, memoriales, y otros escritos breves, de índole no literaria, a las tres relaciones del primer viaje (que en rigor se reducen a dos) y a las del tercero y cuarto, con más el libro de Las profecías , que, en la parte que pertenece a Colón, nos inicia más que otro alguno en las intimidades de su alma. De los escritos púramente cosmográficos, en que había recogido los indicios de tierras nuevas y las conjeturas que dedujo de la lección de los antiguos, queda algún rastro en los primeros capítulos de la biografía que escribió su hijo. Con tales materiales reconstruyó Humboldt lo que pudiéramos decir la historia literaria del Almirante, no menos que la historia de sus ideas científicas: trabajo apenas retocado después y que ocupa buena parte del Examen crítico de la Geografía del Nuevo Continente. Nadie como Humboldt ha acertado a encarecer el encanto político de algunas páginas de Colón, el profundo sentimiento de la majestad de la naturaleza que animaba al gran navegante, la nobleza y sencillez de expresión con que describe aquel «viaje nuevo al nuevo cielo y mundo que fasta entonces estaba en occulto». Pondera Humboldt, y no se harta de ponderar, así en el libro citado como en el Cosmos, la energía y la gracia con que la vieja lengua castellana se presta a estas inauditas descripciones de la fisonomía característica de las plantas, de la espesura impenetrable de los bosques, de las «arboledas y frescuras y el agua clarísima, y las aves y amenidad, que le parecía no quisiera salir de allí».«La hermosura de las tierras que vieron, ninguna comparación tienen con la campiña de Córdoba: estaban todos los árboles verdes y llenos de [p. 78] fruta y las yerbas todas floridas y muy altas: los aires eran como en abril en Castilla: cantaba el ruiseñor como en España, que era la mayor dulzura del mundo... árboles de inmensa elevación, con hojas tan reverdecidas y brillantes cual suelen estar en España en el mes de mayo.» Y al lado de estos cuadros de naturaleza idílica, tan llenos de frescura y de primaveral encanto, ¡qué vigor de colorido en el cuadro de la tempestad, sembrado de reminiscencias bíblicas, que se contiene en la admirable carta sobre el cuarto viaje, escrita desde Jamaica en 7 de julio de 1503! «Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma... allí me detenía en aquella mar fecha sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fué visto tan espantoso: un día con la noche ardió como forno, y así echaba la llama con los rayos, que todos creíamos que se habían de fundir los navíos...»

Pero no sólo por rasgos y efusiones poéticas se recomiendan estos escritos de Colón: no sólo se admira en ellos la espontánea elocuencia de un alma inculta a quien grandes cosas dictan grandes palabras, levantándola por el poder de la emoción sincera a alturas superiores a toda retórica; sino que el nombre entero, con su mezcla de debilidad y soberbia, de amargura desalentada y de sobrenatural esperanza, con el presentimiento grandioso de su misión histórica, con la iluminación súbita de su gloria, con el terror religioso que le penetra y embarga al ver descorrido y patente el misterio de los mares; con sus fantasías místicas, en que el oro de Paria y la conquista de Jerusalén, las perlas y las especerías de Levante y la conversión de los súbditos del Gran Kan forman tan abigarrado y prestigioso conjunto, sólo en las letras de Colón está, y ninguno de sus historiadores, salvo acaso el Cura de los Palacios, que parece haberle conocido muy de cerca, nos da de ello idea ni trasunto aproximado. Para penetrar en el alma de Colón, que no era ciertamente un santo, pero sí un iluminado, en quien el fervor de la acción nacia de la propia intensidad con que vivió vida espiritual e interna, no hay documento tan adecuado como el relato de la visión que tuvo en la costa de Veragua: «Cansado me dormecí gimiendo: una voz muy piadosa oí diciendo: «Oh estulto y tardo a creer y a servir a tu Dios ¡Dios de todos! ¿Qué hizo él más por Moisés o por David su siervo?» Desque nasciste, siempre él tuvo de ti muy grande cargo. Cuando [p. 79] te vido en edad de que él fué contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias, que son parte del mundo tan ricas, te las dió por tuyas; tú las repartiste adonde te plugo, y te dió poder para ello. De los atamientos de la mar océana que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te dió las llaves, y fuiste obedecido en tantas tierras, y de los cristianos cobraste tan honrada fama... No temas, confía: todas estas tribulaciones están escritas en piedra de mármol y no sin causa.»

Las palabras de los grandes hombres tienen siempre maravillosa eficacia sugestiva, y cierta virtud que pudiéramos decir prolífica. Sin ser Colón hombre de ciencia, propiamente dicho, aunque sí mirabilmente plático y docto en las cosas de mar, contienen las cartas y diarios de sus navegaciones indicaciones científicas del más alto precio, que Humboldt comenta y pone a toda luz con su genial perspicacia, deduciendo de tal análisis que las facultades intelectuales no valían en Colón menos que la energía y firmeza de su voluntad. En medio de cierto desorden e incoherencia de ideas, y de algunos sueños y desvaríos, medio cosmagráficos, medio teológicos, que a sus propios contemporáneos debían parecérselo, a juzgar por la blanda ironía con que habla de ellos el nada candoroso Pedro Mártir, hay en los escritos de Colón numerosas observaciones exactas, y entonces nuevas, de geografía física, de astronomía náutica, y aún de zoología y botánica; a pesar de que él se manifiesta del todo extraño al tecnicismo de los naturalistas, y no nombra, ni menos clasifica, pero sí describe tan exactamente por sus caracteres exteriores, los animales y las plantas, que ha sido tarea fácil el identificar la mayor parte de las especies que reconoció en sus viajes.

El notable descubrimiento de las variaciones magnéticas, unido a ciertas consideraciones generales, de que apenas hay otro ejemplo entonces, sobre la física del Globo, ya en lo relativo a la inflexión de las líneas isotermas, ya sobre la distribución del calor según la influencia de la longitud, ya sobre la acumulación de plantas marinas, ya sobre la dirección de las corrientes, y sobre la especial configuración geológica de las Antillas, le hizo entrever la ley de conexión de ciertos fenómenos por él observados, con una lucidez todavía más digna de admiración, si eran tan endebles sus conocimientos matemáticos como da a entender [p. 80] Humboldt, y no podía aplicar a los resultados de la observación el poderoso elemento del cálculo, que por otra parte estaba en la infancia. Solo así se explica, aun tenido en cuenta el influjo de su imaginación aventurera y de la erudición pedantesca de su tiempo, que mezclase con intuiciones de tanto precio hipótesis tan extravagantes como la de la situación del Paraíso terrenal en la costa de Paria, y la de la figura de la tierra «como teta de mujer y una pelota redonda». Nada de esto es obstáculo para que Humboldt le conceda el mérito de haber sentado algunas de las bases de la Física terrestre, así como reconoce en nuestro P. Acosta la gloria de haberla constituido y organizado en forma de ciencia.

Por todas razones, pues; por el interés científico, por el interés literario, por el interés moral, las cartas de Colón son su primera y su mejor historia, aunque naturalmente nada nos digan de su oda anterior a los descubrimientos, ni siquiera los abarquen en su integridad. La falta se suple, aunque solo en parte, con otros documentos análogos, pero de distinta pluma; entre los cuales basta recordar la relación del segundo viaje enviada a la ciudad de Sevilla por el médico y alquimista Diego Alvarez Chanca, y la cabeza del testamento del heroico y fidelísimo Diego Méndez, que en una canoa llevó de la Jamaica a la Española la relación del cuarto viaje, y que en servicio de su señor el Almirante gastó todo su haber, lo cual no le impidió fundar un mayorazgo con los diez únicos libros que poseía, es a saber: una Ética de Aristóteles, un Josefo, una Electra de Sófocles, traducida por Hernán Pérez de Oliva, un opúsculo de Eneas Silvio y cinco tratados de Erasmo. ¡Extraña Biblioteca para un marinero de tal temple!

Al número de los documentos que siguen en autoridad histórica a las propias relaciones de Colón, y que pueden considerarse como llenos todavía de su espíritu, pertenecen sin disputa la Crónica de Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios y capellán del Arzobispo de Sevilla Fray Diego de Deza, y las Epístolas y Décadas de Pedro Mártir de Anglería. Ni uno ni otro surcaron el Océano, pero recibieron directamente las comunicaciones del Almirante, y merecen crédito en lo que afirman, aunque el no haber sido cosmógrafos ni pilotos introduzca en sus noticias algún error o confusión. Fué Andrés Bernáldez, así como el último de nuestros [p. 81] cronistas propiamente tales, el más ameno y sabroso de todos ellos, así por la grandeza e interés cuasi novelesco de las cosas que refiere y en parte vió, cuanto por haber sabido unir a la suave ingenuidad y a la brillantez pintoresca de los antiguos narradores cierta lucidez, método, espíritu de curiosa indagación, y arte de distribuir y componer la materia, que ellos no solían tener. A las navegaciones de Colón dedicó catorce capítulos de su Historia de los reyes católicos , comenzando la relación con palabras solemnes, adecuadas a la maravilla del caso: «En el nombre de Dios Todopoderoso, ovo un hombre de tierra de Génova, mercader de libros de estampa, que trataba en esta tierra de Andalucía, que llamaban Cristóbal Colón, hombre de muy alto ingenio sin saber muchas letras, muy discreto en el arte de la Cosmographia y en el repartir del mundo...» En todo se guió, con gran llaneza y veracidad, por los escritos del mismo Colón que en su poder tenía, y por sus conversaciones familiares, de que largamente había disfrutado en 1496, cuando en Sevilla le tuvo de huesped en su casa. «Él me dejó algunas de sus escrituras en presencia del señor don Joan de Fonseca, de donde yo saqué, e cotejélas con las otras que escribieron el honrado señor el doctor Chanca e otros nobles caballeros que con él fueron en los viajes ya dichos... de donde yo fuí informado y escribí esto de las Indias.» Sólo de los dos primeros viajes dió relación detallada, cuya exactitud puede comprobarse en lo tocante al primero por el Diario del Almirante, que seguramente tuvo a la vista, y en el segundo por la carta del Dr. Chanca, a la cual añade pormenores que sólo pudo oir de labios de Colón o leer en sus comentarios, hoy perdidos. Es, pues, fuente histórica de primer orden, y Washington Irving hace notar que en la narración del reconocimiento hecho por Colón de las costas del Sur de Cuba, está Bernáldez más minucioso y exacto que ningún otro historiador.

Si Bernáldez conserva toda la amable simplicidad de los antiguos cronistas, a pesar de haber vivido en pleno Renacimiento, el humanista milanés Pedro Mártir de Anglería o Anghiera, andante en corte de los Reyes Católicos y de sus sucesores desde 1488 a 1526, preceptor de la juventud cortesana en las artes liberales; canónigo de Granada, que vió conquistar; primer Abad de la Jamaica, donde no residió nunca; embajador al Sultán del Cairo; [p. 82] miembro del primitivo Consejo de Indias; corresponsal asiduo de Papas, Cardenales, príncipes, magnates y hombres de letras, ofrece en su persona uno de los más antiguos y señalados tipos del periodismo noticiero. Mientras otros latinistas se esforzaban en renovar las formas clásicas de la historia y vestir con la toga y el laticlavio a los héroes contemporáneos, él escribía al día, en una latinidad moderna muy abigarrada y pintoresca, muy llena de chistosos neologismos, cuanto pasaba a su lado, cuantos chismes y murmuraciones oía, dando con todo ello incesante pasto a su propia curiosidad, siempre despierta, y a la de sus amigos italianos y españoles. Tenía para su oficio la gran cualidad de interesarse en todo y de no tomar excesivo interés por ninguna cosa, con lo cual podía pasar sin esfuerzo de un asunto a otro, y dictar dos cartas mientras le preparaban el almuerzo. Acostumbrado a tomar la vida como un espectáculo curioso, gozó ampliamente de cuantos portentos le brindaba aquella edad, sin igual en la historia, y estuvo siempre colocado en las mejores condiciones para verlo y comprenderlo todo, desde la guerra de Granada hasta la revuelta de las Comunidades. Su espíritu, generalmente recto, propendía más a la benevolencia que a la censura, sobre todo con aquellos de quienes esperaba honores y mercedes que contentasen su vanidad, muy subida de punto, aunque inofensiva, y su muy positivo amor a las comodidades y a las riquezas, que la fortuna le concedió ciertamente con larga mano. Hombre de ingenio fino y sutil, italiano hasta las uñas, quizá presumía demasiado de su capacidad diplomática; pero poseyó en alto grado el don de observación y el conocimiento de los hombres. Sus juicios no han de tomarse por definitivos, pero reflejan viva y sinceramente la impresión del momento. Él mismo, como todos los escritores de su género, rectifica a cada paso y sin violencia alguna lo que en cartas anteriores había consignado. El Opus Epistolarum es un periódico de noticias en forma epistolar, dividido en 812 números, y así es como debe juzgarse. Por desgracia, no le poseemos en su forma primitiva. Retocado por el autor cuando había perdido ya la memoria de muchos incidentes, refundido (probablemente) después por mano desconocida, que dió a la mayor parte de las cartas una cronología absurda, barajó unas con otras y quizá se permitió graves intercalaciones, el Opus Epistolarum comienza [p. 83] a ser mirado como documento sospechoso, y hay crítico alemán que ha extremado su escepticismo hasta el punto de ver en casi todo su contexto un nuevo caso de falsificación semejante al del Centon Epistalario, una correspondencia forjada a posteriori sobre los papeles de Pedro Mártir y sobre algunos libros históricos. Tal paradoja no ha prosperado mucho, porque el carácter personalísimo de la correspondencia y el tono de actualidad que en ella reina parecen alejar la idea de un fraude, cuyo objeto tampoco se comprende; pero siempre quedan en pie graves sospechas de adulteración, y el testimonio de Pedro Mártir, cuando no está confirmado por otras autoridades más seguras, no obtiene ya aquella ilimitada confianza que le daba Prescott, por ejemplo.

Afortunadamente, para nuestro objeto, estas dudas importan poco, puesto que no son muchas ni muy extensas las cartas del Opus Epistolarum que hablan de Colón, si bien todas ellas son curiosísimas como primeras nuevas y boletines de la victoria lograda sobre el Océano. La obra de Pedro Mártir que derecha y exclusivamente se refiere a los descubrimientos de América, es decir, sus ocho Décadas de Orbe Novo, no han sido de autenticidad sospechosa para nadie ni pueden serlo, puesto que en parte fueron publicadas en vida del autor mismo. De la veracidad de sus noticias responde no menor autoridad que la de Fr. Bartolomé de las Casas. «De los que escribieron cerca de estas primeras cosas, a ninguno se debe dar más fe que a Pedro Mártir, que escribió en latín sus Décadas, estando aquellos tiempos en Castilla porque lo que en ellas dijo tocante a los principios fué con diligencia del mismo Almirante, descubridor primero, a quien habló muchas veces, y de los que fueron en su compañía inquirido, y de los demás que aquellos viajes a los principios hicieron. En las otras, pertenecientes al discurso y progreso destas Indias, algunas falsedades sus Décadas contienen.»

Tenemos, pues, en las Décadas de Pedro Mártir una nueva versión de origen colombino (a lo menos en su mayor parte), favorable por consiguiente al descubridor, menos detallada y menos técnica que la de sus diarios y cartas, más artificiosa que la de Bernáldez: acomodada en suma al paladar del público letrado de Italia,que ávidamente devoraba estas Décadas, dando ejemplo de ello el mismo Papa León X, que las leía de sobremesa a su sobrina [p. 84] y a los Cardenales. Pedro Mártir debía buscar, por sus instintos de periodista, lo más ameno, lo más exótico, lo más pintoresco y divertido de aquella materia novísima, deteniéndose sobre todo en las rarezas de historia natural y en notar maligna y curiosamente los ritos y costumbres y supersticiones de los indígenas en aquello que más contraste presentaban con los hábitos del Viejo Mundo. Predominan en él, por consiguiente, los detalles antropológicos, y algunos se encuentran por primera vez en sus Décadas. sirva de ejemplo la exposición de la mitología de los indios en la Española, tomada de un librillo manuscrito que había compuesto Fr. Román Pane, de la Orden de San Jerónimo, primer catequista de aquellos salvajes; libro que luego insertó a la letra don Fernando Colón en la biografía de su padre. Esta especie de carnosidad científica realza sobremanera el libro de Pedro Mártir, además del habitual agrado de su estilo, incorrectísimo ciertamente y nada clásico, pero muy suelto, chispeante e ingenioso. Tiene Pedro Mártir, como preceptor y gramático, su representación en la historia del humanismo español, y pudo escribir sin mucha nota de jactancia, aunque en frases de pedantesco y depravado gusto, que habían mamado la leche de su doctrina casi todos los próceres de Castilla (suxerunt mea litteraria ubera principes Castellae fere omnes); pero cuál fuese la calidad de esta leche, no poco desemejante de la 1actea ubertas de Tito Livio, lo están pregonando a voces los mismos escritos de Mártir; y ciertamente que si la severa disciplina de otros maestros indígenas como los Nebrijas, Barbosas, Núñez y Vergaras, no hubiese llevado el gusto por senderos más clásicos que el de esta latinidad viciada y barroca, que viene a ser el calco de una fraseología moderna, no hubiera emulado ni menos excedido la España clásica del siglo XVI los esplendores de la Italia del siglo XV.

De todos modos, es harto evidente el servicio que Pedro Mártir hizo a la historia de nuestro más glorioso reinado para que por defectos de forma hayamos de regatearle sus méritos de observador incansable y curioso, no menos que de abreviador sensato y lúcido. Trabajó, como Bernáldez, sobre papeles del Almirante, y además recogió de la tradición oral muchas noticias, porque «hablaba con todos y todos se holgaban de darle cuenta de lo que vian y hallaban, como a hombre de autoridad, y él que tenía cuidado [p. 85] de preguntarlo», según dice Fr. Bartolomé de las Casas. Estaba en Barcelona en 1493, y presenció el triunfal recibimiento de Colón, sobre el cual por raro caso guardan absoluto silencio los documentos de nuestros archivos. El Almirante mismo le escribía de continuo y vivía con él en íntima familiaridad, intima familiaritate devinctus , como quien le había conocido aún antes de la toma de Granada. Tuvo, por consiguiente, las mejores ocasiones de informarse: convidaba a los conquistadores a su mesa, los abrumaba a preguntas como un reporter, y con el buen juicio que tenía, procuraba separar de sus relaciones la parte de hipérbole y de vanagloria. Algunas veces tropezó, no obstante, por la ligereza con que escribía; otras por falta de conocimientos náuticos. [1]

Todos los escritores hasta aquí citados nos dan, en leves variantes, una misma versión de la historia colombina, es decir, la que hicieron correr el Almirante y sus amigos. Si los émulos y adversarios, Boil, Margarit, Roldán, Bobadilla, escribieron algo sobre los mismos acontecimientos a tenor y gusto de sus particulares intereses o afectos, apenas ha quedado rastro de tales relatos, ni sabemos que historiador alguno los aprovechase, salvo Oviedo [p. 86] y en muy pequeña parte, sólo por comunicación oral, según da a entender. Pero los dos que ahora vamos a citar, y que en rigor no pueden ser tenidos por apasionados de Colón, ni mucho menos por desafectos, utilizaron documentos de diversa índole, dando con ello nuevo carácter a sus extensas narraciones. Ni uno ni otro son, en rigor, historiadores primitivos por lo que toca a las cosas del Almirante, pero son los más próximos a los primitivos, y mucho caudal puede y debe hacerse de su testimonio: tenidas en cuenta, no obstante, sus particulares condiciones y los opuestos propósitos que parecen haber guiado sus plumas, hasta hacer al uno antítesis perfecta del otro.

Fué el primero de ellos (y a la vez el más antiguo cronista de Indias) el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, cuya vida de monstruosa actividad física e intelectual da la medida de lo que podían y alcanzaban aquellos sublimes aventureros españoles colocados en el umbral de la historia moderna. Antiguo servidor del príncipe don Juan, del rey de Nápoles don Fadrique y del duque de Calabria, fué testigo presencial de la toma de Granada, de la expulsión de los judíos, de la entrada triunfal de Colón en Barcelona, de la herida del rey Católico, de las guerras de Italia, de los triunfos del Gran Capitán, de la cautividad de Francisco I; y todo lo registró y puso por escrito. No siendo bastante para su curiosidad aventurera el espectáculo maravilloso de la Europa del Renacimiento, volvió los ojos al Nuevo Mundo recientemente descubierto, atravesó dos veces el Océano, conquistó, gobernó, litigó, pobló, administró justicia, disputó con Fr. Bartolomé de las Casas, intervino en explotaciones metalúrgicas, tuvo bajo su mando y custodia fortalezas y gentes de armas, se sentó como regidor en los más antiguos cabildos de América, arrastró valerosamente las iras de los gobernantes despóticos y de los magistrados concusionarios, no menos que el puñal de los asesinos pagados; fué veedor de las fundiciones de oro en el Darién; procurador de los intereses de aquella provincia contra el matador de Vasco Núñez de Balboa; gobernador de Cartagena de Indias, alcaide de la fortaleza de Santo Domingo; y con todo esto encontró tiempo en los setenta y nueve años de su vida para escribir un libro de caballerías, otro de mística, otro de malos versos, comentados en prosa y más de veinte volúmenes de historia, todos en folio, [p. 87] por supuesto, y casi todos de cosas vistas por él o que sabía por relación de los que en ellas intervinieron. Como escribía sin escrúpulos de estilo, y tampoco le embargaba mucho el aparato de la erudición clásica, puesto que, si hemos de creer a su implacable detractor, Fr. Bartolomé de las Casas, «apenas sabía qué cosa era latín, aunque pone algunas autoridades en aquella lengua, que preguntaba y rogaba se las declarasen a algunos clérigos que pasaban de camino por aquella ciudad de Santo Domingo para otras partes»; podía multiplicar sin esfuerzo el número prodigioso de diálogos de sus Batallas y Quincuagenas o de libros de su Historia General y natural de las Indias, lslas y Tierra Firme del Mar Océano, sin poner en ellos más aliño ni orden que el que gastaba en su conversación familiar. ¡Qué inagotable tesoro el de sus recuerdos! ¡Cuánto había vivido y qué ojos tan abiertos para verlo y escudriñarlo todo, y qué memoria tan monstruosa y tenaz para recordarlo! Suele decirse que España es pobre en Memorias y otros libros de historia personal y menuda: la verdad es que hay muchos más de los que se cree, salvo que nadie se cuida de buscarlos ni de imprimirlos ni de leerlos. Sirvan de ejemplo las Batallas y Quincuagenas de Fernández de Oviedo, inmenso tesoro de anécdotas, sin el cual es imposible conocer íntimamente la España de los Reyes Católicos. Y, sin embargo, por no sé qué fatalidad, esta obra yace inédita, al paso que ha logrado ver la luz el indigesto y enfadosísimo fárrago de los Quincuagenas (a secas) del mismo Oviedo, confundido malamente con el anterior por muchos críticos, a pesar de ser su valor histórico tan exiguo como inestimable es el de las Batallas.

Más afortunada la Historia general y natural de las Indias (de cuyos cincuenta libros sólo había llegado a ver impresos el autor los diez y nueve primeros, el vigésimo y parte del último), corre ya íntegra en manos de los doctos desde 1851, en que la Academia de la Historia hizo suntuosa edición de ella, dirigida por el inolvidable historiador de nuestras letras don José Amador de los Ríos. No hay, entre los primitivos libros sobre América, ninguno tan interesante como éste. Por lo mismo que Oviedo dista tanto de ser un historiador clásico, ni siquiera un verdadero escritor; por lo mismo que acumula todo género de detalles sin elección ni discernimiento, con afán muchas veces nimio y pueril, resulta inapreciable [p. 88] colector de memorias, que otro varón de más letras y más severo gusto hubiera dejado perderse, con grave detrimento de la futura ciencia histórica, que de todo saca partido, y muchas veces encuentra en lo pequeño la revelación de lo grande. En la parte de historia natural, que es muy considerable en su compilación, fué ventaja para Oviedo el ser extraño a la Física oficial de su tiempo, tan apartada todavía de la realidad, tan formalista y escolástica, o tan supersticiosamente apegada al texto de los antiguos, aun en muchos de los que más se preciaban de innovadores. Poco importaba que tuviese que leer a Plinio en toscano por no poder leerle en su nativa lengua, si, entregado a los solos recursos de su observación precientífica, lograba, como logró, aunque fuese de un modo enteramente empírico, describir el primero la fauna y la flora de regiones nunca imaginadas por Plinio, y fundar, como fundó, la Historia Natural de América. Sus descripciones no son las de un naturalista, pero los naturalistas las reconocen como muy exactas. En la historia civil hay que distinguir lo que Oviedo pudo ver por sí durante sus repetidos viajes y estancias en el Nuevo Mundo, y en esto merece todo crédito; y lo que supo por relaciones de conquistadores y navegantes, más o menos fidedignos, como él mismo reconoce, adelántandose al cargo que en esto se le pudiera hacer; «y como solo Dios es el que sabe y puede entender a todos, yo, como hombre, podría ser engañado o no tan al propio informado como conviene; pero oyendo a muchos, voy conociendo en partes algunos errores, e assi voy e iré enmendando donde convenga mejor distinguir lo que estuviese dubdoso o desviado de lo derecho». Sobre su imparcialidad se ha disputado mucho; es cierto que escribe generalmente con espíritu favorable a los conquistadores, a cuyo número pertenecía, y cuyas increíbles hazañas ejercían natural prestigio sobre su imaginación. Por otra parte, no es de admirar que los hábitos de su vida inquieta y belicosa hubiesen hecho su conciencia moral un poco laxa para juzgar ciertas tropelías y desmanes; pero tampoco debía de tenerla muy turbia cuando vivió y murió pobre en tiempos y lugares en que todo el mundo se enriquecía a río revuelto, y cuando tantas veces hizo llegar hasta el trono de Carlos V las quejas de los humildes, de los abatidos y de los despojados por la insolente tiranía de Pedrarias y sus sucesores en la gobernación de Castilla del Oro. [p. 89] Quien tantas veces aventuró por intereses del bien público su comodidad, su dinero y hasta su propia vida, mal merece los dictados de «embaydor, hipócrita, inhumano, ladrón, blasfemo y mentiroso», con que sin piedad le flagela su cruelísimo enemigo Fray Bartolomé de las Casas; sólo porque Oviedo se había guardado muy bien de atribuir a los indios aquellas fantásticas virtudes y régimen patriarcal con que liberalmente los adornaba el autor de la Historia Apologética, y aun se había burlado de su insensata tentativa de colonización agrícola en Cumaná, y de los pardos mílites que allí llevó al degolladero. Oviedo no era ciertamente hombre de gran entendimiento, aunque sí de gran voluntad; ni estaba libre de preocupaciones vulgares y de pasiones violentas, exacerbadas en el rudo tráfago de la vida soldadesca; pero para historiador valía más que Fr. Bartolomé de las Casas, porque siquiera no escribía como éste bajo la obsesión de una idea dominante y tiránica, y podía ser justo hasta sin pretenderlo, pues, como él mismo dice al principio del libro VI: «Poco tiene que hacer en decir la verdad el hombre libre que desea usar della.»

En las cosas de Colón, que trata en los tres primeros libros, se le ha acusado de parcial y sospechoso; más bien debería llamársele ligero y mal informado. No conoció más que de vista, y siendo muchacho, al Almirante, pero le admiraba tan sinceramente, que deseaba para él una estatua de oro macizo, y de su memoria decía que «no puede aver fin, porque aunque todo lo escrito y por escribir en la tierra perezca, en el cielo se perpetuará tan famosa historia». No obstante, don Hernando Colón le maltrata por haber recogido sin crítica cuentos vulgares y rumores ofensivos a la prioridad del descubrimiento hecho por su padre. Es Oviedo el primer historiador que consigna la tradición del piloto muerto en casa de Colón, pero la consigna sin darla gran crédito (que esto passase así o no, ninguno con verdad lo puede afirmar»), y como «novela que anda por el mundo entre la vulgar gente». Mayor desatino, pero no nacido de inquina contra Colón, sino del empeño tan patriótico como desacordado de buscar nuevos fundamentos al dominio español en Indias, es el querer demostrar con autoridades del falso Beroso y otras fuentes tales, que en tiempos antiquísimos (como unos 3193 años antes del cronista), fueron conocidas las Indias y estuvieron bajo el cetro del fabuloso rey Hespero. [p. 90] Hay, además, en la relación demasiado sucinta y atropellada que Oviedo hace de los viajes de Colón, notables confusiones de tiempos y lugares, que podía haber remediado sólo con leer más atentamente a Pedro Mártir (si es que sabía bastante latín para entenderle). Pero no por eso es despreciable su testimonio, pues nos conserva una versión que pudiéramos decir popular entre soldados y marineros, favorable a los Pinzones, aunque no hostil sistemáticamente al Almirante. «Vi e hablé (dice Oviedo) a algunos de los que con Colón tornaron a Castilla, assi como al comendador Mossen Pedro Margarite, e a los comendadores Arroyo e Gallego, e a Gabriel de Leon, e Juan de la Vega, e Pedro Navarro, repostero de camas del príncipe don Juan, mi señor... A los quales y a otros oi muchas cosas de las desta isla (La Española), e de lo que vieron e padescieron, y entendieron del segundo viaje, allende de lo que fuí informado dellos e otros del primero camino, assi como de Vicente Yañez Pinzon, que fué uno de los primeros pilotos de aquellos tres hermanos Pinzones... porque con este tuve yo amistad hasta el año de mil e quinientos e catorce que él murió. E también me informé del piloto Hernan Pérez Matheos, que al presente vive en esta ciudad, que se halló en el primero e tercero viajes que el almirante primero Don Cristobal Colon fizo a estas Indias. Y tambien he avido noticia de muchas cosas desta isla, de dos hidalgos que vinieron en el segundo viaje del almirante, que hoy día están aquí y viven en esta ciudad, que son Juan de Rojas e Alonso de Valencia, y de otros muchos, que como testigos de vista en lo que es dicho, tocante a esta isla y a sus trabajos, me dieron particular relación. Y más que ninguno de todos los que he dicho el comendador Mossen Pedro Margarite, hombre principal de la casa real, y el Rey Cathólico le tenía en buena estimación. Y este caballero fué el que el Rey e la Reyna tomaron por principal testigo, e a quien dieron más crédito en las cosas que acá habían passado en el segundo viaje.» [1]

Si es cierto que en historia debe oírse a todos, no hay razón para declarar fábulas y mentira todo lo que en Oviedo no concuerda con las cartas de Colón o con las Décadas de Pedro Mártir. Entre los que informaron a Oviedo había gente querellosa del [p. 91] Almirante, con más o menos motivo: bueno es saber en qué fundaban sus quejas, aunque seguramente el historiador, llevado de su admiración por el grande hombre, las haya atenuado mucho. En rigor, no toma partido ni por el Almirante ni por los Pinzones, pero consigna el dicho de algunos que afirmaban que «Colón se tornara de su voluntad del camino... si estos Pinzones no le hicieran yr adelante e que por causa dellos se hizo el descubrimiento, e Colón ya ciaba y quería dar la vuelta». «Esto será mejor (añade prudentemente) remitirlo a un largo proceso que hay entre el Almirante y el fiscal real, donde a pro e contra hay muchas cosas alegadas, en lo cual yo no me entremeto; porque como sean cosas de justicia y por ella se han de decidir, quédese para el fin que tuvieren.» [1] Basten estas indicaciones para comprender que no debe rechazarse tan a carga cerrada el testimonio de Oviedo en lo que pertenece a Colón, como han pretendido don Juan Bautista Muñoz y Washington Irving, que en esto le sigue.

Debe, sí, recibirse con prudente cautela; lo mismo que el de Fray Bartalomé de las Casas, que tuvo mejores materiales para su Historia general de las Indias, pero que la hizo sospechosa por causa muy diversa. No es del caso rehacer la biografía del famoso Procurador de los Indios, magistralmente contada por Quintana y amplificada luego con documentos muy curiosos por el señor Fabié. La grandeza del personaje no se niega, pero es grandeza rígida y angulosa, más de hombre de acción que de hombre de pensamiento. Sus ideas eran pocas y aferradas a su espíritu con tenacidad de clavos; violenta y asperísima su condición: irascible y colérico su temperamento; intratable y rudo su fanatismo de escuela; hiperbólico e intenperante su lenguaje, mezcla de pedantería escolástica y de brutales injurias. La caridad misma tomaba un dejo amargo al pasar por sus labios. Tal era el feroz controversista a quien los hambres del siglo pasado quisieron convertir en filántropo sensible. Precisamente por no haber sido tal cosa, sino la encarnación misma de la intolerancia, influyó tanto, y triunfó al fin, pasando a nuestra legislación de Indias gran parte de su espíritu. El tono de su polémica humanitaria estaba al nivel de la barbarie de los más atroces encomenderos [p. 92] y devastadores de Indias. Pudo tener disculpa entonces, porque a grandes males, heroicos remedios; pero divulgados sus memoriales por medio de la imprenta y ávidamente leídos fuera de España, no parecieron ya testimonios de celo tan piadoso como acre, sino actas de acusación y libelos sanguinarios, aptos para ser exornados, como en Holanda y en Francia lo fueron, con truculentas estampas de suplicios, sirviendo el texto y sus innumerables glosas de pasto y regalo a todos los enemigos del nombre español, hasta nuestros días. Podrá no haber salido de su pluma, sino de la de Fr. Bartolomé de la Peña, o de algún otro fraile de su Orden, el monstruoso delirio de la Destruyción de las Indias; pero con imprimirle y darle su nombre le hizo moralmente suyo, haciendo pagar bien cara a su patria la gloria de haber engendrado a tal filántropo. Biógrafo tan poco sospechoso como Quintana, tiene por el error más grande de Las Casas la publicación del tal tratado, en que manifiestamente deshonró la justicia de su causa poniendo a su servicio «las artes de la exageración y de la falsedad; abultando enormemente, hasta dar en manifiestas contradicciones, los cálculos de población y de estrago, y valiéndose sin escrúpulos de todos los cuentos que le venían a la mano adoptados por la credulidad, y aun quizá a veces sugeridos por su fantasía». Las Casas era un sectario, admirable por la terquedad, por el brío y por el desinterés perfecto, y como tal sectario procedía con absoluta buena fe, aun en sus mayores aberraciones. Así le vemos exagerar fantásticamente las grandezas de la civilización del Nuevo Mundo en la Apologética Historia, con encomios que resultan risibles en un hombre que había alcanzado los mejores días del Renacimiento, aunque el Renacimiento no hubiese penetrado en él, dejando intacta su bravía naturaleza de fraile de la Edad Media. Ni el fracaso sangriento de su utopía de Cumaná bastó a abrirle los ojos respecto a lo que podía esperarse de la colonización pacífica y meramente espiritual, ni a sus adversarios hizo nunca la concesión más mínima, antes los persiguió por todos medios, no contentándose con refutarlos, sino oponiéndose a la divulgación de sus escritos, como lo logró respecto del Democrates alter del elegante Dr. Sepúlveda, más aristotélico sin duda que teólogo, y cuya doctrina en esta parte, negando a la barbarie todo derecho contra la civilización, algún parecido tiene con la [p. 93] moderna selección sociológica, que declara forzoso e ineludible el vencimiento de las razas inferiores en la lucha por la existencia. En esta lucha científica tuvo Las Casas de su parte a los más grandes teólogos españoles, y no hay duda que estaba en lo cierto al combatir el principio pagano de la esclavitud natural, aunque en otras cosas meramente políticas y humanas tuviese más razón Sepúlveda y demostrase más talento filosófico que él. Pero las distinciones que Fr. Bartolomé de Las Casas no hacía nunca, hiciéronlas después sus hermanos de hábito Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, no menos que el insigne jesuita José de Acosta, llegando a una doctrina verdaderamente racional y cristiana, que dejaba a salvo la libertad natural de los indios y aun su libertad política, sin negar por eso los legítimos títulos de la navegación, del comercio, de la propaganda civilizadora y hasta de la guerra, que, siendo justa, no es más que una realización del derecho.

Error sería juzgar por los escritos apologéticos de Las Casas, únicos que hasta nuestros días han corrido impresos, del valor de la Historia general de Indias, que él dejó manuscrita en el colegio de San Gregorio de Valladolid, con encargo de que no se publicase sino cuarenta años por lo menos después de su muerte: encargo tan escrupulosamente cumplido, que no sólo cuarenta años, sino más de trescientos han corrido hasta que aquellos tres enormes volúmenes han encontrado lugar en la Colección de documentos inéditos para la Historia de España (tomo LXII a LXVI). Esta obra, tal como la tenemos, abarca mucho menos espacio que la de Oviedo, puesto que termina en 1520; pero salvo las declamaciones inseparables del estilo y condición de su autor, y salvo también el ser un  libro de tesis, lo cual de ningún modo se oculta ni disimula, merece mucho mas crédito en lo tocante a la vida de Colón y a los primeros descubrimientos, porque el obispo de Chiapa tuvo la fortuna de beber en las mejores fuentes, como quien tuvo a su disposición gran número de papeles del Almirante mismo, de su hermano el Adelantado don Bartolomé Colón y de su hijo don Fernando, sin duda cuando los libros de éste se hallaban todavía depositados en San Pablo de Sevilla. Va fundada, pues, la mayor parte de su narrativa en documentos originales, copiados unos a la letra y extractados otros, entre ellos el Diario del primer viaje, la relación del tercero y un libro muy semejante, ya [p. 94] que no idéntico, al que con nombre de don Fernando Colón se imprimió luego en Venecia. Domina en Fr. Bartolomé un espíritu más benévolo y generoso con el Almirante y sus hermanos, que el que comúnmente aplicaba a los conquistadores; pero no deja de hacerlos responsables del origen de muchas calamidades que luego sobrevinieron, mostrando en todo esto más imparcialidad que de costumbre, sin duda porque esta vez la ardiente admiración por el grande hombre triunfó de la antipatía con que miraba Fray Bartolomé toda conquista, y casi casi el descubrimiento mismo de las nuevas tierras occidentales, como primera ocasión de los crímenes en ellas perpetrados.

Es, pues, la historia de Las Casas la más exacta y puntual de todas las antiguas en lo tocante a la vida de Colón, si bien dista mucho de ser un monumento literario, porque Fr. Bartolamé escribía tan mal o peor que Oviedo, sin el desenfado soldadesco y bizarro de éste, y, al contrario, con todo el aparato de una erudición pedantesca, unida al mayor desaliño, a la prolijidad más fastidiosa, y a un latinismo revesado, que recuerda el de los malos prosistas del siglo XV, en que él se educó, y de cuyos resabios, acrecentados por el mal gusto de la palestra escolástica, no llego a desprenderse nunca, a pesar de que su larguísima vida de noventa años le permitió ser espectador de la total renovación de los estudios y del gusto literario del siglo XVI. Pero a todo permaneció extraño, preocupado con aquella idea fija de la cual fué servidor y apóstol caluroso y convencido, ya que no elocuente. Sus libros ganaron mucho al pasar por manos del cronista Antonio de Herrera, que los explotó muchas veces a la letra y con poca conciencia, pero mejorándolos siempre en cuanto al estilo, y purgándolos de digresiones, latinajos e invectivas. Tal servicio hubiera sido más de agradecer si Herrera hubiese reconocido, con toda sinceridad, cuál era la verdadera fuente de sus noticias.

Apenas merece lugar entre los cronistas de Indias el grande adversario de Las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda, tan insigne y memorable en otros ramos de literatura; ni trae novedad alguna lo que muy sumariamente escribió de Colón en el libro primero de los siete que compuso De rebus Hispanorum gestis ad Novum Orbem, los cuales permanecieron inéditos hasta 1780, en que los dió a luz la Real Academia de la Historia, en el tomo III de las [p. 95] Obras de su autor. Sepúlveda no hizo más que compendiar, en buen latín, lo que había escrito Oviedo. Su vocación no era la de historiador, ni sus estudios de toda la vida le llevaban por tal camino, y además cuando hizo esta suma de las cosas de América estaba viejo, desmemoriado y flojo, lo cual se trasluce en el estilo mismo, que, con ser bueno, porque Sepúlveda no podía escribir mal, no es de lo mejor suyo, y resulta por todo extremo inferior al de sus tratados filosóficos, en que arrebató la palma a todos los peripatéticos clásicos de Italia, así como en la pureza, número y elegancia de la dicción latina rayó tan alto como los más pulcros y refinados ciceronianos.

Literato de cultura clásica como Sepúlveda, y excelente escritor en legua vulgar, fué el capellán de Hernán Cortés, Francisco López de Gómara, hombre, además, de ingenio agudo, de espíritu un tanto escéptico y mordaz, y de no vulgares conocimientos astronómicos y geográficos. Con estas dotes compuso su libro de la Hispania Victrix o Historia general de las Indias (1552), a la cual sirve de segunda parte la Conquista de Méjico. Para ésta tuvo buenas noticias, derivadas del propio Hernán Cortés, a cuya glorificación consagró su pluma, no sin algún detrimento de la fama debida a sus compañeros, suscitando con esto las quejas y reclamaciones de Bernal Díaz del Castillo, que de resultas escribió sa Verdadera Historia de la Conquista de Nueva España, más verídica, sin duda, aunque menos literaria que la de Gómara, y no exenta de un género de parcialidad contrario al que en éste censura. Por lo tocante a los primeros descubrimientos, Oviedo fué su principal fondo, con lo cual dicho se está que no añade nada nuevo, salvo tradiciones y rumores vulgares, de origen oscuro y de poco fundamento, dando, v. gr., por historia averiguada el cuento del piloto que murió en casa de Colón y le dejó sus papeles. Pero lo que llama la atención en el libro de Gómara no es tanto lo que cuenta y expone, cuanto la manera de contar y exponer, que es enteramente moderna, así por el orden, amenidad y lucidez, cuanto por la sencillez elegante, la concisión sin oscuridad y un modo maligno y rápido de presentar las cosas, que recuerda más de una vez la causticidad nerviosa de los breves capítulos del Ensayo de Voltaire sobre las costumbres de las naciones. Literariamente es Gómara uno de los mejores historiadores que tuvimos, [p. 96] y nada le faltaría para la perfección si hubiese sido tan cuidadoso de la verdad histórica como lo fué de hacer alarde de su limpia dicción y picantes agudezas.

Aquí se coloca por la fecha de su publicación un libro de origen algo oscuro y problemático, y que para unos es piedra angular de la historia del Nuevo Mundo, mientras que otros le desdeñan como una torpe falsificación. Bien se entiende que aludimos a las Historie del Signore D. Fernando Colombo, nelle quali s' ha particolare, e vera relatione della vita e de' fatti dell' Ammiraglio D. Cristoforo Colombo suo padre..., nuovamente di lingua spagnola tradotte nell' Italiana dal Sign. Alfonso Ulloa, por primera vez impresa en Venecia, en 1571, treinta y dos años después de la muerte de su autor presunto. El original castellano no parece, y cuando a principios del siglo pasado el consejero de Indias González Barcia quiso incluirla en su colección de Historiadores primitivos de Indias, tuvo que retraducirla, por cierto con poca fortuna, que todavía ha empeorado en una reimpresión novísima.

Las Historias de don Fernando pasaban sin contradicción por documento original y fidedigno (salvo algunos escrúpulos de don Bartolomé Gallardo) hasta que el autor de la Biblioteca Americana Vetustissima, en un libro publicado en 1871 por la Sociedad de Bibliófilos de Sevilla, no solamente insinuó graves dudas, sino que llegó a aventurar la especie de ser la obra entera una superchería. No eran leves a la verdad los fundamentos en que Harrisse apoyaba su inaudita paradoja. Don Fernando Colón, el patriarca de los bibliófilos modernos, tan cuidadoso de sus propios libros y de los ajenos, no consigna ni en los Registros ni en los Abecedarios de su biblioteca semejante manuscrito, al paso que hace memoria de otros debidos a su ingenio, y al parecer menos importantes por sus asuntos, tales como un cancionero de sus versos (ryhmi et cantilenae manu et hispanico sermone escripti) y el titulado Colón de Concordia. Por el contrario, se encuentra en más de uno de estos catálogos la designación de una vida de Cristóbal Colón escrita por el maestro Hernán Pérez de Oliva, [1] de la cual [p. 97] ninguna noticia parece haber logrado su sobrino Ambrosio de Morales; y ¿quién sabe si sería la misma que puso en italiano el traductor ambidextro Alfonso de Ulloa, que ya había llevado a la misma lengua el Diálogo de la Dignidad del Hombre del propio Hernán Pérez de Oliva? Por otra parte, el don Fernando que se dice autor de las Historie empieza por no saber a punto fijo dónde nació su padre, y apunta hasta cinco opiniones: cuenta sobre su llegada a Portugal fábulas anacrónicas e imposibles, y finalmente hasta manifiesta ignorar el sitio donde yacen sus restos, puesto que los da por enterrados en la iglesia Mayor de Sevilla, donde no estuvieron jamás.

Todos estos argumentos, unidos al silencio de los contemporáneos y aun de los mismos familiares de don Fernando, parecían de gran fuerza; pero de pronto vino a quitársela el conocimiento pleno de la Historia general de las Indias de Fr. Bartalomé de Las Casas, donde no sólo se encuentran capítulos sustancialmente idénticos a los de las Historiae (coincidencia que en rigor nada probaría sino la existencia de un texto anterior, fuese del maestro Oliva o de cualquier otro), sino que se invoca explícitamente el testimonio de D. Fernando Colón en su Historia para cosas que realmente constan con las mismas palabras en el libro publicado por Alfonso de Ulloa. No hay duda, pues, que Fr. Bartolomé de Las Casas disfrutó un manuscrito de la biografía de Cristóbal Colón por su hijo, muy semejante, si no idéntica, a la que hoy conocemos, dejados aparte los errores materiales del traductor Ulloa y del tipógrafo italiano, y quizá también algunas desacertadas enmiendas, adiciones y supresiones, que hubo de permitirse Ulloa, o don Luis Colón, o alguna de las varias personas por cuyas manos curtió este desventurado manuscrito. El mismo Harrisse, que no llevó la mejor parte en sus controversias sobre este punto con D'Avezac, Peragallo y otros, ha modificado mucho sus conclusiones en esta parte, y hoy no niega la existencia de una antigua historia de Colón atribuida a don Fernando, y cuyo autor habla como testigo presencial del cuarto viaje.

Pero esta Historia ha llegado a nosotros en tal estado de corrupción, que es muy difícil sacar fruto de ella sin someterla antes a un examen riguroso de fechas y nombres y hacer de ella una edición crítica, lo cual sería, sin duda, más valioso servicio que el que pueden [p. 98] prestar tantas polémicas verbosas y apasionadas. Que sea de don Fernando o de Hernán Pérez de Oliva, o de cualquier otro, nada importa para el valor de casi todo lo que en ella se contiene, puesto que está sustancialmente conforme con los diarios, cartas y otros escritos del Almirante que por fortuna poseemos y que el autor, quien quiera que fuese (¿y quién más abonado que su hijo?), tuvo a su disposición y extractó y aprovechó, como antes y después de él lo hicieron otros muchos. Pero la duda empieza en aquellas cosas que ningún biógrafo anterior consigna y que sobre la fe de don Fernando Colón vienen admitiéndose, así en lo tocante a los primeros años de don Cristóbal, en que el biógrafo controvertido parece haber estado tan a oscuras como nosotros o más; cuanto en lo tocante a las relaciones de Colón con el Gobierno de Castilla, en que se hace eco de una tradición, que pudiéramos decir de familia, manifiestamente hostil al Rey Católico. Con este libro comenzó a formarse lo que ahora llaman la leyenda colombina y por eso es el pricipal baluarte de los que la defienden, así como el principal blanco de los tiros de los que la atacan. Notorio es, sin embargo, que la tal leyenda ha sido pródigamente enriquecida por la imaginación de los panegiristas posteriores; y así no hay rastro, por ejanplo, en el libro de don Fernando, del supuesto matrimonio clandestino del Almirante con Beatriz Enríquez, cosa que de cierto no habría omitido, si buenamente hubiera podido prestar tan importante servicio a la memoria de su pobre madre.

Con la tardía publicación de estas Historie se cierra propiamente el periodo vetustisimo o primitivo de la bibliografía colombina. En adelante no encontramos más que ficciones poéticas, como las de Juan de Castellanos en sus Elegías de varones Ilustres de Indias (1589), o repeticiones más o menos disimuladas de las antiguas crónicas, sobre todo cuando éstas eran inéditas. Antonio de Herrera Tordesillas, que tuvo a la vista grandísima copia de documentos originales, hubiera podido y debido hacer más de lo que hizo; pero en vez de seguir el ejemplo de los Zuritas y Morales, buscó senda más breve y apacible y se redujo, a ejemplo de Mariana, a poner en orden y estilo lo que otros habían ya consignado por escrito. Fr. Bartolomé de las Casas y Pedro Cieza de León, fueron sus principales tributarios y de uno y otro tomó libros enteros, [p. 99] con leve diferencia de palabras. Quien haya leído la Historia de Indias, del obispo de Chiapa y la Vida del Almirante, atribuida a don Fernando Colón, poca o ninguna novedad encontrará en las primeras Décadas de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar Océano, que Herrera divulgó por la prensa en 1601. Es cierto, sin embargo, que, como hombre de discreción y gran juicio, mejoró casi siempre los originales de que tan libremente se servía, mereciendo con ello la loa de compilador metódico y elegante, fácil y agradable de leer siempre, útil hoy mismo y utilísimo cuando se desconocían los documentos originales.

II

En Herrara se aprendió la historia de Indias, durante los siglos XVII y XVIII, así en España como fuera de ella, y apenas tuvieron otro texto para la parte positiva de sus obras los escritores de la escuela enciclopédica, que, por lo demás, repitieron y exageraron con empalagosa filantropía los tópicos predilectos de Fr. Bartolemé de las Casas. Un libro ruidosísimo entonces y hoy de nadie leído , la Historia filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos en las dos Indias (1771), obra que lleva el nombre del abate Raynal, pero en la cual parecen haber colaborado varios amigos suyos, tales como Diderot y el Barón D'Holbach, puede considerarse como el resumen enfático y pedantesco de toda esta literatura de indios y negros sensibles, que tuvo en el teatro y en la novela manifestaciones tan soporíferas como la Alcira, de Voltaire, y Los Incas, de Marmontel. Proscrita la obra de Raynal por el Parlamento de París y por la Inquisición española, logró aquella boga transitoria que fácilmente obtienen las cosas prohibidas, y aún en España encontró apasionados, uno de los cuales, el Duque de Almodóvar, nuestro embajador en Londres, llegó hasta ponerla en lengua castellana con algunas enmiendas [p. 100] y supresiones, encaminadas a desarmar la vigilancia de la censura. [1]

Sería grave injusticia confundir el nombre respetable de Robertson con el de tan fanático y frenético declamador como el Abate Raynal. Claro es que los españoles no podíamos esperar imparcialidad perfecta de un escocés y ministro de la Iglesia presbiteriana; pero el candor y sinceridad del Dr. Robertson, la moderación de su ánimo y el templado criterio que siempre ha distinguido a la escuela de Edimburgo, resplandecen en su Historia de América y en la de Carlos V, no menos que la modesta elegancia del estilo y la información vasta y bebida por lo general en las mejores fuentes impresas, puesto que no habiendo salido de su país, apenas tuvo acceso a otro género de papeles. No es historiador tan grande como en su tiempo le creyeron: Hume le aventaja en talento político: Gibbon en erudición profunda y segura: Voltaire en rapidez de comprensión y en gracia narrativa. Pero es historiador honrado y sincero, a diferencia de Hume, que es un historiador de partido, y de Voltaire y Gibbon, que son sectarios anticristianos. La History of the Discovery and settlement of America (1777) es un compendio nutrido y bien hecho, cuyo plan hoy mismo merecería alabanza y podría adaptarse a los estudios nuevos. De las fuentes conocidas hasta su tiempo no se le ocultó ninguna importante: lo que dice de Colón está fundado en los testimonios de su hijo, de Oviedo, de Pedro Mártir de Anglería, de Gómara y de Fray Bartolomé de las Casas visto a través de Antonio de Herrera. Disfrutó, además, una copia manuscrita de la Crónica del Cura de los Palacios. De todo ello resultó un relato, no tan animado y brillante como hoy quisiéramos y parece que la materia exigía, sino clásicamente correcto y algo frío, con aquella falta de comprensión del paisaje y del accidente pintoresco, que deja, por decirlo así, sin ambiente las mejores historias del siglo pasado.

El libro de Robertson, cuya reputación fué inmensa y en parte merecida, sirvió de base a todas las biografías de Colón que en diversas [p. 101] lenguas se publicaron desde fines del siglo pasado, con intentos de vulgarización popular, mereciendo entre todas ellas la palma la que compuso para lectura en las escuelas elementales el benemérito institutor alemán Campe, anovelando a gusto de los niños la historia ya tan novelesca del descubrimiento, en el género y estilo de su Nuevo Robinson, que tan lindamente tradujo nuestro don Tomás Iriarte. Uno y otro libro deben contarse entre los mejores de la dificilísima literatura infantil, y de su popularidad, nunca menguada, dan testimonio innumerables ediciones en todas las lenguas de Europa hasta el día presente.

En España, donde las ideas del siglo XVIII contaban con gran número de partidarios, más o menos resueltos, entre los literatos y en las clases aristocráticas, la obra de Robertson, inspirada en sentimientos de humanidad y tolerancia manifestados libremente, pero con notable templanza de expresión y con sentido cristiano más bien que enciclopedista (a lo cual se añadía el estar casi inmune de aquellas atroces injurias contra el nombre español, que eran la principal salsa de la retórica del abate Raynal, sólo comparable en esto con los modernos Buckle y Draper), no podía menos de obtener la acogida más lisonjera. La Inquisición, que ya no era entonces más que sombra de sí misma, la puso en el índice por mera fórmula; pero esto no fué más que un nuevo incentivo para que se leyera: y en cambio, la Academia de la Historia, donde era entonces omnipotente la influencia de su Director Campomanes, envió a Robertson, con las más honoríficas expresiones, el título de socio correspondiente; le felicitó por sus desvelos en pro de nuestra historia nacional, y, si hemos de creer a los biógrafos de Robertson, encargó a uno de sus miembros la traducción de la obra, corrigiéndola y adicionándola en todo lo que fuera menester.

Tal proyecto no llegó a realizarse, pero fué sustituido con otro de mucha mayor utilidad y más honroso para España. Por real cédula de 17 de junio de 1779, dos años, como se ve, después de la aparición del libro de Robertson, confió el Gobierno de Carlos III a don Juan Bautista Muñoz (no sin recia oposición de la Academia de la Historia, que quiso hacer valer su privilegio eminente de cronista de Indias) el encargo de escribir una Historia del Nuevo Mundo, para lo cual se le abrieron de par en par las puertas de todos los archivos, dándole extraordinarias facilidades y cuantiosos [p. 102] auxilios para llevar a término tan colosal empresa. Grande debía ser el crédito literario de Muñoz y muchos y muy poderosos sus valedores cuando pudo obtener un género de protección tan eficaz y desusado, puesto que, a pesar de su título oficial de cosmógrafo de Indias, los pocos escritos que hasta entonces había publicado, aunque notables en su género, trataban de asuntos mil leguas apartados de la historia de América y aun de toda historia y más que de entendido en cosmografía y en náutica, le acreditaban de elegantísimo humanista y de partidario vehemente de la reforma de los estudios conforme al método y tendencia de lo que entonces se llamaba filosofía ecléctica, la cual tenía en la Universidad de Valencia, de donde él procedía, sus más aventajados expositores y secuaces desde los tiempos del P. Tosca y del médico Piquer. Era, pues, conocido el nuevo cosmógrafo por obras tan ajenas de su profesión como sus controversias teológicas con el P. Pozzi, sus prefacios a las obras latinas de Fr. Luis de Granada y sus oraciones contra el peripatetismo degenerado de los escolásticos y sobre la recta aplicación de la moderna filosofía a las disciplinas teológicas; todo lo cual prometía un continuador de la obra crítica de Vives y de Melchor Cano, más bien que un explorador de los archivos del Consejo de Indias y de la Casa de Contratación. Pero era Muñoz (a quien todavía no se ha hecho bastante justicia) uno de aquellos hombres de superior entendimiento que, guiados por altos principios de crítica general, saben aplicarlos oportunamente a cualquier materia que traten y salir airosos de ella, aunque no haya sido objeto principal de sus estudios. Bien le conocían los que le dieron el encargo. No sabemos si antes se había despertado en él la vocación histórica; pero sabemos que fué historiador desde el punto y hora en que quiso serlo. Comenzó por aplicar a las investigaciones históricas el sistema de la duda metódica, que en filosofía profesaba y sin desdeñar las crónicas, no les dió más valor que el secundario y relativo que pueden tener cuando existen en tanta copia los documentos originales. Pero de Muñoz y de sus tareas como colector y de los méritos del único volumen publicado de su Historia del Nuevo Mundo (1793) [1] ya hemos escrito antes de ahora y no queremos repetirnos. Ese volumen, que termina [p. 103] con los preparativos de la misión de Bobadilla, es, sin disputa, el mejor trozo de prosa castellana de aquel tiempo, a excepción de algunos escritos de Jovellanos. Como obra histórica, tiene el inconveniente, no sólo de estar muy incompleta, sino de carecer de todo género de documentos y notas justificativas; no porque el autor pretendiera ser creído bajo su palabra, sino porque reservaba sus pruebas para el fin del segundo tomo, que afortunadamente existe, a lo menos en su mayor parte y que bien merecía ser publicado por sus méritos de estilo, pues aunque su contenido no ofrezca novedad después de las colecciones de Navarrete, siempre completará la biografía más clásica y mejor escrita que en castellano tenemos del Almirante. Yo, por mi parte, no la cambiaría por ninguna de las extranjeras, aunque reconozco de buen grado que Muñoz procede demasiado rápidamente y exige mucha atención para ser bien comprendido: que en la introducción o libro primero, que contiene el resumen de la antigua geografía, de los primeros viajes y del aspecto general del continente americano, con algunas consideraciones sobre la influencia de aquel descubrimiento en la historia del mundo, sigue demasiado servilmente las huellas de Robertson y hubiera podido ser menos superficial sin detrimento de la elegancia; así como en las cuestiones oscurísimas relativas a la vida de Colón antes de las capitulaciones de Santa Fe, corta demasiado fácilmente el nudo, pasando casi de largo por este período de la vida de su héroe, aunque algo se sabe de positivo más que lo que él dice y sobre otras cosas, caben verosímiles conjeturas, de que no ha de prescindir tan en redondo el historiador que procure llegar a la verdad por todos los medios concedidos a la limitación del racional discurso.

Con la riquísima colección de Navarrete, publicada en 1825, se abre nuevo período en estos estudios, si bien ya los pocos documentos del Códice Colombo-Americano habían suscitado algunos trabajos de dudoso valor y poca trascendencia, como el de Bossi, en 1818, donde rebosa el odio más ciego contra España, unido a una tan crasa ignorancia de nuestras cosas, que le hace poner en Madrid la corte de los Reyes Católicos y confundir el reino de Granada con el de Navarra.

Tales desafueros no eran posibles ya después de la Colección de Viajes y Descubrimientos, a la cual empezaron a acudir, como [p. 104] a fuente purísima, cuantos querían saber a ciencia cierta lo que por tanto tiempo habían embrollado la fantasía y la calumnia. Dos escritores yankees, dotados los dos de singular talento de estilo y de no menor entusiasmo por las cosas de España; historiadores románticos en el buen sentido de la palabra, esto es, discípulos de la escuela pintoresca de Thierry y de Barante, que ha vuelto a convertir la historia en una maravillosa obra de arte, fueron los primeros en explotar aquel tesoro, con el mismo ingenio y amenidad que antes y después aplicaron a la restauración de otros períodos de nuestra historia. Pero William Prescott sólo pudo tratar de las cosas de Colón por incidencia en algunos capítulos de su History of Ferdinad and Isabella, obra tan sólida como deleitable; al paso que Washington Irving le dedicó un libro entero en su conocidísima Life of Colombus, a la cual puso término en Madrid, en 1827, siendo gallardamente traducida al castellano, en 1834, por don José García Villalta, tan conocedor de la lengua inglesa como de la propia. Irving distaba mucho de valer, como historiador, lo que valía Prescott: no juntaba, como éste, la erudición al arte: era más bien un narrador poético, un historiador anovelado, en quien se reconoce siempre al autor de los Cuentos de la Alhambra. Su Crónica de la Conquista de Granada, por ejemplo, es una especie de libro de caballerías, histórico en su fundamento y en sus rasgos principales, pero lleno de pormenores fantásticos y de pura invención: obra, en suma, que parece un retoño póstumo de las Guerras civiles, de Ginés Pérez de Hita o de la crónica de Abulcacim Tarif Abentarique, parto de la fértil imaginativa del morisco Miguel de Luna. Pero la Vida de Colón es cosa muy distinta; y sin dejar de ser uno de los libros más agradables y de más fácil e interesante lectura que pueden encontrarse, es al mismo tiempo un trabajo histórico serio, en que el autor, conteniendo en razonables límites la lozanía de su pluma, ha tenido el buen gusto de no añadir accesorios fabulosos a una realidad que por sí misma es más poética que cualquiera fábula. La novela estaba dada en los hechos mismos; Washington Irving no tenía más que contarla, lo cual hizo de un modo superior a todo elogio, sacando el jugo a los documentos publicados por Navarrete y concordándolos con las historias impresas y manuscritas, que disfrutó casi en su totalidad, puesto que Navarrete le ayudó generosamente con sus consejos y con [p. 105] sus libros y tuvo, además, libre acceso a la Colección Muñoz y a otras particulares. Merece, pues, respeto la erudición de Irving, por más que no hiciera de ella ostentación y aparato, que hubiera sido impertinente en un libro popular, en una obra de arte; y así por esto, como por el buen juicio que generalmente muestra en las cuestiones dudosas, y por la singular belleza de su estilo descriptivo y narrativo y por lo mucho que amó a España y contribuyó a hacer amables las cosas españolas, le debemos un dulce recuerdo y la justicia de reconocer que, tomada en conjunto su biografía de Colón, no ha sido superada todavía y es la que principalmente debe recomendarse a los hombres de mundo y a los aficionados; aunque, por nuestra parte, encontramos superior aun, en interés y en fuerza poética, su libro de los Compañeros de Colón, que viene a ser una segunda parte. Hoy desgraciadamente no suelen escribirse libros de este género; pero la mayor parte de los que peroran contra la historia dramática y pintoresca no hacen con ello más que una tácita confesión de su impotencia.

Es evidente, sin embargo, que la curiosidad científica no puede totalmente satisfacerse con tales libros, por más esfuerzos que el autor haga para mantener en equilibrio los derechos de la historia y los de la fantasía. Así es que, tras del libro de Irving, vino otro de muy distinto carácter, y en el cual, sobre la misma base de los documentos de Navarrete, se entra en todas aquellas minuciosas discusiones de geografía física y de astronomía náutica, que el elegante narrador norteamericano había esquivado, ya por falta de competencia, ya en obsequio a la armonía artística de su obra. Era autor del nuevo libro, que sin disputa es el más importante de cuantos se han consagrado a la historia del descubrimiento, aquel insigne varón, gloria de la ciencia moderna, cuyos límites de tantas maneras ensanchó, llevando como de frente todos los conocimientos humanos, y haciendo servir los unos de ilustración y complemento a los otros: hombre familiarizado además no ya sólo con la erudición americana, sino con todos los accidentes físicos del territorio, que largamente había explorado con el martillo del geólogo y con el teodolito del geodesta. Era Alejandro Humboldt, en suma, que después de haber escrito los Ensayos sobre Nueva España y Cuba, la Relación del Viaje a las regiones ecuatoriales y los Monumentos de los pueblos [p. 106] de indígenas de América, coronaba en 1836 sus trabajos americanos con el Examen crítico de la historia y de la geografía del Nuevo Continente y de los progresos de la Astronomía Náutica en los siglos XV y XVI, publicado primero en lengua francesa y puesto luego en alemán por Ideler. Nunca he comprendido por qué este Examen, que apenas trata más que de cosas españolas, y que a los españoles interesa más que a nadie, es tan poco leído entre nosotros, como si estuviéramos tan sobrados de libros que hiciesen justicia a la cultura de nuestros antepasados y a la grandeza de su misión histórica. [1] Por otra parte, es imposible hacer con fundamento la historia de América sin partir de este preámbulo grandioso, que desgraciadamente quedó incompleto, faltando, entre [p. 107] otras cosas, la historia de los orígenes y progresos de la astronomía náutica, que Humboldt anuncia varias veces, y de cuya importancia puede juzgarse por las muchas indicaciones que va sembrando en todo el curso de la obra. La cual, en el estado en que quedó, puede considerarse dividida en tres secciones: 1.ª causas científicas que prepararon y trajeron el descubrimiento de Nuevo Mundo; 2.ª pormenores relativos a la vida y carácter de Colón; 3.ª estudio sobre los viajes verdaderos o supuestos de Américo Vespucio y sobre la cronología de los primitivos descubrimientos de los españoles en el Nuevo Mundo. ¡Lástima que este inapreciable Examen, donde lo de menos es la erudición inmensa y segura, y lo de más las intuiciones geniales y los puntos de vista enteramente nuevos, tenga, como otros muchos libros alemanes, ciertos defectos de composición, que indudablemente han perjudicado a su popularidad; comenzando por el título mismo, que es demasiado general y no da idea exacta del contenido, y prosiguiendo con la ausencia de toda división de capítulos; con la intercalación, no siempre justificada, de larguísimas digresiones; y con cierto desorden de método que lleva muchas veces a las notas lo más importante y lo que debiera ser materia principalísima del texto!

La parte relativa a los precedentes científicos del descubrimiento nadie la ha tratado con tanto aplomo y seguridad como Humboldt, y nadie más abonado para tratarla. De su luminoso análisis resulta claro que Colón, sin ser propiamente un sabio, distó mucho de arrojarse a su empresa como un fanático temerario, ni menos como un apóstol divinamente inspirado, según Roselly sueña. Es cierto que el mismo Colón, para hacer mayor por el contraste la grandeza de su descubrimiento, se llamó en alguna parte lego marinero, non docto en letras y hombre mundanal, llegando a afirmar que para la ejecución de la empresa de las Indias no le aprovechó razón, ni matemática, ni mapamundos; pero nadie debe tomar al pie de la letra estas exaltaciones místicas, [p. 108] puesto que en el mismo libro de las Profecías, que es cifra y compendio de ellas, declara en términos expresos el Almirante cuáles habían sido sus estudios: «Todo lo que fasta hoy se navega lo he andado. Trato y conversación he tenido con gente sabia, eclesiásticos e seglares, latinos y griegos, judíos y moros, y con otros muchos de otras setas. En la marinería me fizo Nuestro Señor abundoso; de astrología me dió lo que abastaba, y ansí de geometría y aritmética, y engenio en el ánina y manos para debujar esfera, y en ella las cibdades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio. En este tiempo he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras, cosmografías, historias, corónicas y filosofía, y de otras artes, con que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable a que era hacedero navegar de aquí a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución dello.» En vano es que añada que «todas las ciencias non le aprovecharon nin las otoridades dellas», porque contra esta efusión de humildad o de soberbia, están los propios libros anotados de su mano, y el testimonio de su hijo y de Las Casas, y de cuantos le conocieron y manejaron los papeles en que había consignado sus conjeturas sobre la existencia de tierras nuevas. Estas conjeturas, por el orden en que Humboldt las coloca y examina, responden a una serie de tradiciones científicas no interrumpidas desde la antigüedad clásica; y son la idea de la esfericidad de la tierra: la relación entre la extensión de los mares y la de los continentes: la supuesta vecindad de las costas de la Península Ibérica y del África a las islas del Asia tropical: un grave error en cuanto a la longitud de las costas arábigas: noticias tomadas de diversas obras antiguas, de Rogerio Bacon, visto a través de la compilación del cardenal Pedro de Alliaco, y acaso de Marco Polo (hoy puede quitarse el acaso, puesto que ha parecido en Sevilla el ejemplar del Marco Polo italiano que el Almirante usaba, y tiene notas de su mano): indicios de tierras al Occidente de las islas de Cabo-Verde, de Porto y de las Azores, ya por la observación de algunos fenómenos físicos, ya por las relaciones de los marineros arrastrados por las tempestades y las corrientes. Es enorme la suma de ciencia que acumula el sabio prusiano para dar su verdadero valor a cada uno de estos motivos. Y, sin embargo, esta discusión, erizada de textos y de confrontaciones, no cansa, [p. 109] porque, como dice el mismo Humboldt, «hay vivo interés en seguir el desarrollo progresivo de un gran pensamiento y descubrir una por una las impresiones que han decidido del descubrimiento de un hemisferio entero». Sucesivamente van pasando delante de nosotros los pasajes de Aristóteles, de Strabon, de Séneca, de Macrobio; los mitos geográficos, comenzando por el de la Atlántida; las costas y planisferios en que se consignaban islas desconocidas, como la famosa Antilia; las peregrinaciones de los budistas chinos; la exploración de las costas boreales de América por los escandinavos; todos los precursores reales o fabulosos de Colón, y con esto mil detalles de la historia de las ciencias, que aislados significarían poco, pero que en manos de Humboldt pierden el carácter de circunstancias accidentales y, presentándose en agrupación inmensa, conducen a probar la necesidad histórica del descubrimiento en el punto y hora en que se hizo, merced a esa labor incesante y oculta que va conservando y cultivando desde la antigüedad cierto número de nociones más o menos confusas, hasta que de todas ellas resulta un como impulso irresistible, que se transforma en acción. Algo puede padecer con esto la gloria personal de Colón a los ojos de los que le tienen, no ya por grande hombre, sino por un ser sobrehumano; pero la ley de solidaridad histórica suele acomodarse mal con estas leyendas, y para nosotros es más grande y consolador el aprender que el espíritu humano nada pierde ni olvida en su largo y oscuro viaje a través de los tiempos, y que no hay en la ciencia trabajo baldío ni esfuerzo estéril.

Por otra parte, ¿quién ha admirado más y quién ha comprendido mejor la grandeza humana del carácter de Cristóbal Colón que Alejandro Humboldt, por lo mismo que no disimula sus flaquezas? ¿Quién ha encarecido más sus descubrimientos científicos y las nuevas luces que trajo al conocimiento racional del mundo? ¿Quién ha sentido de igual manera el precio de las cualidades poéticas que surgen como relámpagos de genio entre los incorrectos y apasionados rasgos de su pluma? Un solo vacío puede encontrarse en este bellísimo análisis, que llena la mayor parte del tercer tomo de la obra de Humboldt: Colón, navegante y cosmógrafo; Colón, hombre de ciencia; Colón, escritor; Colón, supersticiosamente enamorado del oro; Colón, grande hombre [p. 110] perseguido por la envidia, están admirablemente juzgados; pero queda algo en la sombra el Colón cristiano y aun místico, que soñaba con la total conversión de los infieles y con el rescate del Santo Sepulcro, y que en su persona veía cumplidas claramente las sagradas profecías. Que luego se haya abusado de su figura en torpes falsificaciones, no es razón para que aspecto tan principal se relegue al olvido. El profetismo de Colón existe, y Humboldt no le desconoce; pero como hombre nacido y educado en el siglo XVIII, apenas insiste en esto, ni llega a ver en el libro de las Profecías otra cosa que un tejido de sueños y de fantasías incoherentes; cuando para nosotros allí está la filosofía del descubrimiento tal como Colón la entendía, con grandeza tal de espíritu, que debe mover a respetuosa veneración al más escéptico. Ni el ideal científico por sí solo, ni mucho menos el interés y el cálculo, hubieran bastado para producir el descubrimiento; y fué providencial que en el descubridor se juntasen aquellas tan diversas cualidades de místico, hombre de ciencia experimental hasta cierto grado; hombre de sentimiento poético y de inmenso amor a la naturaleza; y logrero genovés, enamorado locamente del oro

III

No parecía cosa fácil igualar a Humboldt en ciencia positiva y en aquella especie de mirada de águila con que abarca los grandes aspectos de la naturaleza física no menos que la continuidad de los esfuerzos con que el entendimiento humano ha llegado a la formación del sistema del mundo y a la interpretación de las leyes cósmicas. Ni era tampoco muy llano y hacedero el emular la brillantez pintoresca y el interés dramático que en su narración puso Irving. Aun el campo de los documentos estaba tan espigado por Navarrete, que apenas había esperanza de algún hallazgo que valiese la pena ni que cambiase mucho la historia comúnmente recibida. Así es que la bibliografía colombina no produjo durante [p. 111] muchos años obra alguna de sustancia, sino compendios y resúmenes populares, entre los cuales, por ser de quien es y no por otra razón alguna, puede hacerse mérito de la biografía de Colón que escribió Lamartine en su Civilizador, uno de los muchos trabajos de literatura industrial y sin gloria, en que el gran poeta tuvo que consumir oscura y tristemente los días de su vejez, sin provecho de la historia, para la cual no tenía ningún género de vocación; ni de la poesía, cuyo idioma más natural había abandonado.

Poéticamente también, pero con cierta poesía de oropel y de lentejuelas, semejante en mucho a la moderna devoción francesa, para quien iba especialmente encaminada, refirió por los años de 1856 la vida y los viajes de Cristóbal Colón el famoso conde Roselly de Lorgues, varias veces mencionado ya, y nunca para bien, en estas páginas. Sin ser bueno este primer libro suyo, ni mucho menos, todavía está a larga distancia de los increíbles escritos polémicos y apologéticos que ha divulgado en estos últimos años, y que le presentan en un grado de exaltación fanática muy próxima al delirio. Su primitiva Historia gustó mucho como lectura a un tiempo piadosa y recreativa; y en honor de la verdad ha de decirse que, aparte de su amanerada elegancia, y de muchos detalles novelescos, y de algunas hipótesis infelices, el fondo de la narración es verídico, como tomado principalmente de los documentos de Navarrete y del Códice Colombo-Americano. Pero no se satisfizo Roselly con este éxito literario, sino que se convirtió nada menos que en postulador de la beatificación de su héroe, fatigando a la curia romana con innumerables memoriales para que se incoase el proceso canónico que había de elevar a los altares al Evangelista del Océano, víctima hasta entonces, según el nuevo biógrafo, de la saña de escritores protestantes e incrédulos, empeñados en despojarle de la aureola de su misión divina, y víctima, además, de la envidia y saña de los españoles, que en vida no supimos comprenderle y le cargamos de cadenas en pago de habernos regalado un mundo, y que, aun después de muerto, no hemos cesado de perseguirle con calumnias, rehusando a su memoria el debido acatamiento. Tal es la síntesis de estos últimos libros de Roselly, entre los cuales sobresale el titulado Historia póstuma de Cristóbal Colón (1885) , brillantemente deshecho y triturado [p. 112] por nuestro Fernández Duro. Pasman las feroces injurias en que a la continua se desata el seráfico Roselly contra todos los que han visto la más leve mácula en la figura del que llama Embajador de Dios, aunque sean eruditos tan honrados e inofensivos como Navarrete o don Nicolás Antonio. Satanás contra Cristobal Colón es, si mal no recuerdo, el título de uno de los folletos de Roselly, destinado a maltratar a no sé qué abate italiano que se atrevió a poner en duda la estupenda fábula del casamiento de Colón con Beatriz Enríquez. No menos pasma la intrépida ignorancia de nuestra lengua y de nuestras cosas que muestra Roselly a cada paso. Así, por ejemplo, habiendo leído que Colón murió en su posada de Valladolid, no entendió sino que se trataba de un mesón de arrieros, y confundiendo la antigua y genérica acepción de la voz posada, sinónimo de casa-habitación, chica o grande, rica o pobre, propia o ajena, con la restricta que hoy tiene de parador o casa de alquiler para viajeros, echó a volar la disparatada idea de que Colón, pobre y perseguido, había ido a morir en una miserable hostería de Valladolid. Lo peor es que Roselly ha hecho escuela entre las gentes que en Francia llaman bien pensantes, y apenas hay día en que no salga algún folleto de su escuela, debidos unos a canónigos y abates apasionados de la arquitectura ojival y del style fleuri, tan de moda en aquellos seminarios, y los demás a condes y marqueses legitimistas, de más o menos rancia prosapia. Tampoco faltan en este concierto algunos italianos, como el abogado Dondero, que ha reivindicado y defendido la honestidad de Cristóbal Colón, como si hubiera estado en sus mayores puridades, y aquel Fr. Roque Cocchia, obispo de Orope in partibus, que nos sorprendió años hace con la tristemente ruidosa invención de los restos del Almirante en la catedral de Santo Domingo. Sólo en España ha hecho Roselly pocos prosélitos, aun entre los que por sus ideas parece que habían de serle más benévolos. Aquí porte malheur, como diría Mr. Roselly, el hablar mal del Rey Católico. Hasta la opinión, errónea sin duda, pero muy arraigada, de que nunca miró con gran cariño y entusiasmo el descubrimiento ni al descubridor, contribuye a hacerle grato a los ojos de muchos que, con razón o sin ella, ven en aquella costosa gloria de la colonización del Nuevo Mundo el fundamento y raíz de muchos de nuestros males. [p. 113] Prescindiendo de esta funesta literatura, encaminada a promover y servir intereses muy diversos de los de la historia pura, la erudición colombina de estos últimos años está representada principalmente por las numerosas publicaciones del abogado norteamericano Enrique Harrisse, que reside habitualmente en París. Algunos de estos trabajos son bibliográficos, y merecen todo género de alabanzas, así por la minuciosa exactitud de las descripciones, como por la esplendidez tipográfica. La Biblioteca Americana Vetustísima (1866 ) y sus Adiciones (1872) comprenden todos los libros relativos a América publicados desde 1492 hasta 1551, que son los fundamentales y primitivos. Puede decirse que Harrisse se ha convertido en dominio suyo esta parte de la bibliografía, y que difícilmente será superado en ella. El resto de sus escritos pertenece a la clase de monografías y disquisiciones históricas, y aquí su autoridad entre los americanistas es grande también, aunque no tan universalmente reconocida ni tan libre de toda controversia. Algunas opiniones suyas, v. gr., la relativa a la no autoridad de las Historias de don Fernando Colón, no han prosperado; otras han sido rectificadas por el mismo, y en sus polémicas ha solido mostrar excesiva acritud y virulencia, comprometiendo a veces hasta el éxito de muy laudables quejas y reclamaciones. Aparte de esto, no sólo es el escritor de nuestros días que más se ha ocupado en el estudio de todas las cuestiones relativas a Cristóbal Colón y a su familia, sino positivamente el que las ha tratado con mayor caudal de datos, y por lo común con juicio más independiente, y es, sobre todo, el que ha publicado mayor número de datos y documentos nuevos. No ha creído conveniente escribir una nueva biografía del Almirante; pero casi puede considerarse como tal la voluminosa obra que ha publicado en francés con el título de Chistofle Colomb, son origine, sa vie, ses voyages, sa famille et ses descendants, d'aprés des documents inédits tirés des archives de Génes, de Saone, de Seville, de Madrid (1884) , si bien ha preferido (quizá con buen acuerdo) a la forma de exposición seguida, la de estudios monográficos. Este libro fué impugnado violentamente por el conde Roselly: prueba infalible de su mérito. Son muchas más las investigaciones posteriores de Harrisse, consignadas por lo general en artículos de revistas francesas y en algunos opúsculos publicados en Italia; [p. 114] y de su incansable pluma esperamos algún nuevo y más extenso trabajo, que será sin duda de los más originales e importantes del Centenario.

Por lo que toca a España, el escritor que más ha multiplicado en estos últimos años sus publicaciones sobre Colón y sus viajes, y el que mayor número de datos nuevos ha traído a su historia, es el ilustre cronista de nuestra armada don Cesáreo Fernández Duro, cuya varia, curiosa y amena erudición tanto realza sus Disquisiciones Naúticas y otros libros análogos. A él se debe, sobre todo, la publicación y el extracto del ruidosísimo pleito entre el Fiscal del Rey y los herederos del Almirante; pleito que conoció Navarrete, pero sin dar de él más que una idea muy somera, y que de ningún modo indicaba la riqueza de noticias allí atesoradas, y que deben ser materia de atento y reposado examen. Así en la Memoria académica titulada Colón y Pinzón (1883), como en los libros posteriores Colón y la Historia Póstuma (1885), Nebulosa de Colón (1890), y Pinzón en el descubrimiento de las Indias (1892), llega Duro a conclusiones que han excitado la indignación de los admiradores incondicionales de Cristóbal Colón, llevándolos a demasías de lenguaje sobremanera vituperables. Pero bien examinadas las cosas, no se descubre en las eruditas páginas del señor Duro esa malquerencia sistemática contra Colón que gratuitamente le atribuyen muchos, ni menos el deseo de mancillar su gloria y poner nota en su buen nombre, sino más bien el deseo de apurar la verdad sin contemplación alguna, y el empeño, no menos racional y patriótico, de poner en su punto el mérito que individualmente contrajeron los heroicos compañeros del descubridor, ofuscados hasta ahora en demasía por los resplandores de su gloria. Si en esta reivindicación justa y natural, así como en el criterio con que nuestro compañero juzga algunos actos de la gobernación del Almirante, ha podido haber exceso, condición es esta de toda reacción, y la reacción era inevitable, puesto que el nombre de Colón está sirviendo desde hace más de dos siglos de pretexto para las más atroces diatribas contra España; diatribas que, si cabe, se han exacerbado todavía más en estos últimos tiempos, coincidiendo en ellas, por raro caso, los ultracatólicos, como Roselly de Lorgues, y los incrédulos y positivistas más rabiosos, como Draper. También la paciencia tiene sus límites, y si [p. 115] es cierto que Colón no tiene la culpa de las sandeces y mala voluntad de sus apologistas, también lo es que en toda alma genuinamente española ha de ser muy fuerte la tentación de demostrar, si se puede (y las pruebas están bien a la mano), que ni los españoles que protegieron y acompañaron a Colón eran tan imbéciles, tan crueles, tan malvados y tan ingratos como se supone, ni el Almirante era tampoco aquel ser impecable y desvalido, ni aquella excepción maravillosa en medio de un siglo bárbaro; sino, al contrario, un grande hombre que participaba de todos los errores y pasiones de su tiempo. Entre los malos gobiernos coloniales ha habido pocos tan malos y desconcertados como el de Colón en la isla Española; y si el crimen de la esclavitud se consumó en las Indias, nadie antes que él pudo introducirla, y él fué el primero que envió de una vez quinientos esclavos caribes al mercado de Sevilla. La justicia histórica se debe a los grandes y a los pequeños, y a nadie exime de ella la categoría de genio, aunque naturalmente incline el ánimo del historiador a no insistir mucho en estas sombras, que, habida consideración al tiempo (consideración que amengua bastante la parte de responsabilidad individual), no son tantas ni tales que oscurezcan la grandeza del esfuerzo inicial y de la maravillosa obra cumplida. Ni nadie hubiera reparado mucho en ellas, si tal cúmulo de irritantes injusticias no hubiese excitado la fibra patriótica de muchos, llevándolos tal vez a recargar las tintas negras del cuadro. No basta, como cándidamente creen algunos, repetir a cada paso que la gloria de Colón nos pertenece; que su nombre y el de España son inseparables; y otros tales rasgos enfáticos, que de ningún modo pueden quitar el escozor y la amargura a los que formalmente estudian estas cosas, y saben que lo corriente y lo vulgar en Europa y en América, lo que cada día se estampa en libros y papeles, es que la gloria de Colón es gloria italiana o de toda la humanidad, excepto de los españoles, que no hicieron más que atormentarle y explotar inicua y bárbaramente su descubrimiento, convirtiéndole en una empresa de pirata. Esta es la leyenda de Colón, y esta es la que hay que exterminar por todos los medios, y hacen obra buena los que la combaten, no sólo porque es antipatriótica, sino porque es falsa, y nada hay más santo que la verdad.

No nos detendremos en un gran número de disertaciones y [p. 116] monografías, a alguna de las cuales habrá de hacerse referencia más adelante, porque queremos llegar a la obra del señor Asensio, que nos ha dado ocasión para esta reseña crítica, y que es hasta ahora la más extensa de las publicadas en España, con ocasión del fausto suceso que hoy se conmemora. Dada a luz en dos grandes volúmenes por una casa editorial de Barcelona, con notoria elegancia tipográfica y mejor gusto que el que en otras ediciones catalanas suele advertirse, [1] recomiéndase desde luego a la consideración por el nombre de su autor, antiguo e infatigable explorador de nuestras antigüedades históricas y literarias, especialmente de las relativas a su patria, Sevilla, y a Cervantes, su autor predilecto, de cuyas obras posee una de las más ricas colecciones. Él ha sido alma de la Sociedad de Bibliófilos Andaluces, y uno de los primeros despertadores del gran movimiento bibliográfico que en aquella ciudad existe, y que ojalá encuentre imitadores en otras regiones de la Península. Por ella se han salvado del olvido gran número de joyas literarias y de útiles documentos; y aun limitándonos a los trabajos personales del señor Asensio, todo el mundo sabe que él rescató y publicó el Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, de Francisco Pacheco, de quien escribió una biografía de las más completas y nutridas que poseemos. En estos últimos años, sus aficiones parecen haberse inclinado a la parte del americanismo, y de ellas es fruto la voluminosa Historia de Colón que tenemos presente.

Parecerá a algunos que tal obra no era necesaria, y que quizá las especiales dotes de su autor hubiesen campeado más libremente en una serie de disertaciones encaminadas a ilustrar los puntos oscuros de la vida de su héroe. De este modo el señor Asensio hubiera podido dar a su trabajo un carácter más erudito y más del gusto de los especialistas, y dar asimismo nuestra más cumplida de la copiosa erudición que en la materia posee. No le censuraremos, sin embargo, por haber preferido una forma de exposición más popular y amena, porque ya se dejaba sentir la falta de un [p. 117] libro que recogiese los resultados de la investigación colombina de estos últimos años, desterrando errores muy vulgarizados y poniendo al alcance de todos las más esenciales rectificaciones. Bellísima es la biografía de Irving; pero tiene cerca de sesenta y cinco años de fecha, y hoy los estudios críticos van muy de prisa. La gente de mundo, los profanos, leen más bien a Lamartine o a Roselly de Lorgues, lo cual es peor que no leer nada; y se llenan la cabeza de ideas falsas y melodramáticas. Era evidente, por tanto, la necesidad de que se escribiese una nueva biografía popular de Colón, y que en ella entendiese un erudito de profesión, dotado además de las suficientes condiciones de estilo para hacerse leer. De este modo ha resultado un libro sólido a la vez y agradable, como fundado en los documentos originales, y escrito con suave calor y con viveza de imaginación histórica. La crítica autorizada lo ha reconocido así por boca del ilustre americanista Próspero Peragallo, autor de trabajos tan importantes, sobre el origen, patria y juventud de Cristóbal Colón, [1] y adversario no indigno de Harrise en muchas cuestiones. El artículo de Peragallo publicado en la Ressegna Nazionale hace casi inútil toda nueva recomendación [2] del libro del señor Asensio; la cual, por venir además de persona casi ajena a estos estudios, como yo lo soy, tendría mucho menos peso. Conste, pues, que, según el señor Peragallo, la obra de Asensio es «un estudio histórico diligente y concienzudo, que ocupará un puesto eminente en la literatura colombina por el sano criterio con que está ejecutado, por la importancia de los documentos que le enriquecen, así como por el brío y elegancia de la exposición, que al lado de páginas donde corre sencilla la narración, o la discusión, presenta muchas otras inspiradas por un justo afecto hacia el Nuevo Mundo, y dictadas por aquella elocuencia que viene del corazón, el cual es la más pura y legítima fuente de la elocuencia». Y añade todavía el señor Peragallo este espléndido elogio, que con mucho gusto traduzco: «El autor, con la ciencia profunda que posee y con el entendimiento de amor que le distingue, entendimiento que da la intuición de lo bello y de lo magnánimo, [p. 118] ha sabido mantenerse lejano de las exageraciones fantásticas de cierta escuela hagiológica moderna, al paso que también se ha desdeñado de asociarse a la abierta malevolencia y a las insidiosas inducciones de la escuela opuesta; y así nos ha dado una historia recta, imparcial, sin ser fría o indiferente; la cual, a la vez que se lee con deleite, nos instruye larga y sólidamente sobre las innumerables vicisitudes de una vida llena de incertidumbres y de peligros, de goces y de dolores, y de abatimientos, de batallas y de triunfos, como fué la vida del inmortal descubridor de las Indias occidentales.» Hasta aquí Peragallo, y a sus palabras me asocio, puesto que yo no había de decirlo tan bien.

Pero mi amigo el señor Asensio, siempre descontentadizo de sus propias obras, solicita de doctos y de indoctos algo más que elogios vagos y generales. Así acudió al buen consejo y erudición de Peragallo en solicitud de reparos y enmiendas, y algunas, aunque de mero detalle, hizo aquel historiador italiano, especialmente sobre la residencia de Colón en Portugal; no sin advertir previamente que no daba importancia a semejantes descuidos, inevitables en una obra tan vasta, y que, por otra parte, podían ser simples diferencias de apreciación sobre puntos cronológicos todavía no resueltos.

Yo, recusándome desde luego por incompetente en la materia, puesto que hay mucha distancia de haber leído las cosas a haberlas estudiado, voy también a complacer al señor Asensio poniendo algunas tachas a su libro, no ciertamente en los detalles, que él conoce mucho mejor que yo, ni en el plan general de la obra, que me parece excelente, sino en algo que me parece que falta o que sobra. Como el libro seguramente no se ha de quedar en la primera edición, quizá alguna de esas observaciones podrá ser útil para la segunda.

Noto ante todo la ausencia de una introducción, en que se condensen las principales nociones geográficas, antropológicas y filológicas concernientes a la parte de América descubierta por Cristóbal Colón, dando así idea clara, en cuanto lo permite la ciencia actual, del estado de aquellas regiones y de las gentes que las poblaban antes del descubrimiento. Comprendo que la tarea es difícil; pero yo no pido un tratado sobre la América precolombina, que quizá no puede ni debe escribirse todavía, sino un preliminar [p. 119] que nos haga conocer en sus rasgos capitales la tierra y los hombres que van a ser materia de la narración.

Todavía me parece más necesario otro preliminar que conduzca la historia de las ideas y de los hechos geográficos desde los mitos de la antigüedad hasta las navegaciones de los portugueses, que son precedente indispensable de las de Colón. De este modo no resultará aislada aquella empresa, y se comprenderá en su unidad sublime el arranque con que nuestra raza ensanchó los angostos términos del antiguo mundo y completó el conocimiento del planeta. Gran parte de la materia de esta introducción, especialmente en lo que toca a las ideas y conjeturas científicas que influyeron en la era de los descubrimientos, está ya admirablemente elaborada por Humboldt, de cuyo libro siento que haya hecho tan poco uso el señor Asensio. Hay algo en él que solamente interesa a la ciencia pura; pero hay mucho que sin la menor dificultad puede adaptarse a una narración fácilmente comprensible para toda persona culta, aunque no haya hecho especial estudio de la astronomía ni de la ciencia náutica.

De este modo concibo yo la doble introducción de una Historia del descubrimiento del Nuevo Mundo. No olvidamos que el señor Asensio ha titulado sencillamente su obra Cristóbal Colón, lo cual anuncia pretensiones más modestas y como de mera biografía. Pero él mismo parece haber reconocido la necesidad de ampliar un tanto el desarrollo de su argumento, puesto que va sembrando, ya en en el libro primero, ya en muchas notas y aclaraciones, considerable número de especies que, en mi concepto, tendrían lugar más adecuado en los preliminares que yo propongo.

Entrando ya en el cuerpo de la biografía, observaremos que el señor Asensio, haciéndose cargo de las distintas opiniones sobre la patria del Almirante, se limita a darle por genovés, según su propio testimonio y el de su hijo, consignados uno y otro en documentos públicos; y a nuestro entender esto es todavía lo más seguro, aun después del interesante folleto en que el erudito bibliófilo don Francisco R. de Uhagón quiere, con documentos de los archivos de las Órdenes Militares, hacerle hijo de Saona. Mucho respeto nos inspiran tales documentos, y no dudamos que los caballeros de las Órdenes procederían con toda legalidad en este [p. 120] género de pruebas; pero se nos ocurre que siendo tan generalmente ignorados, aun de su propia familia (como en las Historias, de don Fernando vemos), los primeros sucesos de la vida del Almirante, más fe ha de merecer su propio testimonio que el ajeno, aunque sea de sus deudos. De todos modos, la cuestión, desde el punto de vista español, nada importa, puesto que siempre resulta Colón nacido en el territorio de la República de Génova.

Con muy buen acuerdo excluye el señor Asensio de su historia todo lo referente a los primeros años de Colón, a sus supuestos estudios en Pavía, etc. Nada de esto tiene más apoyo que tradiciones novelescas y sin fundamento, si merecen llamarse tradiciones las que se inventan a posteriori sobre todo gran personaje histórico. El primer hecho conocido de la vida de Colón es su expedición de corsario en servicio del rey Renato de Anjou, y aun para eso es muy difícil determinar la fecha.

Más severo hubiéramos querido al señor Asensio con algunas de las tradiciones de la Rábida, y sobre todo que no se limitara a insinuar tímidas dudas sobre un documento tan evidentemente apócrifo, tan ineptamente forjado, tan de estilo y sabor moderno, que sólo el extravío de un piadoso celo ha podido hacer que le diesen por bueno los redactores de la Revista Franciscana (1879) , y que tantos otros le hayan reproducido después, sin averiguar si quiera su procedencia. Claro es que aludo a la famosa carta que empieza: Nuestro Señor ha escuchado las súplicas de sus siervos... ¿Quién será el discípulo de Roselly que sorprendió la buena fe de los hijos del Seráfico Patriarca con una invención tan mal urdida? ¿Ni para qué necesita la Orden de San Francisco, cuya gloria en el descubrimiento del Nuevo Mundo brilla de un modo tan radiante, el apoyo de documentos falsos, ni el que se multipliquen sin necesidad ni propósito las idas y venidas de Colón a la Rábida?

Lo que sucede con esto del descubrimiento es que, después de cumplido, todo el mundo exageró más o menos su participación en él; y al lado de la leyenda franciscana de la Rábida, surgió la leyenda dominico-salmantina que pone en las nubes la intervención de Fr. Diego de Deza, y las famosas juntas de San Esteban (que tienen por junto la autoridad del P. Remesal, el cual estaba tan enterado como nosotros de lo que allí pasó), y la leyenda de [p. 121] los biógrafos de la casa de Moya, que dan a doña Beatriz de Bobadilla poco menos que el papel principal. También el duque de Medinaceli salió reclamando parte en los provechos, porque había tenido en su casa dos años a Colón. Todas estas opuestas pretensiones han introducido tal laberinto y confusión de especies en todo lo anterior a la partida de Colón, que algunos han llegado hasta el extremo de no creer nada sino lo poco que el mismo Colón quiso decirnos. Pero todo extremo es ocioso, y a nuestro entender el señor Asensio ha sorteado hábilmente los escollos, aunque condescendiendo casi siempre con la tradición.

Después de las capitulaciones de Santa Fe, la historia empieza a verse más clara; pero todavía hay malos pasos y oscuridades y contradicciones antes de llegar al momento del embarque, y eso que en esta parte ha tenido el señor Asensio la suerte de añadir un documento a los ya conocidos: es a saber, la declaración del grumete de Moguer Juan de Aragón, que nos informa de la curiosa coincidencia de la salida de Colón con la de los judíos expulsos: documento hallado en el archivo de Indias por don Fernando Belmonte.

Apenas cabía novedad en el relato de los viajes, puesto que los documentos están al alcance de todos, y han sido ya hábilmente utilizados por otros biógrafos, especialmente por Irving, a cuya exposición se asemeja más que a otra ninguna la del señor Asensio, y no lo decimos en son de censura, puesto que dificilmente podía elegir mejor modelo. Lo que falta, lo mismo en el historiador nortemaricano que en el español, es la discusión de ciertas cuestiones técnicas que el Diario del Almirante sugiere: algunas de las cuales fueron tratadas ya por Humboldt, y otras sólo pueden serlo por especialistas. Una de estas cuestiones es la relativa a la separación de Martín Alonso Pinzón, que la mayor parte de los biógrafos, y con ellos el señor Asensio, califican de deserción y juzgan durísimamente, al paso que el señor Fernández Duro, en recientes escritos, quiere defenderla y justificarla desde el punto de vista náutico.

La descripción de la entrada triunfal de Colón en Barcelona de vuelta del primer viaje está un poco anovelada y recompuesta, no porque la entrada no fuese solemne, que esto parece que resulta claro de los testimonios de Las Casas y Oviedo, sino porque [p. 122] carecemos de todo documento y de todo pormenor sobre el asunto.

Pero es inútil insistir en estos reparos, que en nada amenguan el sobresaliente mérito de la obra del señor Asensio. Reálzanla el conocimiento perfecto de la materia y de cuanto sobre ella se ha escrito, la extraordinaria lucidez de exposición, el estilo, que corre siempre limpio y fácil sin afectación ni alarde retórico, y el noble entusiasmo y calor comunicativo con que el autor sabe leer e interpretar la historia. La utilidad de la obra se completa con gran número de apéndices, que reproducen íntegros los principales escritos de Colón y los más importantes documentos relativos a su persona, así como algunas memorias y disquisiciones publicadas en estos últimos años, y que sería difícil haber a las manos en su primitiva forma de artículos o folletos.

Notas

[p. 69]. [1] . Nota del Autor. - Apenas es necesario advertir, porque de su contexto se deduce, que este artículo fué escrito y publicado en los dos meses de julio y agosto de 1892, y que hoy se reproduce, sin ningún cambio sustancial, omitiendo todo juicio favorable o adverso sobre los trabajos posteriores a aquella fecha.

[p. 85]. [1] . La vida y las obras de Pedro Mártir han sido ampliamente ilustradas en estos últimos años. Véanse, entre otras monografías:

- Shumacher (Herman A.), Petrus Martyr, der Geschichtsschreiber des Weltmeeres. Eine Studie. New York: E. Steiger, 1879.

- Mariéjol (I. H). Un lettré italien á la cour d'Espagne (1448-1526). Pierre Martyr d'Anghera, sa vie et ses oeuvres. Thèse pour le doctoral, présentée á La Faculté des Lettres de Paris. París, Hachette, 1887.

- Gerigk. «Das Opus Epistolarum des Petrus Martir», ein Beitrag zur Kritik der Quellen des ausgehenden 15 , und beginnenden 16 Jahrhunderts. Braunsberg, 1881.

- Heidenheimer. Petrus Martir Anglerius und sein Opus Epistolarum. Ein Beitrag zur Quellenkunde de Zeitalters der Renaissance und der Reformation. Berlín, 1881. 8.º

- Bernays (J.). Petrus Martir Anglerius und sein Opus Epistolarum. Strasburgo, J. Trübner, 1891.

Recientemente han comenzado a salir a luz en castellano las Décadas de Pedro Mártir, a quien el traductor, por no sé qué extraño capricho o exceso de cortesía, llama varias veces D. Pedro Mártir en su prólogo, lo cual nos suena tan raro como si viéramos impreso el Quijote de D. Miguel de Cervantes o las poesías de D. Garcilaso de la Vega.

[p. 90]. [1] . Libro II, cap. XIV.

[p. 91]. [1] . Libro II, cap. VI.

[p. 96]. [1] . Ferdinandi Pérez de Oliva tractatus manu et hispano sermone scriptus de vita et gestis D. Christophori Colon primi Indiarum Almirantis Maris Occeani dominatoris. (Registrum B.)

[p. 100]. [1] . Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas. Madrid, por D. Antonio de Sancha, 1784. El traductor se ocultó con el anagrama de Eduardo Malo de Luque. Sólo se publicaron los cinco primeros tomos, relativos a la India Oriental. La parte de América no llegó a ver la luz pública, por haber fallecido el Duque en 1791

[p. 102]. [1] . Reimpreso en Hamburgo por C. Müller en 1793.

[p. 106]. [1] . A nadie estorba saber, por ejemplo, que, según Humboldt (t. I, página 5), «los gérmenes de las verdades físicas más importantes se encuentran muchas veces en los escritores españoles del siglo XVI. Al aspecto de un nuevo continente, prosigue, aislado en la vasta extensión de los mares, se les presentaron la mayor parte de las cuestiones importantes, que todavía hoy nos preocupan, sobre la unidad de la especie humana y sus desviaciones de un tipo primitivo; sobre las emigraciones de los pueblos, la filiación de las lenguas, más desemejante muchas veces en las raíces que en las flexiones o formas gramaticales; sobre la emigración de las especies vegetales y animales; sobre la causa de los vientos alísios y de las corrientes marinas; sobre el decrecimiento del calor en la rápida pendiente de las cordilleras y en la profundidad del Océano; sobre la reacción de los volcanes unos sobre otros y la influencia que ejercen sobre los temblores de tierra. De esta época datan el progreso y perfeccionamiento de la geografía y de la astronomía náutica, de la historia natural descriptiva y de la física general del globo». Esta página de Humboldt está repetida casi testualmente en el Cosmos, donde añade: «El fundamento de lo que se llama hoy física del Globo, dejando aparte las consideraciones matemáticas, está contenido en la obra del jesuita José Acosta intitulada Historia Natural y Moral de las Indias, así como en la de Gonzalo Fernández de Oviedo, que apareció veinte años solamente después de la muerte de Colón. En ninguna otra época, desde la fundación de las sociedades, se había ensanchado tan prodigiosa y súbitamente el círculo de ideas, en lo tocante al mundo exterior y a las relaciones del espacio. Nunca se había sentido tan vivamente la necesidad de observar la naturaleza en latitudes diferentes y a diversos grados de altura sobre el nivel del mar, ni de multiplicar los medios con ayuda de los cuales se la puede forzar a la revelación de sus secretos.» (T. II del Cosmos en la traducción Salusky, 1855, pág. 315).

Estas generosas declaraciones de Humboldt, a quien nadie rechazará por incompetente, nos indemnizan con usura de tantas y tantas injurias contra España como cada día oímos en boca de españoles, único pueblo del mundo que hace alarde y gala de renegar de sus progenitores, esperando sin duda conquistar por este fácil medio la libertad, la ciencia, el respeto y la consideración de las demás gentes, y toda clase de prosperidades y bien andanzas.

[p. 116]. [1] . Cristobal Colón. - Su vida. - Sus viajes. - Sus descubrimientos, por Don José María Asensio, Director de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras... Barcelona, Espasa y Compañía, editores, dos tomos folio. Edición terminada en 1891. Lleva oleografías, orlas, cabeceras, viñetas alegóricas, una carta geográfica y otros adornos.

[p. 117]. [1] . Origine, Patria e Gioventú di Cristoforo Colombo. Studi critice e documentari. Lisboa, 1886 . - Cristoforo Colombo in Portogallo. Génova, 1882. - Colombo e la sua famiglia. Lisboa, 1889.

[p. 117]. [2] . 1.º de marzo de 1892.