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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > LA HISTORIA CONSIDERADA COMO OBRA ARTÍSTICA

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SEÑORES:

TODOS conocísteis a mi predecesor en esta silla, y quizá sea yo, que tan sin méritos propios vengo a sucederle, quien le conoció menos de cerca. Entendimiento vasto y condensador, fácilmente abierto a todo lo que le parecía noble y generoso, ávido de abarcar con rápido vuelo los términos y confines de la humana ciencia, vivió y murió en el más ardiente fervor idealista, enamorado de las obras del espíritu y anheloso de propagarlas entre su nación y gente. Fácil en el concebir, facilísimo y brillante en la palabra, fué su vida una improvisación continua, desinteresada de todo otro fin que el libre ejercicio de la inteligencia. La contradicción  le daba alas y no le exasperaba; antes tomaba fuerzas de ella, y se crecía, como Anteo al contacto de la tierra. Poca parte de su alma ha pasado a sus escritos, y no tiene idea de él quien no vió correr de sus labios, raudo y atropellado, el largo río de su elocuencia. Tuvo la ambición de todo saber, pero no la avaricia de ninguno. Adquirido un conocimiento nuevo, germinada en él una idea, no se daba punto de reposo hasta verterla en auditorio amigo o enemigo. Nació para hablar, para enseñar, para [p. 4] discutir. Filosofaba de aquella manera vaga y libre, que es tan del gusto de nuestra raza, y filosofaba sobre todas las cosas, sin que pueda decirse cuál de las ciencias le enamoraba más, o cuál fué su vocación nativa. En todas penetraba como conquistador, y se apoderaba acá de un hecho, allá de un sistema o de una hipótesis, todo como por asalto y saqueo. Con esa ejemplar tolerancia, que ha sido timbre de la escuela ecléctica, y que no nacía en nuestro pensador de escepticismo, pues raros hombres he visto que se apasionasen tanto como él por lo que creían verdadero, ninguna doctrina le era repugnante o antipática, y con curiosidad nunca saciada, gustaba de enterarse de todas, y de exponer y discutir lo más reciente. Tal era a vuestros ojos y a los míos don José Moreno Nieto.

Fácil es discutir al pensador, y de hecho muy pocos hubo que le siguiesen, y sería en mí torpe mentira el afirmar aquí, por respetos a mi egregio predecesor, que puede ser su espiritualismo, vago y poco preciso de líneas, aunque simpático, la fórmula de la moderna restauración de las ciencias especulativas. Me elegisteis tal como soy, y no he de venir a comprar aplausos, ni a mitigar impopularidades, haciendo, sin alguna salvedad, el panegírico de un hombre que precisamente lidió toda su vida por la omnímoda libertad del pensamiento científico. Pero tampoco sería digno ni honrado venir a inquietar sus cenizas, hoy que no puede levantarse su potente voz para respondernos, ni traer de nuevo a la arena el eterno pleito entre las dos ciudades que han de permanecer en presencia hasta la consumación de los siglos. Sólo recordaré a los creyentes (porque en este acto sólo caben palabras de paz y de mansedumbre) que si Moreno Nieto erró en algo, también peleó cien veces a nuestro lado, defendiendo de la invasión materialista y atea el testimonio y la integridad de la conciencia humana, el libre albedrío, el valor ontológico y sustancial del derecho, la fuerza imperativa del criterio moral, la posibilidad y la realidad de la metafísica, lo ideal en el arte, y todas las intimidades, pompas y esplendores de la vida del espíritu, asentada sobre la roca inconmovible de las nociones primeras.

Entre los innumerables objetos de la actividad mental de Moreno Nieto, entraba, y no el último, la historia, o, dicho con voz más comprensiva, las ciencias históricas, ya que no se ocupó [p. 5] directamente en la relación de los hechos, sino más bien en vastas síntesis, no exentas de sabor hegeliano, o en monografías críticas, más o menos estrechamente enlazadas con los estudios de la filología oriental, que fueron encantos de los años de su mocedad, y a los cuales, no sin cierta tristeza, como la que infunde la memoria del bien perdido, solía volver los ojos en su edad madura. Todos recordáis su Gramática Arábiga y su erudito discurso sobre los historiadores musulmanes españoles, seguido de una bibliografía de ellos. Distrajéronle luego muy diversos cuidados intelectuales, no sé si con más gloria para él, de fijo con más aplauso inmediato. ¿Ganó o perdió en ello la cultura española? Senténcielo quien pueda: yo sólo diré que es hazaña casi imposible torcer su propia  naturaleza, y resignarse a las escondidas y modestas caricias de la investigación erudita y de la depuración histórica, cuando estimulan a un tiempo el acicate de la común alabanza, el noble ardor de echar su apellido y convocar gente para las batallas de su tiempo, el numen avasallador de la propia elocuencia, y quizá el generoso temor de pasar por egoísta y escéptico, escudriñando y discutiendo lo antiguo, mientras la tormenta de estos días bramaba a sus puertas.

Y considerando esto, ¿quién se ha de atrever a culpar a Moreno Nieto, porque no nos haya dejado de su talento histórico frutos tan numerosos como el ardor de su aprovechada y madura juventud nos prometía? Los Montfaucón, los Mabillon, los Muratori, los Flórez, los grandes coleccionistas, arqueólogos, numismáticos e historiógrafos, nacen en épocas relativamente tranquilas, en que imperan fuertes y soberanas la autoridad y la tradición científicas, y es lícito a quien piensa y estudia, velar a la lámpara solitaria, sin cuidado y preocupación de lo exterior, fijos los ojos en aquellos serenos templos de la antigua sabiduría que cantaba Lucrecio:

Edita doctrina sapientum templa serena.

Pero en nuestros tiempos de contraste y de lucha, y en razas como la nuestra, ya estéril, ya fecundamente apasionadas e inquietas, tal ideal de vida pacífica y estudiosa es mucho más admirable que imitable. Y he de confesaros que Moreno Nieto no le realizó, aunque quizá tendiesen a él los más íntimos anhelos de su alma. [p. 6] Y en efecto: ¡qué obra más grande y bella es esta de la historia! Concedo que es empresa de titanes la de lidiar con el error dialéctico, sorprender sus raíces soterradas en lo incompleto del entendimiento o en lo torcido y perverso de la voluntad, en las lobregueces de la conciencia o en las anticipaciones de la educación, en la intrusión del elemento externo en el mundo íntimo, o, al contrario, en el desbordamiento enfermizo de la propia personalidad. Y cuando el error invade el campo, cuando se mutilan audazmente la integridad, la parsimonia o la armonía de los dictámenes de la conciencia, y cuando, negado alguno de sus elementos, y vacilantes por necesidad lógica los demás, queda aportillado y al descubierto alguno de esos sublimes lugares comunes , que son el jugo y la médula del pensamiento, levantar enérgica protesta en nombre del sentido moral de la humanidad. Tales triunfos eran los de Moreno Nieto; y los alcanzaba a la luz del sol, en palenque cerrado, sin malas artes ni astucias de guerra, coronándole sus mismos adversarios, que acompañaron con lágrimas sus funerales.

Pero hay otra gloria, que no corre las calles, sino que suele albergarse modestamente dentro de los muros de Academias como ésta; y conviene traerla continuamente delante de los ojos, para inflamar con ella las almas capaces de estimarla y comprenderla. No vive en lenguas de las gentes; antes padece detracción y vituperio cuando a sus oídos llega, lo cual sucede raras veces, porque es la Musa de la Historia tan recatada y celosa de su estimación, que hasta del aire se ofende.

De la Historia vengo a hablaros; pero no considerada en su materia y contenido, ni siquiera en las reglas críticas y método de investigación para escribirla, sino de lo que a primera vista parece más externo y accidental en ella, de lo que condenan muchos desdeñosamente con el nombre de forma; como si la forma fuese mera exornación retórica, y no el espíritu y el alma misma de la historia, que convierte la materia bruta de los hechos y la selva confusa y enorme de los documentos y de las indagaciones, en algo real, ordenado y vivo, que merezca ocupar la mente humana, nunca satisfecha con vacías curiosidades, y anhelosa siempre por las escondidas aguas de lo necesario y de lo eterno. Voy a hablar, pues, no de crítica histórica propiamente dicha, sino de la historia [p. 7] considerada como arte bella, de la noción estética de la historia; ya que es grave defecto en los modernos tratadistas excluir del cuadro de las artes secundarias el arte maravillosa de los Tucídides, Tácitos y Maquiavelos, mientras que admiten sin reparo y explanan en muchas páginas el arte de la danza o el de los jardines. No es, en verdad, la historia obra puramente artística, como lo son la poesía, o la música, o las creaciones plásticas; pero son tantos y tales los elementos estéticos que contiene y admite, que obligan, en mi entender, a ponerla en jerarquía superior a la misma oratoria, encadenada casi siempre por un fin útil e inmediato, extraño a la finalidad del arte libre, que en la misma hermosura que engendra se termina y perfecciona, deleitándose con ella, como la madre amorosa con el hijo de sus entrañas.

Cierto que suele carecer la historia del admirable poder que Platón llamó psicagógico, es decir, guiador y conmovedor de las almas, y que no ejerce, por eso, aquel imperio y señorío sobre los afectos, moviéndolos o refrenándolos, que fué en lo antiguo el triunfo más codiciado del orador. Pero aunque no sea dado a la historia, sino en casos singulares, producir esta efervescencia y tumulto de pasiones actuales, tiene por suyo el mundo de la realidad humana, con igual y plenísimo derecho que le tienen la epopeya, el drama y la novela. No es arte lírica y personal, sino arte objetiva, guiada y dominada por los estimulos y caricias del mando exterior, del cual, como de inmensa cantera, arranca los hechos, que luego, con verdadera intuición artística, interpreta, traduce y desarrolla.

Pero aunque este poder de interpretación, enfrente de la naturaleza humana y de sus obras, sea verdadera facultad estética, y de ella participen en grado casi igual los maestros de la poesía y de la historia, hay un punto en que la diferencia se marca y aparece profundísima. No consiste, no, esta diferencia en que el poeta sea dueño de la materia que elabora, y el historiador no; puesto que, en rigor de verdad, ni uno ni otro lo son, trabajando ambos, como trabajan, sobre el fondo esencial y permanente de la naturaleza humana, que ni uno ni otro podrán modificar, so pena de producir obras mentirosas y heridas de muerte desde la cuna. No: el poeta no inventa, ni el historiador tampoco; lo que hacen uno y otro es componer e interpretar los elementos [p. 8] dispersos de la realidad. En el modo de interpretación es en lo que difieren.

Sobre esto hay una idea alta y profundísima, pero incompleta, en la Poética de Aristóteles. Veamos de desentrañar su oscuro sentido. Dice, pues, el Estagirita, que la diferencia entre la poesía y la historia consiste en que el poeta expresa principalmente lo universal, y el historiador lo particular y relativo; de donde resulta que la poesía viene a ser algo más filosófico y grave que la historia, porque representa, no lo que es, sino lo que debe ser.

A primera vista, esto no ofrece dificultad; pero luego se ocurre una, y no leve, y es que la necesidad implica la existencia, y, por tanto todo lo que debe ser, es, y nada es sino como debe ser, conforme a su idea; lo cual anula de hecho la distinción aristotélica ya que igual realidad tienen a los ojos del espíritu el héroe real y el imaginado, Carlomagno o Don Quijote, Temístocles o Hamlet. Y en los personajes que son a la vez históricos y poéticos, v. gr., el Cid y todos los protagonistas de cantares épicos, de tal manera se confunden los caracteres de la realidad histórica con los de la realidad legendaria, que de unos y otros viene a resultar un concepto o noción única en nuestra mente, sin que sea posible, sino con laboriosísimo esfuerzo intelectual, imaginarnos al Campeador reducido a la sequedad de los datos de las crónicas latinas y arábigas, y fuera del pedestal en que le colocó la epopeya castellana.

Tampoco se puede decir, en sentido riguroso, que los personajes poéticos manifiesten lo universal de la naturaleza humana, y los históricos lo particular y contingente, porque, si bien se mira, todo personaje real, con cualquier género de realidad que le supongamos, ya sea la del arte, ya la de la vida, expresará siempre algo de necesario y universal, y algo también de particular, movedizo y transitorio. Y como la lógica natural que dirige los pensamientos y las pasiones de los seres vivos no es distinta de la que guia a un héroe de drama o de novela (si este héroe no es creación vana, caprichosa y sin valor, de una fantasía desarreglada), resulta que tampoco por este lado se ve diferencia notable entre la historia y la poesía narrativa o representativa. Así pudo decir Manzoni, con profunda verdad, en su Carta sobre las unidades dramáticas, que «las causas históricas de una acción son esencialmente [p. 9] las más dramáticas y las más interesantes, y que cuanto más conformes sean los hechos con la verdad material, tendrán en más alto grado el carácter de verdad poética, que buscamos en la tragedia»

Para salvar la doctrina peripatética de lo necesario y de lo universal, se dirá acaso que el héroe poético, por ser, como es, de blanda cera en manos del artista, resulta mucho más apto para encerrar un contenido genérico, y ser como la cifra o el compendio de una clase entera de hombres, o como el eco sonoro de una raza, o como el símbolo de una pasión, o de una virtud o de un vicio. Pero dicho esto en tesis general, también flaquea, porque una de dos: o esos tipos serán abstracciones y alegorías, y en este caso no son seres humanos, y estoy por decir que ni estéticos tampoco, sino frías personificaciones morales, sin valor propio e intrínseco, semejantes a los caracteres del avaro, del celoso y del pródigo, que solían ponerse en los antiguos tratados de Ética, a modo de paradigma o specimen; o son hombres como los que vemos en el mundo, dotados de una cualidad predominante, buena o mala, con la cual se combinan en distintas dosis otras cualidades secundarias. Sólo por esta complejidad de elementos brillan reales y humanos los hijos del arte, y en esto se identifican con los demás hijos de Adán, diferenciándose de ellos tan sólo por el sello de inmortalidad grabado en su frente.

Es además la vida tan grande, tan luminosa, tan poética e inexhausta, que puede decirse que ha agotado y agota todas las combinaciones posibles en el arte, y que, abriendo por cien partes sus entrañas, manifiesta y saca a luz cada día portentos no imaginados, ante los cuales parece fútil y baladí todo antojo idealista. ¿Qué malvado ha producido el arte más perfecto que el que nos ofrece la historia en César Borja? ¿Qué caballero más perfecto que San Luis? «No consiste (diré con Manzoni) la esencia de la poesía en inventar...; semejante invención es lo más fácil y más vulgar que hay en el trabajo del espíritu, lo que exige menos reflexión y también menos imaginación... ¿Dónde puede encontrarse la verdad dramática, mejor que en lo que los hombres han ejecutado realmente?»

Y entonces se dirá: ¿qué le queda al poeta? ¿En dónde están sus ventajas? ¿Por qué dijo de la poesía Aristóteles que era más [p. 10] honda y filosófica que la historia? Díjolo porque, siendo el poeta (aunque sólo en el momento inicial de la concepción) dueño de sus personajes, históricos o inventados, puede penetrar hasta el fondo de su alma, escudriñar lo más real e íntimo, sepultarse en los senos de la conciencia de sus personajes, poner en clara luz los recónditos motivos de sus acciones, mostrar en apretado tejido las relaciones de causa y efecto, eliminar lo accesorio, agrupar en grandes masas los acaecimientos y los personajes, borrar lo superfluo, acentuar la expresión, marcar los contornos y las líneas, y hacer que todo color y toda superficie y todo detalle hable su lengua y tenga su valor y conspire además al efecto común.

Algo de esto hace también la historia; pero de un modo mucho más imperfecto y somero, procediendo por indicios, conjeturas y probabilidades, juntando fragmentos mutilados, interrogando testimonios discordes, pero sin ver las intenciones, sin saberlas ni penetrarlas a ciencia cierta como las ve y sabe el poeta, arrebatado de un numen divino.

No le es lícito a la historia fantasear; no puede, como puede el poeta dramático, introducirse en la mente de sus personajes y hablar por ellos; pero será tanto más perfecta y más artística, cuanto más se acerque, con sus propios medios, a producir los mismos efectos que producen el drama y la novela. Pero, entiéndase bien: con sus propios medios, los cuales en gran parte no pertenecen al arte, sino a la ciencia; aunque todo, en último resultado, venga a concurrir al grande arte, al arte de composición. De aquí nace el carácter mixto de la historia; de aquí la inferioridad reconocida por Aristóteles, cuyas palabras hemos de entender, no como suenan, sino de un modo más amplio y libre, afirmando que lo mismo la historia que la poesía enseñan, manifiestan y ponen a nuestros ojos, por modo artístico, aunque diverso, lo que hay de eterno y lo que hay de temporal y realtivo en cada acción humana, lo que hay de necesario y lo que hay de contingente, lo que hay de universal y lo que hay de temporal en cada individuo.

No es nueva esta consideración de la historia como arte: al contrario; si de algo pecamos los modernos, es de irla olvidando demasiadamente. Los antiguos retóricos griegos querían que la [p. 11] historia fuese, lo mismo que la tragedia, un animal perfecto. Y nuestro Fr. Jerónimo de San José, en su libro del Genio de la historia, dió los últimos toques a esta concepción clásica, exponiéndola en términos tan vigorosos y galanos, y con tan profundo sentido de lo que pudiéramos llamar la belleza estatuaria de la historia, que no es posible a quien trata esta materia dejar de repetir algunas palabras suyas, ya alegadas aquí por un docto y llorado compañero vuestro: «Yacen como en sepulcros, gastados ya y deshechos, en los monumentos de la venerable antigüedad, vestigios de sus cosas. Consérvanse allí polvo y cenizas, o, cuando mucho, huesos secos de cuerpos enterrados, esto es, indicios de acaecimientos, cuya memoria casi del todo pereció; a los cuales, para restituirles vida, el historiador ha menester, como otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos, dándoles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la disposición y cuerpo de la historia; añadirles, para su enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas conjeturas; vestirlos de carne, con raros y notables apoyos; extender sobre todo este cuerpo, así dispuesto, una hermosa piel de varia y bien seguida narración, y, últimamente, infundirle un soplo de vida con la energía de un tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las cosas de que trata, en medio de la pluma y el papel.»

Esta pintoresca descripción de la historia corresponde en todo con la idea que Hegel da de la obra poética, cuando exige de ella que forme un todo orgánico completo, sometido a ley de unidad. Pero el mismo Hegel se niega a considerar las producciones históricas como pertenecientes a lo que llama el arte libre, y renovando, aunque con originalidad, la doctrina de Aristóteles, a quien en tantas cosas se parece, afirma que la historia es siempre prosaica, no ya por el estilo y manera en que se escribe, sino por su mismo contenido y objeto propio. Para entender esto, conviene advertir, ante todo, que Hegel dilata los términos del arte histórica tanto como Fr. Jerónimo de San José, puesto que concede al historiador la facultad de resucitar en su mente las acciones y los caracteres, y ponerlos con nueva vida a los ojos de los lectores; no encerrándose, para tal reproducción, en la simple fidelidad de los detalles, sino coordinando los materiales, modificándolos, combinándolos, agrupando los rasgos y los accidentes, de tal [p. 12] modo, que pueda quien leyere formarse idea clara de la nación, de la época, de las circunstancias exteriores, de la grandeza o debilidad de los personajes, y de su fisonomía original, y del encadenamiento natural y propio de las acciones.

Todo esto lo conoce Hegel; pero viene a restringir los límites de la historia por razón de su objeto, dejando las edades heroicas por campo de la fantasía y del arte, y considerando sólo como histórica aquella edad en que se revela el carácter preciso de los hechos y la prosa de la oda. Estas edades históricas no ofrecen casi nunca lo que el moderno Parménides llama una situación poética, es decir, una situación en que la energía individual se manifieste y desarrolle con independencia alta y soberana. Todo el conjunto de nuestras instituciones, costumbres y estado social excluyen esta actividad sin trabas, domeñadora e irresistible; y por eso los poetas modernos, cuando aspiran a presentarla fuera de las sociedades heroicas, la personifican en un demente como Don Quijote, o en piratas levantinos como el Corsario y Lara, o en un rebelde más o menos épico como Goetz de Berlichingen, o en un foragido y salteador de caminos como Roque Guinart y Karl Moor, o en un jefe de bandas aventureras como Wallenstein, o en un libertino, despreciador de la muerte y del infierno, como Don Juan.

De todo esto infiere Hegel que, dentro de las condiciones ordinarias de la vida, lo épico y aun lo poético es imposible, porque en toda sociedad bien organizada las actividades y energías individuales se funden en una actividad común, y van derechas a un blanco, sin que sea posible ninguna órbita excéntrica, a menos de tropezar a cada paso con las leyes divinas y humanas, fijas ya con carácter imperativo y absoluto.

Adiós, pues, el carácter individual, según esta desconsoladora doctrina idealista, y adiós también la poesía en la historia. Cuanto hoy se realiza (este hoy quiere decir desde Homero hasta nuestros días, o, por lo menos, desde la Canción de Rolando), se realiza con un fin general y predeterminado por las circunstancias del pueblo y de la época, y se realiza además con una fortísima dosis de circunspección, de buen sentido y de razón prosaica, aplicando sagazmente los medios al fin. Todo esto, según Hegel, es radicalmente contrario a la virtualidad independiente y libre, [p. 13] y el historiador tiene que resignarse a contarnos toda esta prosa, sin dar a los hechos significación poética que no tuvieron, ni remontarse nunca, como no sea en alguna síntesis, generalización o filosofía de la historia, a los principios absolutos y a la verdad ideal, que son materia esencialísima de la poesía, la cual, aun imitando y reproduciendo lo real, lo hace para mostrar exteriormente la verdad interna que constituye su fondo.

En esta como en otras cosas de su admirable Estética, Hegel pasó la medida, a fuerza de espíritu sistemático. Concedámosle, ante todo, que el arte tiene carácter dinámico, ya de fuerza serena y reposada, ya de fuerza en movimiento; y afirmemos, aún con mayor resolución que él, que sólo por la fuerza se impone el artista, y que en la energía de la voluntad, exteriormente manifestada, yace la raíz de las mayores grandezas estéticas. Pero ¿cómo admitir que esta energía no se desarrolle y triunfe sino en los héroes primitivos, domeñadores y extirpadores de monstruos, o en los primeros que desbrozaron las selvas y congregaron los pueblos errantes y feroces en vida común? No; la eficacia de la voluntad no exige condiciones sociales rudimentarias para dar muestra de sí. El medio en que vive puede modificarla, pero no anularla. Faltarán algunos accidentes estéticos, pero no más que de decoración y ornamento. Si la humanidad vale algo y el arte no es idealismo solitario, sino obra colectiva humana, de los unos porque la crean, de los otros porque amorosamente la reciben, el fin común, lejos de ser prosaico, ha de resultar más estético que todos los fines particulares, y ante las grandes empresas históricas han de oscurecerse y quedar anulados los propósitos arbitrarios y las hazañas baldías de cualquier paladín andante. Toda la historia del arte depone contra Hegel, mostrándonos que ninguna de las obras más altas de la poesía humana ha nacido de voluntariedades o caprichos del artista, deseoso de mostrar en sus héroes el empuje de una personalidad libre, sino que todas ellas, así épicas como dramáticas, han recibido su jugo y su vitalidad de la historia, o de lo que en algún tiempo se ha tenido por historia; que para el arte tanto importa lo uno como lo otro, y basta que el poeta y sus oyentes o lectores lo hayan creído. No se reduce la historia a los tiempos de cronología cierta y sujetos a comprobación diplomática, sino que extiende sus ojos a esos campos en [p. 14] que Hegel confina la poesía, y mientras ésta recoge flores de eterno olor, aprende la historia, sotto il velame degli versi strani, mil recónditas enseñanzas sobre conflictos de pueblos y de razas, sobre dioses titánicos destronados por dioses de estirpe más reciente, y hasta sobre los progresos de la escritura y la renovación de fraguas y metales.

Y así bien puede afirmarse que no hay dos mundos distintos, uno el de la poesía y otro el de la historia porque el espíritu humano, que crea la una y la otra, y a un tiempo la ejecuta y la escribe, es uno mismo, y cuando quiere aislar sus actividades y engendrar, verbigracia, obras poéticas que no tengan raíces en la historia o en la sociedad donde nacen, produce sólo un caput mortuum, bueno para deleitar solaces académicos, o para mecer en vaga y malsana cavilación ciertas almas, pero incomprensible, como un jeroglífico egipcio, para los que en el arte quieren ver, ante todo, al hombre mismo que ellos conocen y de cuyos dolores participan, lidiando a brazo partido con el mundo exterior, como se lidia en el mundo de la vida, es decir, en el mundo de la historia.

Digamos, pues, y esto es lo cierto, que si la personalidad humana, independiente y enérgica, vale, es precisamente por el fin y por la adaptación de los medios al fin, y no fin egoísta y ad libitum, sino fin que interese por simpatía a toda la humanidad o a una porción considerable de ella. De donde se infiere que, lejos de ser la historia prosaica por su índole, es la afirmación y realización más brillante de toda poesía humana actual y posible, sin que necesite el poeta otra cosa que ojos para verla y alma para sentirla y talento de ejecución para reproducirla; pues con esto solo quedará depurada y magnificada, no tanto por algo exterior y propio suyo que el poeta le añada, como por algo que en la realidad misma está y que no todos los ojos ven, sino los del artista solamente. Este algo es precisamente lo universal o lo necesario, que Aristóteles dice; el reflejo de las íntegras, sencillas, inmóviles y bienaventuradas ideas, que decía su maestro Platón; la verdad ideal, que persigue Hegel. Y esta verdad está en el artista, porque él la entiende; pero está también en la cosa misma, que no sería inteligible sin esta luz. Sin este poder de visión, sin esta facultad de descubrir lo universal que reconocemos en el artista como cualidad principalísima suya, no hay poesía, pero tampoco hay historia. [p. 15] Y si bien se mira, gran parte del prestigio literario que llevan consigo los héroes excéntricos citados por Hegel, no consiste sólo en el exceso de personalidad violentamente acentuado por el poeta, sino en que, lejos de aparecer sus actos como arbitrarios y ajenos del fin común, tienen un valor representativo dentro de este mismo fin, ya por contraste y oposición, ya como protesta contra un estado social imperfecto o vicioso, y preparación para otro más alto; en lo cual vienen a asemejarse a grandes personajes históricos que han ejecutado muy mayores cosas sin darse cuenta ni razón clara de ellas. Cuando nada de esto hay en ellos, y cuando lo que persiguen, no es un fin serio, aunque anacrónico, o trascendente, aunque criminal, sino puras veleidades sin seso, los personajes se mueven en un país de sombras, y tienen tan dudosa vida como Esplandián o como don Cirongilio de Tracia.

Gloria será siempre del gran Schiller haber descubierto aquella ley de eterna armonía estética, clave del drama histórico, tal como él le ejecutó siempre, es decir, como el punto de intersección entre el drama de la pasión individual y el drama de la plaza pública. Así se explican esas misteriosas figuras de mujeres y de niños, colocadas por la tradición, como hitos terminales, al principio de toda gran evolución histórica; como si el drama del hogar fuese inseparable del que se desata por la voz de los tribunos o por el puñal de los conspiradores. Así, en la fantasía popular que abrillanta los orígenes de las repúblicas, la sangre de Lucrecia y de Virginia es riego lustral y expiatorio para la libertad romana, y la flecha del arquero Tell rubrica la carta de las franquicias helvéticas.

Dígase, pues, que de los pechos de la realidad se nutre la poesía, como se nutre la historia, y que entrambas conspiran amigablemente a darnos bajo la verdad real (porque también es real lo verosimil) la verdad ideal, que va deletreando el espíritu en confusos y medio borrados caracteres. Así la poesía, unas veces precede y anuncia a la historia, como en las sociedades primitivas, y es la única historia de entonces, creída y aceptada por todos, fundamento a la larga de las narraciones en prosa, donde entran casi intactos los hórridos metros épicos, a guisa de documentos; y otras veces, por el contrario, la materia que fué primero épica y luego histórica, cantar de gesta al principio y crónica después, o la que [p. 16] teniendo absoluta fidelidad histórica, nunca fué cantada, sino relatada en graves anales, pasa al teatro, y por obra de Shakespeare o de Lope vuelve a manos del pueblo transfigurada en materia poética y en única historia de muchos. Y vienen, finalmente, siglos de reflexión y de análisis, en que los poetas cultos sienten la necesidad de refrescar su inspiración en la fuente de lo real, y acuden a la historia con espíritu desinteresado y arqueológico, naciendo entonces el drama histórico de Schiller y la novela histórica de Walter Scott, que influyen a su vez en los progresos del arte histórica, y en cierto sentido la renuevan.

No es del caso seguir todas estas transformaciones, pero sí apuntar rápidamente los principales períodos de la historiografía, o, mejor dicho, de la concepción estética de la historia.

La primera, la más perfecta dentro de los límites en que más o menos voluntariamente se encerró, es la que podemos llamar oratoria o clásica. No empieza en los logógrafos, que propiamente son analistas y no historiadores, ni siquiera en Herodoto, escritor de arte admirable en sus candorosos anacolutos, y en aquella gracia jónica, que alarga las terminaciones, ata negligentemente las frases, y dulcifica las formas, acumulando las vocales. Este plácido abandono, semejante al curso de un arroyo límpido y sereno, es, como ha dicho Ottfried Müller, la perfección del discurso hablado; pero nada tiene que ver con la severa dialéctica de Tucídides. La historia de Herodoto es la crónica perfecta, tal como podía ejecutarla un griego: mezcla singular de curiosidad infantil y de buen sentido algo escéptico, de gravedad épica y religiosa, y de observación menuda y precisa. Por lo demás, tan lejos está Heredoto de Tucídides, como Muntaner o Joinville están lejos de Maquiavelo y de don Diego de Mendoza.

No es ese el tipo de la historia clásica, ni hemos de buscarle definido en los retóricos y maestros de conscribenda historia, sino en los mismos grandes ejemplos de la antigüedad, desde Tucídides hasta Tácito, y en unos pocos italianos y españoles del Renacimiento, que más o menos de lejos siguieron sus huellas. Tiene en sus manos la historia unidad orgánica tan vigorosa como la de un poema o novela; siendo de esto ejemplares perfectísimos las dos historias de Salustio y la de D. Diego de Mendoza que, por decirlo así, separan de la cadena general de la historia un pedazo de la [p. 17] vida humana, un grupo de acontecimientos interna y lógicamente enlazados, y que se desarrollan en espacio brevísimo de tiempo. Salustio ha dado la fórmula de este modo de historia, el más próximo de todos al arte puro y libre: «Res gestas... carptim perscribere.» En torno de la acción principal se agrupan todas las secundarias, tan fuertemente ligadas con la primera, como independientes y libres de lo que les precede y de lo que les sigue. El historiador va graduando sus efectos, y prepara muy de antemano la catástrofe con tanto amor como un poeta trágico. La vida humana es un drama, y el historiador aspira a reproducirla. Puede ser crítico, puede ser erudito, mientras reúne los materiales de la historia y pesa los testimonios e interroga los documentos; pero llegado a escribirla, no es más que artista, y no tanto quiere dar lecciones, aunque lo anuncie en fastuosos proemios, como reproducir formas y colores, y aun más que estos accidentes externos o pintorescos de la vida, la vida moral que palpita en el fondo. De aquí bellezas puramente dramáticas; de aquí el análisis de los caracteres; de aquí la necesidad de los retratos, de las epístolas y de los discursos. No le basta al historiador clásico que los personajes hablen con la voz de sus hechos; no le basta presentarlos vivos y en acción; quiere trasladar al papel lo más recóndito de su conciencia, y mostrarnos el laboratorio de los misterios psicológicos. Cartas que no escribieron, discursos que no pronunciaron, inadmisibles en otro género de historia, pero forzosos en ésta, vienen a darnos en forma puramente artística la noción del carácter del héroe y el desarrollo de la pasión. Así se funden armoniosamente ciencia y arte. El historiador se lanza al mundo poético de lo verosímil, en alas de lo verdadero. En las narraciones no refiere, sino que pinta. No explica los motivos de las acciones: hace que los mismos personajes nos los refieran. Y como la pasión es el alma de la tragedia y de la oratoria, el historiador clásico, que es ante todo orador y poeta trágico, es apasionadísimo, a despecho de los preceptos de los retóricos, que le imponen la más severa neutralidad, y lejos de olvidarse de que es griego o romano, español o florentino, aristócrata o demócrata, republicano o amigo del imperio, no aparta nunca de los ojos su patria, su raza y su partido, y esculpe a sus héroes predilectos en actitudes épicas y sublimes, y a sus enemigos y émulos [p. 18] los rebaja y los ennegrece, o a lo sumo les da la grandeza del mal. Y así, no hay una sola de estas grandes historias que no deba sus mayores bellezas a la pasión más o menos descubierta del autor: pasión de venganza contra la democracia ateniense en Tucídides; pasión de soberbia patricia y estoica en Tácito; pasión de la unidad italiana en Maquiavelo; pasión de portugués separatista en D. Francisco Manuel de Melo. Aun a los más serenos y majestuosos, a los que han querido abarcar todo el curso de la vida de un imperio, a Tito Livio, v. gr., les domina la pasión por la grandeza de su pueblo, y esta pasión es la que da unidad a su obra y color y fortaleza heroica a su estilo, y perpetuidad como de bronce, o mármol antiguo.

De todo lo cual infiero yo que la historia clásica es grande, bella e interesante, no por lo que los retóricos dicen, sino por todo lo contrario; no porque el historiador sea imparcial, sino, al revés por su parcialidad manifiesta; no porque le sean indiferentes las personas, sino, al contrario, porque se enamora de unas, y aborrece de muerte a otras, comunicando, al que lee, este amor y este odio; no porque la historia sea en sus manos la maestra de la vida y el oráculo de los tiempos, sino porque es un puñal y una tea vengadora; no porque abarque mucho y pese desinteresadamente la verdad, sino porque abarca poco y descubre sólo algunos aspectos de la vida, encarnizándose en ellos con fruición artística; no porque sirva de grande enseñanza a reyes, príncipes y capitanes de ejército, dándoles lecciones de policía, buen gobierno y estrategia, sino porque ha creado figuras tan ideales y serenas como las de la escultura antigua, y otras tan animadas y complejas como las del drama moderno; no porque «enseñe a bien vivir», como dijo Luis Cabrera, a pesar de los aforismos con que solían engalanarla, sino porque produjo en Tácito el más grande de los artífices creadores de hombres, si se exceptúa a Shakespeare. Opus hoc unum maxime oratorium.

Por tales virtudes, antes poéticas que históricas, viven y vivirán eternamente a los ojos de la memoria, la peste de Atenas, la oración fúnebre de Pericles y la expedición de Sicilia en Tucídides; la batalla de Ciro el joven y su hermano en Xenophonte; la consagración de Publio Decio a los dioses infernales, y la ignominia de las Horcas Caudinas, en Tito Livio; el tumulto de las legiones [p. 19] del Rhin, y la llegada de Agripina a Brindis con las cenizas de Germánico (infausti populi Romani amores), en Tácito; la conjuración de los Pazzi y la muerte de Julián de Médicis, en Maquiavelo; la acusación parlamentaria de Warren Hastings, el terrible procónsul de la India, en Lord Macaulay.

Con esa leche ateniense y romana se nutrieron los cinco o seis historiadores españoles que merecen el nombre de clásicos, y que, por méritos de estilo y lengua, se separan de la inmensa falange de los compiladores y de los eruditos, y aún de los historiadores sin estilo, como el más grande de los nuestros, como Zurita. Es verdad que aun a los pocos que damos por maestros les faltó en la imitación el poder de asimilarse lo que imitaban, hasta el punto de borrar toda huella del modelo, y hacer que pareciese espontánea emanación del genio propio lo que era sabia y adecuada reminiscencia. Suelen ir, pues, en sus mejores trozos, por un lado la poesía del asunto, que se va abriendo camino como puede, y por otro la que el historiador laboriosamente compone con retales de la púrpura de Salustio o de Tácito. Cuando ambas se funden armoniosamente, y la majestad de la toga romana no parece vestimenta de máscara sobre los hombres habituados a vestir morisco alquicel o a adornarse con salvajes tejidos de algodón, todavía podemos aplaudir el artificio, y seguirle con embeleso, arrastrados por la pompa y número del período, o por lo seco y nervioso de la sentencia; pero a la larga, tal ilusión resulta imposible, y advertimos que de la forma antigua sólo va quedando, cada vez más arrugada, la corteza.

De tan dura sentencia hay que salvar casi siempre a Don Diego de Mendoza, el hombre más italiano de todo el Renacimiento español. El cual, por haber pasado su vida, no en un claustro ni en los bancos de una escuela, sino a todos los soles de la política y de la guerra, y por haber puesto las manos y el entendimiento en las más altas empresas de su siglo, comunicó a la imitación misma algo de personal y jugoso, y un cierto andar libre y desenfadado, émulo de la inmortal brevedad de Salustio. A veces traduce literalmente a sus modelos, v. gr., a Tácito, en la llegada de Germánico al campo donde perecieron las legiones de Varo; pero nunca nos parece más clásico, es decir, más empapado en el grande arte de los antiguos (que él había estudiado más [p. 20] derechamente y con más independencia de juicio que ningún otro español de entonces), que cuando da más ensanches a la espontánea vivacidad de su natural cáustico, maldiciente y severo. Entonces sí que verdaderamente dilata los términos de la lengua castellana, con aquel decir suyo, de tan precisa rapidez y de tan enérgica condensación: finales bruscos y desgarrados, sentencias que aún parecen correr sangre y quejarse de los dientes de la sierra que las ha dividido.

Vence a Mendoza, y a todos los historiadores nuestros, el Tito Livio talaverano en la magnitud del plan: véncelos también en la sabiduría ética, que de cada suceso quiere sacar una máxima y una advertencia; pero esta continua preocupación de política trascendental quita evidencia y precisión a la historia, la separa del arte puro, y la convierte, no en un drama, sino en la confirmación práctica y experimental de los principios de un tratado De Rege. De aquí la frecuente indiferencia del autor en cuanto a la crítica de los hechos que narra, y el contentarse con cualquier testimonio, como si los hechos, por la sola razón de ser, no tuviesen ya un valor independiente de la moralidad o epifonema que se saca de ellos. Así se explica el plura transcribo quam credo, derivado, no de pereza de entendimiento, sino de una concepción singular de la historia, que no es ya la concepción clásica, aunque se dé mucho la mano con ella, ni es tampoco la moderna filosofía de la historia, aunque trasciende ya de los límites de simple narración, sino cierto modo de historia pragmática, que de lo pasado quiere sacar ante todo ejemplo para lo porvenir, y que procede por medio de avisos y de escarmientos, o, al contrario, por vía de emulación. De aquí la metamorfosis radical y evidente que, en manos de Mariana y de otros historiadores políticos, a contar desde el mismo Maquiavelo, experimentan los antiguos elementos del arte histórica, trocándose, de dramáticos que eran, en morales y dialécticos. Los retratos, tejidos generalmente de antítesis, no nos presentan ya criaturas reales, sino tipos de maldad o de heroísmo. Las arengas no sirven ya para transportarnos al ágora o al foro , y hacernos palpitar con las mismas pasiones que agitaron a los antiguos arcontes y tribunos, sino que son un medio convencional, indirecto y discreto, de darnos el autor sus propias filosofías políticas, por boca de un jefe de tribus bárbaras o de [p. 21] algún reyezuelo de Taifas. Hay legisladores del arte histórica, como Luis Cabrera, que francamente lo confiesan, y aun lo tienen por invención felicísima. Quedaban las ánforas griegas, pero el vino estaba agotado.

Así, aun mostrándose exteriormente lozana, estaba ya herida de muerte la antigua forma histórica, como muere toda forma de arte por la ausencia del espíritu que la informaba, y por la intrusión de un elemento de utilidad prosaica. Sin advertirlo los preceptistas, todo había cambiado, descendiendo la historia a la categoría de obra didáctica, en manos de los políticos y de los hombres de acción y de negocios, y rebajándola, al mismo tiempo, los puros literatos, a la de ejercicio retórico, simulador de la pasión y de la vida. Así las más famosas historias latinas, de los Ossorios de los Stradas, de los Bucanam, sin que apenas pueda exceptuarse a otro que a De Thou, y a éste precisamente por político.

La degeneración fué, sin embargo, lenta, y tuvo nuestra lengua entre las vulgares, aun contando la de Italia, el privilegio de enterrar gloriosamente esta forma, madurada la primera vez bajo el sol del Atica, dilatada luego por los romanos con majestad consular e imperatoria, y envuelta, al fin, en los paños reales y curiales, de que hablaba el secretario de Florencia. Y es lo cierto que ella dió las últimas muestras de sí en la austera y férrea elocuencia del P. Mariana, especie de estoico bautizado, inexorable censor de príncipes y de pueblos; y en algunos historiadores de Flandes y de Indias que, por haber tenido el ánimo


       


       Ora en la dulce ciencia embebecido,
       Ora en el uso de la ardiente espada,
                                               
aquella belleza «sencilla y desnuda, sin aparato oratorio, despojada de toda vestidura y cendal» (quasi veste detracta ), que admiraba Marco Tulio en los Comentarios de César. Y todavía, en tiempos peores, cuando comenzaba a espesarse la cerrazón literaria, dictó a Moncada su elegante compendio de una parte de la Crónica de Muntaner, en el cual alguien echará de menos lo que no se compensa con todos los artificios literarios, y es la nativa y pintoresca simplicidad del viejo cronista, con su dejo rústico y almugavar.
«En inquirir y retratar afectos» ninguno fué tan hábil como el
[p. 22] portugués D. Francisco Manuel, atento siempre a mostrar «los ánimos de los hombres, y no sus vestidos de seda, lana o pieles», como él mismo escribe. Más que de historia, tiene la suya de folleto político de acerbísima oposición, hábilmente disimulada con apariencias de histórica mansedumbre. Como el asunto era contemporáneo y las pasiones de sus héroes no distintas de las que a él le inflamaban, acertó a fundir el color del asunto con los colores de Tácito, haciendo a Pau Claris tentar las llagas de nuestra monarquía, «no sin dolor y sangre». De donde resultó una obra excepcional, o más bien única, de tétrica y solemne belleza, rica en amarguras y desengaños, aguzados con profundidades conceptuosas, donde la misma indulgencia tiene trazas de lúgubre ironía, no de censor, sino de enemigo oculto, y donde encontró voz, por caso único en nuestra literatura, la tremenda elocuencia de los tumultos populares.

Con todas estas grandezas y esplendores, adolecía la historia, escrita al modo antiguo, de dos sustanciales defectos, que, tocando al parecer únicamente a su fondo y materia, influían al mismo tiempo, y como de rechazo, en la forma. Nacía el primero de la carencia de leyes generales y de una concepción primera y alta del destino del linaje humano, objeto de la historia. Por ser gentiles sus primeros y nunca igualados maestros, y por el estrecho círculo en que los encerraba la contemplación exclusiva de su patria y ciudad, no habían podido elevarse por las solas fuerzas racionales a la comprensión, a lo menos total y perfecta, del gobierno de Dios en el mundo y de la ley providencial de la historia. Reducidos, pues, a la consideración del elemento humano, y aun de éste en su relación política, como ciudadano y miembro de un Estado, no acertaban a señalar con otros nombres que con los muy vagos y nebulosos de caso, fortuna, hado y demonio, aquel factor incógnito de la historia del mundo, cuya presencia tenían que reconocer por sus maravillosos efectos, que desbaratan toda combinación de la sagacidad humana, pero cuya raíz se les escapaba. Y así, a lo más que llegaban, como vemos en Herodoto, el más religioso de los griegos, era a poner de manifiesto, en casos singulares, la venganza de los dioses sobre los soberbios, inicuos y jactanciosos, y el restablecimiento de la sophrosyne, templanza o quietud del ánimo, así en los individuos como en las repúblicas, [p. 23] ya por medio de esas mismas sangrientas justicias, ya por la vía de purificaciones, exorcismos y sacrificios expiatorios. Por donde la historia, en su esfera más alta, venía a usurpar el oficio de la tragedia, que inculcaba siempre, por voz del coro y en las peripecias mismas de la acción dramática, aquellas máximas de la antigua sabiduría: que «del campo del inicuo se recogió siempre fruto de muerte», y que «cuando una ciudad impía olvida a los dioses, cae sobre ella la venganza celeste y hunde en la ruina hasta a los justos que se hospedaban en ella» [1] .

De tan fugaces vislumbres no podía nacer la filosofía de la historia: sólo el Cristianismo le dió base con las doctrinas de la caída y de la Redención, del origen del mal en el mundo, de la acción constante de la Providencia divina, sin menoscabo del libre albedrío humano. Aplicar estos principios a la historia fué la tarea de los primeros providencialistas, empeñados en contestar a los paganos que atribuían al abandono de la antigua religión, fuerza y nervio de la República romana, las postreras calamidades que llovieron sobre el Imperio. Conocidos son los pasajes de San Agustín, De civitate Dei y de Salviano de Marsella, De gubernatione Dei , en que apareció formulada por primera vez, aunque brevemente, esta concepción cristiana de la historia; pero suele olvidarse mucho el nombre del discípulo fiel de San Agustín, nuestro español Orosio, que es historiador, en el riguroso sentido del vocablo, aún más que los otros; como que, a ruegos del grande Obispo de Hipona, y para darle materiales, trazó su cuadro de las calamidades del mundo (Moesta Mundi), título ya por sí mismo original y pesimista, al cual corresponde bien el contexto de la obra, que es una cadena de guerras, enfermedades, hambres, terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, rayos y tempestades, parricidios y crímenes de toda suerte [2] ; nueva y extraordinaria manera de escribir la historia. Ni es esta la única novedad de Orosio, sino también la de ser el primer historiador universal en el más propio sentido del vocablo, no ya por la extensión [p. 24] geográfica, en lo cual pudieran disputarle la prioridad Diodoro Sículo, Trogo Pompeyo y otros antiguos, sino por haber sido el primero que consideró el género humano como una sola familia, y, lo que es más, como un solo individuo, afirmando, no sólo que la divina Providencia rige el mundo lo mismo que el hombre (divina Providentia, quae sicut bona, ita pia et justa, et agitur mundus et homo), sino que cada hombre, en sí y por sí, puede contemplar todas las vicisitudes del género humano: «per bona malaque alternantia exerceri hunc mundum sentit quisquis per se atque in se humanum genus videt.» Por eso anuncia Orosio, con arrogancia española, desde el primer capítulo, que si los antiguos historiadores han hecho el cuerpo, él va a poner sobre ese cuerpo la cabeza [1] , y que, colocado en una torre u observatorio eminente (tamquam de specula) va a llamar al conocimiento [2] , no los anales de una ciudad, sino los juicios de Dios y los conflictos del género humano.

Desde tal altura pudo comprender el primero la misión providencial de la ciudad romana, «por medio de la cual plugo a Dios, (escribe Orosio) pacificar el orbe de la tierra, y reducirle a una sola sociedad por el vínculo de la república y de las leyes» [3]

Mucho tardó en prender esta semilla histórica. La Edad Media apenas conoció más formas de narración que el seco epítome de los escribas monacales, o, al contrario, la pintoresca crónica, que con arte no aprendido y observación fresca y espontánea, sin profundidades de filósofos ni de repúblicos, toda exterior y objetiva, sin ir tras de otra cosa que tras el hilo de la narración misma, nos cuenta lo que pasó, en una prosa desatada, gárrula y encantadora, que parece gorjeo de pájaros o balbucir de niños. ¿Qué primor literario iguala al encanto de una crónica, cuando es verdaderamente ingenua? Pondré un ejemplo, que lo es a la vez de grandeza épica y cristiana, y no lo tomaré de nuestra literatura, para que no se tenga por ostentación de las riquezas propias, que en esta parte son tan grandes. Recordad, señores, en la Conquista [p. 25] de Constantinopla, de Joffre de Villehardouín, mariscal de Champagne, aquella escena de tan maravillosa realidad y poesía, en que el viejo dux Enrique Dandolo, ciego de los ojos de la cara y muy alumbrado de los del entendimiento, sube al púlpito de San Marcos, y dirige desde allí su voz al pueblo, anunciándole su resolución de tomar la cruz y arrojarse a la más alta empresa que jamás hombres comprendieron. Y vedle luego, el día del asalto, el primero en la proa de su galera, y delante de él el gonfalón de San Marcos, que iba a tremolar, por esfuerzo de los venecianos, sobre veinticinco torres de Constantinopla, en aquel día de inmensa, aunque estéril, gloria para la cristiandad latina, 17 de julio de 1203. De tales crónicas hay pocas en todas las literaturas, y bien pronto pereció hasta su recuerdo, ahogado por otros cronistas, sólo tales en el nombre, que, con sequedad de notarios, trataron de calcar el tono de su relato, primero sobre los Paralipómenos y los Macabeos , y, andando el tiempo, sobre Tito Livio, pesadilla de nuestro canciller Ayala.

Renacieron al fin en su integridad las formas antiguas, gracias al maravilloso ingenio de algunos escritores florentinos; y ellos mismos, conociendo la deficiencia de una ley general histórica, trataron de buscarla; pero de un modo relativo y empírico, volviendo las espaldas al Cristianismo y separando la política de la ética. De aquí lo vano y seco de sus apotegmas, y el eterno fluctuar entre lo justo y lo injusto; como que no calificaban ya las acciones por ningun principio de carácter necesario y trascendental, sino por un empirismo ciego, que tiene para cada caso su receta, y que por eso resulta inhábil en otra combinación de circunstancias. La elegancia constante y un poco fría de Guicciardini, la admirable mezcla de originalidad y sencillez, de poder y naturalidad, que forma el mayor encanto del estilo de Maquiavelo, a un tiempo familiar y elocuente, hacen imperecederas sus historias, harto más que los ponderados misterios de la razón de Estado, trivial cuando no es inicua. «Las cosas pasadas (dice Guicciardini) darán luz a las futuras, porque el mundo fué siempre de una misma suerte, y todo lo que es y será, ha sido en otro tiempo, y las mismas cosas vuelven, bajo diversos nombres y colores». «El cielo, el sol, los elementos, los hombres, han sido siempre los mismos», leemos al principio de los Discursos sobre Tito Livio . [p. 26] Contra tales doctrinas, negadoras de toda esperanza de progreso, y no menos agrias y desconsoladas que las que acompañaron los funerales del mundo pagano, se levantó de nuevo la escuela de San Agustín y de Orosio, formulando, por boca de Fr. José de Siguenza en el prólogo de su Vida de San Jerónimo,  la admirable teoría de los hombres providenciales  [1] , la cual, por decirlo así, exaltó y magnificó el elemento humano en la historia, lanzando los gérmenes del Discurso de Bossuet, donde se ve caminar a los pueblos como un solo hombre, bajo el imperio y blando freno del Señor.

Pero apenas nacida la filosofía de la historia, comenzó a separarse del tronco materno, y a hacerse cada día más filosófica y menos historial, en Vico y en Herder, de donde resultó el constituirse en ciencia aparte, ciencia de los principios y de los últimos resultados de las acciones humanas, ora inspirada por una metafísica a priori, que quiere encontrar en los hechos su confirmación, ora apoyada en la observación de estos mismos hechos, y construída a posteriori, por vía experimental. En uno y otro caso trasciende de la historia propiamente dicha (la historia narrativa); pero influyó en el modo de escribir esta historia con un sentido más grave y más profundo que el de los moralistas y políticos, y contribuyó a darle unidad todavía más estrecha que la unidad dramática, y a que se viera cada hecho como manifestación de un organismo; con lo cual, si el elemento individual perdió algo, ganó en cambio el universal, y apareció más grande la obra del individuo, cuando se la vió, no aislada y anecdótica, sino en relación inseparable con la obra social. En una palabra: aunque el historiador no fuera filósofo, comenzó a parecer cosa ilícita escribir la historia sin alguna manera de filosofía. Cierto que ésta fué al principio achacosa y endeble, como toda filosofía del siglo XVIII, siendo más de aplaudir el intento que la ejecución, aun en los tres ingleses que forman la más espléndida corona de la historia en ese período. Pero fué, con todo eso, gran novedad y grande esfuerzo aquella introducción de Robertson, que por primera [p. 27] vez trató de dar luz al caos de la Edad Media y de penetrar en el espíritu de sus instituciones, y será siempre digna de admiración en Gibbon la erudición inmensa y segura, y aquel indeficiente anhelo de buscar la historia en todo género de fuentes.

Tuvo también el siglo XVIII (y el nombre de David Hume me lo trae a la memoria) el mérito de haber intentado remediar en algún modo el segundo de los defectos, que antes reconocí en la forma oratoria, quiero decir, el olvido de todas las actividades humanas distintas de la política y de la guerra. Por primera vez comenzó a hablarse en las historias de comercio, de industria, de artes, de literatura y hasta de costumbres familiares y domésticas, y a entenderse que el hombre no vive sólo en la plaza pública, en el campo de batalla, ni ha de ser forzosamente rey o tirano, o siquiera condottiere y capitán de bandidos armados, para que sus hechos parezcan dignos de inscribirse en las tablillas de Clío.

Todo esto, a la larga, debía ser savia benéfica para el árbol de la historia; pero el siglo XVIII  no acertó a ceder los frutos, cegado como estaba por el criterio más parcial, más estrecho, más sañudo y más desconocedor y despreciador del espíritu de otras edades que puede imaginarse. La historia continuó siendo literaria; pero no calzó ya el coturno trágico, sino el zueco de la ínfima farsa, y de épica bajó a epigramática, convirtiéndose en un tejido de agudezas miopes, sin generosidad, sin sentido moral y sin nada que se pareciera a segunda vista ni a reconstrucción de lo pasado.

Y no se ha de negar que hay arte insuperable en la eterna transparencia de la prosa de Voltaire; pero arte lejano, cuanto cabe, del arte de los antiguos, y de la serena, íntegra y desinteresada contemplación de la grandeza o de la miseria humanas, que piadosamente busca y recoge la historia. Toda la objetividad de ésta se aniquila y desaparece entre los móviles juegos de un estilo expresivo, pero no bello, que a las grandes cualidades de emoción y elocuencia, propias de los antiguos narradores, sustituye el imperio de la gracia personal, y el golpe de la flecha enherbolada, eve y aérea en Voltaire, torpe y plomiza en Gibbon.

Moría, entre tanto, la historia por penuria de elementos pintorescos. Voltaire y los suyos habían dado de mano a las arengas y a los grandes cuadros de composición, ya desacreditados por el abuso retórico. Quedeban los retratos y paralelos, esmaltados [p. 28] con rasgos de bel-sprit y malignas agudezas. El libelo invadía por todas partes la jurisdicción de la historia, y si las antiguas y clásicas habían sido (como dice lord Macaulay) novelas fundadas en hechos, las modernas solían ser novelas fundadas sobre la mera ingeniosidad del autor. El color local era cosa ignorada; borrábase toda distinción entre la cultura y la barbarie; se escribía en estilo de salón la historia de los pueblos salvajes; se rebajaban todos los puntos ásperos y salientes; todo rasgo enérgico de costumbres era condenado al olvido, y el hombre de la historia no era el ser instable y múltiple de aspectos que conocemos, sino cierta entidad abstracta, a quien se adulaba o se deprimía, conforme a las necesidades de una tesis.

La tesis y el epigrama enterraron a la historia, y venida la reacción, comenzó a sentirse la sed de algo original, característico y rudo, que nos trajera olor de flores agrestes y ruido de selvas primitivas. Y como la historia escrita al modo de Gibbon o de Voltaire hablaba al ingenio, pero no a los ojos, y la historia escrita al modo antiguo no abarcaba mayor espacio que el que va desde la Acrópolis hasta el Pireo, o el que se dilata desde el arco de Septimio hasta el anfiteatro Flavio, fué menester que una mitad entera de la historia humana saliese de entre escombros y cenizas, evocada por los conjuros del arte. Sacudieron su manto de polvo las abadías y las torres feudales; tornó a arder un monte de leña en la cocina del señor sajón, mal avenido con la servidumbre de su raza; volvió a correr la tierra el maniferro Goetz de Berlichingen, terror del Obispo de Bamberg y esperanza de los aldeanos insurrectos; coronóse de lanzas y de alborotada muchedumbre de croatas, arcabuceros y frailes el campamento de Wallenstein; repitieron las gaitas de los highlanders escoceses la marcha de combate; resonó en los lagos de Suiza el juramento de los compañeros de Stauffacher; cayó el Innominado a los pies del Cardenal Federico, y se alzó en el lazareto de Milán la bendita figura de Fra-Cristóforo. Se dirá que fueron arte híbrido, arte de transición, el drama y la novela históricos; pero ¡dichoso el arte que tal sangre vino a infundir en el cuerpo anémico de la historia!

Entonces nació la escuela pintoresca, la de los Barante, la de los Thierry, que confiesa su abolengo en Quentin Durward y hasta en el carro de Meroveo. Creció la avidez del pormenor característico [p. 29] el amor de lo infinitamente pequeño, la indumentaria ahogando al prócer o al villano entre armaduras, jaeces y muebles; y llegó día en que las historias de la Edad Media parecieron iluminaciones de libros de coro o tablas bizantinas.

Otros buscaron luz por distinto camino, y vióse en Inglaterra renacer, por impulso del más grande de los historiadores modernos, la forma oratoria, tan espléndida como en los mejores días de la antigüedad, y tan rica de pasión y de ardorosa elocuencia como en el yerno de Agrícola: historia parcialísima lo mismo que sus modelos, historia de facción y de bandería; pero tan sincera, tan honrada y tan sabiamente parcial, que borra con lo que tiene de poema lo mucho que tiene de alegato. Obra varia y tan opulenta como la misma naturaleza; poema de la libertad civil, de la industria y de la prosa; viril esfuerzo de una alma romana, para ennoblecer con majestad patricia el trabajo moderno y llevar de frente todas sus actividades, como si fuesen órganos de un mismo cuerpo, y no aisla dos mecanismos, cual los consideraba la filosofía del siglo XVIII. Al fin, en esa historia, que no es filosófica, ni religiosa, ni literaria, ni comercial, sino todo esto y mucho más, y no por fracciones atomísticas, sino todo a un tiempo, y con la misma libertad y movimiento de la vida, el animal humano respiró entero.

Siempre es bueno, cuando se anhela por lo perfecto, detenerse en las cumbres, y por eso quien traza hoy la imagen del arte histórico, debe detenerse en lord Macaulay. Pero es condición del entendimiento humano no ver agotada nunca la virtualidad de concebir que en sí lleva, e imaginar siempre sobre la perfección ya creada otra perfección más alta. Y así como Marco Tulio fantaseaba la idea del orador perfecto, cual nunca fué visto entre los humanos; y «así como el artífice ateniense, cuando labraba la estatua de Jove o de Minerva, no contemplaba ningún modelo vivo, sino el admirable dechado de perfección que habitaba en su mente y que regía su arte y su mano», así nos es lícito soñar para muy remotas edades con el advenimiento de un historiador aún más grande que Tácito y que Macaulay, el cual haga la historia por la historia, y con alta impersonalidad, y sin más pasión que la de la verdad y la hermosura, reteja y desenrolle la inmensa tela de la vida.

Pero antes que el historiador perfecto llegue, es preciso que se cumpla la obra de investigación en que nuestro siglo está empeñado. [p. 30] ¿Y cuándo hubo otro más glorioso para los estudios históricos que el siglo de los Niebuhr y de los Momsem, de los Curtius y de los Grote, de los Rawlinson y de los Oppert, de los Savigny y los Herculano, de los Ranke y los Gervinus? Todo se ha renovado en menos de cuarenta años: el extremo Oriente nos entrega sus tesoros: las esfinges del valle del Nilo y los ladrillos de la Caldea nos han revelado su secreto: las raíces aryas, interpretadas por la filología, nos cuentan la vida de los patriarcas de la Bactriana: donde quiera se levantan, del polvo que parecía más infecundo, dinastías y conquistadores, ritos y teogonías. Empiezan a sernos tan familiares las orillas del sagrado Ganges como las del Tíber o las del Ylysso, y la leyenda del Sakya-Muni tanto como la de Sócrates. Hasta el mundo clásico parece haberse remozado en alguna fuente de juventud, y vemos hoy, con los mismos ojos de amor que en el siglo XV, un nuevo Renacimiento,

       Et geminum solem et duplices se ostendere Thebas;

es decir, otra Atenas y otra Roma, mucho más hermosas que las que aprendimos a ver en las escuelas. Y al mismo tiempo, la Edad Media, que antes solo respondía a las solicitaciones del arte, es ya amorosa esclava de la ciencia, y manda ríos de luz desde cada tumbo monástico y desde cada privilegio o carta municipal.

Pero reconociendo y admirando los triunfos de esta crítica y de esta filología que Niebuhr llamó, con majestad religiosa, «mediadora de la eternidad, inclinación secreta que nos lleva a adivinar lo que ha perecido», esperemos, señores, que no siempre se ha de ver encerrada en la caja de hierro de la ciencia pura, es decir, en libros sin estilo y abrumados de notas y testimonios, sino que algún día romperá la áspera corteza, y entonces (digámoslo con palabras del gran Niebuhr) «será semejante a aquella ninfa de la leyenda eslava, aérea al principio e invisible, hija de la tierra luego, y cuya presencia se manifiesta sólo por una larga mirada de vida y de amor»

Notas

[p. 3]. [1] . Nota del colector: Discurso de ingreso de Menéndez Pelayo en la Real Academia de la Historia. Año 1883. La contestación es de D. Aureliano Fernández Guerra.

[p. 23]. [1] . Los Siete sobre Tebas.

[p. 23]. [2] . Quaecumque aut bellis gravia, aut corrupta morbis, aut fame tristia, aut terrarum motibus terribilia, aut inundationibus aquarum insolita, aut eruptionibus ignium metuenda, aut ictibus fulminum plagisque grandinum soeva, vel etiam parricidiis, flagitiisque misera.

[p. 24]. [1] . Quid impedimenti est non ejus rei caput pandere, cujus illi corpus expresserint?

[p. 24]. [2] . Ad cognitionem vocare.

[p. 24]. [3] . Per quam Deo placuit orbem debellare terrarum, et in unam societatem reipublicae legumque... longe lateque pacare.

[p. 26]. [1] . Análoga doctrina, pero con sabor cuasi-panteístico, sostiene el moderno filósofo norteamericano Emerson, y es en sustancia la misma de Carlyle en su libro de Los Héroes.