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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO IV.—EL ROMANTICISMO TRIUNFANTE EN LA LÍRICA Y EN EL TEATRO.—LAMARTINE, VIGNY, VÍCTOR HUGO.

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SEPARANDO ahora la vista de los escritores de transición, hay que fijarla ya en los verdaderos poetas, por tanto tiempo esperados, y cuya triunfante aparición derramó tanta luz sobre los diez gloriosos años que van desde 1820 a 1830. La nueva poesía estaba latente y difusa en muchas páginas de prosa: en Rousseau, en Bernardino de Saint-Pierre, en Mad. de Staël, en Chateaubriand singularmente; pero todos ellos habían sido poetas sin ritmo. Existía un mundo de aspiraciones vagas, de tiernas melancolías, de solitarios dolores, de idealismos confusos; pero faltaba la voz musical y melodiosa que expresara todo esto en su forma propia, que no podía ser ya la forma de la lengua clásica. Alfonso de Lamartine (1790-1869) tuvo la fortuna de encontrar esta forma, y cuando las primeras Meditaciones poéticas aparecieron en 1820, todo el mundo comprendió que Francia acababa de conseguir lo que hasta entonces, con la sola excepción de Andrés Chenier, no había logrado, es decir, un gran poeta lírico.

Eralo, en efecto, de pies a cabeza, y no era otra cosa que esto. El canto parecía en sus labios tan natural como en boca de los demás hombres la palabra. Arrancaba de la lengua menos musical y más ingrata sonidos de inexplicable dulzura, no por virtud de ningún artificio métrico, sino por una cierta plenitud de vida interior que caudalosamente se derramaba en sus estrofas. No [p. 364] hablaba casi nunca más que de sí propio; y, sin embargo, este poeta elegíaco resultaba intérprete del sentimiento de todo el mundo, intérprete de los sentimientos universales de la humanidad, consolador de todas las almas, desde las más aristocráticas y refinadas hasta las más humildes. Los estados de alma que su poesía revelaba eran pocos en número, y, no obstante, su poesía no pecaba de monótona, porque era siempre espontánea y sincera. Tres colecciones sucesivas y dos largos poemas no bastaron para agotar este raudal, y es seguro que si la acción política primero y luego la dura ley de la necesidad que le forzó al trabajo prosaico, no hubiesen arrancado al poeta de los brazos del arte, el poeta hubiera vivido hasta el fin en aquella atmósfera luminosa, como lo muestran todavía algunos deliciosos fragmentos de su vejez, por ejemplo, La viña y la casa.

Se han buscado precursores a Lamartine; en rigor no los tiene, a lo menos dentro de su patria y lengua. Las hojas secas, de Millevoye, algún que otro rasgo de Parny, perdido en la fría sensualidad de sus elegías, el canto de muerte de Gilbert, algo de los últimos versos de Andrés Chenier, por ejemplo, las poesías dedicadas a Fanny, y la Cautiva misma, que, a pesar de sus reminiscencias, es de lo menos clásico de su autor, y si se enlaza con la antigüedad es por el lado sentimental y elegíaco de Eurípides; todo esto, para no citar algo más oscuro, puede aclarar cierta parte de los orígenes literarios de Lamartine, aquella por donde menos se aleja de la tradición literaria del siglo XVIII. Y aun en esto hay que advertir una vez más que los versos de Andrés Chenier estuvieron inéditos hasta el año anterior a la publicación de las Meditaciones, y, por consiguiente, poco pudieron influir en ellas, y en realidad no influyeron, ni siquiera en los procedimientos de versificación, tan sabia y reflexivamente innovadores en Chenier, tan negligentes en Lamartine, que en esta parte no inventó nada, ni puede ser contado en rigor entre los poetas románticos, que eran y querían ser deliberadamente grandes artífices de versos. Lamartine lo era por instinto, con muchas desigualdades, caídas y descuidos; admirable cuando la pasión y el entusiasmo le sostienen; lánguido y verboso cuando pierde el calor, sin buscar nunca rimas difíciles ni explotar los recursos de la técnica; como quien hace versos, no por el placer de hacerlos, sino por dar libre expansión [p. 365] a la tempestad de afectos que hierve en su alma. No ha de olvidarse nunca esta diferencia capital entre Lamartine y Víctor Hugo, o más bien entre Lamartine y el cenáculo romántico. Lamartine no pertenece a ninguna escuela, no es literato de oficio; no es artista, en el sentido restricto de la palabra; no concede atención, sino muy secundaria, a todas las cuestiones de procedimiento y de factura; es un hombre a quien el dolor y la contemplación mística hicieron poeta. Así como no tuvo verdaderos discípulos (puesto que el mismo Víctor de Laprade no puede ser calificado de tal más que con muchas restricciones), así tampoco se le pueden encontrar verdaderos maestros. Su cultura clásica era muy pobre; más adelante aprendió el italiano y algo de inglés; leyó tumultuariamente muchas cosas, más como recreación del espíritu que como estudio; pero, en rigor, los autores que dejaron alguna huella en él no parecen haber sido otros que el Petrarca, por el idealismo amoroso y la suavidad melódica; el falso Ossián, que despertó en él, como en tantos otros, la poesía de los bosques, de las nieblas y de los torrentes, y, finalmente, los tres poetas en prosa, Rousseau, Bernardino y Chateaubriand. Pablo y Virginia, sobre todo, parece haber sido su libro predilecto.

Lamartine, que había pasado la mayor parte de su infancia y primera juventud en el campo, educándose en libre consorcio con la naturaleza, no necesitaba que nadie desarrollase en él las propensiones idílicas que siempre tuvo, y que en Jocelyn llegaron a crear una epopeya rústica de nuevo género; pero no hay duda que en la novela de Bernardino, y aun en sus Estudios de la Naturaleza, encontró Lamartine el alimento más adecuado a su espíritu; y que en parte debe a Saint-Pierre su peculiar modo de contemplar la naturaleza, y también la forma deísta, vaga y filantrópica que habitualmente toma en él la idea religiosa, apoyada principalmente en el espectáculo de las causas finales. Chateaubriand hubiera podido iniciarle en las bellezas de un cristianismo más positivo y dogmático, y hacerle sentir el prestigio de la tradición y de la historia; pero más parece haber influído en él como paisajista, aunque lo fué de muy distinta manera; preciso el paisaje de Chateaubriand y vigoroso en los contornos, flotante y vago siempre el de Lamartine, y no descrito por sí mismo y en [p. 366] homenaje desinteresado a su grandeza, sino como asociado a la vida moral del poeta. En una palabra: el paisaje de Chateaubriand parece ético; el de Lamartine, aun en Jocelyn, resulta lírico; es una prolongación o difusión del espíritu propio más que una realidad distinta. Carece de la impersonalidad de la contemplación objetiva. La psicología de Chateaubriand y la de Lamartine eran asimismo distintas, aunque en algún punto coincidiesen, por lo cual el tipo de René no podía reproducirse en Rafael ni en otro ninguno de los héroes de Lamartine (que son más bien máscaras diversas del mismo autor), o tenía que aparecer mucho más descolorido y atenuado. Tuvo Lamartine bondad de alma, que a Chateaubriand le faltaba. Lo que en el uno era egoísmo feroz, reducíase en el otro a fatuidad inofensiva; hasta en aquellos trozos que hoy es imposible leer con seriedad, en que nos cuenta sus conquistas amorosas, o nos describe y pondera largamente su belleza física y la de todas las personas de su familia.

Con toda esta vanidad de niño mimado, el poeta de Mâcon era bueno, afectuoso, inaccesible al odio ni a la envidia y capaz en sus grandes momentos de abnegaciones y sacrificios heroicos. Su vida política, que aquí no se pretende juzgar ni absolver, fué, además de honrada, sublime en ciertos momentos, que bastan para hacer olvidar mayores faltas que las suyas, hijas todas de la imprevisión y de cierto humanitarismo temerario. Pero ni antes ni después de sus grandes días de 1848 (que también fueron una especie de poesía en acción) hay nada en sus versos ni en su vida que tenga que ver con el charlatanismo, con la explotación innoble del éxito, con la literatura industrial, que es una de las grandes plagas de Francia. Es cierto que aquejado por la miseria y queriendo como hombre de bien pagar a sus acreedores, dejó innumerables páginas en prosa poco dignas de su nombre; pero no convirtió nunca en granjería el arte divino de los versos, ni en esa prosa misma, llena de pensamientos sanos, honrados y educadores dejó de mostrar la efusión de simpatía humana, el bienaventurado optimismo que ni la edad ni la desgracia, no merecida y heroicamente sobrellevada, pudieron extinguir en él.

En cuanto a su poesía, repito que es absolutamente sincera. El Lamartine político, y mucho más el Lamartine de la vejez, el Lamartine prosista y autor de Memorias, pudo caer en la [p. 367] afectación, en el alarde de sí propio, y hay que compadecerle por haber tenido que apelar a tales recursos para arrancar de sus endurecidos contemporáneos el óbolo de Belisario; pero el Lamartine de los años buenos, el Lamartine de las Meditaciones y de las divinas Harmonías, saca su mayor fuerza de no parecerse a Chateaubriand ni a Byron, de no presentarse como tipo excepcional ni como genio satánico y profundo, sino pura y sencillamente como hombre que ama, que padece, que cree, que espera. Ni la aventura de Graziella, ni la pasión de Elvira tienen en sí mismas nada de anormal y extraordinario, ni su amador se cree predestinado con ningún signo fatídico, ni reclama de sus lectores más que el interés y la compasión que pueden inspirar los vulgares dolores humanos. El aislamiento del alma que ha perdido su único bien en la tierra; los recuerdos de una noche de estío, cuyos éxtasis de amor se quiere hacer eternos; el crucifijo recogido de los labios de la amada expirante; las diáfanas noches de Ischia y la tibia claridad de la luna deslizándose hacia el cabo Miseno para perderse pálida en los triunfantes fuegos de la mañana, todo esto cantaba Lamartine y todo esto era nuevo; ni antes ni después ha vuelto a ser cantado de este modo. Hay una docena de poesías de Lamartine que pueden desafiar impávidas todos los cambios de gusto; algunas, como El Lago, El Crucifijo, El Canto de Amor, Ischia, apenas necesitarían estar escritas ni impresas, puesto que no hay en Francia, ni en los países donde la lengua francesa es conocida y cultivada, espíritu delicado y soñador que no las tenga en la memoria. Lamartine dijo en cierta ocasión que tendría siempre de su parte a la juventud y a las mujeres, y hasta ahora la profecía no lleva camino de desmentirse, a despecho de todas las pedanterías de los naturalistas y de los poetas de rima rica, que convienen en odiar la poesía de Lamartine, aunque por diversas razones, que en el fondo se reducen a una sola. Lamartine es el restaurador de la poesía espiritualista, y ha sido en Francia (juntamente con Alfredo de Vigny, mucho menos accesible al vulgo de los lectores) el principal representante de ella. Todos los que han cifrado su mayor esfuerzo en materializar el pensamiento lírico, en precisar y acentuar brutalmente sus contornos, en quitarle la vaguedad, el pudor y el misterio, en deslumbrar la vista con colores chillones y ensordecer los oídos con insólitas [p. 368] discordancias; todos los que, borrando los límites de las artes, quieren empeñar a la palabra poética en una lucha estéril con el pincel y con el martillo del escultor; los que quieren palpar en la poesía la carne como se palpa en el mármol, son y no pueden menos de ser enemigos natos de Lamartine así por sus cualidades como por sus defectos. Lamartine era platónico fervoroso; enamorado de la belleza espiritual y suprasensible; incapaz de ver en el mundo lo malo, lo discordante ni lo feo; alma tierna, elevada y contemplativa, dominada por el sentimiento de lo infinito, cuyo reflejo ve en todo lo creado, interpretando la naturaleza de un modo teosófico, como emblema o hieroglífico de un poder más alto. Aquella especie de misticismo semicristiano, semipanteísta, que en algunos espíritus solitarios de fines del siglo XVIII, como el filósofo desconocido Saint-Martin, se albergaba, encontró eco sonoro en los versos de Lamartine. Como el concepto de lo divino, aunque profundamente arraigado en él hasta constituir el fondo de su naturaleza moral, no era bastante determinado y preciso, y su concepto de la naturaleza no tenía más que un valor simbólico incapaz de ser fijado con exactitud, esta misma vaguedad, e indecisión hubo de traducirse en su estilo, excesivamente flúido, sinuoso y ondulante, que acaricia con inefable suavidad el alma, pero sin penetrarla muy a fondo. Adviértese en el poeta ausencia de trabajo intelectual, todavía más que ausencia de trabajo técnico. Las ideas aparecen bañadas en cierta atmósfera láctea más bien que en una atmósfera luminosa. Los ojos no saben dónde detenerse en tan continua e inmaculada blancura. Hay demasiados cisnes, demasiadas aguas transparentes, demasiados cielos azules, demasiada leche, demasiada plata y demasiada seda. Una naturaleza tan depurada, tan espiritualizada, acaba por perder todo valor propio y por interesar menos que la naturaleza real. Por eso, aun dando su justo valor a los admirables paisajes alpestres de Jocelyn, en que Lamartine se apartó algo de sus procedimientos habituales, creo que vale mucho más como poeta de sentimiento que como poeta descriptivo. No es verdaderamente grande más que en dos géneros: en la elegía amatoria y en el himno religioso, y todavía más en la elegía que en el himno. Con esto le basta y le sobra para ser tenido por una de las organizaciones poéticas más privilegiadas que han existido. Y aplicada a tales [p. 369] cantos, no parece muy hiperbólica aquella frase de Teófilo Gautier: «No es un poeta, es la poesía misma».

Tiene, sobre todo, la vena igual, la corriente plácida e irresistible, la elevación continua y sin esfuerzo, una cierta grandeza familiar y accesible a todos, y el don innato de hablar en verso como quien habla su propia lengua. Su misma negligencia, su misma verbosidad, se le perdonan fácilmente. No se encuentra todos los días un diamante como El Lago ; pero aun en los momentos menos felices de Lamartine gusta ver correr su inspiración por un cauce tan estrecho.

No necesitó separarse bruscamente de la tradición literaria del siglo XVIII. Fué romántico e innovador sin saberlo y casi sin quererlo. Hay en las Meditaciones, especialmente en las primeras, algunos trozos como el de la Inmortalidad o el dedicado a lord Byron, que recuerdan todavía la manera razonadora del siglo anterior tal como la vemos en el Ensayo sobre el hombre, de Pope, o en los discursos y epístolas de Voltaire. Pronto desapareció este elemento prosaico; pero, en la factura de los versos, Lamartine conservó siempre mucho de los procedimientos llamados en Francia clásicos; y aun parte de los defectos de su estilo, la repetición de imágenes marchitas, la relativa pobreza de su vocabulario, los epítetos vagos, el abuso de términos abstractos y de rimas vulgares puede explicarse por el influjo de la literatura del Imperio, que propendía mucho a la facilidad amanerada. Lamartine, como todo gran poeta, acertó muy pronto con su estilo propio; pero supo hacer tan suave la transición, que los clásicos mismos le aceptaron con pocos reparos. Su métrica no es muy variada, porque huyó siempre de la invención de ritmos nuevos y aun de modificar los antiguos; hizo todavía mucho uso de las tiradas de versos alejandrinos; pero nunca encontró rebelde la estrofa, que es la verdadera forma lírica. En estrofas regulares están sus mejores poesías; las más sobrias, que no por eso dejan de ser las más espontáneas, porque en Lamartine, como en todos los poetas de su temperamento, la primera inspiración solía ser la más segura y afortunada.

Pero aunque la revolución que hizo en el arte no fuese tan ruidosa ni tan extensa como la de Víctor Hugo, fué, a no dudarlo, más intensa y más profunda. Renovó dos cosas más importantes [p. 370] que el vocabulario y que las formas métricas; volvió a abrir las dos mayores fuentes de poesía, selladas hacía más de un siglo: el amor humano y el amor divino. Volvió a levantar las aras de la increada belleza, que parecía proscrita del mundo, y pudo gloriarse de haber dado a su musa, «en vez de la lira convencional de siete cuerdas, las fibras mismas del corazón del hombre, tocadas y estremecidas por las innumerables vibraciones del alma y de lanaturaleza»:

...Je l'ai conduite au fond des solitudes
Comme un amant jaloux de sa chaste beauté:
J'ai gardé ses beaux pieds des atteintes trop rudes
Dont la terre eût blessé leur tendre nudité!
J'ai couronné son front d'etoiles immortelles,
J'ai parfumé mon coeur pour lui faire un séjour,
Et je n'ai rien laissé s'abriter sous ses ailes
Que la prière et que l'amour. [1]

Tal era la casta musa de la elegía lamartiniana, que venía a enterrar para siempre las frías y secas lubricidades del siglo XVIII, la elegía erótica de Parny y de Bertin, y a revelar de nuevo al mundo el misterio del amor y el oculto e indestructible lazo entre el omnipotente Eros y el Dolor y la Muerte. Una pasión juvenil del autor, quizá no tan platónica como sus versos dan a entender, pero en suma, transfigurada e idealizada por el tránsito supremo, venía a añadir una hermana no menos etérea al coro inmortal en que están Beatriz y Laura. El ruido cadencioso de los remos que empujaban la barquilla del poeta en el lago Bourget parecía festejar el advenimiento de la nueva poesía, tan natural hoy para nosotros, que nos parece increíble que en tiempo alguno haya podido vivir el alma humana sin sus consuelos y sin el halago de su música divina:

O lac! rochers muets! grottes! fôret obscure!
Vous que le temps épargne ou qu'il peut rajeunir,
Gardez de cette nuit, gardez, belle nature,
Au moins le souvenir!
Qu'il soit dans ton repos, qu'il soit dans tes orages,
Beau lac, et dans l'aspect de tes riants coteaux,
Et dans ces noirs sapins, et dans ces rocs sauvages,
Qui pendent sur tes eaux!
[p. 371] Qu'il soit dans le zéphyr qui frémit et qui passe,
Dans les bruits de tes bords par tes bords répetés,
Dans l'astre au front d'argent qui blanchit ta surface
De ses molles clartés!
Que le vent qui gémit, le roseau qui soupire
Que les parfums légers de ton air embaumé,
Que tout ce qu'on entend, l'on voit ou l'on respire,
Tout dise: Ils ont aimé.

Aunque la primera expansión del sentimiento religioso parece haber coincidido en Lamartine con aquella profunda crisis de su vida que le inspiró sus mejores versos de amor, es lo cierto que en las Meditaciones, especialmente en las primeras, rara vez este sentimiento campea solo, sino que se mezcla o con divagaciones filosóficas en que el poeta llega sólo a mediana altura, o con los recuerdos del amor profano acendrado y purificado por el arrepentimiento, por la resignación y por la muerte. La inspiración religiosa verdadera y directa sólo se mostró en las Harmonías (1830), y entonces con tal grandeza, con tal arranque, con tal plenitud y efusión, que sorprendieron a los mismos admiradores del poeta, descubriendo en su lira cuerdas ignoradas. No era ya la voz del sentimiento aislado, sino el eco poderoso y resonante de la oración universal. La barquilla del poeta se había aventurado en alta mar entre lo infinito de las aguas y lo infinito de los cielos: «profundum, altitudo», decía Sainte-Beuve. El libro era en su composición una especie de salterio o manual de oraciones, cristiano por el sentimiento, aunque en las ideas no traspasase mucho los lindes del deísmo unitario. Pero aun moviéndose en región tan abstracta y desolada como la de un cristianismo sin misterios y reducido a la mínima cantidad posible de sustancia dogmática, por timidez y recelo hacia la franca afirmación de lo sobrenatural, todavía el poeta lograba cierta intuición parcial de lo divino en la naturaleza y en la conciencia humana; y esta interpretación espiritualista del mundo, mezclada con ciertas concepciones platónicas, con vagos anhelos de un mundo mejor, con lecturas asiduas de la Biblia, con reminiscencias de la piedad doméstica, con el cristianismo latente y radical que todo hombre moderno lleva en su alma aunque no le confiese con los labios, basta para explicar aquella súbita efervescencia de afectos, incompatible, sin duda, con la fe del siglo XVIII, con la de Nathan el [p. 372] Sabio o la del Vicario Saboyano, con la árida doctrina que aisla al Creador de la criatura suprimiendo el divino Mediador. Hay que añadir, como ventaja poética de Lamartine, que nadie está más lejos que él de una concepción mecánica del mundo análoga a la de los meros deístas, sino que, al revés, le supone viviente y animado en todos sus grados y formas de existencia, que vienen a ser como voces del coro inmenso que canta la gloria del Señor, a las cuales responde, «como torrente de las montañas, como viento de la aurora», la voz del poeta:

Mon âme a l'oeil de l'aigle, et mes fortes pensées,
Au but de leurs désirs volant comme des traits,
Chaque fois que mon sein respire, plus pressées
Que les colombes des forêts,
Montent, montent toujours par d'autres remplacées,
Et ne redescendent jamais.

El poeta siente dentro de sí una fuerza desconocida, un verbo supremo incapaz de sujetarse a ningún ritmo ni de ser expresado por lengua mortal, ni por clarín de guerra, ni por arpa sagrada:

Il n'est pas de langage ou de rhytme mortel,
Ou de clairon de guerre ou de harpe d'autel,
Qui ne brisât cent fois le souffle de mon âme;
Tout se rompt à son choc et tout fond à sa flamme!
Il a, pour exhaler ses acords éclatants,
Aux verbes d'ici bas renoncé des longtemps
.................. Il se parle à lui même
Dans la langue sans mots, dans le verbe supréme,
Qu'aucune main de chair n'aura jamais écrit,
Que l'âme parle à l'âme et l'esprit à l'esprit.
.............................................

Hay en las Harmonías, y especialmente en la asombrosa composición titulada Novissima Verba, un raudal de elocuencia ardiente y profunda que nadie, desde la prosa de Pascal, había conseguido en Francia. Si las Harmonías no son tan populares como las Meditaciones, cúlpese a su misma elevación, que pocos espíritus pueden seguir sin fatiga; y, sobre todo, a la exuberancia de imágenes, al desbordamiento de poesía que corre allí sin cauce ni orillas. La acumulación de riquezas, o más bien el despilfarro de ellas, fué siempre defecto capital de Lamartine, tan pródigo en los versos como en la vida.

[p. 373] Este defecto se acentúa más y más en las obras posteriores a las Harmonías. Desde 1832 comienza el período de notoria y visible, pero todavía gloriosa, decadencia. Su Viaje a Oriente, colección de paisajes soñados más bien que descritos, en que quiso sin fortuna rivalizar con Chateaubriand precisamente en el género en que Chateaubriand es verdadero e indiscutible maestro; su Historia de los Girondinos (1847), especie de novela histórica muy brillante y animada, de la cual dijo Dumas, el padre, que era «historia levantada a la dignidad de la novela»; libro, en suma, de propaganda y de combate, que por haber sido uno de los más leídos de nuestro siglo, extravió más que otro ninguno el criterio popular en lo tocante a la leyenda revolucionaria; son obras de valor artístico secundario y que la posteridad comienza a olvidar. El último relámpago del genio de Lamartine, casi lo último que todo hombre de buen gusto lee en la colección de sus obras (cuyas tres cuartas partes son hoy como sino existieran), es el poema de Jocelyn, publicado en 1836. Lamartine, como todos los poetas grandes y pequeños de este siglo, tuvo la ambición de levantar su monumento épico, una especie de poema cíclico que abarcase todo el desarrollo de la humanidad, con adivinaciones y vislumbres de la historia futura. El ejemplo de Goethe mal entendido; el Fausto, leído de prisa o leído a medias, explica muchos de estos abortos; pero la forma filosófico-historial que casi todos ellos afectan ha de atribuirse a la influencia de ciertos libros en prosa, como las Ideas, de Herder, que con apariencia de tratados científicos son verdaderos poemas, cuyo héroe es la Humanidad mirada como algo real y sustantivo, y dotada de una conciencia histórica no menos positiva que la conciencia individual. A este humanitarismo transcendental vino a juntarse, si es que en parte no nació de él, el humanitarismo social de los sansimonianos y demás sectas reformadoras que desde 1830 a 1848 estuvieron en gran predicamento. Al espíritu sano de Lamartine repugnaban las últimas consecuencias de estos sueños utópicos; pero no hay duda que en cierta medida participó de ellos y que contribuyó tanto como el que más a desencadenar las tempestades de Febrero, que luego quiso contener, y en parte contuvo heroicamente. De una fe cristiana sumamente vaga había ido pasando a una fe humanitaria, no mucho mejor deslindada y [p. 374] precisa, o más bien, había mezclado de un modo extraño la una y la otra, aceptando del humanitarismo la parte más generosa, y conservando, en medio de innumerables extravíos, algunos puntos de la creencia tradicional. Esta mezcla de ideas se hubiera reflejado en su poema, que naturalmente no llegó a escribirse nunca, y cuyo asunto iba a ser [1] nada menos que «la metempsycosis del espíritu, las fases que el espíritu humano recorre para cumplir sus destinos perfectibles y llegar a sus fines por los caminos de la Providencia y mediante una serie de pruebas y expiaciones sobre la tierra». Esta historia del género humano iba a ser contada por un ángel caído y condenado a sucesivas encarnaciones en castigo de su amor a una mujer. Aparte de algunos fragmentos, no de grande importancia, tenemos sólo el primero y el último episodio de esta concepción, que unos llamarán gigantesca y otros monstruosa. Estos dos episodios constituyen por sí mismos dos largos poemas enteramente aislados: La caída de un ángel y Jocelyn. El segundo precedió en su publicación al primero, no impreso hasta el año 1838, y es hoy el único que se lee.

Lejos de haber perdido nada con desligarse de una construcción quimérica y ruinosa, ostenta así mejor su propia y modesta belleza, y es en concepto de muchos el mejor, otros dicen el único, poema francés. Yo no afirmo tanto por la reverencia debida algunos fragmentos de la Leyenda de los siglos, que pueden considerarse como poemas independientes, y ganarán mucho en ello. Pero Jocelyn es obra más completa y armoniosa, y aunque la negligencia de su ejecución (que es todavía mayor que la de los versos líricos) le impida rivalizar con la perfección acrisolada y la divina serenidad de Hermann y Dorotea, quedará siempre como uno de los tipos del idilio épico, género que no es enteramente moderno, puesto que sus orígenes se remontan hasta la misma Odisea, pero que es, sin duda, una de las formas más originales y simpáticas que el sentimiento poético ha tomado al renovarse en nuestro siglo. Todos los poemas de este género escritos después de Jocelyn participan más o menos de su influencia, sin exceptuar la Mireya, de Mistral, ni quizá la misma Evangelina, de Longfellow, a despecho de sus exámetros clásicos, de sus cuadros de [p. 375] naturaleza americana y de la evidente y declarada imitación de Goethe. Consiste el secreto de esta poesía en levantar la vida vulgar y doméstica, y especialmente la vida rústica, a un grado de representación poética tal que, confundiéndose con la intuición ideal de las fuerzas de la naturaleza y de la vida humana en lo que tiene de más radical y simple, nos lleve a una total visión poética del mundo, que es el gran triunfo de la epopeya.

Cuando apareció Jocelyn atribuyeron muchos al autor la prosaica intención de atacar el celibato eclesiástico. Defendióse bien de tal cargo, y el propósito puramente artístico de aquella sencilla historia de un cura de aldea (no muy ortodoxo a la verdad) resultó evidente. Tratábase de expresar la poesía de las almas humildes que viven en íntima familiaridad con los grandes aspectos de la naturaleza. Una psicología delicada y tierna, hija más de instinto y de adivinación que de arte, penetraba suavemente aun en las escenas de pasión, infundiendo al conjunto del poema cierta serenidad melancólica y resignada, algo semejante a la que domina en Wordsworth, el gran poeta lakista, con cuya manera, a un mismo tiempo elevada y familiar, tiene algunos puntos de contacto la de Lamartine, aunque siempre sea la de Wordsworth más artificiosa en su mismo prosaísmo y abandono. En el modo de interpretar el comercio del alma con la naturaleza (communicatio mentis et rerum) también la contemplación de Wordsworth resulta más desinteresada y fervorosa que la de Lamartine. Es cierto que parece menos grande y más local y minuciosa, pero deja impresión más duradera, aunque deslumbre menos que el magnífico idilio del valle de las Aguilas, descrito en Jocelyn. Así y todo, ¡cuánta grandeza hay en aquella explosión genial y triunfadora de la primavera y del amor mientras ruge la tormenta revolucionaria del otro lado de las cumbres! Si Guillermo Humboldt hubiera alcanzado este poema, quizá hubiera visto en él, como vió en Hermann y Dorotea, «la conservación de la integridad moral del individuo en medio de la fatalidad social e histórica».

No insistiremos en las demás obras poéticas de Lamartine; Los Recueillements Poétiques, publicados en 1838, nada añaden a su gloria, aunque todavía contienen algunas composiciones bellísimas, por ejemplo: el cántico sobre la muerte de la Duquesa [p. 376] de Broglie, que puede compararse con las mejores páginas de las Harmonías. Aún pueden añadirse otras poesías sueltas de fecha posterior: La Marsellesa de la Paz, La Viña y la Casa... bastantes para probar que el genio poético de Lamartine se despertaba todavía a intervalos con el mismo arranque fácil y abundante de sus mejores días. Pero estos intervalos fueron siendo cada vez más largos, y sólo aquel pequeño número de devotos que acompañan a todo gran ingenio hasta su ocaso, llegó a enterarse de que Lamartine había compuesto versos después del larguísimo y fatigoso poema de La Caída de un ángel, que a casi todos pareció la caída de un poeta. En esta obra singular, que todavía encierra versos admirables, parece que el numen del poeta quiso imponerle severo castigo por haber abandonado su propia manera acercándose a la de Víctor Hugo. Sobre la leyenda verdaderamente poética de los amores de los ángeles con las hijas de los hombres (leyenda cuyos orígenes han de buscarse en el libro apócrifo de Henoch), habían construído Byron su misterio dramático Heaven and Earth; Thomas Moore, su brillante fantasmagoría The Loves of the Angels; Alfredo de Vigny, su delicado, aunque algo clorótico, poema Eloa. Lamartine, huyendo de encontrarse con ellos, compuso once mil versos de arqueología prehistórica, procurando hacerlos, no muelles ni blandamente halagadores, como eran de continuo los suyos, sino repujados, pintorescos, fulgurantes y truculentos, como convenía a la fantástica pintura de una humanidad antediluviana, que conocía los cañones y la dirección de los globos y vivía entre orgías lúbricas y sanguinarias.

A esta aberración de un gran poeta, extraviado en el camino que menos se prestaba al fácil desarrollo de sus facultades, siguieron más de cuarenta volúmenes en prosa, los cuales no tienen más disculpa que la honrada indigencia de sus últimos años. Comenzó por traducir en prosa su propia poesía para consuelo de los espíritus vulgares; y en las Confidencias, en las Nuevas Confidencias, en los episodios de Rafael y Graziella, en las notas, casi todas impertinentes, que añadió a las ediciones de sus versos posteriores a 1849, fué cambiando en vil moneda de cobre el oro purísimo de su poesía, que de este modo y perdida ya la aureola de misterio que la circundaba y aquella especie de purificación que el verbo lírico imprime a los labios inflamados por donde pasa, llegó a ser [p. 377] un elemento maléfico, acariciando todo género de vanidades impotentes y de cavilaciones malsanas, que finalmente desacreditaron el idealismo romántico. Luego, sin erudición, sin crítica, sin disciplina científica ni estudios formales de ningún género, dióse a compilar innumerables historias de todos los países y de todos los tiempos, biografías de todos los hombres ilustres, cursos familiares de literatura, inmenso fárrago que todo el mundo ha olvidado y que vale menos que un volumen solo de un historiadorde verdad como Agustín Thierry, de un crítico de verdad como Sainte-Beuve. Y, sin embargo, Lamartine no perdió nunca, ni el prestigio de la imaginación, ni el arte de contar de un modo algo nebuloso, pero interesante, ni la bondad de alma, ni la facilidad de entusiasmarse con las cosas bellas; pero le faltó siempre la virtud analítica, la segunda vista histórica, el don de salir de sí mismo y entrar en el pensamiento ajeno. Una potencia lírica tan grande como la suya no podía ser comprada a menosprecio.

Lamartine, que tanta crítica improvisó en sus postreros años, había sido hasta entonces muy sobrio de preámbulos. Ni las primeras ni las segundas Meditaciones llevaban en su primera edición una sola línea de prosa. Los prefacios que añadió después, y aun el trozo famoso sobre los Destinos de la Poesía (1834) [1] tienen más [p. 378] de confidencia biográfica que de doctrina. Fué romántico de sentimiento más bien que de sistema. [1]

No así Alfredo de Vigny (1797-1863), en quien la técnica importa tanto como el sentimiento, con ser éste tan delicado y tan hondo. Por la fecha de su aparición es el segundo de los líricos románticos, el primer cultivador de la novela histórica y el primer dramaturgo francamente shakesperiano. La primera colección de sus Poemas Antiguos y Modernos se publicó en 1822, dos años después de las Primeras Meditaciones, de Lamartine, y meses antes que el primer tomo de Odas, de Víctor Hugo, que en rigor pertenece todavía a la escuela clásica y a la poesía de colegio. Forzó las puertas del teatro francés un año antes de la representación de Hernani, haciendo aplaudir Otelo, fielmente traducido por vez primera. Su novela Cinq-Mars, la primera imitación de Walter-Scott salida de mano de artista francés es de 1826, anterior, por consiguiente, en cinco años a Nuestra Señora de París. En casi todos los caminos tiene, por tanto, Vigny evidente prioridad cronológica; y si de lo más exterior se pasa a lo más íntimo de su poesía, aún resulta más claro el impulso original, que por no haberse manifestado de un modo brusco e intemperante, sino con inmaculada pureza de forma y con rara sutileza de pensamiento, no deslumbró a sus contemporáneos y tardó en ser entendido y apreciado aun por los jueces más expertos. El mismo poeta contribuía a esto, encerrándose sistemáticamente en su torre de marfil, lejos de las miradas del vulgo profano y complaciéndose en una especie de endiosamiento solitario, que en sus obras resultaba ideal y poético, pero que, a juzgar por las confidencias de su Diario [2] en mal hora publicado después de su muerte por [p. 379] indiscreción de un amigo, ocultaba un fondo incurable de misantropía, de soberbia impotente, de desesperación sombría, aunque en apariencia sosegada, y, por decirlo todo, de nihilismo moral. No ya Chateaubriand y Byron, sino el mismo Leopardi, resultan casi optimistas al lado suyo, porque ni el fantasma del amor, ni el de la gloria, ni el de la ciencia, ni el del arte, ni la visión de la naturaleza, ni el menor consuelo, ni el menor rayo de esperanza ultramundana interrumpen en él la soledad espantosa de un idealismo sin ideal, que se consume y devora a sí propio, recreándose en la amarga contemplación del universal dolor y «respondiendo con frío silencio al silencio eterno de la Divinidad».

Esta continua posición ultrapesimista de su espíritu está velada en sus obras por el arte más refinado, más culto y exquisito. Aristócrata de sangre, de educación y de gustos, es también el más aristocrático de los poetas de su escuela, el que más huyó de toda exageración y destemplanza. Parece que sin esfuerzo alguno se mantiene en las más altas esferas del pensamiento poético, en la región algo fría pero serena de los espíritus puros y de las formas intangibles. Es místico a su modo, con cierto misticismo ateo y desesperado, pero sin quejidos estridentes ni blasfemias líricas, sino con resignación acerba ante la fatalidad inexorable. Como poeta, nadie más lejos del abandono y de la verbosidad lamartiniana. Sus procedimientos de estilo son sabios, complicados y difíciles; sus obras son tan pocas, que caben en siete pequeños volúmenes; pero casi todas, así las en prosa como las poéticas, pueden pasar por modelos. Imitó en sus primeros tiempos el helenismo de Andrés Chenier (La Dryada, Symetha), [1] y conservó siempre mucho de la factura, a un tiempo revolucionaria y arcaica, de aquel gran reformador del verso francés. Pero en el sentimiento poético no procede Vigny de nadie más que de sí propio. Sus pastorales clásicas, sus primeras escenas bíblicas (La hija de Jephté, la mujer adúltera, El Baño...) pueden ser obras de estudio y de tanteo; pero sus poemas filosóficos Moisés (escrito en 1822), Eloa (1825), y todos los que se contienen en la colección póstuma de Los Destinos (donde quizá están sus composiciones [p. 380] más elocuentes y admirables, La Cólera de Sansón, La muerte del lobo, El Monte de los Olivos), no han salido de ninguna parte, sino de las entrañas mismas de su espíritu solitario y atormentado. Los pensamientos de estos poemas son siempre complicados y refinadísimos: ideas poéticas más bien que poéticas fantasías. Moisés expresa la tristeza solemne del que ha visto cara a cara a Dios y se encuentra como desterrado entre el resto de los humanos.

Oh seigneur! j'ai veçu puissant et solitaire:
Laissez-moi m'endormir du sommeil de la terre.

Para el poeta, Moisés es el emblema del genio, quizá de su propio genio, «triste y solo en su gloria». Eloa, la hermana de los ángeles, nacida de una lágrima del Redentor y arrastrada por un exceso de piedad a amar a Satanás mismo y a participar de su condenación, parece un trasunto de la antigua Sophia de los gnósticos, desterrada del Pleroma y decaída de su prístina excelencia al ponerse en contacto con el abismo de la materia. Pero ni en los gnósticos, ni en el poema de Klopstock, ni en ninguna parte, sino en su magnífica inteligencia poética, encontró Alfredo de Vigny el pensamiento de la lágrima de Cristo recogida en la urna de diamante de los serafines, para caer, como por su propio peso, sobre la frente más culpada, sobre la frente de Satanás. Hasta en aquellas poesías en que más domina el sentimiento personal de amor o de odio, jamás se presenta sin una especie de vestidura simbólica que le transfigura y engrandece; así, en la Cólera de Sanson estallan con cierto furor solemne, que acrecienta su amargura, todos los rencores del amor burlado y escarnecido por la mujer, «niño enfermo y doce veces impuro». Así la viril y soberbia resignación estoica se personifica en el lobo que muere lamiendo sus propias heridas sin exhalar un quejido; así la botella arrojada al mar simboliza la incertidumbre y el enigma del destino humano, tal como le propone la negra filosofía del autor, que es de todos los románticos franceses el de inspiración más penetrante y sugestiva, el único poeta filósofo comparable con los de Alemania e Inglaterra. Sus defectos nacen de sus propias cualidades, de su perpetua tensión y concentración de espíritu, de su actitud seráfica no interrumpida, de aquel aspirar siempre a una pulcritud [p. 381] como de armiño. Cae, pues, con bastante frecuencia, aun siendo tan pocas sus obras, en el pecado de alambicamiento y sutileza, y rara vez se deja arrastrar francamente por la oleada del pensamiento poético. A singular audacia en las ideas junta cierta timidez de ejecución. Por eso, habiendo sido tan grande innovador, todavía no se le ha hecho justicia y ha sido sacrificado a otros que lo fueron con menos originalidad, pero con más estrépito; por eso, habiendo sembrado los gérmenes de todas las manifestaciones del arte romántico, aun de las últimas, aun de las que hemos visto en nuestros propios días; habiendo sido, no solamente precursor de Alfredo de Musset en Dolorida, sino precursor del Víctor Hugo de la Leyenda de los Siglos, en los dos fragmentos de El Cuerno y de La Nieve, donde, por primera vez dentro de la escuela francesa, apareció sentida de un modo épico la Edad Media, y, finalmente, hasta precursor de la poesía filosófica de Sully Proudhomme en el libro de Los Destinos, todavía hay muchos que le cuentan entre los poetas del segundo orden y no acaban de darse cuenta del vigor muy positivo que se ocultaba bajo las apariencias de una sensibilidad tan delicada y enfermiza.

Más leídas y mejor entendidas han sido sus obras novelescas y dramáticas. Comenzó por una larga novela en el género de Walter-Scott, pero con un defecto de perspectiva histórica de que aquel gran maestro supo librarse siempre y en el cual han caído la mayor parte de sus imitadores. En vez de tomar de la historia el cuadro general de una época y crear dentro de él la novela, se han dejado seducir por lo que la historia misma encierra ya de novelesca, y han creído que los grandes personajes y las grandes catástrofes que tanto interesan en sus páginas, interesarían todavía más en una obra de arte puro, tomadas como objeto principal y directo, en vez de aparecer en lejanía y como episódicas. Tal sistema, que no es ciertamente el de Waverley ni el de Ivanhoe, es el de Cinq-Mars, y conduce, no a la novela histórica, sino a la historia anovelada, género distinto y por lo común menos poético que la historia verdadera. En vez de crear una nueva realidad artística, se desfigura y maltrata la realidad ya existente, y cuando el novelista, como en este caso sucedió a Alfredo de Vigny, mezcla el propósito artístico con algún otro que no lo es y añade a la historia su propia interpretación crítica, el arte gana poco y la [p. 382] historia queda doblemente calumniada. El pensamiento político de Cinq-Mars es profundo y quizá históricamente verdadero; todo el mundo empieza ya a convenir en que el cuchillo de Richelieu, abatiendo los últimos restos del poder feudal y de las libertades locales, fué el más inmediato antecedente de la obra revolucionaria y de la centralización niveladora, que Alfredo de Vigny maldice como liberal, como soldado, como aristócrata y como poeta. Pero esta misma prevención suya le hace injusto y sañudo con la memoria del Cardenal, y así como desconoce su grandeza histórica, se empeña, por el contrario, en hacer interesantes a conspiradores medianos, sólo dignos de compasión por lo trágico de su fin, y a ver escenas de heroísmo antiguo y caballeresco en miserables intrigas de palacio, dando con todo ello una impresión de los acontecimientos, no sólo falsa, sino menos dramática y menos pintoresca que la que se deduce de las memorias y de los papeles del tiempo. Y es que en rigor Alfredo de Vigny carecía de segunda vista histórica y llevaba a todas partes el reflejo de su ideal un tanto quimérico, como es de ver hasta en las narraciones de Stello, y especialmente en las bellas escenas de la prisión de San Lázaro, contradichas hoy por todas las investigaciones relativas a Andrés Chenier.

Pero aunque Cinq-Mars sea, de todas las obras de Alfredo Vigny, la que más ha envejecido y la que con menos gusto se lee, no sólo por su intrínseca falsedad histórica, sino por estar llena de recursos melodramáticos, todavía es memorable, no sólo como primer ensayo de su género en Francia, sino por contener un famoso preámbulo con el título de Reflexiones sobre la verdad en el arte; verdadero manifiesto de estética romántica, que en menos de diez y seis páginas contiene más sustancia que todos los prefacios de Víctor Hugo, incluso el de Cronwell. Después de distinguir cuidadosamente Alfredo de Vigny la verdad artística de la que él llama verdad de los hechos, y después de afirmar que en el espíritu humano coexisten con igual legitimidad el amor a lo verdadero y el amor a lo fabuloso, llega (adivinando en 1827 conceptos que sólo llegaron a ser populares después de la Estética, de Hegel) hasta la fórmula transcendental del idealismo, puesto que nos enseña que sólo la verdad artística es la que nos revela el oculto encadenamiento y la lógica relación de los hechos, la única que [p. 383] conduce a la formación de grupos y series, haciéndonos ver cada hecho como parte de un todo orgánico. De donde infiere el ilustre heraldo del romanticismo, y con frase elocuente declara, que la verdad artística, alma de las artes, no es otra cosa que el conjunto ideal de las principales formas de la naturaleza, una especie de tinta luminosa que comprende sus más vivos colores, una manera de bálsamo, de elíxir o de quintaesencia, extraída de los jugos mejores de la realidad; una perfecta armonía de sus sonidos más melodiosos, una suma completa de todos sus valores. ¿Entendía con esto Alfredo de Vigny prescindir del estudio de la realidad, o más bien le daba como supuesto y condición obligada de todo arte digno de este nombre? ¿Quién dudará que este último era su pensamiento, cuando con tanto empeño recomienda al novelista y al autor dramático el estudio profundo de la verdad histórica de cada siglo, así en el conjunto como en los detalles? Pero la verdad particular de un hombre y de un tiempo quiere elevarlos a una potencia ideal y suprema que concentre todas sus fuerzas. ¿Qué es la historia en muchas de sus páginas, y no las menos bellas, sino una novela de que el pueblo es autor? Así se comprende, según la profunda observación de Alfredo de Vigny, que sean apócrifas casi todas las frases célebres, casi todas las anécdotas más elocuentes y representativas, sin que por eso dejen de ser históricas en otro muy alto sentido, puesto que han brotado espontáneamente, con valor simbólico, con una verdad ideal muy superior a la autenticidad del hecho, que no es más que la crisálida que va tomando poco a poco las alas de la ficción. De este modo interpreta Alfredo de Vigny, sin citarla y quizá sin recordarla en el momento, aquella profunda sentencia de Aristóteles: «La poesía es cosa más grave y filosófica que la historia». Rara vez se había visto en Francia un trozo crítico de tanta savia como éste. «La idea lo es todo -decía Alfredo de Vigny-: el nombre propio no es más que el ejemplo y la prueba de la idea. Los seres fabulosos que el arte anima están dotados de tanta vida como los seres reales que reanima. Creemos en Otelo tanto como en Ricardo III. Lo único que se ha de pedir a la Musa es su propia Verdad, más bella que lo verdadero; ora congregue los rasgos de un carácter esparcidos en mil individuos y con ellos componga un tipo que sólo tendrá de imaginario el nombre; ora vaya a sorprender en su tumba [p. 384] y a tocar con su cadena galvánica a los muertos de quienes se saben grandes cosas y los fuerce a comenzar otra vez delante de nosotros el triste drama de la vida».

La doctrina es elevada y verdadera en el fondo; pero también se presta, y es su escollo, a que ingenios excesivamente apegados a su propio y solitario ideal quieran sustituir con sus quimeras y alucinaciones las sanas y robustas realidades de la vida. Tal aconteció a Alfredo de Vigny en su sofística reivindicación de los derechos del poeta contra la sociedad; tesis que desarrolló con marcada fruición y en todas formas; primero, en las tres historietas de Stello (1832), libro tan elegante como enfermizo; luego, en su drama de Chatterton (1835), que hoy nos agrada más por los bellos rasgos de pasión y de carácter puestos en boca de Kitty Bell y del cuákero, que por la extravagante pedantería de su tétrico héroe, a quien arrastra al suicidio un pique de vanidad literaria, la más necia de todas las vanidades, la que sólo en aquellos tiempos de exaltación romántica y fúnebre podía considerarse como un motivo dramático serio. Alfredo de Vigny se erigió, con toda la solemnidad de propagandista y apóstol, en vengador de todos los genios inéditos, de todos los suicidas literarios, pintándolos como víctimas de la injusticia de la sociedad que no va a buscarlos en sus tugurios, honrándolos, protegiéndolos y pensionándolos antes que sepa a ciencia cierta si son genios o no, como si el genio naciera con alguna marca reveladora en la frente antes de manifestarse por sus obras, las cuales tarde o temprano, pero infaliblemente, se imponen a la admiración general; y como si pudiera haber en ningún régimen social persona ni entidad dotada de infalible criterio estético y al mismo tiempo de fuerza bastante para imponérsele a todos sus conciudadanos y evitar así los funestos resultados de la desesperación de los principiantes. Los ejemplos citados por Alfredo de Vigny, o no prueban nada o prueban lo contrario de lo que él pretende, puesto que el suplicio de Andrés Chenier nada tiene que ver con su condición de poeta, y aun la mayor parte de sus contemporáneos ignoraban que lo fuese. Y en cuanto a Chatterton, muy lejos estaba de ser genio ni aun ingenio de alto vuelo, puesto que su habilidad se limitaba a hacer ingeniosas falsificaciones del estilo de los antiguos poetas anglosajones, tarea ciertamente de orden muy inferior y [p. 385] que nos induce a creer que con su suicidio no perdió gran cosa la literatura inglesa; fuera de que es torcer de su curso natural la admiración que sólo debe recaer en las obras sinceras y sanas, y en los hombres verdaderamente grandes el emplearla en un extraviado literario, capaz de envenenarse porque se descubrieron sus fraudes de erudito o porque una Revista habló mal de sus versos.

No diremos que estas obras de Alfredo de Vigny contribuyeran muy eficazmente a desarrollar la triste manía del suicidio romántico; pero tampoco le creemos exento de toda culpa, y Chatterton, en su tiempo, hubo de ser lección peligrosa para muchos espíritus, sin que los consuelos del Doctor Negro fueran muy poderosos para conjurar tales nieblas, cada vez más espesas y maléficas. Pero ¡qué gracia tan primorosa de miniaturista del siglo XVIII la de las tres narraciones de Stello, cuyas figuritas de tan lindo amaneramiento parecen talladas en porcelana de Sèvres o de Sajonia! Y, por el contrario, en las tres historias de Servidumbre y Grandeza Militar, que es en prosa la obra maestra de Alfredo de Vigny, y una de las obras más envidiables de la literatura francesa de nuestro siglo, ¡de qué nobleza viril se reviste esa misma gracia, como si el autor, antiguo capitán de infantería, condenado a vegetar sin gloria ni premio en la vida monótona de guarnición, hubiera puesto lo mejor de su arte y lo más sano de su alma en esa pintura, a trechos heroica y aun sublime, de las oscuras abnegaciones de la vida del soldado y de los conflictos entre la razón y el honor!

Hemos dicho que Alfredo de Vigny ganó en el teatro francés la primera batalla romántica con su excelente arreglo de Otelo, representado en 24 de octubre de 1829. Un año antes había hecho, en verso también, una refundición de El Mercader de Venecia, la cual no llegó a representarse. Más modesto o más desconfiado de sus fuerzas que otros innovadores, o quizá por un sentido de la poesía dramática más elevado que el que ellos tenían, quiso que la reforma del teatro, en vez de iniciarse de un modo tumultuoso y anárquico y con ensayos poco maduros, se hiciese bajo la bandera de Shakespeare. El terreno estaba preparado desde el año 27 por una compañía de cómicos ingleses (entre ellos el famoso Kean) que había representado en su propia lengua Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, El Rey Lear, El Mercader de Venecia, [p. 386] Macbeth, Ricardo III y Coriolano. Carlos Magnin daba en El Globo cuenta de estas representaciones, [1] sembrando de paso, aunque con cierta reserva, los principios esenciales de la poética romántica, y preparando discretamente al público para disfrutar de aquellas bellezas extrañas y nuevas. El éxito de tales representaciones, que muy pocos podían seguir fácilmente, fué muy vario y disputado. Hubo días de verdadero tumulto en que el público silbó a Shakespeare, entre los aullidos de los clásicos que le llamaban ayudante del Duque de Wellington. Otras veces se le oyó con respetuoso silencio, y en algunos pasos eternamente humanos y accesibles a todo espectador que comprenda medianamente la situación y las palabras, la admiración triunfó de todo y se impuso aun a los más prevenidos contra el arte exótico. Alfredo de Vigny creyó que era tiempo ya de dar un paso más y plantear resueltamente el problema dramático, que él formulaba en estos terminos: [2] «La escena francesa ¿se abrirá o no a una tragedia que en su concepción presente un cuadro amplio de la vida en vez del cuadro estrecho de una intriga; en su composición, caracteres y no papeles, escenas sosegadas y sin drama, mezcladas con escenas cómicas y trágicas; en su ejecución un estilo familiar, cómico, trágico y a veces épico?» Una obra nueva y sujeta a controversia no podía resolver nada; la experiencia había de hacerse en una obra ya juzgada y consagrada por la admiración universal, y que el mismo teatro francés había aceptado antes en la forma mutilada y raquítica en que la presentó Ducis.

El nuevo Otelo agradó; pero Vigny tuvo que hacer esfuerzos de habilidad para que se le tolerasen sus audacias, entre las cuales era una de las mayores (y este solo dato basta para catacterizar el género de resistencia que tenían que vencer los poetas románticos) el haber llamado por su nombre el mouchoir o pañuelo de Desdémona que Ducis, en obsequio al estilo culto, había transformado en diadema de brillantes. [3] El prefacio que Vigny puso [p. 387] a su traducción se recomienda, como todos los suyos, por el vigor concentrado de pensamiento y la mesura de tono, que se buscarían en vano en los manifiestos del gran poeta romántico, de quien ahora, con el natural recelo de quedar muy inferiores al asunto, pasamos a discurrir brevemente, fijándonos en sus teorías y en su acción literaria mucho más que en sus obras, como cumple al propósito de la nuestra.

La mayor dificultad para estimar hoy rectamente tan gran personalidad poética como la de Víctor Hugo (1802-1885), nace, no sólo de la extraordinaria abundancia y variedad de su producción, que por sí sola y continuada hasta la extrema vejez en renovación incesante tiene algo de prodigio, sino de los elementos extraños al arte que en esta producción se mezclaron, haciéndola ser alternativamente admirada y vilipendiada por los partidos más hostiles entre sí y por las escuelas más diversas. Como las batallas que lidió el poeta (y no sólo con la espada del canto) están todavía muy próximas a nosotros, y el polvo del combate todavía nos ciega los ojos, y ni los entusiasmos ni los rencores han tenido tiempo de apaciguarse, los juicios de la crítica sobre Víctor Hugo fluctúan entre una admiración desenfrenada y ditirámbica [1] que, con ser grande en sus discípulos franceses, todavía resulta más enfática y risible en los de otras partes, y una reacción malévola y apasionada que con las infinitas pequeñeces morales del poeta le está levantando poco a poco un monumento de ignominia. [2] Todo indica que la gloria literaria de Víctor Hugo ha de pasar todavía por muchas depuraciones y pruebas antes que resueltamente se le tenga por clásico. De donde puede inferirse una lección saludable para todos, y es que cierto género de popularidad profana y envilece la obra del poeta y deja en el mármol infinitas escorias; y que para el resultado definitivo, único en que el grande artista debe tener puestos los ojos, vale más una [p. 388] vida de educación humana como la de Goethe, que una vida de perpetuo motín y lucha como la de Víctor Hugo. Lo que más exalta en bien y en mal las pasiones de los contemporáneos suele ser lo más frío y muerto a los ojos de la posteridad. Procuraremos apartar de nuestro juicio todo lo que en las obras y en la acción de Víctor Hugo nos parece transitorio y momentáneo, para ver sólo al gran poeta, que es bajo ciertos aspectos el más grande que Francia ha producido. Se le puede amar, se le puede aborrecer, se le puede tasar más alto o más bajo; pero su grandeza está fuera de litigio: todo es inmenso en él, hasta los defectos y las infracciones de las leyes del gusto.

Pero tampoco hay que engañarse sobre el carácter de esta grandeza. No es la del poeta de las edades primitivas, ruda, heroica y semidivina por lo inconsciente; no es tampoco la perfección absoluta y soberana del poeta de las edades clásicas en que todos los elementos de una gran civilización se compenetran de un modo armónico; no es, finalmente, la grandeza desinteresada, serena, olímpica, pero algo triste y solitaria, del genio que, nacido en épocas tardías en que la ciencia y la conciencia están divididas y subdivididas hasta lo infinito, aspira, y en parte lo consigue, a reflejar en su mente por un esfuerzo de inspiración sabia y laboriosa toda la complexidad de la vida del espíritu. Víctor Hugo, pensador superficial, enamorado de antítesis y de fórmulas huecas, perpetuo y elocuente repetidor de todos los lugares comunes de los diversos partidos en que militó, y además productor incansable en un tiempo y en una nación en que toda literatura anda revuelta con un poco de charlatanismo y de industria, fué, con todo eso, una de las criaturas más extraordinarias que Dios ha enviado al mundo poético; pero su fuerza nació principalmente de su retórica. Víctor Hugo, niño prodigioso, poeta de certamen laureado a los quince años, era en el fondo el mismo hombre de la vejez, gran pontífice y apóstol de una retórica nueva, más brillante y deslumbradora que la antigua. Yo juzgaré siempre mal del discernimiento crítico de quien le tenga por un Shakespeare o por un Dante; pero en su género me parece, no sólo el primero, sino el único, un coloso literario, la encarnación más asombrosa y potente de la retórica en el arte.

Pero como esta voz retórica se presta a tantos sentidos buenos [p. 389] y malos e incluye dentro de sí tantas cosas, conviene apurar más de cerca la cuestión, mostrando cómo este elemento radical del espíritu de Víctor Hugo se manifiesta en sus obras y les da la sola unidad que en ellas puede encontrarse. Porque Víctor Hugo pudo pasar del polo a la zona tórrida en sus simpatías políticas, en sus ideas religiosas, en sus convicciones sociales, en sus amistades y en sus odios; pero a una sola cosa fué constantemente fiel, quiero decir, a su retórica. Por eso el romanticismo francés, en lo mucho que tuvo de movimiento retórico, está completo en sus obras y tiene en ellas su evangelio; pero en lo que toca al sentimiento lírico, Lamartine, Alfredo de Musset y el mismo Vigny le aventajan, y sin ellos valdría esta evolución mucho menos de lo que vale. La que llamamos retórica de Víctor Hugo consiste, ante todo, en la adoración al procedimiento por el procedimiento mismo. Es gran poeta; pero es, ante todo, incomparable artífice de versos. Tiene colecciones enteras, como las Baladas y las Orientales, cuyo valor es puramente técnico, pero de una técnica magistral y prodigiosa. Téngase esto por un mérito o por una razón de inferioridad, es de todos los poetas de primer orden el que ha compuesto mayor número de versos que pueden admirarse con entera independencia de sus asuntos. Su estética, muy rudimentaria e indecisa, unas veces aceptaba y otras combatía la fórmula de «el arte por el arte», inclinándose en la segunda mitad de su vida a sustituirla con todo género de propagandas revolucionarias y sociales; pero en sus versos la practicaba constantemente en su sentido primitivo y más estrecho; esto es, como idolatría del ritmo por el ritmo, del color por el color, de la factura por la factura. Los Castigos son, sin duda, un libro personal y agresivo, explosión de rencores implacables y muchas veces innobles; pero lo que aumenta la odiosidad de tal libro es que todas aquellas injurias han sido cinceladas con frialdad y reposo, como quien fabrica una ánfora panatenaica para llenarla luego con un brevaje hediondo. Obsérvese también que entre el inmenso número de sus víctimas no hay nadie peor tratado que sus críticos, el enano ridículo Planche, el asno Nisard, como si nada le exasperase más que las censuras gramaticales y de estilo. Víctor Hugo podía aborrecer mucho el Imperio (que él había contribuído como el que más a traer mediante su perpetua apoteosis [p. 390] napoleónica); pero todavía era más intenso su furor contra los retóricos de otras escuelas que no encontraban bien la suya. Aunque tuviese en grado supremo la odiosa fuerza de aborrecer y el triste poder del insulto, todavía eran más feroces y pertinaces en él que los odios políticos, los odios literarios.

Sólo con este fanatismo de la gramática y de la métrica pudo cumplir Víctor Hugo su obra y ser el revolucionario por excelencia del verso francés y de la lengua poética. El alejandrino clásico, llevado a su perfección por los poetas del siglo de Luis XIV, no podía sobrevivir a la concepción trágica a que sirvió de noble y acompasado instrumento. Aquel arte fino y delicado de moralistas y psicólogos había desaparecido con el medio social único en que podía desarrollarse; y sólo de un modo artificial y como por rutinaria disciplina, se conservaba en manos de impotentes versificadores académicos, lo más exterior de él, una forma vacía de todo contenido, cada vez más abstracta, más monótona y más cargada de perífrasis. Las dos terceras partes del opulento vocabulario del siglo XVI estaban proscritas por vulgares o malsonantes o por duras y anticuadas; la obra de Malherbe y de Vaugelas había llegado a sus extremas consecuencias, dejando la lengua en los huesos; las generosas audacias de Ronsard y de su pléyade pasaban por una jerga bárbara, pedantesca e informe; Rabelais, por escritor brutal, propio sólo para ser leído en las tabernas. Las palabras usadas en poesía debían tener el mayor grado de generalidad posible y no hablar a los ojos, sino al entendimiento. En vez de una lengua de imágenes se empleaba una lengua de abstracciones. Todavía las primeras Meditaciones de Lamartine se resienten de este falso gusto, aunque la plenitud del sentimiento apenas deja reparar en la pobreza de la expresión. La sintaxis yacía sometida también a durísima servidumbre: Voltaire había descubierto infinitos solecismos en el gran Corneille, y las sentencias de su Comentario hacían fuerza de ley. La misma intolerancia y el mismo servilismo reinaban en la parte métrica. De las muy variadas estrofas usadas por los poetas de la pléyade, sólo quedaban en pie las pocas que había usado Malherbe, y después de él Juan Bautista Rousseau. La pobreza del Diccionario poético tenía que reflejarse en la pobreza de las rimas, que eran casi siempre vulgares y obligadas; y en la abundancia de ripios, [p. 391] llamados por los franceses chévilles, aparte de aquellas rimas inexactas que lo son para la vista y no para el oído, y a las cuales se prestan tanto los sonidos oscuros de esa lengua. Era ley inflexible la cesura del alejandrino después de la sexta sílaba (para nosotros séptima); disposición simétrica que parece inventada para favorecer el amaneramiento de la declamación teatral, cuyos inconvenientes sólo Racine pudo vencer con su arte exquisito. No era menos rígida la ley de la cesura final, que exigía siempre una pausa de sentido al fin del verso, con absoluta prohibición de remontarse sobre el siguiente, a lo cual llamaban enjambement.

Era imposible que la escuela romántica, mensajera de un ideal poético nuevo, pudiera vivir con tales trabas, que por un lado limitaban y aun reducían a nada el poder de la expresión pintoresca, gracias al abuso cada vez más ridículo de las perífrasis y a la manía de no llamar las cosas por su nombre; y de otra parte imponían al verso lírico y trágico una forma invariable, que si pudo bastar para la expresión de ciertos estados de sentimiento muy definidos y muy elementales, era ineficaz para traducir la varia y confusa agitación de las pasiones en el alma moderna, removida hasta en sus más tenebrosas profundidades y llena de inquietos anhelos, de nunca vistas rebeldías, de contradicciones y discordancias que buscaban y habían de encontrar adecuada manifestación en las discordancias del ritmo.

Imponíase, pues, la necesidad de la reforma, y aun puede decirse que en la prosa el mismo Diderot la había iniciado en pleno siglo XVIII, con la suya tan robusta y sanguínea, aunque brutal y fangosa a trechos. Luego vino Chateaubriand con las maravillas de su estilo pintoresco, que contrastaba de modo singular con las descripciones de los poetas del Imperio, los cuales todavía continuaban llamando al gallo «el intrépido y enamorado campeón, que tiene el corral por límite de sus empresas». [1] Evidentemente tal prosa y tal poesía no podían existir juntas. La aparición de Lamartine aceleró la emancipación de la lengua poética, pero no la del ritmo; porque aquel gran poeta, dotado de un instinto musical casi infalible, encontró sin reflexión ni estudio el molde adecuado para su inspiración y no pudo comunicar a nadie [p. 392] el secreto. La extraña ironía que con frecuencia parece dirigir las cosas humanas quiso que el primer libro romántico en cuanto al ritmo fuese precisamente el libro más profundamente clásico que los franceses tienen en su lengua: las Poesías, de Andrés Chenier, publicadas por De Latouche en 1819. La nueva escuela, incierta todavía respecto de su camino, encontró lo que buscaba: un gran poeta cuyo nombre inscribir en su bandera. No tenía más relación con los románticos que ser independiente del arte de su tiempo y aun del arte tradicional francés, pero esto bastaba. Aquel neopagano había inventado o resucitado una forma de verso que no era el verso de Racine, un alejandrino de cesura móvil, de ritmo vario, un verso libre e inmenso, que constituía por sí una entidad como el hexámetro o el pentámetro clásico, y que no era ya la suma obligada de dos heptasílabos unidos. Era el verso que Víctor Hugo necesitaba, pero que no sabemos si por sí solo hubiera encontrado. Pero Andrés Chenier no bastaba; era preciso restaurar la estrofa lírica que yacía olvidada en los poetas del Renacimiento, clásicos también y discípulos de Italia y de los griegos. Sainte-Beuve fué a buscarla allí como crítico y como poeta, y Víctor Hugo la hizo desplegar en seguida sus inmensas alas. De este modo, y continuando la misma ironía, el arte romántico, medioeval, espiritualista y neocristiano, venía a descender, nada menos que por dos líneas, de un arte mucho más francamente clásico que el arte de Academia que venía a sustituir y derribar.

Víctor Hugo describe (enfáticamente, según su costumbre, y ahuecando demasiado la voz) en una poesía de las Contemplaciones [1] esta revolución literaria suya, atribuyéndose, por supuesto, todo el mérito y responsabilidad de ella:

...Je suis ce monstre énorme,
Je suis le démagogue horrible et débordé...
.............................................
La poésie était la monarchie: un mot
Etait un duc et pair, ou n'était qu'un grimaud;
..............................................
La langue était l'Etat avant Quatrevingt-neuf:
Les mots bien ou mal nés, vivaient parqués en castes;
[p. 393] Les uns nobles, hantant les Phèdres, les Jocastes,
Les Méropes, ayant le décorum pour loi,
Et montant à Versailles aux carroses du roi;
Les autres, tas de gueux, dróles patibulaires,
Habitant les patois; quelques-uns aux galères
Dans l'argot; dévoués à tous les genres bas,
Déchirés en haillons, dans les halles; sans bas,
Sans perruque; crées pour la prose de la farce;
Populace du style...
Vilains, rustres, croquants que Vaugelas leur chef
Dans le bagne Lexique avait marqué d'une F;
N'exprimant que la vie abjecte et familière,
Vils, dégradés, flétris, bourgeois, bons pour Molière.
Racine regardait ces marauds de travers.
.................................................
Alors, brigand je vins; je m'écriai: «Pourquoi
Ceux-ci toujours devant, ceux-là toujours derrière?»
Et sur l'Académie, aïeule et douairière,
Cachant sous ses jupons les tropes affarés, [1]
Et sur les bataillons d'alexandrins carrés,
Je fis souffler un vent révolutionnaire.
Je mis un bonnet rouge au vieux dictionnaire.
Plus de mot sénateur plus de mot roturier!
Je fis une tempête au fond de l'encrier,
Et je mélai, parmi les ombres débordées
Au peuple noir des mots l'essaim blanc des idées,
Et je dis: «Pas de mots oú l'idée au vol pur
Ne puisse se poser, tout humide d'azur
.............................................
.......... Je montai sur la borne Aristote,
Et déclarai les mots égaux, libres, majeurs.
.............................................
Je bondis hors du cercle, et brisai le compas.
Je nommai le cochon par son nom; pourquoi pas?
.............................................
J'otai du cou du chien stupéfait son collier
D'épithètes: dans l'herbe, à l'ombre du hallier,
Je fis fraterniser la vache et la génisse.
Alors, l'ode, embrassant Rabelais, s'énivra;
Sur le sommet du Pinde on dansait Ça ira;
L'emphase frisonna dans sa fraise espagnole...
..............................................
On entendit un roi dire: «Quelle heure est-il?»
Je massacrai l'albâtre, et la neige, et l'ivoire;
[p. 394] Je retirai le jais de la prunelle noire,
Et j'osai dire au bras «sois blancs», tout simplement.
..............................................
Boileau grinça des dents: je lui dis: «Ci devant
Silence!» et je criai dans la foudre et le vent:
«Guerre à la rhétorique, et paix a la syntaxe.»
Et tout Quatrevingt-treize éclata. Sur leur axe
On vit trembler l'athos, l'ithos et le pathos.
..............................................
J'ai pris et démoli la Bastille des rimes;
J'ai fait plus: j'ai brisé tous les carcans de fer
Qui liaient le mot peuple, et tiré de l'enfer
Tous les vieux mots damnés, légions sépulcrales;
J'ai de la périphrase écrasé les spirales
Et mêlé, confondu, nivelé sous le ciel
L'alphabet, sombre tour qui naquit de Babel;
Et je n'ignorais pas que la main corroucée
Qui délivre le mot, délivre la pensée.
.............................................
Nous faisons basculer la balance hémistiche.
C'est vrai, maudissez-nous. Le vers, qui sur son front
Jadis portait toujours douze plumes en rond,
Et sans cesse sautait sur la double raquette
Qu'on nomme prosodie et qu'on nomme étiquette,
Rompt désormais la régle, et trompe le ciseau,
Et s'échappe, volant qui se change en oieau,
De la cage césure, et fuit vers la ravine,
Et vole dans les cieux, alouette divine.
..............................................

Esta cita, aunque prolija, ha sido necesaria, porque en medio de cierta hipérbole algo bufonesca (gran prueba de que no basta gritar «guerra a la retórica», cuando se la tiene metida dentro de los huesos), compendia en poco espacio lo que Víctor Hugo pensaba de sus propias innovaciones técnicas, que, como se ve, consistieron principalmente: 1.º, en haber dado carta de naturaleza a todo género de palabras, no inventando neologismos absurdos (que son la originalidad de los escritores impotentes), sino restaurando las voces de la lengua popular excluídas del estilo noble, y poniendo en circulación gran parte de la riqueza que en los libros de la edad anteclásica, especialmente en los del siglo XVI, yacía escondida. En esta parte también los románticos habían sido precedidos por la prosa erudita y arcaica de Pablo Luis Courier, a quien ninguno de ellos igualó en conocimiento de la lengua [p. 395] antigua; 2.º, en haber democratizado la expresión poética, restaurando los términos concretos, únicos que dan la intuición directa de las cosas, y aboliendo las perífrasis; 3.º, en haber dislocado el alejandrino, movilizando las cesuras y creando en rigor un verso nuevo, cuyo tipo ha de estudiarse en la Leyenda de los siglos, llamada por Teodoro de Banville «la Biblia de todo versificador francés»; 4.º, en haber enriquecido prodigiosamente la rima, por necesaria consecuencia del enriquecimiento del vocabulario dándola, además, soberana importancia y buscando con encarnizamiento las más raras y difíciles, lo cual le hizo caer muchas veces en extravagantes pedanterías y también en calembours o juegos de palabras; 5.º, en haber restaurado, aunque con prudencia y moderación, los ritmos líricos de Ronsard, sin inventar por su parte otros nuevos, salvo cierta estrofa de doce versos. Suprimo otros pormenores que sólo tienen interés dentro de la lengua francesa y que pueden estudiarse en cualquiera Poética romántica, especialmente en la de Banville.

Pasada la embriaguez del primer tiempo, se han discutido mucho las ventajas de esta innovación métrica. Es cierto que el maestro mismo y sobre todo los discípulos, la comprometieron bastante con intemperancias de ejecución y con extraños consejos doctrinales, como el que Banville da a su discípulo, de leer, en vez de los llamados modelos, gran número de diccionarios, enciclopedias, libros de artes y oficios, catálogos de librerías y catálogos de ventas, para llenarse la memoria de nombres propios más o menos exóticos y de palabras inusitadas con que enriquecer sus rimas. Estos y otros pueriles extremos han puesto de mal humor a algunos críticos contra el verso romántico, y Guyau, en sus Problemas de Estética Contemporánea, llega a negar que tal verso sea una novedad ni que se distinga sustancialmente del alejandrino clásico, cuestión que sólo a los franceses interesa y que sólo ellos pueden resolver. Pero en lo que toca al carácter general de la versificación de Víctor Hugo tiene Guyau razón que le sobra cuando dice que «necesita el poeta todo su genio para hacerse perdonar su habilidad, y todo el poder de su arte para compensar los artificios en que se complace». «Se le puede admirar sin tasa -añade-; pero hay algo superior todavía a la admiración: la emoción; y ésta no la produce Víctor Hugo sino cuando se [p. 396] olvida de que es el mágico de la rima». Por el contrario, Lamartine y Alfredo de Musset, imperfectísimos versificadores, llegan mucho más seguramente al alma humana, aunque los desdeñen los llamados parnasianos, los hombres del of icio. No hay duda, sin embargo, que la innovación retórica hecha por Víctor Hugo fué asombrosa. «Gracia a él -dice Banville- tenemos más palabras que estrellas hay en el cielo».

Pero aunque Víctor Hugo sea en primer término un extraordinario artífice de versos, el mayor escritor en verso que Francia ha conocido, es también un extraordinario poeta, y lo es, aunque con desigual mérito, en los tres grandes géneros, lírico, épico y dramático, y aun en todas las formas y variedades de ellos. Sus admiradores han forzado aquí, como en todo, la nota de la alabanza, hasta querer convertirle en el poeta único, en el poeta por excelencia. No lo es, ciertamente, ni en su siglo ni en su país; pero es de todos los líricos de nuestro tiempo el más bizarro, pródigo y magnífico, el más caudaloso de dicción, el más espléndido de color, el de más arrogancia, plenitud y número, el de más ingeniosa variedad de formas, el de inspiración más amarga y mordaz en la sátira, el de voz más vibrante en la oda heroica, tanquam aes tinniens. Tiene en mayor grado que nadie el don de lo plástico, rara vez concedido a los líricos, y la acción deslumbradora e inmediata sobre los sentidos. Por lo mismo que domina en él la poesía de lo exterior, es, no solamente variado, sino fecundísimo e inagotable de temas, de formas y de recursos, como si hubiera querido reflejar en su poesía todas las pompas del universo visible. Ve con suma distinción y con potente relieve los objetos; pero su imaginación retórica le lleva a interpretarlos de un modo desmesurado y sofístico. Fatiga en él la monotonía de la grandeza, la luz abrasadora de mediodía derramada por igual y de plano sobre todos los objetos. Cuando se ha leído por mucho tiempo en sus versos, el ánimo apetece como descanso la suave languidez de Lamartine o la intimidad penetrante y sincera de Alfredo de Musset.

Pero los dones propios de Víctor Hugo son admirables. Es, ante todo (cosa muy rara en la literatura moderna), un poeta sano, de temperamento robusto y atlético, en quien la enfermedad del siglo apenas hizo mella. Su poesía ha salido más veces de la [p. 397] cabeza que del corazón; pero nunca de los nervios insurreccionados. Vivió ochenta y seis años y trabajó metódicamente hasta el último día con una fuerza poderosa y disciplinada, que por sí sola es un milagro casi tan grande como el genio. En medio de poetas de voluntad flaca y enervados por la cavilación dolorosa, él conservó intacta la rigidez de su fibra, y apareció hasta el fin como el Cíclope que en su antro ahumado forja el rayo de las batallas. Aquel mismo poder brutal de sensación que hay en su estilo es indicio evidente de salud y de fuerza. Todos los estrépitos del mundo resuenan en su poesía; pero ninguno vence ni anonada su espíritu. Un tropel de imágenes le asedia; pero él las ordena como rebaño dócil y van pasando unas tras otras cada vez más desmesuradas y gigantescas. El martillo de Víctor Hugo es el más formidable que ha caído nunca sobre el yunque de la retórica.

Repetimos esta palabra, porque ella sola traduce exactamente nuestro pensamiento, y ella sola da la clave del ingenio de Víctor Hugo con todas sus asombrosas cualidades y sus defectos. Más que la sinceridad de la emoción, más que la intensidad del sentimiento, lo que persigue la Retórica es la intensidad y la plenitud del efecto. Por eso la imaginación de Víctor Hugo aspira constantemente y con una especie de esfuerzo titánico, no a lo verdadero, sino a lo grandioso, levantando montañas de metáforas para escalar el cielo. Nadie le tenga por un genio desbordado; sabe muy bien lo que hace, tiene pleno dominio de sí y conciencia de su fuerza. Si usa y abusa de los procedimientos de repetición y de acumulación, es porque son la forma oratoria por excelencia; si se complace en el fácil juego de las antítesis, lo mismo hacían aquellos poetas y retóricos españoles de la decadencia romana, Séneca y Lucano, con quienes él tiene tan singulares puntos de semejanza.

Y al mismo tiempo obsérvese cómo esta genialidad suya le lleva constantemente a la disertación moral, a la expresión elocuentísima de conceptos generales y de lugares comunes, a la divagación filosófica superficial, creyéndose cándidamente «antorcha de la humanidad», cuando no pasaba de ser eco sonoro y elocuente de lo que se pensaba en torno suyo. Teniendo muy pocas ideas propias, ha removido casi todas las de su siglo, y, sin llegar nunca al fondo, parece que las hace suyas por la sola potencia [p. 398] de su estilo. Tan insigne artífice se mostró cuando era el poeta de la Restauración monárquica y católica, como cuando era el poeta de la izquierda socialista. Pero un instrumento que se presta con igual perfección a tan contrarios sones, ¿no indica en el poeta cierta deficiencia de vida espiritual propia? Hay líricos que se han puesto enteros en una composición sola; quien la conoce no los conocerá en su totalidad como artistas, pero sí como hombres. El alma de Lamartine está en Le Lac; la de Alfredo de Musset, en el Souvenir, o en la Noche de Diciembre. ¿Cuál es en el inmenso tesoro poético de Víctor Hugo la pieza que puede tomarse como representativa de su lirismo?

Y es que en Víctor Hugo nunca hubo sentimiento predominante, ni siquiera sentimiento muy enérgico, fuera del odio que inspiró las sátiras de su destierro. Su energía, que la tuvo inmensa, se consumió toda en la ruda y triunfante labor del estilo. En la expresión del amor cede a muchos, y, por caso raro, quizá único, no hay que buscar esta cuerda en los versos de su juventud, sino en los de su edad madura, y aun en los de su primera senectud, por los cuales malignamente se le llamó Títiro sexagenario. Las primeras colecciones de Víctor Hugo apenas contienen más que poesías históricas, políticas o descriptivas; [1] la poesía erótica comienza a aparecer, y no con mucha originalidad ni con carácter muy personal, en los Cantos del Crepúsculo, y, en rigor, no puede decirse que sea el verdadero tema de las Canciones de las calles y de los bosques (1865), colección de lo menos romántico y lamartiniano que puede darse, poesía francamente sensual y epicúrea, pero en la cual el mismo Luis Veuillot, encarnizado enemigo personal y político del poeta, admiraba «la carne viva, firme y palpitante, el vigor de los músculos y el calor de la sangre». Hay que admirar otra cosa, y es la sinceridad, muy rara en Víctor Hugo. Esta condición hace que siendo mediano como poeta de la ternura romántica, resulte verdadero maestro en la expansión de cierta alegría un poco grosera, que no ha de confundirse con la sensualidad fría y prosaica de algunas canciones de Beranger, porque el poderoso sentimiento de la vida de la naturaleza ennoblece y realza en Víctor Hugo hasta la pintura del amor físico.

[p. 399] Si Víctor Hugo no tiene nada de poeta elegíaco-amoroso, tampoco tiene mucho de poeta místico, en el sentido en que lo es, por ejemplo, Lamartine en sus Harmonías. Víctor Hugo era deísta como Lamartine; pero nunca tuvo en alto grado la íntima emoción religiosa. El catolicismo político o meramente estético de su juventud y el vago humanitarismo de su vejez nada prueban. En el fondo persistió siempre el espíritu volteriano de su madre, que le educó en la prosaica filosofía de la clase media francesa. Luego quiso creer, en parte por imaginación de poeta enamorado del prestigio de la tradición, en parte por afectos de caridad y de familia, que eran en él los más verdaderos y los más intensos. La parte más sustancialmente cristiana de la poesía de Víctor Hugo se confunde e identifica con su poesía doméstica; así la Prière pour tous, la Aumône y la misma Mansarde; así también la bellísima, la conmovedora serie o libro de las Contemplaciones, que lleva por título Pauca meae. Pocas veces fué Víctor Hugo poeta de la fe, aun de la fe espiritualista e indecisa; pero fué muchísimas veces poeta de la caridad, y por este lado es poeta cristiano, y hay odas suyas que pueden pasar por buenas acciones y que quizá hayan desarmado algo el rigor de la divina justicia.

Hay una cierta región de la poesía lírica en la cual Víctor Hugo puede decirse creador y absoluto monarca, si bien la novedad del género y lo simpático del asunto le llevaron a abusar de él más que de ningún otro hasta caer en lo pueril, en lo amanerado y en lo falso. Me refiero a la poesía doméstica, y especialmente a la que pudiéramos llamar poesía de la infancia. Víctor Hugo no era hombre de sensibilidad muy profunda y exquisita, ni había experimentado aquellos grandes dolores, reales o ficticios, de que alardeaban los poetas románticos como de una especie de distinción aristocrática; pero tenía corazón sano y honrado, sentía la poesía de la familia sin grandes refinamientos y con el sentimiento primitivo de un hombre del pueblo, amaba entrañablemente a los niños y los ha cantado de mil modos. Pero hay que distinguir entre aquellas poesías suyas, inspiradas realmente por su dolor de padre, las cuales no han sido ni serán nunca sobrepujadas (véase, por ejemplo, en Las Contemplaciones la titulada En Villequier, etc.), y las que compuso luego, formando colecciones enteras en que interviene ya la industria literaria (que tantas cosas estropea entre [p. 400] los franceses), como aquel famoso Arte de ser Abuelo, donde la afectación de candor y de ternura doméstica, que es la más intolerable de todas las afectaciones, empieza desde la portada.

Además de haber introducido al niño en la vida del arte, Víctor Hugo rehabilitó en él a los pobres, a los desvalidos, a los miserables; y cualquiera que sea la levadura socialista que en todo esto se ha mezclado, y por más que a veces haya ulcerado y envenenado las mismas llagas que pretendía curar, brota del conjunto una piedad inmensa, y, por consiguiente, una gran poesía, de género nuevo, que bien podemos llamar poesía social.

Como poeta descriptivo, como pintor de la naturaleza externa, Víctor Hugo tiene sobre Chateaubriand la ventaja del ritmo, sobre Lamartine la ventaja del dibujo firme y preciso, y de la profusión deslumbradora del color. Es cierto que la plena posesión de esta última cualidad le llevó a la idolatría del color por el color mismo, y a sacrificar muchas veces el alma del paisaje, lo más íntimo y esencial de él, lo que constituye su unidad y le hace inteligible para el espíritu. Por el contrario, lo que domina en la naturaleza interpretada por Víctor Hugo es el hervor de la existencia, la fecundación vigorosa y omniparente, el misterio multiforme del Gran Pan. De aquí ha resultado una especie de poesía naturalista de nuevo cuño, monstruosa y gigantesca, cuyo tipo es El Sátiro de la Leyenda de los siglos.

Estas mismas asombrosas cualidades suyas, de visión y evocación de imágenes, que parecen enjambres de espíritus todavía más ardientes que luminosos, las aplica a la interpretación de la realidad histórica, no en su fondo moral, sino en sus accesorios pintorescos. Por eso en Nuestra Señora de Paris (como han notado muchos críticos), la catedral es realmente el protagonista, y más que el conflicto humano vale la epopeya de la piedra. La misma inferioridad dramática de Víctor Hugo, la falsedad intrínseca de su teatro, procede de que la observación psicológica es en él tan rudimentaria como enérgica y potente la aprensión del color local verdadero o falso. Concibe el drama y la historia como una serie de frescos inmensos, henchidos de tumultos populares, pomposas cabalgatas, batallas formidables, crímenes y suplicios pintorescos y truculentos.

La manifestación épica fué, sin duda, la más alta y [p. 401] característica de su genio. Otros son más líricos que él: ninguno de los modernos es tan épico, dentro de las condiciones en que hoy es posible la epopeya. Pero antes de llegar a la forma libre que alcanza en la Leyenda de los Siglos, hay que ver cómo Víctor Hugo fué marchando hacia ella por los dos caminos paralelos de la lírica y del drama, y cómo al compás de su producción fueron definiéndose sus teorías literarias.

Punto importante es siempre el de la educación del artista. La de Víctor Hugo nos interesa todavía más, puesto que con razón o sin ella se preció siempre de medio español, y sus discípulos lo han repetido con toda seguridad y confianza. Según Pablo de Saint-Víctor, «Víctor Hugo es en poesía un grande de España de primera clase: España es su verdadera patria dramática como fué la de Corneille: en las actitudes de su estilo se ven los pliegues de la capa de los héroes del Romancero (sic). Víctor Hugo, cuando habla de las cosas de España, está como un rey en su reino o un gran señor en su feudo». Mucho tiempo antes había dicho Teófilo Gautier [1] que «Víctor Hugo era un nuevo Corneille, no menos arrogante y castellano que el antiguo». El mismo Víctor Hugo se complacía en alimentar esta ilusión, ya llenando sus primeras obras (como Bug-Jargal y las Orientales) de epígrafes en castellano; ya escogiendo para dos de sus dramas, entre ellos el más capital y ruidoso, personajes españoles; ya dando por consigna a la legión sagrada de poetas y artistas que iban a lidiar la batalla de Hernani la palabra Hierro; ya afirmando en el preámbulo del mismo drama, que sólo en el Romancero General se encontraría su clave.

Una crítica docta e ingeniosa [2] ha reducido a sus verdaderos límites las pretensiones de erudición española que Víctor Hugo afectaba. No sólo tenía superficial conocimiento de nuestra historia y literatura, sino que casi ignoraba nuestra lengua. Basta leer sus Memorias para convencerse de cuán poca huella hubo de dejar en su espíritu una permanencia de doce meses en España, a la edad de nueve años, y entre las cuatro paredes de un colegio afrancesado. Algunos incidentes de su viaje infantil quedaron, [p. 402] sin embargo, muy grabados en su memoria, y dejaron allí, según él dice, la semilla de futuras concepciones. Ciertos nombres geográficos como el de Hernani, ciertos apellidos y títulos nobiliarios más o menos resonantes, una impresión general de ciertos edificios apenas entrevistos, algunas palabras de la lengua que por entendidas a medias hablaban a su imaginación de un modo misterioso, parece poca cosa sin duda, pero en la oculta generación del pensamiento poético todo tiene su valor, tratándose de una fantasía tan poderosa. Es muy curioso, por ejemplo, lo que Víctor Hugo nos refiere de la impresión que le hizo, en medio de la grandeza de la catedral de Burgos, la figura grotesca del llamado papa-moscas. A ella quiere referir nada menos que el origen de una de las teorías estéticas que había de desarrollar en el prefacio del Cromwell: «me ayudó a comprender que se podía introducir lo grotesco en lo trágico, sin disminuir la gravedad del drama». [1] También nos cuenta que la contemplación asidua de una galería de antiguos retratos de familia que vió en el palacio Masserano donde habitaba en Madrid, «depositó sordamente en su imaginación el germen de la escena de Ruy Gómez». [2]

Pero sea lo que quiera del valor y de la exactitud de estos recuerdos arreglados a larga distancia, la influencia de España en Víctor Hugo no parece haber sido ni inmediata ni directa. Su hermano Abel, que tenía más edad y vivió como paje en la corte del intruso rey José, parece haber sido el verdadero inspirador del españolismo de su juventud. Este Abel, que mejor o peor había aprendido el castellano y publicó un romancerillo del rey Don Rodrigo y algunos ensayos sobre el teatro español, era quien le suministraba los epígrafes y los nombres propios que le hacían falta. Sobre traducciones suyas en prosa, imitó Víctor Hugo libremente, pero con gallardía, los dos romances A cazar va Don Rodrigo y Las huestes de Don Rodrigo, exornándolos con las notas más extravagantes que pueden imaginarse. Sirva de muestra la siguiente, que da idea de lo que el gran poeta alcanzaba en materia de literatura española: «Sería ya tiempo de pensar en reproducir los rarísimos ejemplares que quedan [p. 403] del romancero morisco y español: son dos Ilíadas, una gótica y otra árabe». Y ¿quién olvida los infinitos desatinos históricos y geográficos acumulados en la oriental de Granada: quién los trozos de diálogo que quieren ser castellanos en Bug-Jargal y en L'Homme qui rit? [1]

En resolución, Víctor Hugo no sabía nuestra lengua ni tenía de nuestras cosas más que una idea fantástica, si bien algo más benévola que la que suelen tener los franceses. Los personajes españoles de sus dramas, comenzando por el viejo Ruy Gómez de Silva, vigésimo descendiente de D. Silvio, cónsul de Roma, y siguiendo por el lacayo Ruy Blas, primer ministro de Carlos II, para terminar con el rey de Burgos que figura en Torquemada, son figurones de teatro de muñecos, que tienen tanto de españoles como de turcos, y que sólo puede admitir como auténtica representación de la raza algún americano del Sur que haya estudiado nuestra historia y nuestras costumbres en París. En la España de algunos poemas de La Leyenda de los Siglos, aun en los relativos al Cid, hay también mucho de fantástico, pero allí siquiera la fantasía es épica, poderosa y formidable, y hay que agradecer al poeta haber asociado al más triunfal monumento de su gloria los nombres de nuestros héroes.

La cuestión del españolismo de Víctor Hugo resulta para nosotros muy compleja, y los datos exteriores no bastan para resolverla. Aun reconociendo que tomó poco de España en [p. 404] cuanto a la materia poética, y esto muy confusamente, todavía las influencias españolas, con ser tan remotas e indirectas, pesan y representan más en su obra que ningún otro género de influencias extrañas. ¿Qué debe Víctor Hugo al romanticismo alemán que no conoció nunca, ni al romanticismo inglés, salvo el de Walter-Scott en la novela histórica, y éste muy hondamente transformado, puesto que en rigor no se puede decir que Nuestra Señora de París haya nacido de Quentin Durward, siendo tan diversa la inspiración de ambos libros y el modo de interpretar una misma edad histórica? Víctor Hugo hacía profesión de admirar a Shakespeare como un bruto, pero los mismos ditirambos con que le celebra prueban que apenas le leía, ni siquiera en la traducción de su propio hijo. El extraño libro, o más bien desenfrenado ditirambo, que se titula William Shakespeare, parece escrito por alguien que ha oído hablar del gran dramaturgo, y sabe que es un coloso. Víctor Hugo tenía la pretensión de adivinar a los poetas sin leerlos. Es muy chistoso el caso que refiere a este propósito el ruso Turgueneff. Se hablaba un día de Goethe, y Víctor Hugo dijo con mucho aplomo: «Su mejor obra es Wallenstein.» Turgueneff se atrevió a rectificar, aunque con timidez: «Maestro, el Wallenstein no es de Goethe, sino de Schiller». «Lo mismo da -repitió Víctor Hugo-; yo no he leído a ninguno de los dos, pero los conozco mejor que los que los saben de memoria». El mismo Turgueneff añade, aunque con excesiva y quizá injusta dureza, que «era un hombre ebrio de su propia grandeza, ignorante hasta un punto increíble, no conocía ninguna lengua, no había leído un solo poeta extranjero». 1

De esta incomunicación de Víctor Hugo con el mundo artístico exterior a su patria resulta, por ejemplo, que su teatro, aunque tenga poco que ver con el teatro español, tiene todavía menos parecido con el de Shakespeare ni con el de Schiller ni con el de Goethe, y debe estimarse como una creación poética nueva, que oscila entre el melodrama y la ópera cómica, elementos bastantes vulgares, pero cubiertos y disimulados en él por una espléndida vestidura lírica, que faltó a Dumas, tan superior en talento escénico y aun en brío de pasión, y verdadero padre de la fórmula dramática, a que Víctor Hugo (con justicia, por otra [p. 405] parte, puesto que las obras viven o mueren por el estilo) ha dado nombre. Es cierto que todo teatro emancipado y anticlásico, todo teatro de esencia novelesca, ha de presentar siempre algún aire de familia o parentesco con el teatro español, similitud que en este caso se acrecienta por la complicación de la intriga, por la riqueza de elementos líricos y por el empleo más o menos hábil de ciertos grandes recursos, como el sentimiento del honor, que campea hasta en el titulo de Hernani, y que viene a ser el alma de la pieza, aunque exagerado y violentado hasta los límites de la caricatura. El célebre monólogo de D. César de Bazán en el cuarto acto de Ruy-Blas, parece una brillante fantasía lírica sobre motivos de novelas picarescas.

En algo ha de consistir el fenómeno indudable de que siendo el españolismo de Mérimée, por ejemplo, mucho más erudito y de mejor ley que el de Hugo, Mérimée nos parezca siempre un espíritu francés, al paso que Víctor Hugo, como ha advertido discretamente un joven crítico americano, [1] «al estar en castellano parece que está entre los suyos, y en su propia lengua». Y esto, no por imitación directa, que no ha podido existir, como dicho queda, sino por cierta analogía de temperamento ardiente y colorista, épico en medio de su lirismo bizarro y desmandado, hiperbólico y grandilocuente, lleno de pompas, de rumbo y de armonía, enamorado de la visión potente y encendida, de las palabras rotundas, metálicas y sonoras. Aquí está el verdadero españolismo de Víctor Hugo, no adquirido, sino espontáneo e ingénito, como el de Calderón, como el de Góngora o como el de Lucano, y derivado lo mismo que en ellos de exceso o intemperancia de fuerza, y de una mezcla de grandiosidad y de sutileza.

Esta digresión, que para nuestro objeto importa, nos ha alejado un tanto de la consideración de las ideas literarias de Víctor Hugo. Pero antes de exponer su desarrollo, era preciso simplificar la cuestión de los orígenes. Dentro de su propia patria, Víctor Hugo no tuvo al principio más modelo que la prosa de Chateaubriand (a quien en su infancia admiraba tanto que llegó a escribir al frente de uno de sus cuadernos de colegio: «Quiero ser [p. 406] Chateaubriand o nada») y los versos de Andrés Chenier. Del primero tomó el cristianismo poético, la devoción monárquica, y el amor a los grandes espectáculos de la naturaleza y de la historia; del segundo, los gérmenes de su reforma métrica. La influencia de Ronsard y de su Pléyade fué mucho más tardía, y llegó de reflejo, traída por Sainte-Beuve a la escuela nueva en 1827. Pero en el primer tomo de odas de Víctor Hugo no hay indicio alguno de que el autor hubiera estudiado a los poetas del siglo XVI. Son odas que todavía no salen de la tradición académica francesa, si bien aun en estos tanteos infantiles se adivinan las fuerzas de un poeta extraordinariamente superior a Malherbe, a Juan Bautista Rousseau o al Lebrún apodado Píndaro. El mismo fanatismo realista del poeta, tan ardiente y sincero entonces, como ardiente fué después su convicción revolucionaria (aunque en uno y otro caso entrasen por mucho los prestigios de su imaginación) da singular calor y vehemencia a su estilo, cantando asuntos tales como LaVendée, Las Vírgenes de Verdún, Quiberón, la muerte del Duque de Berry, los funerales de Luis XVIII y la consagración de Carlos X.

Mezcladas con estas odas políticas (entre las cuales la dedicada a la Columna Vendôme en 1837, puede considerarse ya como de transición, tanto bajo el aspecto político como bajo el literario) se encuentran cuadros bíblicos inspirados evidentemente en Chateaubriand, como la bella oda de Moisés en el Nilo, y estudios históricos de más pompa y brillantez descriptiva que verdadero color local, como los Cantos de la Arena, del Circo y del Torneo. Alguna tentativa hay, poco feliz por cierto, para asimilarse la suavidad lírica de Lamartine, pero en general prevalece el tono académico que convenía a un laureado de los Juegos Florales deTolosa. Las afirmaciones literarias de los prólogos son también muy tímidas, si bien en cada reimpresión se nota un poco más de audacia. El autor, con el instinto que tuvo siempre para buscar la popularidad por todos caminos, trata de poner su sistema poético a la sombra de sus ideas de hombre de partido, y empieza por declarar, en junio de 1822, que «la poesía no debe ser juzgada más que desde la altura de las ideas monárquicas y de las creencias religiosas». En diciembre de aquel mismo año anuncia su propósito de «sustituir a los colores gastados y falsos de la mitología pagana los colores nuevos y verdaderos de la teogonía [p. 407] cristiana, haciendo hablar a la poesía el lenguaje consolador y religioso que necesita una vieja sociedad que sale todavía vacilante de las saturnales del ateísmo y de la anarquía». Poco debía de saber de la doctrina de que se constituía en apóstol quien a la teología cristiana daba el nombre impropio y absurdo de teogonía, sólo aplicable a la generación de los dioses paganos.

Las ideas literarias de Víctor Hugo por aquella sazón [1] eran ciertamente amplias, pero de revolucionarias tenían poco, y aun se quedaban bastante atrás de las profesadas altamente por Chateaubriand y Mad. de Staël. Es cierto que coincidía con ellos en las más capitales afirmaciones idealistas, diciendo, por ejemplo, que el dominio de la poesía es ilimitado, que la poesía no reside en la forma de las ideas, sino en las ideas mismas, y, finalmente, que la poesía es lo más íntimo y profundo que hay en las cosas; pero al mismo tiempo pretendía vindicar la forma tradicional de la oda francesa acusada de frialdad y monotonía, y en el prólogo de 1824 se quejaba amargamente de ver calumniados sus principios, se presentaba como mediador entre los dos bandos, y por toda fórmula de conciliación apelaba al consabido recurso de «ignorar lo que es el género clásico y el romántico, porque en literatura, como en todo, no existe más que lo bueno y lo malo, lo bello y lo deforme, lo verdadero y lo falso», verdad de las llamadas en Francia de M. Proudhomme, y entre nosotros de Pero-Grullo; de la cual infería que lo bello en Shakespeare es tan clásico, esto es, tan digno de ser estudiado, como lo bello en Racine, y que lo falso en Voltaire es tan romántico como lo falso en Calderón. «Verdades triviales -prosigue el mismo Víctor Hugo- y que se parecen más a pleonasmos que a axiomas... Abandonemos, pues, esa cuestión de palabras, labor risible de espíritus superficiales.» No hay rastro todavía de las cuestiones métricas, que tanto [p. 408] iban después a preocupar al poeta. Al contrario, rechaza altamente, como un atentado a los principios fundamentales del gusto, toda innovación contraria a la naturaleza de la prosodia francesa y al genio de la lengua. Todo su programa, bien moderado y poco agresivo en verdad, se limita a proscribir el uso o el abuso de las alusiones mitológicas, y echar en cara bien gratuitamente a la literatura del siglo de Luis XIV «haber adorado a los dioses paganos, en vez de invocar el cristianismo», como si en ese siglo no se hubieran escrito Polieucto y Atalia, y las obras de Bossuet y los Pensamientos de Pascal, libros más cristianos, por cualquier lado que se los mire, que toda la literatura legitimista del tiempo de la Restauración en que el alarde de fe parece una moda o un dilettantismo.

Es cierto que el mero hecho de ser monárquica y de ser o parecer católica, no bastaba, ni con mucho, para caracterizar una escuela poética. Buen consejo era «el que los poetas recordasen siempre que tenían religión y patria»; pero una y otra cosa habían tenido con más sinceridad los llamados clásicos, como el tiempo vino a demostrarlo con la estrepitosa detección que casi todos los corifeos románticos hicieron a su primitiva fe, no menos estrepitosamente profesada en sus preámbulos. Y como esta defección no les hizo renegar de sus procedimientos literarios, sino que más bien siguieron exagerándolos, lícito parece creer que la cuestión era literaria principalmente, y que sólo en el terreno estético había de darse la definitiva batalla, que en realidad no era otra que la de la libertad de las formas artísticas.

Un paso más daba hacia ella Víctor Hugo en su prefacio de 1826, al frente de la colección donde por primera vez aparecieron las Baladas. Nada menos discutía ya que el fundamento real de la distinción de los géneros reconocidos por los preceptistas. «Cuando se habla de la dignidad de tal género, de las conveniencias de tal otro, de que la tragedia prohibe lo que la novela permite, o la canción lo que no es lícito en la oda, el autor de este libro tiene la desdicha de no comprender una palabra de todo eso, busca ideas y no encuentra más que palabras: le parece que lo que es realmente bello y verdadero debe serlo siempre y en todas partes, que lo que es dramático en una novela será dramático en la escena, que lo que es lírico en una copla será lírico en una [p. 409] estrofa. El pensamiento es una tierra virgen y fecunda, cuyas producciones deben crecer libremente, y, por decirlo así, al acaso». Y venía luego el contraste, entonces nuevo, luego tan manoseado, de los jardines de Le-Notre cortados a tijera, y de la exuberancia de un bosque virgen americano. Más profunda era la distinción entre la regularidad y el orden. «Puede haber obras muy fríamente regulares e internamente muy desordenadas. La regularidad afecta sólo a la forma exterior: el orden resulta del fondo mismo de las cosas. La regularidad es una combinación material y puramente humana: el orden tiene algo de divino. Una catedral gótica presenta un orden admirable en su candorosa irregularidad: nuestros edificios franceses modernos, a los cuales tan desacordadamente se ha aplicado la arquitectura griega o romana, no ofrecen más que un desorden regular. La regularidad es el gusto de la medianía, el orden es el gusto del genio». Víctor Hugo, entrando ya resueltamente en los senderos de la emancipación literaria, no se opone a que mediante la aplicación de tales principios se distinga la literatura en dos escuelas, clásica y romántica, y no hay que decir de que lado se inclinarán sus simpatías. Pero insiste mucho en que no se confunda la libertad con la anarquía, y en que la originalidad no sirva nunca de pasaporte a la incorrección. «En una obra literaria, la ejecución debe ser tanto más irreprochable cuanto más atrevida sea la concepción. Cuanto más se desdeñe la Retórica, más se debe respetar la Gramática. El Arte Poética de Boileau debe respetarse, si no por los principios, a lo menos por el estilo». Por otra parte, hay que guardarse de imitar a los poetas románticos, tanto por lo menos como de imitar a los clásicos. «El que imita a un poeta romántico se convierte necesariamente en clásico, puesto que imita. [1] Ser eco de Racine o ser reflejo de Shakespeare, es siempre ser eco o reflejo de alguien. Admiremos a los grandes maestros, pero no los imitemos: sigamos otro rumbo: si acertamos, mucho mejor; si fracasamos, ¿qué importa?... El poeta no debe tener más que un modelo: la naturaleza, y un guía: la verdad. No debe escribir con lo que está escrito, sino con su alma y su corazón». Este trozo de crítica, tan [p. 410] sensato en todo lo demás, terminaba con una enfática recomendación en que ya empieza a aparecer el Víctor Hugo apocalíptico de tiempos posteriores. «De todos los libros que circulan en manos de los hombres, dos solamente deben ser estudiados por él: Homero y la Biblia: se encuentra en ellos la creación entera considerada bajo su doble aspecto, en Homero, por el genio del hombre; en la Biblia, por el espíritu de Dios».

El espíritu de renovación que se siente en este tercer volumen de las Odas no se limita al preámbulo. Víctor Hugo, que en materia de ideas, aun de ideas literarias, inventa muy poco, había estado sometido hasta entonces a la influencia pseudo-clásica, pseudo-romántica, de ciertos poetas de transición, como Alejandro Soumet y Alejandro Guiraud, que formaron en torno de Carlos Nodier el cenáculo de 1824, cuyo órgano fué la revista titulada La Musa Francesa. Soumet y Guiraud, autores de muchas tragedias (Clitemnestra, Saúl, Los Macabeos, etc)., hoy olvidadas sin gran injusticia, pero que se recomiendan a lo menos por la nobleza de la aspiración y por cierto deseo de ensanchar el antiguo molde dramático sin romperle, eran también poetas épicos y líricos, habiendo llegado Soumet a publicar un largo poema en el género de Klopstock, La Divina Epopeya, obra que, basada en pensamiento teológico tan extravagante y herético como la redención del diablo, encierra, sin embargo, trozos de gran vigor y de notable belleza. El arte un poco rígido y pomposo de estos dos ingenios, que pudiéramos calificar de romanticismo académico, es en sustancia el mismo de los tres primeros libros de Odas de Víctor Hugo, salvo la diferencia de genio. Pero el poeta del libro 4.º y el de las Baladas es otro muy diverso. Ha conocido a Sainte-Beuve, y por Sainte-Beuve a Ronsard: el Cuadro de la poesía francesa en el siglo XVI le ha abierto un mundo nuevo de formas y de ritmos: comienzan a desaparecer las pomposas estrofas de Juan B. Rousseau, buenas para aquellos concursos que todavía en 1810 abría la Academia Francesa sobre temas tales como las dulzuras del estudio y las ventajas de la enseñanza mutua; desaparecen también los pomposos ditirambos para natalicios y funerales regios y los perpetuos lugares comunes sobre el heroísmo de la Vendée y el asesinato del Duque de Berry: y en cambio comienzan una serie de fantasías y de gimnasias de lengua y de [p. 411] ritmo bordadas sobre un fondo cualquiera, tradiciones populares, ensueños, leyendas supersticiosas que el autor llamó baladas, por la remota analogía de sus asuntos con los de las baladas del Norte, cuyo tipo más conocido eran entonces las de Bürger y las de Schiller; pero que en rigor son puro y libre juego, de su imaginación, cuando no ensayos de su destreza técnica, tan complicados como los de los trovadores provenzales que él no conocía; tan refinados y exquisitos como los de Ronsard, Rémy Belleau y su Pléyade. Pueden los que juzguen la poesía de un modo trascendental y metafísico pasar de largo por este libro y por el de las Orientales, puesto que en rigor son poesías sin ideas; pero a quien le interese la poesía por sí misma, hasta como mera sucesión de imágenes y de armonías, no pueden serle indiferentes estas dos colecciones de Víctor Hugo, las cuales bajo el aspecto técnico que, como queda declarado al principio, es la nota capital de su talento, tienen mucha más importancia que sus Odas y aun que otras colecciones posteriores. Es cierto, sin embargo, que hay composiciones en que la novedad métrica se convierte en extravagancia. Los versos de La Cacería del Burgrave, por ejemplo, suenan como una serie de estornudos:

Voilà ce que dit le Burgrave:
Grave
Au tombeau du Saint-Godefroi
Froid.
........................

Abusa además de los versos brevísimos en que el ritmo apenas es perceptible, v. gr.: en el Paso de armas del Rey Juan:

Ça, qu'on selle,
Ecuyer,
Mon fidèle
Destrier;
Mon coeur ploie
Sous la joie,
Quand je broie
L'étrier.

Hay, finalmente, algunas composiciones, como La Ronda del Sábado y Los Duendes, que con su danza diabólica de metros [p. 412] heterogéneos y de colores chillones parecen pesadillas de calenturiento. Pero tales desafueros, hechos alguna vez por bizarría y alarde, no eran inútiles para enterrar definitivamente las supersticiones de la versificación clásica, y eran, además, como el canto, algo insolente, pero regocijado y triunfal, que soltaba al viento la musa francesa emancipada. Fué una explosión de confianza y de alborozo juvenil que, desgraciadamente, no duró mucho, porque a todo se sobrepuso la tristeza romántica, a la cual el mismo Víctor Hugo pagó tributo en las Hojas de Otoño y en Los Cantos del Crepúsculo, a pesar de su naturaleza bien equilibrada y optimista.

Las Orientales (1829) no marcan en la vida literaria de Víctor Hugo ningún momento distinto; son la continuación, algo más violenta, del esfuerzo de color y de métrica que comenzó en las Baladas. Si su título se toma al pie de la letra, nada menos oriental que las tales poesías, que ni siquiera tienen aquel orientalismo algo frío, como logrado por reflexiva erudición, que dió Goethe a las de su Diván , y que luego tan felizmente imitó Rückert. Víctor Hugo, o por saber mucho menos que ambos poetas alemanes, o porque su orientalismo era pura convención y máscara que respondía a ciertas aficiones del gusto reinante y al generoso entusiasmo despertado por la causa de los griegos, no menos que a la boga alcanzada por los poemas de lord Byron; no se propuso dar a sus versos ni siquiera un falso barniz de orientalismo. Todo es falso allí: el paisaje y las costumbres, y, lo que es peor, el autor no se interesa más que artificialmente por nada de lo que canta. Que se inspiren en la Biblia, como El Fuego del Cielo, o en Byron, como Mazzepa, o en algún romance español de los que su hermano había traducido, o en algún fragmento de los Moallakas, atisbado aquí o allí merced a algún arabizante amigo, las Orientales son libro de pura virtuosità, que no se ha de condenar, sin embargo, con el tono desabrido que usó Gustavo Planche, [1] porque la ejecución es maravillosa y tiene su encanto propio, semejante al de una sucesión de arabescos o de formas ornamentales sin ningún valor representativo ni simbólico. Reducir el arte a tal exhibición de formas sin sentido y adorar la luz por la luz, el color por [p. 413] el color, el oro por el oro, la púrpura por la púrpura, el mármol por el mármol, y esto sin tregua ni descanso y sin sombra de pensamiento racional, es un absurdo estético y una puerilidad fastidiosa de que Teófilo Gautier y sus discípulos han dado lastimosos ejemplos; pero que lo haga una o dos veces en la vida un poeta tan inmenso como Víctor Hugo, como para probar la fuerza de sus alas antes de lanzarse a más elevadas esferas, no sólo merece disculpa, sino que es completamente lícito, y para el que estudie detenidamente el prestigioso conjunto de sus obras, nunca será indiferente este libro de las Orientales en que están, no ya en germen, sino en desarrollo pleno todas las grandes cualidades de su dicción pintoresca.

El estado de ánimo en que el libro se escribió bien claro lo patentiza el prefacio. Víctor Hugo, tan enemigo después de la fórmula de el arte por el arte, escribía en 1829: «No hay en poesía ni buenos ni malos asuntos, sino buenos y malos poetas. Por otra parte, todo es asunto, todo entra en la poesía, todo tiene derecho de ciudadanía en el arte. En el gran jardín de la poesía no hay fruto vedado. El espacio y el tiempo pertenecen al poeta. Que vaya adondequiera, que haga lo que guste: tal es su ley. Que crea en Dios o en los dioses, en Plutón o en Satanás, en Canidia o en Morgana o en nada; que escriba en prosa o en verso; que esculpa en mármol o funda en bronce; que prefiera tal siglo o tal clima o tal otro; que sea del Mediodía, del Norte, del Oriente o del Occidente; que sea antiguo o moderno; que su inspiradora sea una musa o una hada. Todo da lo mismo. El poeta es libre.. Y luego, en una página espléndida, sintetizaba el ideal de su propia poesía, comparándola con una antigua ciudad española, llena de inesperados contrastes, de monumentos góticos y árabes y de caprichosas e inesperadas hermosuras. «No hay bella literatura tirada a cordel -terminaba-; los otros pueblos dicen: Homero, Dante, Shakespeare; nosotros decimos: Boileau».

Si consideramos como primera manera lírica de Víctor Hugo la de las Odas, y por segunda la de las Baladas y las Orientales, podemos agrupar en la tercera las cuatro colecciones que publicó desde 1830 a 1840, es, a saber: Hojas de Otoño (1831), Cantos del Crepúsculo (1835), Voces interiores (1837), Rayos y sombras (1840). Es frecuente entre las personas de buen gusto considerar estos [p. 414] cuatro volúmenes, en especial el primero y los dos últimos, como lo más selecto de las poesías de Víctor Hugo, porque si es verdad que ciertas grandes cualidades suyas no aparecen totalmente desarrolladas, como lo fueron luego en las Contemplaciones y en la Leyenda de los siglos, tampoco ofenden al lector en el mismo grado los defectos de gusto, el materialismo de dicción y el abuso frecuente de lo titánico y ciclópeo. En vez de una poesía meramente exterior como la de las Orientales, poesía para los ojos y para los oídos. Víctor Hugo puso en estas cuatro colecciones casi todo lo que en él había de poeta personal, casi todo lo que se le alcanzaba del mundo espiritual e invisible; y decimos casi todo, porque algo de lo más íntimo, quizá las emociones más profundas, no germinaron hasta el libro de las Contemplaciones, y esto por la eficacia purificadora de un gran dolor. La opulencia de la rima es siempre la misma; pero el poeta no la busca ya para que fecunde su pensamiento o para que disimule la ausencia de él. El sentimiento no es ya un pretexto para el color. Sencillez y sobriedad nunca las tuvo el poeta; pero su lirismo es más grave en medio de la verbosidad prolija y de la vegetación exuberante de imágenes, y la precisión plástica se une a cierto vigor en el razonamiento. La impresión moral es un tanto confusa; el Date lilia, apoteosis del amor conyugal, alterna con las expansiones de un amor ilícito: versos realistas con versos bonapartistas; versos católicos con versos humanitarios y sansimonianos. Hay evidente abuso de la poesía de circunstancias y de los lugares comunes sociales. Se ve que Víctor Hugo tiende cada vez más a la acción y a la influencia política, y para prepararla no teme convertir sus versos en elocuentes manifiestos o artículos de fondo, no exentos de efectismo teatral cuando se los mira a larga distancia. Malo es que el poeta se encierre en su egoísmo de artista; pero la continua preocupación del hecho presente trae tantos peligros como la absorbente preocupación pintoresca y musical. Todo esto y algo más puede decirse contra la poesía de Víctor Hugo en su mejor momento; pero ¿cómo olvidar (entre tantas otras composiciones donde la elocuencia poética parece elevada a su punto más alto) que en las Hojas de Otoño está la Oración por todos y la oración por los pobres; que en los Cantos del Crepúsculo está la oda de La Campana, de tan solemne y religiosa belleza, a pesar de la terrible comparación que su [p. 415] título evoca, que en las Voces Interiores brillan como diamantes el Sunt lachrymae rerum y la oda A Olympio, y en Rayos y sombras, La Boardilla y La Tristeza de Olimpio?

La serena poesía de la familia y del hogar doméstico, la melancolía resignada: «el eco de los pensamientos, muchas veces confusos e intraducibles, que despiertan en nuestro espíritu los mil objetos de la creación que en torno de nosotros languidecen o mueren; una flor que se va, una estrella que desaparece, un sol que se pone, una iglesia sin techo, una calle abandonada»; esta quería su autor que fuese la impresión de las Hojas de Otoño, y ésta debió de ser en 1831 cuando el autor las arrojó al viento en medio de la agitación febril de los espíritus.

La fuerza misma del contraste favoreció el éxito de tan elevada y austera poesía. Más abigarrado y desigual el libro de los Cantos del Crepúsculo, expresa bien, por lo mismo, la crisis moral que en 1835 atravesaba el poeta, el naufragio en que iban zozobrando sus antiguas convicciones y el estado también crepuscular de la sociedad a que se dirigía. «De aquí -según el autor mismo-, gritos de esperanza mezclados de dudas, cantos de amor entrecortados por lágrimas, serenatas penetradas de tristes desfallecimientos súbitos, tranquilidad dolorosa, tormentas informes que apenas conmueven la superficie de los versos, tumultos políticos contemplados con calma, temores de que se vaya oscureciendo todo, y de vez en cuando fe ruidosa y alegre en el futuro desarrollo de la humanidad; en suma: todos los contrarios, la duda y el dogma, el día y la noche, el punto sombrío y el punto luminoso». ¡Oh, si Víctor Hugo no hubiera pasado de aquí; si hubiera sabido mantenerse, como en el prólogo de las Voces Interiores anunciaba, «inquebrantable, austero y benévolo, superior al tumulto, indulgente a veces, imparcial siempre, respetuoso del pueblo y despreciador del motín, sin conceder nada a las cóleras ruines ni a las mezquinas vanidades, ni al espíritu de corte, ni al espíritu de facción»; en suma: atento a todo sin estar nunca a merced de sus propios resentimientos ni de sus agravios personales! ¡Cuánto hubieran ganado la fisonomía moral del hombre y la inspiración del poeta, contemplando cada vez horizontes más amplios, cielos más azules, ideas más serenas!

De esta serenidad se despidió en el libro de los Castigos (1853), [p. 416] libro en que comienza su cuarta y definitiva manera, poética la más completa de todas, la que más campo abre, así al elogio como a la censura. A pesar de la fecha de su publicación, las Contemplaciones, abundantísima colección de versos líricos no impresa hasta 1856, debe considerarse como obra de transición en que hay dos partes diversas: la primera, intitulada Ayer, comprende poesías compuestas desde 1830 a 1843, y responde punto por punto al mismo estado moral en que se engendraron las cuatro colecciones antecedentes. Por el contrario, la segunda parte, que se titula Hoy, entra totalmente en la manera nueva. Las canciones de calles y bosques (1865) completan la fórmula, presentándonos la musa de Victor Hugo bajo un aspecto nuevo y de todo punto inesperado. Lo que caracteriza esta nueva manera, así en lo satírico como en lo elegíaco y en lo épico (puesto que la Leyenda de los siglos está escrita en el mismo estilo) es el tránsito no brusco, sino perfectamente lógico, de la retórica romántica a la retórica realista. [1] El materialismo de dicción se acrecienta por días; la sensación ardiente e impetuosa invade el estilo; una cierta exaltación frenética y desgreñada levanta con soplo brutal y poderoso masas enormes de apóstrofes, invectivas, prosopeyas y visiones apocalípticas que ruedan como bloques de granito disparados por brazos de gigantes; cada estrofa no es ya una imagen, sino una selva intrincadísima de imágenes cada vez más prolíficas y desaforadas; el poeta no retrocede nunca ni ante la injuria vulgar, ni ante el nombre propio y grosero de las cosas, y su mayor deleite es mezclar en una misma página, en un mismo verso, lo sublime y lo trivial, las profecías y las bufonadas, lo misterioso y lo grotesco; siempre la palabra, tan concreta y precisa en medio de su redundancia, dominando a la idea, tan pobre, tan vaga [p. 417] por lo común, reducida a un humanitansmo optimista con tenues reflejos de cierto panteísmo rudimentario. El dominio de Víctor Hugo sobre el vocabulario poético es tal, que los críticos que más duramente le tratan consideran como fuente de todas sus aberraciones esta prodigiosa superabundancia de palabras que ellos llaman verbalismo. [1]

Dos cosas hay, sin embargo, en esta última manera, que son, a mi entender, superiores en dolor sincero y en sincera indignación, y, por consiguiente, en verdadera vitalidad lírica a todo lo que su autor había producido antes: las elegías paternales o más bien los desgarradores sollozos de las Contemplaciones, y la Némesis lírica de los Castigos, sobre todo cuando la ennoblece, como en Jericó, como en Ultima Verba, un sentimiento de justicia universal y vengadora, superior a la áspera y feroz satisfacción de los rencores de un proscrito contra un déspota vulgar, más digno, en suma, de compasión que de anatema, mezcla extraña de ambicioso y de iluminado, que ni a tirano llegaba, y contra el cual los rayos y las tempestades de Juvenal parecen excesiva máquina de guerra.

Por lo demás, nunca tanto como en esta última época fué el alma de Víctor Hugo «aquella alma de cristal, alma de mil voces, que Dios puso en el centro de todas las cosas como eco sonoro». [2] El golpe de Estado y diez años de proscripción y destierro habían añadido a su aureola nunca apagada de poeta y de jefe de escuela, no sé qué visos y reflejos de mártir, de profeta, de revelador y mistagogo. El tomó por lo serio su papel de apóstol, se sublimó así en lo bueno como en lo malo, dió a su prosa y a su poesía un carácter más colosal y gigantesco, y durante diez y ocho años lanzó desde la roca de Guernesey toda suerte de oráculos y revelaciones a las veces bien enmarañadas. El había sido en política cuanto hay que ser: ultramontano y realista primero, orleanista, bonapartista, republicano conservador, y, finalmente, demagogo; todo con absoluta sinceridad en cada momento y a tenor de las impresiones de lo exterior, que eran en él enérgicas y violentísimas. Pero toda poesía de partido por elocuente y sincera [p. 418] que sea tiene un sedimento de vulgaridad indigno del arte puro. Tanto aparato sibilino, tanta fraseología filantrópica, tantas disparatadas retahílas de nombres propios, tantas filosofías de la historia que más bien parecen confusas alucinaciones, acaban por convertir a Víctor Hugo en un gárrulo periodista poético, y no, como él imaginaba, en «pensador alado», en «boca del clarín negro» y en «nuevo Prometeo». Arrastrado por tal pendiente, no vaciló en decir en su libro sobre Shakespeare (1864) que «romanticismo y socialismo son la misma cosa».

No nos detendremos en sus obras líricas posteriores. Víctor Hugo, como Lamartine, tuvo la desgracia de sobrevivirse a sí mismo, pero con una diferencia muy esencial. Los últimos libros de Lamartine no se cuentan; son como si no existieran; los últimos libros de Víctor Hugo, engendrados por la necesidad genial de producir y no por otro impulso prosaico, si muestran alguna huella de senilidad y aun de decrepitud en el pensamiento, no llevan ninguna en la ejecución. Víctor Hugo hasta el último día fué un gran maestro de la forma poética. La decadencia se manifestaba en su producción por el exceso, por el abuso, por la intemperancia y, sobre todo, por el desequilibrio entre el pensamiento cada vez más vulgar y la ejecución que seguía siendo espléndida; pero no se manifestaba nunca por la negligencia, por la falta de nervio, por el abandono. En las poesías políticas de El Año Terrible (1872) se levantó de nuevo la musa vengadora de los Castigos. El arte de ser abuelo (1877), aunque lleno de afectación y sensiblería casera, contiene todavía algunos fragmentos admirables, como la epopeya del león. Y, finalmente, los Cuatro Vientos del Espíritu, colección publicada en 1882, es decir, a los ochenta años de edad (lo cual raya casi en los límites de lo increíble y fabuloso), recorre todas las cuerdas de la poesía, desde el drama hasta la sátira y desde la oda hasta la epopeya, sin que la mano del poeta tiemble ni desfallezca al frío peso de los años. ¡Qué poeta el que a los ochenta años podía despedirse de este mundo con Oceano Nox, con El León de Androcles, con las magníficas estrofas contra el suicidio que llevan por título Pati ! Hasta en el poema titulado El Asno, obra absurda y necia en su conjunto y curiosa tan sólo como monumento de la ignorancia filosófica de su autor, corre tan caudaloso como siempre el raudal de la palabra sonora. [p. 419] Lo mismo hay que decir de las obras póstumas, entre las cuales figura una nueva colección, Toda la lira, ni mejor ni peor que las demás que siguieron a las Contemplaciones. El gran inconveniente de todas ellas es la saciedad. Veinte volúmenes de poesías líricas compuestas por un hombre que sentía poco y con sentimientos primitivos, que sabía poco y no renovaba su cultura sino de un modo exterior y superficial, tienen que ser en gran parte una fabricación casi mecánica, un estrépito asordante que no deja huella en el corazón ni en la memoria, aunque por el momento infunda vértigos. Se concibe esta producción enorme y arrebatada en el teatro, en la novela, en todos los géneros impersonales, porque allí la materia está siempre dispuesta a obedecer a la mano del artista; pero un millón de versos líricos nacidos de inspiración legítima y espontánea y no de esfuerzo y de retórica, ni se han hecho en el mundo ni pueden hacerse. La cantidad ha ahogado a Víctor Hugo; pero siempre será verdad que cuando no se le muestra rebelde aquel caballo divino «cuyo primer palafrenero fué Orfeo y el último Andrés Chenier», ningún poeta francés llega adonde ha llegado él sobre la espalda de tan generoso bruto.

Si el poeta lírico, con todos sus defectos, es indiscutible, no acontece otro tanto con el poeta dramático. Su teatro está muerto, muerto sin remisión. En honra y respeto a su glorioso autor se le quiere galvanizar de vez en cuando; pero todos los prestigios de la exhibición escenica, todo el halago de la versificación magnífica y robusta no bastan a disimular la irremediable pobreza del fondo, la ausencia de verdad humana y de verdad histórica, la falta de vida y lo convencional y extravagante de las figuras. Basta fijarse en dos circunstancias para comprender hasta qué punto es poco dramático ese teatro. Una es la facilidad con que pueden separarse de él magníficos trozos líricos que ganan con aislarse del conjunto; en Hernani, el monólogo de Carlos V; en Le Roi s'amuse, el de Saint-Vallier; en Ruy Blas, el de don César de Bazán. Nunca acontece esto en un poeta dramático de raza. Mucho valen aislados el monólogo de Hamlet o el discurso de Marco Antonio; pero ¡cuánto más valen y qué sentido tan superior adquieren allí donde Shakespeare los puso! Otro indicio de la deficiencia de los dramas de Víctor Hugo es la facilidad con que se convierten en óperas y la facilidad con que estas óperas entierran [p. 420] a los dramas, precisamente porque son dramas de situaciones y no de caracteres, y a la ópera, considerada como poema dramático, con las situaciones le basta, puesto que para herir las cuerdas del sentimiento posee el inmenso poder de la música. Rigoletto ha matado a Le Roi s'amuse, y la Lucrecia, de Donizetti, a la de Víctor Hugo. Nunca acontece esto con una tragedia verdadera, sino con algo que sea simulacro y apariencia de tragedia. Nadie, por grande que sea su mal gusto y su ignorancia, puede aceptar los Otelos, Julietas y Faustos del teatro lírico como sustitución posible de los personajes de Shakespeare y de Goethe. Y aun en obras que con ser de alta inspiración no llegan a tanto: en el mismo teatro romántico español de nuestro siglo, que a diferencia del de Víctor Hugo es verdadero teatro, nadie dirá que la música de Verdi haya quitado un átomo de su popularidad a Don Alvaro ni al Trovador.

Ni una sola condición de poeta dramático había en Víctor Hugo. Aun la misma extraordinaria riqueza de su fantasía y de su dicción poética ahogan y oprimen como vegetación parásita el acento de la pasión que debiera resonar limpio, conciso y vibrante. Por otro lado, la pasión misma suele estar ausente. Aquellos ojos tan abiertos para todos los colores y pompas del mundo físico apenas disciernen en la persona humana más que los reflejos del traje y la armadura. Fuese por incapacidad natural o porque el grande artista, retraído en su juventud en los cenáculos románticos y en su vejez en el Sinaí de las tempestades revolucionarias, pasó por el mundo como un sonámbulo, sin formarse de la vida más que una idea inexacta y confusa, agrandada por la hipertrofia de su imaginación, es lo cierto que (fuera de Marión Delorme y de su amante) no ha puesto en el teatro una sola fisonomía que con justicia pueda decirse humana. En desquite cargó la mano en todo aquello en que él era maestro, en el tumulto exterior, en la agitación pintoresca y abigarrada, en el famoso color local, que no solía ser de ningún lugar ni tiempo, sino de una cierta región encantada, pródiga en crímenes truculentos. Multiplicó las sorpresas, los golpes de teatro, las orgías siniestras, los puñales fatídicos, las apariciones del verdugo, todos los recursos de melodrama, todo lo que por un momento excita la imaginación cuando el aparato escénico la secunda. A falta de pasiones reales las [p. 421] construyó monstruosas y sofísticas, gustando de unir en un mismo personaje cualidades de alma y de cuerpo contradictorias entre sí para que descansase el drama sobre la punta de una antítesis, figura predilecta suya. Así en Marion Delorme coexisten la abyección de la cortesana y el amor sentimental y desinteresado; así en Triboulet, bufón de cuerpo contrahecho y ánimo degradado por la más vil domesticidad y cínica tercería, vive, como en extraño santuario, el amor paternal; así en Lucrecia Borgia (no la de la historia, la de Víctor Hugo), adúltera, parricida, incestuosa y envenenadora de oficio, arde la llama del amor materno; así bajo la librea del lacayo Ruy Blas, convertido en ministro omnipotente por la voluntad de don Salustio, se esconden el genio político y la melancolía romántica. Añádase a esta sofistería intrínseca la violación continua y monstruosa de la historia (la cual llega en María Tudor hasta el punto de no haber más que una cosa verdadera, y esa por virtud del escenógrafo, la decoración de Londres), y se comprenderá por qué este teatro ni se representa ya, ni puede leerse sino en la primera juventud. Como melodramas divierten más y suspenden de otro modo la curiosidad La Torre de Nesle, Ricardo Darlington y Catalina Howard. Como dramas de pasión nadie osará comparar obra alguna de Víctor Hugo con Teresa y con Antony, cuyo espíritu, aunque modificado, todavía persiste en la actual comedia francesa. Alejandro Dumas, que en 1829, un año antes de Hernani, había hecho aplaudir en el Teatro Francés, el primer drama romántico original (Enrique III y su corte), tenía sobre Víctor Hugo, no sólo la ventaja de la prioridad, sino la del talento dramático. Aquel hombre, sin estudios, sin cultura, sin estilo, pero de mucho corazón y de fantasía inagotable en invenciones y combinaciones sorprendentes, había vivido y Víctor Hugo no; y cualesquiera que fuesen las aberraciones literarias a que le arrastró el desenfreno de su temperamento, Alejandro Dumas, no sólo fué teatral siempre, sino que fué muchas veces intensamente dramático e intérprete conmovedor de pasiones y conflictos sociales que eran verdaderos en su tiempo, aunque el énfasis romántico los abultase y desquiciase hasta hacerlos parecer falsos.

El fracaso del teatro de Víctor Hugo (teatro que murió sin gloria en 1843 en medio de los aplausos que saludaban una [p. 422] mediana tragedia clásica, la Lucrecia de Ponsard) pareció mayor y más ruidoso por lo mismo que su reforma dramática se había iniciado con tan grande aparato de teorías y manifiestos. Al frente del Cromwell (1827), drama irrepresentable, de seis mil y quinientos versos, o más bien estudio histórico en forma dramática, campea un inmenso prefacio, muy gallarda y briosamente escrito, que fué el primer código del romanticismo en Francia. «El prefacio de Cromwell irradiaba a nuestros ojos como las tablas de la ley sobre el Sinaí», dice Th. Gautier. Hay en este prefacio reminiscencias evidentes de Guillermo Schlegel, de Mad. de Staël, de El Genio del Cristianismo, de los folletos de Stendhal, y quizá de la admirable carta de Manzoni sobre las unidades de lugar y tiempo; pero hay también conceptos propios de Víctor Hugo, y aun los ajenos los transforma a su modo, expresándolos con su habitual energía y pintoresco desenfado. Es el trozo de crítica más importante que nos ha dejado, y en la historia literaria marca una fecha. Puede considerarse dividido este documento en dos partes: consideraciones generales sobre la poesía y consideraciones especiales sobre el teatro. Nos encontramos, ante todo, con la teoría de las tres edades poéticas, que corresponden a los tres sucesivos grados de civilización: tiempos primitivos, antigüedad y edad moderna. La poesía de los tiempos primitivos es el himno, la oda. «La lira no tiene más que tres cuerdas: Dios, el alma, la creación; pero este triple misterio lo envuelve todo, esta triple idea todo lo comprende... Este poema, esta oda de los tiempos primitivos es el Génesis.» ¡Cualquiera diría que Víctor Hugo confundía el Génesis con los Salmos! Y aquí empieza a verse claro el peligro de todas estas pomposas generalizaciones, porque ni el Génesis es libro poético, sino histórico y dogmático, ni la parte de poesía que contiene (salvo, si acaso, las palabras de Lamech y las bendiciones de Jacob) pertenece a la lírica, sino a la epopeya, y al idilio épico.

Poco a poco las familias se convierten en tribu, la tribu en nación, el instinto social sucede al instinto nómada, el palacio a la tienda, el templo al arca: a la comunidad patriarcal sucede la sociedad teocrática y a ésta el mundo heroico, y la poesía se convierte en épica y produce la Ilíada y la Odisea. Y como «Homero domina la sociedad antigua», resulta que toda la literatura de [p. 423] la antigüedad es épica, para lo cual Víctor Hugo empieza por sacar de entre los líricos a Píndaro, que es «más sacerdotal que patriarcal, más épico que lírico». «La historia continúa siendo epopeya: Herodoto es un Homero», como si después de Herodoto no hubiese venido Tucídides, historiador austero, político y positivo. «En la tragedia antigua, la epopeya domina por todas partes: los personajes son todavía héroes, dioses o semi-dioses. Lo que cantaban las rapsodas, lo declaman los actores: no hay más diferencia que ésta. El coro no es más que el poeta completando su propia epopeya. En resumen: el teatro de los antiguos es, como su drama, grandioso, pontifical, épico».

Con el Cristianismo empieza otra era para el mundo y para la poesía. «Una religión espiritualista, suplantando al paganismo materialista y exterior se insinúa en el corazón de la sociedad antigua, la mata, y en el cadáver de una civilización decrépita deposita el germen de la civilización moderna. Esta religión es completa porque es verdadera. Y, ante todo enseña al hombre, como primera verdad, que tiene que vivir dos vidas: una pasajera, otra inmortal; una en la tierra, otra en el cielo. Le muestra que su existencia es doble como su destino, que hay en él un animal y una inteligencia, un alma y un cuerpo; en una palabra, que él es el punto de intersección, el anillo común de las dos cadenas de seres que abrazan la creación, de la serie de los entes materiales y de la serie de los entes incorpóreos, series que parten, la una, de la piedra para llegar al hombre; la otra, del hombre para acabar con Dios. Una parte de estas verdades había sido ya entrevista por algunos sabios de la antigüedad, pero sólo del Evangelio data su plena, luminosa y fecunda revelación».

Con el Cristianismo penetró en el alma humana un sentimiento nuevo, desconocido de los antiguos y singularmente desarrollado en los modernos, un sentimiento que es más que la gravedad y menos que la tristeza: la melancolía. Víctor Hugo lo hace notar, pero insiste poco en esta musa, que no era precisamente la suya. En cambio, de la doctrina del dualismo en el hombre saca inesperadas consecuencias, fundando en ella su ingeniosa teoría de lo dramático y lo grotesco. Los antiguos no habían estudiado la naturaleza más que bajo un solo aspecto, rechazando del arte casi todo lo que no se ajustaba a un cierto tipo de lo bello, tipo [p. 424] admirable al principio, pero que, como todo lo que es sistemático, había llegado a hacerse en los últimos tiempos falso, mezquino y convencional. El Cristianismo condujo la poesía a la verdad. Como todo en la creación no es bello, como al lado de lo bello existe lo feo, al lado de lo gracioso lo deforme, y lo grotesco coexiste con lo sublime, y el mal con el bien y la sombra con la luz, la razón estrecha y finita del artista no ha de pretender sobreponerse a la razón infinita y absoluta del Creador, mutilando y rectificando su obra, sino que debe imitarla en sus creaciones, mezclando, sin confundirlos, la sombra con la luz, lo grotesco con lo sublime, el cuerpo con el alma, la bestia con el espíritu. Y he aquí un principio extraño a la antigüedad, un tipo nuevo introducido en la poesía; y como una condición más en el ser modifica el ser entero, también una forma nueva viene a desarrollarse en el arte. Este tipo es lo grotesco: ésta forma la comedia. Este es el rasgo característico, la diferencia fundamental que separa, a los ojos de Víctor Hugo, el arte moderno del arte antiguo, la forma actual de la forma muerta, la literatura clásica de la literatura romántica. De la fecunda unión del tipo cómico con el tipo grotesco nace el género moderno. Es cierto que lo grotesco existe entre los antiguos (Tersites, Polifemo, etc.); pero es un género de grotesco tímido que se disimula cuanto puede en algún rincón de la epopeya. Y si se le objeta con el gran nombre de Aristófanes, Víctor Hugo contesta con una de esas figuras que él toma por argumentos que «Homero lleva consigo a Aristófanes y a todos los cómicos de la antigüedad, como Hércules llevaba a los pigmeos ocultos en su piel de león».

Por el contrario, en el mundo moderno es inmensa la importancia de lo grotesco. Está en todas partes: crea lo deforme y lo horrible, lo cómico y lo bufonesco. Inventa mil supersticiones originales, mil fantasías pintorescas. Siembra a manos llenas en la tierra, en el aire, en el agua, millones de seres intermedios. Si del mundo ideal pasa al mundo real, es inagotable en parodias de la humanidad. Como medio de contraste, lo grotesco es la más rica fuente que la naturaleza puede abrir al arte. Y hasta puede decirse que el contacto de lo deforme ha dado a lo sublime moderno algo más puro, grande y sublime que la belleza antigua. En la poesía moderna, lo sublime representa el alma, tal como es después [p. 425] de depurada por la moral cristiana: lo grotesco representa la bestia humana, todo lo imperfecto, todo lo feo: será alternativamente Yago, Tartuffe, Basilio, Polonio, Harpagón, Bartolo, Falstaff, Scapin, Fígaro. Lo bello no tiene más que un tipo: lo feo tiene mil, porque lo bello, humanamente hablando, no es más que la forma considerada en su relación más simple, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima con nuestra organización, y por eso nos ofrece un conjunto completo pero limitado como nosotros; y al contrario, lo que llamamos feo es un detalle de un vasto conjunto que no podemos apreciar, y que se armoniza, no con el hombre, sino con la creación entera.

Y luego Víctor Hugo expone con grandísima brillantez de colorido la marcha de lo grotesco a través de la imaginación moderna, insistiendo sobre todo en el carácter que imprime a la maravillosa arquitectura de los tiempos medios, y como desde allí penetra en las leyes, en las costumbres, en las farsas populares, en los banquetes reales. Puede decirse que toda la grandiosa concepción de Nuestra Señora, desde la elección del papa de los locos hasta el simbolismo de la catedral, está en germen en este pasaje, que termina con la aparición «de los tres Homeros bufones en el umbral de la poesía moderna: el Ariosto en Italia, Cervantes en España, Rabelais en Francia». Llega por fin el momento en que el equilibrio entre los dos principios se restablece. «Los dos genios rivales unen su doble llama, y de esta llama brota el teatro de Shakespeare que funde lo grotesco y lo sublime, la tragedia y la comedia». Si las edades primitivas fueron líricas, y las edades antiguas épicas, las edades modernas son dramáticas. Esta triple poesía nace de tres grandes fuentes: la Biblia, Homero, Shakespeare. La oda canta la eternidad, la epopeya solemniza la historia, el drama pinta la vida. No es esto negar que «todo esté en todo», sino únicamente afirmar que en cada cosa existe un elemento generador, al cual se subordinan todos los demás y que impone al conjunto su carácter propio.

El drama es, pues, la poesía completa, porque es la armonía de los contrarios. La oda y la epopeya no le contienen más que en germen: él los contiene en desarrollo pleno, los resume y los compendia. De aquí se deducen fácilmente los principales cánones de la poética dramática de Víctor Hugo, menos originales que su [p. 426] teoría de lo grotesco. Empieza por borrar como arbitraria la distinción de géneros, puesto que la tragedia o la comedia aisladas no producirán nunca más que abstracciones, ya de heroísmo, de virtudes o de crímenes, ya de ridiculeces o vicios, pero no representarán nunca el hombre entero, como le representa el drama. «Los hombres de genio, por grandes que sean, tienen siempre en sí una bestia que parodia su inteligencia». No nos detendremos en los argumentos contra las unidades de lugar y tiempo: aunque presentados con fuerza, no ofrecen novedad alguna, y por otra parte la batalla estaba definitivamente ganada por Manzoni con argumentos de otra profundidad moral que los meramente externos y técnicos que emplea Víctor Hugo. El cual, por otra parte, admite la unidad de acción no respetada por otros románticos más intransigentes que quisieron sustituirla con la unidad de interés.

«No hay ni reglas ni modelos, o más bien, no hay otras reglas que las leyes generales de la naturaleza que imperan sobre todo el arte, y las leyes especiales que para cada composición resulten de las condiciones de existencia propias de cada asunto; condiciones variables, externas, y que no sirven más que una vez». Tal era la fórmula definitiva del manifiesto de Víctor Hugo, semejante a los manifiestos políticos en lo de contener muchas cosas que jamás habían de verse cumplidas. ¿Qué cosa más opuesta a lo que Víctor Hugo practicó siempre, así en el teatro como en la novela, que su doctrina sobre el color local? «No debe consistir -dice muy exactamente- en algunos chafarrinazos, derramados sobre un conjunto que por lo demás sea falso y convencional; no debe estar en la superficie del drama, sino en el fondo, en el corazón mismo de la obra, desde donde ha de difundirse por sí mismo, y naturalmente y con igualdad, a todos los extremos de la obra, no de otro modo que la savia que sube desde las raíces hasta las últimas hojas del árbol».

Otro punto importante hay en el prefacio, en que Víctor Hugo se separa manifiestamente de la doctrina y de la práctica de Alejandro Dumas y de los demás dramaturgos románticos (sin exceptuar al mismo A. de Vigny en Chatterton), práctica que han seguido también, sin ninguna excepción notable, los autores de comedias realistas que han venido después. Me refiero al empleo de la [p. 427] prosa en las composiciones dramáticas, ya por razones buenas o malas de verosimilitud (que de todos modos no pueden tener fuerza más que aplicadas al drama de costumbres contemporáneas), ya por cansancio y aversión de la pompa monótona y amanerada del alejandrino clásico. Víctor Hugo, al contrario, está por el verso, aunque más adelante, en tres ocasiones distintas, y probablemente por exigencias de empresarios o por condescender con el gusto dominante en el teatro de la Porte Saint-Martin, empleó la prosa en composiciones que son verdaderos melodramas. Pero en teoría no transigió nunca, salvo que el verso dramático que él deseaba no era ciertamente el verso de la antigua tragedia, sino «un verso libre, franco, leal, que osase decirlo todo sin hipocresía ni ambages ni afectación: que pasase por transición natural de la comedia a la tragedia, de lo sublime a lo grotesco; que fuese alternativamente positivo y poético, artístico e inspirado, profundo y espontáneo, amplio y verdadero; inagotable en la variedad de sus giros, y en sus secretos de elegancia de factura; fiel a la rima, pero libre en las cesuras; capaz, como Proteo, de tomar mil formas, sin cambiar de tipo y de carácter; lírico, épico, dramático, según los casos; bello como por casualidad, como a pesar suyo y sin saberlo; capaz, en suma, de recorrer toda la gama poética, desde lo más alto a lo más bajo, desde las ideas más elevadas a las más vulgares, desde las más grotescas a las más graves, desde las más exteriores hasta las más abstractas, sin salir nunca de los límites de una escena hablada». Salvo lo de «bello como a pesar suyo» (puesto que nunca hubo elaboración más artificiosa) este verso fué el de Hernani, y todavía más el de Ruy Blas; y la creación de este nuevo alejandrino es la más positiva conquista de Víctor Hugo en el teatro, quizá lo único que hará que se recuerden sus dramas, con los cuales modestamente pretendió eclipsar a Corneille y a Racine, y ponerse al nivel de Shakespeare y de Schiller.

Si para esto bastase con teorías, el éxito hubiese sido completo. Víctor Hugo tiene razón en casi todas las cuestiones tocadas en su preámbulo. Su misma teoría de lo grotesco, aunque no sea más que una brillante adivinación o improvisación, no siempre ajustada al proceso histórico de los fenómenos artísticos, tuvo el mérito y la ventaja de llamar la atención sobre las categorías [p. 428] estéticas menos estudiadas, suministrando algunos elementos a los trabajos posteriores de la crítica alemana, por ejemplo, a la Estética de lo feo, de Rosenkranz. Aunque rigurosamente sea falso que la antigüedad no tolerase la imitación de lo grotesco, puesto que le admitió en todas partes, en la epopeya, en la tragedia, en las artes plásticas, y hasta creó para él géneros aparte, como el drama satírico, y las atelanas y los mimos, no se puede dudar que en el arte antiguo impera la categoría de belleza, y en el arte moderno, no precisamente la de lo grotesco, como creyó Víctor Hugo, sino otra más amplia, la de lo característico, sea bello o feo, sublime o grotesco. Considerar la belleza como único objeto del arte, es error capitalísimo, de que Víctor Hugo se salvó por instinto, y Hegel por rigor dialéctico.

Una intuición de este precio bastaría para hacer inolvidable el preámbulo, aunque no le avalorasen muchos otros aciertos, y sobre todo la ardiente y viril elocuencia con que está dicho todo. Hay allí, además, el presentimiento de un teatro nuevo, de una especie de teatro épico que el autor hubiera podido realizar, pero del cual voluntariamente se apartó en todas sus obras escénicas, fuera de Los Burgraves, la última de todas, [1] la que el público de su tiempo silbó y los críticos no entendieron, pero que a los ojos de la posteridad recta y justiciera quedará siempre como una de sus obras más inspiradas y geniales y como el lazo que une, en el imponente conjunto de sus obras, al poeta dramático, que sólo existió en germen, malogrado por el melodrama, con el gran poeta épico de la Leyenda de los siglos. Esta especie de teatro inmenso y primitivo, en que los personajes son a modo de colosos informes, tallados en roca viva, y representan simbólicamente dos o tres generaciones sometidas a las leyes de la fatalidad y de la expiación, era una creación ciertamente grande, pero incompatible con las condiciones de la escena moderna y con los hábitos sobremanera frívolos de sus concurrentes. Por eso el mismo Víctor [p. 429] Hugo, en sus últimos años, reclamaba el teatro ideal, el teatro en libertad, único en que podían desenvolverse libremente sus epopeyas en acción.

Lícito nos será creer que cuando la pálida y prosaica comedia de nuestros días, la de Augier o el hijo de Dumas, no conserve más valor que el de testimonio histórico, todavía encontrará eco en la fantasía de nuestros nietos, que ha de renovarse seguramente por un viento de tempestad semejante al del romanticismo, la férrea poesía de Los Burgraves; prodigioso cantar de gesta, mal domado, si se quiere, a las leyes del diálogo, pero menos fácil de remedar que los oropeles de Lucrecia o de Angelo, accesibles a cualquier aprendiz de hechicero, como el del diálogo de Luciano o el de la balada de Goethe, con tal que tenga las palabras del conjuro aunque no poseá el secreto de la acción. El drama concebido e imperfectamente realizado por Víctor Hugo era una encina gigantesca nacida para desafiar las tempestades y no para doblegarse al vientecillo de Mademoiselle Mars o de Madame Dorval. Y todo ello, ¿para qué? Para obtener éxitos artificiales, siempre disputados, e inferiores, por supuesto, a los de cualquier abastecedor de los teatros de boulevard; para luchar con la oposición sorda de los mismos actores y de los mismos empresarios, mal avenidos con tanto lirismo; para ver prohibida la representación de Marión Delorme por la censura previa de la Restauración, y suspendida la de Le Roi s'amuse por la censura ministerial de la monarquía de julio; para tener que mutilar Hernani, dando así y todo en la primera noche (25 de febrero de 1830) una batalla formidable, ganada (en apariencia tan sólo) por el generoso entusiasmo de aquella juventud romántica de las escuelas y de los talleres, que en prenda de españolismo juraba por San Juan de Avila , y admiraba la cabellera merovingia y el chaleco rojo de Th. Gautier; [1] y, finalmente, para que siempre y en toda ocasión apareciesen en conflicto el genio del poeta y la forma inadecuada en que se empeñaba en encerrar su ambicioso pensamiento.

El tono cada vez más hueco de los prefacios contrastaba con la realidad melodramática. Nadie vió, ni es posible ver en Angelo [p. 430] lo que el poeta dice que había querido poner, que era nada menos que mostrar «en dos tipos vivos, todas las mujeres, toda la mujer, la mujer en la sociedad, la mujer fuera de la sociedad», sino meramente una combinación más o menos ingeniosa, y un embrollo de novela. Ni de la absurda trama de Ruy Blas pudo nadie inferir todas aquellas filosofías de la historia y del arte que Víctor Hugo saca en su preámbulo, del cual resulta que Ruy Blas es símbolo del  pueblo, y don Salustio y don César dos aspectos distintos de la nobleza que se disuelve; aunque también, y mirada la obra bajo otro aspecto, don Salustio es la personificación y resumen del drama, Don César de la comedia, y Ruy Blas de la tragedia. En suma, lo que a cada uno se le antoje, que es el único sentido de estas interpretaciones pedantescas, las cuales antes de Víctor Hugo solían estar reservadas a los comentadores, pero que después de él han sido la plaga de los prefacios compuestos por los autores mismos.

Si Víctor Hugo, hablando con entera exactitud, no es poeta dramático, de los de temperamento y de raza, tampoco es novelista en rigor, sino poeta épico admirable. Pero aquí la diferencia es menos visible, porque al fin la epopeya y la novela, aunque muy divergentes en su desarrollo histórico, son especies de un mismo género poético. Pero en los novelistas que han tenido condiciones de tales al mismo tiempo que condiciones épicas puras es fácil distinguir ambos elementos. Así en Walter-Scott, una cosa es el poeta épico de Ivanhoe y de The Fair Maid of Perth, y otra muy diversa el observador casi realista de El Anticuario y de Heart of Midlothian. Víctor Hugo, que admiraba mucho a Walter-Scott, jamás se asimiló de sus novelas ni el paciente y desinteresado estudio de los detalles, ni la malicia benévola y regocijada, ni las condiciones tan finas y tan raras de pintor de género que Walter-Scott tuvo, y que tanto nos agradan en sus novelas menos famosas, menos románticas y menos brillantes; pero en cambio le tuvo siempre ante los ojos en la parte épica, y el estudio de tal modelo dejó huella, no solamente en sus novelas, sino en la misma trilogía de Los Burgraves, donde el personaje de Guanhumara parece trasunto del de Ulrica, y la aparición del Emperador Federico Barbarroja trae a la memoria la del rey Ricardo. Pero así como el drama ideal soñado por Hugo, en que [p. 431] se habían de dar la mano «la historia, la leyenda, el cuento, la realidad, la naturaleza, la familia, el amor, costumbres ingenuas, fisonomías salvajes, príncipes, soldados, aventureros, reyes, patriarcas como en la Biblia, cazadores de hombres como en Homero, titanes como en Esquilo, la pintura de una familia feudal y la pintura de una sociedad heroica», es cosa que se desborda de los límites del teatro actual, y sólo podría ser realizado en una epopeya cíclica; así también la forma de la novela, mucho más holgada que la del drama, pero educada por muchas generaciones en expresar el sentido prosaico de la vida, y deformada también por los hábitos razonadores que trae consigo el uso de la prosa, había de resultar estrecha para albergar esas inmensas concepciones sintéticas. Por eso no son propiamente novelas, sino una manera de poemas en prosa, Nuestra Señora de París, Los Miserables, Los Trabajadores del Mar, y todo lo que en este género produjo Víctor Hugo. Pero entiéndase bien que esta prosa tiene su valor propio y genial, no nacido de una directa e impotente imitación de la lengua poética, como la que vemos en Los Mártires, que no son en rigor ni poema ni novela, sino un centón académico. Por lo mismo que Víctor Hugo, con ser gran prosista, es todavía mayor artífice de versos, nunca el ritmo de sus versos se confunde con el de su prosa, ni recíprocamente.

Las novelas de Víctor Hugo que precedieron a Nuestra Señora, con ser ensayos casi infantiles, despiertan más curiosidad y valen más, sin duda, que sus primeras odas. Han de Islandia (1823) es un interesante libro de caballerías; Bug-Jargal (1826), compuesto como por juego cuando el autor tenía diez y seis años, es una anécdota de campamento que recuerda, por lo conciso y enérgico del relato, las admirables narraciones de Próspero Mérimée; El último día de un condenado a muerte (1829), aunque propiamente no sea novela, sino una autopsia espeluznante, muestra hasta qué punto Víctor Hugo, tan débil, por otra parte, en el análisis psicológico de los estados normales, sabía comunicar siniestra poesía a la descripción de los estados patológicos y trasladar a su frase, exenta aquí de toda declamación y verdaderamente lapidaria, todas las conmociones deprimentes; las angustias y las torturas del dolor físico; espectáculo verdaderamente atroz e indigno del grande arte. Nótase también en estos libros cómo el [p. 432] autor empieza a hacer aplicaciones de su teoría de lo grotesco complicado con lo horrible, análogas a las de su teatro: el enano Habibrah, de Bug-Jargal; el antropófago Han de Islandia, que bebe la sangre humana mezclada con el agua de los mares; mil rasgos de literatura afectadamente patibularia y frenética preparan el advenimiento de los Quasimodos y Frollos de Nuestra Señora (1831). La parte humana de esta novela ha envejecido mucho; todos los caracteres principales están construídos de una manera ficticia, y, por decirlo así, dura y angulosa; pero todavía aquellas figuras simbólicas y siniestras ejercen sobre la imaginación misterioso prestigio por la misma violencia de sus contrastes y lo mutilado y deforme de sus proporciones. Sólo la cómica resignación, la ironía benévola y escéptica del pobre poetastro Gringoire viene a atravesar como un rayo de luz estas fatídicas tinieblas, donde no queda el menor resquicio a la esperanza. Pero ¡cosa singular!, el negro pesimismo de la obra, no corregido como en Manzoni por un acento de piedad ni de resignación cristiana, se templa y rectifica de un modo mucho más imperfecto, pero real, sin duda, con la grandeza de la reconstrucción histórica, no de las almas si se quiere, pero sí de las piedras del viejo París y de los harapos de los mendigos del siglo XV y de todo el movimiento exterior tumultuoso, brillante y desordenado de las postrimerías de la Edad Media. Lo que vive en la novela, y con vida superior a todo lo restante, con vida orgánica y aun apasionada, es el coloso arquitectónico que presta a la obra, no sólo su nombre, sino cierta unidad épica tan formidable e ingente como sus moles de piedra, entre las cuales caprichosamente se agrupan innumerables y extrañas figuras, ya trágicas, ya grotescas. La parte arqueológica de Nuestra Señora no es en la obra un mero episodio o una digresión pintoresca, sino que es su alma y su espíritu mismo. Hágase abstracción de la arqueología, si por un momento es posible, y Nuestra Señora habrá perdido como por encanto toda su grandeza, quedando reducida, salvo los esplendores del estilo, a un cuento extravagante y absurdo, menos divertido que los libros de caballerías de Alejandro Dumas, y tan inverosímil como ellos.

Nuestra Señora fué un libro de revelación arqueológica, el primer libro de arqueología romántica, a lo menos en Francia. [p. 433] No se hable del Genio del Cristianismo; Chateaubriand no sentía ningún género de arquitectura, y menos que ninguna la arquitectura gótica. Nadie puede quitar a Víctor Hugo su papel de iniciador, puesto que los ensayos de Carlos Nodier en el Viaje Pintoresco de Francia no eran tales que bastasen a suscitar ningún movimiento fecundo, ni siquiera a impedir la plaga de demoliciones y de restauraciones ineptas. Sin los tres famosos capítulos Nuestra Señora, París a vista de pájaro y Esto matará a aquello, es decir, «la imprenta matará a la arquitectura», el advenimiento triunfante de la escuela de Viollet-le-Duc no se comprende. Todos los principios esenciales de su sistema arqueológico estaban ya adivinados en aquellos capítulos. Allí estaban hasta los errores y las audacias teóricas del gran constructor y restaurador de los edificios góticos de Francia; el contraste ingenioso y sofístico entre el arte románico puramente hierático y el arte ojival popular y laico, entregado a asociaciones donde empezaba a fermentar el libre pensamiento. Ocasión será de discutir rápidamente estas teorías cuando lleguemos a hablar de Voillet-le-Duc que les dió su forma definitiva y científica; ahora baste apuntar su genealogía, que, por raro caso, está en un capítulo de novela. Los románticos alemanes, especialmente Federico Schlegel, habían exagerado el simbolismo místico del arte ojival perdiéndose en nubes de vaporoso lirismo. Con Víctor Hugo comienza una nueva interpretación no menos exclusiva, no menos intolerante, la cual se acentúa en Viollet-le-Duc, para quien la arquitectura gótica, lejos de ser arte místico, es arte civil y municipal; y alcanza su mayor grado de exageración en el excéntrico inglés Ruskin, que la declara arte popular, doméstico y muy a propósito para todos los usos prosaicos de la vida.

Pero sea cual fuere el valor de algunas de las generalizaciones de Víctor Hugo, y aun de su triste profecía sobre los futuros destinos de la arquitectura, que por desdicha lleva camino de cumplirse al pie de la letra si no sobreviene una total revolución en las cosas humanas; el poeta cumplió su misión de adivinador e iniciador, no sólo vindicando un arte desdeñado, sino abriendo por medio de la imaginación el camino de la ciencia. En España todos los arqueólogos románticos sintieron la influencia de esas páginas de fuego que luego produjeron otras innumerables, [p. 434] acabando algunos docta y metódicamente lo que habían comenzado por mero sentimiento poético.

En Nuestra Señora termina la primera época de Víctor Hugo como novelista. La segunda, que comienza en 1862 con Los Miserables y continúa en 1866 con Los Trabajadores del Mar (para no hablar de otras posteriores menos notables), ofrece, aunque en menor grado que sus versos, la misma extraña mezcla de grandeza y de barroquismo que caracteriza todas las producciones de su destierro. Pero lo que persiste siempre es el carácter épico, no ya de epopeya histórica como en Nuestra Señora, sino de epopeya social y humanitaria. Juan Valjean, Mons. Bienvenido y hasta el polizonte Javert son símbolos, ya de injusticias sociales, ya de virtudes heroicas, ya de tercas y honradas preocupaciones. El pesimismo fatalista de Nuestra Señora desaparece ante una concepción más generosa de la vida que se sobrepone a la violencia habitual del estilo en ciertas escenas de incomparable verdad moral y profunda belleza, en que el autor llega a expresar admirablemente el tránsito de las tinieblas a la luz y el ascenso de la conciencia del criminal a la comprensión de la ley del bien. Hay en Los Miserables, especialmente en sus ultimos volúmenes, desigualdades notorias, graves defectos de plan, quimeras malsanas, y, sobre todo, disertaciones impertinentes, mucho fárrago inútil; pero la transformación del alma de Juan Valjean y el asombroso examen de conciencia que se llama Tempestad debajo de un cráneo, son de un acento penetrante y que no se parece a cosa alguna de lo pasado, como confesaba el mismo Sainte-Beuve, nada amigo de Víctor Hugo en estos ultimos tiempos. La psicología del poeta lírico, tan rudimentaria cuando quiere ejercitarse sobre las sutiles complicaciones de la vida social, adquiere cierta especie de poder taumatúrgico en la pintura de las crisis extremas al penetrar en los antros de un alma ruda y semisalvaje, que por la misma simplicidad de sus elementos resume todo el drama de la conciencia y puede ser símbolo del alma humana en general. Esta poesía, no ya psicológica, sino metafísica, es también esencialmente épica, y es la raíz de todas las grandezas que por este camino logra Víctor Hugo. Y no menos triunfa cuando pone en conflicto con las fuerzas ciegas de la naturaleza el poder de estas voluntades primitivas, cual vemos que en Los Trabajadores [p. 435] del Mar acontece con las empresas de Giliat, el pescador, mudo y apasionado, a quien el amor convierte en una especie de Robinsón de nuevo cuño, heroico carpintero de ribera y domador de nuevos monstruos.

Si la novela y el teatro en Víctor Hugo iban a parar por natural pendiente a la forma épica, siempre que el autor no se empeñaba en contrariar su índole, era forzoso que un día u otro su pensamiento poético llegara a manifestarse, si no con la unidad de un poema clásico, inasequible en nuestros días, a lo menos con la variedad multiforme de los poemas cíclicos. Tal es el verdadero carácter de las innumerables narraciones cortas que, mezcladas con fragmentos de otro género, formaron las tres series de la Leyenda de los siglos, cuya primera parte, superior a las restantes, apareció en 1859. El prefacio del autor, tan ambicioso como todos los suyos, y el tono de ciertas rapsodias filosóficas y cosmogónicas, que son la parte débil de la obra, y que sin reparo pueden calificarse de incoherentes, barrocas y contusas, han extraviado la opinión de muchos críticos y han dañado a la popularidad de esta obra que, a mi entender, merece la palma entre todas las de Víctor Hugo, y ha de vivir como uno de los monumentos más preciosos de la poesía de nuestro siglo. Pero para gustar bien de ella y comprender sus peculiares bellezas hay que tomarla como lo que es realmente, como una inmensa antología, como una colección de fragmentos poéticos, preciosísimos muchos de ellos, de menos valer otros, vulgar ninguno, concebidos y escritos con total independencia unos de otros, aunque luego Víctor Hugo haya pretendido reducirlos a cierta unidad ficticia. Si consideramos las leyendas como parte integrante de una misma epopeya, no hay más remedio que declarar el tal poema una aberración monstruosa y dar por buena en todas sus partes la saladísima crítica de nuestro Valera. [1] Un poema cuyo asunto es «todo lo creado y lo increado; la acción, todo lo que pasa y ha de pasar; el tiempo, la eternidad; el lugar, el espacio infinito, y lo que habría si pudiésemos sustraer el espacio; los personajes, Dios, el género humano, los diablos, la luz, las tinieblas, los astros, las flores, los cerdos, los asnos...», un poema que empieza con la consagración de la [p. 436] mujer y acaba con la trompeta del Juicio final, tañida por una mano negra que sale del fondo de los abismos no puede ser más que «un aquelarre estupendo». Víctor Hugo tiene la culpa de que tal interpretación sea posible, por sus manías de compararse con Ezequiel, con San Juan y con San Pablo, manías que sus admiradores de Portugal y de Ultramar suelen tomar por lo serio, haciendo a ejemplo suyo Tempestades sonoras y Visiones de los tiempos. Ya Hegel, en su Estética (y la cito con preferencia por ser el código del más absoluto idealismo literario, nada adverso ciertamente a la poesía transcendental y simbólica) hizo plena justicia de ese temerario empeño de «compendiar la Humanidad en una obra cíclica, de pintarla sucesiva y simultáneamente bajo todos sus aspectos, historia, fábula, filosofía, religión, ciencia». ¡Quién había de decir que conteniendo tantas cosas, y precisamente por contenerlas, la Leyenda de los siglos había de resultar con menos unidad épica que Jocelyn, por ejemplo! El hombre es ciertamente el sujeto de la epopeya total o fragmentaria (y de aquí el interés y la belleza de gran parte de los poemitas de la Leyenda de los siglos); pero nada hay menos épico que la concepción abstracta del género humano considerado como un gran individuo colectivo que realiza su esencia sobre la tierra en la serie interminable de las edades históricas. Cabe aquí un cierto género de poesía metafísica; pero ésta mejor se logra en pensadores como Herder, que en los tales poemas cíclicos que suelen ser muy malas filosofías de la historia. La de Víctor Hugo, por ejemplo, en medio de sus altas pretensiones, no acierta a presentarnos en el inmenso campo de la vida histórica más que dos tipos eternamente en presencia: el del tirano feroz y sanguinario, llámese Zin-Zizimi, el sultán Murad, Ratberto, Segismundo y Ladislao, o los tíos del reyezuelo de Galicia, y el del justiciero vindicador y caballero andante del derecho, Eviradno, Roldán, el Cid. Y es que estos tipos, insuficientes si se mira a la total comprensión de la historia, son por su misma sencillez eminentemente poéticos. Pero nada de esto realiza, y hay que felicitarse de ello, aquel delirio tan propio para cautivar la admiración de los necios, de «mostrar en un solo poema el problema único, el ser bajo su triple aspecto, la Humanidad, el Mal, lo Infinito, lo progresivo, lo relativo, lo absoluto». Lo que hay de admirable en la Leyenda [p. 437] de los siglos no son estas vaciedades altisonantes (que luego reaparecen en otro poema póstumo, El fin de Satanás), no son estos lugares comunes de una metafísica infantil repetida como de memoria, son verdaderas y extraordinarias leyendas, sin más valor que el valor poético; son las gotas de sangre que caen sobre la túnica del parricida rey Kanuto; las torres y murallas que levantan inútilmente los hijos de Caín para libertarle del ojo vengador que ve siempre delante de sí; el canto de las esfinges, que celebran ante el déspota Zin-Zizimi el imperio nivelador de la muerte; la homérica enumeración del cortejo de barones que rodea al falso emperador Ratberto en la plaza de Ancona, y el hórrido festín a que su imprudente confianza arrastra al marqués Fabricio de Alvenga; el águila del casco arrancando los ojos y destrozando el cráneo al caballero felón; los ecos de la bocina de Roncesvalles, repetidos en Aymerillot y en El Matrimonio de Roldán, ecos que no habían vuelto a resonar en ninguna lira francesa desde el siglo XIV. Estas y otras infinitas bellezas que en ningún poema de nuestro siglo se encontrarán en tanto número, bastan para hacer perdonar todos los apocalipsis y todas las titanomaquias, la epopeya del gusano, la rehabilitación del puerco, que pesa en la balanza divina más que todos los crímenes del sultán Murad; el martirio del asno sentimental, que libra al sapo de ser pisado, y, en suma, todas las innumerables extravagancias que parecen reunidas de intento en la Leyenda para que esta sola obra presentase juntos lo mejor y lo peor del poeta; los más grandes primores y las más desatinadas y barrocas imaginaciones que, si no estuviesen tan calculadas para el efecto, parecerían ensueños de febricitante. [1]

Con razón ha dicho de Víctor Hugo uno de sus más ardientes [p. 438] panegiristas (Stapfer): «No hay poeta en el mundo de quien se pueda decir a un tiempo tanto bien y tanto mal».

Notas

[p. 370]. [1] . A Némesis

[p. 374]. [1] . Véase el segundo prefacio de La Chute d'un ange.

 

[p. 377]. [1] . En este trozo, muy elocuente y muy espiritualista, pero demasiado vago, afirma Lamartine que la poesía futura será «la razón cantada», lo cual quiere decir que «será, sobre todo, íntima, personal, meditabunda y grave, no juego de ingenio ni capricho melodioso del pensamiento ligero y superficial, sino eco profundo, real, sincero de los más altos conceptos de la inteligencia y de las más misteriosas impresiones del alma; será, en una palabra, el hombre mismo, y no su imagen, el hombre sincero e íntegro». Esta nueva poesía no tendrá forma épica ni dramática, ni siquiera forma lírica en el antiguo sentido de la palabra. Lamartine da por moribundos todos estos géneros y dice que «la poesía del porvenir se irá espiritualizando cada vez más, hasta llegar a no tener por forma más que a sí propia», pero evidentemente se embrolla por odio a las determinaciones técnicas, puesto que la poesía que él describe será lírica o no será nada.

Lamartine hizo, aunque con poca fortuna, alguna tentativa dramática. Ni su tragedia clásica de Saúl, imitada de Alfieri, ni su drama Toussaint Louverture se representaron; quizá esta impotencia dramática explique sus opiniones acerca del teatro.

[p. 378]. [1] . Juicios diversos sobre Lamartine pueden hallarse en Sainte-Beuve (Portraits Littéraires, tomo I, y Causeries du Lundi, tomo I); G. Planche (Portraits Littéraires, tomo I, y Nouveaux Portraits Littéraires, tomo I). V. de Laprade (Le sentiment de la Nature chez les Modernes), E. Scherer (Etudes sur la littérature contemporaine, tomos IV, V y IX), E. Faguet (Etudes Littéraires sur lex dixneuvième siècle), y el reciente y muy bien hecho aunque quizá demasiado encomiástico, libro de Carlos de Pomairols (Lamartine, Etude de morale et d'esthétique. París, Hachette, 1889). Hoy Lamartine vuelve a estar en gran predicamento en Francia, lo mismo que Chateaubriand; pero conviene evitar los excesos de toda reacción.

[p. 378]. [2] . Journal d'un poète, publicado por Luis de Ratisbonne, 1867.

[p. 379]. [1] . Aunque estas poesías llevan en las ediciones de Alfredo de Vigny la fecha de 1815, Sainte-Beuve probó con buenas razones que no pueden ser anteriores a 1819.

[p. 386]. [1] . Vid. el segundo tomo de sus Causeries et Méditations.

[p. 386]. [2] . Carta a Lord ***, que precede a la traducción de Otelo.

[p. 386]. [3] . Tratándose de autores tan conocidos como aquellos de quienes hablamos en este tomo, huelgan las indicaciones bibliográficas. Nos valemos de la elegante colección Lemerre para todos los poetas que figuran en ella. Indicaremos algunos juicios sobre Alfredo de Vigny; es curioso comparar los dos de Sainte-Beuve (Portraits Contemporains, tomo II, y Nouveaux Lundis, tomo VI). Véanse, además, Magnin, Causeries et Méditations, tomo I; Montégut, Nos Morts Contemporains, primera serie; Faguet ( Etudes littéraires sur le dix-neuvième siècle ).

[p. 387]. [1] . Véase como prototipo de ella el libro de Paul de Saint-Victor.

[p. 387]. [2] . Véanse los muy ingeniosos, muy eruditos y muy divertidos libros del maligno y bien informado escritor legitimista Edmond Biré Víctor Hugo avant 1830 y Víctor Hugo après 1830.

[p. 391]. [1] . Pelisier, Le Mouvement Littéraire au XIXe siècle, pág. 110.

[p. 392]. [1] . Réponse à un acte d'accusation , 1834.

[p. 393]. [1] . Víctor Hugo no era todavía académico en 1834.

[p. 398]. [1] . Los versos amorosos del quinto libro de las Odas son demasiado infantiles para tomados en cuenta.

[p. 401]. [1] . Histoire du Romantisme, pág. 104.

[p. 401]. [2] . Vid. A. Morel-Fatio: Etudes sur l'Espagne, París, F. Vieweg, 1888, páginas 86 a 95 y 177 a 195.

[p. 402]. [1] . Víctor Hugo raconté par un temoin de sa vie, pág. 166.

[p. 402]. [2] . Pág. 186 .

 

[p. 403]. [1] . A los mil chistosos errores registrados por Morel-Fatio en el solo análisis del Ruy Blas, puede añadirse una curiosa página de Víctor Hugo raconté, etc. (tomo I, pág. 395). Es sabido que Víctor Hugo tuvo en su vejez la odiosa manía de calumniar al pobre académico Francisco de Neufchâteau (uno de los protectores de su juventud), sosteniendo que aquel hombre honrado y erudito se había apropiado un trabajo suyo sobre la cuestión del Gil Blas. Ya Biré ha demostrado la imposibilidad de esta anécdota, pero ni siquiera tal demostración era necesaria, porque basta leer el modo cómo Víctor Hugo la refiere, para comprender que él hubiera sido en todo tiempo incapaz de escribir sobre tal materia un trabajo serio como lo es el de Neufchâteau. En poco más de veinte líneas hay los siguientes errores: 1.º, llamar al P. Isla Isca; 2.º, confundir a Vicente Espinel con el héroe de su novela Marcos de Obregón; 3.º, confundir al escudero Marcos de Obregón con el Bachiller de Salamanca D. Querubín de la Ronda; 4.º, afirmar que la novela de Espinel ocupa cuatro gruesos volúmenes, cuando sólo tiene uno, y nada abultado. 1. Souvenirs sur Tourguéneff, par Isaac Pawlosky, pág. 66.

[p. 405]. [1] . Rivas Groot. Prólogo a la interesante colección titulada Víctor Hugo en América (Bogotá, 1889).

[p. 407]. [1] . Ya antes de sus prefacios había cultivado Víctor Hugo la crítica literaria, aunque de un modo poco más que infantil, en un periódico titulado Le Conservateur Littéraire, que publicó desde 1819 a 1821, en colaboración con sus hermanos y con otros jóvenes de su edad. Allí anunció Abel Hugo la próxima publicación de una obra suya en treinta volúmenes, que iba a llamarse Genio del teatro español. Algunos de sus artículos de El Conservador, más o menos alterados y refundidos, figuran en la colección publicada en 1834 por Víctor Hugo, con el título de Littérature et Philosophie mêlées, «libro que no tiene sentido común», según dice E. Faguet.

[p. 409]. [1] . Esta idea pertenece a Stendhal, como otras muchas de este prefacio, y algunas del de Cromwell .

[p. 412]. [1] . Portraits Littéraires, tomo 1, pág. 120.

[p. 416]. [1] .         La vérité n'a pas de bornes.
                                  Grâce au dieu Pan, dieu bestial,
                                  Fils, le réel montre ses cornes
                                  Sur le front bleu de l'idéal
                                  ............................
                                   Fais ce que tu voudras, qu'importe?
                                  Pourvu que le vrai soit content,
                                  Pourvu que l'alouette sorte
                                   Parfois de ta strophe en chantant.

                                      ..............................

[p. 417]. [1] . Vid. E. Hennequin: La Critique Scientifique, París, Didier, 1890, páginas 225 y 255.

[p. 417]. [2] . Introducción de las Hojas de Otoño .

[p. 428]. [1] . Digo la última, porque nada importan para el caso los dramas no representados ni representables, como Torquemada (obra de extrema decadencia y de pensamiento extravagantísimo), las comedias muy agradables insertas en Les Quatre Vents de l'Esprit, las piezas póstumas contenidas en el Teatro en libertad. Todo esto tiene valor poético, pero nada significa en la historia del teatro.

[p. 429]. [1] . Véase la narración animadísima y pintoresca que el mismo Gautier hace de las primeras representaciones de Hernani, en su Histoire du Romantisme (3.ª ed.), págs. 90 a 125.

[p. 435]. [1] . Estudios Críticos..., tomo II, Madrid, 1864, pág. 197.

[p. 437]. [1] . No pretendemos indicar en esta nota toda la bibliografía, ya tan numerosa, que existe acerca de Víctor Hugo. Pueden verse, en primer lugar, sus memorias ( Victor Hugo raconté par un témoin de sa vie, 3.ª ed., 1863), que alcanzan hasta 1841, fecha de su ingreso en la Academia Francesa. Estas Memorias, aunque muy curiosas, están llenas de inexactitudes, más o menos graves, que ha demostrado E. Biré, en sus tres libros Victor Hugo et la Restauration (París, Lecoffre, 1869), Victor Hugo avant 1830 (París y Nantes, Grimaud, 1883) y Victor Hugo après 1830, dos volúmenes, París, Didier, 1891). En inglés existe una excelente Life of Victor Hugo, de Fr. T. Marzials (Londres, 1888).-Apreciaciones diversas se encuentran en Sainte-Beuve (Portraits Contemporains, tomo I; estos artículos, de tono muy encomiástico, terminan en 1835; poco después, disgustos personales de los más graves, separaron al poeta y al crítico, y Sainte-Beuve no volvió a escribir, a lo menos para el público, una línea sobre Víctor Hugo en sus innumerables volúmenes de crítica); G. Planche (en sus Portraits Littéraires, tomo I, 1855, y Nouveaux Portraits Littéraires, tomo I, 1854: artículos acerbísimos, por lo general, y de tono pedantesco, pero muy cargados de sentido común en todo lo relativo al teatro); D. Nisard (Essai sur l'école romantique, 1891: son artículos que se remontan a los años 1829-1836; la admiración muy restringida que en los más antiguos se advierte se trocó luego en manifiesta hostilidad de parte de Nisard, como es de ver en sus Poetas Latinos, donde todo el estudio sobre Lucano está lleno de alusiones amargas contra Víctor Hugo). En general, la crítica universitaria fué hostil al gran poeta (el Curso de literatura dramática, de Saint-Marc Girardin, especialmente en sus dos primeros tomos, contiene ingeniosos y malévolos análisis de los principales caracteres y situaciones de sus dramas); E. Montégut (Mélanges critiques, 1887); Paul de Saint-Víctor ( Victor Hugo, 1885), y Paul Stapfer (Racine et Victor Hugo, 1887), han escrito panegíricos y apoteosis más bien que libros de crítica. Más imparciales son E. Scherer, en varios de sus Etudes sur la littérature contemporaine (especialmente en el tomo VIII, 1866); V. Dupuy (Victor Hugo, l'homme et le poète, Lecéne et Oudin, 1887); F. Faguet (en sus Etudes littéraires sur le dix-neuvième siècle, 1887); y Pelissier (en Le Mouvement littéraire au XIXe siècle, 1889).La reacción contra Víctor Hugo se manifiesta con algún exceso en Julio Lemaître (Les Contemporains, 4.ª serie, 1889), y en Emilio Hennequin (La Critique Scientifique, 1890). Es feroz, por de contado, pero no siempre falta de fundamento, la crítica de Luis Veuillot, escritor de poderoso estilo, aunque en muchas cosas ignorante y en todas apasionadísimo (Etudes sur Victor Hugo, 1886). De cómo ha sido juzgado Víctor Hugo en España, se hablará en su lugar.