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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO II.—LOS INICIADORES: MAD. DE STÄEL, CHATEAUBRIAND Y SUS RESPECTIVOS GRUPOS.

Datos del fragmento

Texto

POR el fondo de sus ideas y por su primera cultura, Mad. de Staël [1] pertenecía aún al siglo XVIII. Se había educado en el sentimentalismo de Rousseau, y su primer ensayo crítico fué una especie de himno en alabanza de aquel gran dominador de las imaginaciones de su tiempo. Este primer fondo no desaparece nunca, ni en el carácter ni en los escritos de Mad. de Staël. Su sensibilidad, que era muy real, pero también muy estrepitosa, y que ella además violentaba y excitaba artificialmente a ejemplo de su maestro, es el numen inspirador de las cartas de Delfina, del [p. 260] libro acerca del influjo de las pasiones y de cuanto pensó y escribió Mad. de Staël antes de sus viajes por Italia y Alemania. Aun en las producciones de su madurez se siente el contagio de la Nueva Eloísa, que nunca llegó, sin embargo, a perturbar por completo la sana y generosa naturaleza de Mad. de Staël, aunque la condujese con frecuencia a la declamación y al énfasis. La tendencia disolvente y anárquica del individualismo de Rousseau se vió además contrastada en el ánimo de nuestra escritora por el espíritu positivo, filantrópico y religioso de su padre Necker, a cuya memoria tributó siempre verdadero culto. Necker no era grande hombre, ni aun como hacendista, pero conservaba mucho de la rígida disciplina moral de los calvinistas de Ginebra, y su libro sobre la importancia de las opiniones religiosas prueba que se preocupaba del problema teológico más de lo que era costumbre entonces, y que, no sólo por razones de moral social, sino por sentimiento íntimo, estaba más próximo al cristianismo que al frío deísmo de su época. Estos gérmenes, sembrados a tiempo en el Animo de su hija, mantuvieron siempre en ella una ardiente y sincera exaltación espiritualista que con el transcurso de los años fué adquiriendo más sólida consistencia y acercándose más a la creencia positiva, si bien nunca pasó de cierto cristianismo humanitario con algunos reflejos de teosofía alemana. Del siglo XVIII recibió además Mad. de Staël la única doctrina de sabor un tanto religioso que encerraba aquella filosofía, la creencia en el progreso y perfectibilidad humana, que fué el primero y principal artículo de su fe social y filosófica, y el sostén y fundamento de su [p. 261] inquebrantable optimismo, no menoscabado ni por el tumulto de la Revolución ni por las tiranías del Imperio.

Mad. de Staël había nacido para reina de salón y lo fué desde sus primeros años. Aunque discípula de Juan Jacobo, carecía de todo amor a la naturaleza, y no podía vivir sino en medio del choque de las ideas y en el tráfago mundano. Aun en sus destierros encontró siempre modo de reunir en torno suyo una porción de espíritus selectos que vivían en íntima comunicación con el suyo, y excitaban la energía de su pensamiento, que, por ser al fin pensamiento de mujer, necesitaba siempre ajeno estímulo que despertase sus fuerzas latentes. La capacidad receptiva del espíritu de Mad. de Staël no tenía límites; y era singular su virtud para transformar en idea propia y vivificar con su propio calor cuanto oía. Rápidamente se hacía cargo de lo esencial de un sistema, y en brillante improvisación lo devolvía a su auditorio extasiado. Decían los que la conocieron que sus escritos no eran ni sombra de su conversación; pero ¿qué son sus escritos sino conversaciones trasladadas al papel con el mismo ardor de producción instantánea, con la misma sucesión rápida de afectos y de ideas que pasaban por su espíritu, dejando un rastro luminoso? Corina improvisaba siempre, y por lo mismo que no tenía mucho artificio de estilo, puso en sus obras toda la vida que reinaba en sus palabras, y aquella extraña y deliciosa mezcla de reflexión y de petulante ligereza, de afectación y de candor que en ella había, y que parece inseparable del alma femenina tal como la presenta la sociedad en sus tipos más refinados y selectos.

Tal fué esta mujer, que después de haber encantado a sus contemporáneos y de haber sido por muchos años la gran sacerdotisa del ideal, todavía influye en nosotros, si no por sus libros apenas leídos ya, por el jugo y la medula que estos libros contenían, y que se ha incorporado de tal modo con la cultura moderna, que muchos que no han leído página alguna de esas obras, están penetrados y saturados de su espíritu, y, en rigor, podrían adivinarlas. Todo el mundo es plagiario de Mme. de Staël sin saberlo. El espiritualismo y el liberalismo de este siglo han estado viviendo a los pechos de esa madre Cibeles, que Enrique Heine llamaba, con perversa intención satírica, la abuela de los doctrinarios.

[p. 262] Quizá la razón de esta universal influencia deba buscarse en que Mad. de Staël presenta combinadas todas las ideas de los diversos medios intelectuales que recorrió: las de su padre, las de Rousseau, las de Condorcet, las de Schiller, las de Schlegel, las de Benjamín Constant, las de Sismondi. Todo el mundo influyó en ella, pero ella conservó siempre su originalidad y dió en Francia el primer modelo de simpatía universal e inteligente hacia todas las manifestaciones del arte y del espíritu filosófico. Hizo el descubrimiento de Italia y el descubrimiento de Alemania, dos grandes conquistas para el romanticismo. No diremos que su Italia sea más verdadera que la muy divertida Italia del presidente De Brosses, única que los franceses del siglo XVIII conocían; pero es verdadera de otro modo más ideal y elevado. Mad. de Staël no tenía en muy alto grado el sentimiento de la belleza plástica y en esto no aventaja mucho al erudito y cínico Presidente, pero tenía el presentimiento de la emoción artística, lo cual ya es algo, aunque no sea la emoción misma, que es mucho menos vulgar de lo que suele creerse y afectarse. Mad. de Staël, no obstante haber compuesto dos novelas, nunca pasó del dilletantismo artístico: no era artista en el rigor de la palabra, a pesar de la opinión, siempre formidable, de Sainte-Beuve, que sostiene lo contrario, apoyándose cabalmente en el libro de Corina, que llama «un poema inmortal». El libro es ciertamente de los que parecen destinados a vivir, aunque ya muchos de sus encantos resultan bastante marchitos; pero no vivirá a título de poema, sino de conversación elegante y animada sobre Italia. Y sobre Italia hemos leído, después, tales maravillas, que Corina, vista hoy, y admirando, como es justo, la noble pureza de sus líneas, resulta un cuadro muy apagado de color, y de luz tan tibia y mortecina, que más bien parece la modesta luz de Coppet, filtrada entre nieblas grises, que no la radiante y triunfadora luz del cabo Miseno ni del Agro Romano. Mad. de Staël había recibido altísimos dones intelectuales, y podía simular hasta los que la faltaban; pero vivió demasiado en escena para que la fuera posible recogerse nunca en la pura contemplación estética. Hasta en literatura solía entusiasmarse con el entusiasmo ajeno. Su organización viva y nerviosa sentía la sacudida eléctrica del arte; pero la sentía casi siempre de rechazo, y la devolvía en el momento mismo, sin pausa alguna de [p. 263] recogimiento ni de silencio. Todas sus admiraciones son sinceras, pero hay casos en que no lo parecen. Su misma rapidez de comprensión era el mayor enemigo de su talento crítico y de su profundidad filosófica. Como realmente veía bien las cosas en el primer momento, no solía pasar de esta superficial consideración, y cuando llegaba más adentro era por un prodigioso instinto de adivinación, del que ella propia no se daba cuenta, y del que hay en su libro De Alemania ejemplos que verdaderamente suspenden y maravillan. Por otra parte, la educación social había desarrollado en ella grandemente la aptitud para todas las delicadezas del análisis psicológico, y como al mismo tiempo era mujer vehemente y apasionadísima, esta mezcla de psicología y de pasión da a sus novelas interés tan penetrante, que apenas deja percibir lo mucho que les falta bajo el concepto imaginativo. Y, sin embargo, basta comparar Delfina con Julia , para comprender que Rousseau era artista (sea cualquiera el juicio que formemos de su arte) y que Mad. de Staël no lo era, aunque fuese una inteligencia cien veces más abierta y más simpática que su detestable modelo.

Pero, artista o no, Mad. de Staël fué gran iniciadora, y si no llegó a la tierra de promisión, a lo menos alcanzó a verla desde la montaña. Es fácil reírse hoy de su turbante, de su rama de laurel y de sus viajes de sultana del pensamiento. Enrique Heine escribió sobre esto algunas de sus mejores páginas. Cada época tiene sus ridiculeces, y no serán pequeñas las que en nosotros descubran los venideros. Es cierto que el tipo de hombre de letras, durante el primer tercio de nuestro siglo, adoleció constantemente de cierta afectación y falsedad, de cierta pose y aparato teatral, que en Chateaubriand, en Byron y en otros muchos llega a ser intolerable. No sostendremos que Mad. de Staël estuviese enteramente inmune de tal artificio que aspiraba a convertir la vida en una representación amañada para el efecto; pero dentro de su época, puede sostenerse que tuvo sinceridad y sencillez relativas. A esto contribuyó la elevación de su pensamiento político y la firmeza de sus aspiraciones sociales. Ellas le dictaron su tratado De la literatura (1800), que pertenece más bien a la filosofía de la historia que a la preceptiva literaria; pero que en esta misma hizo una profunda revolución, siendo en rigor el primer libro crítico que [p. 264] en Francia se escribió con espíritu moderno, y la primera aplicación sistemática del principio de perfectibilidad, vislumbrado por Perrault en el siglo XVII y definitivamente formulado por Condorcet en su famosa Esquisse, que estaba en el apogeo de su celebridad cuando Mad. de Staël tomó la pluma para examinar cuál ha sido la influencia de la religión, de las costumbres y de las leyes en la literatura, y recíprocamente cómo ha influído la literatura en la religión, en las leyes y en las costumbres. No se trata, por consiguiente, de una poética nueva, sino de un ensayo de explicación de las causas morales y políticas que modifican el espíritu literario. Este punto de vista de Mme. de Staël no debe olvidarse nunca, si hemos de comprender el verdadero carácter de su libro, que sólo toca al arte de un modo secundario, y sólo influyó en el romanticismo por camino indirecto. Chateaubriand y Víctor Hugo eran poetas, y procedieron por motivos principalmente estéticos: Mad. de Staël, no lo era, y procedió por motivos principalmente sociales. Después de las catástrofes de la Revolución francesa, quiso llamar los espíritus a una nueva literatura que respondiese a un estado social en gran parte nuevo, y formuló, aunque de un modo vago, el programa de esta literatura republicana, que en rigor no llegó a existir, por haberse sobrepuesto a ella el movimiento de reacción cristiana y caballeresca, que Mad. de Staël no contrarió, pero que tampoco favoreció plenamente. Su espíritu flotaba entre los nuevos ideales y las reminiscencias del siglo XVIII. Estas predominan en el libro De la literatura; los otros, en el libro De Alemania. Pero aun en el primero hay muchas cosas que ningún hombre del siglo pasado hubiera escrito. El siglo XVIII creyó en el progreso científico, y hasta soñó con la posibilidad de eternizar la vida, no ya la colectiva, sino hasta la individual; pero no creyó en el progreso artístico y respetó siempre los que tema, bien o mal, por tipos inmutables del arte. Mad. de Staël da un paso más e intenta explicar «cómo las facultades humanas se han desarrollado gradualmente merced a las obras maestras de todo género que se han compuesto desde Homero hasta nuestros días»; «da cuenta de la marcha lenta, pero continua, del espíritu humano en la filosofía, y de sus triunfos rápidos, pero interrumpidos, en las artes». El don poético no se considera ya como exclusivo de ciertas épocas y razas [p. 265] privilegiadas, sino como don universal del género humano; y con esto sólo, el horizonte de la consideración crítica se ensancha hasta convertir la antigua literatura preceptiva en ciencia de las literaturas comparadas y en rama principalísima de la historia. «Observando las diferencias características que se notan entre los escritos de los italianos, de los ingleses, de los alemanes y de los franceses, creo poder demostrar -dice Mad. de Staël- que las instituciones políticas y religiosas han tenido la mayor parte en estas diversidades constantes». Todo esto nos parece hoy un lugar común, que de puro evidente resulta superfluo, pero en 1800 era novísimo: sólo nuestros jesuítas Andrés y Arteaga lo habían formulado claramente; pero es sabido que los libros españoles no tenían ni tienen eco alguno en Francia.

Hay en la Literatura de Mad. de Staël una parte que pudiéramos decir parenética o exhortatoria al estudio de las letras por sus relaciones con la virtud, con la gloria, con la libertad y con la dicha humana; otra parte histórica que comprende un rápido análisis moral y filosófico de las literaturas griega y latina, algunas consideraciones elevadas, y para entonces poco vulgares, sobre el establecimiento de la religión cristiana, sobre la invasión de los pueblos del Norte y sobre el Renacimiento; algunos juicios extraordinariamente superficiales sobre las literaturas italiana, inglesa, alemana y francesa; y, por último, una parte que pudiéramos decir hipotética o conjetural, sobre la literatura del porvenir, sobre «lo que deben ser y serán las letras, si algún día llegamos a poseer la moral y la libertad republicanas». No se olvide que esta obra fué pensada y escrita en tiempo del Directorio.

La parte histórica no tiene de notable más que el intento. «Mostrar el carácter que tal o cual forma de gobierno imprime a la elocuencia, las ideas de moral que las diversas creencias religiosas desarrollan en el espíritu humano, los efectos de imaginación que produce la credulidad popular, las bellezas poéticas que dependen del clima, el grado de civilización más favorable al apogeo o a la perfección de la literatura, los diferentes cambios que ha introducido el modo de vivir y la condición social de las mujeres antes y después del establecimiento del Cristianismo, en suma, el progreso universal de las luces por el simple efecto de la sucesión de los tiempos», era, sin duda, un plan grandioso [p. 266] y hasta cierto punto nuevo; [1] ni preparación suficiente para realizarle. No sabía griego y sabía muy poco latín; no podía juzgar de las literaturas antiguas, sino muy imperfectamente y de segunda mano. De las lenguas modernas sólo conocía en aquella fecha el inglés, y sólo de los ingleses y de los franceses habló con verdadero conocimiento de causa y penetración de sus peculiares condiciones. Pero sería ridículo juzgar la obra de Mad. de Staël como si fuese un libro de erudición; Mad. de Staël leía poco, escribía de prisa y recibía casi todas sus ideas por medio de la conversación; lo extraño es que no cayera en errores todavía más graves. Muchos de los que cometió ya fueron notados por los críticos de su tiempo. Fauriel, que estaba más adelantado que ninguno de ellos, y que había leído los Prolegómenos de Wolf, se admiró de que la egregia escritora comenzase admitiendo sin la menor duda ni discusión la personalidad de Homero, y que descartase con tanto desenfado todas las gravísimas cuestiones relativas al origen de las sociedades y a la formación de las lenguas.

No digamos nada de la preferencia dada a los latinos sobre los griegos bajo el aspecto filosófico, que ciertamente parece el más inesperado aspecto tratándose del genio romano. Mad. de Staël tuvo siempre noción bastante confusa de lo que es filosofía; y además, la idea de la perfectibilidad la extraviaba como a tantos otros, llevándola a violentar los hechos para encontrar la confirmación de su sistema en todas partes. Procedía en esto con toda la intrepidez de su juvenil ignorancia. «Sócrates y Platón se ocuparon únicamente en los preceptos de la virtud; Aristóteles hizo dar un paso inverso a la ciencia del análisis.» Esto es todo lo que dice del desarrollo filosófico de los griegos; que, según ella, es muy fácil de seguir. Los griegos eran «cabezas ardorosas, en que todo se confundía; los placeres, la voluntad de los dioses, los deberes del hombre...; entendían por virtud el arte de triunfar en las carreras de los juegos olímpicos... Todo les apartaba de la meditación...; tenían pocas ideas filosóficas». Las tragedias griegas le parecen muy inferiores a las modernas, porque «el talento [p. 267] dramático consiste en el profundo conocimiento de las pasiones, y bajo esta relación la tragedia ha debido seguir los progresos del espíritu humano». No hablemos de la comedia: «aunque un Molière hubiese vivido en Atenas, no habría podido adivinarla». Aristófanes «no tenía el instinto de las conveniencias que hay que observar (en la rue du Bac, sin duda); reproducía algunos chistes populares, algunos contrastes de invención común y de expresión grosera». Los filósofos griegos no son más que «oradores elocuentes sobre ideas abstractas». Sin duda las ideas abstractas no pertenecen a la filosofía: en esto Mad. de Staël era todavía hija del siglo XVIII. «La Metafísica, que no tiene los hechos por base ni el método por guía, es lo más fatigoso que se puede estudiar.» Plutarco resulta colocado sobre todos los historiadores griegos por la circunstancia de ser el último y de pertenecer a una edad más avanzada del espíritu humano. Con extraordinaria sorpresa aprende uno que «la literatura latina es la única que ha empezado por la filosofía». Mad. de Staël va convirtiendo sucesivamente en filósofos y en pensadores a todos los poetas latinos, incluso Ovidio. La idea de la perfectibilidad tiene que cumplirse a todo trance: «hay más ideas delicadas y nuevas en el tratado de Quintiliano sobre el arte oratorio que en los escritos de Cicerón sobre el mismo asunto». «Yo pienso -dice malignamente Villemain- que Mad. de Staël había gastado poco tiempo en leer a Quintiliano».

La misma petulante ligereza en materia de literatura moderna. Los italianos «no son ni moralistas ni filósofos». En España «el poder real y la superstición han ahogado todos los géneros de gloria, y no han dejado al pensamiento ningún medio de librarse de su yugo». Con esto se libra Mad. de Staël de estudiar ni a los italianos ni a los españoles. Todo lo que sabe del poema de Camoens, es que «hay en él un fantasma que prohibe a los portugueses la entrada en el mar de las Indias». Otras afirmaciones ni siquiera se entienden. «Italia sacó de España el género oriental, que los moros habían introducido y que desdeñaban los españoles». Por supuesto, Mad. de Staël cree en el falso Ossián con todas las potencias de su alma: le pone enfrente de Homero, y hace descender de ese fantasma toda la literatura del Norte. No hablaremos de la literatura alemana, porque en esta parte Madame de Staël corrigió más tarde brillantemente todos sus yerros. [p. 268] En 1800 podía escribir impunemente que «el libro por excelencia que poseen los alemanes es Werther». Era, en efecto, el único que ella conocía, y ningún francés estaba más adelantado.

Si sólo esto contuviera el libro De la literatura, razón habría para dejarle a un lado como obra de una bas bleu insustancial y pedante, pero tal sentencia parecerá el colmo de la injusticia a quien fije la atención en la parte dogmática del libro, en lo que Mad. de Staël puso de su propio fondo. Tal es, por ejemplo, la ingeniosa distinción que, para justificar de algún modo su teoría del progreso artístico, hace entre la poesía de imágenes y la poesía de sentimientos, considerando la primera como más propia de las edades primitivas y de la fantasía espontánea, y la segunda como propia de las edades cultas y reflexivas. Pero nada tan digno de alabanza como la valentía y el alto espíritu con que Mad. de Staël emprende, en nombre de la ley del progreso, la rehabilitación histórica de la Edad Media, rompiendo en esta parte antes que nadie con la tradición del siglo XVIII. «Hay en la historia más de diez siglos durante los cuales se cree generalmente que el espíritu humano ha retrocedido. Sería una fuerte objeción contra la ley del progreso el que por tan largo curso de años hubiera vuelto atrás la grande obra de la perfección humana; pero esta objeción, que yo miraría como irrefutable si estuviese fundada en hechos, puede refutarse de una manera sencilla. Yo no pienso que la especie humana haya sufrido retroceso durante esa época: creo, por el contrario, que en esos diez siglos se dieron inmensos pasos para la propagación de las luces y para el desarrollo de las facultades intelectuales. Nuevos pueblos entraron a disfrutar de los beneficios del orden social. La invasión de los bárbaros fué sin duda gran desdicha para las naciones contemporáneas de esta revolución; pero las luces se propagaron por virtud de ese mismo acaecimiento». Y prosigue Mad. de Staël haciendo la apología del Cristianismo, «que era indispensablemente necesario para la civilización y para la mezcla de las razas del Norte con las del Mediodía, y que además desarrolló las facultades del espíritu educándole para las ciencias, la metafísica y la moral». De este modo Mad. de Staël volvía contra sus maestros los enciclopedistas el arma de su propia teoría progresiva, dando el primer modelo de esas síntesis históricas brillantes y animadas [p. 269] que tanto abundaron después, y en las cuales el individualismo de los pueblos del Norte, la exaltación mística, el espíritu caballeresco, la destrucción de la esclavitud, el ennoblecimiento de la condición de la mujer, son elementos esenciales, y a la verdad un tanto manoseados. Pero cuando se los encuentra en Mad. de Staël, en Chateaubriand, en Guizot o en Balmes, el efecto es muy diverso, y se siente aquel género de frescura que acompaña siempre a la primitiva invención.

Mad. de Staël no era todavía cristiana en aquella fecha, pero había roto ya con una parte considerable de las preocupaciones del siglo en que nació, y comenzaba a experimentar aquella sed de lo ideal, que tanto ennobleció su vida; aquella tendencia melancólica, que aun en medio del torbellino del mundo iba cada vez encontrando más lugar en su espíritu. «La tristeza -decía en este mismo libro- me hace penetrar más en el carácter y en el destino del hombre que ninguna otra disposición del alma.» De aquí su predilección por la poesía del Norte y el empeño que puso en contraponerla a la del Mediodía en una serie de antítesis que, como todas las de su clase, ni son enteramente falsas ni enteramente verdaderas tampoco, que es el gran escollo de las generalidades históricas, y lo que a la larga las hace tan inútiles. Pero lo que conviene notar sobre todo es el estado de espíritu de Madame de Staël, que iba a ser pronto el de toda la literatura romántica. «Lo más grande que el hombre ha hecho lo debe al sentimiento doloroso de lo incompleto de su destino».

Nadie hasta entonces había hablado en francés sobre las tragedias de Shakespeare con tanto entusiasmo y tanto conocimiento de causa como Mad. de Staël. Sus observaciones son rápidas, pero casi siempre exactas y alguna vez profundas. Es el trozo más elocuente y acabado de su libro, y tiene, además, capital importancia por su fecha. Desde entonces pudo decirse que la crítica de Voltaire estaba vencida para siempre. Mad. de Staël se atreve ya a elogiar esas «bellezas atrevidas que no caben dentro de las severas reglas de la tragedia francesa». Para ella Shakespeare es el primer escritor que ha pintado el dolor moral en su más alto grado; el primero que ha interpretado el misterioso lenguaje de la locura, trazando «el más bello cuadro de la naturaleza moral, cuando la tempestad de la vida sobrepuja sus fuerzas»; [p. 270] el primero que ha representado bajo todos sus aspectos «la extraña mezcla de movimientos físicos y de reflexiones morales que infunde en nosotros la proximidad de la muerte, sentimiento que los antiguos, o por religión o por estoicismo, rara vez desarrollaban». Sólo él ha sabido hacer teatral la compasión aunque no se mezcle en ella ningún sentimiento de admiración por el que padece; la compasión por todos los seres, aun los más insignificantes, aun los más viles y despreciables. Hasta cuando nos presenta personajes cuyo destino ha sido ilustre, nos interesa en virtud de sentimientos que son meramente naturales. «Las lágrimas que nosotros los franceses concedemos a los sublimes caracteres de nuestras tragedias, el autor inglés las hace correr por el dolor oscuro y desdeñado, por esa serie de infortunios que no se pueden entender en Shakespeare sin saber algo de ellos por la misma experiencia de la vida... ¡Y qué energía en el terror! Pudiera decirse del crimen pintado por Shakespeare lo que la Biblia dice de la muerte, que es la reina de todos los espantos!... Las profundidades del crimen se abren a los ojos de Shakespeare y sabe descender al Ténaro para observar los tormentos».

Esta clara comprensión del genio inglés brilla también en el capítulo dedicado a los humoristas. Mad. de Staël fué la primera que hizo entrar este vocablo en la lengua de la crítica francesa, e intentó caracterizar el humor tal como aparece en los escritos de Fielding, de Swift y de Sterne. Son notables sus consideraciones sobre el carácter particular de la imaginación poética de los ingleses.

¿Qué consecuencias van a salir de aquí, aplicadas a la literatura francesa? Ante todo, Mad. de Staël admira poco el siglo de Luis XIV, salvo bajo el aspecto de la corrección literaria. En cuanto al movimiento de las ideas, le encuentra muy inferior al siglo XVIII. «Por todas partes estaba limitado el horizonte del pensamiento: no se podía seguir una idea en todos sus desarrollos, ni se toleraba ningún análisis en cierto orden de opiniones... La literatura no podía ser una potencia filosófica, porque era un rey absoluto el que la protegía... Esta literatura sin otro fin que los placeres del espíritu, no podía tener la energía de la que ha acabado por derribar el trono».

¡Siempre la preocupación del fin social sobreponiéndose en [p. 271] Mad. de Staël a la pura consideración del arte! No por otra razón admira todavía las tragedias de Voltaire, tan llenas de fastidiosas sentencias, y habla, por el contrario, de Racine con sequedad notable. Pero esa misma preocupación la hace ver con claridad suma los fenómenos políticos que influyen más o menos en la transformación literaria. Comprende que la introducción de una nueva clase en el gobierno de Francia ha de producir un efecto algo semejante al de las invasiones bárbaras. «Esta revolución puede a la larga llamar a la civilización una masa mayor de hombres; pero, por muchos años, la vulgaridad del lenguaje, de las maneras, de las opiniones, debe hacer retroceder, bajo muchos aspectos, el gusto y la razón». Pero Mad. de Staël tiene fe inquebrantable en su doctrina del progreso. «El espíritu humano, privado de esperanza en lo por venir, caería en la degradación más miserable». Espera, pues, una evolución en las letras, pero, entendámoslo bien, una evolución, no una revolución del gusto. «Las delicadezas exageradas de algunas sociedades del antiguo régimen nada tienen que ver con los verdaderos principios del gusto, que son siempre conformes a la razón; pero se pueden destruir algunas leyes convencionales». Lo que Mad. de Staël recela, sobre todo, con su delicado instinto aristocrático, que tanto contrasta con el fervor republicano que entonces afectaba, es la invasión de la vulgaridad, de la grosería y de la audacia. «Una sencillez noble debe caracterizar, en la república, los discursos, los escritos y las maneras... La nación francesa estaba en algunas cosas demasiado civilizada: sus instituciones, sus hábitos sociales se habían sobrepuesto en demasía a los afectos de la naturaleza... Lo que Licurgo había producido con sus leyes en favor del espíritu republicano, la monarquía francesa lo había operado por el imperio de la preocupación y de la vanidad. El hombre no vivía más que para el efecto. La aplicación constante del espíritu a cosas frívolas, la necesidad del éxito, el temor de desagradar, alteraban o exageraban muchas veces los verdaderos principios del gusto natural; había el gusto de un día, el gusto de una clase, y, finalmente, el gusto que debía nacer del espíritu general creado por semejantes relaciones. El despotismo de la opinión podía dañar al verdadero talento. Esa especie de gusto, más afeminado que delicado, que se ofende de todo ensayo nuevo, de toda [p. 272] disonancia, de toda expresión enérgica, contenía el arranque de las almas. La sociedad en Francia había creado esa tiranía del ridículo, que el hombre más superior no se hubiera atrevido a arrostrar. Es preciso, para dar a los escritos más elevación y a los caracteres más energía, no someter el gusto a los hábitos elegantes y refinados de las sociedades aristocráticas; tal despotismo traería graves inconvenientes para la igualdad política, y aun para la alta literatura. Pero el mal gusto llevado hasta la grosería, ¡cuán contrario también a la gloria literaria, a la moral, a la libertad, a todo lo que puede existir de bueno y de elevado en las relaciones de los hombres entre si! El mal gusto, tal como le hemos visto dominar durante algunos años de la revolución, no sólo es perjudicial a las relaciones de la sociedad y de la literatura, sino que ataca a la moral misma... El buen gusto debe ejercer una verdadera influencia política».

Mad. de Staël espera de la literatura republicana bellezas más enérgicas, un cuadro más filosófico y más desgarrador de los grandes acontecimientos de la vida. Rechaza, en cambio, toda aquella poesía cínica, frívola y licenciosa que afrentaba la época del Directorio. «Los preceptos del gusto en su aplicación a la literatura republicana son de naturaleza más sencilla, pero no menos rigurosa que los preceptos del gusto adoptados por los escritores del siglo de Luis XIV. En una república, el gusto no puede consistir más que en el conocimiento perfecto de todas las relaciones verdaderas, eternas y profundas de las cosas. La libertad es un estado serio».

Pero todo esto y lo demás que Mad. de Staël consigna sobre la emulación propia de los gobiernos democráticos, en contraste con la protección de los gobiernos absolutos, sobre la influencia delas mujeres que cultivan las letras, etc., etc., son consideraciones que apenas transcienden del orden moral. Busca uno el programa estético, y no parece. Dudamos mucho de que Mad. de Staël hubiera podido explanarle, porque nunca tuvo el sentimiento de la forma. Aun en el mismo Shakespeare, lo que admira principalmente son bellezas psicológicas y morales. Su primitiva concepción del arte era bastante prosaica. « El espíritu filosófico que generaliza las ideas y el sistema de igualdad política, deben dar carácter nuevo a nuestras tragedias. No se ha de imitar la [p. 273] irregularidad y la incoherencia de las piezas inglesas y alemanas, sino crear un género nuevo». Pero, ¿qué género es éste? Mad. de Staël habla mucho de sus efectos cívicos, pero no lo define nunca, y sólo indica con la mayor vaguedad posible que puede ser «un género intermedio entre la naturaleza de convención que representan los poetas franceses y los defectos de gusto de los escritores del Norte». Lo único que se saca en claro es la proscripción de la mitología, «que no es para los modernos ni invención ni sentimiento». «Esas formas poéticas, tomadas del paganismo, no son para nosotros más que imitación de imitaciones: es pintar la naturaleza conforme a la impresión que ha hecho en el espíritu de otros hombres. Cuando los antiguos personificaban el amor y la belleza, hacían su idea más sensible, la animaban a los ojos de los hombres que aún no tenían más que una idea confusa de sus propias sensaciones. Pero los modernos han observado los movimientos del alma con tal penetración, que les basta saber pintarlos para ser elocuentes y apasionados, y si adoptasen las ficciones anteriores a este profundo conocimiento del hombre y de la naturaleza, quitarían a sus cuadros toda energía y verdad». No es ocasión la presente de tratar despacio la grave y complexa cuestión de la mitología en el arte, que tan de plano resolvieron los románticos; pero, ¿no son una muestra del espíritu antipoético de Mad. de Staël las razones que alega en pro de su doctrina? Condenar la mitología en nombre de lo maravilloso cristiano, como lo hizo Chateaubriand, es una doctrina estética. Condenarla, como lo hace Mad. de Staël, fundándose en los progresos de las ciencias naturales y de la filosofía moral, es desquiciar la cuestión, es negar los derechos de la fantasía en nombre del método científico, que nada tiene que ver con ella. En esta parte, Mad. de Staël fué aliada del romanticismo, pero lo fué por razones que nada tenían del espíritu romántico, sino que descendían en línea recta de la prosaica y mecánica filosofía del siglo XVIII, y hasta, si se quiere, tenían sus raíces en el antiguo cartesianismo. En todas sus obras críticas, Mad. de Staël exalta el sentimiento, pero rebaja y deprime la imaginación, que es la facultad poética y romántica por excelencia, la única facultad verdaderamente desinteresada de cuantas intervienen en la creación artística. «La imaginación en nuestro siglo -dice- no puede llamar en su [p. 274] auxilio ninguna ilusión: puede exaltar los sentimientos verdaderos, pero es necesario siempre que la razón apruebe y comprenda lo que el entusiasmo hace amar... Una progresión constante en las ideas, un fin de utilidad debe dominar en todas las obras de imaginación... Es preciso analizar al hombre y perfeccionarle. Las novelas, la poesía, las piezas dramáticas y todos los escritos que parecen no tener otro objeto que interesar, no pueden conseguir este objeto mismo si no llevan una intención filosófica».

Escribiendo tales cosas un año antes de la aparición triunfal de Chateaubriand; exaltando todavía como tipos de poesía descriptiva a Delille, Saint-Lambert y Fontanes; llegando a proscribir de la poesía lo maravilloso, que ella quiere sustituir con el encadenamiento de los fenómenos naturales, Mad. de Staël no salía del círculo tradicional de la poesía razonable y sensata. Su doctrina podía ser aceptada sin escrúpulos por los áridos y honrados ideólogos que se reunían en casa de la viuda de Condorcet, los Destutt-Tracy, los Cabanis, los Volney, los Guinguené, los Daunou, representantes de aquella literatura republicana que Mad. de Staël presentaba como la literatura del porvenir, y cuya fórmula quizá puede encerrarse en estas palabras suyas: «convertir la literatura en auxiliar de las ideas morales y políticas, en vez de convertir las ideas morales y políticas en auxiliares de la literatura». La literatura, por consiguiente, venía a ser en este sistema un instrumento de razón y de análisis. Era la misma doctrina que Daunou había proclamado en su discurso inaugural del Instituto Francés (4 de abril de 1796 ), [1] y todavía Dannou comprendía el genio literario mejor que Mad. de Staël, cuando con admirable felicidad de expresión recordaba que «aun en las ciencias más severas, ninguna verdad ha brotado de los genios de los Arquímedes y de los Newton sin que interviniera una emoción poética y una especie de estremecimiento vibratorio de toda la naturaleza inteligente». Pero, en sustancia, el arte tampoco tenía para él más función propia que servir de vehículo a las verdades morales y prestarles su calor, sacándolas de la generalidad abstracta.

Es cierto, pues, que a Mad. de Staël, precisamente porque no tenía alma de poeta, le faltó, como ha reconocido el mismo [p. 275] Sainte-Beuve tan indulgente con ella, el sentimiento vivo del poder de la imaginación, única fuente que podía regenerar el arte. Por eso su libro De la literatura fué estéril en resultados literarios, y Chateaubriand triunfó de él sin grande esfuerzo; porque el Cristianismo es fuente poética aun a los ojos del incrédulo más empedernido, y la teoría de la perfectibilidad no lo es: puede inspirar páginas elocuentes y síntesis deslumbradoras, pero no engendrará nunca la verdadera emoción estética. Si la revolución literaria hubiese tenido por código el tratado de Mad. de Staël y no El Genio del Cristianismo, hubieran llegado a ser una realidad estas palabras que la hija de Necker estampaba al fin de su libro: «La poesía de imaginación no hará ya progresos en Francia: se pondrán en verso ideas filosóficas o sentimientos apasionados, pero el espíritu humano ha llegado en nuestro siglo a un grado tal de madurez, que no permite ni las ilusiones ni el entusiasmo que crean cuadros y fábulas propios para halagar y dominar los espíritus».

De la propia Mad. de Staël decía su amigo Chenedollé que se había pasado diez años enfrente de los Alpes, sin que se le ocurriera una sola imagen, y por cierto que estas palabras suyas no lo desmienten. Pero sería injusto creer que toda su doctrina esté contenida en ese primer libro tan lleno del espíritu del siglo XVIII. Su inteligencia, esencialmente flexible, y abierta a todo rumor nuevo, no dejó de transformarse ni un día solo hasta su prematura muerte, acaecida en 1817. Aun en el estilo ganó mucho. Su obra De la literatura está escrita con singular monotonía en medio de la variedad de los asuntos, y con notable abuso de expresiones metafísicas y abstractas. Estos defectos desaparecen o son más raros en Corina y en el libro De Alemania, y mucho más todavía en sus escritos póstumos de política, que son lo más clásico y magistral que trazó su pluma.

El mismo progreso se nota en sus ideas literarias. En el prefacio de Delfina, novela publicada en 1802, está ya en germen el libro De Alemania: «Sólo después de Voltaire se hace justicia en Francia a la admirable literatura de los ingleses; será preciso también que un hombre de genio se enriquezca alguna vez con la fecunda originalidad de algunos escritores alemanes, para que los franceses se persuadan de que hay obras de aquella nación en [p. 276] que las ideas son profundas y los sentimientos están expresados con energía completamente nueva... El gran defecto de que nuestra literatura está amenazada ahora es la esterilidad, la frialdad y la monotonía: el estudio de las obras perfectas, y universalmente conocidas, que poseemos, enseña lo que debemos evitar, pero no inspira nada nuevo; al paso que leyendo los escritos de una nación cuya manera de sentir y de ver difiere profundamente de la de los franceses, el espíritu se excita con nuevas combinaciones, la imaginación se anima con los mismos atrevimientos que condena, tanto como con los que aprueba, y se podría conseguir que el gusto francés, quizá el más puro de todos, adoptase bellezas originales que darían a la literatura del siglo XIX carácter propio. Son grande obstáculo para el desarrollo futuro de las letras francesas las preocupaciones nacionales que impiden a los franceses estudiar ninguna cosa que no sea ellos mismos».

El cosmopolitismo o exotismo literario, la tendencia a renovar el gusto mediante la imitación de las bellezas nacidas en otras regiones, da un paso más en Corina (1807). Hemos indicado ya el punto flaco de este libro, que por otra parte, los franceses mismos no disimulan. «La Roma de Mad. de Staël -ha dicho Ampere- [1] está pensada más bien que vista». La vida intelectual y la vida del sentimiento eran tan activas y poderosas en la ilustre escritora que no la dejaban el ánimo libre para reproducir fielmente las realidades exteriores, ya fuesen de la naturaleza, ya del arte. Pero en lo puramente literario comienza a notarse la influencia de los Schlegel, como en la parte artística la influencia de Winckelmann. Hasta de nuestra literatura parece haber adquirido ya algún conocimiento, sin duda en traducciones alemanas, puesto que en una nota cita El Príncipe Constante, de Calderón, y observa profundamente que la poesía calderoniana logra singulares bellezas mediante una especial consideración del universo en su relación con el destino humano.

Esta fué la gloria mayor de Mad. de Staël: el haber abierto las puertas de Francia a lo que Goethe en sus últimos años llamaba con altas palabras literatura del mundo (die Welt-Literatur). La Alemania (1813), ha quedado anticuada en muchas de sus [p. 277] partes; pero esto mismo prueba la intensidad de su accion y la eficacia de su triunfo. Antes de ella, ningún francés había llegado a penetrar, ni superficialmente siquiera, en el pensamiento germánico, salvo el emigrado Villers, autor de un resumen muy seco y muy olvidado de la filosofía kantiana. La Alemania es mucho más que esto; es un cuadro completo y generalmente fiel de los grandes días de Weimar, de los días de Schiller y de Goethe. Mad. de Staël oyó a estos grandes hombres, los vió de cerca, sorprendió el momento decisivo de su obra y pudo contarla, rápida y superficialmente sin duda, pero con toda la simpatía y generoso entusiasmo del momento, con una primera frescura y viveza de impresión, que no se paga con nada. ¡Qué cúmulo de obras maestras reveladas a los franceses en un momento! Wallenstein y Maria Stuardo, Guillermo Tell y La Novia de Messina, Goetz de Berlichingen y Egmont, Ifigenia y Fausto, cien baladas y lieder, las obras críticas de Lessing, de Herder, de los dos Schelegel, todo se encontraba, o analizado o indicado en aquellas páginas, donde también quedó el reflejo de admiraciones contemporáneas que la posteridad no ha sancionado, la del iluminado y excéntrico dramaturgo Zacarías Werner, por ejemplo. Mucho más débil era la parte de filosofía, resultando comprobado una vez más que la metafísica no se toma por asalto ni se adquiere por el cómodo procedimiento del interview. Mad. de Staël podía comprender a lo sumo las consecuencias morales de los sistemas, porque tenía instinto y vocación de moralista; pero aun en esta parte erró muchas veces, por no entender que toda moral desciende rigurosamente de una filosofía especulativa o de una teología, y que sólo en ella puede tener su razón y fundamento. Schelling se llenó de asombro al oír a la intrépida viajera preguntarle por su ética, sin querer enterarse previamente de su metafísica. Por otro lado, como los alemanes que rodeaban a Mad. de Staël pertenecían todos, cuál más, cuál menos, a la fracción mística y romántica de Jacobi y de los Schlegel, resultó falseado el espíritu general de la cultura germánica en el libro de Mad. de Staël, que es una especie de idilio, un paraíso sin serpiente, puesto que ni las consecuencias disolventes de la filosofía crítica, ni el neo-paganismo de Goethe, ni el panteísmo psicológico de Fichte, ni el panteísmo naturalista de Schelling, bastan a turbar el inquebrantable optimismo de [p. 278] la autora, que no acierta a ver por todas partes más que efusiones sentimentales, virtudes domésticas y aspiraciones al ideal cristiano. Hay, además, en el libro una intención política del momento, que desvirtúa su valor como testimonio histórico, una intención secreta algo parecida a la que muchos suponen en la Germania de Tácito, es decir, un contraste entre la virtud y el espiritualismo de los alemanes y la corrupción y materialismo de los franceses. Mad. de Staël, desterrada por Napoleón y perseguida con encarnizamiento hasta el punto de prohibírsela en 1810 la impresión de este libro suyo (que sólo pudo verificarse en Londres tres años más adelante), proseguía su campaña de oposición al Imperio, bajo la sombra de los artistas y de los pensadores alemanes. El motivo ocasional de la obra era ciertamente inferior a la grandeza de su asunto. La política de Napoleón nada tenía que ver con la Crítica de la razón pura ni con el arte de Goethe. Pero tampoco hemos de extremar esta consideración ni ver en la Alemania un escrito de circunstancias únicamente. Es verdad que las circunstancias le ayudaron, y que no fué pequeña fortuna para este libro de iniciación aparecer precisamente en los días en que el despotismo napoleónico, sublevando contra sí la Europa entera, había despertado por reacción el sentimiento y la conciencia de las nacionalidades, con lo cual tarde o temprano habían de ir levantando la cabeza todas las lenguas desdeñadas, y habían de volver a sonar por todos los ámbitos de la tierra aquellas voces de los pueblos, Stimmen der Völker, que comenzaba a escuchar el inspirado y profético Herder. Tal impulso fué necesario para que el espíritu de Mad. de Staël, preparado por el aprendizaje de diez años de destierro, acabara por emanciparse de la dura tutela del análisis ideológico y comenzara a respirar en una atmósfera poética. Aquella vaga oposición entre las literaturas del Norte y del Mediodía, que apunta en su primer libro, se aclara en este postrero, o, por mejor decir, se formula en sus verdaderos términos, los que ya en Alemania admitía universalmente la crítica: poesía clásica y poesía romántica, entendiendo por este último nombre «la que ha nacido de la caballería y del cristianismo». Mme. de Staël no se atreve a decidir cuál de los dos géneros merece la preferencia, pero trata de mostrar que estas dos capitales direcciones del gusto y del arte no han nacido por accidente, sino [p. 279] que se derivan de las fuentes primeras de la imaginación y del pensamiento. La determinación de estas fuentes es débil y vaga, pero Mad. de Staël no disimula sus simpatías románticas. «La cuestión para nosotros -dice- no está entre la poesía clásica y la poesía romántica, sino entre la imitación de la una y la inspiración de la otra. La literatura de los antiguos es, entre los modernos, una literatura transplantada: la literatura romántica o caballeresca es, entre nosotros, indígena, y ha brotado de nuestra religión y de nuestras instituciones. La poesía francesa, por lo mismo que ha pretendido ser mas clásica que ninguna otra de las modernas, es la única que no ha llegado a ser popular. Los gondoleros de Venecia cantan las estancias del Tasso; los españoles y portugueses de todas condiciones sociales saben de memoria los versos de Calderón y de Camoens; Shakespeare es tan admirado en Inglaterra por el pueblo como por las clases superiores. Muchas poesías de Goethe y de Bürger se han puesto en música, y las oiréis repetir desde las orillas del Rhin hasta el Báltico. En cuanto a nuestros poetas franceses, es cierto que los admiran todos los hombres cultos en nuestro país y en el resto de Europa, pero son del todo desconocidos para las gentes del pueblo, y aun para los mismos habitantes de las grandes ciudades, porque las artes no son en Francia, como en otros países, naturales del mismo suelo donde sus bellezas se desarrollan... La literatura romántica es la única que todavía admite perfección, porque teniendo sus raíces en nuestro propio suelo, es también la única que puede crecer y vivificarse de nuevo: expresa nuestra religión; recuerda nuestra historia; su origen es antiguo, pero no es clásico. La poesía clásica, para llegar a nosotros, tiene que pasar por los recuerdos del paganismo: la poesía de los germanos es la Era Cristiana de las Bellas Artes: se sirve de nuestras impresiones personales para conmovernos: el genio que la inspira se dirige inmediatamente a nuestro corazón, y parece evocar nuestra misma vida como un fantasma, el más poderoso y terrible de todos». [1]

Parece inútil encarecer la importancia histórica de esta página. Con ella comienza una nueva era. Chateaubriand, cuya imaginación era mucho más romántica que la de Mad. de Staël, [p. 280] no tiene en ninguna de sus obras una profesión de romanticismo tan franca y explícita como ésta, y recuérdese que fué escrita diez y siete años antes del prefacio de Cromwell. Para Alemania no tenía novedad alguna. Desde 1804 había escrito Juan Pablo la teoría de su propio romanticismo (Vorschule der Aesthetik); en 1808 había expuesto Guillermo Schlegel en Viena la misma distinción aplicada al teatro. Pero tales ideas debían de ser tan refractarias al espíritu francés, que no es pequeña gloria en Madame de Staël el haberlas aceptado antes que nadie, teniendo que vencer para ello sus propias preocupaciones. Ella misma nos cuenta que en el salón de la Duquesa de Weimar sostuvo polémica con Schiller, en defensa del sistema dramático francés y de la regla de las unidades. Tardó mucho en convencerse, y todavía en este mismo libro De Alemania quedan vestigios de contradicción. Schiller la guardó cierto rencor, aunque había comprendido perfectamente las cualidades y los defectos de aquella rica y vigorosa naturaleza, tan llena de lucidez, de vivacidad y de expansión. «Esta mujer no tiene sentido para lo que llamamos poesía -escribe a Goethe-; en una obra de esta clase no se asimila más que la pasión, la elocuencia, el espíritu general; pero si lo bueno se le escapa a veces, nunca admirará lo malo... En todo lo que llamamos filosofía, es decir, en todas las cuestiones fundamentales y elevadas, hay que estar en discordancia con ella; pero su buen natural y sus sentimientos valen más que su metafísica. Su hermosa inteligencia llega casi a la altura del genio. Pero se empeña en aclararlo todo, en comprenderlo todo, en medirlo todo: no os concede nada oscuro e inaccesible: todo lo que no puede iluminar con su antorcha es para ella como si no existiera». Schiller llega a decir de Mad. de Staël que ahuyentaba de él toda poesía, y compara su conversación con el tonel de las Danaidas. Goethe la fué todavía menos favorable, y procuró cuanto pudo defenderse de aquel torbellino; pero lo cierto es que Mad. de Staël pagó espléndidamente su hospitalidad a los alemanes, y nunca llegó a enterarse de tales maledicencias. A saberlas, las hubiera perdonado, sin borrar ni una tilde de lo que había escrito, porque su corazón era magnánimo y generoso, y en estos últimos años suyos la adversidad había depurado su índole moral, inclinándola a pensamientos graves y a esperanzas ultramundanas, de las cuales los [p. 281] últimos capítulos de esta misma Alemania dan testimonio. «Santificad vuestra alma como un templo -dice a los artistas-, si queréis que el ángel de los nobles pensamientos se digna descender a ella». No hay duda que Mad. de Staël llegó a saludar, aunque de lejos la restauración del sentimiento cristiano. ¡Qué diferencia entre la vaga exaltación sentimental de sus años juveniles y el espíritu resignado, consolador y hasta místico de estas últimas páginas! «Todo tiende a hacer triunfar los sentimientos religiosos en las almas -decía-. Existe una alianza natural entre la religión y el genio... La filosofía idealista, el cristianismo místico y la verdadera poesía, tienen en cierto modo, el mismo objeto y la misma fuente». [1]

Tal fué la obra crítica de Mad. de Staël: tales los conceptos que legó al romanticismo. No emancipó la técnica, pero emancipó el espíritu literario. Su acción no fué poética, sino oratoria. Habló al sentimiento más que a la imaginación. No acertó a crear formas nuevas: pero demostró con elocuencia ardiente y comunicativa la necesidad de crearlas, y buscó, más por necesidad lógica y por instinto moral que por predilección artística, apoyo en el idealismo alemán para recabar la libertad del espíritu, degradado por la ética utilitaria y oprimido por la brutal tiranía de la fuerza y del éxito. El romanticismo de la ilustre escritora fué tardío, y nació de su conciencia moral, de su espiritualismo filosófico, de su liberalismo político, de su fe inquebrantable en el progreso. Nunca entendió el arte por el arte y sus apreciaciones estéticas se resienten de esto. Admiró y comprendió en Schiller al poeta de la voluntad triunfante y heroica; pero en cuanto a Goethe, lo más profundo de su arte se le resistió siempre, y no hizo más que arañar la superficie de sus obras. El optimismo de Mad. de Staël es grande, pero monótono y algo declamatorio: lejos de evitar los lugares comunes, los busca con especial fruición, que dice más en pro de su bondad de alma que de su gusto. Pero de todos modos, extendió los límites de la crítica, mostró nuevos horizontes, rompió [p. 282] (como dice Goethe) aquella especie de muralla de la China que incomunicaba la literatura francesa con el resto del mundo, proclamó y practicó el principio siempre fecundo de la libertad en las artes, se esforzó por comprender y sentir aun lo que era menos armónico con su educación y con sus primeros impulsos, y aun exagerando el punto de vista social, consiguió, mediante él, renovar el método y dar cierta unidad a la historia literaria. Si erró mucho, sus errores son secundarios, y casi todos de pura erudición, disculpables aunque no viniesen de pluma femenina. Si no tuvo la llama del genio, tuvo todos los ardores de la pasión, que a veces le sustituye, y un cierto poder de intuición rápida, una continua exaltación intelectual, que parece que inventa y crea lo que va recibiendo y aprendiendo. Algo se comunicó a sus libros de aquella juventud perpetua de su alma, que ella describe con tan magníficas palabras, «juventud que renacía de las cenizas mismas de la pasión, y era como la rama de oro que no se marchita jamás, y que abre a la Sibila la entrada de los Campos Elíseos».

Cualidades muy distintas, y artísticamente muy superiores, tuvo Chateaubriand (1772-1848), [1] que comparte con la que fué a un tiempo su rival y su amiga, la dictadura literaria de este período. Así como Mad. de Staël es riquísima en ideas, incompletas si se quiere y no enteramente originales, así Chateaubriand es pobrísimo de ellas, cuanto opulento de formas y colores. Si Mad. de Staël no puede ser contada entre los filósofos, merece a lo menos lugar entre los pensadores, y tuvo, además de [p. 283] sagacísimo talento de moralista, curiosidad viva e inquieta por los grandes problemas especulativos, aunque no llegara más que a entreverlos. Tal curiosidad era enteramente ajena al espíritu de Chateaubriand, ni cuando racionalista ni cuando creyente, y esto explica la endeblez y hasta la puerilidad que en toda la primera parte del Genio del Cristianismo han notado lo mismo los cristianos que los incrédulos. En rigor, puede dudarse hasta de que Chateaubriand fuera nunca un espíritu religioso, no porque dudemos de la sinceridad de su conversión y de sus lágrimas, sino por la ligereza profana y la intemperancia de fantasía, aún más que de sentimiento con que trató las cosas más altas. Él que era capaz de intercalar en El Genio del Cristianismo [1] un episodio como el de René, que es la quinta esencia de los tósigos morales más homicidas, podría tener, y tuvo sin duda, la imaginación católica, pero de la imaginación no parece que pasó nunca. Y, sin embargo, su influjo en la restauración cristiana fué grande, pero no derivado ciertamente ni del ardor de su convicción, ni de la solidez de sus pruebas, sino del poder prestigioso de esa imaginación suya tan magnífica y deslumbradora, del feliz concurso de circunstancias que hizo aparecer su libro en la misma memorable fecha del Concordato, y cuando hasta los revolucionarios de la víspera sentían hastío de la impiedad y sed de religión: y, finalmente, de la grandeza inmortal y divina de la causa a quien servía, y que escoge sus instrumentos como place a sus altísimos e inescrutables designios. Aquella generación no podía ser conducida a la Iglesia sino por senda de flores, y Chateaubriand se encargó de esparcirlas a manos llenas por el camino, aunque entre ellas mezclase algunas de enervante y venenoso perfume. Y, por desgracia, estas eran las que el autor había cultivado con más esmero, y las que lograron más larga vida, inoculando en una generación entera la más espantosa de las enfermedades morales, el egoísmo impotente y el tedio de las obras de la vida; extraña mezcla de emociones tumultuosas, de cavilación melancólica y de epicureísmo muelle. Este era el verdadero fondo de la naturaleza moral de Chateaubriand, y persistió siempre en [p. 284] él, desde el Ensayo sobre las Revoluciones hasta las Memorias de Ultratumba, cuyo efecto general no difiere mucho del de las Confesiones de Rousseau, salvo las diferencias que nacen de ser Chateaubriand un caballero y no un ayuda de cámara, y de no registrarse en su vida ninguna acción contraria a la integridad ni al honor. Chateaubriand no era capaz de cometer hurtos domésticos ni de echar sus hijos a la inclusa, viniendo luego en un libro a hacer ostentación de ello; pero era tan vanidoso, tan fatuo y tan egoísta como Rousseau; creía tan firmemente como él que en torno suyo giraba toda la especie humana, y sin desdeñar ninguno de los placeres del mundo, antes bien, buscándolos con avidez hasta el fin de sus días, lo cual prueba que su taedium vitae tendría de todo menos de místico, gustaba de decir y escribir que se había hastiado de todo desde el vientre de su madre; que le fatigaban por igual la gloria y el genio, el trabajo y la ociosidad, la prosperidad y el infortunio, la naturaleza y la sociedad; que la idea del no ser le llenaba el corazón de extraño júbilo, y que su mayor felicidad en el seno del amor era pensar en la destrucción propia y aun en la de todo lo creado. Ni el mismo lord Byron, que pasaba en aquellos días por poeta satánico, pensó ni escribió nunca mayores atrocidades retóricas que las que Chateaubriand se complace en poner en boca de sus personajes predilectos, de sus Chactas y de sus Renés, sin contar las que por cuenta propia, y sin velo alguno, escribe en sus Memorias. De intento he dicho retóricas, porque cualquiera que fuese el grado de misantropía y de pesimismo que realmente se albergaba en el alma de Chateaubriand, es evidente que él forzaba la nota lo mismo que Byron, ofreciéndose uno y otro en espectáculo, según la moda de entonces, como seres enigmáticos y ángeles caídos, llenos de pasiones tempestuosas y furibundas. Uno y otro dieron a entender que habían estado enamorados de sus propias hermanas: Byron gustaba de que las gentes le tuviesen por brujo y también por asesino y pirata, y creyesen que en sus orgías bebía en un cráneo; y con estos y otros mil disparates que, a mi entender, nunca tuvieron realidad más que en sus imaginaciones conturbadas por el mal gusto y por la soberbia, dieron el tono a la generación romántica, comprometiendo el resultado de aquella grandiosa revolución, con el doble fermento de la falsedad moral y de la egolatría. Era la herencia del siglo XVIII; [p. 285] el espíritu declamatorio del gran sofista de Ginebra, prolongado en sus hijos y en sus nietos.

En vano Chateaubriand se empeñaba en rechazar tal genealogía. Era de la escuela de Rousseau, no solamente por su ideal soberbio y misantrópico, sino por sus admirables condiciones de paisajista. Pero en esta parte la superioridad del discípulo es tan evidente, que puede decirse que rompe con la tradición y funda escuela nueva, no ya con relación a Rousseau, sino con relación al mismo autor de Pablo y Virginia. Ni los paisajes suizos de Juan Jacobo ni las noches del trópico descritas por Bernardino, tienen la grandeza solemne de los desiertos americanos de Chateaubriand, ni la pureza ideal de líneas y de contornos con que trazó el horizonte de la campiña romana. En esta parte esencial del arte moderno, la gloria de Chateaubriand permanece intacta. Es grande entre los grandes: descubrió un mundo entero de colores y de armonías; la naturaleza susurró a su oído revelaciones que no había hecho antes a ningún otro hombre. No pintó solamente las cosas naturales, sino el reflejo moral de ellas; no se detuvo en las apariencias fugitivas, sino que penetró hasta el alma de la creación, interpretando las voces misteriosas con que habla al espíritu humano. Aunque escritor colorista y pintoresco en alto grado, todavía lo que predomina en él es lo que pudiéramos llamar el elemento lírico del paisaje. Si hay algo de religioso, de sereno y apacible en su arte, lo debe principalmente a esas voces de la soledad que con tan inefable halago acallaban el fiero hervir de sus pasiones agriadas, rompían la dura corteza de su egoísmo y daban expansión a la tristeza céltica de su alma.

En el paisaje, como en todo, Chateaubriand tuvo el instinto de la grandeza, y en el paisaje con más sinceridad que en ninguna otra cosa, porque quizá el único sentimiento profundo que habitó en su alma fué el sentimiento de la naturaleza; y no circunscrito y limitado, como en tantos otros vemos, a un género particular de paisajes, sino vasto y riquísimo como la naturaleza misma, y apto para sentir y describir igualmente la vegetación salvaje y pródiga de los bosques del Nuevo Mundo, las sombras transparentes del cielo de Grecia, y el aire de sus noches dulce como la leche y como la miel, las abrasadas arenas del Egipto y de la Siria y la desolación del Mar Muerto. Por primera vez, con Chateaubriand, la [p. 286] poesía descriptiva tomaba posesión del mundo entero y centuplicaba sus efectos al mezclarse con la poesía de la historia. Y esta fué su segunda conquista.

Como Schiller y Goethe en Alemania, como Walter Scott en Inglaterra, tiene Chateaubriand la gloria de haber renovado en Francia el sentimiento de la historia en su brillantez pintoresca y en su verdad moral, completamente desconocidas y olvidadas en las farragosas compilaciones, en los panegíricos retóricos y en los centones de epigramas a que en el siglo XVIII se daba el nombre de historias. Todas las grandes condiciones descriptivas que adornaban a Chateaubriand como pintor de naturaleza física, debían acompañarle también como pintor de grandes escenas históricas, y, sobre todo, como admirable pintor de batallas. Con la misma intensidad, con la misma ardiente visión que aplicaba a las selvas, a las aguas y a los cielos, sacaba de informes fragmentos que para la erudición habían sido letra muerta, la grandiosa reconstrucción del mundo bárbaro que se admira en el relato de Eudoro, y la figura verdaderamente épica de Meroveo sobre su carro. Aquellas páginas decidieron de la vocación histórica de Agustín Thierry, [1] y en este caso, como en tantos otros, la luz misteriosa y divina del arte alumbró como precursora los caminos de la ciencia. No es Chateaubriand historiador propiamente dicho, pero sí poeta histórico, de imaginación potentísima. Sus libros de historia son confusos, superficiales y fragmentarios; pero los cuadros históricos esparcidos en sus poemas y en sus viajes, suelen ser admirables dechados de aquel género de adivinación arqueológica con que los grandes artistas del romanticismo restauraron y vindicaron la Edad Media.

Y no la Edad Media solamente. Más que el sentido de los tiempos bárbaros, y mucho más, por de contado, que el de los primeros siglos cristianos, tuvo Chateaubriand el sentido de la antigüedad clásica, vista de un modo romántico y moderno. Si hubiera logrado tan familiar y directo trato como Andrés Chenier con la poesía homérica en su propia lengua, y si además no le hubiese faltado la única cualidad de poeta que le faltó, pero cualidad esencialísima, el ritmo; no el ritmo vago y flotante de la [p. 287] prosa, sino el métrico, numerado y preciso, único lenguaje digno de la epopeya; quizá algunos rasgos de los primeros libros de los Mártires, especialmente la pintura de la familia de Demodoco, hubiesen sido dignos de competir con los admirables fragmentos de El Ciego y de El Mendigo. Así y todo, no es pequeño mérito en Chateaubriand el traerlos a la memoria; pero donde verdaderamente es superior a toda comparación y se pone al lado de los más grandes artistas neo-clásicos, es en el episodio de Velleda, que bastaría por sí solo para salvar del naufragio un poema que, tomado en conjunto, es de absoluta decadencia y de visible y empalagoso artificio, un centón de retazos épicos recortados en frío de todos los poemas del mundo. La unidad de tono se pierde a cada momento, y resulta la impresión más contusa y abigarrada que puede darse. Pero esta Velleda lo hace olvidar todo: es de la familia de Dido, de Ariadna, de Medea, [1] de todas las grandes víctimas del amor fatal e incontrastable, y, sin embargo, es una creación nueva. Chateaubriand, como Byron, no ha creado en rigor más que dos tipos: uno, el de René, que era el suyo propio; otro, el de la virgen violenta y fanática abrasada en las llamas inmortales de la pasión: Atala o Velleda.

Si se nos pregunta, en vista de todo lo expuesto, nuestra opinión definitiva acerca de Chateaubriand, dudaremos algo antes de responder, y haremos varias distinciones, en que por nada entra la simpatía o antipatía que sus obras y su influencia nos inspiren. Es, sin duda, gran poeta, pero poeta incompleto. Y no lo decimos sólo por la falta del ritmo, aunque sea deficiencia bastante grave, que trae consigo otras muchas. Por culpa suya o por culpa de la lengua en que escribía, se vió obligado a cultivar una forma esencialmente contradictoria, que oscila entre la epopeya y la novela, sin ser ni la una ni la otra. La musa de Chateaubriand parece que danza con un pie calzado y otro desnudo. Cuando creemos que va a subir a los cielos, una construcción prosaica, un giro discursivo, nos advierten que estamos en la tierra. Cuando pensamos seguir la fácil narración de una novela o el encadenamiento de un discurso histórico, una expresión enfática y altisonante, una comparación homérica armada de todas armas, una frase recargada de [p. 288] accesorios pintorescos, nos vuelve a acercar a los labios la copa de la poesía, para retirárnosla inmediatamente. A la larga, esta prosa llega a impacientar, porque produce cierto hormigueo en los oídos y en el espíritu. Parece que el autor quiere y no puede; parece que la estrofa impaciente va a resquebrajar por alguna parte la dura corteza de la prosa, y como esto no sucede, y continúa el desfile de imágenes concebidas de un modo poético y ejecutadas de un modo prosaico, esta transposición de un molde a otro acaba por hacernos creer que el autor se va traduciendo mentalmente así mismo, cosa de todo punto contraria a la unidad del efecto estético. Pero, no sólo resulta incompleta la poesía de Chateaubriand por no estar en verso, sino porque, siendo riquísima en todo lo exterior, es sumamente reducida y limitada en la región de las ideas y de los afectos. Y no nos fiemos de apariencias: Chateaubriand no describió en toda su vida más que un solo estado moral, un solo estado psicológico. Werther no es más que un momento fugaz en la vida artística de Goethe, un momento corregido y anulado por otra serie de momentos y de posiciones de alma que se prolongan hasta agotar casi el riquísimo contenido de la conciencia. René es todo Chateaubriand, moralmente considerado: no hay psicología menos complexa. Como artista, Chateaubriand carece de invención de conjunto, y, por el contrario, tiene en altísimo grado, la invención de los detalles. Más que libros, dejó magníficos almacenes de frases. De todos sus escritos pueden sacarse páginas maravillosas; pero ninguno de ellos está compuesto, salvo las tres novelas cortas. La unidad enteramente artificial de Los Mártires, prueba hasta qué punto estaba reñido su ingenio con la unidad orgánica.

No alcanza, por consiguiente, Chateaubriand en la historia del arte moderno la importancia que tienen los dos grandes poetas alemanes contemporáneos, suyos ni tampoco la de Byron, ni la de Manzoni y Leopardi. Mientras todos ellos permanecen vivos, las obras de Chateaubriand han envejecido extraordinariamente; y como una parte muy considerable de su mérito está en las palabras, sólo los franceses le sienten y aprecian debidamente, lo cual ya es una razón de inferioridad. Traducido, es de los autores que más pierden. Para estimarle en todo su valor hay que hacerse cargo de la profunda revolución que hizo en la lengua de su patria, [p. 289] dejando preparado un magnífico instrumento para los poetas y prosistas que vinieron después. No ya sólo Lamartine, Alfredo de Vigny y Víctor Hugo y Teófilo Gautier, sino los realistas mismos, con Flaubert a la cabeza, son discípulos de Chateaubriand en cuestión de estilo. La célebre novela Salambona [1] no es más que la exageración (en algunos casos la caricatura) de los procedimientos de estilo usados en Los Mártires. Sabido es que Gustavo Flaubert se quedaba extático ante las frases de Chateaubriand y continuamente las repetía con voz estentórea. [2] Pero es claro que esta magia, pegada a los ápices de las sílabas, no existe o es mucho más débil para nosotros.

En suma: Chateaubriand despertó en Francia la imaginación poética aletargada, mostró a los ideólogos de su tiempo que la palabra humana servía para algo más que para analizar y descomponer sensaciones, y que podía luchar con el pincel sin desventaja; transportando el idilio a las selvas americanas, le dió novedad y extraño color, y le realzó con rasgos de pasión sublime y trágica; al describir con amarga elocuencia su propia enfermedad moral, interpretó los sentimientos confusos de su generación y creó un ideal poético aunque no de la mejor poesía; buscando por sistema lo grande, cayó muchas veces en lo desmesurado y falsamente gigantesco, pero otras se mostró capaz de comprender y aun de remedar la pureza del arte primitivo, más fielmente que otros asiduos lectores de Homero y de la Biblia: trajo el color local, poetizó la historia y la geografía y, finalmente, escribió la primera poética romántica.

Romántica hemos dicho con toda intención, aunque el autor la tituló Poética del Cristianismo. La poética cristiana existe sin duda, pero no ha de confundirse con la poética de los pueblos cristianos. El Cristianismo es una revelación sobrenatural que realza, transfigura y perfecciona la naturaleza humana. Tiene su maravilloso propio, su moral tan superior a la moral filosófica, [p. 290] como es superior lo divino a lo humano: tiene, sobre todo, el tesoro de sus dogmas augustos, de sus misterios inefables, que así como son la más alta verdad, pueden ser también fuente de la más alta poesía. Pero sólo aquella poesía que directa y fielmente se inspire en esos dogmas y aspire a dar manifestación simbólica a esos misterios; sólo aquel arte que esté penetrado y saturado de la savia inmortal del cristianismo heroico y militante; sólo aquella poesía que contemple lo maravilloso como realidad tremenda y actual, y no como libre juego de la fantasía; sólo aquel arte que del Cristianismo tome aquellos elementos que sólo en el seno del Cristianismo pueden nacer, merecerán el nombre de arte y de poesía cristiana. La genealogía de este arte es conocida: nace de las narraciones evangélicas y de las visiones del Apocalipsis; se dilata riquísimo por la serie de los libros apócrifos; ensaya rudamente las representaciones simbólicas en las paredes de las catacumbas; crea un nuevo género de elocuencia; un arte litúrgico (que no ha de confundirse con la liturgia misma, sino que es desarrollo y eflorescencia de ella); un arte musical y una poesía lírica; dos géneros de arquitectura; dos escuelas pictóricas; un poema colosal que abarca tierra y cielo. Pero antes, y después, y al mismo tiempo que todas estas cosas florecen, los pueblos cristianos, que, además de serlo, son griegos, latinos, germanos, eslavos, y que han recibido, por consiguiente, los frutos de la herencia y de la raza, crean una porción de formas de arte que esencial y substantivamente no son cristianas, y que llegan a ser anticristianas a veces. Estas formas se insinúan muchas veces en el arte cristiano propiamente dicho, alteran la unidad y la pureza del tipo, o le complican con rasgos nuevos; y a su vez el Cristianismo, eje y centro de la civilización moderna, dilata su influencia, pero accidental y no esencialrnente, a esas formas y modos de arte, que sin visible profanación no puede decirse que hayan nacido de su espíritu. Existe, pues, en todos los pueblos cristianos una dualidad artística, de que los pueblos antiguos no dan ejemplo. En la India y en Grecia, la teogonía y la poesía son en su origen una misma cosa, y luego se desenvuelven como miembros de un mismo organismo, sin que haya verdadera emancipación, a no ser en los tiempos de decadencia. Una religión humana y natural pudo y debió engendrar un arte natural y humano, [p. 291] que en rigor es su complemento y perfección última. Pero el Cristianismo no es religión humana, sino divina; no natural, sino sobrenatural, y, por tanto, se encuentra, respecto del arte, en condiciones totalmente diversas. Le recibe, le acoge, le llama amorosamente; pero, en rigor, puede vivir sin él. Toda forma artística, por su mismo carácter de limitación humana, resulta pobre y estrecha para tal contenido. Un arte cristiano perfecto y adecuado a su fin sería una monstruosidad inconcebible. El arte cristiano nunca puede ser más que una aproximación tímida hacia su objeto. En este punto, la superioridad estética del arte clásico es innegable, y la conclusión más religiosa sería quizá la tesis contraria a la de El Genio del Cristianismo. Pero aquí convendría hacer varias distinciones, y acaso la clave de todo pudiera encontrarse en la teoría de lo sublime. Lo sublime, que es una especie de relámpago de lo infinito, es el género de belleza peculiar del arte cristiano; pero por lo mismo que es un relámpago, no basta a difundir la belleza total en aquellas obras donde imprime el surco rapidísimo de una luz que no es de este mundo.

Es cierto también que los efectos poéticos del Cristianismo han tenido que ser distintos, según las aptitudes de las razas que le han adeptado. Y en cuanto al que hemos llamado arte de los pueblos cristianos, es decir, a todas aquellas producciones artísticas que no se proponen primariamente un fin religioso, es claro que algunas o muchas de ellas han podido obtener o han obtenido una perfección estética igual o superior a la de los modelos clásicos, así como otras se han quedado notoriamente inferiores, sin que ni lo uno ni lo otro haya de atribuirse, como a causa primera, a la influencia del Cristianismo, sino al genio individual de los artistas, a las condiciones históricas de su producción y a otras circunstancias muy numerosas y bien obvias. Resulta de aquí que el que pretenda explicar la literatura moderna, como lo intentó Chateaubriand, por el Cristianismo sólo, pierde el tiempo y no demuestra nada, puesto que la literatura moderna o romántica, es decir, la que nació en los tiempos medios y dura hasta nuestros días, tiene sus hondas raíces, no solamente en el espíritu cristiano, sino en la tradición clásica más o menos adulterada; en el paganismo septentrional, lleno de supersticiones y de misterios; en el individualismo germánico; en la Caballería y en la fecunda y varia [p. 292] agitación del Renacimiento. Sólo deslindando todas estas cosas, se pueden evitar vanas declamaciones.

Chateaubriand no hizo nada de esto; lo involucró todo: despreció las cuestiones de orígenes y las enseñanzas de la historia, procedió sin verdadero respeto a las cosas santas, y dejó, en vez de un libro apologético, un libro de amena recreación y de crítica superficial y mundana. No hablemos de la primera parte, consagrada al dogma y a la doctrina. Chateaubriand no era teólogo ni filósofo, ni estaba obligado a serlo; pero, en materia donde tanto abundan las riquezas, es casi burlarse de los lectores probar el pecado original por las costumbres de la serpiente de cascabel, y comparar el celibato eclesiástico con la virginidad de las abejas. La lectura de este primer libro es aflictiva para quien tenga espíritu religioso y conozca algo de los grandes monumentos de la controversia cristiana. El mismo Chateaubriand pasa como sobre ascuas por esta parte dogmática, y procura reparar su desastroso efecto con una especie de historia natural recreativa, destinada a amplificar el argumento de las causas finales. Aquí triunfan sus grandes condiciones de paisajista, que lucha con las Armonías de Bernardino de Saint-Pierre y totalmente las oscurece; de pintor de animales, a quien el mismo Buffón tiene que ceder la palma, si no en la elegancia majestuosa y sostenida, a lo menos en la brillantez y variedad de matices, no menos ricos y variados que los del plumaje de una ave del Paraíso. Después de esta deslumbradora excursión, mucho más artística que científica, por los dominios de la física estética, el autor examina en dos partes, que son las más extensas de la obra, la influencia del Cristianismo en las bellas artes y en la literatura. Hay mucho que admirar en estos capítulos, y su benéfico resultado es indudable. El siglo XVIII había escarnecido por boca de Voltaire la sublime poesía de los Sagrados Libros; Chateaubriand la rehabilitaba, haciendo el paralelo entre la Biblia y Homero. El siglo XVIII había renegado de todas las instituciones cristianas como tétricas, absurdas y bárbaras; Chateaubriand ponderaba, en muy bellas páginas, el esplendor de las solemnidades de la Iglesia, hacía la apología de las campanas, trazaba el cuadro de las rogativas, penetraba en los cementerios campestres y en los túmulos de la abadía de San Dionisio, describía los hábitos de los monjes y las heroicas odiseas [p. 293] de los misioneros, explicaba las armonías de la religión cristiana con las escenas de la naturaleza y con las pasiones humanas, convidaba a los poetas a meditar en los claustros; en suma, llamaba a todas las puertas de la imaginación, y en todas fué oído. No sabemos que el libro produjera ninguna conversión; era demasiado alegre y profano para esto; pero despertó en unos la curiosidad, en otros la simpatía, que suele ser principio de amor y deconocimiento. Estos efectos se vieron pronto en la nueva generación literaria. Los poetas románticos suelen ser creyentes algo dudosos; pero hasta cuando blasfeman, ponen en sus palabras una exaltación religiosa o antirreligiosa que la impiedad cínica y burlona del siglo XVIII no conoció nunca. Los apóstrofes del Rolla de Alfredo de Musset, sus maldiciones contra Voltaire, no se comprenden sino después de El Genio del Cristianismo. No hay poeta impío y libertino de nuestro siglo que no haya sentido, y no haya expresado enérgicamente, la preocupación del misterio de lo infinito y el convencimiento de que una grande esperanza ha atravesado la tierra.

Pero si de esta impresión de conjunto se desciende a los detalles, la estética cristiana de Chateaubriand pierde mucho. Él mismo vino a confesar que en aquella fecha era extraño a todas las bellas artes, excepto la literatura. La rehabilitación literaria y solemne del arte gótico no la hizo Chateaubriand, sino Víctor Hugo, en un famoso capítulo de Nuestra Señora, que suscitó una legión de arqueólogos. Chateaubriand en materia de artes no es romántico, ni traspasa los límites de la pobre crítica del Imperio. Encuentra todavía bárbaros los templos ojivales, pero en cambio se extasía con la arquitectura del Cuartel de Inválidos y con los jardines de Versalles. ¿Qué más? Su propia crítica literaria es la de La Harpe o la de Marmontel; es la crítica francesa clásica, llevada hasta el risible extremo de poner en parangón la Zaira de Voltaire con las lágrimas de Príamo a los pies de Aquiles. Cualquiera pensaría que en una Poética del Cristianismo, el grande Alighieri debía ocupar largo espacio. Pues sucede todo lo contrario: Chateaubriand no sabe de Dante más que los versos de la puerta del infierno y el episodio de Francesca de Rímini. En cambio, ¿dónde va a buscar el tipo de la poesía cristiana? Nadie podría sospecharlo: en el siglo de Luis XIV y en el siglo XVIII. Voltaire [p. 294] está tratado como un gran poeta, y el juicio de la Henriada ocupa triple espacio que el de la Divina Comedia, «producción caprichosa», que tiene algunas bellezas en medio de muchos lunares, «hijos del siglo y del mal gusto del autor». Para probarnos la superioridad de la poesía cristiana en la creación de caracteres, se nos cita como tipo de padres cristianos el Lusiñán de Zaira , como tipo del hijo cristiano el Guzmán de Alcira. Otros paralelos no menos extravagantes, sacados de obras cuya lectura nadie soporta hoy, sirven para probar que el Cristianismo ha introducido una revolución en el modo de sentir y expresar las pasiones. Los tipos clásicos en esto, los que Chateaubriand opone en son de triunfo a la mismísima Dido virgiliana, son la Heloísa de la Heroída de Pope, o más bien, de la de Colardeau, la Julia de Rousseau y una Clementina, que, francamente, ignoro de qué novelas sentimentales será protagonista. Con argumentos y modelos de esta fuerza prueba Chateaubriand su tesis.

En suma: el libro ha caducado. Salvo algunos capítulos, no se le puede leer hoy más que a título de curiosidad histórica. La tesis misma está mal puesta, mal desarrollada y mal defendida para quien no se deslumbre con las apariencias de falaz declamación. Comparar lo maravilloso positivo del Cristianismo con lo maravilloso de la mitología, es proporcionarse un triunfo fácil pero sobremanera peligroso. Son dos cosas que ni por un momento pueden estar en la misma línea; dos órdenes de pensamientos tan remotos, que sólo la comparación es ya una irreverencia. Existe, sin duda, una mitología cristiana (expresión que no nos atreveríamos a usar si ya no la hubiese empleado José de Maistre); pero esta mitología empieza donde acaba la parte positiva y dogmática del Cristianismo, y aunque sea una eflorescencia natural del espíritu cristiano, es al fin creación libre de la fantasía popular, y, como tal, unas veces superior, otras inferior a las creaciones de la mitología clásica. Hablo de la riquísima literatura de los libros apócrifos, de las leyendas, de los viajes a las regiones infernales, totalmente ignorada de Chateaubriand y omitida en El Genio del Cristianismo. Cuando se habla de lo maravilloso cristiano, importa distinguir bien ambos elementos y mantener clara, muy clara, la raya infranqueable que separa lo humano de lo divino. De otro modo nos exponemos a convertir el [p. 295] Cristianismo en una fantasmagoría o en una ópera. Nunca se ha creído tan sinceramente en él, como en los tiempos en que nadie se preocupaba de sus bellezas poéticas, ni se oía repetir a todas horas: «¡Qué bello, qué consolador, qué artístico»! ¿Cómo de la categoría de belleza, y de una belleza tan relativa como la belleza del arte, ha de inferirse la categoría de verdad, y de verdad absoluta y eterna? ¿Cómo un creyente que lo sea de veras ha de consentir nunca que un género de maravillas en que él no cree sino como artificio y deleite de la fantasía, se ponga en parangón con aquellos misterios inefables que absorben toda la adoración de su alma? Ni ¿qué tiene que ver esto con el gusto literario? ¿Será más o menos cristiano el que admire, como Chateaubriand, a Racine, al Tasso y a Voltaire, o el que encuentre y juzgue que la tragedia francesa es un género falso y monótono; la Jerusalén, una elegante novela de caballerías, menos divertida que el Orlando, y estime y tenga por cierto que la Henriada y todas las tragedias y todos los versos largos y serios del patriarca de Ferney son receta eficacísima contra el insomnio? ¿Será preciso, para merecer nombre de varón piadoso, creer que los antiguos estaban destituídos del sentimiento de la naturaleza, y que Lucrecio y Virgilio entendían de esto mucho menos que Thompson y Gessner? Pues esta es otra de las proposiciones del Genio del Cristianismo, cuyo autor compadece muy de veras a los antiguos, porque en pena de su gentilismo e impiedad, estuvieron privados de leer los Jardines del Abate Delille, y las Estaciones de Saint-Lambert. Al leer este y otros pasajes no menos frívolos, cualquiera diría que en la mente de Chateaubriand el beneficio de la redención humana no tuvo más objeto que hacer posible la publicación de Pablo y Virginia o la de Atala.

El Genio del Cristianismo había aparecido en 1803. En 1807 vieron la luz pública Los Mártires, en que el autor intentó llevar a la práctica su propia teoría, con el dudoso resultado que sabemos. Hay en este poema en prosa bellezas inmortales; pero, lejos de asegurar el triunfo de la Musa de la Verdad sobre la Musa de las Ficciones, como se anuncia en la invocación, todo lo que es o quiere ser cristiano resulta lo más débil, y, al contrario, los recuerdos de la musa homérica tienen mucha gracia, sencillez y encanto. Y es que Chateaubriand podía tener en cierto grado la [p. 296] imaginación cristiana, pero tenía pagano el sentimiento. Aun en la misma melancolía de René hay mucho de la tristeza epicúrea que sigue al placer. Su verdadera fórmula está en aquellos versos de Lucrecio, que lo mismo podían ser de Byron:

Medio quoniam de fonte leporum
Surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angit.

Es hora de terminar con Chateaubriand. Su excepcional influencia nos ha hecho detenernos en él, y también la consideración de que fué el único de los innovadores franceses que no parece haber recibido influencia alguna de las literaturas extranjeras, al revés de Mad. de Staël, que debió a Inglaterra y a Alemania la mayor parte de sus ideas críticas. Chateaubriand ignoró siempre la cultura alemana, y en cuanto a la inglesa (sobre la cual escribió un Ensayo crítico bastante descosido), se atuvo siempre a lo que de ella había aprendido durante sus años juveniles de destierro. Tradujo y comprendió bastante bien a Milton: muy medianamente a Shakespeare. No gustó de Walter Scott, y poco de Byron, a quien tachaba de haberle plagiado el tipo de René, ¡como si Byron hubiera necesitado salir de su propia alma para encontrarle! No diremos que algunos poetas ingleses descriptivos y sentimentales de fines del siglo XVIII, especialmente Beattie y Gray, y todavía más el falso Ossián, dejasen de influir en Chateaubriand; pero esta influencia fué muy tenue y de ningún modo comparable con la que ejerció Juan Jacobo.

Es, pues, totalmente francés en sus orígenes el romanticismo de Chateaubriand, y añadiremos que conserva muchos vestigios de la disciplina clásica. Quizá esto explica, juntamente con su incurable vanidad personal, el que Chateaubriand mirara con tanto despego todas las tentativas de emancipación literaria posteriores a la suya, y escatimara siempre sus elogios a la posteridad de René, mostrándose injusto apreciador, no ya sólo de Víctor Hugo, sino del mismo Lamartine.

El crítico, el consejero predilecto de Chateaubriand, el que le infundió su amor a la literatura del siglo XVII y su respeto a la lengua de Fenelón y de Racine, fué Fontanes, [1] espíritu ecléctico; [p. 297] pero en quien la timidez académica predominó siempre sobre la simpatía con que miraba ciertas novedades autorizadas por el genio de su amigo. Fontanes trazó el plan de El Genio del Cristianismo, vindicó Los Mártires de la censura atrabiliaria de los críticos imperiales, y en sus poesías elegíacas y religiosas, v. gr., La Cartuja o El Día de Difuntos, presentó un matiz de transición entre la lírica antigua y la lírica lamartiniana. Como censor de detalle, no tenía precio. Su crítica íntima y familiar preservó a Chateaubriand en sus obras capitales de exagerar los defectos de su manera exuberante y pomposa, y cuando Fontanes hubo desaparecido, Chateaubriand se dejó arrastrar de su natural pendiente al efectismo retórico, hasta llegar a los excesos de mal gusto que afean la Vida de René o las Memorias de Ultratumba. Cuando se leen algunas páginas de Los Mártires o del Itinerario, que tienen hasta sobriedad y aticismo, y que tanto contrastan con lo que vino después, se comprende que pasó por allí la lima de Fontanes suavizando asperezas, y que con razón podía decir a Chateaubriand lo que Tibulo a Mesala: Non sine me est tibi partus honos. Nada tan útil en las épocas críticas del arte como la presencia de tales censores, inflexibles en cuanto a la pureza de dicción, tolerantes y benévolos con el espíritu y con la forma esencial de la obra poética, aunque no sea la misma que han aprendido a admirar desde sus primeros años. «Yo veía a Fontanes lleno de sorpresa -dice Chateaubriand- cuando le leía fragmentos de Los Natcher, de Atala, de René; no podía reducir estas producciones a las reglas comunes de la crítica; pero conocía que entraba en un mundo nuevo, veía una naturaleza nueva, comprendía una lengua que él mismo no hablaba. Recibí de él excelentes consejos, le debo todo lo que haya de correcto en mi estilo: me enseñó a respetar el oído, me impidió caer en la extravagancia de invención y en la aspereza de ejecución que caracteriza a mis discípulos».

Para mayor fortuna, tuvo Chateaubriand, al lado de esta crítica que le servía de freno, otra que le daba alas, porque ella misma las tenía; crítica impregnada de misterioso perfume platónico y espiritualista, crítica sugestiva en alto grado, y engendradora de mil pensamientos que sin ella no hubiesen nacido en el alma del poeta. Esta crítica era la de otro amigo de Chateaubriand, [p. 298] Joubert, [1] uno de los moralistas más refinados e ingeniosos, y de los espíritus más dulces y simpáticos de que puede honrarse la literatura francesa. No dejó más que pensamientos; pero tienen la alta virtud de haberlos pensado el autor por sí mismo, libre de convenciones y de rutinas de escuela, con perfecta y absoluta sinceridad. Y entre estos pensamientos los hay exquisitos, dignos de la antigüedad helénica, dignos de Platón mismo; y hay otros vaporosos, tenues, casi impalpables que parecen ideas musicales (si se nos permite la frase) más bien que conceptos del entendimiento. El mismo Joubert decía que los más hermosos versos son los que se exhalan como sonidos o como aromas, los que conservan el calor o la humedad del aliento del alma. Así es su prosa. Oigamos algunos aforismos suyos, que anuncian una poética nueva: «A las lenguas hay que tratarlas como a los campos: para hacerlas fecundas, cuando no son jóvenes, hay que removerlas a grandes profundidades: sólo en esas profundidades se encuentra el oro...» Creía Joubert, muy distinto en esto, como en todo, de la mayor parte de los franceses, que acaso la belleza del estilo es compatible con cierta oscuridad y ciertas nubes, cuando éstas proceden de la excelencia misma del pensamiento o de la elección de palabras que no son comunes, de giros que no son vulgares. «Es cierto -decía- que lo bello literario tiene siempre una belleza visible y otra belleza oculta, y que nunca nos hace más impresión que cuando lo descubrimos atentamente en una lengua que no entendemos sino con trabajo». Nadie creyó tan firmemente como Joubert en la persistencia absoluta del ideal del arte. «En los géneros templados, en todo lo que es inferior, depende uno, a pesar suyo, del tiempo en que vive y habla, como todos sus contemporáneos; pero en lo bello, en lo sublime, en todo lo que participa de lo sublime o de lo bello, no se depende de nadie, y en cualquier siglo se puede ser perfecto, con más trabajo, eso sí, en unos tiempos que en otros». Tenía más de clásico puro que de clásico francés: «La elegancia de Racine -escribe- es perfecta; pero no es [p. 299] suprema como la de Virgilio». Otros dichos suyos han conquistado ya la inmortalidad: «Dios, no pudiendo conceder a los griegos la verdad, les dió la poesía». Y ¿cuál era su concepto de la poesía? Nunca la define sino con imágenes a cual más graciosas: «En todas las palabras que emplea un verdadero poeta hay para los ojos cierto fósforo; para el gusto, cierto néctar; para la atención, una ambrosía que no hay en las otras palabras». «Hay versos que por su carácter parecen pertenecer al reino mineral, porque tienen su ductilidad y su brillo; otros al reino vegetal, porque tienen su savia; otros pertenecen al reino animal, y tienen vida: los más bellos son los que tienen alma: pertenecen a los tres reinos, pero a la Musa pertenecen todavía más». «El alma se canta naturalmente a sí misma, todo lo que es bello o le parece tal: no se lo canta siempre con versos o con palabras medidas, sino con expresiones e imágenes en que hay cierto sentido, cierto sentimiento, cierta forma y cierto color, que tienen cierta armonía la una cosa con la otra y cada una dentro de sí».

De este espíritu sutilísimo, etéreo y luminoso, algo paradójico en la expresión, algo humorista y fantástico, pero enamorado siempre de todo lo bello y santo, decían sus amigos que parecía un alma que había encontrado por casualidad un cuerpo, se había alojado en él como había podido y no veía el momento de salir de ella. Fué el teórico de todas las delicadezas idealistas. «Donde no hay delicadeza no hay literatura -decía-. Ni temo ni odio la fuerza, pero estoy algo desengañado de ella; es una cualidad que solamente es loable cuando está oculta o velada. En el sentido vulgar de la palabra, Lucano tenía más fuerza que Platón. La fuerza no es la energía: algunos autores tienen más músculos que talento».

La celebridad de este soñador es completamente póstuma, y no ha hecho más que acrecentarse con el transcurso del tiempo. No es popular, ni puede serlo; pero hay muchos que preferirían ser autores de su libro de Pensamientos más bien que de todas las voluminosas y espléndidas producciones de Chateaubriand. Esta admiración ha traspasado los límites de Francia, y ha dictado al primero de los críticos ingleses de nuestros días, a Matthew Arnold, páginas que terminan con una especie de apoteosis. «Vivió en los días de los filisteos, cuando toda idea corriente en [p. 300] literatura tenía el sello de Dagón, y no el sello de los hijos de la luz... Pero hubo unos pocos que, aleccionados por alguna tradición secreta, o iluminados quizá por divina inspiración, se libraron de las supersticiones reinantes , y no doblaron la rodilla ante los ídolos de Canaan, y uno de estos pocos se llamaba Joubert».

Así como Chateaubriand tuvo su pequeño grupo literario, en el cual con méritos desiguales figuraron, además de los autores citados, el poeta Chênedollé, Guéneau de Mussy y otros, [1] así también Mad. de Staël tuvo el suyo, no menos selecto y mucho más decididamente romántico. En este grupo hay que poner a Guillermo Schlegel, que escribió en francés la Comparación entre las dos Fedras (1807), y fué principal inspirador del libro De Alemania. Hay que contar también a Benjamín Constant (de Lausana), tan célebre en otro tiempo como publicista de la escuela doctrinaria, y hoy mucho más célebre, con celebridad casi novelesca, por sus lances de amor y fortuna con grandes damas de su tiempo, y también por su singular novela psicológica titulada Adolfo (1815), libro de observación admirable y despiadada, donde se diseca con rigor anatómico una variante del mal de René, mucho menos poética y más opaca que la primitiva. Si es retrato del alma del autor, ¡qué seca y gastada debía de tenerla! Pero al mismo tiempo, ¡qué sutileza de análisis en este producto de extrema decadencia, cuyo autor no parece haber sido joven nunca! Como crítico iniciador, merece recuerdo por sus Reflexiones sobre la tragedia, que acompañan a la imitación en verso que publicó del Wallenstein de Schiller en 1809, defendiendo, aunque tímidamente, las libertades del teatro inglés y alemán.

Otro escritor suizo del grupo de Mad. de Staël contribuyó a propagar el estudio de las literaturas comparadas, y a emancipar la imaginación francesa de la supersticiosa adoración de sí propia. Fué éste Sismondi de Sismonde (1773-1842), investigador concienzudo, cuya Historia de las repúblicas italianas conserva todavía mucha estimación, a pesar de las rectificaciones que naturalmente ha ido trayendo el progreso de los estudios, y a pesar de las preocupaciones calvinistas del autor, refutadas [p. 301] admirablemente por Manzoni en su libro De la Moral Católica. El mismo espíritu domina en su Historia de las literaturas del Mediodía de Europa (1813), que naturalmente ha envejecido mucho más; pero que tuvo en su tiempo y aun después notable influencia. Sismondi trabajó sobre el plan de la obra alemana de Bouterweck, y aun tomó de ella la mayor parte de sus noticias concernientes a las literaturas castellana y portuguesa. En cuanto a la provenzal, no alcanzó siquiera los trabajos de Raynouard, y tuvo que limitarse al pobrísimo libro de Millot; y en la italiana, que conocía más directamente, no adelantó mucho sobre Guinguené. Pero la idea de presentar juntas las literaturas meridionales, afirmando la unidad superior del genio neo-latino, era sin duda idea alta y fecunda, aunque Sismondi, escritor mediano y más laborioso que genial, no acertase a desarrollarla. Hay además, en el libro, en medio de innumerables errores de todos géneros, que arguyen preparación muy insuficiente, algunas observaciones históricas profundas, algunos juicios felices, que bastan para que todavía se le mire con cierto respeto. Es un libro de vulgarización muy incompleto, pero que en su día fué útil. Lo poco que supieron de literatura extranjera los románticos franceses fué aprendido en el libro de Sismondi y en la Alemania de Mad. de Staël. De la difusión del primero en Europa dan testimonio la traducción alemana de Hain en 1815, la inglesa de Roscoe en 1823, y la muy interesante de la parte española, corregida y adicionada hasta duplicar su volumen, por Figueroa y Amador de los Ríos en 1842.

También deben referirse al grupo de Coppet las traducciones de algunas obras alemanas, de capital importancia crítica. En 1812 apareció la Historia de la literatura española, de Bouterweck, desglosada de su obra lata sobre las literaturas de Europa, y traducida por Mad. de Streck, con un prólogo de Stafer, recomendando el estudio de nuestras letras por consideraciones de historia filosófica. El prologuista sostiene que «si los poetas franceses se hubiesen atenido a las costumbres, a los sentimientos, a las instituciones de nuestros abuelos, a nuestros usos y a nuestra religión, hubiera tenido Francia algo mejor que una literatura híbrida o descolorida, compuesta unas veces de elementos heterogéneos y contradictorios, y calcada otras sobre un tipo extraño a nuestras ideas y nuestro modo de ser: literatura griega en [p. 302] caracteres occidentales, calco infeliz de la literatura de los antiguos, imagen débil y pálida de un original lleno de vida y de color; copia, en fin, semejante a esos fríos grabados que tienen la pretensión de reproducir los cuadros de Rubens y del Ticiano». Comenzaba a insinuarse la intolerancia romántica, de que luego veremos tantos ejemplos. En 1814 fué traducido el Curso de literatura dramática de Guillermo Schlegel, por Mad. Necker de Saussure, que se creyó obligada a templar en un prólogo las invectivas de Schlegel contra el teatro francés. Pero la influencia del prólogo no contrarrestó a la del libro. La causa de los innovadores, definitivamente ganada en el campo de la teoría, iba a serlo muy pronto y ruidosamente en el campo del arte. Pero como los grandes poetas (salvo Chateaubriand, cuya prosa fué la unica poesía de entonces) no habían aparecido aún, el movimiento de las ideas literarias en tiempo del imperio apenas salió de los libros de crítica. Todavía hay que citar algunos dignos de alabanza. Tal es, sin duda, el excelente Cuadro de la literatura francesa durante el siglo XVIII, publicado en 1809 por Barante, tan célebre luego como historiador de los Duques de Borgoña. Este Cuadro debe leerse, aun después de conocido el de Villemain. No es tan anecdótico y pintoresco, pero tiene criterio más firme y más ideas de conjunto. El autor conviene con Mad. de Staël en mirar la literatura principalmente bajo el aspecto social, pero ni justifica ni absuelve el espíritu filosófico del siglo XVIII. Trata duramente a Rousseau, y no con más blandura a Diderot. En literatura propende al romanticismo histórico y a la rehabilitación de la Edad Media. «El siglo de Luis XIV nos ha hecho olvidar -dice- que Francia tenía una gloria más antigua y más solemne que la de ese siglo de elegancia». La idea era profunda para escrita en 1809; Chateaubriand en El Genio del Cristianismo no la había sospechado siquiera. Barante, conocedor de la literatura alemana, fué también el primer traductor completo del teatro de Schiller; pero esto en tiempos bastante posteriores, cuando ya su talento había llegado a perfecta madurez dentro de la vía romántica, y había aplicado a la historia los procedimientos pintorescos de la novela de Walter Scott. @REPIE302@1@

[p. 303] También pertenecen a esta época los primeros ensayos del gran iniciador literario Claudio Fauriel (1772-1844). Lo que en sus trabajos de erudición haya de incompleto o de poco seguro, no debe hacernos cometer injusticia con aquel insigne varón, que fué el más incansable propagandista de las literaturas extranjeras en Francia, y el primero que llevó formalmente a la cátedra el estudio de los orígenes literarios de la Edad Media. Por su educación y sus primeras relaciones, Fauriel pertenecía al grupo de los ideólogos, y había sido amigo y testamentario de Cabanis, que le dirigió sus Cartas sobre las causas primeras; pero desde el principio se había distinguido de los hombres del siglo XVIII por un instinto de curiosidad histórica desinteresada que ellos no tuvieron nunca; por un gusto más liberal y hospitalario. Se ha dicho de él que siempre estuvo adelantado en más de veinte años a las ideas dominantes. Ya en 1810 había traducido y publicado un poema alemán, la Partheneida del danés Baggesen, especie de idilio épico al modo de la Luisa de Voss o de Hermann y Dorotea. A la traducción acompañaban unas excelentes reflexiones preliminares sobre este nuevo género de imitación homérica. Amigo íntimo de Manzoni, a quien conoció muy joven en el círculo de Mad. de Condorcet, tradujo en 1823 las dos tragedias Carmagnola y Adelchi, de cuyos coros decía que le aceleraban el pulso como los de Eurípides; y tradujo también el diálogo de Hermes Visconti contra las unidades dramáticas, al cual sirve de admirable complemento la carta que en francés escribió Manzoni a M. Chauvet, que había juzgado su obra con criterio clásico. En 1824, siguiendo Fauriel las huellas de los grandes colectores de la poesía popular en Alemania e Inglaterra, publicó los Cantos de la Grecia Moderna, con un prólogo en que se define admirablemente el carácter de este género de poesía, que participa del privilegio de las obras de la naturaleza. La colección fué acogida con entusiasmo, y no sólo influyó en el estudio cada vez más asiduo de las literaturas populares, sino también en el filo-helenismo y orientalismo de los románticos. Sin ser historiador de genio como Agustín Thierry, contribuyó a la renovación de la crítica histórica y de los métodos narrativos, con su Historia de la Galia Meridional desde la invasión de los bárbaros hasta la desmembración del imperio carolingio. Fué el primer profesor de literatura extranjera en la Sorbona, [p. 304] inaugurando su enseñanza en 1830. A ella debemos una porción de estudios que hoy pueden parecer anticuados; pero que en medio de algunas teorías insubsistentes y abandonadas ya por todo el mundo, como la de la influencia provenzal omnímoda, contienen una masa de investigaciones propias y de adivinaciones críticas, para aquel tiempo extraordinarias. La historia de la Literatura Provenzal [1] es de todos estos trabajos el que debe consultarse con más cautela, por el empeño temerario en que el autor se puso de demostrar el supuesto origen provenzal de las canciones de gesta francesas, lo cual le hace descuidar el principal objeto del curso, que debió ser la poesía lírica, e introducir mil discusiones extrañas a su asunto. De todos modos, parece extremado el rigor con que juzgan este libro los provenzalistas modernos, guiados, en verdad, por un método más severo y por la aversión a toda retórica y a toda generalización sistemática. Hoy esto es lo más seguro y lo que conviene: quizá en los tiempos de Fauriel podía tener disculpa una filología algo más aventurera y temeraria, [2] pero por lo mismo, más acomodada para ejercer prestigio inmediato sobre espíritus no educados todavía en los métodos de la investigación rígida. Así y todo, ¡qué diferencia entre los cursos de Fauriel y los cursos puramente oratorios de Villemain, diferencia mucho mayor, sin duda, que la que separa a Villemain de La Harpe!

Otros rastros nos quedan de la enseñanza de Fauriel, que ocupó los últimos quince años de su vida: algunas lecciones sobre la epopeya homérica, un curso sobre Dante y los Origenes de la lengua y de la literatura italiana, [3] algunos fragmentos de literatura española, que versan especialmente sobre la vida y teatro [p. 305] de Lope de Vega. [1] Ningún crítico francés de su tiempo estudió tantas cosas y con tanto provecho, ni extendió más lejos el radio de sus investigaciones. Fué de los primeros en adquirir nociones de sánscrito; supo el árabe, los dialectos célticos y hasta el vascuence. Y sea cual fuere el valor positivo de los resultados de su enseñanza, siempre habrá que resumirla en una frase honrosísima: «fundó en Francia el estudio de las literaturas comparadas». Ampère, Ozanam y muchos otros son discípulos y continuadores suyos. También ellos comienzan a anticuarse: se dice que en sus trabajos hubo mucho dilettatismo, pero sólo a este precio podia ir entrando en la general cultura el estudio de la Edad Media, que es de interés bastante general para que no debamos relegarle a las compilaciones diplomáticas ni a los ingentes volúmenes de la Historia literaria, inaccesibles a los profanos.

El deseo de seguir hasta el fin la brillante y civilizadora carrera de Fauriel nos ha hecho apartarnos de aquella literatura de principios del siglo, a la cual se remontan sus primeros ensayos. Todavía podemos encontrar en ella los nombres de otros iniciadores de nuevas formas de pensamiento o de expresión que habían de tener influjo más o menos decisivo, más o menos visible, durante el período romántico. Es imposible, por ejemplo, omitir a [p. 306] Senancour, el solitario y misantrópico autor de las Reveries (1799) y de Obermann (1804), un hijo de Rousseau y hermano de René, aunque con variantes notables y fisonomía propia: pesimista glacial, pero resignado con cierta nobleza estoica; mezcla rara de ateo y de teósofo; y, sobre todo, admirable paisajista. Si en la melancolía de Chateaubriand hay un fondo epicúreo, en la de Senancour hay un fondo budista. En este concepto, no puede decirse que su influencia haya terminado: al contrario, parece que se ha recrudecido en estos últimos tiempos. No será extraño que exista a estas horas algún cenáculo donde se dé culto a Obermann y se intente como él llegar a la abdicación de la voluntad en el seno de la naturaleza. Matthew Arnold le ha celebrado en unas estancias admirables, compuestas a la vista del lago de Ginebra. «Nuestra vida corre demasiado atropellada -dice el poeta inglés-, para que lleguemos a alcanzar la dulce calma de Wordstworth o la luminosa y amplia intuición de Goethe. Y por eso nos volvemos a ti, ¡oh sabio tristísimo!, y sentimos tu magia y tu encanto. El enigma inextricable y desesperado de nuestra edad, tú le has escudriñado. Inmóvil te sientas, tranquilo como la muerte, armado para el dolor. Fría es tu cabeza, frío tu sentimiento, helada tu desesperación... Tú, que miraste desde lejos la lucha de la vida y no te mezclaste en ella, tú solo sabes cómo han pasado las cosas, porque solamente vive con la vida de todos el que ha renunciado a la suya. Y por eso venimos a ti, ¡oh maestro! Espesas nubes se han amontonado cerca de la piedra donde te sientas. El reino de tu pensamiento es triste y frío; el mundo es más frío aún. Pero tú tienes placeres que compartir con los que se acerquen a ti; en las brisas de tu montaña flotan bálsamos...»

No se puede expresar mejor la indefinible y siniestra poesía, el adormecedor panteísmo que se desprende de las páginas de Obermann, sino recordando algunos versos del mismo Arnold, y, sobre todo, algunos de Shelley. Es una sombra maléfica, pero que infunde tales contemplaciones, que los que han llegado a gustarlas alguna vez, no aciertan a romper nunca su funesto encanto, que a la larga puede incapacitar totalmente para la acción viril.

Hasta como paisajista parece Senancour de otra familia que Chateaubriand; éste, gran pintor de las llanuras; aquél, [p. 307] incomparable pintor de las montañas. [1] «Tuvo la opresión de las montañas sobre el corazón -dice Mateo Arnold-; tuvo los contornos virginales de las montañas «en su estilo blanco». No se puede decir que este misterioso personaje dejara ningún discípulo directo, pero su literatura obró como filtro mágico sobre algunas imaginaciones; la de Jorge Sand, por ejemplo, en algunas de sus primeras novelas (Lelia, Espiridion)..., la de Sainte-Beuve en su primera juventud, en su período elegíaco y místico, en el de Volupté. Aun en sus obras críticas jamás habla de Senancour, sino con el mismo tono de apasionada devoción y respeto religioso con que el iniciado en los misterios de algún culto esotérico hablaría del hierofante que en ellos le hubiese iniciado. [2]

Hubo por estos tiempos otro solitario contemplativo, cuyas aspiraciones morales y religiosas diferían profundamente de las de Senancour, pero que no dejaba de parecérsele por el carácter de sus meditaciones, y por ser como él, un poeta de la metafísica. Este nebuloso escritor, cuya influencia fué tardía, pero más ruidosa que la de Senancour, es el lionés Ballanche (1776-1847), especie de iluminado neo-católico en el sentido verdadero de la palabra, es decir, partidario de un Cristianismo progresivo, [p. 308] difícilmente compatible con la ortodoxia, de la cual, sin embargo, nunca se apartó a sabiendas: hombre por otra parte de altísimas intuiciones históricas mezcladas con alucinaciones y sueños proféticos, en que alternativamente se manifiestan las doctrinas expiatorias de Saint-Martín y José de Maistre, las teorías palingenésicas del ginebrino Bonnet, y las concepciones de la escuela tradicionalista sobre la revelación sobrenatural por medio del lenguaje, «el magismo de la palabra», que implica en el sistema de Ballanche otro magismo o poder taumatúrgico del hombre sobre la naturaleza. Pero lo que Ballanche no debe a nadie, lo que da especial valor y significación honda a sus escritos en medio de las nieblas teosóficas en que están envueltos, es el sentido profundo y rarísimo que tuvo de la poesía de las edades primitivas, del genio de las religiones clásicas y de la poesía sacerdotal y simbólica. Habla de ella como un iniciado en los misterios de Samotracia, como un mistagogo que levanta los velos del santuario eleusino. Más bien que una interpretación laboriosa de los antiguos mitos, como las que hizo en su decrepitud la escuela alejandona, parece que nos transmite una reminiscencia personal de las castas orgías y tremendas purificaciones a que ha asistido. Él mismo se jacta de tener en mucho mayor grado que Virgilio la inteligencia y el respeto de las cosas santas del primitivo paganismo. Esta especie de intuición poético-teogónica, esta nueva interpretación o más bien renovación de la mitología más vetusta, es el alma del Orfeo y de la Antígona de Ballanche, poemas en prosa que, apareciendo después de El Genio del Cristianismo y de Los Mártires, mostraron que no era tan irreparable la sentencia de muerte lanzada por los románticos contra el mundo de la fábula, y que todavía quedaba en él un tesoro de bellezas primitivas, patriarcales y solemnes, no entrevistas siquiera por los pseudo-clásicos. En este concepto Ballanche fué innovador artístico muy digno de recuerdo, y más o menos participan de su influencia todas las poesías de asunto clásico compuestas por los románticos, desde Alfredo de Vigny y Víctor Hugo, hasta Laprade y Leconte de Lisle, y también las historias poéticas o poemas historiales de Michelet y de Edgardo Quinet, discípulo a un tiempo de los dos profetas históricos Ballanche y Herder.

También es imposible omitir, tratando de la literatura del [p. 309] Imperio, los primeros escritos de Carlos Nodier (1780-1844), que no era todavía el ingenioso narrador a quien debemos Inés de las Sierras, El hada de las migajas, Trilby, la leyenda de Sor Beatriz, la de Francisco Columna y tantos otros primores de fantasía y de gracia; ni tampoco el erudito algo superficial, pero excéntrico y chistoso que convirtió la bibliografía en ciencia amena, sino un wertheriano furibundo, un visionario lúgubre, en quien las propias desdichas y el espectáculo de la Revolución francesa habían desarrollado con suma intensidad (hasta tocar en los lindes de la locura) el sentimiento melancólico y la exaltación imaginativa. Así nos le muestran todas sus obras juveniles, El Pintor de Salzburgo (1803), las Meditaciones del claustro, los Ensayos de un joven bardo (1804), Los Tristes o Misceláneas sacadas de los apuntes de un suicida (1806). Pero esta crisis fué pasajera, y de ella salvó a Carlos Nodier su propio espíritu novelesco y aventurero, su movilidad de impresiones y cierto humorismo simpático y benévolo que constituía el fondo de su carácter. Por otra parte, era creyente sincero, disposición que se fué acentuando con los años, pero que ya aparece en la más antigua de sus producciones y la da un matiz especial dentro del wertherismo. «La pistola de Werther y el hacha del verdugo nos han diezmado -exclama-: una nueva generación se levanta y os pide claustros». Nodier, ni se encerró en el claustro ni apeló a la pistola de Werther. La musa de Walter-Scott, y sobre todo la musa de Perrault y la de Hoffmann, comenzaron a arrullarle con más apacibles fantasías y más regalados sueños, y si todavía entre ellos se desliza alguna lágrima, es ya de las cristalizadas en forma de arte, no de las que nacen del frenesí histérico. Nodier fué, a la vez que precursor del romanticismo, uno de sus colaboradores y aliados más asiduos: cuando viejo, lo mismo que cuando joven, marchó siempre a la vanguardia de la escuela. Su grande y positiva originalidad fué la importación del cuento fantástico alemán de Lamotte-Fouqué, de Chamisso, de Hoffmann, de Novalis, de Tieck; aclimatado por él en el país de Europa que parecía menos dispuesto a recibirle. Sus primeras historias de vampiros y demonios nocturnos, Lord Ruthwen y Smarra, causaron general extrañeza, y fueron miradas por la crítica como un producto bárbaro. Nodier demostró entonces que el fondo de Smarra estaba [p. 310] tomado de El Asno de oro de Apuleyo, y que no había en aquella excéntrica fantasía (de la cual dijo Mérimée que «parecía el sueño de un Scytha contado por un griego») una sola imagen que no pudiera encontrarse en algún clásico, griego o latino. La demostración sorprendió por lo inesperada, y aquel ardid de buena guerra fué muy ruidoso y muy celebrado entre los románticos. Fué también Nodier de los primeros en preparar el renacimiento arqueológico de la Edad Media emprendiendo y escribiendo, en colaboración con su amigo el Barón Taylor, Viajes pintorescos por la antigua Francia. Tanta variedad de aptitudes, curiosidad tan inquieta, espíritu tan abierto, gran bondad de alma y sencillez casi infantil, convirtieron a este cuentista bibliómano, deliciosamente enamorado de las musarañas, en ídolo de la juventud romántica, desde Víctor Hugo hasta Alfredo de Musset. [1]

Creemos inútil citar los nombres de otros escritores oscurísimos que por una u otra razón pueden ser considerados como precursores del romanticismo en los primeros años de nuestro siglo. La mayor parte son wertherianos estrafalarios, a quienes la indulgencia de Nodier concedió cierta celebridad póstuma, pero cuyas producciones, débiles y enfermizas, sólo pueden citarse como signo de los tiempos, y como testimonio de aquel género de desesperación moral que suele acompañar a la impotencia literaria. Alguno de estos genios no comprendidos pertenecen todavia al siglo XVIII. Además de las Aventuras del joven D'Olban (1777), que ya hemos citado, y que son sin duda la más antigua [p. 311] imitación francesa de la célebre novela de Goethe; hubo la Colección de novelas imitadas del alemán (1786), por Nicolás Bonneville, especie de loco literario, cuyo retrato nos ha dejado Nodier en sus Recuerdos de la Revolución; y hubo El último Hombre, poema en prosa de Granville, otro escritor famélico y trastornado, que acabó por poner en acción el desenlace del Werther, arrojándose al agua en 1805. También puede citarse, en otro orden de ideas, a Marchangy, que comenzó a publicar en 1813 una obra voluminosa, y hoy totalmente olvidada, con el título de La Galia Poética, y el declarado propósito de rehabilitar la poesía de la Edad Media, así como Chateaubriand había rehabilitado la del Cristianismo. El autor se complace en formular proyectos de epopeyas y de dramas, para que los poetas los ejecuten; y estudia, desde el punto de vista estético, el blasón y la heráldica. Víctor Hugo mostró luego el partido que podía sacarse de todo esto; pero es dudoso que la Edad Media de Marchangy, falsa y melodramática, ni las peregrinaciones de su Tristán el viajero por las abadías y los castillos del siglo XIV, sedujeran a nadie, ni contribuyeran mucho a la propaganda romántica. En arte, las intenciones no salvan, y Marchangy no tenía más que buenas intenciones.

En cambio, una frase sola lanzada por un pensador eminente, puede tener más resonancia que centenares de volúmenes farragosos. Tal aconteció con unas palabras de Bonald, [1] escritas en su Legislación primitiva (1802), y comentadas luego en otros escritos suyos, especialmente en un fragmento sobre el estilo y la literatura (1806), reproducido en sus Misceláneas: «La literatura es la expresión de la sociedad». De aquí deducía Bonald que la literatura seguía las mismas fases que él asignaba a la general historia humana, pasando del género familiar, patriarcal y doméstico, al género heroico y público. «Porque los pueblos nacientes son naciones divididas por familias, y los pueblos civilizados son familias reunidas en cuerpo de nación, familiae gentium, que dice la [p. 312] Escritura». A la sociedad doméstica corresponde el idilio, a la sociedad heroica la epopeya. Sea lo que quiera de esta aplicación histórica tan en desacuerdo con los hechos, que nos muestran el idilio como un género tardío y de cultura refinada (el mismo Cantar de los Cantares pertenece a la época más adelantada de la civilización hebrea); lo importante en estas páginas de Bonald es la fórmula ya copiada, que tantos han repetido, sin saber su autor, y otros atribuyéndosela a Mad. de Staël, cuyo libro De la literatura está inspirado por un concepto algo semejante; salvo que Bonald ve en el Cristianismo el término del progreso, mientras que Mad. de Staël le dilata indefinidamente.

Notas

[p. 259]. [1] . Oeuvres complètes de Mme. la Baronne de Staël Holstein: París, Didot, 1843, tres tomos 4º En el tomo I pueden verse las Cartas sobre el carácter y escritos de Juan Jacobo Rousseau, el Ensayo sobre las ficciones, el libro De la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones, el de La Literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales y la novela Corina, en que tienen especial interés para nuestro objeto los libros V, VI, VII, VIII y IX, que tratan de la literatura y de las artes en Italia. La Alemania está en el segundo tomo.

Es imposible recordar todo lo que se ha escrito acerca de Mad. de Staël. Nos limitaramos a mencionar las lecciones 59 y 60 del curso de Villemain sobre el siglo XVIII, el extenso estudio de Sainte-Beuve en los Portraits de Femmes, dos artículos del mismo en el tomo II de los Nuevos Lunes, y por incidencia en otras muchas partes, especialmente en el tomo XII de los mismos Nuevos Lunes, y en el libro acerca de Chateaubriand y su grupo literario . Sainte-Beuve es, sin duda, quien más a fondo ha comprendido el espíritu y el carácter de Mad. de Staël; pero todavía puede leerse con interés un reciente estudio de E. Faguet, publicado en la Revue des Deux Mondes . Véase además E. Caro, La fin du dix-huitième siècle , tomo II, páginas 119 a 189, donde se contienen interesantes detalles sobre Mad. de Staël y sus amigos; P. Albert, Les Origines du Romantisme , pág. 191; Merlet, en su obra ya citada sobre la literatura de la época imperial, y, en suma, todos los que más o menos han discurrido sobre el movimiento de las ideas literarias en nuestro siglo, especialmente Brandes. Es riquísima fuente de noticias el libro de lady Blennerhasset, Frau von Staël (Berlín, 1888 y 89), traducido al francés por Dietrich con el título de Mad. de Staël y su tiempo . Escrito ya este artículo, llega a mis manos otro interesante estudio de Alberto Sorel ( Mad. de Staël ), que forma parte de la serie de biografías tituladas Les Grandes Ecrivains Français .

[p. 266]. [1] . Salvo el ejemplo del insigne Jesuíta español, autor Dell' Origine Progressi et stato aituale d'ogni letteratura.

 

[p. 274]. [1] . SAINTE-BEUVE: Chateaubriand et son groupe, I, 55.

[p. 276]. [1] . La Grèce, Rome et Dante , pág 202.

[p. 279]. [1] . De l'Allemagne, 2 éme partie, cap. II.

[p. 281]. [1] . Para apreciar exactamente el cambio que las ideas de Mad. de Staël experimentaron en sentido cada vez más religioso y espiritualista durante sus últimos años, debe leerse la interesante Noticia sobre su carácter y escritos , redactada por su prima Mad. Necker de Saussure, y que figura al frente de todas las ediciones completas de sus obras.

[p. 282]. [1] . Sobre Chateaubriand el libro capital, aunque tachado por algunos (no por nosotros), de severidad excesiva, es el de Sainte-Beuve, Chateaubriand et son groupe littéraire sous l'Empire, curso explicado en la Universidad de Lieja, de 1848 a 1849 (dos volúmenes). Véase también, más por el ilustre nombre del autor que por otra cosa, el tomo I de la obra póstuma de Villemain, La Tribune Moderne (1858), dedicado todo él a Chateaubriand, a quien estudia, no solamente como orador parlamentario, según pudiera inferirse del título, sino en toda la extensión de su carrera literaria y política. El libro de Villemain es una especie de himno o canto de apoteosis. Por el contrario, un artículo de Scherer en el tomo I de sus Etudes sur la littérature contemporaine, puede citarse como lo más áspero y denigrante que se ha escrito contra Chateaubriand. En estos últimos años se nota una reacción en favor de sus grandes cualidades artísticas, que ha sabido apreciar dignamente, y quizá exagerar en algún punto, E. Faguet en uno de sus recientes y deliciosos Etudes Littéraires sur le dix-neuvième siècle.

 

[p. 283]. [1] . Allí estaba en las primeras ediciones.

[p. 286]. [1] . Véase el prólogo de sus Récits des temps Mérovingiens.

 

[p. 287]. [1] . Se entiende la de Apolonio de Rodas, no la de los trágicos.

[p. 289]. [1] . Tal me parece que debe ser en castellano (y no Salambó) el verdadero nombre de la heroína de Flaubert, evidentemente tomado del de aquella deidad cartaginesa que todavía tenía culto en Sevilla en los días del martirio de Santas Justa y Rufina.

[p. 289]. [2] . Véanse en las Memorias de Max. du Camp chistosas anécdotas sobre este punto.

[p. 296]. [1] . Vid. sobre Fontanes un largo estudio de Sainte-Beuve en los Portraits Littéraires, tomo II.

[p. 298]. [1] . Pensées, Essais, Maximes et Correspondance, de M. Joubert, publicados en 1842 por su sobrino P. Raynal, en dos volúmenes. Han escrito sobre ellos, además de otros muchos críticos, Sainte-Beuve (Portraits Littéraires, tomo II, y Causeries du Lundi, tomo I); Caro (Mélanges et Portraits, tomo II), y, sobre todo, Matthew Arnold (Essays in Criticism, tomo II.)

[p. 300]. [1] . Sobre todos estos personajes y otros más oscuros hay cuantos detalles pueden apetecerse en el Chateaubriand de Sainte-Beuve.

[p. 302]. [1] . Hay de Barante tres tomos de Mélanges Littéraires (1825).

[p. 304]. [1] . Histoire de la Poésie Provençale, Cours fait à la Faculté des Lettres de Paris, par M. Fauriel. París, Labitte, 1846, tres tomos. (Publicación póstuma, lo mismo que la de las lecciones sobre Dante.)

[p. 304]. [2] . Fauriel, como todos los idólatras de lo que llaman genio popular, estaba expuesto a grandísimas credulidades, por empeño romántico de encontrar poesía nacional en todas partes. Su autoridad contribuyó mucho a que pasasen por buenas falsificaciones tan torpes y desmañadas como el canto de Lelo, el de Altabiscar y otros tales.

[p. 304]. [3] . Dante et les origines de la langue et de la littérature italiennes. Cours fait à la Faculté de Lettres de Paris, par M. Fauriel. París, A. Durand, 1854.

[p. 305]. [1] . Es lástima que no hayan sido recogidos en un volumen los estudios de Fauziel sobre nuestra literatura. El plan general del curso se publicó en la Revue Française de 1838. La Revue des Deux Mondes de 1839 y 1843 contiene dos artículos de Fauriel, intitulados Vie de Lope de Vega y Les Amours de Lope de Vcga. Estos artículos, fundados principalmente en el texto de La Dorotea, a la cual da Fauriel valor autobiográfico, dieron motivo a una réplica de Damas-Hinnard (1842) y a un artículo de Magnin en el Journal des Savants (1844). Hay un extracto analítico del curso de literatura española de Fauriel en el Journal de l'Instruction publique (1838 y 1839). Son veinte artículos firmados por E. Burette. Se ve que Fauriel había reconocido la unidad del genio español, y se remontaba a sus origenes, hablando primero de turdetanos y celtíberos, luego de la literatura hispano-latina, gentil y cristiana, y también de la árabe, todo ello algo rápidamente, pero con conocimiento de causa. Exageraba la influencia provenzal, según su costumbre, buscando en los relatos épicos castellanos la confirmación de su teoría sobre las gestas francesas. Trataba con detención, y al parecer con recto juicio, la historia del teatro hasta Lope de Vega, en quien terminó el curso.

Hay dos excelentes trabajos sobre Fauriel, uno de Sainte-Beuve en el tomo IV de los Portraits Contemporains, otro de Ozanam (Mélanges, tomo I).

[p. 307]. [1] . Senancour mismo define bien el carácter singularísimo de sus descripciones, diciendo que son «de las que sirven para hacer entender mejor las cosas naturales y para dar indicios, acaso excesivamente desdeñados, sobre las relaciones del hombre con lo que llamamos lo inanimado». Por eso rechaza todas «esas figuras triviales empleadas ya un millón de veces, y que no hacen más que debilitar el objeto que pretenden engrandecer». Denomina romántico su arte, pero le distingue escrupulosamente del arte romanesque o novelesco, «Lo novelesco seduce las imaginaciones vivas y floridas; lo romántico es lo único que habla a las almas profundas, a la verdadera sensibilidad... Los efectos románticos son los acentos de una lengua que no todos los hombres conocen, y que es extranjera en muchos países. Y, sin embargo, esta armonía romántica es la única que conserva a nuestras almas los colores de la juventud y la frescura de la vida. El hombre de sociedad no siente estos efectos demasiado lejanos de sus hábitos; acaba por decir: ¿qué me importa? Pero vosotros, hombres primitivos, lanzados acá y allá en el siglo vano para conservar la huella de las cosas naturales, vosotros os reconocéis y os entendéis en una lengua que el vulgo no sabe».

En la carta 21 de Obermann trae esta definición de la belleza: «Lo bello es lo que excita en nosotros la idea de relaciones dispuestas para un mismo fin, según conveniencias análogas a nuestra naturaleza».

[p. 307]. [2] . Vid. Portraits Contemporains, tomo I.

[p. 310]. [1] . Sobre Nodier, véase especialmente el estudio de E. Montégut (Nos Morts Contemporains, 1 ère serie). Uno de los resultados del romanticismo fué el despertar en Francia las energías características de las diferentes regiones, violentamente anuladas por la centralizadora disciplina clásica. Así como en Chateaubriand, en Lammenuais y en Renán se manifiesta, aunque de diversos modos, la genialidad bretona; así Nodier (que se llamaba a sí propio francés conquistado), Víctor Hugo (nacido en Besançon «vieille ville espagnole»), y Proudhon, hijos los tres del Franco-Condado, parecen haber conservado, cada cual a su modo, cierta intemperante bizarría y fogosidad de imaginación, cierta potencia de color, que no van mal con los orígenes históricos de su provincia, la cual hasta mediados del siglo XVII no dejó de ser española para convertirse en francesa. Lo cierto es que estos autores son de los que con más facilidad comprendemos y gustamos los españoles, al paso que el tipo literario francés puro, el francés clásico, llámese Racine o Voltaire, generalmente se nos resiste.

[p. 311]. [1] . Suprimo constantemente, delante de los apellidos franceses que la llevan, la engorrosa partícula de, que en Francia tiene cierto sentido nobiliario, pero que entre nosotros no tiene semejante significación, ni otra ninguna, como no sea la de procedencia. Los franceses mismos la suprimen cuando se trata de los nombres consagrados y verdaderamente ennoblecidos por la gloria, y dicen a secas Chateaubriand, Lamartine, etc.