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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO IX.—ENSAYOS DE ESTÉTICA POSITIVISTA (VÉRON).—TRABAJOS DE DUMONT, PHILBERT Y MICHIELS SOBRE «LA RISA» Y LO «CÓMICO».—ENSAYO DE G. SÉAILLES SOBRE EL «GENIO» EN EL «ARTE».—ESTUDIO DE KRANTZ SOBRE LA ESTÉTICA CARTESIANA.

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DESCENDER más parece enteramente inútil. Conocidas las lecciones de Taine, apenas hay sufrimiento para leer ningún otro libro francés sobre filosofía del arte. ¿A qué dar importancia a tan incoherentes rapsodias, cuyos autores se han limitado las más veces a estampar sobre el papel lo primero que se les ha pasado por las mientes, creyendo de buena fe que con esto construían una teoría, la cual ciertamente no valía ni más ni menos que las teorías antecedentes y subsiguientes engendradas por el mismo procedimiento de espontaneidad racional? De todas ellas puede decirse algo semejante a lo que se dijo de la Henriada de Voltaire al tiempo de su aparición: «Es la mejor epopeya que ha salido este año». Con la portentosa habilidad que los franceses poseen para escribir de un modo agradable y hacerse leer donde quiera, aunque nada enseñen, cualquier profesor de colegio enjareta un libro con cuatro vaguedades platónicas o eclécticas; y cátate una nueva estética espiritualista: cualquier coleccionista al por menor, cualquier dilettante de museo y de bric-á-brac, nos regala sus impresiones y fallos doctrinales sobre todos los grandes maestros, y entonces resulta una estética impresionista, pintoresca o itineraria. También hay algunos que elaboran lo que llaman estética científica, es decir, positivista o materialista, hablando mucho de la selección natural, de la herencia y de la correlación [p. 150] de las fuerzas. El tipo de estas estéticas es la compuesta y dada a luz por Eugenio Véron en 1883, [1] libro baladí, que únicamente citamos por la boga inmerecida que alcanza entre nosotros (compartiéndola con Jungmann y Krause) y por pertenecer a una biblioteca que ha publicado libros serios e importantes, como la Antropología de Topinard y la Lingüística de Abel Hovelacque. Pero éste de Véron no lo es en manera alguna, ni tiene de bueno otra cosa que lo mucho que copia de Viollet-le-Duc y de Carlos Blanc (a quienes conoceremos en el capítulo siguiente), y los resúmenes que hace de las teorías acústicas de Helmholtz, expuestas antes por Laugel con bastante esmero. Notables páginas extractadas de Fromentin, de Thoré, de Teófilo Sylvestre, de Ph. Burty y de otros ilustres críticos de artes, contribuyen a dar algún valor de compilación al libro de Véron; pero todo lo que contiene de teoría es pobre, superficial e infelicísimo. ¡Qué diferencia de los bellos e ingeniosos ensayos con que positivamente han enriquecido y hecho adelantar la ciencia en puntos particulares los evolucionistas ingleses Herbert Spencer y Grant-Allen!

Para Véron, el toque del positivismo estético consiste en reírse neciamente de lo que él llama las réveries de los metafísicos, y la ontología quimérica (como si la Ontología, que es el tratado del ser, no fuese tan indestructible como el ser mismo y no yaciese implícita en el fondo de toda ciencia); en entablar una discusión verdaderamente cómica contra Platón; en maldecir del estudio de los modelos y de la enseñanza académica, y no reconocer otro criterio en artes que la personalidad del artista, que puede ser una detestable personalidad. «El arte (dice) no es otra cosa que una resultante natural del organismo humano, el cual está constituído de tal suerte, que encuentra un goce particular en ciertas combinaciones de formas, de líneas, de colores, de movimientos, de sonidos, de ritmos, y de imágenes». Los principios en que estas combinaciones se fundan son principios físicos, derivados de la óptica y de la acústica. El autor confiesa que aun en esta parte las explicaciones distan mucho de ser completas y satisfactorias, y que todavía queda por resolver un gran número de problemas, a pesar de lo cual opina, y nosotros con él, que se pueden marcar [p. 151] ya con cierta precisión las líneas generales, merced a los trabajos de Helmholtz, de Brücke, de Blaserna. Pero nos queda la parte más difícil y la única propiamente artística, a juicio del mismo Véron, es decir, «la explicación de los fenómenos cerebrales, lo que se llama vulgarmente los efectos morales del arte». En esto (y conviene recoger la confesión, porque nos da la medida de lo que puede valer la estética positivista) «estamos reducidos a un puro empirismo; nos limitamos a recoger y hacer constar hechos, y clasificarlos en el orden que nos parece más verosímil». De donde se infiere que la estética de los positivistas no es tal ciencia, sino una masa indigesta de hechos aislados, puesto que los únicos principios que con certeza posee tiene que pedirlos prestados a la Física general, y en rigor dejan intacto el fenómeno estético, aunque sirvan para explicar las condiciones materiales de su aparición. Por eso nuestro autor, viéndose forzado a escribir una estética experimental sin experimentos, ha recurrido al cómodo principio de la impresión personal, anunciándolo en estos términos pomposos: «La Ontología desaparece para dar lugar al hombre.(No parece sino que el hombre no es un ser, y que ya no le alcanzan las leyes de la Ontología: ¡qué ocurrencias tienen estos positivistas!) No se trata ya de realizar la Belleza eterna e inmutable de Platón: el valor de la obra de arte no consiste más que en el grado de energía con que manifiesta el carácter intelectual y la impresión estética de su autor». Por esta regla, Courbet, de quien no puede negarse que expresaba con energía y franqueza su carácter y su impresión estética o, como dicen otros materialistas, su temperamento, resultará un artista muy superior a Leonardo de Vinci; y el mismo Proudhon, admirador y apologista de Courbet, será en su prosa (que lo que es de energía y franqueza no carece) un escritor mucho más admirable y perfecto que el divino Platón. La única regla que Véron impone al artista es cierta conformidad con la manera de comprender y de sentir del público a que se dirige. Es así que el culteranismo, y el barroquismo, y todas las degeneraciones han estado en íntima y perfecta consonancia con la manera de comprender y sentir del público a quien se dirigían; luego no hay razon para decir que el arte de Góngora en sus peores tiempos valga menos que el arte de Virgilio, ni el arte de Churriguera y Tomé, menos que el arte de Bramante o de Miguel Angel. [p. 152] La consecuencia se impone, y yo sé que hay artistas y críticos que la aceptan, unos por amor a la paradoja, otros por excentricidad y espíritu de insubordinación, algunos por mal gusto nativo. Véron es de los que han ido más lejos en esta parte, creyendo que por ese camino se llega a la libertad artística, como si ésta consistiera en ponerse ciegamente a sueldo del vulgo o a merced de los propios sentidos. «Con tal que observe las reglas positivas que resultan de las necesidades fisiológicas de nuestros órganos, únicas que son ciertas y definitivas, el artista es libre, absolutamente libre, con la sola condición de ser absolutamente sincero». ¡Como si la mayor parte de los adefesios artísticos no se hubieran perpetrado con toda sinceridad por parte de sus autores!

En suma: Véron nos enseña (y es bastante enseñar) que la Belleza absoluta es una quimera; que tampoco existe el arte en sí , ni, por consiguiente, estética definitiva y cerrada. Ni estética de ningún género, añadirá para sus adentros el lector reflexivo y prudente. Y en verdad que si todas las Estéticas fuesen como ésta, poco se perdería en que no existiese semejante ciencia. Hemos oído decir, aunque debe ser de broma, que este M. Véron, antes de ser estético, fué fondista en París. Compadecemos de todas veras a los comensales de su Table d'hóte, si los manjares y guisos que les servía estaban tan mal codimentados como sus salsas caleotécnicas.

Más enseñanza que las estéticas generales (que no suelen pasar en Francia de la categoría de libros de vaga y amena recreación, ni compensan casi nunca el tiempo que se gasta en leerlas), suministran algunos excelentes libros prácticos como la Gramática de las artes del dibujo, de que por el momento prescindimos, y también algunas interesantes monografías, estudios sueltos y tesis doctorales. Aquí sólo mencionaremos las que son de pura teoría.

Tenemos, ante todo, tres libros sobre la teoría de lo cómico y de la risa, tan profundamente dilucidada en Alemania por Richter, Solger y Rosenkranz.

Precisamente en la solución de Juan Pablo está inspirada la que da el primero de estos escritores, León Dumont, autor de un Ensayo sobre las causas de la risa, [1] y conocido además por una excelente traducción de la Poética del grande humorista germánico. Dumont reduce la risa al sentimiento de contradicción, y [p. 153] tiene por risible todo objeto que determina nuestro entendimiento a formar simultáneamente dos relaciones contradictorias a afirmar y negar a un mismo tiempo la misma cosa. Esta doble actividad y excitación del espíritu es la principal causa del placer que nos produce lo risible, el cual, por otra parte, no debe ser confundido con lo cómico. Risible es todo lo que causa risa; cómico es únicamente lo que pertenece a la comedia. El estudio de lo risible corresponde a la Estética pura; el de lo cómico es materia propia de la Poética. Un personaje cómico puede no hacer reír sino en ciertos momentos, y hasta puede no ser risible; porque la risa no es el fin de la comedia, sino solamente uno de sus medios.

La segunda Memoria, que ha obtenido el honor poco justificado de ser premiada por la Academia Francesa (la cual, como se ha visto, tiene mano infelicísima en asuntos de Estética), se titula La Risa: ensayo literario, moral y psicológico, y es obra de un abogado, Luis Philbert, en colaboración con sus amigos León Hardouin y Eduardo Delapouve. Su trabajo se ha reducido a catalogar prolija y desordenadamente «las innumerables antinomias, que son la ley de la Humanidad y de la Creación entera», y, por tanto, la fuente de lo cómico, empezando por las antítesis de lo objetivo y lo subjetivo, de lo absoluto y lo relativo, de lo general y lo particular, de los diversos casos particulares entre sí, de la unidad y la variedad, de la semejanza y la diferencia, de la regla y la excepción, de la acción y la reacción, del hecho y el derecho, del pro y el contra... en suma, de todos los puntos de colisión de la lucha perpetua. Pocas veces hemos visto trabajo más estéril e irracional que el de esta monografía. [1]

No diremos otro tanto del muy ingenioso y sazonado, aunque [p. 154] algo extravagante, libro de Alfredo Michiels, El mundo de lo Cómico y de la Risa (1886). Este libro, que es en gran parte una floresta de hechos y dichos agudos, grotescos y chistosos, contados con bastante sal y con una exorbitante dosis de pimienta, contiene además una verdadera teoría, bastante original y elevada, aunque errónea por extensión. El autor, que era un erudito excéntrico y un crítico enemistado con todos los hombres de letras de su país a quienes persigue con feroces injurias y vituperios, no sólo en este libro, sino en otro suyo titulado Historia de las ideas literarias [p. 155] en Francia, demuestra, en medio de su extraordinaria satisfacción de sí propio y desdén del parecer ajeno, una comprensión más honda de los problemas estéticos que la que es frecuente encontrar en libros franceses. La conquista intelectual de Michiels (como él la llama) puede formularse en la proposición siguiente: «Todo lo que es contrario al ideal absoluto de la perfección humana, excita la risa y produce un efecto cómico». El absurdo de tal proposición salta a la vista, puesto que el crimen, el error, el vicio, toda depravación de la voluntad, de la inteligencia o del sentimiento, contraría evidentemente al ideal absoluto de la perfección humana, y, sin embargo, ni excitan la risa en la mayor parte de los casos, ni nadie se atreverá a llamarlos cómicos cuando tantas veces se presentan como trágicos.

Pero aunque no todo lo que contradice al ideal absoluto sea cómico, nadie duda que lo cómico es un género de contradicción al ideal, y que sólo por comparación instintiva con el ideal produce el efecto de la risa. En esta parte, Michiels ha puesto el dedo en la llaga, pues no sólo enumera y describe de un modo muy ameno y salpicado de ejemplos picarescos las diversas formas de lo cómico material, de lo cómico intelectual, de lo cómico de sentimiento y de pasión, de lo cómico moral o de voluntad, de lo cómico de situación, ya nazca éste de un desacuerdo del hombre con el mundo exterior, ya de un desacuerdo con sus semejantes; no sólo traza un poco caprichosamente el cuadro de las combinaciones trágicas y cómicas en la vida real, en el teatro y en la novela, las cuales son, según él, en número de cuarenta y ocho, ni más ni menos, sino que determina el carácter subjetivo de lo cómico y el sentimiento de lo absoluto que reside en su fondo, y se despierta como chispa eléctrica siempre que le hiere alguna forma, pensamiento o acción defectuosa o viciosa; y finalmente, deslinda los cuatro elementos que van implícitos en el fenómeno de la risa, y son:

1.º La percepción de un defecto material o intelectual, de un desacuerdo entre el hombre y el mundo exterior, o entre el hombre y sus semejantes.

2.º Una intuición rápida y muy viva del principio ideal ofendido, una especie de evocación súbita del tipo absoluto de la perfección humana, de las condiciones de la belleza visible infringidas por la fealdad y la ridiculez material, de los principios de la lógica [p. 156] ultrajados por lo ridículo intelectual, de las prescripciones éticas conculcadas por lo ridículo moral.

3.º Un desdén secreto o manifiesto hacia las deformidades de cuerpo y de espíritu, los errores, torpezas y faltas de previsión ajenas.

4.º Un secreto contentamiento de nosotros mismos, derivado de esa propia vehemente aprensión de la ridiculez ajena, y de la pretensión, bien o mal fundada, que tenemos de estar exentos de los vicios y defectos que censuramos en cabeza ajena.

De aquí resulta la grande importancia moral y social de la risa y de lo cómico, importancia que Michiels expone en términos demasiado enfáticos y solemnes: «Los principios en virtud de los cuales el hombre se ríe, son un apéndice de la moral, completan la teoría, el sistema orgánico de la sociabilidad humana. Lo que no se haría por justicia, por delicadeza, por honor y benevolencia, se hace por temor del ridículo, por no provocar la irrisión y el sarcasmo. Este temor saludable es un auxiliar de la conciencia, y nos dirige en todas las acciones medias que no están positivamente sometidas a los principios del bien y del mal, y en que la norma de nuestra conducta no está rigurosamente trazada. Lo cómico surge como un relámpago de las profundidades del entendimiento. Los preceptos que implícitamente contiene, las obligaciones que impone, son mucho más vastas que las de la moral y de todas las legislaciones.

«... El arquetipo de la vida humana encerrado en lo cómico, es el más vasto conjunto de prescripciones que existe, y su utilidad social concuerda con su extensión... La conciencia y las leyes escritas forman dos líneas de defensa contra el mal; lo cómico es una tercera línea de defensa: estigmatiza y condena las pequeñas transgresiones que los dos primeros centinelas han dejado pasar... Lo cómico encierra una teoría negativa, pero completa, de la vida humana...». [1]

Páginas como éstas, de aguda y penetrante disección psicológica, pesan en la historia de la ciencia bastante más que muchas [p. 157] estéticas elegantes, como la de Lévêque, a pesar de lo cual Lévêque ha sido premiado por tres Academias, y Michiels, tras de verse indignamente plagiado por muchos, no ha recogido en su patria más que olvidos y desdenes, lo cual explica sin duda las intemperancias y crudezas de estilo que afean su indisputable mérito.

También le tiene, como elocuente profesión de evolucionismo estético, el Ensayo sobre el genio en el Arte, tesis doctoral de Gabriel Séailles, y una de las más ruidosas tesis que durante estos últimos años se han defendido en la Facultad de Letras de París. De este libro escribió juez tan inteligente como Caro que «era una especie de epopeya metafísica, exuberante de imágenes». Nada iguala (continúa el mismo crítico del Journal des Savants) a la riqueza, a la variedad de fórmulas con que el autor desarrolla su pensamiento: a veces estas fórmulas, en vez de hacer más claro el pensamiento, le envuelven en un misterio sagrado; parece que vienen de los recónditos santuarios de alguna Eleusis filosófica, y que únicamente son inteligibles para los iniciados».

La tesis, que a los mismos que fueron sus jueces y sus corteses adversarios ha arrancado tales elogios, trata de investigar el gran misterio del genio: cuál es su esencia, cuál el conjunto de causas que le producen, cuáles las condiciones de su aparición, y cuáles los signos auténticos que pueden servir para reconocerle. Para responder a estas cuestiones, Séailles, partidario acérrimo de la filosofía monista, sostiene que la concepción artística y la concepción vital están sujetas a las mismas leyes; que el movimiento del espíritu no hace más que continuar el movimiento de la vida; que las sensaciones y las ideas vienen de un modo inconsciente a agruparse y a formar una síntesis del mundo sensible, la cual a su vez sirve de base para que el espíritu se dé a sí propio el ser, creando la armonía en torno suyo. «El genio es la naturaleza misma que prosigue su obra en el espíritu humano... Si la naturaleza es genio, si el genio es la belleza viva, nada hay que en último análisis no tenga su razón de ser en la belleza... Toda creación es poesía. Las leyes generales del movimiento, la elipse que describen los astros, los tipos moleculares, las formas regulares que toma el cristal, las armonías que realiza la planta edificándose a sí misma; el concierto de las sensaciones y de los movimientos en el instinto, y, por último, esa envoltura concéntrica de [p. 158] organismos que hace posible la conciencia, y en el espíritu mismo la creación progresiva de un orden ideal cada vez más rico, tales son los episodios sucesivos del gran poema que espontáneamente crea el pensamiento universal... El espíritu es el profeta de la naturaleza: en el espíritu se ve a sí misma, se revela a sí propia lo que quiere y lo que piensa, y en el espíritu agita el presentimiento de mundos futuros».

Viene a ser, pues, la estética de Séailles una aplicación o nueva fase del evolucionismo metafísico, una síntesis temeraria y deslumbradora para enlazar con los fenómenos del organismo y de la vida el inexplicable fenómeno del genio, y para reducir a unidad nunca probada las leyes de la inteligencia y las leyes del mundo físico. El libro contiene notables consideraciones de psicología estética, especialmente sobre los momentos de la concepción artística y sobre la ley de organización de las imágenes, y un análisis muy fino de los caracteres de la inspiración; pero la tesis principal, es decir, la identidad de la naturaleza y del espíritu, resumida por el autor en esta fórmula: «la naturaleza es genio inconsciente, y el genio es la belleza viva», se queda sin probar, como no podía menos de suceder, convirtiéndose la supuesta demostración en una especie de himno metafísico. [1]

Contra lo que pudiera esperarse del nombre de su autor, uno de los más delicados y profundos poetas de que Francia puede gloriarse actualmente, el notable libro de Sully-Prudhomme sobre La Expresión en las Bellas Artes (1884) contrasta con el anterior por la ausencia de galas poéticas, por la severidad del método y por la precisión extraordinaria del lenguaje. Se conoce que el autor ha querido imponer rigurosa disciplina a su entendimiento y extremar el rigor de los procedimientos científicos. Su obra trae un valioso contingente de observaciones propias y nuevas sobre la psicología del artista.

Mencionemos también, harto más rápidamente de lo que merece, el sagaz y penetrante Ensayo sobre la Estética de Descartes, estudiada en las relaciones de la doctrina cartesiana con la literatura clásica francesa del siglo XVII, tesis doctoral de Emilio Krantz, que tiene todos los caracteres de una apuesta. ¡Escribir [p. 159] cerca de cuatrocientas páginas en cuarto sobre la estética de Descartes, en cuyas obras no se encuentra ni una sola línea de Estética! El autor ha salvado la dificultad con notable ingenio y bizarría, estudiando los caracteres generales del espíritu clásico francés, comunes a su filosofía y a su literatura, y buscando luego la influencia directa del cartesianismo en la preceptiva de Boileau, y su influencia indirecta en toda la literatura llamada clásica del siglo XVII y aun del siguiente. El Arte Poética de Boileau, los prefacios de Racine, el discurso de Pascal Sobre las pasiones del Amor, la teoría de la Imitación original de la Bruyère, el ensayo del P. André sobre lo bello, el Discurso de Buffon sobre el estilo, y hasta los juicios literarios de Voltaire, adquieren, mirados a esta luz, un interés nuevo, resultando totalmente reconstruida la estética rudimental que iba contenida en germen o en potencia en la metafísica de Descartes. El principio en que esta reconstrucción se funda es innegable. Toda metafísica implica más o menos una estética, como consecuencia y desarrollo posible. Los artistas contemporáneos se inspiran de un modo más o menos reflexivo en esta estética latente, y tratan de realizarla en sus obras. En este sentido, puede decirse con Krantz que la literatura francesa del siglo XVII es la expresión estética de la doctrina cartesiana, doctrina que no se escribió nunca; pero que si se hubiera escrito contendría formuladas de una manera abstracta las teorías de la perfección única; de la belleza por lo universal; de la identidad de las leyes estéticas así como de las leyes lógicas a través del tiempo y del espacio, y finalmente la teoría de la imitación. Lo único que puede objetarse a esta hábil construcción es que exagera un tanto la influencia personal y directa de Descartes en el mundo literario de su tiempo (que vivía bastante apartado del mundo filosófico), y por otra parte tampoco tiene el carácter de una ley general que explique todos los productos del genio francés durante el siglo XVII, puesto que siempre quedarán fuera del círculo cartesiano los ingenios más vigorosos e independientes de aquel período, Corneille y Molière, La Fontaine, Pascal, Saint-Simon, reduciéndose, en suma, lo que Krantz llama cartesianismo literario, a dos solos nombres: Racine y Boileau. [1]

[p. 160] Los progresos de la antropología y del arte pedagógica han dado nacimiento a una nueva rama de los estudios psicológicos, destinada quizá a notable progreso. Me refiero a la psicología infantil, o sea, al estudio de las aptitudes y condiciones psicológicas del niño. Este género de estudios, que en Alemania ha cultivado con tanto éxito Tiedemann, tiene en Francia por principal representante al institutor Bernardo Pérez, cuyo apellido parece denunciar origen español o hispano-americano. Pérez ha hecho de la psicología del niño su especialidad científica, publicando sucesivamente un ensayo de psicología aplicada sobre la educación moral desde la cuna, otro sobre los tres primeros años del niño, otro concerniente al niño desde la edad de tres años hasta la de siete años, y finalmente uno que pertenece a la Estética y lleva por título El arte y la poesía en el niño. [1] Este libro, como los restantes de Bernardo Pérez, está compuesto de observaciones hechas en algunos niños y de datos relativos a la infancia de diversos personajes célebres. Pero como las observaciones directas son en corto número, y las contenidas en memorias, diarios y recuerdos (como las de Rousseau, Mme. Roland, Jorge Sand, etc.), son siempre sospechosas de arreglo y amaño literario, nada compatible con la sinceridad de la infancia, el resultado obtenido es hasta el presente muy pequeño. Pocos puntos hay tan dignos de consideración como el despertar de los instintos y facultades estéticas (gustos del adorno, sentimiento de la naturaleza, arte de agradar, música, dibujo, tendencia dramática, lectura, composición literaria) en el niño, y quizá por falta de esta rudimental estética permanecen todavía sin solución altísimos problemas de estética general; pero como los datos reunidos hasta ahora son tan escasos y tan contradictorios, sin que basten a darles unidad y sentido las vaguedades de la herencia y del medio, hay que confesar que la aurora del sentimiento artístico permanece todavía muy embozada en nieblas, y que la psicología infantil se halla tan en mantillas como los mismos tiernos seres que son objeto de ella.

Notas

[p. 150]. [1] . L'Esthétique, par Eugene Véron, Directeur de l'Art: París, C. Reinwald, 1883. (Bibliothèque des sciences contemporaines).

 

[p. 152]. [1] . Des Causes du Rire: París, 1862.

[p. 153]. [1] . Le Rire: essai littéraire, moral et psichologique: París, 1883.

En tiempos anteriores se habían publicado en Francia algunos trabajos de poca monta sobre este problema estético. Indicaremos algunos como curiosidad bibliográfica:

Joubert (Laurent), Traité du Ris, contenant son essence, ses causes et merveilleux effets: París, 1579.

Bellegarde (L'Abbé de), Reflexions sur le Ridicule et sur les moyens de l'eviter: París, 1696.

Poinsinet de Sivry, Traité des causes physiques du Rire: Amsterdam, 1768.

Sénancour (De), Artículo sobre la risa, publicado en el Mercurio de Francia (núm. 141) en 1812. Prudent Roy (Denis), Traité médico-philosophique sur le Rire: París, 1814.

El fenómeno de la risa ha dado asunto a muchas disertaciones académicas en lengua latina, unas serias y otras burlescas, la mayor parte de origen alemán e italiano. Baste mencionar las siguientes:

De risu ac ridiculis, por Celso Mancinio: Ferrara, 1591.- Opuscula de Voluptate et dolore, de risu et fletu..., por Nicander Jossius: Francfort, 1603.- Dialogus pulcherrimus et utilissimus De Risu, ejusque causis et consequentibus, por Antonio Lorenzo Policiano: Francfort, 1603.- Tractatus de Risu, por Elpidius Berrelarius: Florencia, 1603.- Physiologia crepitus ventris, item risus et ridiruli et elogium Nihili, por Rodolfo Goclenio: Francfort, 1607.- Democritus sive de Risu dissertatio saturnalis: Lovaina, 1612.- Dissertatio du Risu, por Schmid: Jena, 1630.- De naturali et praeternaturali risu, por Leonardo Simón: Mesina, 1656.- De risu oratorio et urbano, por Majoragio.-Dissertatio de risu sardonico, por Jorge Franco: Heidelberg, 1683.- De Risu et Fletu, por Marco Mappo: Strasburgo, 1684.- De ludicra dictione, in quo tota jocandi ratio ex Veterum Scriptis affirmatur, por el jesuita Vavasor: Leipzig, 1722.- Dissertatio de Risu, por Kaisin: Lyon, 1733.- Dissertatio inauguralis phisico medica de Risu, por J. S. F. Lupichius: Vasilea, 1738.- Dissertatio de Risu à Splene, por J. Zacarías Platner: Leipzig, 1738.- Dissertatio de Risus commodo et incommodo in oeconomia vitali, por Albert: Halle, 1746.

En Alemania, además de los grandes estéticos analizados en el volumen anterior, son dignos de leerse sobre esta materia:

Floegel (Carlos Federico), Geschichte der Komischen Litteratur (Liegnitz y Leipzig, 1784, 4 volúmenes). Obra muy explotada por Juan Pablo.

Moeser, Harlequin, oder Vertheidigung des Groteske Komischen: 1761.

Schulze, Versuch einer Theorie des Komischen: Leipzig, 1817.

Bothz, Ueber das Komische und die Komödie: 1844.

Los ingleses poseen el Essay on Laughter and ludicrous Composition, de James Beattie (Londres, 1764), y la muy erudita Historia de la Caricatura y de lo Grotesco, de Tomás Wright.

Esta bibliografía que extractamos de la que acompaña al libro de Michiels, basta para manifestar la importancia concedida en todos tiempos a esta fundamental cuestión estética.

[p. 156]. [1] . Le Monde du Comique et du Rire: París, Calmann Lévy, 1886; 8.º El primer esbozo de este trabajo se publicó en 1854, con el título de Essai sur le talent de Regnard et sur le talent comique en général, avec un tableau des formes comiques et tragiques, al frente de una edición de las obras de Regnard.

[p. 158]. [1] . Essai sur le genie dans l'Art: París, Alcan, 1884; 4.º

[p. 159]. [1] . Essai sur l'esthétique de Descartes, étudiée dans les rapports de la doctrine cartesienne avec la littérature classique française au XVIIe siècle, par Emile Krantz: París, Germer Bailliére, 1882; 4.º

[p. 160]. [1] . La Psychologie de l'enfant. L'Art et la Poésie chez l'enfant, par Bernard Pérez: París, Alcan, 1888.