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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPITULO VIII.—ESTÉTICA DE TAINE.

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PERO si Proudhon, a pesar de sus genialidades felices, no merece en rigor el nombre de crítico de artes, nadie osará disputar título al grande escritor H. Taine, el prosista de más nervio y este más espléndida brillantez de color que actualmente posee la lengua francesa. [1] Apreciar a Taine en la poderosa unidad de su genio y en la extraordinaria variedad de sus manifestaciones, no es empresa para breves líneas, y además el plan de esta Introducción nos obliga a dividir en dos grupos sus trabajos estéticos, dando aquí razón solamente de los que se refieren a la teoría general de las artes, y reservando los de crítica literaria para una sección posterior. Pero no es posible olvidar que unos y otros se enlazan en el pensamiento de Taine con una concepción general, filosófica e histórica, del mundo y de la vida; concepción mecánico-naturalista al principio, como es de ver en el libro de Los Filósofos clásicos y en el estudio sobre Stuart Mill, y modificada luego con sentido cada vez más metafísico en sus obras posteriores. Toda la Historia de la literatura inglesa, que pertenece a su primera manera, y es lo más perfecto de ella, está basada [p. 134] sobre un corto número de ideas generales, que el autor expone con extraordinaria lucidez en su preámbulo. Los documentos históricos son indicios por medio de los cuales hay que reconstruir el individuo visible. El hombre corpóreo y visible no es más que otro indicio para llegar al hombre interno e invisible. Los estados y las operaciones de este hombre invisible e interno tienen por causa ciertas maneras generales de pensar y de sentir. Estas formas generales de pensamiento y sentimiento están determinadas por tres fuerzas primordiales: la raza, el medio, el momento. La historia se convierte de este modo en un problema de mecánica psicológica, donde hay que considerar la comunidad de los elementos, la composición de los grupos, la ley de las dependencias mutuas y la de las influencias proporcionales. El problema que Taine se propone es el siguiente: «Dada una literatura, una filosofía, una sociedad, un arte, una clase de artes, ¿cuál es el estado moral que la produce, y cuáles son las condiciones de raza, de momento y de medio más adecuadas para producir tal estado moral?» La historia artística, lo mismo que toda historia, es, por consiguiente, un caso de psicología, pero de psicología determinista o fatalista. Así, por ejemplo, en la Historia de la literatura inglesa quiere explicarnos Taine «el mecanismo interior por medio del cual el sajón bárbaro llegó a convertirse en el inglés actual».

En sus primeros tiempos, Taine hacía alarde de un mecanismo inflexible y de un nominalismo intransigente: «No hay sustancias ni fuerzas, sino solamente hechos y leyes»; «todo el esfuerzo de la ciencia consiste en añadir o ligar un hecho a otro hecho»; «no hay definiciones de cosas, sino definiciones de nombres»; «los axiomas no son más que experiencias de cierta clase»; «la virtud y el vicio son productos como el vitriolo y el azúcar»; «todo objeto es un grupo, y todo empleo del pensamiento humano es la reproducción del grupo»; «las entidades se van, las mónadas se evaporan, los seres inmateriales se refugian en el mundo de los silfos y de los gnomos; la materia ha dejado de ser una apariencia, las ciencias de observación reconquistan su dignidad, las fuerzas no son ya más que cualidades derivadas de relaciones necesarias; la naturaleza se nos muestra como un conjunto de hechos observables, cuya agrupación constituye las sustancias, cuyas relaciones son las fuerzas».

[p. 135] Todas estas proposiciones, tomadas sin particular elección de los primeros libros de Taine, especialmente de su violenta diatriba contra la escuela ecléctica, prueban las afinidades de su doctrina con el positivismo, y aun con el nominalismo o empirismo tradicional, que por una ley lógica viene a parar en consecuencias análogas a las del sistema antípoda suyo, a las del idealismo berkeleyano. En la primera educación filosófica de Taine entró por mucho el sensualismo de Condillac, cuyo crédito ha pretendido restablecer, ensalzando con desmedidos elogios su Lógica, su Gramática y su Lengua de los Cálculos, y dándose por continuador del método analítico y de la escuela ideológica, que es para él la única filosofía francesa. Pero era absolutamente imposible que un normalista de 1850 como Taine, nutrido con la medula de león de los fuertes estudios metafísicos, conocedor de Espinosa y de Kant y de Hegel, y conocedor además de todo el proceso moderno de las ciencias de observación, pudiera reducirse, a pesar de sus terminantes declaraciones, a ser analista al modo de Condillac o Destutt-Tracy, ni psicólogo al modo de Stendhal. Así es que en su estudio sobre el Positivismo inglés, o más bien sobre la Lógica de Stuart Mill, y luego en su libro sobre la inteligencia, modificó bastante su punto de vista psicológico, y aun se puso a dos dedos de la Metafísica, mediante su ingeniosa teoría de la abstracción, «facultad magnífica, fuente del lenguaje, intérprete de la naturaleza, madre de las religiones y de la filosofía, y única distinción verdadera que separa al hombre del bruto, y a los grandes hombres de los pequeños». Contra el empirismo de Stuart-Mill, contra su filosofía puramente inductiva, defiende Taine el axioma de las causas, o sea, el principio de causalidad, entendiéndole a su manera, poniéndole en los fenómenos mismos, y no fuera de ellos ni sobre ellos; pero afirmando su carácter universal como ley generadora de la cual se deducen los demás hechos. «Así, de la ley de la atracción se derivan todos los fenómenos de la gravedad; de la ley de las ondulaciones se derivan todos los fenómenos de la luz; de la existencia del tipo se derivan todas las funciones del animal; de la facultad dominante en un pueblo se derivan todas sus instituciones y todos los acontecimientos de su historia. El objeto final de la ciencia es la ley suprema, y el que pudiera penetrar en su seno vería correr, como de un manantial perenne, por [p. 136] canales distintos y ramificados, el torrente eterno de los acontecimientos y el mar infinito de las cosas. Así sentimos engendrarse en nosotros la noción de Naturaleza. Por medio de esta jerarquía de necesidades el mundo forma un ser único e indivisible, y todos los seres son sus miembros».

Resulta de todo lo expuesto que si por un lado el pensamiento filosófico de Taine propende al empirismo de la escuela positivista inglesa y aun al materialismo del siglo XVIII, por otro su genio metafísico (innegable aunque no sea de primer orden), y más aún el asiduo cultivo de las ciencias morales y estéticas, que no han permitido que se apague nunca en su mente la luz del ideal, han sostenido en él constantemente una aspiración metafísica que cada día se va precisando más y desprendiéndose de las vagas fórmulas de cierto naturalismo panteísta al modo de Goethe, que parece haber sido el verdadero fondo de su filosofía y de su crítica durante los mismos años en que hacía gala de condillaquismo.

Por otra parte (aunque la observación no sea enteramente nueva), nunca ha de perderse de vista que en Taine ha habido siempre dos personalidades distintas, que rara vez han vivido en concordia y que han solido estorbarse mutuamente. Es la una el lógico intratable, apasionado de la línea recta, erizado de fórmulas y de abstracciones, en las cuales pretende encajar violentamente los hechos, deformándolos a veces mediante cierto mecanismo de artificiosa y aparente rigidez. El otro, es el Taine que todos conocemos y admiramos: el crítico inspirador y sugestivo, el artista que con sus descripciones vuelve a crear las obras de arte, y les da en ocasiones vida más intensa y duradera que la que lograron de su primer artífice; el paisajista asombroso, para quien no han sido inefables las más tenues y sutiles impresiones de las rocas pirenaicas, ni del cielo de Italia, ni de las brumas holandesas, ni del húmedo suelo de Inglaterra; el espíritu agudo y flexible que por raro privilegio ha logrado hacerse contemporáneo de los más diversos estados del alma humana, desde los más primitivos hasta los más refinados, desde los cantos de la barbarie anglo-sajona hasta La Princesa de Cleves y las elegancias del antiguo régimen; el psicólogo práctico que ha ahondado en almas tan distintas como las de Tito Livio y Lafontaine, Shakespeare [p. 137] y Milton, Saint-Simon y Byron, Racine y Balzac; el que ha convertido los libros de historia y de crítica en verdaderos poemas dramáticos o novelescos, donde la vida hierve más densa y palpitante que en la mayor parte de las novelas y de los dramas modernos; el que en los grandes cuadros de época y en los retratos de escritores y de políticos ha sostenido y ganado mil veces la batalla de la pluma contra el pincel. De este último Taine somos apasionados, como lo es toda la juventud de nuestros días, aun reconociendo sus defectos indudables, que nacen en parte de abuso de fuerza, y en parte también del empeño desordenado de hacer efecto que a todos los franceses aqueja, aun a los que parecen más dueños de sí y más emancipados de la general servidumbre. Tales defectos (que se reducen al abuso de color, a la intemperancia pintoresca, a la acumulación fatigosa de rasgos igualmente brillantes, pero no todos igualmente expresivos; a la ausencia de sobriedad, al entusiasmo ficticio y puramente literario, entusiasmo de cabeza cuando el corazón permanece frío; a la inundación de luz sin calor, a la violencia   sistemática, a la brutalidad refinada) constituyen un tipo literario único, que pudiéramos definir «materialismo de dicción, donde cada palabra quiere ser una imagen y producir sensaciones de carne y de sangre». Exorbitancias de forma bien excusadas en un autor que cuando quiere sabe alcanzar las supremas delicadezas, las cuales parece que en boca de los fuertes adquieren más íntimo encanto.

Las ideas estéticas de Taine se hallan esparcidas en todos sus libros, lo mismo en la tesis doctoral sobre Lafontaine y sus fábulas, que en la Historia de la literatura inglesa; lo mismo en el Viaje a Italia, que en los dos volúmenes de Ensayos de crítica y de historia, donde se admiran algunas de sus páginas más perfectas. Pero el libro que con más ilación y de un modo más sistemático expone su concepto general de la belleza artística es su Filosofía del Arte,  [1] extracto o resumen de un curso dado por Taine en la Escuela de Bellas Artes. Este curso (según declara su autor), si se imprimiera íntegro, ocuparía diez abultados volúmenes. La [p. 138] indiferencia general que en Francia reina respecto de estas nobles especulaciones de estética pura ha retraído a Taine (con ser escritor tan popular y universalmente admirado) de publicar totalmente la que quizá hubiera sido la obra maestra entre las suyas, y se ha limitado a dar a conocer cinco fragmentos que, publicados primero en forma de opúsculos sueltos, llevan los títulos de Filosofía del Arte, Filosofía del arte en Italia, Filosofía del arte en los Países Bajos, Filosofía del arte en Grecia, Lo Ideal en el arte. El primero y último de estos opúsculos contienen la teoría, y los tres restantes las aplicaciones. La teoría casi la conocemos ya, o a lo menos podemos adivinarla, aunque aquí se presenta de un modo menos cerrado e intolerante que en las obras anteriores de Taine, y parece conceder más a la espontaneidad del genio artístico. El punto de partida de su método consiste siempre en reconocer que una obra de arte nunca está aislada, y que, por consiguiente, hay que indagar el conjunto de condiciones que la determinan y explican. Este conjunto o grupo de condiciones no es uno, sino triple. Tenemos que atender, ante todo, a la otra total del artista, de la cual es un caso particular el libro, el cuadro o la estatua de que se trata. Además, ningún artista está aislado: forma parte de un grupo cuya fuerza es mayor que la suya; pertenece a una escuela o familia de artistas de su país y de su tiempo. Shakespeare no es un aerolito caído del cielo: en torno de él se agrupan más de una docena de dramáticos de primer orden (Webster, Ford, Massinger, Marlowe, Ben Jonson, Fletcher, Beaumont), cuyo teatro presenta los mismos caracteres que el suyo. Aún hay que dar otro paso para llegar a la total inteligencia de la obra artística. Las escuelas, los grupos de artistas, están comprendidos en un conjunto más vasto, es decir, en el mundo que los rodea, y cuyo gusto es conforme al suyo, en el estado general de las costumbres y del espíritu público. Cada zona moral tiene su cultura y vegetación propias. Las producciones del espíritu humano, como las de la naturaleza viva, no se explican más que por su medio.

Y este es el punto flaco de Taine, considerado como estético teórico. Su estética es puramente histórica, e histórica de historia social; nunca es filosófica ni dogmática, y sólo por una feliz inconsecuencia del autor llega a ser a veces técnica y artística. Pero [p. 139] entendida al pie de la letra, es una filosofía del arte dentro de la cual no caben ni el arte ni la filosofía. El historiador brillante y genial, riquísimo en pompas descriptivas, acaba por sobreponerse al pensador y al crítico, y manifiestamente se engaña a sí propio cuando cree haber dado, por ejemplo, la fórmula de la pintura italiana del Renacimiento sólo con acumular descripciones de cabalgatas, de mascaradas y entradas triunfales, relaciones de crímenes atroces, rasgos de epicureísmos y de impiedad, despachos de embajadores, reglas de buena crianza extractadas de El Cortesano de Castiglione... Todo esto, artística e ingeniosamente agrupado, como Taine sabe hacerlo, constituye sin duda un aproximado trasunto de la vida magnífica y sensual, lujosa y espléndida, medio platónica, medio epicúrea, inundada de alegría y de color, que llevaban en el siglo XVI los artistas y sus Mecenas, y es, sin duda, uno de los elementos que deben ser tenidos más en cuenta para la apreciación total y definitiva de aquel arte que no podría ser rectamente estimado, ni comprendido siquiera, si previamente no conociésemos el ambiente social en que se desarrolló. Pero todo esto junto, no solamente no da la clave del arte italiano del siglo de León X, sino que no basta para explicar la génesis misteriosa de la obra de arte menos complicada, ni mucho menos para adivinarla por el mero estudio y enumeración de sus condiciones exteriores. Son datos demasiado generales, demasiado vagos, para que su aplicación al juicio estético pueda resultar decisiva y fructuosa. Siempre quedará la incógnita, el elemento individual, el genio, entendido de la manera menos mística que se quiera entender, pero elemento al cabo que no se explica ni con la teoría de la raza, ni con la teoría del medio, ni con la del momento, ni con las tres combinadas. Escribe Taine doscientas páginas sobre la filosofía de la pintura italiana, y otras doscientas sobre la filosofía de la escultura griega; páginas de oro ciertamente, de maravillosa reconstrucción y adivinación: el lector las recorre entusiasmado, como quien asiste a una deslumbradora fantasmagoría, y se encuentra al fin de la jornada con que nada sabe de los caracteres estéticos (es decir, de los caracteres propiamente artísticos) del arte griego o del arte italiano, como no lo haya aprendido por otra parte o el libro no le despierte la curiosidad de averiguarlo. Aunque la compasión sea vulgar, falta el [p. 140] pescado y sobra la salsa. Y no tiene la culpa de esto (como sucede en otros autores) el que Taine carezca de intuición artística sincera y trate de suplirla con fórmulas, pues vemos, por el contrario, que nadie le supera cuando, olvidándose de la consabida letanía de la raza , del momento, etc., mira con ojos enamorados las obras de arte, sin permitir que en esta contemplación se interponga nube alguna, como es de ver en muchas páginas de su Viaje a Italia, y en todo el incomparable tratadito De la pintura en los Países Bajos, que es de un cabo a otro una joya de penetración, de sagacidad, de frescura y de buen gusto. ¿Pero creerá de buena fe Taine que todo lo que en esas páginas verdaderamente clásicas dice sobre el colorido de Rubens y sobre la luz de Rembrandt lo ha deducido de sus meditaciones y observaciones sobre la humedad de los Países Bajos o sobre el gran consumo de aguardiente y de cerveza que hacen sus moradores?

Taine quiere presentar su Estética como antítesis total de la Estética idealista. Comienza por no dar concepto alguno de la belleza, y a duras penas consiente en dar concepto del arte. El método que él llama moderno estriba en considerar las obras humanas, y en particular las obras de arte, como hechos o productos cuyos caracteres y causas son lo único que importa investigar. Pero si bien se mira, el cambio estará en el método, no en el contenido de la ciencia que se trata de exponer. Llámense leyes estéticas y principios generales de gusto, o bien caracteres y causas, la mayor diferencia consistirá en deducirlos a posteriori y no afirmarlos a priori, como lo intentó la estética hegeliana. Y en realidad tampoco se salva Taine del apriorismo, que es una imperiosa necesidad racional; puesto que antes de examinar obra de arte alguna, comienza, aunque de mala gana, por definir el arte, figurándose de buena fe que procede por vía experimental, pero entrando de lleno en el campo metafísico.

Por eso no admite el principio de imitación tal como le entiende el vulgar realismo, puesto que ciertas artes, como la escultura clásica, son inexactas de propósito y por su índole misma, ni admite tampoco que la obra de arte se limite a reproducir las relaciones y mutuas dependencias de las partes de un objeto, puesto que vemos que las grandes escuelas más opuestas (Miguel Angel, Rubens) alteran voluntariamente estas relaciones para poner de [p. 141] manifiesto el carácter esencial, o, dicho en otros términos, la esencia de las cosas. ¿Qué diferencia hay en el fondo entre esta estética con pretensiones de experimental y positivista, y la estética de Hegel? ¿Ni cómo vamos a creer en el positivismo de un hombre que empieza hablándonos de esencias y de cualidades ocultas, puesto que ese carácter esencial no es otra cosa (según el mismo Taine le define) que «aquella cualidad de la cual dependen todas las otras según relaciones fijas?» Este carácter que en la naturaleza no siempre aparece dominante, ni aun visible, porque detienen y entorpecen su acción otras causas y le impiden desarrollarse con total energía, tiene que dominar siempre en el arte. El hombre conoce las deficiencias de la naturaleza, y para suplirlas inventó el arte, cuyo fin no es otro que «manifestar algún carácter esencial, alguna idea importante, más clara y más completamente que la representan los objetos reales». «Este fin le realiza empleando un conjunto de partes cuyas relaciones modifica sistemáticamente». Sólo es artista quien por una adivinación espontánea sabe penetrar en el fondo de las cosas con perspicacia negada al resto de los hombres.

Ni es preciso que las relaciones de partes que el arte emplea como material pertenezcan a objetos físicamente reales: basta que esas relaciones y dependencias existan de cualquier modo, aunque sean relaciones puramente matemáticas, como las de la Arquitectura, o relaciones en parte matemáticas y en parte morales, como las de la Música.

Pertenece, pues, el arte (según la doctrina de Taine, que en toda esta parte de su libro se nos muestra como un idealista hegeliano disfrazado de empírico, pero no tanto que el disfraz no se le caiga a veces) a la esfera más alta de la contemplación, a la que se interesa en las causas permanentes y generadoras, en los caracteres dominantes y esenciales. Estas causas y estos caracteres no los expresa el arte como la ciencia en términos abstractos ni en áridas definiciones, sino de una manera sensible, que le hace a un tiempo superior y popular. No pertenece ni a las acciones egoístas que tienen por objeto la conservación del individuo, ni a las acciones sociales que tienen por objeto la conservación del grupo y de la especie, sino a las acciones plenamente desinteresadas y contemplativas, pero con una fuerza de expansión muy superior [p. 142] a la del espíritu científico, por dirigirse el arte, no solamente a la razón, sino a los sentidos y al corazón del hombre.

Después de esto, bien puede repetir Taine que «la obra de arte está determinada por el estado general del espíritu y de las costumbres». Siempre será verdad, como le replicó Sainte-Beuve que para hacer tal o cual obra de arte no hay más que un alma, una forma particular de estilo; que no se dan equivalentes en materia de gusto, y que de cada gran poeta no existe más que un ejemplar. Lo que Horacio llamaba divinae particulam aurae, ni es transmisible ni se rinde a los procedimientos de la ciencia. Nunca podrá ser la Estética «una especie de Botánica aplicada a las obras humanas, en vez de serlo a las plantas». El mismo Taine no estudia a Shakespeare como se estudia una planta: le estudia como persona moral, procurando concentrar en una fórmula la esencia de su espíritu, y sacar de ella por deducción todas las cualidades de su obra. Tal método es absolutamente inverso del que emplean las ciencias experimentales, donde la fórmula sólo puede venir después, nunca antes, del experimento. El análisis de Taine no es más que el desarrollo y la comprobación de una síntesis algo disimulada, pero no por eso menos rígida y sistemática. Tito Livio, por ejemplo, es a sus ojos el talento oratorio, transformándose en talento de historiador. ¿Puede creerse de buena fe que esta apreciación luminosa, aunque incompleta, sirva para reconstruir el talento de Tito Livio «como los naturalistas reconstruyen un animal fósil?» ¿Es cierto que la cualidad dominante alcanza en nosotros valor de ley única, de tal modo que, dada esta ley, sea posible prever su energía y calcular de antemano sus buenos y malos efectos? La experiencia contesta que tal pretensión de rigor científico es inasequible en las ciencias morales, y cada nueva aplicación que Taine hace de su método lo comprueba más y más. Con el talento oratorio, que es nota característica de todos los grandes maestros de la historia clásica, se obtienen en Grecia y en Roma ocho o diez grandes historiadores, diferentes todos: uno solo de ellos es Tito Livio.

Por otra parte, puede acusarse con razón a Taine de cometer una confusión voluntaria entre las palabras cualidad dominante y cualidad o facultad generadora. Quizá de esta confusión procede el vicio radical de su método. La naturaleza humana es [p. 143] demasiado complexa para poder ser explicada por una cualidad única, aunque sea la dominante, dejando en la sombra todas las demás, que también a su manera son generadoras y no engendradas. Resulta de aquí que la obra del espíritu humano nunca puede tener la simplicidad de un tipo vegetal, ni es posible admitir que una fórmula sola, tan vaga como imaginación, espíritu oratorio, sublimidad, pueda darnos la clave de ninguna producción artística, ni mucho menos hacérnosla adivinar antes de conocerla. Taine es incomparable crítico en sus descripciones y en sus juicios de gusto; pero no por sus fórmulas, sino a pesar de sus fórmulas que, lejos de derramar luz, no sirven más que para tender una especie de niebla escolástica sobre las más brillantes intuiciones de su grande espíritu. Afortunadamente, el tributo que ha pagado al mecanismo y al determinismo de nuestros días es más aparatoso que real, y nunca le ha llevado a la indiferencia estética, que sería el término obligado de este procedimiento pseudo-científico. Taine, no por virtud de su empirismo, sino por virtud de su elevada concepción del arte, que hemos probado ser más idealista de lo que se cree, tiene simpatías por todas las formas y por todas las escuelas, aun las que parecen más opuestas, y las acepta todas como manifestaciones del espíritu humano; pero no todas como bellas, ni aun en las que lo son reconoce un mismo grado de belleza. Diga él lo que quiera, su curiosidad no es la curiosidad científica del naturalista que mira con los mismos ojos y estudia con igual interés el naranjo o el laurel que el abedul o la zanahoria. Para Taine no es frase vana ni alegoría mística lo ideal en el arte. El ideal existe con plena realidad: es el mismo objeto real, transformado conforme a la idea. Y así como hay jerarquía entre las ideas, la hay también entre las formas ideales. De donde infiere Taine dos consecuencias que legitiman la existencia y el valor de la ciencia estética y bastan para defenderla de todo asalto del empirismo: 1.ª, que hay para cada objeto una forma ideal, fuera de la cual todo es desviación y error; 2.ª, que cabe descubrir un principio de subordinación conforme al cual pueden clasificarse las obras de arte. «En el mundo imaginario, lo mismo que en el mundo real, existen valores diversos; en crítica, como en todo, hay verdades adquiridas: todo el mundo confiesa que ciertos poetas como Dante y Shakespeare, ciertos [p. 144] compositores como Mozart y Beethoven, señalan el punto culminante de su arte; todo el mundo concede a Goethe la palma entre todos los escritores de nuestro siglo; nadie se la disputa a Rubens entre los pintores flamencos, ni a Rembrandt entre los holandeses, ni entre los alemanes a Alberto Durero, ni entre los venecianos al Tiziano». Estos juicios, que cada generación va confirmando, traen consigo ya presunción de definitivos, y esta presunción llega a certidumbre mediante los procedimientos críticos que vienen a añadir la autoridad de la ciencia a la autoridad del sentido común. «Un crítico sabe en nuestros días que su gusto personal no tiene valor; que debe hacer abstracción de su temperamento, de su inclinación, de su partido, de sus intereses; que su primer talento es la simpatía; que la primera operación del historiador consiste en ponerse en lugar de los hombres que quiere juzgar, y entrando en sus instintos y en sus hábitos, repensar sus pensamientos, reproducir en sí mismo su estado interior, representarse minuciosa y corporalmente su medio, perseguir por la imaginación las circunstancias y las impresiones que, agregándose a su carácter innato, han determinado su acción y conducido su vida... Este trabajo es susceptible de comprobación y rectificación, como todo trabajo científico; y siguiendo este método, podemos aprobar o desaprobar a tal o cual artista, censurar éste o aquel fragmento de una obra, establecer valores, indicar progresos y desviaciones, reconocer épocas de florecimiento y épocas de decadencia, no arbitrariamente, sino conforme a una regla común» [1]

Porque existe esta regla común, es posible la Estética. Una obra de arte se acercará tanto más a la perfección cuanto mejor reproduzca el carácter esencial, el carácter dominante. Todas las artes son criaturas ideales , sometidas a las mismas leyes de formación y a las mismas reglas de crítica. Estas reglas nacen todas del principio de la subordinación de los caracteres , que Taine traslada en cuerpo y alma de la Zoología y la Botánica al arte y la literatura. Pero lo que nos importa ahora, no es tanto el principio en sí como la afirmación de que existe un principio con carácter de ley necesaria, porque esto sólo basta para probar que el [p. 145] mundo del arte no está sometido al imperio de la arbitrariedad y de la anarquía.

Así como en el mundo físico es más importante un carácter cuando es más invariable y más elemental y constituye, por decirlo así, la capa más profunda del ser, así en el mundo moral para determinar el orden de subordinación de los caracteres, no hay que detenerse en los que pudiéramos llamar caracteres de la moda y del momento, ni tampoco en los que duran la mitad de un período histórico, ni siquiera en los que dominan durante un período entero, sino descender a aquellos otros que son comunes a todos los pueblos de una misma raza, «fundamentos oscuros y gigantescos que cada día va descubriendo la lingüística», y llegar, por último, a los caracteres universales humanos «propios de toda raza superior y capaz de civilización espontánea, es decir, dotada de aquella aptitud para las ideas generales, que es patrimonio del hombre, y le conduce a fundar sociedades, religiones, filosofías y artes». Estos son los caracteres superiores, porque son los más estables, los más elementales, los más íntimos, los más generales. A esta escala de los valores morales corresponde punto por punto la escala de los valores literarios. «Las capas de geología moral comunican a las obras literarias que las expresan su grado propio de duración y de poder». Hay una literatura de moda, que dura, como la moda, dos o tres años; hay otra que extiende su dominio a una época entera. Hay obras superiores, aisladas entre otras inferiores de un mismo autor (el Quijote entre las de Cervantes, y salvando largas distancias, Gil Blas entre las de Le Sage, Manon Lescaut entre las del abate Prévost, Robinson entre las de Daniel de Foe). Si se recorren las grandes obras literarias, veremos que todas expresan un carácter profundo y duradero, y resumen, digámoslo así, «ora los principales rasgos de un período histórico, ora los instintos y facultades primordiales de una raza, ora algún fragmento del hombre universal, y aquellas fuerzas psicológicas elementales, que son las últimas razones de los acontecimientos humanos.»

El mismo principio de subordinación que rige los caracteres morales, rige también los caracteres físicos y su manifestación por medio de los valores plásticos. No son obras artísticas de primer orden aquellas cuya perfección se cifra en representar el vestido [p. 146] a la moda o el vestido en general. No lo son tampoco las que (como vemos en Hogarth y otros maestros ingleses) se ciñen a manifestar las particularidades de profesión, de condición, de carácter y de edad histórica. Lo esencial en el cuerpo vivo es el mismo cuerpo vivo; todo lo demás es accesorio y artificial. «La belleza de una obra plástica es ante todo plástica, y siempre se rebaja un arte cuando, desdeñando los medios de interesar que le son propios, toma prestados los de otro arte». Cuanto más grande sea el artista, más profundamente manifestará el temperamento de su raza, extractando y amplificando lo esencial del ser físico, así como el poeta extracta y amplifica lo esencial del ser moral. Las potencias soberanas y dominadoras, las potencias elementales de la Naturaleza, es lo que en el fondo expresan todas las obras maestras.

Pero los caracteres no se estiman sólo por el grado de su importancia, sino también por su valor moral y su eficacia civilizadora, por lo que Taine, con extraña palabra, llama su beneficencia o acción benéfica. Una nueva escala se establece de esta manera, conforme los caracteres son más o menos nocivos o saludables, y contribuyen a destruir o a conservar la existencia. Todos los caracteres de la voluntad y de la inteligencia que ayudan al hombre para la acción y para el conocimiento, son benéficos, y maléficos sus contrarios. «Los caracteres benéficos son fragmentos del hombre ideal». El carácter benéfico por excelencia, el primero de todos en la escala, es la facultad de amar, tanto más bella cuanto más se dilata la esfera de su objeto (amor de patria, amor de ciencia, amor de humanidad).

A esta clasificación de los valores morales corresponde una clasificación de los valores literarios. En igualdad de condiciones de ejecución, será superior la obra que exprese un carácter benéfico a la que exprese un carácter maléfico. En el grado más bajo están los tipos predilectos de la literatura realista y del teatro cómico: los personajes egoístas, necios, vulgares, los cuales, sin embargo, adquieren valor estético cuando sirven de contraste y ayudan a poner de resalto una figura principal, o cuando el poeta, excitando contra ellos la risa vengadora, restablece el orden afeado por la presencia de sus defectos y ridiculeces. Aun así el espectáculo de estas almas acaba por dejar en el lector un [p. 147] vago sentimiento de fatiga, de disgusto y aun de irritación y amargura.

Superiores a éstos, aunque todavía limitados e incompletos, aparecen aquellos tipos poderosos, pero desequilibrados, en los cuales una pasión, una facultad, una disposición cualquiera de espíritu o de carácter, adquiere un desarrollo monstruoso, que constituye una verdadera hipertrofia. Tales son la mayor parte de los personajes trágicos, especialmente los de Shakespeare, y tales los de la Comedia Humana, de Balzac.

En una esfera superior, inasequible casi al arte de las épocas cultas y refinadas, están los héroes verdaderos, los tipos de perfección, los Héroes y los Dioses, las criaturas verdaderamente ideales de la poesía épica y popular. Cada pueblo tiene los suyos, sacados de sus entrañas, alimentados con sus leyendas; y son a modo de genios bienhechores, destinados a conducir y proteger a su raza por los desiertos de la historia.

También en el orden físico cabe un orden y jerarquía de caracteres benéficos, que luego las artes plásticas trasladarán al mármol o al lienzo. La salud y el vigor físico, la integridad del tipo natural, las aptitudes atléticas y la preparación gimnástica, son indicios de nobleza y de salud moral, que en vano se buscarían en los tipos deformes, extenuados y cadavéricos del arte bizantino, ni en los tipos sanos, pero imperfectos, vulgares y groseros del arte flamenco. No hay que decir que Taine, idólatra de la escultura griega y secuaz acérrimo de la doctrina de Lessing, no sólo pone el punto más alto de la perfección artística en los mármoles del Partenon, en la Venus de Milo o en la Juno Ludovisi, sino que habla con marcado e intolerante desdén de todo lo que se aparta de este tipo de perfección y serenidad olímpica.

Después de estudiados los caracteres en sí mismos, resta considerar el modo de su acción y transformación en las obras de arte, y aquí Taine establece una tercera y última escala de valores, conforme al grado de convergencia de los efectos. Esta convergencia falta muchas veces en la naturaleza; pero nunca falta en las obras de los grandes artistas: por eso sus caracteres son más poderosos que los caracteres reales, aunque están compuestos de los mismos elementos.

«La ley de convergencia se aplica lo mismo a los detalles [p. 148] que a las masas: se agrupan las porciones de una escena para producir cierto efecto; se agrupan todos los efectos para el desenlace; se construye la historia entera, teniendo presentes las almas que se quiere poner en escena. La convergencia del carácter total y de las situaciones sucesivas manifiesta el carácter hasta el fondo y hasta el término, conduciéndole al triunfo definitivo o a la catástrofe final». Y todavía el efecto del estilo debe concordar con los demás efectos para que la impresión final sea la más grande posible. Manifestar concentrando, tal es la última fórmula de esta concordancia de efectos, y también la última fórmula del arte.

Hemos expuesto rápidamente la parte teórica de la Estética de Taine, sin descender por el momento a sus aplicaciones históricas, que exceden en mucho al valor de la teoría, y que no siempre se enlazan rigurosamente con ella. Pero la teoría misma, tal como es, mixta de positivismo y de idealismo, aquejada por una contradicción interna (que más o menos se extiende a todos los trabajos especulativos de Taine), y expuesta además de un modo harto fragmentario, a pesar de las continuas repeticiones con que su autor pretende inculcarla, alcanza un grado de precisión científica que vanamente buscaríamos en ninguna otra estética francesa, aunque todavía diste mucho de los pacientes análisis y de las profundas síntesis alemanas. El vigor de pensamiento con que Taine ataca de frente y resuelve, aunque con solución incompleta, el problema del ideal, y la lucidez con que ordena sus grados y momentos conforme a los valores de la escala física y moral, le pone a cien codos de altura sobre el mismo Jouffroy, tan elogiado por él, y de contado a una distancia inconmensurable de los declamadores elocuentes como Lamennais, y de los estéticos de buen lenguaje como Lévêque.

Notas

[p. 133]. [1] . Acerca de Taine pueden leerse, entre otros estudios críticos: Sainte-Beuve (Causeries de Lundi, tomo XIII, pág. 249 , y Nouveaux Lundis, tomo VIII, pág. 66; Caro (L'Idée de Dieu et ses nouveaux critiques, cap. IV. La Renaissance du Naturalisme) ; E. Schérer (Etudes sur la littérature contemporaine, tomos IV, VI y VII); E. Montégut (Essais sur la littérature anglaise, pág. 55), etc.

[p. 137]. [1] . Philosophie de l'Art, par H. Taine, de l'Académie Française, troisième édition. (París, Hachette, 1881; dos tomos 8.º) En este libro están refundidos los cinco que anteriormente habían aparecido en la pequeña Bibliotèque de Philosophie contemporaine.

 

[p. 144]. [1] . Tomo II, pág. 272.