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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO VII.—ESTÉTICA DE PROUDHON.

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AHORA vamos a penetrar en un mundo enteramente distinto. Todos los estéticos hasta aquí mencionados pertenecen con diversos matices a la escuela idealista: el mismo Guyau no rechazaría esta calificación, a pesar de su fervoroso evolucionismo y de su impiedad o irreligión notoria, de la cual quiere hacer la religión o irreligión del porvenir. En filosofía es evidente que todas sus inclinaciones están de parte de un monismo inmanente y naturalista, si bien no le propone más que como hipótesis. Pero en estética casi todas sus conclusiones son adversas a las del naturalismo militante, y conservan cierto sabor de espiritualismo. Por eso, alterando algo la cronología, le hemos colocado antes de los teóricos realistas.

El primero y más antiguo de ellos, es, sin duda, el famoso anarquista Pedro José Proudhon (1809-1865), ayer tan célebre, hoy tan olvidado.

Tal es el destino de los violentos: la duración y la eficacia de su obra suele estar en razón inversa de la fuerza malgastada para ahuecar la voz y deslumbrar a los espíritus sencillos. Aun la parte de verdad crítica, que de un modo más o menos relativo suele ir envuelta en los dogmatismos más absurdos, y es en el fondo la única razón de que tales dogmatismos puedan subsistir ni un solo momento, no basta a cubrir la parte de charlatanería y de sofisma con que se asegura el éxito escandaloso de un día, a [p. 120] que de las esperanzas de más alta gloria. Proudhon es de ayer, y ¿quién lee ya a Proudhon, aun en las materias económicas, cuanto más en las filosóficas, religiosas y artísticas? [1] Y, sin embargo, por los años de 1848, y aun bastante más acá, Proudhon era para unos un redentor, para otros un Anticristo, para todos una pesadilla constante. Era el anarquista por excelencia, el enemigo personal de la propiedad y de los propietarios, [2] y además una especie de teólogo del diablo, un maniqueo de nuevo cuño, que con sus apóstrofes y epifonemas contra Dios, reforzados con otras figuras retóricas del gusto más declamatorio y perverso, traía metidas en un puño a las gentes pacíficas y timoratas, haciéndoles creer en la inminente proximidad del fin del mundo, consecuencia natural de las predicaciones de semejante energúmeno.

Hoy de Proudhon quedan dos cosas: el escritor apasionado y vehemente, y el crítico acerado y justiciero de las fáciles y egoístas vulgaridades que el liberalismo individualista se abrevió a llamar ciencia económica, pedestre ciencia de síndicos municipales y de tenderos de comestibles, aunque no lleguemos a llamarla, como Proudhon, teoría del robo y de la miseria. Pero así como la parte dogmática de los libros de filosofía social que Proudhon compuso ha entrado ya en la biblioteca de las utopías más o menos curiosas y amenas, así, y todavía con más razón, ha ido descendiendo su crédito de metafísico y pensador, hasta el punto de andar hoy por los suelos. Ravaisson le niega hasta el nombre de filósofo, porque «nunca fué capaz de discernir lo verdadero de lo falso, ni de enlazar metódicamente sus ideas», y sólo le concede talento literario y audacia singular en la paradoja. El neokantiano Renouvier le presenta como un sofista que «se pasó la vida jugando insolentemente con las ideas ante un público estupefacto, y murió sin haber alcanzado verdadera madurez de espíritu». [p. 121] Por otra parte, los socialistas de la cátedra le desdeñan, fundados en que sabía poco y lo sacaba todo de quicio; los anarquistas y nihilistas le encuentran retórico, anticuado y hasta conservador a su manera; para los positivistas es un hegeliano vergonzante; en suma, nadie le conserva estimación ni cariño, fuera de nuestro Pi y Margall, que le interpreta libremente; y quizá de algunos violentos de la extrema izquierda ultramontana, que en el fondo de sus almas sienten cierta cariñosa debilidad por estos redactores de apocalipsis satánicos y de filosofías endiabladas que, a fuerza de serlo tanto, han de traer, según ellos, la reacción apetecida, de la cual Proudhon y sus similares vienen a ser por tal camino extrañísimos profetas.

Por nuestra parte, no pretendemos atenuar en lo más mínimo el duro juicio que la posteridad formula sobre la obra científica de Proudhon; pero quizá haya extremo de rigor en calificarle de sofista, entendida esta palabra en su actual y denigrante sentido. La sosfistería de Proudhon está en los procedimientos polémicos, en el continuo alarde de una dialéctica ostentosa; pero no en el fondo de su pensamiento, que, lejos de ser tornadizo y de mil fases como el de los sofistas, tuvo siempre inflexible unidad de aspiraciones sociales. Proudhon, hombre austero en sus costumbres y honrado a su manera, nunca obedeció a los motivos de baja ley que suelen engendrar las concepciones sofísticas, sino que procedió siempre como un fanático de buena fe, que aspiraba a realizar, por medio de la Revolución, su ideal de justicia. La endeblez filosófica de sus libros nace principalmente de no haber filosofado nunca Proudhon por amor a la filosofía pura, sino por necesidades de su polémica, en la cual empleaba, como armas más o menos hábilmente manejadas, una porción de ideas filosóficas de muy distintos orígenes, sin cuidarse mucho de su concordancia ni de su valor intrínseco. En filosofía, Proudhon es un aventurero, incapaz de razonar seriamente sobre un problema de metafísica, cuando no ve la inmediata aplicación moral o económica. De aquí dependen sus contradicciones y lo abigarrado de su cultura filosófica, en que se mezclan de un modo harto confuso el sensualismo del siglo XVIII, primera educación suya; algunos vislumbres de la crítica kantiana, en que le inició su amigo Tissot, profesor de Dijon, y algunas fórmulas hegelianas, que [p. 122] debió a otro amigo suyo, Carlos Grun, y de las cuales hizo aplicación inmediata en el Sistema de las contradicciones económicas. Estas fórmulas dan a las obras de Proudhon cierto barniz de hegelianismo, más aparente que real, puesto que, rigurosamente hablando, Proudhon, a pesar de su vigoroso talento y su rapidez de comprensión, nunca llegó a penetrar en los arcanos de la dialéctica hegeliana, por la sencilla razón de que nunca leyó a Hegel, contentándose con ciertas consecuencias extremas, bastante análogas a las que sacaban por el mismo tiempo en Alemania Ruge, Feuerbach y los demás sectarios de la izquierda, que son a modo de herejes o disidentes dentro de la escuela.

Una de las partes de la enciclopedia hegeliana que parece haber ignorado Proudhon completamente, y eso que pudo leerla traducida o arreglada por Bénard, en la Estética. Proudhon, escritor de temperamento, escritor original y firme, enérgico y arrogante, tenía, sin embargo, muy poco o nada de artista y menos de crítico de arte. Por otro lado, la continua preocupación del fin social, y aquella especie de ascetismo descamisado y demagógico que él profesaba, le inducían a mirar el arte y la poesía como vanidades corruptoras, como insolentes frivolidades aristocráticas, que sólo sirven para adormecer al pueblo o para insultar su miseria. De este modo, como los extremos se tocan, venía a ser Proudhon, en sus relaciones con el arte, una especie de Jungmann o de abate Gaume vuelto del revés y traducido brutalmente al lenguaje de los clubs y de las tabernas socialistas. De las poesías amatorias, aunque fuesen honestas, decía que no eran más que fornicación y podredumbre. En su obra magna De la justicia en la Revolución y en la Iglesia (que hizo en su tiempo el efecto de un cartucho de dinamita), hay un capítulo entero de insolencias contra los literatos y los artistas, cuya vida egoísta y viciosa, divorciada de todos los grandes intereses revolucionarios, es para Proudhon compendio y cifra de todas las abominaciones.

Sin esta clave, no sería fácil entender la estética proudhoniana, y además ha de tenerse en cuenta que Proudhon, radical hasta la demencia en otras cosas, era en literatura conservador y clásico, partidario de Boileau y de la escuela del sentido común. En cuanto a las artes plásticas, profesaba un realismo sui generis, cuyos fundamentos se hallan expuestos en el curioso libro póstumo [p. 123] que se intitula Del principio del Arte y de su función social, [1] título ya por sí solo bastante expresivo, y que indica todo menos un propósito de estética pura.

Los gérmenes de este libro puede decirse que estaban arrojados ya, desde 1858, en el tratado de La Justicia, cuya síntesis, formulada por el mismo autor en carta al príncipe Napoleón», [2] era que «así como la antigua sociedad de derecho divino constituía un todo orgánico en política, economía política, derecho, moral, metafísica, estética, así también la Revolución, que es la afirmación contradictoria de esta sociedad, debe organizarse totalmente en cada una de estas categorías».

Para preparar, por su parte, este futuro organismo, Proudhon, «filósofo demasiado próximo a los ciegos elementos naturales que habían entrado en su temperamento de atleta», (como dice muy exactamente Sainte-Beuve, que no se le parecía en nada, y que, por lo mismo, le comprendió muy a fondo); Proudhon, a quien la belleza literaria hacía bostezar (según él propio confiesa en una carta), [3] y que sentía tentaciones irresistibles de mandar al infierno la literatura, «cuya edad de oro pertenece a otros tiempos en que el hombre, por lo mismo que sabía poco, hablaba mucho, y cuanto menos razonaba, más y mejor cantaba, aturdiéndose con sus propios gorjeos»; Proudhon, feroz iconoclasta del talento y del genio, «nombres funestos engendradores de esclavos, innoble rapiña ejercida sobre el producto del trabajador», [4] empezó por enamorarse de las obras de un mediano pintor, Gustavo Courbet, que allá por los años de 1863 se había hecho famoso por ciertas audacias de grosero naturalismo, más olvidadas hoy que sus actos posteriores como individuo de la Commune parisiense. Esta especie de realismo pictórico que antecedió en bastantes años al realismo literario de Zola y sus secuaces, es el texto clásico que Proudhon quiere ilustrar con sus comentarios. Los Aldeanos de Flagey o la vuelta de la feria, El Entierro en Ornans, La Bañista, Los Picapedreros, Las Señoritas del departamento [p. 124] del Sena, y sobre todo el cuadro anticlerical de La Vuelta de la Conferencia, que el Jurado de la Exposición de 1863 excluyó de su catálogo y de la vista del público, son las tablas de la nueva ley artística. Courbet es el redentor, el Mesías del arte social, y Proudhon es su profeta, que viene a maldecir en su nombre «eso que llaman mundo del arte, turba de libertinos y de parásitos, ministros de corrupción, profesores de lujuria, agentes de prostitución». No le importa ser totalmente extraño a la teoría y a la práctica de las artes, «no haber leído siquiera lo que escribieron Winckelmann, Lessing y Goethe». Mejor: de este modo no tendrá perturbado el espíritu por las ilusiones del arte, y podrá «formarse una idea teórica de él, determinar sus funciones, juzgar sus obras y referirlas al sentido común». Ama en cierto modo las producciones del arte, «como un bárbaro ama lo que le parece bello, lo que brilla, lo que halaga su fantasía, su corazón y sus sentidos; como los niños aman las estampas». Y aun declarándose totalmente inepto para apreciar la habilidad de mano, la dificultad vencida, la ciencia de los medios y de los procedimientos, pretende que la muchedumbre tiene el derecho de imponer su gusto y su voluntad a los artistas y de rechazar todo lo que no comprende. «Por lo que toca a la idea y al sentimiento, todos somos igualmente artistas». Siendo espontánea la educación estética, toda autoridad en este punto es inadmisible; toda autoridad excepto la de los que no son artistas, por ejemplo, la de Proudhon que dice de sí mismo: «No sé lo que es la intuición estética; carezco del sentimiento instintivo que hace declarar en el primer momento que una cosa es bella o no: nunca llego sino por reflexión y análisis a la apreciación de la Belleza».

Lo que será una estética escrita con tal criterio, puede cualquiera adivinarlo, aun sin haber pasado los ojos por el libro. Para Proudhon, la cuestión de gusto estará siempre subordinada a lo que él llama idea, es decir, al pensamiento de reforma social. Es cierto que admite (aun jactándose de no poseerla) una facultad estética independiente, un cierto sentimiento, «una vibración o resonancia del alma en presencia de ciertas cosas, o más bien de ciertas apariencias, que ella reputa bellas u horribles, sublimes o innobles». Es cierto que afirma la objetividad de la belleza como cualidad positiva de las cosas, y refuta con buenas razones [p. 125] a los metafísicos ultraidealistas, que han confundido la facultad de apercepción con la facultad de creación. Pero también es dogma proudhoniano, una y mil veces repetido, que la sensibilidad estética está en razón inversa del espíritu filosófico; que los enamorados del ideal, sean o no artistas, son los más frágiles de todos los humanos, porque en ellos el culto místico y vago de la belleza sustituye a la ley severa, precisa e imperativa de la moral; y que, en suma, haciendo mucho favor al arte, se le puede admitir en la democracia futura como «una facultad más femenina que viril, nacida para la obediencia, y cuyo desarrollo debe ir escrupulosamente subordinado al desarrollo jurídico y científico de la especie».

Esta lamentable preocupación del fin jurídico y económico vicia desde la raíz toda la estética de Proudhon, y puede servir de escarmiento a otras estéticas que en el fondo son idénticas aunque parezcan venir del polo contrario. Si bien se reflexiona, lo que sirve de base a la estética de Proudhon no es una teoría amplia y fecunda de la realidad, sino un estrecho y falso idealismo. El apologista de los cuadros de Courbet concede al artista la facultad de mejorar, de corregir, de embellecer y acrecentar las cosas, y también la de disminuirlas y deformarlas; en suma: la de cambiar las proporciones, continuando la obra de la naturaleza en una escala infinita de tonos y de figuras. La expresión artística es siempre para él aumentativa o diminutiva, laudatoria o depreciativa, nunca adecuada y exacta. La materia artística debe ser expresada, no conforme a las reglas de la observación científica, sino de un modo ajustado a las reglas del ideal. «El arte es una representación idealista de la naturaleza y de nosotros mismos, encaminada a la perfección física y moral de nuestra especie».

El realismo de Proudhon nace, pues, no de su concepción abstracta del arte, que es idealista, sino de la realización inmediata y directa que se empeña en dar a esta concepción fuera del mundo del arte. De los antiguos teólogos se dijo, y a la verdad con poca justicia, que no habían cultivado la filosofía sino como criada o sierva de la Teología (ancilla Theologiae). Nunca entendió Proudhon el arte y la filosofía sino como esclavos misérrimos de su Teoría de la miseria, de sus Contradicciones económicas, de sus antinomias sociales, de su enérgica reivindicación de los derechos [p. 126] del proletariado. El artista era, a sus ojos, un auxiliar, un elemento poco menos que mecánico en la creación del nuevo mundo social, un elemento quizá inferior al de la industria. Cuando el arte no se resigna a tal servidumbre, no es más que débauche de coeur et dissolution d'esprit. El arte por el arte es «el principio del pecado, el origen de toda servidumbre, la fuente emponzoñada de donde manan todas las abominaciones y fornicaciones de la tierra... El arte por el arte, es decir, el verso por el verso, el estilo por el estilo, la forma por la forma, la fantasía por la fantasía, todos esos gusanos que roen nuestra época, como si estuviese infestada de piojos (sic), son el refinamiento del vicio, la quinta esencia del mal. Trasladado esto a la religión y a la moral, se llama misticismo, idealismo, quietismo, romanticismo, disposición contemplativa en que el orgullo más sutil se une a la más profunda impureza». [1] Todo esto podrá ser mucha verdad... metafísica; pero Proudhon, con su habitual y honrada franqueza, que no teme ni esquiva las contradicciones, se ha respondido a sí mismo pocas páginas más adelante: [2] «Contra la Belleza es vana toda protesta del pensamiento filosófico o del pensamiento realista: la dialéctica nada puede contra el ideal; sean cuales fueren las salvedades que nos imponen la razón y la moral, la belleza nos atrae y se apodera de nosotros: podemos, con virtud feroz, rehusarle nuestros homenajes, pero siempre continuaremos siendo sus amantes desdeñados.» ¿Quién sabe si en estos desdenes encontraríamos la clave (no confesada por ingenios menos viriles que Proudhon) de muchos anatemas contra el arte puro, ni logrado ni entendido siquiera por los que blasfeman de él?

Fuera de estas veleidades, que por otra parte son raras en su libro, Proudhon, el satánico y anarquista Proudhon, enseña, como el más trivial fabulista, que «el arte, en su universalidad, poesía, estatuaria, pintura, música, novela, historia, elocuencia, comedia, tragedia, no tiene más misión que exhortarnos a la virtud y apartarnos del vicio». De donde se infiere, y es el mismo autor quien saca las consecuencias, que en toda obra de arte se ha de considerar, en primer término, el fin práctico, y en segundo lugar, la [p. 127] ejecución; se ha de atender a los efectos antes que a los medios, al contenido más bien que al continente, al pensamiento mucho más que a la realización. Sólo por tal camino será el arte facultado función, forma de vida, parte integrante de la existencia; de otro modo, es vanidad superflua e ilusoria. «Nosotros, socialistas y revolucionarios (exclama Prondhon), tenemos por ideales el derecho y la verdad: si los artistas y los escritores de estilo no saben darnos esto, ¡atrás los artistas! Si se ponen al servicio del lujo, de la corrupción, de la ociosidad, no queremos artes; si para el arte son indispensables la aristocracia, el pontificado y la majestad real, proscribiremos para siempre el arte y los artistas». Todo arte que alardee de libertad, de independencia, de genio, de ideal, de revelación, de inspiración, de fantasía (es decir, de ser arte), será, según la estética de Proudhon, un arte irracional, quimérico e inmoral, condenado a ponerse al servicio del idealismo religioso, del iluminismo, del fanatismo, del quietismo o del epicureísmo. El ciudadano de la república ideal de Proudhon, el demagogo-pitagórico y espartano que él sueña, debe huir, como de la peste, de semejantes abominaciones inventadas por los tiranos, y extasiarse con los cuadros de Courbet, que representan la escuela crítica, «es decir, humanitaria, filosófica, analítica, sintética, democrática y progresista». «Su obra (añade Proudhon) coincide con la Filosofía positiva de Augusto Comte, con la Metafísica positiva de Vacherot, con mis propias teorías del Derecho humano y de la Justicia inmanente, que anuncian el exterminio de los capitalistas y la soberanía de los productores; con la frenología de Gall y de Spurzheim, con la fisionomía de Lavater». [1]

Con tales pesadillas en la cabeza, y además con una ignorancia histórica tan crasa, que le hace increpar con énfasis a Rafael porque en el cuadro de la Escuela de Atenas no puso, en vez de Aristóteles, Platón, Euclides o Zenón, a Copérnico, Keplero, Galileo y Giordano Bruno, como si el pintor de Urbino hubiese podido conocer, a no ser por don de profecía, a ninguno de estos personajes, penetra Proudhon en los Museos, como pudiera un cíclope armado de su formidable martillo y atezado todavía por [p. 128] los humos de la fragua. Los mármoles antiguos, la misma Venus de Milo, no le infunden más que pensamientos impuros; pero su castidad inmaculada, su misoginismo, encuentra un remedio para preservar a los jóvenes del contagio pornocrático, e infundirles horror y aversión hacia la carne pecadora, y el remedio consiste(¿habrá que decirlo?) en poner a las estatuas una llaga sifilítica. ¡Esto es lo que Proudhon llama sustituir el idealismo de la forma por el idealismo de la idea! En cuanto al ideal religioso, aunque Proudhon no sea insensible a las maravillas del arte cristiano, como lo prueban algunas consideraciones sobre la arquitectura gótica, y una asombrosa página sobre el Dies Irae, [1] aunque no niegue tampoco las excelencias del arte del Renacimiento y se enamore de las Vírgenes y de las Santas de Rafael más que de las Diosas antiguas, el Cristo que él desea no es «un Cristo místico a la manera de Leonardo de Vinci, de Rafael o de Miguel Angel, ni mucho menos a la manera de M. Renán, sino un Cristo revolucionario, del temple de Danton y Mirabeau». Transcribimos sin comentarios estas espantosas blasfemias, que todavía dicen más contra el gusto que contra la razón de su autor.

En suma: el arte que ha dominado en Europa desde el Renacimiento acá es, en el bárbaro estilo de Proudhon, un carnaval de mitología y catolicismo, un «arte vampiro que cayó sobre Europa al mismo tiempo que la sífilis, y que no desaparecerá sino con ella». No hay más excepción que la pintura holandesa, que tiene la ventaja de «representar la vida laica y vulgar con sus triviales ocupaciones, sin ídolos ni símbolos, ni nobleza ni monacato; en una palabra, la humanidad industriosa, sabia y positiva, un realismo que trabaja en la perfección física y moral de nuestra especie, no por medio de oscuros jeroglíficos, figuras eróticas o inútiles espiritualismos, sino por inteligentes y vivas representaciones de nosotros mismos...» es decir, de nosotros mismos, sin espiritualismo ni nobleza. «¡Pluguiese a Dios (exclama en un pasaje célebre) que Lutero hubiese exterminado a los Rafaeles, a los Miguel Angel y a todos los ornamentadores de palacios y de iglesias!», Rembrandt es, a los ojos de Proudhon, el Lutero de la Pintura, el reformador del arte, el fundador de una estética nueva, única que convenía [p. 129] a la Holanda reformada y republicana. «Su gloria sobrepuja en cien codos a la de Rafael.» La pintura más concreta y más realista en apariencia puede despertar un sentimiento estético más poderoso, sugerir un ideal más elevado que la pintura más idealista de mano del mejor maestro. Al arte místico se envuelve en vagas supersticiones; al arte mitológico que resucita antiguos símbolos; al arte aristocrático; al arte excepcional, consagrado únicamente a la glorificación de los dominadores de la especie humana; al arte de los Papas y de los Reyes, de los Dioses y de los Héroes; a la pintura mistagógica, teológica, mitológica y alegórica, debe sustituir la «escuela humanitaria, racional, progresiva y definitiva», que copia la animación de la vida presente.

Proudhon admira a Shakespeare, pero no precisamente por sus excelencias artísticas, sino porque «al lado de los príncipes culpables ha puesto en escena a las clases inferiores de la sociedad, expresando por sus bocas innobles los pensamientos más profundos». «El arte que en un sepulturero acierta a encontrar un medio estético y hacer surgir un ideal, es diez veces más poderoso que el que necesita cabezas olímpicas.»

Pero Proudhon, en medio de su frenesí revolucionario y nivelador, en medio de su ignorancia artística y de la grosería plebeya y a veces hedionda de su estilo, suele acertar en la crítica negativa y decir de vez en cuando solemnísimas verdades a los artistas y a los críticos. Estas enseñanzas conviene recogerlas por lo mismo que están en un libro de doctrina absurda, de mal gusto y de mala fama; libro que no ha llegado al público elegante; que no ha penetrado en las Academias ni en los estudios, y que despide en todas sus páginas un olor a petróleo, sobremanera pestilente.

Ante todo, hay que advertir que Proudhon no se entusiasma con el arte ni con la literatura que inspiró la Revolución francesa. Todo eso lo encuentra pedantesco, torpe y declamatorio. «Nunca fué más falso el gusto, la elocuencia menos natural, más nula la inspiración artística y literaria, más enfático y vacío el estilo». Tampoco la fórmula romántica, incompleta, y en parte anacrónica, satisface las aspiraciones de Proudhon, que quisiera arrojar al fuego toda esa literatura el día del triunfo de la revolución social, y que sueña en sus momentos lúcidos con un arte más universal y más elevado, afirmando con alto sentido la unidad de todas las [p. 130] manifestaciones de lo Bello, la «catolicidad o universalidad del gusto y del arte». Y esta catolicidad se extiende, no sólo a las manifestaciones actuales y posibles del arte, sino a todas las manifestaciones pasadas, porque la humanidad no puede renegar de ninguna de ellas, y su hacienda se compone del producto de todas las generaciones concurriendo al mismo fin, sin que pueda jactarse ningún siglo de haber recorrido él solo la infinita esfera del ideal, el cual de suyo es inagotable, puesto que jamás encontrará nuestra facultad estética su plena y entera satisfacción en la contemplación de las formas ni en la posesión de la belleza. De donde se infiere que hay grados y especies en el ideal, según las épocas, las civilizaciones, las creencias, las lenguas y las razas; pero que esta aparente diversidad debe resolverse en una síntesis, por virtud de la cual el artista completo no puede ser ya ni clásico, ni romántico, ni hombre del Renacimiento, ni de la Edad Media, ni de Grecia, sino que la palma ha de reservarse para aquél que, sabiendo combinar todos los elementos y los datos del arte, todas las concepciones del ideal, y haciéndose superior a la tradición sin despreciarla, acierte a ser, mejor que otro alguno, artista de su país y de su tiempo. ¿Por qué fatalidad no se ha mantenido Proudhon en todo lo restante de su libro, fiel al espíritu amplio y generoso que campea en esta bellísima página? Porque le extravía y le ciega, como a tantos otros, el fantasma del arte docente; porque cree de buena fe que el fin supremo del arte no es la belleza, sino la justicia. Este solo error basta para viciar todo el sistema, para arrastrar al autor a los juicios más intolerantes y más desatinados, al desprecio de artistas como Ingres, Eugenio Delacroix y Leopoldo Robert (calificados de confusos e irracionales), y al eterno e insoportable estribillo de la glorificación de Courbet. Pero en medio de todo esto hay relámpagos de alta crítica, sentencias inolvidables, dichas con aquella arrogante y musculosa elocuencia de Proudhon. «Nada me irrita tanto como la mentira en el arte. Precisamente porque el arte es una idealización, la idea del artista debe ser de una verdad escrupulosa». «Los artistas modernos, que continúan trabajando sobre el ideal antiguo, sin tener el sentimiento de este ideal, han perdido además el poder de colectividad, que dió tanta fuerza y tanta elevación a los artistas anteriores». «La pintura llamada de historia es un género [p. 131] secundario: no puede ser verdadera con verdad positiva, sino con verdad hipotética; es decoración, ilustración, arqueología; puede tener su agrado y su utilidad pedagógica, pero resulta siempre muy inferior al destino verdadero del arte». Esta idea de la sinceridad en el arte, briosamente profesada, es lo único que da algún valor a la informe rapsodia de Proudhon, y la hace no merecedora de total olvido en la historia de la Estética francesa, donde raras veces el acento personal ha resonado tan franco y enérgico.

Notas

[p. 120]. [1] . Acerca de Proudhon, véase el libro de Sainte-Beuve: Proudhon, sa vie et sa correspondance, 1838-1848 (París, 1872). Es lástima que comprenda sólo una mitad escasa de la vida del grande agitador.

[p. 120]. [2] . Esto se creía entonces, conforme a la manía de querer encerrar todo el pensamiento de un hombre en fórmulas compendiosas que casi siempre resultan inexactas. Por lo demás, sabe todo el que haya leído sus escritos económicos que lo que rechaza y condena Proudhon, no es tanto el principio abstracto de la propiedad, como la actual forma y organización de ella.

[p. 123]. [1] . Du Principe de l'Art et de sa destination sociale, 1875: París, Lacroix et C.º

[p. 123]. [2] . Vide Sainte-Beuve, páginas 331-2.

[p. 123]. [3] . Idem, pág. 51, nota.

[p. 123]. [4] . Lettre à M. Considerant.

 

[p. 126]. [1] . Páginas 46 y 47 del libro de Proudhon sobre el Arte.

[p. 126]. [2] . Pág. 57.

[p. 127]. [1] . Que era ciertamente una novedad estupenda en 1863 cuando pintaba Courbet y escribía Proudhon su tratado. No tenía más que un siglo.

[p. 128]. [1] . Págs. 69 a 71.