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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPITULO VI.—DIRECCIONES INDIVIDUALES.—RAVAISSON.—LACHELIER.—FOUILLÉE.—GUYAU.

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HAY un ilustre pensador contemporáneo, a quien es imposible omitir en una historia de la Estética, por más que hasta el presente no haya escrito nada de esta ciencia, salvo algún fragmento de crítica artística. Este filósofo, espiritualista independiente, que siempre ha marchado solo y con grandes bríos por el camino de la especulación más alta, es Félix Ravaisson, autor de un Ensayo sobre la Metafísica de Aristóteles, obra original y profunda, que algunos estiman como el fruto más maduro de la filosofía francesa de nuestro siglo. De él ha dicho Vacherot: «No conozco libro publicado desde hace cuarenta años que enseñe más sobre el objeto, el método y la verdadera explicación metafísica de las cosas». [1] Pero hay un libro de Ravaisson que todavía nos da más luz sobre el fondo de su pensamiento. En su informe sobre La filosofía en Francia en el siglo XIX, Ravaisson proclama una especie de misticismo estético. El bien es el amor mismo, y el amor es el principio y la razón de la belleza. Se puede explicar la idea general del bien refiriéndola a la belleza; pero a su vez la belleza se reduce en último análisis (a lo menos la Belleza Suprema) al Bien por excelencia, que es el fondo de la perfección, la esencia de lo divino. Refiriendo las principales categorías de la [p. 104] Estética a los elementos primordiales de la naturaleza divina y humana (poder, inteligencia y amor), podemos decir que lo sublime del terror corresponde al poder; lo bello propiamente dicho a la inteligencia, y finalmente al amor lo sublime superior y propiamente sobrenatural, que constituye la más excelente y divina belleza, la belleza de la Gracia y de la Caridad. A los ojos de Ravaisson, la Estética no es solamente una parte muy importante de la filosofía, sino que, considerada en sus principios, se identifica con la Moral, y es toda la Filosofía, porque si la Belleza es el móvil del alma y lo que la hace amar y querer y obrar y vivir, y, en una palabra, ser; sólo la Belleza, y principalmente la más divina y perfecta, contiene el secreto del Mundo. Por eso dijeron los antiguos que «Eros fué el primero y el más omnipotente de los dioses». [1] Es el Dios que se sacrifica a sí mismo para que de sus miembros se formen las criaturas.

De esta doctrina ha dicho Vacherot que «es el espiritualismo más absoluto, más sabio, más profundo, y al mismo tiempo más amplio que haya sido expuesto desde el origen de la filosofía espiritualista en Francia». Es evidente que Ravaisson, que comenzó por Aristóteles, alta y metafísicamente interpretado, y obedeció luego por algún tiempo a la influencia de Schelling, modificada por la de Leibnitz, ha terminado por un misticismo entre cristiano y alejandrino, por una philographía o ciencia del amor. Pero la originalidad de Ravaisson consiste en que, siendo místico, no es, con todo eso, idealista ni platónico, sino que permanece aristotélico, y condena en términos expresos el idealismo absoluto que eliminando como accidentales los caracteres específicos pretende llegar por una fantástica generalización a lo más elevado que hay en el orden inteligible, con lo cual sólo consigue destruir su propia obra, reduciéndolo todo a las condiciones lógicas más elementales, que no son el máximo, sino el mínimo de perfección. Los dos metafísicos de más fuerza que ha dado Francia en este siglo, Ravaisson y Bordas Demoulin, están profundamente divididos en este punto. Ravaisson quiere llegar a la intuición de lo Absoluto, no por una síntesis ideológica o dialéctica, sino por una síntesis psicológica al modo de Aristóteles y de Leibnitz, por una [p. 105] conciencia inmediata de nuestra naturaleza íntima, de nuestra personalidad imperfecta y relativa, que reclama por su misma imperfección lo absoluto de la perfecta personalidad, que es la sabiduría y el amor infinitos. De este modo la Metafísica brota de las entrañas de la Psicología, y al mismo tiempo la explica y le da su razón última por analogía transcendental. «Dios sirve para entender el alma, y el alma para entender la naturaleza».  Porque la naturaleza también es personal en el sistema de Ravaisson, como en la Monadolofía de Leibnitz, y también, aunque en menor grado, presenta los caracteres de actividad espontánea e intencional. De este modo una doctrina mística y ultra-espiritualista viene a darse la mano con las últimas y más audaces conclusiones de cierta especie de monismo que impropiamente se llama materialista, puesto que acaba por suprimir la materia. Y ésta es la grande originalidad de la tentativa de Ravaisson, que aspira nada menos que a reconciliar la ciencia positiva con la metafísica tradicional en su expresión más castiza y sistemática, en la Metafísica de Aristóteles. Bajo este aspecto, Ravaisson significa en Francia lo que Lotze en Alemania, y, valiendo tanto como él, no le debe nada, aunque su sistema conduzca a análogas consecuencias, es decir, a considerar los fenómenos naturales como manifestaciones de una actividad radical y espontánea, y a resolver toda existencia en el espíritu infinito y en el amor, o, lo que es lo mismo, en el Bien, del cual dijo Aristóteles que pendía toda la Naturaleza. Todo se cumple en el mundo, no por mecanismo brutal, sino por el desarrollo de una tendencia al bien, a la perfección, a la belleza. Lo sensible no se entiende más que por lo inteligible, y la naturaleza no se explica más que por el alma. Sin la idea de finalidad, sin la idea de armonía, ¿qué sería la ciencia de los seres organizados y aun de los inorgánicos? Excluir de la ciencia la Metafísica, vale tanto como excluir el pensamiento. Las causas físicas son meras condiciones; la causa eficaz y final no puede ser otra que el espíritu. «La naturaleza no es más que una dispersión o refracción del espíritu... Desde el punto interno y central de la reflexión, el alma no se ve solamente a sí propia, y también ve como en su fondo el infinito de donde emana, sino que se ve y se reconoce más o menos diferente de sí misma, de grado en grado, hasta llegar a los extremos límites donde en la dispersión [p. 106] de la materia toda unidad parece disiparse, y toda actividad desaparecer bajo el encadenamiento de los fenómenos». Tenemos, pues, que, según Ravaisson, en el alma se encuentra todo lo que se desarrolla en la naturaleza, conforme a la sentencia de Aristóteles, « el alma es el lugar de todas las formas», y a la no menos profunda de Leibnitz, «el cuerpo es un espíritu momentáneo».

Nos hemos detenido tanto en la doctrina de Ravaisson, no sólo por su indisputable grandeza y por el enérgico esfuerzo intelectual de que da testimonio en medio de la anarquía, o más bien de la abyección metafísica que estamos presenciando, sino por la importancia suprema que en ella se concede a lo Bello y al Arte, lo mismo que en la de Schelling, con la cual no deja de tener algunos puntos de contacto. Ravaisson no es popular ni puede serlo: la popularidad pertenece a los espíritus brillantes y superficiales; pero ha formado algunos discípulos eminentes, entre los cuales hay que contar en primer término a Julio Lachelier, que apenas ha publicado obra alguna, excepto su tesis sobre la Inducción, y a quien sólo conocemos por dos artículos de un oyente suyo. [1] Lo mismo que su maestro, Lachelier refunde toda filosofía, y aun toda ciencia, en la Estética. La ciencia no puede ser más que ciencia de finalidad y de armonía: toda armonía es un grado mayor o menor de belleza; por consiguiente, una verdad que no sea bella, no puede ser más que un juego lógico de nuestro espíritu: la única verdad sólida y digna de este nombre es la Belleza.

Esta filosofía estética que identifica la verdad con la belleza, y esta moral estética que identifica lo bueno con lo bello, han sido objeto de la crítica penetrante y demoledora de Alfredo Fouillée, [2] espíritu negativo y sutil, dialéctico hábil, que en sus últimas obras ha dado lamentables muestras de pasar del cristicismo al positivismo evolucionista. Acusa a Ravaisson y a sus discípulos de proceder, no por análisis riguroso y preciso, sino por un método de intuición y de síntesis, que abre largo camino a la imaginación metafísica. El principio sobrenatural y sobre-racional que [p. 107] pone Ravaisson por fundamento común de la Estética y de la Moral, el Amor absoluto, le parece una quimera digna de la teosofía alejandrina. Para él, la idea transcendental de Belleza implica contradicción. La Belleza es una finalidad formal, y la idea de lo Absoluto debe estar más elevada que toda forma sensible o inteligible. No se puede decir, en rigor filosófico, que lo Absoluto sea bello. Tampoco el concepto de lo Absoluto es idéntico al del Bien, a lo menos con identidad inmediata, puesto que la voluntad absoluta que Schopenhauer concibe es mala e irracional de suyo.

Concede, sin embargo, Fouillée que el sentimiento de lo bello, lo mismo que el de lo bueno, engendra en el espíritu un sentimiento más o menos oscuro de ilimitación, y se convierte para nosotros en símbolo de lo infinito. Pero Fouillée no quiere que a este hecho puramente psicológico se le dé ningún valor transcendental y objetivo, admitiendo una conciencia real de lo Absoluto. Y en cuanto al hecho mismo, procura explicarle, como los psicólogos ingleses, mediante las leyes de asociación, que rigen lo mismo las ideas que las imágenes y los sentimientos. Todo objeto bello provoca en nosotros una idea o un sentimiento determinado; pero además provoca por contagio o sugestión otra multitud de ideas, imágenes y sentimientos vagos, a los cuales responde en el cerebro la excitación que los fisiólogos llaman difusa. Un placer estético nunca viene solo: siempre despierta confusas reminiscencias, y se compone en gran parte de recuerdos más o menos inconscientes. Las sensaciones actuales se funden con los recuerdos, como el color principal se funde con los colores complementarios, y la nota dominante con los sonidos armónicos que la acompañan. Por otro lado, nuestra noción de lo infinito es la traducción más o menos abstracta del deseo insaciable, de la aspiración que nada puede satisfacer enteramente, de la voluntad que por todas partes encuentra límites y quiere traspasarlos. La Belleza, por la misma emoción que produce, excita en nosotros la idea del goce completo y sin límites, de la felicidad suprema: cuando después sentimos que este goce es inasequible, tiende el placer a convertirse en tristeza y la sonrisa en lágrimas. Surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angit. La misma universalidad y desinterés que la emoción estética trae consigo, contribuye a darla [p. 108] cierto carácter de infinitud. Fouillée va muy adelante en este camino, y a veces, contra su propósito, casi parece coincidir con Ravaisson. Desde luego propende como él a ver en el objeto bello un símbolo del amor universal, y a identificar la gracia estética con la gracia moral. Y tampoco teme decir que «toda verdadera belleza es, ya por sí misma, ya por lo que nosotros le añadimos, un infinito sentido o presentido». Pero entendámoslo bien: no se trata más que de un infinito psicológico y subjetivo, no de que se realice en un mundo transcendental el principio absoluto de la bondad y de la belleza. En cuanto a esto, Fouillée no niega ni afirma nada: lo absoluto es una simple incógnita: puede ser más bello y más bueno que cuanto nosotros imaginamos; pero puede también que no sea ni bueno ni bello. Así continúa planteada la eterna incógnita kantiana.

Hay un joven pensador que tiene estrechas afinidades con Fouillée, del cual, al parecer, ha sido discípulo, a lo menos en cuanto a las teorías éticas, objeto capital de las meditaciones de ambos. Este pensador, llamado M. Guyau, autor de muy doctos libros sobre la Moral de Epicuro y la Moral Inglesa Contemporánea, es también poeta distinguido y estético muy inteligente, como lo demuestran sus Problemas de la Estética Contemporánea, [1] libro de muy amena lectura, que ofrece algunos puntos de vista relativamente nuevos e ingeniosamente desarrollados, aunque no todos plausibles ni mucho menos. El autor se ha propuesto demostrar, contra Herbert Spencer y los antiguos kantianos, que el placer del arte no se explica por el placer del juego; resolver los supuestos antagonismos entre el arte y la industria, entre el espíritu científico y la imaginación, entre el espíritu científico y el instinto espontáneo del genio, entre el espíritu científico y el sentimiento; responder a los tristes vaticinios que anuncian la próxima desaparición del arte; mostrar hasta qué punto la poesía puede inspirarse en las ideas científicas y filosóficas; y, por último, defender la forma poética por excelencia, la forma métrica, de los absurdos ataques que continuamente dirigen contra ella hombres destituídos del sentido de la armonía, [p. 109] y vindicar al mismo tiempo la dignidad del arte en frente de los propios artistas que quieren reducirle a una cuestión de procedimiento, de factura y de rima rica, escuela numerosa en Francia, donde toma el nombre de Parnasista y otros varios. Las cuestiones, como se ve, tienen todas gran carácter de actualidad, sin carecer por eso de valor esencial y teórico. Todas ellas, en el pensamiento de Guyau, se reducen a un solo objeto: defender el carácter serio del arte, considerado, ya en su principio y fondo, ya en su futuro desarrollo, ya en su forma, que debe reflejar toda la sinceridad del pensamiento y de la sensación. Para esto va contestando sucesivamente a las diversas objeciones de los filósofos, de los sabios en ciencias positivas, y de los mismos artistas; y sin menoscabo de la independencia del arte dentro de su esfera propia, muestra cómo se encuentra y debe encontrarse mezclado a todas las manifestaciones de la vida, a toda la existencia moral y material de la humanidad. No quiere Guyau que el arte se reduzca a un vano dilettantismo que prescinda totalmente de lo verdadero, de lo real, de lo útil y de lo bueno, ni tampoco a mera gimnasia del sistema nervioso, como da a entender la escuela evolucionista. Sostiene que la utilidad es ya un primer grado de belleza, aunque ciertamente no muy elevada, y que la satisfacción del deseo nada tiene de esencialmente antiestético. Por ejemplo, en las funciones de nutrición, el sentimiento de la vida reparada y renovada constituye una armonía verdadera y profunda que no carece de belleza. El amor sexual, aun bajo la forma de deseo físico, ha sido siempre un elemento poético de grande importancia, y en cierto modo el arte es una transformación del amor. «Considerar el sentimiento estético divorciado del instinto sexual y de su evolución (dice el autor), nos parece tan superficial como considerar el sentimiento moral aislándole de los instintos simpáticos». Por este camino se va muy lejos, y Herbert Spencer parece un idealista al lado de Guyau, cuya estética no deja de tener bastantes puntos de contacto con la psicología de La-Mettrie y de Helvecio. Todo el mundo dice y piensa que los sentidos estéticos por excelencia son la vista y el oído, por lo mismo que nos comunican sensaciones menos inmediatas y menos intensas. Pero Guyau arregla esto de otro modo, y los declara inferiores bajo el aspecto estético. Y, en efecto, hay otros sentidos que tienen [p. 110] relación más directa con el instinto sexual. No puede negarse que es muy elevada la filosofía que hoy domina. El gran sentimiento estético resulta ahora ser el tacto que, «ayudado del gusto, del olfato y de todos los sentidos vitales, ha enseñado casi siempre a los ojos lo que debían admirar, buscar y amar». De este modo la génesis del sentimiento estético ha de buscarse en la historia de las necesidades y de los deseos humanos más ínfimos. Guyau cree en el carácter estético del arte culinaria y de la perfumería. [1]

Apresurémonos a advertir que no todo en la Estética de Guyau es de esta misma fuerza: hay en ella cosas profundas y verdaderas. Así, por nuestra parte, encontramos fundado el cargo que dirige a la escuela kantiana de haber intelectualizado exageradamente la belleza, prescindiendo del elemento sensible y del elemento activo. Este es, en efecto, el pecado capital de la escuela crítica, de la escuela evolucionista y de otras muchas, y es el que todavía mantiene la psicología estética en un estado de relativo atraso, y eterniza discusiones que no serían posibles si partiésemos de la unidad e integridad de la conciencia humana, en vez de dividirla artificiosamente. Esta verdad, vislumbrada por Guyau, es lo que da verdadera importancia a su libro, prescindiendo de los efluvios materialistas de que hoy está saturada la atmósfera. El Arte es acción no menos que contemplación, y no puede ni debe aislarse de la vida. Precisamente el ideal supremo del artista consiste en infundir la vida en su obra, en crear. Lejos de ser la ficción elemento esencial del arte, es una limitación. El verdadero fin artístico es la vida, la total realidad. Es cierto que este fin no se realiza nunca plenamente; pero, como dice con frase muy bella nuestro autor, «el arte es como el sueño del ideal humano, fijado en piedra dura o en tela, sin poder nunca levantarse y andar».

Todo lo que es serio y útil, todo lo que es real y vivo, puede, en ciertas condiciones, llegar a ser bello. Estas condiciones dependen, ya de los movimientos, ya de las sensaciones, ya de los sentimientos. M. Guyau acepta en lo sustancial la teoría de Herbert Spencer sobre la gracia, si bien difere en no suponer la gracia propia y peculiar de los movimientos del juego, puesto que las [p. 111] cualidades estéticas del movimiento se realizan de un modo quizá más perfecto en el trabajo consciente y reflexivo. A la fórmula de Schiller, «el hombre no es completo más que cuando juega», sustituye Guyau esta otra: «el hombre no es completo sino cuando trabaja». La gracia no es incompatible con el trabajo en general, sino con el trabajo perdido, con el esfuerzo inútil. Cuando vemos un movimiento gracioso, siinpatizamos ciertamente con los miembros que le ejecutan; pero simpatizamos todavía más con la energía de la voluntad que mueve los miembros para un fin. No se pueden considerar los miembros sin el motor, el gasto de fuerza sin la voluntad que la gasta. La belleza superior de los movimientos pertenece a la esfera de la actividad, del sentimiento y de la conciencia. Para encontrar bella la naturaleza, tenemos que imaginarla viva. La fuerza física sólo tiene valor estético como símbolo expresivo del poder de la voluntad. La gracia es, ante todo, como decía Schelling, la expresión del universal amor. La fuerza representa en la expansión de la vida el elemento viril, la gracia, el elemento femenino. La belleza suprema de los movimientos consistiría en la unión de la fuerza y de la gracia, en la expresión de una voluntad que fuese a un tiempo la más enérgica y la más dulce.

Del mismo modo, la belleza del sentimiento se compondrá de fuerza, de armonía y de gracia, y será, ante todo, la expresión de una voluntad que está en armonía con su medio y con las otras voluntades. Infiérese de aquí, y Guyau no rechaza esta conclusión extrema, que la emoción artística puede considerarse en la mayor parte de los casos como una simple forma derivada de la emoción moral o simpática. Y no se alegue el uso frecuente que hace el arte de sentimientos tales como la cólera, el odio y el deseo de venganza; porque estos sentimientos sólo resultan estéticos en aquella medida en que participan del carácter ético. Así la venganza se confunde en las naturalezas salvajes con el amor de la justicia; la cólera es una forma inferior de la indignación: hay en todo esto una especie de moralidad extraviada, y en general puede decirse que los sentimientos enérgicos, la voluntad perseverante y violenta, tienen algo de bueno y de bello, hasta cuando su objeto es malo y feo. Mediante este ingenioso recurso, sostiene Guyau que todo sentimiento moral es estético y [p. 112] recíprocamente, sin admitir por eso que una obra de arte de intención moral sea necesariamente bella, ni que el arte se confunda con la dirección de la vida. A pesar de la identidad del sentimiento moral con el más alto y puro sentimiento estético, el arte es cosa muy diversa de la moral. Guyau no nos explica cómo, y éste es sin duda uno de los mayores vacíos de su libro, y acusa una grave contradicción en el pensamiento de su autor. Aceptadas sus premisas, habría que admitir una de dos cosas: que el arte puede ser ley y norma de vida, o que la moral puede ser única ley del arte. No basta decir que el arte produce en nosotros una elevación moral, excitando el sentimiento de la admiración, porque esta admiración no suele pasar de ahí, resultando de todo punto estéril para la libre realización del bien, si no la ayuda otro motivo más alto.

Guyau aplica al análisis de las sensaciones estéticas el mismo método que al análisis de los sentimientos. Las sensaciones de la vista son bellas, no porque directamente no sirvan para las funciones de la vida, como supone la escuela inglesa, sino, al contrario, por el ardiente y necesario estímulo que la luz ejerce sobre nuestro organismo. El oído debe sus más altas cualidades estéticas a la importancia social y simpática que tiene el sonido, como el mejor medio de comunicación entre los seres vivos. Guyau combate acerbamente la teoría de la música inexpresiva de Hanslick, y también la extraña aseveración de Fechner, que declara a la Música incapaz de suscitar asociaciones de ideas. Cree, como Spencer, que el canto no es más que el desarrollo del acento, y la música instrumental el desarrollo de la voz humana.

La teoría general fácilmente puede inferirse de estos postulados. Toda sensación puede adquirir carácter estético, el cual consiste en una especie de resonancia de la sensación a través de todo nuestro ser, sobre todo de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad; en una armonía entre nuestras sensaciones, ideas y sentimientos. La emoción estética tiene generalmente por base la emoción agradable, pero no puede confundirse con ella. Lo bello consiste, no en la tonalidad de la sensación (esto es, en su carácter agradable o desagradable), sino en el timbre, es decir, en la combinación estética de los placeres, unos dominantes, otros asociados, mezclándose a veces con dolores o tristezas confusas, [p. 113] que son a modo de disonancias propias para realzar la armonía del conjunto. El germen de lo bello está, por consiguiente, en lo agradable, y lo agradable se reduce a la conciencia de la vida sin trabas ni obstáculos. Vivir una vida llena y fuerte, es ya estético; vivir vida intelectual y moral, será el máximum de la belleza, y al mismo tiempo el goce supremo. Lo agradable es el núcleo luminoso; la belleza, la aureola radiante. Todo foco de luz tiende a irradiar; todo placer tiende a convertirse en placer estético. En suma: la Belleza puede definirse «una percepción o una acción que estimula en nosotros la vida bajo sus tres formas a la vez (sensibilidad, inteligencia y voluntad), y engendra el placer por la conciencia rápida de este general estímulo». Un placer que fuera puramente sensual o puramente intelectual, o dependiente del mero ejercicio de la voluntad, no podría en ningún caso llamarse placer estético. Nada puede aislarse en nosotros, y todo placer verdaderamente profundo es la conciencia sorda de la armonía general, de la completa solidaridad que llamamos vida. La teoría del juego implica una especie de quietismo en el arte. Nada de lo que es parcial, nada de lo que conmueve aisladamente un órgano sin resonar hasta el fondo mismo del ser, merece verdaderamente el nombre de bello. Y precisamente el juego tiene por carácter ejercitar una facultad aislada, dejando indiferente todo el resto del ser. Si esto es arte, es un arte inferior. Las emociones verdaderamente estéticas son las que se apoderan totalmente de nuestro ser, las que aumentan la intensidad de nuestra vida. Y aquí, para completar y aclarar el pensamiento de Guyau, habría que hacer una distinción importante que él omite. El arte puede ser juego , y muchas veces lo es, para el espectador; no lo es, no lo puede ser nunca para el artista. A esta luz quizá pueda resolverse la antinomia entre esta doctrina y la de Schiller.

En esta teoría de lo Bello funda Guyau su fórmula del arte. La emoción producida por el artista será mucho más viva cuando, en lugar de acudir a imágenes visuales o auditivas de valor indiferente, trate de excitar, por una parte, las sensaciones más profundas de nuestro ser, y, por otra, los sentimientos más morales y las ideas más elevadas; en una palabra, lo inferior y lo superior de nuestra naturaleza. Será, pues, un arte muy material, muy realista en cuanto a las formas, muy espiritual en cuanto a los [p. 114] sentimientos y a las ideas. Rechazará todo lo frívolo, toda ficción que no sea un simbolo intelectual o moral y no haga pensar o sentir. Guyau (que es poeta de muy sincera y elevada inspiración, como lo muestran sus Versos de un filósofo) es enemigo acérrimo de las escuelas llamadas coloristas; de los poetas que, como Teófilo Gautier y sus discípulos, pretenden tener una paleta en vez de una lira, y se limitan a acumular sin término arabescos e imágenes indiferentes. No se ve con los ojos solos. Siempre un sentimiento moral, una idea se añade a la imagen sensible. En poesía, la imagen debe ser el producto de la cooperación de todos nuestros sentidos y de todas nuestras facultades.

Por término de su sistema, concibe Guyau una síntesis futura de lo agradable y de lo bello. Llegará un día en que todo placer será bello, en que toda emoción agradable será artística, porque no habrá ninguna en que no se combinen con el elemento sensible elementos intelectuales y morales; no habrá ninguna que pueda llamarse egoísta e individual, ninguna que sea la satisfacción de un órgano determinado. El autor es de un optimismo inquebrantable: no importa que la estadística y la fisiología hagan constar la decadencia física de nuestra raza y la alteración de sus formas, cada día menos bellas y esculturales; no importa: con eso nos convertiremos en cerebro, y el sistema nervioso se acrecentará a expensas del sistema muscular, que se irá reduciendo a lo estrictamente necesario para el sostenimiento de la vida. No habrá belleza plástica ni eflorescencia de la carne; pero habrá una belleza poética, que consistirá en la expresión y en el movimiento, y crecerá en belleza expresiva el rostro, que es donde se refleja la vida psicológica. Desaparecerán todos los signos fisionómicos de la fealdad, que parece que van unidos a la inferioridad intelectual y moral de las razas, verdaderos signos de atavismo, que sólo aisladamente pueden persistir en los individuos de las razas superiores. La belleza se irá haciendo cada vez más intelectual. Será menos estática que la antigua, pero más dinámica. No se volverá a hacer la Venus de Milo ni el Hermes de Praxiteles; pero no por eso morirá la plástica, sino que descubrirá nuevos mundos de expresión con ayuda de la ciencia y del detalle anatómico. No morirá la pintura, porque el color es eterno, y el sentimiento del color es uno de aquellos en que más se comprueban las leyes [p. 115] de la evolución, aunque no se adopten las paradojas de Hugo Magnus y otros fisiólogos. La lengua de los sonidos parece inagotable. Ciertos géneros y formas de la poesía pueden morir; pero la poesía misma es eterna, aunque no conserve las formas de la epopeya antigua ni de la tragedia francesa. Tampoco ha de temerse que el advenimiento de la democracia, produciendo una medianía universal, acabe con el arte, que es aristocrático por naturaleza, como sostienen Renán y otros. La democracia no puede destruir las condiciones orgánicas y fisiológicas del genio en el artista, ni reducir el número de sus circunvoluciones cerebrales o disminuir el peso de su cerebro. ¿Diremos, con Ruskin y Sully Proudhomme, que el desarrollo moderno de la industria es incompatible con el arte, y que cuanto más se perfeccionan las máquinas, más antiestéticas resultan, porque son menos representativas de sus motores? No, contesta Guyau; porque el valor estético de las máquinas no está en relación con su valor representativo de fuerza, sino con su mayor o menor apariencia de vida y de movimiento espontáneo. ¿Diremos, con Hartmann, que el espíritu científico acabará por matar la poesía, cortando las alas a la imaginación y revelando el misterio de las cosas? Tampoco; pues aunque la poesía aspire, lo mismo que la ciencia, a ser una interpretación del mundo, y convengan así en cuanto a su objeto, nunca podrán sustituirse la una a la otra, y, como dice profundamente Mathew Arnold, «jamás las intrepretaciones de la ciencia nos darán el sentido íntimo de las cosas que nos dan las interpretaciones de la poesía, porque las de la ciencia se dirigen a una facultad limitada; las de la poesía al hombre entero». Todos los teoremas de la Astronomía no nos impedirán sentir la poesía de los cielos. Cada nuevo descubrimiento trae un misterio nuevo, que sustituye al misterio ya revelado; siempre habrá en la ciencia humana una sugestión eterna, fuente de eterna poesía. ¿Y qué ciencia habrá que pueda destruir el misterio metafísico, que no es sólo el misterio de las leyes incógnitas, sino el misterio de la esencia acaso incognoscible de la realidad? La poesía es, a su manera, una especie de metafísica espontánea, que adivina y presiente en fórmulas vagas lo que quizá la ciencia no formulará nunca en términos precisos. La poesía puede parecer antagónica respecto de alguna ciencia parcial y limitada; pero si fuera [p. 116] posible una ciencia universal y sintética, esta ciencia tendría una poesía derivada de su propia inmensidad. Guyau, evolucionista, metafísico y un tanto monista , cree vislumbrar algo de esta futura materia poética en las concepciones darwinianas sobre las transformaciones de los seres animados, nueva especie de metamorfoses, que sustituirán a las de las leyendas indias y griegas; en las teorías del universal dinamismo; en todas las grandes hipótesis, que son como el poema y la novela de los sabios. Pero nunca el arte podrá confundirse con la pura ciencia ni caer bajo la categoría de la reflexión, perdiendo su carácter espontáneo, porque el arte es una creación, y saber no es crear. El genio instintivo e inconsciente es necesario en todas partes, aun en la ciencia, y va ligado como estímulo a todos los grandes descubrimientos. «Una misma facultad es la que hizo adivinar a Newton las leyes de los astros, y a Shakespeare las leyes psicológicas que rigen el carácter de Hamlet o de Otelo». Este instinto, esa visión interior ( insight ) de que Carlyle hablaba, presiente la verdad lo mismo que la belleza, antes de tener de ellas cabal conocimiento.

La imaginación poética necesita ser excitada y fecundada por el sentimiento. ¿Será verdad, como Stuart Mill afirma en su autobiografía, que el análisis científico le mata? Guyau defiende con gran ingenio la tesis contraria, haciendo nuevas aplicaciones de la teoría evolucionista. Los sentimientos humanos, aun los más primitivos, no son invariables, sino que se transforman con los siglos, lentamente, pero de un modo continuo. De instintivos que eran, van elevándose a la conciencia y a la reflexión. Hoy sentimos la naturaleza de un modo mucho más profundo y desinteresado que los antiguos, y escuchamos por donde quiera la palpitación de la vida. El sentimiento de lo divino ha experimentado una total evolución desde Homero al cristianismo, y hoy toma mil formas diversas, desde la oración hasta el anatema. El sentimiento de patria y de ciudad se ha ido haciendo menos estrecho, y tiende a confundirse con el amor a la humanidad. La compasión es hoy más fácil de excitar, más intensa y más general que nunca; no recae ya sobre una persona determinada (Héctor, Andrómaca, Polixena), sino sobre clases y pueblos enteros, sobre toda la especie humana, y aun sobre los seres irracionales. Todavía más que los dolores particulares nos conmueve [p. 117] el universal dolor. El amor, que fué primero sensual y luego místico, ha adquirido en el arte moderno una intensidad profunda y dolorosa, que en parte se debe a la influencia de conceptos filosóficos y metafísicos, al choque del idealismo y del pesimismo. Nacen de aquí la glorificación del dolor, el vértigo de la inmensidad, mil cosas que eran desconocidas o muy raras en la poesía erótica antigua. Esta íntima penetración de la sensibilidad por la inteligencia es una de las causas principales del progreso moral y estético. Del contacto de la inteligencia brota una sensibilidad más exquisita: en cada uno de nuestros movimientos, en cada una de nuestras sensaciones nos parece que oímos resonar la naturaleza entera, y sentimos pasar la eterna agitación de las cosas. El arte tiende a inspirarse hoy en las leyes de la naturaleza descubiertas por la ciencia, en las grandes doctrinas morales, sociales y metafísicas de nuestro siglo. En Goethe, en Schiller, en Leopardi, se ha realizado la unión del espíritu poético y del espíritu científico y filosófico. Y en el fondo, la cualidad esencial del genio poético y del genio filosófico es casi la misma: percibir (como dijo Ruskin) la universal analogía en la universal diferencia. ¿Ha de entenderse esto en el sentido de que sea lícito al poeta poner en verso las categorías de Aristóteles, o hacer clasificaciones como los botánicos? Nunca se debe trasladar a la poesía el pensamiento abstracto ni el estilo didáctico. Shairp ha dado en este punto con la verdadera fórmula: sólo los resultados de la ciencia son poéticos; nunca pueden serlo sus procedimientos (experimentación, análisis, razonamiento inductivo y deductivo). El poeta debe sugerir, no enseñar. Para entrar en el arte, la ciencia tiene que pasar de la esfera del pensamiento abstracto a la de la imaginación y el sentimiento.

No nos detendremos en el tercero y último estudio de Guyau sobre el porvenir y las leyes de los versos. Los principios generales acerca de la armonía y el ritmo son los mismos de Herbert Spencer, y todo lo restante de este estudio pertenece a la métrica francesa; cualquiera diría que el autor no se ha enterado de que exista ninguna otra. En cambio, para un extranjero, todas estas pendencias sobre hemistiquios, cesuras, rimas ricas, hiatos y otros tiquismiquis prosódicos, aplicados a versos que ni siquiera le suenan como tales, tienen un interés muy secundario, y sólo [p. 118] la vanidad de los franceses puede hacerles creer que esto es materia digna de tratarse en una estética general, donde sólo deben tener cabida los grandes principios métricos. Analizar el alejandrino francés, no es, como da a entender Guyau, hacer un análisis científico del verso. Al contrario: el tomar un tipo tan aislado lleva a errores evidentes, como la afirmación de que la rima es elemento inseparable del verso moderno. En Francia así es, y ya lo sabemos; pero ¿nunca se le habrá ocurrido a M. Guyau abrir un libro de poesía italiana, alemana o inglesa? Porque en cuanto a libros de otras lenguas, ya sé yo que no ha de rebajarse a leerlos un escritor tan culto, a quien debemos los españoles el finísimo obsequio de llamarnos nación de cabeza estrecha y dura. Procuremos mostrar que esta estrechez y esta dureza no nos lleva a ser injustos con los mismos que erigen en principio la injusticia respecto de una raza entera, y hagamos esfuerzos para comprenderlo y aprovecharlo todo. [1]

Notas

[p. 103]. [1] . Vide Vacherot, Le Nouveau Spiritualisme: 1884, página 121.

[p. 104]. [1] . La Philosophie en France au XIXe siècle..., páginas 244 a 281.

[p. 106]. [1] . Gabriel Séailles, en la Revue Philosophique de Ribot (Enero y Mayo de 1883).

[p. 106]. [2] . Vide Critique des Systèmes de Morale Contemporains, par Alfred Fouillée...: París, G. Bailliére, 1883, páginas 319 a 358.

[p. 108]. [1] . Les Problèmes de l'Esthétique Contemporaine, par M. Guyau: París, Félix Alcan, 1884.

[p. 110]. [1] . Todos los ejemplos que Guyau alega en favor de tan extraña tesis, se explican por la asociación de ideas y de recuerdos o se reducen pura y simplemente a la categoría de lo desagradable .

[p. 118]. [1] . Guyau ha muerto el 31 de Marzo del año pasado (1888), dejando, entre otras obras que todavía no han sido impresas, un nuevo tratado de estética, El Arte desde el punto de vista sociológico. En él (según nos informa Fouillée, íntimo amigo del autor) se propuso demostrar que «la idea sociológica está en el fondo mismo del arte, que la emoción estética más completa y elevada es una emoción de carácter social, y que el arte, aun conservando su independencia, se encuentra ligado por su esencia misma a la moral y al espíritu religioso; protestar contra toda esta literatura de desequilibrados, de neurópatas, de decadentes, y, en una palabra, de insociables, que hoy domina en Francia, y, finalmente, poner de manifiesto el carácter profundo y vital de lo bello».

Véase el interesante opúsculo de Fouillée, La Morale, l'Art et la Religion d'après M. Guyau (1889), que llega a mis manos en el momento de corregir las pruebas de este capítulo.