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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPITULO III.—DOS ESTÉTICOS GINEBRINOS: TÖPFFER Y PICTET.—OTROS ENSAYOS AISLADOS.—VULGARIZACIÓN DE LA ESTÉTICA ALEMANA.

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PARECE que descansa el ánimo cuando de la atmósfera de tempestad y de lucha en que se mueve el genio férvido de Lamennais, se pasa a la región apacible y serena en que vivieron los dos estéticos ginebrinos Rodolfo Töpffer y Adolfo Pictet. Estos dos escritores, a primera vista tan diversos, tienen, además de la comunidad de patria, cierta comunidad de ideas y sentimientos, no sólo artísticos, sino morales. Töpffer [1] (1799-1846), narrador ingenioso y simpático, novelista sano y honrado, dibujante original y chistoso, que mereció de Goethe grandes elogios, era con la pluma, o con el lápiz, un humorista benévolo, casi inocente, un Sterne, pero sin malignidad ni ironía; un Javier de Maistre con menos aticismo y menos psicología. Escritor verdaderamente amable, de los que siente uno no haber conocido y tratado, difunden sus novelas un aroma de rectitud moral, libre de toda impertinencia pedagógica. La naturaleza alpestre que describe sirve de hermoso cuadro a sus patriarcales escenas, que deben estimarse como uno de los tipos más simpáticos del idilio moderno. La lengua un tanto arcaica que Töpffer usa, en parte por nota de provincialismo y en parte por curiosidad de artista, contribuye a dar a sus libros un sabor especial de antigüedad [p. 54] venerable, que contrasta con la lengua frenética y colorista que suelen emplear los novelistas parisienses.

Este simpático ingenio, uno de los más distinguidos que ha producido la Suiza francesa, es también escritor teórico de los más originales en la forma. Huyendo de toda abstrusa disquisición filosófica, expuso sus propias y personales impresiones sobre el arte en un libro, o más bien en una serie de pensamientos, que llevan el título de Reflexions et menus propos d'un peintre génévois ou Essai sur le Beau dans les Arts. [1] El primitivo título era mucho más extraño: se llamaba Traité sur le lavis á l'encre de Chine, logogrifo que no será fácil descifrar, si no advertimos que en los primeros libros, el autor, imitando a Sterne en lo de tomar el asunto por vía rara e insólita, se pone a divagar con su habitual humor sobre la tinta de China, sobre los chinos, sobre la receta del P. Duhalde, sobre los gatos que se miran al espejo, y sobre otras materias al parecer inconexas, antes de llegar a tratar del dibujo, del relieve y del color. Todo lo restante del libro tiene la misma apariencia de excentricidad, calculada sin duda para hacerse leer de los espíritus ligeros y distraídos, a quienes la estética pura interesa poco. Estas continuas digresiones son el mayor encanto del libro, aunque también sea cierto que esta manera descosida, que recuerda la de Juan Pablo en su Poética, tiene el inconveniente de disipar las ideas entre caprichosos arabescos y humorísticas fantasías. Pero es tan exquisita la gracia con que Töpffer nos pasea sobre su asno predilecto, haciéndonos gozar de todas las emociones, ora risueñas, ora melancólicas, del camino; es un espíritu el suyo tan genial y tan humano; siente de una manera tan personal y tan luminosa el arte y la naturaleza, que sentiríamos que el libro fuese de otro modo, y que el autor hubiese sacrificado a los rigores del método escolástico tantas y tantas páginas empapadas de suavidad y de dulce tristeza, donde parece que se siente la calma augusta de las aguas del lago Leman reflejando los Alpes suizos.

Claro es que este libro no puede analizarse. Es un tesoro de intuiciones y revelaciones artísticas, pero no un sistema. El autor [p. 55] empleó más de doce años en componerle, y todavía le dejó incompleto. Es el registro o el diario de sus pensamientos sobre el arte, formulados en el mismo ameno desorden con que iban apareciendo en su espíritu. No es imposible, sin embargo, establecer un hilo lógico, por tenue que sea, en esta serie de conversaciones familiares. Gran parte de la obra puede considerarse como una polémica contra el principio de imitación, la cual nunca es para Töpffer objeto y fin, sino condición y medio del arte. El arte es la expresión poética del sentimiento propio del artista. Es cierto que el arte no puede prescindir de la imitación, ni la imitación puede separarse del procedimiento; pero ni una ni otra cosa son el arte. Töpffer expresa esto con una de sus originales formulas: «un cuadro es obra de tres personas distintas, pero inseparables: el procedimiento, la imitación y el arte». El vulgo ve el procedimiento y la imitación; pero no ve el arte. «Pura e invisible esencia, necesita, para presentarse a nuestros ojos, tomar un cuerpo, y este cuerpo son las formas y los colores, que no respiran más que por él, que no expresan, que no cautivan, que no conmueven sino por él solo. Sin él, la copia más hábil, más fiel y maravillosa de las bellezas naturales es como la hija de Jairo envuelta todavía en su sudario, bella, pero sin vida, hasta que el Señor venga y la diga: levántate y anda». Es cierto que el artista depende de la naturaleza en cuanto a la imitación. La naturaleza le ofrece modelos con mano tan pródiga, que el arte, tal como históricamente le conocemos, todavía no ha agotado el más pobre filón de esa mina inmensa, profunda, inagotable. Cuanto más avanza, más descubre, más entrevé, más presiente tesoros incógnitos y sinnúmero. Cuando el artista intenta emanciparse de la naturaleza y se reduce a copiarse a sí mismo, camina rápidamente a la pobreza y a la esterilidad. Para ser señor, hay que empezar por convertirse en esclavo. Pero bajo otro aspecto, la naturaleza depende del artista, puesto que sin él no sería ni sentida ni expresada. Para expresarla, el arte la transforma, la traduce. Intenta expresar, no la apariencia real y visible de los objetos, sino el sentimiento poético que en nosotros despiertan. El procedimiento no es modo de imitación, sino modo de expresión. La Belleza del Arte, comparada con la Belleza Natural, se nos muestra como distinta, independiente y superior.

[p. 56] Tal es el sentido de la primera parte de esta deliciosa Estética popular y espiritualista. La segunda contiene algunas consideraciones sobre la Belleza, si bien el autor principia por declarar insoluble el problema de lo Bello absoluto. «No soy ni bastante filósofo ni bastante alemán para esto», dice graciosamente. Lo infinito no se resuelve más que en Dios, y a Dios puede subir nuestra oración, pero no nuestra mirada. Por otra parte, Töpffer tiene poca confianza en el método metafísico: prefiere resolver las cuestiones por el dogma o por el sentido íntimo. Hay cierta endeblez filosófica en su obra, que se explica por los hábitos puramente artísticos de su pensamiento. Estima que la belleza, sometida a los procedimientos de análisis, se marchita o desaparece. Querer definirla es ya desconocer su naturaleza y negar su libertad. Es querer transformar en silogismos, o lo que es igual, en actos sucesivos del espíritu, lo que por su naturaleza sólo puede resplandecer en forma de acto simultáneo.

Con crítica muy aguda va examinando todas las supuestas definiciones de la Belleza, y encuentra que en todas ellas se toma lo accidental por lo constante, lo relativo por lo absoluto, el atributo por la esencia. Reconociendo, pues, que la Belleza en su esencia absoluta no se distingue de la esencia divina, se limita a tratar de la belleza relativa, de la belleza en el arte. El espíritu profundamente cristiano de Töpffer brilla en cada página de su libro; pero no gusta de confundir la Estética con la Teología Mística, ni de mezclar lo profano con lo divino.

Töpffer ha hecho guerra tan cruda como Lamennais, aunque por diversos motivos, a la fórmula de «el arte por el arte». Pero más bien la rechaza en sus términos literales que en su fondo, puesto que propone sustituirla con otra que viene a decir lo mismo, aunque con menos amplitud: «la belleza por la belleza». Lo que Töpffer rechaza es «la forma por la forma», «la lengua por la lengua», «las imágenes por las imágenes», «el color por el color», «el estilo por el estilo»; en una palabra, la idolatría materialista del procedimiento. Pero Töpffer admite una facultad estética distinta de todas las demás facultades humanas, incluso de la imaginación y de la sensibilidad, ya por su objeto, ya por sus procedimientos, y defiende con extraordinario brío la libertad de la concepción artística contra las intrusiones de la intención [p. 57] filosófica, social o política; contra la tiranía de las poéticas, de las tradiciones y de las reglas, lo mismo que contra los especiosos pretextos de verdad y de moralidad. «La belleza del arte (dice) procede absoluta y únicamente del pensamiento humano, libre de toda otra servidumbre que la de manifestarse por medio de la representación de los objetos naturales. [1] La fuerza pensadora, mirada desde el punto de vista de la belleza que crea, aparece más real y distintamente libre que cuando se la considera desde el punto de vista de lo justo o de lo útil.

El peligro del subjetivismo espiritualista de Töpffer está en considerar el arte como un modo convencional de representación. De este modo, aunque por distinto camino, se viene a parar a la tesis de la forma por la forma, que tanto escandalizaba al escritor ginebrino. Y se llega a otra consecuencia más grave, esto es, a dar un valor puramente histórico al arte, y considerarle como una lengua que nace, crece, declina y muere, tornándose ininteligibles para las edades siguientes aquellos mismos signos convencionales de lo bello que habían sido vivos, claros y populares en otra época. Por huir del escollo de la imitación de la naturaleza, se va a tropezar en el escollo de la concepción individual. ¿Dónde encontrar un criterio para juzgar signos que varían perpetuamente con las épocas, con las naciones, con las escuelas, con los individuos?

Pero no hay que pedir a la Estética de Töpffer fórmulas abstractas y cerradas. Su mayor atractivo consiste en no tenerlas. Es una Estética que no ha salido del caliginoso recinto de las escuelas filosóficas. Su autor nos cuenta que la compuso «leyendo los poetas, frecuentando estudios de pintores, viajando a pie por una y otra vertiente de los Alpes, y comiendo todos los martes en casa de su cuñado, delante y en compañía de Claudio de Lorena, del Poussin, de Ruysdael, de Rembrandt, de Karel du Jardin y de otros maestros cuyas obras pendían de aquellas paredes». Hay, según él, tres métodos de componer estética. Con el estudio de los libros solamente se construye estética académica, científica o de erudición; estética doctoral, la más insípida, la más [p. 58] soñolienta, la que engendra fastidio sólo de pensar en ella. Con el estudio de las galerías y de los museos se hace estética de anticuario, de mercader de cuadros, de touriste o de aficionado inteligente; estética que rara vez es muy instructiva, pero que siempre divierte; llena de hechos y detalles, de juicios y aserciones, de escuelas y nombres propios, de tradiciones y lugares comunes; en suma, de empirismo y no de principios. Finalmente, los artistas tienen también su propia estética, parcial, es cierto, muchas veces engañosa y apasionada, sujeta a mil preocupaciones de taller, de escuela, de cenáculo, de academia; crítica limitada por el círculo de sus simpatías y por el estrecho campo en que ejercita su observación. Y, sin embargo, de todas las estéticas incompletas, ésta es la mejor, porque participa de experiencia, de observación y de sentimiento. Con ella no se penetra hasta la raíz de los principios; pero a lo menos se los entrevé, se los vislumbra, se los supone, se los adivina. Tal es la estética de los Salones de Diderot, la de Juan Pablo y también la de Töpffer, especialmente en sus admirables divagaciones críticas sobre la pintura antigua y moderna, ora diserte sobre un pasaje de Plinio, ora sobre los Segadores y La pesca de altura de Leopoldo Robert, su artista predilecto. Con razón ha dicho el mismo Töpffer, que la crítica de los artistas, la facultad estética juzgando a la facultad estética cara a cara con juicio espontáneo e irreflexivo, entraña casi siempre una revelación fecunda; y así, por ejemplo, una palabra de Horacio, un retrato de escritor o de orador trazado por Tácito, o quienquiera que sea el autor del Diálogo de las causas de la corrupción de la elocuencia; una página de Schiller o de Goethe enseñan más y contienen en germen ideas más luminosas y profundas que todos los tratados doctrinales juntos. Sólo un talento artístico como el de Töpffer hubiera podido distinguir con tanta claridad como él lo hace (y daremos este solo ejemplo) la unidad racional, que es puramente negativa, y sólo sirve para extraviar al crítico (como lo prueba el caso famoso de las unidades dramáticas), y la unidad estética, que es unidad positiva y orgánica, y no se limita a componer un todo, sino que engendra un nuevo ser con arrogante plenitud de vida. [1] La unidad que rige la obra de arte no es, no puede [p. 59] ser nunca un simple modo de orden o de relación; es una fuerza, no sólo inteligente y ordenadora, sino activa, sensible, apasionada, expansiva, y, sobre todo, individual.

Adolfo Pictet, el segundo de los estéticos ginebrinos, es a primera vista personaje muy diverso del simpático autor de El Presbiterio y de Rosa y Gertrudis. No figura el nombre de Pictet al frente de novelas, sino en trabajos de erudición de los más profundos y originales de que nuestro siglo puede gloriarse. Es autor de los Orígenes Indo-Europeos o los Aryos primitivos, de la Memoria sobre la afinidad de las lenguas célticas con el sanscrito, del Ensayo sobre las inscripciones célticas, de El Misterio de los Bardos de la Isla de Bretaña y del Culto de los Cabires entre los antiguos Islandeses. Es el creador, o poco menos, de una ciencia nueva, admirable cuando no degenera en temeraria, la paleontología lingüística, que por las reliquias de un vocabulario intenta restaurar la historia primitiva de las razas remotísimas que no tuvieron historia.

Pictet dió en 1839 un curso de Estética en la Academia de Ginebra. Recogidas en un volumen estas lecciones, formaron el tratado De lo bello en la naturaleza, en el arte y en la poesía [1] , libro modesto y útil, francés por la amenidad y lucidez del estilo, y alemán por el fondo de sus enseñanzas. El autor confiesa que en la mayor parte de sus lecciones ha procurado adaptar al gusto de sus compatriotas las ideas estéticas de Schelling y de Hegel, pero sin seguir servilmente a ninguno de estos dos filósofos. ¡Lástima que se creyera obligado a exponerlas en forma tan elemental y rápida, y a veces sin mucha unidad ni enlace!

La Estética es para Pictet, como para los alemanes, una filosofía del arte, una teoría de las teorías, una poética de las poéticas, que abraza todos los hechos particulares, y los coordina en un conjunto racional. Pero al lado de esta consideración artística, que es la primordial, puesto que en Pictet todo se subordina a la teoría del arte literario, el autor atiende a llenar uno de los vacíos de la Estética de Hegel, encabezando la suya con algunas breves consideraciones sobre lo bello en la naturaleza orgánica, [p. 60] en el reino vegetal y en el reino animal, consideraciones donde parece notarse la influencia del Cosmos de Humboldt. Pictet tiene el mérito de haber esbozado su tratadito de Física Estética dos años antes de la publicación de la obra magna de Vischer, mérito tanto mayor cuanto que los estéticos franceses posteriores al filólogo de Ginebra han prescindido totalmente de esta parte, como de tantos otros puntos esenciales que estudia con profundidad la estética alemana. No ofrecen las ideas de Pictet el encadenamiento y el desarrollo de las de Vischer; pero son ingeniosas sus consideraciones sobre el carácter de los objetos naturales, y dieron a nuestro Milá un elemento importante para su teoría de las formas manifestativas. Y es tanto más de apreciar la intercalación de este tratado, cuanto que Pictet estima la belleza natural y exterior con criterio hegeliano, y aun estudiándola con esmero, la encuentra incompleta y la mira sólo como punto de partida para elevarse a la esfera superior del sentimiento de lo bello. En rigor, no concede que la belleza natural exista sino mediante la intuición del ser que siente y piensa. Sólo en el sentido estético se da la verdadera revelación de la belleza exterior, mediante un acto de visión simultánea que nos ofrece a un tiempo la forma y la idea en perfecta identificación.

Pictet se esforzó por huir de las fórmulas sistemáticas y de la terminología de las escuelas, lo cual, si por una parte contribuye al agrado de su libro, dándole cierto carácter de exposición popular y amena, quita, por otro lado, precisión y fijeza a sus conceptos, y a veces no nos deja percibir con claridad el fondo de sus ideas. Pero, en general, sus esfuerzos se encaminan a quitar a las ideas hegelianas y schellingianas la levadura panteística que en su original tienen, y acomodarlas a una especie de espiritualismo platónico, haciendo algo semejante a lo que luego más de propósito y con más copia de doctrina ha ejecutado Moritz Carrière.Lo mismo que él, procura Pictet sacar a salvo el elemento individual, y combinarle armónicamente con la unidad de la idea, evitando así la funesta absorción de lo fenomenal en el seno de lo Absoluto. Pictet, hombre muy versado en la literatura filosófica de su tiempo, alcanzó ya y patrocinó altamente la reivindicación de la forma, no por cierto en el sentido extremado en que la proclamaba Herbart y su escuela, pero sí como elemento estético [p. 61] esencial, sin el que no hay arte ni belleza posible. Un paso más, y hubiera aspirado, sin duda, a aquella misma conciliación del idealismo y del realismo, a aquel idealismo realista o realismo ideal que luego han perseguido por diversos caminos Lotze y Max Schasler, y que quizá sea la fórmula inicial, no sólo de la nueva Estética, sino de toda metafísica futura.

Las fuerzas filosóficas de Pictet, que era lúcido y elegante expositor más bien que pensador original, no alcanzaban a tanto, y por eso se redujo al papel de adaptador ecléctico y elegante. En la teoría de lo sublime, sigue a Kant y a Schiller, despojando sus teorías del exagerado subjetivismo propio de la Crítica del Juicio, y admitiendo la realidad de lo sublime objetivo. En la teoría de lo ridículo, de lo humorístico y de lo cómico, repite los ingeniosos análisis de Juan Pablo. El capítulo de lo feo presenta reminiscencias de Rosenkranz y de Weisse. Sobre la educación estética del hombre, reproduce las ideas de Schiller, mezcladas con algunas de Hegel, a quien sigue en la clasificación de las formas del arte y en los motivos y fundamentos de ella. De las artes particulares no estudia más que la poesía, siempre a la luz de la estética hegeliana, conforme a la cual resuelve la antinomia de clasicismo y romanticismo. Conocidas ya de nosotros todas las fuentes en que Pictet ha bebido, no hay para qué insistir en diferencias secundarias, bastando decir en elogio de su autor que ha sido el único, entre cuantos han escrito en lengua francesa, que ha manifestado plena y cabal noticia del desarrollo histórico de la ciencia hasta el momento en que él ordenaba sus lecciones.

Desgraciadamente su ejemplo no fué seguido por nadie. El tratado de lo Bello en la Naturaleza, en el Arte y en la Historia, aunque perteneciese a Francia por la lengua, había sido concebido y escrito para una nación diversa, para un público menos francés que alemán, y no podía ejercer influencia directa en París, que ha solido mostrar injusto desdén con la que llaman allí literatura de provincia. El círculo de la cultura estética comenzaba a agrandarse, no obstante, con las versiones que se iban haciendo de los principales monumentos de la Estética alemana anteriores a 1830, puesto que de los posteriores no se ha traducido ninguno. En 1846, Julio Barni había puesto en lengua francesa la Crítica del Juicio de Kant, y sus Observaciones sobre el [p. 62] sentimiento de lo bello y lo sublime. El mismo traductor dió a luz en 1850 un Examen o comentario de la Crítica del Juicio, encaminado a facilitar su inteligencia a los que se habían aterrado con el aparato de fórmulas, teoremas y escolios que dificultan el acceso de los libros de Kant. Adolfo Regnier, que interpretó con maestría todas las obras de Schiller, no pudo menos de incluir entre ellas sus opúsculos de Estética . El teólogo protestante Miguel Nicolás (de Montauban) tradujo en 1838 las lecciones de Fichte sobre el destino del sabio y del hombre de letras. En 1842, P. Grimblot puso en francés el Sistema del Idealismo Transcendental de Schelling, donde hay una importante sección estética. Carlos de Bénard, el más inteligente y hábil de los vulgarizadores de la ciencia alemana, comenzó por refundir con notable primor y artificio la Estética de Hegel en 1840; publicó en 1845 el discurso de Schelling sobre las bellas artes del dibujo y su fragmento sobre Dante, y ha seguido exponiendo los últimos resultados de la ciencia en artículos varios de la Revue Philosophique, desgraciadamente no coleccionados aún, quizá por la escasa importancia que el público francés, en general, concede a tales estudios, sobre todo cuando no se amoldan a las preocupaciones nacionales, que suponen vinculados en Francia todo saber y toda cultura. Finalmente, para no hacer interminable esta enumeración, la Poética de Juan Pablo fué traducida en 1862 por León Dumont, asociado con un alemán llamado Alejandro Büchner.

Por otra parte, las traducciones de Platón, de Plotino y de Aristóteles que con mayor o menor fortuna llevaron a cabo Víctor Cousin, Bouillet, Barthélemy Saint-Hilaire, las historias críticas de la Escuela de Alejandría debidas a Vacherot y a Julio Simón, donde forzosamente había de ser expuesta y examinada la doctrina estética de las Enéadas, el excelente Ensayo de Egger sobre la historia de la Crítica entre los griegos, y otras obras que no viene al caso enumerar, fueron familiarizando a la juventud de las escuelas con las ideas de los antiguos sobre la belleza y el arte, trayendo a la erudición estética el elemento clásico, no menos esencial que el elemento germánico.

Notas

[p. 53]. [1] . Vid. Sainte-Beuve, Portraits contemporains, tomo III, páginas 211 a 255.

[p. 54]. [1] . Impreso por primera vez en 1848 (póstumo), con un prefacio de Alberto Aubert.

Me valgo de la edición de 1883; París, Hachette.

[p. 57]. [1] . Pág. 215. En la 353 añade: «Toda sujeción general o parcial de la facultad estética a cualquier objeto distinto de lo bello, sea impuesta o voluntaria esta sujeción, nunca deja de alterar, de empequeñecer o de anular la concepción de la belleza».

[p. 58]. [1] . Vide cap. XXIII del libro VIII, que es uno de los mejores de la obra.

[p. 59]. [1] . Du Beau dans la Nature, l'Art et la Poésie. Études Esthétiques, par Adolphe Pictet: París, Sandoz y Fischbacher, 1875; en 8.º La primera edición es de 1856.