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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPITULO II.—ESTÉTICA DE LAMENNAIS.

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NADA más que esto produjo la escuela ecléctica desde Cousin hasta Lévêque, si se exceptúan algunas indicaciones esparcidas en el Tratado de las facultades del alma, [1] laboriosa compilación de Adolfo Garnier, discípulo mediano de Jouffroy y de los escoceses. Pero fuera del recinto de la escuela que quiso monopolizar el nombre de espiritualismo, pueden citarse notables ensayos, donde quizá se descubre más vigor y originalidad de pensamiento que en todo lo que produjo la filosofía universitaria. El tratado de Lamennais sobre el Arte y lo Bello pertenece sin duda a esta categoría. [2] No es obra aparte, aunque como tal haya sido reimpresa, sino fragmento muy extenso (todo el libro VIII) de la voluminosa obra que se titula Bosquejo de una filosofía, hoy casi olvidada, con ser una de las raras producciones francesas de este [p. 40] siglo que arguyen en sus autores verdadera capacidad y fortaleza metafísica. Siempre he creído que lo mejor y más robusto del pensamiento especulativo de la nación vecina debe buscarse fuera de los senderos trillados y de las escuelas ruidosas, en aquellos pensadores casi solitarios, que se llaman Maine de Biran, Bordas Demoulin, Ravaisson, Renouvier, Fouillée, Cournot y algún otro. Uno de estos pensadores es, sin duda, el Lamennais de la segunda época, no ciertamente en sus folletos políticos y rapsodias socialistas, pero sí en el Bosquejo de una filosofía, que, a pesar de sus graves errores y de sus contradicciones e incongruencias, merece el nombre de filosofía con mucho más derecho que las elegantes vaguedades espiritualistas o las superficiales y groseras negaciones positivistas.

Fué Lamennais (1782-1854), en el primero como en el segundo período de su vida filosófica y religiosa, un alma de fuego y de lava, un espíritu absoluto y extremoso, encarnizado y violento así en el amor como en el odio, propenso a la declamación y al énfasis, pero sincero en medio de la declamación más absurda. Tribuno católico o tribuno demagógico, fué la pasión del momento su inspiración y su musa, la invectiva su genio, la intolerancia su fuerza. Había mezclados en él un orador, un poeta, y también un filósofo, si bien los dos primeros rara vez dejaron al último levantar la voz. Enemigo acérrimo de la razón humana primero, pasó luego a adorar en ella con el mismo furor con que la había atacado; pero en el fondo nunca fué racionalista de la razón individual, sino de la razón colectiva. El gran error filosófico de su temporada católica, el tradicionalismo llevado a sus últimos límites, sirve, si bien se mira, para soldar las dos épocas, a primera vista tan desemejantes e irreconciliables, de su pensamiento. Lamennais había comenzado por asirse a la tabla del consentimiento común, y buscar en él la sanción de las más altas verdades, anulando los derechos de la conciencia individual en aras de cierta conciencia universal, formada por la tradición y el unánime sentir de los pueblos. De esta demagogia filosófica, predicada a nombre del principio de autoridad en el Ensayo sobre la Indiferencia, no era difícil el tránsito a otro género de demagogia, en cuanto la Iglesia rehusara aceptar la complicidad de semejante suicidio intelectual, de tan radical escepticismo, de tan absurda violación [p. 41] de las leyes del pensamiento. Y entonces Lamennais pasó sin transiciones, pero no sin lógica, a la doctrina que hace arrancar del sufragio de las muchedumbres la potestad y la razón, la verdad social y el orden jurídico. No bastan las condiciones del carácter de Lamennais, áspero, orgulloso y sombrío, para explicar su caída. Hubo en él una crisis moral, de que los Affaires de Rome dan testimonio; pero no hubiera bastado ella sola para lanzarle en un día desde el Ensayo hasta las Palabras de un Creyente, si en su pensamiento no hubiesen preexistido los gérmenes de una evolución que necesariamente había de cumplirse el día en que subiesen del corazón a la cabeza las nieblas de la pasión y del encono.

Es bastante general entre los críticos, tanto ortodoxos como heterodoxos, el pensar que así las ideas como el estilo de Lamennais sufrieron notable menoscabo después de su apostasía. Y aun parece favorecer esta opinión el escaso favor que lograron y la oscuridad en que a muy poco tiempo cayeron la mayor parte de estos libros suyos, exceptuando los dos o tres primeros, cuya resonancia fué mayor que la de ningún otro de nuestro siglo. Y es cierto que mientras el Ensayo sobre la Indiferencia, a pesar de su deplorable metafísica, continúa siendo leído y estudiado por incrédulos y creyentes, e influye en muchos apologistas más de lo que fuera razonable y más de lo que ellos mismos quieren confesar, uno solo de los libros de la segunda época de Lamennais, aquel extraño y elocuente apocalipsis que tituló Palabras de un Creyente, encuentra todavía lectores, si bien su virtud revolucionaria está gastada, conviniendo los más radicales en que Lamennais era un político insensato, cuyos ensueños proféticos deben ser estimados tan sólo como magníficas elegías en prosa, donde tuvo más parte el corazón que el entendimiento.

Castigo providencial fué ciertamente para Lamennais esta sombra de indiferencia, desdén y olvido, que fué pesando cada día más sobre su persona y sus escritos, desde 1848 hasta su muerte tan oscura y desolada, en que pudo creerse abandonado de Dios y de los hombres. Quizá las profundas reminiscencias teológicas que conservó, aun en las mayores aberraciones de su espíritu; quizá la misma fraseología bíblica que mezcló siempre con sus ensueños humanitarios, y que en 1836 pudo contribuir a la eficacia de su propaganda, le perjudicaron luego en el ánimo [p. 42] de los mismos sectarios políticos, dominados ya por la corriente atea y materialista y francamente anticristianos. Lamennais nunca pudo borrar de sí el carácter sacerdotal ni ponerse al compás de la impiedad que le rodeaba, y rechazado a un tiempo por católicos y racionalistas, vió naufragar entera la obra de sus últimos años, sin que se salvasen de ella sino muy leves fragmentos.

Pero la justicia histórica a todos debe alcanzar, incluso a los que han profesado por sistema la violencia y la injusticia. Lamennais, considerado como pensador, vale más en el Bosquejo de una filosofía que en el Ensayo sobre la Indiferencia. Una y otra obra contienen errores gravísimos; pero los del Bosquejo no deshonran la capacidad de un metafísico; los del Ensayo, sí. El Bosquejo es una vasta síntesis, una tentativa de explicación universal, una construcción que no carece de novedad y audacia, y que en algunos momentos recuerda las grandes construcciones alemanas. Un ilustre prelado y filósofo español acaba de decir con profundo sentido que el último sistema de Lamennais vale tanto, por lo menos, como los de Fichte, Schelling y Krause, y que es de todos los sistemas panteístas el menos reñido con la razón y con la verdad cristiana. Si a esto se añade la extraordinaria elocuencia y vigor del estilo que en algunas partes de esta obra, especialmente en el tratado del Arte, excede a cuanto Lamennais había escrito hasta entonces (puesto que si en las obras anteriores se advierte más fuego, hay aquí más luz y una vida más penetrante y densa), no se podrá menos de repetir con sobra de justicia aquélla tan manoseada como certísima sentencia: Habent sua fata libelli.

Como para comprender la teoría de Lamennais sobre el arte es preciso tener alguna noticia general de su sistema, y éste es tan poco conocido, creemos conveniente indicar que la última filosofía de Lamennais es una especie de ontologismo panteísta, fundado en la idea generalísima del Ser, idea sin la cual el entendimiento mismo no es posible. A este Ser absoluto, independiente de toda especificación o limitación, le llamamos Dios, y es el fondo del pensamiento a la vez que el fondo de la existencia. El Ser infinito se manifiesta, no por la unidad radical de su sustancia, sino por la energía productora que la realiza produciendo la forma, y por la vida que hace volver a la unidad radical la energía productora. Resulta de aquí una trinidad remedo de la cristiana: [p. 43] fuerza, forma, vida, o, dicho en términos espirituales, poder, inteligencia y amor: tales son los que Lamennais llama «elementos integrantes de la esencia divina». Hay, pues, en ella unidad y pluralidad, de donde nace la muchedumbre de las diferencias y de las formas posibles que constituyen el mundo inteligible, el mundo de las ideas platónicas. Estas diferencias pasan de la potencia al acto por medio de la creación, que en el sistema panteísta de Lamennais es una manifestación y desarrollo sucesivo en el tiempo y en el espacio de todo el contenido de la esencia divina. Esta manifestación se verifica de un modo progresivo, creciendo en cada grado la complexidad y la unidad, desde lo inorgánico hasta el ser organizado, y desde éste hasta la persona inteligente y libre. En todo ser creado hay, como en Dios, un elemento finito(límite) y un elemento infinito, o, lo que es lo mismo, un elemento de distinción y pluralidad y un elemento de unidad. El límite, la distinción, lo finito, es lo que llamamos materia. Lo ilimitado, lo infinito, es la inteligencia o el espíritu. Las tres propiedades de la materia, impenetrabilidad, figura, atracción, reproducen en el mundo físico los tres atributos divinos: fuerza, inteligencia o forma, y amor.

A esta metafísica corresponde una física muy original y fantástica, y una moral muy elevada, que conserva dejos cristianos, aunque torpemente mezclados con ciertas concepciones gnósticas. La creación viene a ser como un perpetuo sacrificio de Dios, como una pasión eterna, como un don que continuamente hace de su esencia. El amor es, pues, la ley del mundo: todo se comunica a todo, y todo vive en todo, porque todo se alimenta y vive de Dios. Pero al alma inteligente y libre se comunica la esencia divina de una manera más perfecta y alta, más inmediata y directa. Es privilegio de la inteligencia la percepción de lo infinito o la visión directa del Ser Uno que contiene en sí, juntamente con los eternos ejemplares de las cosas, su ley, su razón, su causa sustancial. El conocimiento se verifica por medio de la luz. Esta luz en Lamennais, lo mismo que en nuestro Miguel Servet y en otros neo-platónicos, es luz física, cuando nos revela y manifiesta el mundo real, particular, variable y limitado; pero es luz divina, refulgencia de la forma una e infinita, luz increada o esencial, cuando nos pone en contacto con el mundo de lo inteligible, con [p. 44] el mundo de las leyes y de las causas. Esta luz divina es la que forma en el hombre la palabra interior, idéntica con el pensamiento, y le da, por último término del conocimiento intuitivo, la percepción de lo infinito, la visión de Dios en vista real.

Tres órdenes de actividad corresponden a los tres grados o formas del conocimiento: la Industria, el Arte y la Ciencia. La Industria, que subyuga la naturaleza, el mundo de lo particular, el mundo de los fenómenos; el Arte, en que se manifiesta lo infinito por medio de lo finito, lo absoluto por medio de lo relativo, lo espiritual por medio de lo material, la forma arquetipo o inteligible por medio de la forma exterior y sensible; la Ciencia, que contempla en visión inmediata la eterna esencia, la verdad eterna.

Tal es, en sus líneas generales, el Bosquejo de una filosofía, donde es fácil señalar puntos de semejanza con la teosofía alejandrina, con la de Schelling y aun con el ontologismo de Rosmini y de Gioberti, sin que falten tampoco resabios tradicionalistas, de que aquí prescindimos porque no atañen al fondo del sistema. Ahora hemos de limitarnos a la teoría del arte, en la cual predomina, casi sin desviaciones, el criterio platónico-cristiano.

Lamennais, artista de corazón, verdadero poeta en prosa, fué, no obstante, uno de los más resueltos enemigos de la independencia de la Estética. El arte por el arte le parecía un absurdo. No concebía que se aislasen los diversos desarrollos de la actividad humana, que es esencialmente una. En su sistema, todos ellos se encadenan, se penetran, se suponen y se producen mutuamente. El Arte supone el doble desarrollo de las facultades del ser orgánico, por medio de las cuales nos ponemos en relación con el mundo fenomenal; y de las facultades propias del ser inteligente, por medio de las cuales, en relación con el mundo de las esencias, percibimos lo verdadero. El Arte implica la belleza esencial, inmutable, infinita, idéntica con la Verdad, de la cual es revelación eterna; e implica también una forma que la haga accesible a nuestros sentidos, que la determine en el seno de la creación contingente. Y como lo verdadero o el Ser Infinito es, en su unidad, la fuente de donde se deriva la inagotable variedad de los seres vivos que le manifiestan en el universo, así la Belleza Infinita es la fuente de donde se deriva la Belleza creada, o la variedad inagotable de formas limitadas que la manifiestan en tiempo y espacio. Sólo [p. 45] la inteligencia pura percibe la verdad en su esencia pura, en su esfera ideal y abstracta. Pero en el orden en que se verifica el desarrollo humano, antes de esta intuición se percibe la idea bajo las condiciones de existencia creada, unida al fenómeno, encarnada en el fenómeno, manifestada por él, y esta manifestación es lo Bello. De donde se infiere que la percepción de la Belleza precede a la percepción de la Verdad pura, y el Arte a la Ciencia. Lo cual no es obstáculo para que el arte implique esencialmente la inteligencia, puesto que implica la visión de la idea, y sus progresos dependen en parte de los progresos del entendimiento.

De todo lo dicho se infiere que la belleza es el ser mismo en tanto que está dotado de forma, y que, por tanto, la forma es el objeto propio del arte, no simplemente la forma necesaria, inmaterial, eterna de la idea pura, sino la forma realizada bajo las condiciones de la extensión en el mundo contingente de los fenómenos. Consta, pues, el Arte de dos elementos inseparables: el elemento espiritual o ideal, cuyo tipo primero es lo infinito, y el elemento material, cuyo tipo primero es lo finito. El uno corresponde a la unidad primordial absoluta y se resuelve en ella; el otro a las manifestaciones limitadas, parciales, diversas de esta primera unidad, y se resuelve en ellas también. Son los mismos dos elementos que en otras estéticas se designan con los nombres de unidad y variedad.

Siendo lo sensible o lo finito uno de los elementos del arte, es claro que Dios no puede ser objeto inmediato y directo de él. Pero bajo la forma finita, exterior, sensible, nos deja rastrear algo de su esencia, es decir, el tipo inmaterial de la forma, la eterna idea que la ilumina como un rayo de la Belleza Infinita. Y esta Belleza Infinita, ¿cuál otra puede ser que el Verbo, el resplandor, la manifestación de la forma infinita que contiene en su unidad todas las formas individuales finitas? Cuanto mayor número de formas diversas armónicamente enlazadas implique en su unidad relativa una forma finita, tanto más participará de la Belleza Infinita y eterna. Por eso el ideal del cristianismo es el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, en quien el amor sustancial ha consumado la unión de lo finito y lo infinito. Bajo esta forma sensible, expresión de nuestra naturaleza, resplandece la forma increada, inaccesible a los sentidos. Es la Belleza completa, la Belleza en [p. 46] sus relaciones con la Verdad y con el Bien. Por el contrario, la belleza en sus relaciones con lo falso y con lo malo, la belleza separada de Dios o correspondiente a la individualidad pura, tiene su tipo en Satanás, la más perfecta de las naturalezas creadas, pero la más apartada de Dios, la más perversa y la más infeliz. La forma subsiste en ella con su belleza esencial, imperecedera; pero el ideal del mal se ha encarnado en esa forma.

Distingue, pues, Lamennais, templando sus anteriores afirmaciones absolutas, dos géneros de belleza: la belleza material o individual de la forma, y la belleza ideal de esa misma forma, en la cual resplandece la Belleza Infinita. De la unión de entrambas resulta la suprema Belleza artística. Pero Lamennais, no niega que puedan andar separadas, y admite además la legitimidad de las representaciones artísticas de lo feo.

Lo que no admite es que el Arte sea cosa caprichosa y arbitraria, vano dilettantismo o fruto de un pensamiento sin regla. El Arte tiene su raíz en las potencias nativas, radicales, esenciales del hombre; es su ejercicio, su manifestación de cierto modo, y, uniendo las leyes del organismo a las leyes de la inteligencia y del amor, las dirige al mismo término, que es la perfección del ser en lo que su naturaleza tiene de más elevado. No puede el arte alterar ni destruir estas relaciones y estas leyes que están en la misma naturaleza de las cosas; y cuanto más agrande sus concepciones y más se acerque a la Verdad infinita, tanto más cerca estará también de la infinita Belleza. Por donde se ve que el Arte es lo mismo que la Ciencia, indefinidamente progresivo, y fuera absurdo suponer que existe para él un limite eternamente insuperable. Si alguna vez nos lo parece, consiste en que no vemos el Arte en sus relaciones generales con la Verdad, sino en sus relaciones con alguna concepción particular de lo verdadero. Cuando esta concepción se ha realizado en la forma del modo más perfecto posible, está agotado el tipo finito de Belleza correspondiente a aquella concepción finita de la Verdad. Pero una concepción más perfecta debe producir un tipo más perfecto de belleza, y como la concepción va creciendo siempre, el Arte crece y se desarrolla paralelamente, sin que pueda asignarse límite alguno a esta vitalidad suya.

La noción de arte implica la de creación. Crear es manifestar [p. 47] al exterior una idea preexistente, revestirla de forma sensible. Dios, el eterno geómetra, es también el artista supremo, y su obra poética se llama el universo, manifestación finita del Ser infinito, realización exterior y sensible de los tipos inmateriales que permanecen distintos en su unidad. Así se manifiesta en la Creación la belleza infinita, pero refractada y dispersa, como el rayo solar se refracta y descompone en el prisma. Toda forma contingente y material representa un tipo ideal; y como todo tipo ideal pertenece a la unidad de la forma divina, no puede menos de reflejarla parcialmente. Pero como no todos los tipos existentes en Dios han tenido realización actual, la obra de Dios es eternamente progresiva, y tiende a acercarse al término ideal de lo infinito.

Las leyes del Arte son las mismas leyes de la Creación miradas bajo otro aspecto, puesto que la Belleza, objeto propio del Arte, no es más que la Verdad, idéntica con el Ser. Conocer y comprender la obra divina es lo que llamamos ciencia; reproducirla bajo formas materiales y sensibles es el Arte. Por eso el Arte entero se cifra y compendia en la edificación del templo, imagen imperfecta y finita del Templo de Dios, que es el Universo.

Lamennais lleva hasta los últimos límites este carácter sacerdotal y hierático, que quiere imprimir a la Estética. Hay casos en que involuntariamente nos recuerda a Jungmann, salvo la enorme diferencia que nace de ser Jungmann un declamador vulgar y pedestre, y Lamennais uno de los escritores más elocuentes que han existido, capaz de levantar con su palabra a los muertos, según expresión de uno de sus adversarios. Para Lamennais, pues, el templo, y especialmente el templo cristiano, es la suma de todas las artes, la evolución plástica de la idea que el hombre tiene de la Divinidad y de su acción en el Universo. Todas las artes convergen hacia el santuario, gravitan hacia el punto central donde reside su principio, su razón esencial y primordial; aspiran a penetrarse, a confundirse con él, para realizar la unión perfecta de la variedad y de la unidad, de lo finito y lo infinito. El arte levanta a Dios una morada sobre el modelo de la que Dios mismo se ha edificado, y Dios llena con su presencia el templo, imagen simbólica de la Creación, como llena con su presencia el universo. Del arte arquitectónico hierático, que es para Lamennais el arte [p. 48] inicial, van naciendo todas las artes por un desarrollo análogo al de la Creación misma. La arquitectura contiene en sí virtualmente todas las artes; no sólo las de la vista, sino también las del oído; no sólo la escultura y la pintura, sino la danza, la música, la poesía, el arte oratorio. El templo tiene su voz que, modificándose por grados sucesivos como la voz de la Creación, produce artes diversas, nacidas de una común raíz, que es la voz de la Naturaleza, indistinta, confusa, pero majestuosa, solemne, inmensa, llena de misterio y de vagas emociones, eco débil y vago de la armonía suprema, del Verbo, de la voz una e infinita de Dios, La Poesía es el Universo, y en el Universo, es Dios visto, sentido, penetrado por todas las potencias de nuestro ser. La Música le anuncia y le precede; pero sólo la Poesía determina lo que ella deja indeterminado; sólo en la Poesía se cumple la unión más estrecha de lo real y lo verdadero, del pensamiento y la sensación, de la Naturaleza y su tipo eterno. La Poesía es el arte mismo en su expresión más alta. Un paso más y el arte tiende a convertirse en ciencia, aspirando a la Verdad inmaterial: entonces nace el arte oratorio.

Tales son las ideas que con extraordinario vigor y opulencia de frase concentra Lamennais en los dos primeros capítulos de su libro, únicos que en rigor pertenecen a la Estética pura. Los demás están consagrados a la amplificación elocuente de las mismas ideas con relación a cada una de las siete artes que Lamennais reconoce. No podemos seguirle en tan espléndidos desarrollos, que por una parte son demasiado rápidos, y por otra adolecen de un conocimiento muy superficial de la parte histórica y de la parte técnica, y de un afán desmedido de violentar y recortar los hechos para acomodarlos a una teoría preexistente; vicio capital entre los estéticos, y del cual muchas veces ni el mismo Hegel, a pesar de sus felices y loables contradicciones, alcanzó a salvarse.

En la historia del arte, tal como Lamennais quiere trazarla, no hay contradicción alguna; pero en cambio la verdadera historia falta, y está sustituida por una construcción tan ingeniosa como deleznable. Lo primero era conocer las obras de arte, y Lamennais sólo de un modo muy imperfecto las conocía, aunque sintiese bien las que estaban a su alcance. Pero todo lo que pomposamente diserta sobre la India y el Egipto, y aun sobre la misma [p. 49] arquitectura griega, es muy atrasado aun para su tiempo. Él no tenía obligación de ser arqueólogo, ni de haber ahondado mucho en las cuestiones de origenes; pero hubiera hecho muy bien en abstenerse de generalidades quiméricas, doblemente peligrosas en una ciencia nueva. La parte dedicada a la arquitectura de la Edad Media tampoco nos ofrece más que el perpetuo ditirambo en honra de la catedral gótica y del castillo feudal, entendidas una y otra cosa como las entendían los primeros románticos alemanes. Al arte del Renacimiento profesa Lamennais la misma cordial antipatía que John Ruskin; pero, siquiera, los exclusivismos del crítico inglés tienen la ventaja de fundarse en un estudio enorme de los detalles.

No confundamos, sin embargo, a Lamennais con los estéticos píos, de la madera de Jungmann. Lamennais admite la existencia de la arquitectura civil, y habla con mucha elocuencia de la arquitectura griega y romana, de la arquitectura árabe, y de otras muchas arquitecturas diversas de la cristiana. De la misma suerte, al tratar de la escultura, no pudiendo negar la belleza de la concepción antropomórfica, llega a absolverla, puesto que aun siendo el objeto del Arte la reproducción de lo Bello, como éste es infinito por su esencia y no puede ser reproducido sino en condiciones finitas, los medios artísticos deben formar una serie ascendente, por medio de la cual el Arte se levanta al tipo eterno: una escala de formas creadas, cada vez más complexas y más perfectas. Desde este punto de vista no dudó en afirmar que la estatua, y en especial la que reproduce la forma humana, es el término del arte, así como el desarrollo de la naturaleza en el globo que habitamos tiene por término la producción del hombre, que es el más perfecto de los seres. «Si se quita a la creación su realidad (añade), la Belleza no tiene ya forma sensible, y el Arte, impotente para manifestarla, se disipa en el seno de la Unidad incomprensible y absoluta». Quien niega el mundo fenomenal, niega el arte mismo.

Los errores estéticos de Lamennais proceden siempre de mirar las cosas por el lado que él llama filosófico, «prescindiendo de las innumerables variedades que resulten, ya de las circunstancias accidentales, ya de la mezcla de principios diversos», y «atendiendo sólo a los grandes hechos enlazados directamente con las causas [p. 50] generales que han presidido a su desarrollo». Lo primero que habría que discutir y poner en claro son estos grandes hechos, para no exponernos, como el elocuente crítico, a derivar, v. gr., la pintura flamenca de una «influencia oriental directa». [1] Dios nos libre de los oradores cuando se trata de leer documentos. Tratándose de artes, nunca dejará de salir la Fornarina, el brutal naturalismo del Caravagio, la pintura anatómica de Miguel Angel.

Los capítulos relativos a la Música y a la Danza están más trabajados, y abundan en observaciones muy ingeniosas sobre el ritmo, ya porque el autor sintiera con más intensidad las artes del sonido, ya porque en esta parte recibiera inspiraciones de sus amigos Villoteau y D'Ortigue. En cuanto a la poesía y al arte oratorio, su propio genio bastaba para dictarle páginas ardientes, en aquella prosa suya, que tiene número y movimiento de poema, y calor y efervescencia de pasión comunicativa. Pero aquí, como en todo, domina la intolerancia, que era el fondo mismo del espíritu de Lamennais. Siente lo grande, lo titánico, lo majestuoso, lo solemne, lo primitivo, cuanto tiene algo de espontáneo y de bárbaro, de apasionado y de trágico; no siente, o siente débilmente, las bellezas más modestas de la poesía de las edades cultas. Y además hay géneros que positivamente le son antipáticos, la comedia sobre todo, «que nos muestra el mundo tal cual es en su verdad mezquina y trivial, y adula en secreto el principio malo de la individualidad egoísta». Se empeña en excluir del arte lo cómico y lo ridículo, que a sus ojos no es más que un desorden reducido a las proporciones de la necedad. No comprende el efecto purificador y la alta filosofía de la risa, la libertad y la serenidad que nos restituye «esa nube de tempestad poética y humorística que pasa por el cielo de nuestra alma, fertilizándola y refrescándola», como decía admirablemente Juan Pablo, el gran teórico de la risa. Lamennais era un hierofante que no debió de reírse nunca, y por eso no vió en lo cómico más que un placer egoísta y maligno, una explosión del orgullo y del sentimiento de superioridad, en suma, «una de las imágenes del mal». Poesía épica, poesía sacerdotal, rapsodia homérica, salmo hebreo o himno de la Iglesia, alegoría dantesca, esa es la única poesía que Lamennais [p. 51] comprende, y de la cual habla con extraordinaria brillantez y magnificencia.

Tomado en conjunto su libro, se presta a muchas objeciones. Es, sin duda alguna, incompleto, como todas las estéticas francesas; es una excursión deslumbradora, pero rápida, por los dominios del arte, más bien que un tratado formal y metódico; omite gran parte de las cuestiones que en todo libro alemán se proponen como indispensables; y adolece además de un exagerado dogmatismo, que no se digna ni mencionar siquiera, cuanto más discutir, las opiniones ajenas, como si bastaran las fuerzas del pensamiento individual para construir sólidamente ninguna ciencia. Por otro lado, tiende a confundir la Belleza con la Verdad, y el Arte con la elevación del sentimiento religioso, lo cual le lleva a consecuencias extremadas e incompatibles con la estimación que otras veces concede al elemento formal. Como todos los románticos, presta al arte ojival un simbolismo que en tanto grado nunca tuvo, y se imagina leer en él mil revelaciones misteriosas, mil intenciones ocultas, que quizá no pasaron nunca por la mente de los artífices, y que tienen muchas veces explicación más natural y prosaica, como el mismo Ruskin ha demostrado. Además, el odio de Lamennais a la fórmula del arte por el arte , que quizá no ha sostenido nadie en el sentido en que él la ataca, le hace caer de lleno en el sistema que confunde lo bello con lo útil: sólo así se explica que coloque en la cumbre del arte la oratoria, género híbrido, que no debe aspirar en primer término a lo bello, sino a lo honesto, a lo justo, a lo verdadero.

Notas

[p. 39]. [1] . Traité des facultés de l'âme. (Tres volúmenes, 1852.)

[p. 39]. [2] . De l'Art et du Beau, par F. Lamennais. Tiré du 3 eme volume de l'Esquisse d'une philosophie: París, Garnier, 1865. La Esquisse d'une philosophie se publicó desde 1843 a 1846, y consta de cuatro volúmenes. En el III está el tratado Del Arte. Sobre Lamennais han escrito, entre otros muchos, Sainte-Beuve, Portraits Contemporains, tomo I, y tomos I y XI de los Nouveaux Lundis; Ravaisson, La Philosophie en France, páginas 34 a 40; E. Renán, Essais de Morale et de Critique, etc. Véase además el juicio bastante encomiástico que hace de la Esquisse d'une philosophie nuestro Fr. Zeferino González, en el tomo IV de su Historia de la filosofía, páginas 198 a 212. Compárese con el de Vacherot en su reciente libro Le Nouveau Spiritualisme (París, Hachette, 1884), páginas 84 a 99.

[p. 50]. [1] . Página 140.