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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > V : INTRODUCCIÓN AL SIGLO... > INTRODUCCIÓN. RESEÑA... > CAPÍTULO I.—ESTADO DE LOS ESTUDIOS FILOSÓFICOS EN FRANCIA A PRINCIPIOS DE ESTE SIGLO.—LA ESTÉTICA EN LA ESCUELA ECLÉCTICA.—COUSIN.—JOUFFROY.

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LA revolución literaria que conocemos con el nombre un poco estrecho de romanticismo, fué llevada a término en Francia, como en Inglaterra, no por los críticos, sino por los poetas; no por los teóricos ni por los filósofos, sino por hombres extraños a toda cultura metafísica, y movidos sólo por un vago instinto hacia lo nuevo y lo desconocido, o por una reminiscencia no menos vaga de edades literarias anteriores a la disciplina clásica. A fines del siglo XVIII  había en todas las cabezas un fermento de insurrección, un confuso anhelo de libertad y de poesía, que sólo en Alemania llegó a perfecta sazón, madurado por la crítica de Lessing y de Herder, apoyada por el severo análisis de Kant. Sólo en Alemania fué consciente y reflexiva la obra de la nueva literatura, y por eso nació fuerte, sólida y humana, conservando hoy las obras de Schiller y de Goethe frescura y juventud perennes, que no logran sino muy contadas producciones de las que engendró el romanticismo francés o británico, italiano o español, y el mismo romanticismo de Alemania, que en rigor puede considerarse como una desviación y un retroceso respecto del sentido    mucho más amplio y elevado de aquellos grandes poetas.

Conste, pues, que el movimiento de las ideas literarias en Francia, como en todo el resto de Europa, con la sola excepción dicha, fué durante el primer tercio de este siglo casi [p. 10] independiente del movimiento de las ideas filosóficas, las cuales, a lo sumo, pudieron influir en él de una manera indirecta y remota, por el lazo oculto que tienen entre sí todos los pensamientos humanos. De donde resulta que podemos considerar aisladamente, para mayor claridad de nuestro relato, lo que pensaron del arte y de la belleza los filósofos, y lo que pensaron y practicaron los artistas.

Ni era fácil, por otra parte, que en los primeros años de nuestra centuria pudiera encontrar en Francia guía ni disciplina estética el artista que más se empeñara en buscarla y en reducir sus concepciones a sistema, puesto que eran desconocidos aún los grandes trabajos alemanes, salvo la Historia del Arte, de Winckelmann, que se miraba como libro de pura arqueología, y el Laoconte, de Lessing, que tradujo Carlos Vanderbourg en 1807, pero que nadie leyó ni estimó entonces. De los ingleses se conocía y se citaba a Burke, a Blair, y también a William Hogarth, cuyo Analysis of Beauty fué traducido en 1805. El contingente indígena se limitaba a los anticuados y superficiales ensayos del Padre André, de Crousaz y de Montesquieu; a las paradojas brillantes y fecundas de Diderot; a la árida y prolija construcción del abate Batteux, y al informe y mal digerido Diccionario de Bellas Artes, de Millin (1806), que habla ya de la Estética, llamándola por su nombre, y cita a Kant, a Goethe y a Humboldt, pero sin dar muestra alguna de haberlos entendido. Carlos de Villers, que había estado emigrado en Alemania, tomó allí alguna noticia del sistema de Kant, y le expuso harto vaga y difusamente en un libro publicado en Metz en 1801  con el título de Principios fundamentales de la filosofía transcendental; pero ni sus loables esfuerzos, ni los de otro expositor todavía más oscuro, J. Hochne, que al año siguiente dió a luz en París la Filosofía critica descubierta por Kant y fundada sobre el último principio del saber, ni los artículos del Espectador del Norte, periódico que en lengua francesa se publicaba en Hamburgo, ni la traducción que por aquellos mismos años se hizo de un raquítico compendio holandés de la Crítica de la Razón pura, cuyo autor era Kinker, consiguieron llamar la atención del público francés a especulaciones tan repulsivas para él en aquellos días de violenta acción política y de absoluto predominio del empirismo materialista, que entonces decían ideología, última degeneración del sensualismo de Locke [p. 11] y Condillac. A los ojos de Destutt-Tracy, de Cabanis, de Garat, de Volney, Kant no podía ser otra cosa que un místico y un visionario, lleno de preocupaciones espiritualistas y de sueños teológicos, y no iniciado de ningún modo en los sublimes misterios de la sensación transformada y de las relaciones entre lo moral y lo físico. Sin embargo, hicieron a su sistema la honra de discutirle en  la clase de ciencias morales y políticas del Instituto de Francia, [1]   donde por caso extrañísimo encontró un defensor, y ciertamente de los más inesperados. Era aquel Mercier, que ya conocemos, famoso aventurero literario, dramaturgo de la escuela de Diderot y autor de una especie de poética revolucionaria y romántica, espíritu abierto, en suma, a las ideas nuevas, pero de un modo irracional y descosido. Aquellos sabios académicos no le hicieron ningún caso, y prefirieron irse con Destutt-Tracy, que pulverizó a  Kant, comenzando por declarar que no le conocía más que en el compendio de Kinker, tras de lo cual probó triunfalmente que no hay razón pura,  ni por consiguiente crítica de ella, y que  «todos esos conocimientos puros son puras nadas, personificaciones vacías, nacidas de un abuso de palabras y de un empleo vicioso de las ideas abstractas.» [2]

Era imposible que tal degradación filosófica continuase; así es que pronto empezaron a verse algunas señales de mejora. Es cosa averiguada hoy que las ideas del mismo Cabanis experimentaron en sus últimos años un cambio profundo, inclinándose más y más a la solución metafísica. Otros que nunca habían ido tan lejos en el camino del empirismo,   puesto que no pasaban de meros sensualistas, tuvieron que retroceder menos para espiritualizar su sistema. Así De Gérando, y todavía más Laromiguière, que con lúcida y elegante palabra y con sentido moral generoso y simpático, popularizó entre sus oyentes una doctrina psicológica ya un tanto diversa de la de Condillac, puesto que concede al alma actividad propia, que se manifiesta en el acto de la atención, del cual son transformaciones la comparación y el [p. 12] razonamiento. Por otra parte, Laromiguière hacía estudio de no abusar de la palabra sensación, y prefería la voz sentimiento, de donde el nombre de sentimentalismo que algunos dan a esta modificación del sensualismo, en la cual persiste, no obstante, el vicio fundamental de derivar de la sensibilidad (llámese sentimiento o sensación) las ideas puras y las nociones morales.

Otro paso más avanzado dió Royer-Collard durante el breve espacio que fué profesor de filosofía (1811-1813), importando a Francia la psicología escocesa y las obras del Dr. Reid, sin modificación alguna importante. Royer-Collard no era propiamente filósofo, sino robustísimo orador y hombre político de verdadera grandeza; pero la autoridad de su nombre y de su carácter contribuyó a abrir los caminos a la nueva filosofía, preciándose Cousin y Jouffroy de discípulos suyos, aunque él no los admitía por tales sino con grandes reservas, nacidas de su arraigada fe cristiana.

Por los mismos años, un pensador solitario, único metafísico de verdad que produjo Francia en toda la primera mitad de nuestro siglo, se había ido levantando mediante su propio individual esfuerzo, por una evolución eternamente memorable en los anales del pensamiento, desde el empirismo sensualista de su primera memoria sobre la influencia del hábito en la facultad de pensar (1802), hasta la filosofía de la actividad libre, y desde esta filosofía de la voluntad, nacida de tan humilde principio como la consideración del esfuerzo muscular, se había remontado a una verdadera metafísica, cuyas últimas consecuencias, contenidas en sus Nuevos Ensayos de Antropología, están a dos pasos del misticismo cristiano, si es que no penetran en él resueltamente. La influencia de Maine de Biran fué póstuma; su vida se pasó, ignorada del vulgo, en las soledades del puro pensamiento; muerto él, los eclécticos quisieron hacer de su nombre una bandera; pero Maine de Biran era más grande que el eclecticismo, y resulta empequeñecido en los análisis de Víctor Cousin. Maine de Biran no tuvo verdaderos discípulos, y colaborador uno solo, el físico Ampère.

A acelerar la ruina y el descrédito de la filosofía del siglo XVIII y a restaurar el sentido espiritualista contribuyeron, por su lado, aun no siendo filósofos de profesión, aquellos elocuentes apologistas católicos que solemos confundir bajo el nombre de [p. 13] tradicionalistas, por más que no todos ellos profesaran, a lo menos en términos expresos, el error tradicionalista, que consiste en negar las fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de una tradición o revelación primitiva, transmitida por Dios juntamente con la palabra. Es evidente que el nombre de tradicionalistas sólo conviene en rigor a Bonald y a Lamennais en su primera época, no a José de Maistre, cuya tendencia en lo puramente filosófico es más idealista y un tanto platónica, y de todas suertes menos resabiada del espíritu sensualista del siglo pasado, al cual, sin quererlo, y por efecto de su educación primera, solían pagar tributo en la esfera ideológica los mismos que con más ardor y convicción le rechazaban en todos los demás órdenes del pensamiento y de la vida.

A los estudios estéticos tardó mucho en extenderse la restauración espiritualista. Prescindiendo por ahora de los libros de Madame de Stäel, verdaderos libros de iniciación, en que abundan indicaciones generales de mucho valor, pero que más bien pertenecen a la crítica literaria y moral que a la filosofía, hay que convenir en que el más antiguo trabajo sobre la filosofía de lo Bello que nos ofrece la literatura francesa de este siglo, es el curso que Víctor Cousin dió en la Sorbona el año de 1818 sobre las tres ideas de lo Verdadero, lo Bello y lo Bueno. Sabemos hoy que Maine de Biran, en uno de sus últimos trabajos psicológicos, había tratado incidentalmente de la distinción entre lo bello y lo agradable sensible, determinando además el valor del juicio en la percepción de la belleza, el carácter compuesto de esta percepción, y cómo la multiplicidad quedaba vencida y dominada por la unidad. [1] Es cierto que estas indicaciones, tan ajenas del orden habitual de pensamientos en que Maine de Biran se complacía, y derivadas quizá de remota influencia germánica, pudieron labrar en el espíritu de Víctor Cousin, que vivía entonces en intimidad con Biran, y darle algún elemento para su teoría; pero quedaron ignoradas del público en general, puesto que el libro en que se consignan, extraviado por luengos años, no ha sido del dominio público hasta 1859. Tampoco se ha de olvidar que al curso de 1818 [p. 14] precedieron dos tesis doctorales de materia estética: la primera de un condiscípulo muy docto de Víctor Cousin, M. Viguier; la segunda de su predilecto discípulo Teodoro Jouffroy. La tesis de Viguier es de 1814, y versa sobre el principio y espíritu de las leyes del gusto aplicadas a la literatura. [1] Aunque es trabajo juvenil y algo superficial, y se resiente de la situación de los estudios en aquella fecha, no deja de mostrar en algunos rasgos el sólido saber y el espíritu agudo y penetrante de aquel ingenioso crítico, tan injustamente olvidado hoy, con haber sido uno de los espíritus más originales y cultos que en su tiempo produjo la Universidad de Francia. El autor, inspirado a no dudarlo por Mme. de Stäel, sienta por base de su teoría del gusto, que las artes siguen en su desarrollo los progresos de las pasiones humanas, y que de la relación en que viven con ellas resultan todas sus reglas y sus bellezas. No considera el sentimiento de lo bello como primitivo y distinto, sino como una especie de modificación del sentimiento moral. «Lo Bello, dice en términos expresos, no es más que la relación observada y sentida de la pasión a su objeto, o del objeto a su pasión». Es evidente que tales ideas están mucho más cerca de las de Laromiguière que de las de Víctor Cousin; pero lo que en la tesis de Viguier, en medio de sus resabios sensualistas, pertenece totalmente al espíritu de nuestro siglo, es la ejemplar declaración de tolerancia literaria con que termina. Adviértase que estas palabras fueron pronunciadas en plena Sorbona en 1814, es decir, diez y seis años antes del triunfo de la escuela romántica, y por un hombre que toda su vida tuvo, aunque de una manera elevada, gustos y aficiones estrictamente clásicos. «Nadie puede negar que el movimiento continuo, progresivo, y más real todavía que aparente, en el conjunto de la sociedad, debe modificar de una manera incesante las ideas, las pasiones, y con ellas el gusto, las lenguas y las bellas artes. Esta consideración, aplicada a las literaturas particulares, debe enseñarnos... a no condenar ni aprobar exclusivamente ciertas formas de gusto... Nada más inepto [p. 15] que la risa de un filósofo cuando ve una práctica extraña a su nación, y nada más necio que los chistes de un literato acerca de bellezas consagradas en los demás pueblos por una admiración universal. Un verdadero hombre de gusto no es de ningún siglo ni de ningún país... sabe reconocer y sentir la belleza, sea cualquiera la forma en que se le presente, y en seguida trabaja por adquirir el conocimiento de las fuerzas que han determinado esta forma particular... A pesar de todas las reglas de Aristóteles, es indudable que la mayor parte de las leyes particulares de la poética son de institución moderna. Además, la pretensión de conservar la dignidad antigua, tan lejana de nuestras costumbres, nos ha hecho inventar un sistema de convenciones (más riguroso, sin comparación alguna, que el de los antiguos), a veces puramente arbitrario, muchas otras incómodo para el poeta, y contrario a la ilusión y a la pasión».

La tesis doctoral de Jouffroy sobre la diferencia entre el sentimiento de lo bello y el de lo sublime, lleva la fecha de agosto de 1816, y es un reflejo de la primitiva enseñanza de Víctor Cousin en la Escuela Normal, si bien ya empieza a notarse la tendencia psicológica y puramente escocesa de Jouffroy, la cual se mostró luego con más claridad y madurez en su célebre Curso de Estética, que examinaremos muy pronto. Esta tesis no es más que un rasguño de estudiante, donde andan mezcladas ideas de muy varia procedencia, predominando el criterio kantiano, la observación anglo-escocesa y el respeto a la que llama Jouffroy admirable obra de Burke, de quien se aparta, no obstante, al distinguir, con su habitual perspicacia analítica, entre el sentimiento de lo sublime y la especie de terror que lo sublime nos infunde, entre el sentimiento de lo bello y el amor que en nosotros puede despertar la belleza, cosas todas que Burke había confundido.

Es notable en esta tesis la ausencia total de Metafísica. Y consiste en que el eclecticismo francés no se preocupó de tales cuestiones hasta el viaje de Víctor Cousin a Alemania en sus vacaciones de 1817. Pero fuera del recinto de las escuelas filosóficas, entre los arqueólogos y críticos de artes, se habían levantado algunas voces aisladas, en pro del idealismo platónico, que ellos conocían, aunque de un modo imperfecto, por las obras de Mengs y de Winckelmann. Uno de los más profundos aunque menos [p. 16] conocidos pensadores y críticos que Francia ha producido [1] , sostiene con   poderosos argumentos que, no solo en las ideas estéticas de Víctor Cousin, sino en sus concepciones científicas generales, ejerció mucha influencia la doctrina del ideal artístico, enseñada a ejemplo de Winckelmann por Quatremère de Quincy, autor del Júpiter Olímpico y del Ensayo sobre el ideal en las artes del dibujo. Consistía este ideal en la ausencia de toda determinación que pudiera recordar la existencia real e individual;  no era un tipo supremo de perfección como la idea platónica, sino un concepto vacío formado por abstracción.

En un espíritu tan movedizo como el de Víctor Cousin, espíritu oratorio y brillante más que verdaderamente filosófico, no es posible conceder a ninguna doctrina separadamente influencia capital sobre el resto del sistema. Por otra parte, falta averiguar si tal sistema existe, cosa que muchos niegan, y que sólo puede defenderse haciendo una porción de distinciones. La posteridad ha empezado ya para aquel elocuentísimo escritor (1792-1867), y la posteridad, respetando su corona de erudito y de literato,  muestra rara unanimidad de pareceres en el severo juicio que formula sobre su filosofía, en otro tiempo tan influyente en la Europa latina, y tan dominante y despótica en Francia. [2] Y este juicio puede resumirse en dos palabras. Víctor Cousin fué un gran historiador de la filosofía, un propagandista admirable de los lugares comunes del espiritualismo, un agitador poderoso de la conciencia filosófica de su tiempo, un retórico deslumbrador y de [p. 17] inagotables recursos, un investigador dotado de todas las cualidades de invención y de exposición necesarias para hacer valer sus descubrimientos, un moralista ameno, un expositor clarísimo y un escritor tan verdaderamente clásico, que, habiendo muerto ayer, parece de otro siglo, y no le niegan, ni aun sus mayores adversarios, puesto eminente entre los modelos de su lengua. Todo el mundo reconoce que no sólo con sus propios trabajos sobre Platón, Xenófanes y Proclo, sobre Abelardo y Descartes, sobre Locke, la escuela escocesa y Kant, y sobre otros innumerables asuntos, sino con el método que practicó el primero, con el impulso que dió a los trabajos de sus discípulos, con los certámenes que promovió, y hasta con la influencia de su posición oficial, prestó a la erudición filosófica servicios más eminentes que ningún otro hombre de nuestro siglo, exponiendo leal y honradamente las doctrinas más opuestas, y poniendo en circulación un número enorme de materiales científicos, en forma de traducciones, memorias, comentarios, lecciones de clase y ediciones de textos inéditos. De donde procedió el despertarse en Francia, tan rezagada a principios de nuestro siglo en tales estudios, como lo muestra el pobre compendio de De Gérando, un entusiasmo de investigación tan feliz y bien encaminado, que en pocos años apenas ha quedado región de la filosofía antigua o moderna que no haya sido explorada con celo y perseverancia, apenas hay escuela, sistema o dirección del pensamiento que no haya alcanzado uno o varios historiadores, siendo algunas de estas monografías verdaderos modelos en su género, y dignas de ponerse al lado de las más excelentes que ha producido la crítica alemana. Con esto ha venido una más recta estimación del valor propio de cada cosa, difundiéndose aquella tolerancia científica, aquel espíritu crítico y aquella inteligencia de las ideas más opuestas, que forzosamente trae consigo el estudio de la historia y que es su más positiva ventaja. Al lado de este servicio, que es el principal pero no el único que Víctor Cousin hizo a la cultura filosófica de su país, hay que poner, con el aplauso que merece, su campaña juvenil contra el sensualismo y el utilitarismo, la parte crítica de su sistema, que es muy superior a la parte positiva; y no olvidar tampoco el brillante renacimiento espiritualista que él promovió y el haber vuelto a levantar en su país los altares de la Metafísica, y haber [p. 18] apasionado por ella el interés de dos generaciones, a fuerza de elevación de estilo, correspondiente a las grandezas del mundo ideal que iba exponiendo y desarrollando en una lengua de oro ante su auditorio extasiado. Quien tales efectos logra, y funda en su país una escuela que todavía conserva cierta vitalidad, y que ha tenido brillantes manifestaciones, escuela que con todos sus defectos tiene la gran cualidad de ser extraordinariamente acomodada a las condiciones del pueblo en que nació, de tal suerte que hasta las direcciones más opuestas a ella han recibido su influencia y conservan rasgos profundos de su disciplina, no puede menos de ser un personaje importante en la historia de la filosofía, aunque diste mucho de ser un gran filósofo. Y parece demasiada impertinencia el tono de superioridad con que ahora juzgan algunos (discípulos suyos renegados la mayor parte) a un pensador de quien con tanto respeto hablaron Schelling, Hegel y William Hamilton.

Pero hechas estas declaraciones, hay que convenir en que el filósofo, como tal filósofo, es mediano. No es de los que piensan para el tiempo y para la eternidad, sino de los que piensan para el día presente y para una fracción limitada del género humano. Es un filósofo de ocasión, que va haciendo su sistema a pedazos, según lo exigen las necesidades del momento, obedeciendo hoy a su curiosidad erudita, mañana a un interés social, casi siempre a su genialidad oratoria, pocas veces o ninguna a los dictámenes de la pura razón. No es de los que piensan solitariamente, sino de los que necesitan auditorio para pensar. Es el organizador de una filosofía oficial, el gran administrador y centralizador de la ciencia, conforme al gusto de los franceses, que hasta en materia de ciencia quieren recibirlo todo organizado y centralizado por una administración perfecta. Pero ¿quién ha de tomar muy por lo serio una filosofía de improvisación, corregida y retocada cincuenta veces, hoy escocesa, mañana schellingiana, otro día platónica y, finalmente, cartesiana? Para dar nombre a esta singular doctrina, inventó V. Cousin primero el de eclectismo o eclecticismo, y más adelante el de espiritualismo. Este último es tan vago, que cuadra lo mismo a la filosofía de V. Cousin que a cualquiera otra de las que afirman la realidad del espíritu y combaten el materialismo. En cuanto al eclecticismo, que, en rigor, no es sistema, sino tendencia, y tendencia muy fecunda y razonable, que con uno [p. 19] u otro nombre aparece en todos los períodos de la historia de la filosofía, tampoco caracteriza las especulaciones de Cousin, y de todos modos es designación impropia, porque en su filosofía no vemos ni armonía ni sincretismo de los grandes sistemas anteriores, que él reduce a cuatro: sensualismo, idealismo, misticismo y escepticismo, los cuales realmente era imposible concordar, ni siquiera yuxtaponer; sino una especie de psicología medio escocesa, medio cartesiana; una metafísica vaga y brillante, llena de fórmulas elásticas; cierto panteísmo oratorio y sin consecuencias, que viene a resolverse en figuras retóricas; una moral y una estética, que no pasan de vulgarizaciones elegantes de ciertos conceptos kantianos y platónicos, puestos al alcance de la común inteligencia. Y aun estos elementos, más o menos disímiles, nunca los fundió Víctor Cousin en un solo libro ni en una construcción única, sino que fueron apareciendo sucesivamente en sus obras, tomándolos y dejándolos él según le convenía, no sólo en libros distintos, sino en las varias ediciones de una misma obra, por lo cual resultan personajes tan distintos el Cousin de los primitivos Cursos y el Cousin de las postreras ediciones del tratado de lo Verdadero, de lo Bello y de lo Bueno. Sólo la biografía y la bibliografía del autor nos pueden dar la clave de su sistema, si es que tal congérie merece el nombre de sistema y no el de discreteo ameno y erudito. Por eso me asombra mucho el calor con que algunos discuten a estas horas la teoría de la razón impersonal, o la de los dos estados de espontaneidad y de reflexión, como si tales concepciones no hubiesen nacido muertas, aun en el pensamiento de su mismo autor, que como artista, historiador y hombre de mundo que era, daba sin duda mucha más importancia a sus deliciosas biografías de las grandes damas del tiempo de la Fronda, que al decantado panteísmo de su primera juventud, panteísmo que pudiéramos llamar recreativo, schellingianismo expurgado in usum Delphini.

Por lo tocante a Estética, las ideas de Víctor Cousin no experimentaron nunca modificación notable. Se mantuvo siempre fiel al idealismo platónico, tal como le habían interpretado Winckelmann y Quatrèmere de Quincy, sin añadir de su parte, fuera de la elocuencia, otra cosa que algunos rasgos analíticos tomados de la Crítica del Juicio, y de las obras de los filósofos escoceses. [p. 20] En el único libro de filosofía pura que Víctor Cousin publicó, es a saber, en el Curso de filosofía sobre el fundamento de las ideas absolutas de lo verdadero, de lo bello y de lo bueno, obra la más popular de su autor y una de las mejor escritas, la teoría de lo Bello ocupa diez y nueve lecciones, y es de las partes que retocó menos en las ediciones posteriores a 1845, [1] tan diversas de la primera de 1836, no sólo en la forma literaria, que es mucho más acicalada y correcta, sino también en la ortodoxia de la doctrina, que está casi limpia de los pasajes sospechosos que contenía la primera. Para lograr esto, sacrificó Víctor Cousin casi toda la parte metafísica del libro: en suma, más de cien páginas. La mayor parte de estas supresiones y enmiendas recaen sobre el tratado de lo Verdadero. Entre las adiciones que lleva el de lo Bello, la más importante es el capítulo sobre el Arte francés, no escrito hasta 1853.

La Estética de Víctor Cousin parece vaga y superficial, aun a los ojos de sus mas apasionados defensores y agradecidos discípulos. El mismo P. Janet, que ha esciito un libro entero y muy voluminoso para restituir a Cousin el título de metafísico, lo reconoce así, y no le concede en esta parte más que el mérito histórico de haber compuesto el primer ensayo de Estética teórica que se había visto en Francia después de Diderot. «Cousin fué —añade— quien introdujo la Estética en nuestras escuelas, y le señaló su lugar en el cuadro de la especulación filosófica. Constituyó la Estética como ciencia, descomponiendo su objeto y ordenando las diversas cuestiones que encierra, a saber: lo bello en el espíritu humano, en la naturaleza y en el arte. Insistió sobre la diferencia entre la belleza real y la belleza ideal; se le debe la teoría de la expresión y la clasificación de las artes, según su valor expresivo; la doctrina de que todos los géneros de belleza se reducen a la belleza espiritual y moral; y, finalmente, la teoría de la [p. 21] independencia del arte, que no debe ser, ni instrumento de sensualidad, ni auxiliar exclusivo de la moral y de la religión. Todas estas ideas han pasado a la enseñanza y a la literatura filosófica, y de este modo se han vulgarizado».

En suma: elegantes vulgaridades, estética al alcance de las niñas de los colegios. ¡Y esto en 1818, después de Lessing, de Arteaga, de Kant, de Schiller, de Goethe, de Herder, de Juan Pablo, de los Schlegel y toda la escuela romántica, de Schelling, de Solger... y reproducido sin alteración ninguna esencial en 1845, después de Hegel, de Schleiermacher, de Rosenkranz, de Weisse, de Herbart, de Schopenhauer! Conviene de vez en cuando recordar a los franceses estas cosas. Víctor Cousin, que más o menos sabía alemán y debió a Alemania una gran parte de las ideas que vulgarizó con innegable talento, dió el primero el funesto ejemplo de permanecer indiferente y extraño al ordenado y científico desarrollo de la Estética alemana, y tratar las cuestiones de filosofía de lo bello y de filosofía del arte con la misma ligereza y superficialidad con que pudieran tratarse en un salón, como si la elegancia de estilo pudiera en ningún caso suplir ni disimular la pobreza del pensamiento. Así nacieron todas esas estéticas tan deleitables como inútiles, que van desde Cousin hasta Levèque, y que, hablando con rigor, pertenecen a la categoría de los libros de entretenimiento.

Pero aun en libros de entretenimiento pueden propagarse útiles, si no recónditas, verdades, y no hay duda que Cousin ha popularizado más que otro alguno en Francia aforismos estéticos, tales como la independencia del arte, el carácter absoluto, objetivo y universal de la idea de belleza, la distinción entre lo bello y lo agradable, la distinción entre lo bello y lo útil, la distinción entre la belleza y la proporción, entre la belleza y la unidad, entre la belleza y el orden, mostrando que es necesario añadir a estos últimos conceptos el de la fuerza o la vida, para constituir íntegra y plenamente el de la belleza. Pero al mismo tiempo merece no leve censura por haber contribuído a acreditar la funesta teoría de la expresión, que es, a nuestro entender, la negación de toda Estética, puesto que no solamente confunde lo bello con lo expresivo, que puede ser eminentemente feo, sino que quita su propio e intrínseco valor a la belleza física, reduciéndola a ser mero [p. 22] reflejo de la belleza espiritual, mera expresión de sentimientos morales, hasta en el mineral, hasta en la planta. Para Cousin, el mundo físico no es bello, si no se le considera como símbolo de la belleza moral. Y a esto se añade un falso concepto del ideal, que ya hemos notado en Winckelmann, en Mengs, en Quatremère de Quincy, [1] ideal logrado por abstracción espontánea e inmediata, ideal que se reduce a una pura generalización racional, enemiga de lo real y enemiga de lo individual, enemiga de todo lo verdaderamente expresivo, sea o no bello. Víctor Cousin consigna este grande error en términos expresos: «Lo ideal en lo bello, como en todo, es la negación de lo real». No hay que confundir este ideal abstracto con el ejemplar eterno de los platónicos ni con el tipo de perfección realísima que vive en la mente divina. El ideal de Cousin es una cualidad general, abstracta de toda particularidad e incompatible con la existencia real: es objeto de simple concepción, que no tiene valor alguno fuera del entendimiento que le concibe; no es el máximum de ser, sino el mínimum. Y ahora, con semejante ideal, ¿a qué pueden quedar reducidas la expresión y la vida, que según Cousin son elementos indispensables de toda belleza y condiciones de toda obra de genio? ¿Cómo ha de producir el genio obras vivas con un ideal muerto, ni a dónde irá a parar, sino al mundo de las quimeras metafísicas, fatales siempre al arte, el que, tomando al pie de la letra el consejo de Víctor Cousin, ponga los ojos en el género antes que en el individuo, en la unidad antes que en la variedad, en la idea antes que en la forma? Algo hay que conceder a la reacción violenta que en Francia iniciaba Cousin contra el principio de imitación mal entendido, contra la teoría grosera de la ilusión artística, contra el ideal de colección o de selección; pero fué un dolor que no se le ocurriese levantar muralla menos frágil que la que ya medio siglo antes había derribado Lessing, cuando demostró que la obra de arte consiste en elevar lo individual a la categoría de lo general. De otro modo, el arte se convierte, como quiere Víctor Cousin, en un puro simbolismo de la verdad moral.

El resto de la Estética de Cousin no ofrece novedad alguna, salvo el intento de clasificar las artes, los géneros y las escuelas [p. 23] conforme a sus grados de expresión y de espiritualismo. Víctor Cousin declara con admirable imparcialidad que no hay arte más expresivo y más bello que el arte francés del siglo XVII; que Corneille vale él solo más que Esquilo, Sófocles y Eurípides juntos; y que todos los artistas holandeses, flamencos y españoles, y aun los propios italianos, salvo Rafael y algún otro, no son para descalzar a Poussin y a Lesueur. El que no se convenza será porque no quiera. Cousin lo prueba en toda forma: a más espiritualismo (¿qué se entenderá aquí por espiritualismo?), más belleza; los franceses han sido los más espiritualistas (tampoco de estos nos habíamos enterado bien): luego no hay arte como el arte francés, ni metafísica como la metafísica francesa. Bueno es empezar a insinuar todas estas cosas desde los colegios; no sea que luego se vayan los ojos tras de Velázquez, Rubens, Rembrandt o el Ticiano, y no tras de Poussin, o que los mismos franceses encuentren más interesante y divertida la lectura de Shakespeare, de Tirso o de Lope que la de Corneille o Racine.

El pasaje históricamente más memorable que estas lecciones de Cousin contienen, es aquél en que se defiende la finalidad propia del arte, y la distinción entre el sentimiento estético y el sentimiento moral y religioso; no porque los argumentos que Cousin aduce sean nuevos, sino porque allí apareció por primera vez una fórmula destinada a inmensa fortuna: «la religión por la religión, la moral por la moral, el arte por el arte». [1] Esta fórmula es realmente la única invención positiva de Víctor Cousin en Estética; invención, como se ve, de palabras, no de pensamiento.

La parte psicológica del tratado De lo bello es muy débil. La psicología fué siempre el punto flaco en las especulaciones de Cousin, como en las de todos los oradores. Siquiera en Metafísica, su instinto de las cosas grandes, su entusiasmo de artista, le hacía volar con alas propias o prestadas, adivinar a veces lo que no sabía a fondo, desarrollar en vastas síntesis llenas de luz el cuadro de las ideas y de los sistemas, y construir, en cierto modo, una elevada poesía filosófica. ¿Quién olvida, por ejemplo, aquellas trece lecciones de 1828, tan llenas de errores y contradicciones, [p. 24] pero tan brillantes, tan poderosas de estilo, tan propias para encender en todo ánimo juvenil el amor de la filosofía?

Pero los estudios psicológicos son por su naturaleza cosa árida, modesta y deslucida; no se pagan de síntesis ni de fórmulas pomposas; quieren atención recogida, observación silenciosa, copia de hechos menudos, gran fatiga a veces para un resultado en apariencia pequeño. Por eso el Cousin psicólogo es tan inferior, no ya al Cousin orador y literato, sino al mismo Cousin metafísico. ¿Quién sacará, por ejemplo, sustancia alguna de su teoría de la imaginación, que, según él, no es «la sensibilidad física sola, ni la razón sola, sino la unión de estas dos facultades con el amor puro y desinteresado?» La vaguedad del lenguaje, pecado capital en obras de filosofía, corre aquí parejas con la extraña confusión de facultades tan diversas entre sí y tan diversas de la imaginación.

Si la Estética de Cousin, tan endeble en sí misma, no hubiera sido entre nosotros texto oficial de enseñanza en época que ya pasó por fortuna, no valdría la pena de notar las numerosas inconsecuencias y contradicciones que anulan totalmente su valor científico. ¿Pero cómo pasar en silencio la más evidente y la más grave de todas, tal que parece imposible que en ella no reparara su propio autor? Cousin, que tuvo la fortuna de encontrar la fórmula del arte por el arte, o sea, de la belleza por la belleza, dice y repite de todas las maneras posibles que el fin supremo del arte es la expresión o manifestación de la idea moral, y a este solo criterio subordina sus juicios artísticos. Cualquiera diría que al escribir el elegante profesor cada una de sus lecciones, perdía la memoria de todo lo que en la anterior había dicho.

No se dirá otro tanto de la Estética de Jouffroy, [1] obra la más importante, sólida y científica que en su género produjo la escuela ecléctica, y quizá la mejor que Francia posee sobre esta materia. Teodoro Jouffroy (1796-1842) fué uno de los primeros discípulos de Cousin; pero conservó siempre independencia de pensamiento; y, en rigor, la filosofía pura le debe muchos más servicios que a su maestro, de cuyas condiciones diferían totalmente las suyas. [p. 25] Jouffroy no era erudito ni artista de estilo, y sus explicaciones, pronunciadas muchas veces ante un auditorio reducidísimo y selecto, no se distinguían por ningún toque brillante, sino por la disciplina y el método, por el rigor de la observación, por la fuerza de análisis, por la convicción y sinceridad perfectas. Jouffroy rehuía desdeñosamente el efecto; pero en cambio tomaba por lo serio los problemas de la filosofía, que no eran para él materia de elegante exornación ni de curiosidad histórica, sino algo que tocaba a lo más íntimo de su alma, que absorbía todas las fuerzas de su mente, y que ponía en ejercicio hasta los afectos de su corazón. Jouffroy no podía concebir que se redujesen a temas de retórica cosas tales como el final destino humano, el fundamento metafísico de la ley o el imperativo categórico de la conciencia. Nunca le deslumbraron, por vistosos que fuesen, aquellos fuegos artificiales de ideas en que triunfaba y se complacía su maestro. Por otra parte, leía poco, excepto en el libro de su conciencia. No eran vastos los horizontes de su espíritu: permaneció casi del todo extraño a la cultura alemana, o a lo menos no pasó de Kant, muy ligeramente conocido y estudiado. Todas las propensiones de su espíritu, que era de psicólogo paciente y de moralista sutil más bien que de metafísico, le llevaban a la escuela escocesa, a la cual pertenece en rigor, lo mismo que Royer-Collard, más bien que al eclecticismo. Como texto inicial para sus meditaciones tomó las obras del Dr. Reid, que él tradujo y comentó en lengua francesa. Vió sin envidia ni curiosidad a Víctor Cousin traspasar pronto los límites de esta modesta enseñanza, y lanzarse a velas desplegadas en el mar de Schelling y de Hegel. Nunca intentó seguirle, y aun de la escuela escocesa se atuvo al primer período, al del sentido común, al período puramente psicológico anterior a la gran reforma que en sentido kantiano introdujo William Hamilton.

Con todas estas lagunas que voluntariamente dejó en su educación filosófica; con todo este desconocimiento de la especulación antigua y de la especulación contemporánea; con su escasa aptitud y afición a todo lo que fuese metafísica pura; con un campo de acción tan estrecho, fué, no obstante, Jouffroy pensador notabilísimo, y quizá el único que entre los eclécticos mereció nombre de filósofo, puesto que Maine de Biran, que en todos conceptos le superaba, pensó siempre por su cuenta, y no pertenece al [p. 26] eclecticismo ni a otra escuela ninguna de nombre conocido. Y lo que hace filósofo a Jouffroy no es tanto el resultado como el método, no tanto los problemas que resolvió como el camino que escogió para resolverlos; la fuerza que desplegó en prosecución de la verdad; la nota personal, el ardor interno que vivifica sus análisis, en apariencia tan fríos. «Yo nunca he sabido más que lo que por mí mismo he encontrado», decía. En sus libros, desnudos de toda cita y controversia, desnudos de toda gala oratoria, se asiste con verdadera emoción al drama de la conciencia, a las crisis interna y a veces desgarradora de un espíritu que no fué grande, pero que era sincero y profundamente humano. Tuvo desde sus primeros estudios filosóficos el hórrido desconsuelo de perder la fe religiosa, y aún resuenan en los oídos de nuestra generación aquellas voces del alma, aquella lamentación de energía byroniana con que la lloró perdida. Por tan horrible excisión de todo su ser moral quedaron siempre abatidos y dolientes su cuerpo y su espíritu. En medio de las ruinas amontonadas por aquella catástrofe, intentó poner a salvo su conciencia ética, su fe espiritualista, y en esta labor oscura y penosa consumió sus breves días, dejando tras sí un recuerdo patético y una triste y saludable enseñanza. [1]

Jouffroy, hombre de vida interior, no ha dejado libros propiamente dichos. Su herencia se reduce a algunos ensayos y artículos sueltos coleccionados en dos volúmenes de Misceláneas, y a dos Cursos, uno de Derecho Natural y otro de Estética, que se han publicado conforme a las notas de sus oyentes, con todas las repeticiones y desaliños propios de la enseñanza oral, y mucho más de la de Jouffroy, que tenía carácter de soliloquio, como de quien piensa alto e interroga a su propio espíritu. Ambos cursos son muy notables y el de Derecho Natural debe estimarse como la mejor refutación de la doctrina utilitaria desde el punto de vista del espiritualismo ecléctico. Nosotros preferimos, sin embargo, el [p. 27] Curso de Estética, acordes en esto con la opinión general de los críticos franceses, sin excluir a los más decididos adversarios de la escuela a que Jouffroy pertenecía. Véase, por ejemplo, lo que dice Taine en un libro escrito expresamente para desacreditar la filosoffa universitaria y espiritualista: «Este último curso (el de Estética) vence con mucho a todos los otros. El estilo, verdaderamente digno de la ciencia, es el de una memoria de fisiología, sin solemnidad ni énfasis. A ello contribuyeron el lugar de las lecciones y el auditorio. Jouffroy hablaba en una sala, ante veinte personas, casi todas hombres de entendimiento y de cultura; tenía que hablarles, no como un libro, sino como un hombre, es decir, ser exacto, encontrar ideas, notar hechos, no creerse en la Sorbona ante un auditorio de jóvenes entusiastas. Por eso las descripciones están hechas con exactitud y escrupulosidad admirables. Jouffroy clasifica todos los géneros de placer desinteresado, distinguiéndolos según que son producidos por la asociación de ideas, por la novedad, el hábito, la expresión, lo ideal, lo invisible, por la presencia de la unidad y la variedad, por una relación de orden y de conveniencia, por la simpatía; muestra las reglas, las dependencias, las variaciones, las semejanzas, las diferencias de estos placeres, con tal abundancia de detalles, tal claridad y cuidado, como nunca he visto en ningún otro libro. Comparados con éste, los escritos escoceses y franceses sobre lo Bello parecen miserables. Digámoslo en una palabra: es el único que se puede leer después de la Estética de Hegel. En ninguna parte mostró Jouffroy mejor su género especial de talento, la invención circunspecta y fecunda, la eflorescencia innumerable de ideas ramificadas y entrelazadas que se abren temblorosas, dispuestas a replegarse y cerrarse al menor signo de tempestad. Nunca se ha acercado tanto a la verdad. Para hacer entrar su libro en ella, bastaría suprimir su mala metafísica, traducir sus fórmulas, reducirlas por medio del análisis: no habría más que cambiar la notación, y hecho esto sería fácil fundir las ideas de Hegel y las suyas, y entonces se vería que en los dos extremos de la ciencia coinciden la descripción anatómica de nuestros sentimientos y la construcción metafísica del mundo». [1]

[p. 28] Taine, según su costumbre de violentarlo y sacarlo de quicio todo, extrema aquí el elogio, como en otras partes extrema la censura. No hay en la Estética de Jouffroy, que es un libro escocés excelente, pero nada más que un libro escocés, cosa alguna que de cerca ni de lejos recuerde las grandiosas construcciones de Hegel y el vuelo de águila de su pensamiento; nada tampoco que traiga a la mente el recuerdo de su prodigiosa intuición artística. Pero puesta la Estética de Jouffroy en su lugar, es decir, no acordándose de las estéticas alemanas, sino de las pocas y malas estéticas francesas, el elogio no resulta tan desproporcionado. La Estética de Jouffroy no es ni con mucho un tratado completo de la belleza y del arte; pero las ideas que contiene son dignas de atención por sí mismas, y además no se presentan aisladas, contradictorias y mal digeridas, como las de Cousin y tantos otros, sino que aparecen sometidas a un método inflexible y verdaderamente científico, aunque muy estrecho. La psicología es para el estético un instrumento de precisión muy deficiente; pero lo que puede conseguirse con tal instrumento, no hay duda que Jouffroy lo consiguió. No hizo propiamente el estudio de lo bello; pero sí el análisis delicado, penetrante, tenaz, de las modificaciones subjetivas que lo bello produce en nosotros. De aquí pretendió sacar una metafísica que no está más que esbozada, que es lo más débil del libro y del sistema; pero la parte primera conserva indisputable valor, y algunos capítulos son definitivos.

Por desgracia, el Curso no está terminado, y además no recibió la última corrección de su autor. Jouffroy le había explicado privadamente en su habitación de la calle du Four-Saint-Honoré, antes de 1828, en presencia de un auditorio muy reducido, pero muy selecto, del cual formaban parte Sainte-Beuve, Damiron, Vitet, Dubois. Estas lecciones fueron entonces el secreto de pocos: muerto Jouffroy, las publicó Damiron en 1843, cuando la escuela ecléctica comenzaba a pasar de moda. Además, el libro era demasiado serio para el gusto francés de entonces, y estaba positivamente mal escrito (a pesar de lo que dice Taine), o más bien no estaba escrito de manera ninguna; y a todo esto debe atribuirse el mediano éxito que alcanzó, llegando la injusticia y el olvido del público hasta el extremo de no haberse reimpreso la obra más que dos veces en el transcurso de cuarenta años, al paso que [p. 29] las superficiales lecciones de Cousin todavía hoy se reproducen y encuentran admiradores.

Es imposible dar en breves líneas idea de una Estética como la de Jouffroy, toda de hechos menudos, de investigación lenta y de incesante tanteo. ¿Cómo sintetizar lo que no es ni quiere ser sintético? Más de treinta lecciones, la mitad del Curso próximamente, se emplean en lo que pudiéramos llamar parte negativa, en declarar todo lo que la belleza no es, o más bien, todo lo que no es el sentimiento de la belleza, puesto que Jouffroy no emplea otro método que el método subjetivo. Por un largo procedimiento de exclusión distingue, ante todo, el sentimiento de lo bello del sentimiento del placer. Todo lo bello nos causa placer; pero no todo lo que nos causa placer es bello. ¿Qué especie de placer es, por tanto, el placer de la belleza? Y aquí entra un detenido estudio sobre los diversos placeres y sus causas, según que proceden del egoísmo o de la simpatía. El placer de lo bello es sin duda placer de simpatía, placer desinteresado e inútil, que no responde a ninguna necesidad determinada de nuestra condición actual. Por consiguiente, lo bello no es lo útil, sino su contrario, y se distinguen esencialmente en los fenómenos interiores que acompañan a uno y a otro: no llamaremos bello lo que favorece nuestro desarrollo, sino lo que nos muestra el triunfo de una fuerza activa sobre la materia. El hombre tiene antipatía a la materia, sustancia impasible y muerta, cuyo oficio parece consistir en encadenar el libre ejercicio de las fuerzas, los movimientos fáciles y naturales. El hombre, fuerza encadenada en su acción por la materia, simpatiza en todas partes con la fuerza; es productor, y como tal defiende la virtud y capacidad de producir, contra la inercia. Donde la fuerza triunfa, triunfa el hombre también; donde la fuerza sucumbe, el hombre se aflige de su caída y participa de su desastre. Tal es el secreto de la simpatía. El hombre se ama a sí propio, y los objetos que hacen triunfar su naturaleza, le agradan. El hombre se ama, y los objetos que, sin hacer triunfar su naturaleza, se la muestran como triunfante, le agradan también. El egoísmo y la simpatía son transformaciones del amor propio.

Hemos dicho que lo bello es lo contrario de lo útil. Jouffroy lo comprueba con ejemplos: «Ved, dice, un campo rico, fecundo y cubierto de mieses: es sin duda hermoso espectáculo para el [p. 30] hombre que lo ve y no hace más que verlo y admirarlo, sin fijarse en su utilidad. Pero llega el propietario; calcula lo que puede valerle la venta de sus productos, las necesidades que de este modo puede satisfacer, la necesidad de alimentarse, la necesidad de enriquecerse y muchas otras, y ya el campo no es un espectáculo bello para él: en cuanto calcula la utilidad, deja de apreciarla belleza. Si alguna vez su campo le parece bello, será cuando deja de pensar en la utilidad que saca de él. De igual modo, un fruto bello deja de serlo para el hombre que tiene sed». Infiérese de éstos y otros ejemplos, que lo útil excluye lo bello, no en lo que es, sino en lo que parece, o, lo que es lo mismo, que la utilidad y la belleza pueden encontrarse en una misma cosa; que un mismo objeto puede ser útil y bello a un tiempo, pero no por los mismos caracteres: cuando nos parece útil, cesa, no de ser, sino de parecer bello. El sentimiento de lo bello excluye el de lo útil, desde el momento mismo en que nace. La condición necesaria para que un objeto parezca bello es que nos parezca inútil, pero de ningun modo indiferente. Todas las ventajas de los placeres de lo bello nacen precisamente de un vicio radical, de una deficiencia oculta: la imposibilidad de posesión. Por eso lo bello es más noble que lo útil, y abre a la imaginación, ávida de felicidad, un campo más vasto, una esperanza más viva e indefinida. El poder ser contemplado, pero no poseído, excluye todo trabajo, toda rivalidad, toda injusticia. Por el contrario, la pasión de las cosas útiles lleva siempre consigo la posibilidad o la esperanza de ser satisfecha. Pero hay en nosotros necesidades más elevadas, sin duda, y cuya satisfacción no se concibe sino en otro mundo mejor. Entre las innumerables formas de la naturaleza, hay algunas que tienen la mágica virtud de despertar estos anhelos, ya porque esas formas sean símbolos de cosas invisibles que pueden aquietarlos y satisfacerlos, ya porque ellas mismas les ofrezcan imágenes imperfectas de su objeto, que el mundo en su esencia grosera no puede reproducir íntegramente.

Ni la analogía de naturaleza, ni la novedad, ni el hábito, causas contradictorias, pero igualmente reales, de placer, pueden confundirse con lo bello. La novedad no es más que un carácter general de toda cosa que se muestra a nuestros ojos por vez primera, sea agradable o desagradable, útil o nociva, bella o fea, buena [p. 31] o mala. Propiamente no es más que una relación entre el objeto y el sujeto. Si nos procura placer, será por el sentimiento de un desarrollo más extenso de nuestro ser, o por una conciencia más viva de la necesidad satisfecha; en suma, por un estímulo de actividad, así como los placeres del hábito se explican por la necesidad de reposo. Tal es la alternativa de la condición humana en su estado presente: luchar y padecer, o no desarrollarse. El hombre quisiera, pero en vano, desarrollarse completamente en su estado actual , y desarrollarse sin trabajo, sin obstáculo, sin límite ni barrera; pero los obstáculos se interponen, y el hombre no deja de sentir ni por un momento la doble necesidad de desarrollarse completamente, porque es activo, y de desarrollarse sin esfuerzo, porque no está en su naturaleza la inclinación a padecer.

De todos modos, el hábito y la novedad no pueden ser más que circunstancias accesorias, que modifican, aumentan o disminuyen el placer o el dolor producidos en nosotros por causas más profundas. Tampoco se puede definir la belleza por la proporción ni por el orden. El principio del orden es la conveniencia de las partes de un objeto al fin de este objeto. Pero ¿existe una cierta conveniencia de partes que sea por sí misma el tipo del orden? ¿Existen relaciones de extensión o duración que sean por sí mismas el tipo de la proporción? Jouffroy responde que no, porque comparando entre sí las diversas cosas que llamamos ordenadas y proporcionadas, no encontramos similitud alguna en el número, acuerdo y relaciones de las partes, sino, por el contrario, muy extremada variedad. ¿Habrá para cada especie de seres un tipo de orden y proporción, como Platón quería? No (contesta Jouffroy, con su criterio puramente psicológico), porque no encontramos en nuestra conciencia los tipos de cada especie que nos permitan juzgar de la proporción de cada individuo ni distinguir lo deforme de lo conforme; ni cuando vemos un individuo de una especie nueva se despierta en nosotros esa idea típica, que nos sirva de término de comparación. No juzgamos, pues, del orden y de la proporción sino mediante una relación de finalidad, comprendida por nosotros mismos, o transmitida por la herencia o el hábito.Todo lo que hace propio a un objeto para cumplir su peculiar destino, merece el nombre de orden. Es evidente que esta conveniencia de las partes y del fin del objeto no constituye la belleza. [p. 32] En el desorden y en la desproporción hay deformidad sin duda, pero no fealdad, y el más feo animal, el asno o el puerco, tiene aquel orden y aquella proporción que corresponden al destino de su especie, o, dicho en términos más breves, los medios que convienen a su fin, las formas que correspondan a su destino.

Pero así como hemos distinguido lo bello de lo útil, sin negar que hay cosas útiles que son bellas, así debemos reconocer que hay cosas ordenadas y proporcionadas que son bellas, aunque ni el orden ni la proporción constituyan la belleza. Y estas cosas no pueden ser otras que las que manifiestan y proclaman vivamente el poder, la superioridad de la fuerza, ya de la sensibilidad, ya de la inteligencia. Lo que nos desagrada, por ejemplo, en el cerdo, es su falta de gracia, su pesadez y torpeza, la masa de su cuerpo que parece ahogar en él la fuerza que le anima y oprimirle con su peso, el esfuerzo y la dificultad con que se mueve. Y, por el contrario, lo que nos agrada en el caballo es su elegancia, agilidad y presteza, la fuerza de sus miembros y la vivacidad de sus movimientos.

En cierto sentido elevado, puede afirmarse, no obstante, que la belleza consiste en el orden y en la proporción; pero este orden y esta proporción no son el orden y la proporción terrestres y actuales, sino el orden y la proporción perfectos y absolutos. Puede definirse la belleza «conveniencia de los medios absolutos al fin absoluto». Y si convertimos este orden absoluto en tipo de comparación para las diferentes especies, éstas nos parecerán más o menos bellas, según que en la comparación advirtamos analogías o diferencias. Hay, pues, dos géneros de ideal: uno real y otro absoluto. El ideal real es aquella conveniencia de partes y aquella relación de extensión que convienen más a los seres de cada especie. El ideal absoluto es aquella conveniencia de partes o aquella relación de extensión que hacen al ser, de cualquiera especie que sea, más propio para cumplir el fin absoluto. El sentimiento de lo bello se produce en nosotros cuando percibimos este orden o esta proporción absolutos, conforme a los cuales encontramos más orden y proporción en una especie que en otra igualmente bien conformada para su fin; descubrimos orden y proporción en una cosa antes de conocer su fin particular, y entre dos cosas juzgamos por mejor ordenada y proporcionada la menos [p. 33] apta y cómoda para su fin. Y la razón es que el orden bello difiere esencialmente del orden útil. El orden bello y absoluto es el que se deriva de la naturaleza misma de la fuerza; es el triunfo completo de la fuerza sobre la materia, el desarrollo pleno y total de la fuerza. No se mide este orden por el destino particular y circunscripto de cada ser en ésta su condición terrestre, sino por el destino anterior, ulterior y superior de toda fuerza, que es el pleno desarrollo. El ideal se realizará, pues, haciendo las formas de los seres más conformes al orden absoluto, sin que por eso desaparezca su conveniencia con el fin de la especie, que constituye su orden terrestre.

La unidad y la variedad no son principios de belleza, porque no hay objeto, ni bello ni feo, en que no pueda encontrarse cierta unidad y cierta variedad también. La unidad y la variedad son principios de toda cosa, y nada más. Toda cosa es, y toda cosa es de alguna manera. Por este camino no se va a ninguna parte. La unidad y la variedad son condiciones; pero no principios ni elementos de lo bello. Hay objetos muy unos y muy variados que nos parecen muy feos. Es cierto que por sí mismas, la unidad en la variedad, la variedad en la unidad, nos causan placer; pero este placer, que nace del cumplimiento fácil de las leyes del espíritu, no puede confundirse con el placer de lo bello, puesto que se da lo mismo en la contemplación de objetos feos. Cualquiera que sea la variedad que se presenta al espíritu, el espíritu siente la necesidad imperiosa de reducirla a la unidad. Cuando no alcanza la unidad real, como la de fin, la de principio, la de base, fondo o sustancia, crea unidades facticias, como la de lugar o la de tiempo. El placer de encontrar la unidad es sencillamente el placer de comprender lo que vemos. Cuanto más alta y delicada sea esta unidad, más vivo será el placer. Hay en la percepción de la unidad variada, reposo y movimiento, inteligencia e interés; no hay belleza. Referir todo lo que vemos a algo que no vemos, es ley constante y necesidad del espíritu: la unidad es lo invisible, la variedad lo visible, y el espíritu no puede detenerse en las apariencias que forman la variedad; no concibe atributos sin sustancia, ni medios sin fin, ni efectos sin causa: tiene que completar los atributos por la concepción de la sustancia, los medios por la del fin, los efectos por la de la causa. Como todos los objetos acaban [p. 34] por parecernos unos y variados, todos acabarían por parecernos bellos, lo cual es manifiestamente imposible.

A pesar de su conocida afición a los escoceses, no asiente Jouffroy ni a las superficiales explicaciones del Dr. Reid, que identifica la belleza con la perfección o con la excelencia natural, ni al sistema de la asociación de ideas propuesto por Dugald-Stewart. A los ojos de Jouffroy, la doctrina de la asociación de ideas no es más que una expresión imperfecta de la doctrina del símbolo. Todo objeto, toda idea es hasta cierto punto un símbolo. Toda idea excita efectivamente en nosotros la idea de lo que ella es, y la idea de otra cosa que no es ella. Todo objeto que vemos nos da la idea de lo que aparece, más la idea de otros objetos que no vemos. El arte que nos presenta sonidos, formas, colores o palabras, no provoca solamente en nosotros la idea de lo que representa, sino otras ideas que se enlazan por asociación. Hay artes vagas y artes precisas, según la naturaleza del símbolo que emplean; símbolo vago en la música, preciso en las artes plásticas, vago o preciso en la poesía, según la voluntad del poeta. El romanticismo es la poesía del símbolo vago; el clasicismo la poesía del símbolo preciso. El arte romántico tiende a espiritualizar la naturaleza material; el arte clásico a materializar la naturaleza espiritual. Pero en realidad todas las cosas visibles revelan al espíritu la existencia de lo invisible, todas las cosas visibles determinan más o menos la naturaleza de lo invisible. Dos especies de símbolos hay: el símbolo por asociación de ideas, que pudiéramos llamar también símbolo accidental, y el símbolo natural. Todas las cualidades de los cuerpos son efectos o símbolos de la fuerza, o sea, de la naturaleza espiritual, productora y enérgica.

Hemos llegado al corazón de la estética de Jouffroy, que viene a resolverse en un puro dinamismo simbólico. Todo lo que nos aparece en los objetos, todo lo que vemos fuera de nosotros, es producto o expresión de la fuerza. «El mundo está lleno de símbolos, por medio de los cuales hablan mutuamente las fuerzas».

Estos símbolos naturales de la fuerza son la condición del sentimiento estético. La fuerza no nos conmueve cuando se la despoja de estos símbolos, y por eso va fuera de camino el artista que busca la verdad filosófica y abstracta de las cosas, y no su realidad expresiva y simbólica. El principio latente de la vida, [p. 35] el alma de las cosas, no puede afectarnos directamente; pero nos afecta por signos exteriores. La emoción estética exige: primero, que el espíritu hable al espíritu; segundo, que hable por medio del símbolo. No vemos nunca la fuerza cara a cara; no estamos acostumbrados a contemplarla sino detrás de las formas materiales que envuelven y cubren en este bajo mundo todas las fuerzas; no percibimos inmediata y directamente más que nuestra fuerza propia. La emoción estética es un hecho enteramente sensible: para producirla, hay que dirigirse a la sensibilidad. Por eso el espíritu científico o filosófico es contrario al espíritu del pintor o del poeta. El filósofo no puede detenerse en los rasgos exteriores de las pasiones; no sabe que cierta pasión del alma se expresa por ciertos gestos, por ciertos discursos, por cierta manera de obrar; lo que conoce es el interior, el fondo. Por el contrario, el artista no conoce el fondo: conoce la superficie, lo exterior; no ve más que el símbolo.

Pero aunque todas las cosas materiales expresen la naturaleza inmaterial o la fuerza; aunque toda apariencia sensible elemental evoque en nosotros una idea moral, no se ha de creer que el hecho de la expresión sea idéntico al principio de lo bello. El principio de la expresión es más general que el de lo bello. Sirve para explicar toda emoción desinteresada, sea agradable o no, sea producida por lo bello o por lo feo. Y aunque la emoción de lo bello tenga por carácter el desinterés, hay emociones muy desinteresadas que nada tienen que ver con la de lo bello. El principio de la emoción desinteresada es la forma sensible de los objetos considerada como independiente de su acción actual o posible sobre nosotros. No es la sensación producida por las cualidades físicas; no es el efecto material operado en nosotros por la forma, el color y el movimiento, lo que constituye el principio del gusto, como Burke pretendía. Es la virtud simbólica de los objetos y de sus cualidades, o, dicho en otros términos, la intensidad de la expresión. La expresión por sí misma e independientemente de la cosa expresada que puede ser hasta repugnante, es ya para nosotros causa y fuente de placer.

¿Pero existe sólo la belleza de expresión? El superficial análisis de Cousin responde que sí; el análisis más profundo de Jouffroy le hace admitir además (no sin alguna contradicción con todo [p. 36] lo anteriormente dicho) una belleza de imitación y una belleza de ideal. Estas dos son exclusivas del arte: la naturaleza no es bella más que con belleza de expresión. Y no se agota en estas tres formas la virtualidad de la belleza, pues aún resta la belleza de lo invisible o de la cosa expresada. Conforme se mire aisladamente en una obra de arte cada una de estas tres especies de belleza, se formularán juicios contradictorios sobre ella. De aquí las antinomias en el juicio del gusto, y la regla y criterio para resolverlas.

Es claro que Jouffroy, fervoroso espiritualista, da preferencia a la belleza espiritual, a la belleza de lo invisible, sobre cualquier otro género de belleza; pero no entiende que esta belleza de lo invisible sea exclusivamente la belleza moral. Encuentra estrecha tal definición. No ya solamente la belleza intelectual, es decir, la expresión de la vida de la inteligencia; no ya sólo la expresión de la vida sensible, sino la misma vida del cuerpo, la energia vital y fisiológica, que es la más grosera de las manifestaciones del alma, entran y caen dentro del concepto estético «belleza de lo invisible». Y esta belleza alcanza a todos los seres en diferentes grados, desde el hombre que posee todos los géneros de belleza y crea otros nuevos, hasta la piedra que no tiene más belleza que la belleza vital.

Lo que Jouffroy llama belleza de lo invisible, es lo que llaman otros belleza del fondo, en oposición a la belleza de la forma. Pero en la actual condición humana, el fondo no obra estéticamente sobre nosotros sino por medio de la forma. Nace de aquí la importancia verdaderamente excepcional de la forma en el arte, y el criterio para resolver el debate entre las dos escuelas idealista y realista. Los unos intentan presentar el ideal puro y despojado de sus formas, considerándolas como un obstáculo para la energía e intensidad de la emoción estética. Es la doctrina del ideal abstracto, la de Mengs y la de Winckelmann. Es claro que las artes plásticas no pueden prescindir de la forma; pero los idealistas pretenden hacerlas de tal modo transparentes, que parezca que el fondo solo y el alma invisible ejerce directa acción sobre nosotros. Para esto simplifican cuanto pueden los signos naturales; buscan la expresión de un solo sentimiento, de una acción sola, a veces de una sola figura. Por el contrario, la escuela realista hace [p. 37] profesión de reproducir, no ya las condiciones principales de la naturaleza y de la vida, sino hasta las circunstancias y detalles más insignificantes de la forma. Los idealistas quieren mostrar el hecho interno; los realistas el signo exterior, la realidad visible. Hay que tener en cuenta, para evitar malas inteligencias, que Jouffroy considera a Walter Scott como el tipo más perfecto de realismo. Este realismo no es el naturalismo moderno que niega la poesía y aspira a ser científico y experimental, sino una cierta escuela poética que, en vez de pintar lo general y absoluto, pinta lo particular y concreto. En este sentido, dice Jouffroy y con razón, que Walter Scott llevó hasta el último punto «la representación de las formas naturales de lo invisible», al paso que Marivaux, Richardson y otros novelistas del siglo pasado, hicieron, o pretendieron hacer, con los más minuciosos detalles, la descripción de lo invisible abstraído de los signos naturales que le interpretan; en una palabra, la exposición puramente metafísica de los afectos humanos.

Entre estas dos escuelas, Jouffroy, como buen ecléctico, quiere establecer un justo medio; pero se inclina con manifiesta preferencia a la escuela realista, aunque no sin restricciones. Es cierto que, el alma, descrita metafísicamente, no nos conmueve; es cierto que para producir efecto estético tiene que ser expresada por signos, pero signos inteligibles, cuyo sentido no pueda ocultarse a nadie, como son los signos naturales y los signos habituales del país y del tiempo en que se vive. Si bien se mira, lo que nos encanta más en las obras realistas no es lo que tienen de accidental, sino lo que tienen de eterno, de inmutable, de significativo en todos los siglos y en todos los países. No las formas momentáneas y variables de la humanidad, sino las formas absolutas, son las que aseguran la inmortalidad de las obras literarias.

De todos modos, Jouffroy declara que el ideal pura y simplemente de fondo, o, lo que es lo mismo, el fondo sin la forma, es un falso ideal. En este punto, como en tantos otros, su enseñanza representa un singular progreso sobre la de Víctor Cousin. Hay en Jouffroy una frase que, si se encontrara en autor menos espiritualista, podría y debería pasar por gravemente sospechosa del error diametralmente contrario al del falso idealismo: «la literatura debe ser material y no metafísica». Pero los términos literales de esta peligrosa fórmula no pueden engañarnos sobre el [p. 38] verdadero pensamiento de un filósofo tan enamorado de la belleza invisible, única verdadera belleza según él, y única que existe por sí y que persistiría aunque el hombre llegase a perder el espíritu y la sensibilidad».

Las últimas lecciones de este curso contienen algunas consideraciones ni muy nuevas ni muy importantes sobre lo feo, lo sublime y lo lindo o gracioso, que, según Jouffroy, se distingue de lo bello en producir un efecto más sensible, más físico, más exterior, más sensual y menos platónico, por decirlo así. Lo sublime está explicado, a la manera kantiana, por la lucha y la contradicción entre la emoción y el juicio, entre el elemento sensible y el elemento racional.

La parte relativa a las bellas artes no llegó a ser escrita ni siquiera explicada nunca, aunque se encuentran esparcidos por el curso, a modo de aplicación o comprobación de las doctrinas generales, algunos rasgos de crítica literaria, por lo general agudos e ingeniosos. Pero, aun incompleto el libro, no ha sido superado hasta ahora por otro alguno en lengua francesa, y es uno de los pocos de su nación que merecen ser citados en una historia general de la Estética, a pesar del afectado desdén con que le miran los críticos alemanes. Hay que confesar, sin embargo, que la parte negativa vale en él mucho más que la positiva. Jouffroy, que con tanto tino había deslindado la belleza de todas las nociones afines, acaba por incurrir en una confusión análoga a todas las que él mismo había deshecho. No identifica la belleza con la utilidad, con el orden y proporción o con el hábito; pero la confunde evidentemente con la fuerza, o con la naturaleza activa en sus diversos grados de desarrollo. Quizá, si hubiera podido llevar más adelante el análisis, hubiera abandonado esta explicación, que sólo como provisional pudo satisfacerle.

Notas

[p. 11]. [1] . Vid. Jules Simon, Une Académie sur le Directoire: París, 1885, página 214.

[p. 11]. [2] . Vid. (y es curioso documento) en el tomo IV de las Mémoires de l'Institut National, Sciences morales, las Observaciones de Destutt-Tracy sobre la Metafísica de Kant.

[p. 13]. [1] . Oeuvres inédites de Maine de Biran (publicadas por E. Naville, 1859, tomo II, págs. 83 y siguientes).

[p. 14]. [1] . M. Ep. Viguier, inspecteur général de l'Université. Fragments et Correspondance: París, Hachette, 1875, páginas 15 a 31. La mayor parte de este volumen es de grande interés para la historia de la literatura española.

[p. 16]. [1] . Félix Ravaisson, La Philosophie en France au XIXe siècle, obra publicada en 1867 y reimpresa en 1885 (Hachette), páginas 22 y 23.

[p. 16]. [2] . El libro más copioso de noticias que existe sobre Víctor Cousin es el de Paul Janet, Víctor Cousin et son oeuvre (París, Calmann Lévy, 1885), escrito con amor de discípulo y con excesivo sabor apologético, lo mismo que el artículo de Franck en el Diccionario de ciencias filosóficas. En sentido totalmente diverso, hay que leer los capítulos que H. Taine dedica a Víctor Cousin en su famoso y despiadado pamphlet contra los eclécticos (Les Philosophes Classiques du XIXe siècle en France, 4.ª ed., 1876). En los tomos de Sainte-Beuve andan esparcidos muchos juicios agridulces sobre Cousin. Vide especialmente Portraits Littéraires. En los Essais de Morale et de Critique, Ernesto Renán le juzga con extraordinaria benevolencia. Véase además La Philosophie de M. Cousin, por Alaux, y la ingeniosa y maligna biografía, o más bien sátira biográfica, de Julio Simón (Víctor Cousin, 1887), en la colección titulada Les grands Ecrivains français.

[p. 20]. [1] . Me valgo del primitivo texto, tal como aparece en la edición de Bruselas de ese mismo año: Oevures de Víctor Cousin: Bruxelles, Société Belge de Librairie, 1840, cuatro volúmenes en 4.º Véase el primero, páginas 403 a 431. Léase, además, en el tomo II (Fragments philosophiques, páginas 114 a 117), el fragmento titulado De lo Bello Real y de lo Bello Ideal, que puede considerarse como el programa de las once lecciones anteriores.

[p. 22]. [1] . A este último le cita a cada paso Cousin con grande elogio.

[p. 23]. [1] . Lección XXII: «Il faut de la religion pour la religion, de la morale pour la morale, de l'art pour l'art».

 

[p. 24]. [1] . Cours d'Esthétique, par Th. Jouffroy, suivi de la thèse du même auteur sur le sentiment du Beau et de deux fragments inédits, et précédé d'une préface, par M. Ph. Damiron. Troisième édition: París, Hachette, 1875 (la primera edición es de 1843).

[p. 26]. [1] . Acerca de Jouffroy deben leerse especialmente un artículo de Sainte-Beuve en el tomo I de los Portraits Littéraires; un estudio de Taine en Les Philosophes Classiques, y el reciente libro de Ferraz, Histoire de la Philosophie en France au XIXe siècle, tomo III; Spiritualisme et Libéralisme, segunda edición: París, Didier, 1887. Esta última obra, escrita en  sentido ecléctico, es curiosa por los datos; pero la crítica es bastante plate, como dicen los paisanos del autor.

[p. 27]. [1] . Les Philosophes Classiques, pág. 237.