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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > CAPÍTULO V.—DE LA ESTÉTICA EN LOS TRATADISTAS DE MÚSICA DURANTE EL SIGLO XVIII.—FR. PABLO NASARRE: SUS TRATADOS DOCTRINALES. EL ORGANISTA FRANCISCO VALLS: POLÉMICA ACERCA DE SU MISA «SCALA ARETINA».—EL P. FEIJÓO Y SU DISCURSO SOBRE LA «MÚSICA DE LOS TEMPL

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EL lastimoso estado a que habían llegado en España la teoría y la práctica de la Música al comenzar el siglo XVIII, sólo se comprende recordando las abultadas aunque chistosas caricaturas del padre Eximeno en Don Lazarillo Vizcardi. Como único legislador y oráculo infalible en materias de gusto, imperaba El Melopeo de Cerone, con sus 1.160 páginas en folio de letra menudísima, en estilo pedanteso, híbrido de latín y castellano, henchidas de lucubraciones sobre la armonía celestial, y amenizadas con las peregrinas tablas de los enigmas musicales, que ya figuran un elefante, ya una balanza, ya dos sierpes enroscadas, ya un sol eclipsado, ya un tablero de ajedrez. En semejante doctrinal aprendían los maestros de capilla la teoría de «los trocados y contrapuntos [p. 604] dobles a la octava, a la decena y a la docena, puesto el canto llano encima, abajo, en medio, por delante y por detrás», especie de gongorismo o de barroquismo musical, cuyos estragos no eran menores que los del barroquismo arquitectónico o literario. Aceptado el principio de que «el gusto de la Música consiste en el artificio de las partes y no en la suavidad de las voces, en el concierto de los contrapuntos y no en la suavidad de las consonancias, y que, por tanto, el verdadero juez de ella ha de ser el entendimiento artificioso del perfecto músico, y no el simple oído de cualquiera persona», [1] creyéronse los contrapuntistas con carta blanca para delirar a su capricho, sin respeto a la razón ni a los oídos, convirtiendo el arte en un mecanismo trivial, enfadoso y pueril, en un empeño de buscar y vencer dificultades, sin rastro ni reliquia de sentimiento estético. Y fué lo peor que esta enfermedad contagiase a hombres que verdaderamente tenían instinto y alma de artistas, como la tenía, sin duda, el famoso organista ciego del convento de San Francisco de Zaragoza («organista de nacimiento y ciego de profesión», le llama malignamente Eximeno), Fr. Pablo Nasarre, a quien la hipérbole dominante en su tiempo prodigó los dictados de segundo Jubal, y de Santo Padre de la Música. «Organista científico (le llama uno de sus panegiristas), cuya discreción, no divertida a humanos objetos, quanto carece de vista, tanto se ennoblece de ciencia».

Dos son las obras que conocemos de este famoso tratadista, cuyos libros casi llegaron a sustituir a El Melopeo en el aprecio de nuestros compositores y ejecutantes. Titúlase el primero, que por su fecha (1693) todavía pertenece al siglo anterior, Fragmentos Músicos, y contiene reglas generales para canto llano, canto de órgano, contrapunto o composición. Es libro enteramente práctico, y dispuesto con mucha sencillez y método. El autor le refundió luego, y no siempre para mejorarle, en los dos tomos en folio de su Escuela Música según la práctica moderna, donde, comenzando por tratar del sonido armónico, de sus divisiones y de sus efectos, expone luego la doctrina del canto llano, de su uso en la Iglesia y del provecho espiritual que produce; del canto de órgano, y por qué razón se introdujo en el templo; de las proporciones que [p. 605] se contraen de sonido a sonido y de las que ha de llevar cada instrumento; de todas las especies consonantes y disonantes; de todos los artificios de contrapunto; de todo género de composición a cualquier número de voces, y, finalmente, de las glosas. Su mérito principal ya queda dicho que es técnico; pero no se puede negar que intentó, como Salinas y Montanos, sacar el arte de la Música de la región del empirismo, y fundarle en «principios y reglas generales como los tienen todas las artes mecánicas y liberales». Lo que Nasarre tiene propio o derivado de la buena tradición del siglo XVI, es racional y sensato y digno de grande alabanza. Sólo claudica cuando se deja llevar a ciegas por Cerone, para hablarnos de la primera parte de la Música, que es la que hacen los cielos, y del influjo que ésta ejerce en la música humana y aun en los humores del cuerpo, o cuando supone que la razón de no oír nosotros la música de las esferas procede de que el pecado original nos lo impide. [1]

[p. 606] Casi al mismo tiempo que Nasarre floreció otro tratadista de canto llano y de órgano, cuya obra, fundada en los sólidos principios de Francisco Montanos, obtuvo grande y merecida reputación entre los organistas, llegando con aplauso hasta nuestros días. Pero ni este libro de don José de Torres, ni las Curiosidades de canto llano sacadas de Cerone por el sochantre de Cádiz, Jorge de Guzmán, ni la Caudalosa fuente gregoriana de Fr. Bernardo Comes y Puig, de la Orden de San Francisco, ni el promptuario armónico de don Diego de Roxas, ni las innumerables artes de canto llano, entre cuyos autores se cuentan Fr. Antonio Martín, Fr. Ignacio Ramoneda, Fr. Nicolás Pascual Roig, Fr. Pedro Villasagra, Pr. Manuel Pérez Calderon, y los todavía más conocidos y vulgarizados Jerónimo Román de Avila y Francisco Marcos Navas, hicieron adelantar un paso a la teoría estética de la Música, reducidos, como estaban, a servir las necesidades prácticas del canto de Iglesia. [1] Con aparato más científico de razones [p. 607] y proporciones matemáticas escribió el P. Maestro Ulloa, de la Compañía de Jesús, catedrático de los Reales Estudios de San [p. 608] Isidro, su tratado de Música Universal o Principios Universales de la Música, título ambicioso, al cual no corresponde en manera alguna el desempeño del libro. En cambio, bajo el aspecto práctico fué muy celebrada la Llave de la modulación y antigüedad de la Música, obra de Fr. Antonio Soler, monje de San Jerónimo, organista y maestro de capilla en el monasterio del Escorial, músico fecundísimo y hombre de mérito en su arte, aunque dado con demasía al estudio y resolución de los Cánones enigmáticos, en cuya estéril y enfadosa tarea (verdadera crux ingeniorum de los músicos de este tiempo) hubo de tropezar con otro didáctico afamado, el organista de Mondoñedo, don Antonio Roel del Río, autor de la Institución harmónica o doctrina musical teórica-práctica, entablándose entre uno y otro y los aficionados de cada cual de ellos una de aquellas acerbas polémicas tan característica de la literatura del siglo pasado, que, como todas las épocas de transición, se distinguió por el impulso batallador y polémico, que así se aplicaba a lo más grande, como se malgastaba en lo más fútil. [1]

No aplicaremos tal calificativo a la más curiosa y empeñada [p. 609] de las polémicas musicales del siglo XVIII, a la que bastaría por sí sola para dar idea cumplida de las doctrinas reinantes entre los músicos de entonces, puesto que todos o casi todos los de España tomaron parte en ella, ya en favor, ya en contra de la entrada de [p. 610] tiple en el Miserere nobis de la célebre misa compuesta por el maestro barcelonés Francisco Valls con el título de Scala Aretina. Habíase permitido Valls (cuyas ideas propendían en gran manera a la libertad artística) «entrar en segunda y novena, especies disonantes sin ligadura», a lo cual se añadía el para algunos grave e intolerable pecado de suponer la pausa como figura real y positiva, siendo así que, según la doctrina de Cerone, «las pausas son figuras privativas, indicios del silencio». A todas las réplicas de sus adversarios, a todos los argumentos de autoridad, respondió Valls con singular franqueza e instinto revolucionario, que «si todo lo hubieran visto los antiguos, poco nos sobrara que inventar a los modernos, porque en todas las Artes y Ciencias se va añadiendo y perfeccionando cada día». «No son los preceptos de la Música (alega) más fuertes que los de otras facultades, en especial de la Poesía, que para la expresión de una agudeza tiene varias dispensaciones permitidas, que el usarlas ni destruye las reglas del Arte, ni empaña el crédito del poeta, sucediendo lances asimismo en nuestra Música que precisan al compositor a exceder los límites del Arte... En la Música, una de las partes que se requieren para ser buena, es la variedad. De aquí nace que aquello que por su naturaleza es malo, el Arte lo dispone de manera que, aunque lo sea físicamente, no lo parezca, como compone la enemistad de los elementos... ¿Qué son las reglas en las Artes, sino instrumentos y medios para lograr el fin de ellas? Es el fin la regla de las reglas, y como se logre aquél, han de ceder y callar éstas como criadas. Ahora pregunto: ¿cuál es el fin de la Música? Cualquiera que no sea sordo, responderá que la Melodía; pues como se logre ésta, ¿qué importa que se falte en algunas de las reglas que establecieron los Antiguos? También ha tenido el tiempo alguna jurisdicción sobre la observancia de las Artes. ¿Cuántas cosas reprobaron los Antiguos que han abrazado los Modernos? El semitono menor, el tritono, la quinta imperfecta, fueron tenidos por intervalos incantables, y en nuestros tiempos vemos ordinariamente practicado su uso. Pues si lo que los Antiguos vieron y reprobaron, lo practican con alabanza los Modernos, ¿cómo se debe omitir, por falta de apoyo en ellos, lo que no vieron ni conocieron?»

¡Singular bizarría y desenfado del ingenio español, siempre reclamando su libertad y siempre propenso a ensanchar los límites [p. 611] del Arte! En él la insurrección es estado natural y congénito, como lo es en el ingenio francés el espíritu de orden, de reglamentación, y disciplina. Nuestros tratadistas de Música no van en zaga a nuestros didácticos literarios en lo arrojados e innovadores. El mismo Lorente, en su famoso libro El Por qué de la Música, acepta, como Valls, el uso de las especies disonantes y de otras licencias, «para no atar las manos a los compositores, ocasionándoles con la estrechez de el uso de los preceptos a que dexen de hacer muchas y repetidas diferencias en sus obras». [1] Pero Valls es mucho más explícito y resuelto que Lorente: lo que el uno tolera y en ciertos casos recomienda, el otro lo erige en sistema. «Estas licencias no son contra el Arte, sino que trascienden lo riguroso del Arte... ¿Puede negarse ser aquella entrada mía una nueva inventiva, un extraordinario camino, un raro medio para llegar al fin de la melodía, que es el blanco de la Música, por lo cual se me deben más glorias que calumnias?» Lo mismo pensaban veintiséis de los cincuenta Maestros de capilla que tomaron parte en aquel torneo doctrinal. El que con más calor y más copia de razones se puso al lado de Valls, fué el maestro sevillano don Gregorio Santisso Bermúdez, impugnando al de Palencia, don Joaquín Martínez, que por su autoridad indiscutible llevaba la voz entre los adversarios del famoso Miserere, siendo su principal argumento, como el de todos los partidarios de las tradiciones clásicas, que «la Música consta de principios assentados y reglas generales, y cuando éstas se quebrantan, se destruye la esencia de la Música». A lo cual respondía Santisso que el Arte de la Música, como las demás artes, admite novedades e invenciones, siempre que éstas se compongan con sus reglas y principios. «No se le prohibe al arquitecto inventar nuevos estípites, cornisas ni arqueaxes...: menos me debiera, en Arte tan heroica como es la Música, reprobar artificiosas invenciones, para que con la novedad hermoseen y halaguen su sentido». Unidos el Maestro y el Organista de Sigüenza, declararon que «siendo la Música tan liberal como sus profesores, no es razón el angustiarse en sus reglas; pues, salvándose lo esencial..., no se debe malograr un buen intento por un escrúpulo impertinente». Sería fácil multiplicar las citas del mismo género, extractadas de los 78 [2] [p. 612] escritos a que dió ocasión esta inaudita polémica, testimonio claro de la gran fermentación de ideas que ya reinaba entre nuestros músicos antes del advenimiento del revolucionario por excelencia, del insigne P. Eximeno, azote y terror de los contrapuntistas rutinarios. En tal empresa le había precedido un olvidado Maestro de Capilla de la iglesia de Palencia (sucesor de Martínez, a lo que entendemos), que publicó en 1757 un folleto verdaderamente de oro, con el título de Consejos a sus discípulos sobre el verdadero conocimiento de la Música Antigua y Moderna. [1] Don Antonio Rodríguez de Hita (que tal era el nombre del autor de este opúsculo) [p. 613] defiende la necesidad de «nuevas reglas y nuevo modo de contrapunto para la composición moderna»; se burla de los artificios de sus contemporáneos, y acusa a los Maestros de Capilla de haber olvidado totalmente «la suavidad, expresión y la novedad, exes principales de la composición, puesto que la Música ha nacido para deleitar el ánimo y persuadir los afectos».

La página más brillante de crítica musical que se escribió en España durante la primera mitad del siglo XVIII, fué compuesta por un hombre que no era músico, pero a quien su grande entendimiento y su perspicacia analítica hizo acertar con la verdad en éste como en otros muchos puntos, y derramarla a raudales por el suelo español, abriendo una era científica que por excelencia debiera llevar su nombre: siglo del P. Feijóo, puesto que heredó todas sus cualidades y todos sus defectos. El memorable discurso del P. Feijóo sobre La Música de los Templos, forma parte del primer tomo del Theatro Crítico, impreso en 1726. Nadie esperaría del P. Feijóo, espíritu grave, positivo y un tanto prosaico, tan poco sensible a los encantos de las demás artes, el entusiasmo que respiran algunas cláusulas de este discurso. Sin duda alguna fué la Música la única manifestación estética que llegó a conmover las fibras de su alma. Por eso le dolía tanto la profanación de la música sagrada, la invasión de las arias italianas en el sagrado recinto del templo. «Las cantatas que ahora se oyen en las iglesias son en la forma las mismas que resuenan en las tablas. Todas se componen de minuetes, recitados, arietas, alegros, y a lo último se pone aquello que llaman grave, pero de eso muy poco, para que no fastidie... El que oye en el órgano el mismo minuet que oyó en el sarao, ¿qué ha de hacer sino acordarse de la dama con quien danzó en la noche antecedente? En el templo, ¿no debía ser toda la música grave? El canto eclesiástico de otros tiempos era como el de las trompetas de Josué, que derribó los muros de Jericó, esto es, las pasiones... El de ahora es como el de las Sirenas que llevaban los navegantes a los escollos.»

Partidario entusiasta del canto llano, no reprueba, sin embargo, el P. Feijóo el canto figurado o de órgano, pero estimagtiza sus abusos. A pesar de la doctrina de Santo Tomás, que, al parecer, lo prohibe, no está mal con el uso de los instrumentos en las iglesias: sólo exceptúa los violines. Censura como muelles y [p. 614] corruptores «aquellos leves desvíos que con estudio hace la voz del punto señalado, aquellas caídas desmayadas de un punto a otro, pasando, no sólo por el semitono, sino también por todas las comas intermedias, tránsitos que ni caben en el arte ni los admite la naturaleza... La experiencia muestra que las mudanzas que hace la voz en el canto por intervalos menudos, tienen un no sé qué de blandura afeminada o de lubricidad viciosa. Por eso los Lacedemonios reprobaban el género cromático y el enarmónico... La Música nació en los templos, y más tarde pasó al teatro...: sirvió primero para cantar las alabanzas de los dioses; luego para estimular las pasiones humanas».

Nacía la indignación del P. Feijóo de la misma vehemencia con que él sentía el halago estético de la Música, y del singular poder que la concedía, para despertar virtudes y vicios. «La música más alegre y deliciosa de todas, es aquella que induce una tranquilidad dulce en el alma, recogiéndola en sí misma y elevándola con un género de rapto extático sobre su propio ser para que tome vuelo el pensamiento hacia las cosas divinas». Creía firmemente, y lo defiende en una de sus Cartas Eruditas, [1] no sólo que el deleite de la Música es el más acomodado a la naturaleza racional, sino que ese deleite, acompañado de la virtud, hace la tierra noviciado del cielo. Al revés de casi todos los estéticos, daba la palma entre las Artes a la Música, «por razón de su mayor nobleza y de su mayor honestidad o utilidad moral». La ira, la concupiscencia, el odio, la melancolía, la ambición, la codicia, la soberbia, todos los afectos son domeñados por ese poder celestial. El discurso del P. Feijóo es precisamente todo lo contrario de lo que ha sido en nuestros días la famosa paradoja de Laprade contra la Música, «arte vaga, inconsciente, casi irracional, sin raíces en el sentimiento moral ni en la conciencia; arte inferior, arte última entre las artes derivadas». Toda exageración provoca la exageración opuesta, ni es procedimiento de espíritus sólidos, para ensalzar un arte, rebajar o deprimir las restantes. Siempre le quedará por suya a la Música una región de ensueños y de ilimitadas y mal definidas aspiraciones, a la cual, ni el arte de la palabra ni las artes plásticas llegan.

[p. 615] Aún hay otras afirmaciones muy curiosas en el discurso sobre la Música de los Templos. Feijóo, adversario resuelto de la música italiana, cuya introducción en nuestro suelo atribuye al compositor Durón, predice la decadencia de esa escuela por abuso de adornos impropios y violentos: considera perjudicialísima la diminución de figuras, hasta introducirse las tricorcheas y cuatricorcheas: 1.º, porque hay pocos ejecutores capaces de dar puntos tan veloces; 2.º, porque no se da lugar al oído para que perciba la melodía. «Así como aquel deleite que tienen los ojos en la variedad bien adecuada de colores, no se lograra si cada uno fuese pasando por la vista con tanto arrebatamiento que apenas hiciese impresión distinta en el órgano..., así los puntos con que se divide la música, cuando son de tan breve duración que el oído no puede actuarse distintamente de ellos, no producen armonía, sino confusión... Lo esencial de la música es la exactitud en la limpieza.» Todavía ofenden más al P. Feijóo, por lo que contrastan con la gravedad de la música religiosa de los buenos días del siglo XVI, los tránsitos excesivos de un género a otro, y la introducción de modulaciones sueltas extrañas al tema. Cree, lo mismo que Montanos, que «el canto ha de ser apropiado a la significación de la letra». [1]

Con razón ha afirmado la ilustre escritora coruñesa doña [p. 616] Emilia Pardo Bazán, en su discreto panegírico de Feijóo, que revelan las obras del polígrafo Benedictino verdaderas aptitudes para la crítica musical, muy raras en su tiempo. Pero esta misma [p. 617] superioridad suya sobre casi todo lo que le rodeaba, fué causa de que los músicos rutinarios y los malamente innovadores que se empeñaban en llevar a la música del templo todos los artificios y galanterías del teatio, se desatasen contra él en invectivas ni más ni menos que lo hacían los médicos, acusándole unos y otros de intruso en sus profesiones respectivas, falto de autoridad y de ciencia para zaherir y poner de manifiesto los vicios y ridiculeces de cada una de ellas. Con ellos hicieron coro los impugnadores sistemáticos del P. Feijóo, los que tomaron a pechos la empresa de ir refutando uno por uno los discursos del Teatro Crítico. Tales fueron don Salvador Joseph Mañer y don Ignacio Armesto y Ossorio, autor el primero de un Anti-Theatro, y el otro de un Theatro anti-crítico universal, libros condenados desde su nacimiento a perpetua oscuridad y olvido. Lo que alcanzaban estos hombres en materia de educación estética, fácilmente se comprenderá con decir que a don Salvador Mañer (según confesión propia) «mejor le sonaba una caxa militar que todas las melodías de los más canoros ruiseñores». Por el contrario, Armesto y Ossorio, que se preciaba de filarmónico, cree a pie juntillas que «Peón curó a muchos, casi sin esperanzas de vida, con canciones festivas, y Asclepiades a los sordos con el ronco son de las trompetas».

Nasarre, Valls y Feijóo, con el estruendo de las polémicas que en torno de ellos se levantan, llenan casi solos el primer tercio del siglo XVIII. Desde ellos hasta la aparición del poema De la Música de Iriarte en 1779, hay un período de silencio absoluto, sólo interrumpido por algunos oscuros e insignificantes tratados didácticos de canto llano, de órgano o de guitarra. Y, sin embargo, a este período de esterilidad corresponden grandes novedades en nuestra cultura musical: primero, la invasión de la ópera italiana en tiempo de Felipe V, y su absoluto y despótico dominio en tiempo de Fernando VI, ahogando toda iniciativa en nuestros compositores y dejando enterrados para largo tiempo los débiles gérmenes de nuestra música nacional profana; segundo, la iniciación posterior, lenta pero indudable, de un grupo reducidísimo de aficionados en los misterios de la música instrumental alemana. A este corto grupo de admiradores de Haydn pertenecía don Tomás de Iriarte, según él mismo nos declara en cierta epístola familiar, algo más poética que el Poema de la Música :

                                          [p. 618] «Háyden, músico alemán,
                                          Compositor peregrino,
                                          Con dulces ecos se lleva
                                          Gran parte de mi cariño. [1]
                                          Su Música, aunque la falte
                                          De voz humana el auxilio,
                                          Habla, expresa las pasiones,
                                          Mueve el ánimo a su arbitrio;
                                          Es pantomina sin gestos,
                                           Pintura sin colorido,
                                          Poesía sin palabras
                                          Y Retórica con ritmo.
                                          Que el instrumento a quien Háyden
                                          Comunica su artificio,
                                          Declama, recita, pinta,
                                          Tiene alma, idea y sentido,
                                           Si las diferentes voces
                                          Corren por tonos distintos;
                                          Si se alternan, si se imitan,
                                          Si a un tiempo cantan lo mismo,
                                          Si callan de golpe todas,
                                          Si entran todas de improviso,
                                          Si débiles van muriendo,
                                           Si resucitan con brío,
                                          Solas, juntas, prontas, tardas,
                                          Todas por varios caminos
                                          Excitan un mismo afecto,
                                          Llevan un mismo designio.
                                          O expresan gritos de furia,
                                           O de amor tiernos suspiros,
                                          O el llanto de la tristeza,
                                          O el clamor del regocijo.

                                          ..............................................

                                          No afecta su melodía
                                          Estudiados gorgoritos,
                                          Difíciles menudencias,
                                          Todas adornos postizos
                                          [p. 619] Con que se finge grandioso
                                          El canto pobre y mezquino,
                                           Que olvida llegar al alma
                                          Por engañar al oído...», etc., etc.

El escritor que con tanta viveza ponderaba, al correr de la pluma, los efectos de las sonatas de Haydn, era el mismo que de una manera tan desmayada y rastrera iba a dar en interminables Silvas los preceptos del arte que tanto amaba. Como poema didáctico, el de la Música hizo escuela, y pocas obras influyeron más en el siglo pasado. Iriarte es el principal responsable de todos los poemas sobre las Bellas Artes que llevan los nombres de Rejón de Silva, de Enciso, de Moreno de Tejada, de Viera y Clavijo, pésimos imitadores de un modelo ya de suyo harto infeliz, engendros híbridos, de los cuales salía tan mal parado el arte de la poesía como aquel otro arte o ciencia cuyos preceptos se querían exponer. Hay que distinguir, sin embargo, a Iriarte de sus imitadores, que están a cien leguas de él en pureza, en corrección y en buen gusto. Iriarte podía ser constantemente prosaico, pero era también constantemente discreto. Su buen gusto no llegaba hasta marcarle la diferencia entre los versos y la prosa, pero le conducía a escribir en forma rimada, prosa docta, racional y sensata. Así se comprende que el Poema de la Música, tan execrado tradicionalmente por los literatos, que suelen no conocer de él más que el primer verso, célebre por su acentuación viciosa, conserve verdadera estimación entre los profesores de Música, como lo acreditan ocho o nueve ediciones castellanas, una traducción francesa, otra inglesa, otra alemana, y dos distintas italianas, una de ellas recientísima (de 1868), cuyo traductor, hombre de gusto y de letras, amigo del gran poeta Niccolini, con quien consultó su trabajo, no duda en llamar a este poema tan desacreditado entre nosotros, «un capolavoro della Letteratura Spagnuola». [1]

[p. 620] No diré otro tanto. Lo primero que necesitan los poemas es poesía, y el de Iriarte carece totalmente de ella. Pero si se prescinde de los versos (¡ojalá el autor mismo hubiera prescindido!), y se mira la obra como un tratado didáctico, se la encontrará digna de toda alabanza, por la lucidez, por el método y por la soltura y facilidad de exposición. No arrebata ni entusiasma nunca; pero instruye. No inspira grande amor a las bellezas de la música; pero inicia en sus rudimentos. El plan es tan sencillo como lejano de toda intención épica o de todo vuelo lírico. En el canto primero se da una idea de los elementos de la Música, reduciéndolos a dos: sonido y tiempo. El sonido se considera, ya según la Melodía (tratándose con este motivo de las escalas diatónica y cromática, de la formación de los modos mayor y menor, de la extensión de los sonidos que puede apreciar nuestro oído, y del uso de las claves), ya según la Harmonía, a la cual corresponde el conocimiento de los intervalos consonantes y disonantes. El tiempo se considera «ya respecto al compás binario o ternario, ya respecto al diverso valor o duración de las figuras, o ya, en fin, respecto al aire o movimiento que se da al compás». El canto 2.º trata de la expresión de los afectos por medio de la Música. El 3.º, de sus principales usos, y especialmente de la Música de los Templos. El 4.º, de la [p. 621] Música Teatral. El 5.º, de la Música que pudiéramos llamar privada, esto es, de la que se ejercita en sociedad, y del deleite que procura la música al hombre solitario. El autor termina proponiendo el establecimiento de una Academia de Música por el estilo de la de Nobles Artes de San Fernando. No hay más artificio que éste en el poema, si se exceptúan algunas digresiones pastoriles, a estilo del tiempo. El zagal Salicio da lecciones de canto a la pastora Crisea. En otro lugar, el poeta se finge trasladado en sueños a los Campos Elíseos, donde el compositor napolitano Jomelli le explica el estado de la ópera y sus reglas.

En un libro tan elemental como el poema de Iriarte no cabía mucha estética, y realmente hay muy poca, y ésta vulgarísima. Estudiar profundamente la imagen y el dechado de la Naturaleza; admirarse y llenar la mente de las ideas que ella representa; elegir entre sus accidentes lo más precioso, florido y grato; no pintarla tosca, sino bella,

                                          «Dándola gracia, novedad y ornato»;

y, finalmente, seguir un plan, norma o sistema, único, regular y [p. 622] consiguiente, es lo que recomienda al músico aplicado, en quien concurran la sensibilidad y el ingenio con la meditación y el juicio. Las ideas musicales de Iriarte corresponden exactamente a las ideas pictóricas de su amigo Mengs: uno y otro sueñan con el embellecimiento de la naturaleza, aunque Iriarte prescinde de los fundamentos platónicos en que el pintor alemán se apoyaba.

Lo que más interés da hoy al Poema de la Música, y hace deplorar amargamente que no esté todo él escrito en prosa, es una larga nota o disertación final sobre la aptitud de la lengua castellana para el canto. Es un dolor que Iriarte no haya tratado con más extensión un asunto que tan perfectamente conocía; pero sus indicaciones, aunque breves, son tan sagaces y atinadas, que bastan para que todo aficionado a nuestra lengua deba mirar con aprecio benévolo ese titulado Poema, cuyo ingenioso autor apenas es responsable de una aberración de gusto universal en su tiempo, la de creer que todo lo que es materia de enseñanza puede ser igualmente materia directa de poesía. Iriarte lo dice con la mayor buena fe y llaneza:

                                      «Soy un Maestro que tranquilo ofrece
                                      Un doctrinal resumen
                                      De lo que puede con el Arte el Numen».

Y que esto se llamaba entonces poesía, no tiene duda, puesto que el mismo Metastasio, de quien nadie negará que era verdadero e insigne poeta, no tuvo reparo en llamar mirabile a la obra de Iriarte, y a su autor «uno de aquellos rarísimos vivientes quos aequus amavit Jupiter».

La verdadera gloria de la literatura musical española del siglo XVIII hay que buscarla en los Jesuítas españoles desterrados a Italia: Eximeno, Arteaga, Requeno. El tratado Del origen y reglas de la Música, los Ensayos sobre el arte armónica, las Revoluciones del teatro musical italiano, las Disertaciones sobre el ritmo, son verdaderos monumentos de altísima cultura estética, que pueden honrar a cualquier país y a cualquier siglo, y que no desmerecen puestos al lado de lo mejor que entonces produjo la crítica musical francesa en las obras de Rameau, D'Alembert y Juan Jacobo Rousseau.

El P. Antonio Eximeno, a quien el entusiasmo de sus [p. 623] contemporáneos italianos llamó el Newton de la Música, no parecía a primera vista destinado al papel de innovador artístico. Cuando salió de España con sus hermanos de religión en 1767, su reputación era de matemático, y, dirigía con gran crédito los estudios del Colegio de Artillería de Segovia, adonde le llevó a enseñar ciencias exactas el Conde de Gazola. Nadie hubiera adivinado en el Jesuíta valenciano, autor de las Observaciones sobre el paso de Venus por el disco solar, y de otros trabajos astronómicos entonces tan celebrados, al futuro reformador de la teoría de la Música. Sólo cuando le arrojó a Italia el común infortunio de la Compañía, se aplicó a su estudio. Creyó al principio que le serían de alguna utilidad los grandes conocimientos matemáticos que poseía; pero muy pronto hubo de desengañarse de la ninguna relación entre las Matemáticas y la Música, con lo cual abandonó a su maestro el P. Massi, y se dió a buscar nuevo rumbo, sirviéndole de incitador y despertador el hecho casual de haber oído un día en la Basílica de San Pedro el Veni Sancte Spiritus de Jomelli. Meditando sobre los efectos de aquella composición, se apoderó de su espíritu la idea de que la Música no es más que una especie de prosodia, cuyas reglas debe investigar y fijar experimentalmente el teórico, prescindiendo de números y proporciones. En 1771 lanzó el prospecto y plan de su obra en una hoja suelta, que causó verdadero escándalo en algunos y curiosidad singular en todos. El autor anunciaba que iba a combatir y echar por tierra las opiniones de los pitagóricos, y las de Euler, Tartini, Rameau, Burette, el P. Martini y demás didácticos, probando además que el contrapunto no debe fundarse en las reglas del canto llano, y que el llamado contrapunto artificioso es una reliquia de los tiempos bárbaros.

Tres años más se retardó el cumplimiento de esta promesa; pero al fin apareció en 1774 , en lengua italiana, [1] el libro por [p. 624] tanto tiempo esperado, con el título de Origen y reglas de la Música, con la historia de su progreso, decadencia y renovación. La importancia excepcional de esta obra y el ruido que hizo al tiempo de su aparición, nos obliga a presentar una exposición bastante detallada de sus doctrinas.

No encontrando luz Eximeno entre las densas tinieblas del tratado de la Armonía de Tartini, ni mucho menos en el fárrago de reglas de los autores prácticos de canto llano, reglas que muchas veces están en abierta contradicción con el placer estético que la obra produce, y que nace precisamente de su infracción, [1] emprende probar que la Música no es más que una prosodia para dar al lenguaje gracia y expresión; que toda la variedad de tiempos y de notas musicales son otros tantos pies de la poesía griega o latina; que la Música consiste en las modificaciones del lenguaje natural, y, por último, que los maestros de capilla no tienen ni una sola regla de contrapunto que no sea falsa o mal entendida. Los temperamentos no tienen base sólida, puesto que los números son absolutamente impertinentes a la Música. «Hoy día no hay género diatónico, ni cromático, ni enarmónico, ni canto llano, ni figurado». La Música es un lenguaje puro, que tiene sus fundamentos casi comunes con los del habla. Las extravagancias pitagóricas [p. 625] sobre la virtud de los números y la armonía de las esferas celestes, son para Eximeno «un perpetuo testimonio del extravío de la fantasía humana». En Boecio la Música parece un arte de hacer cábalas. «¿No es necedad suponer que la Música está fundada en ciertas razones numéricas, que es preciso alterar para poner la Música en ejecución?...» Los números musicales no son más que una consecuencia necesaria de la extensión de las cuerdas, que unas veces forman casualmente proporción, y otras no. Las razones y proporciones de las cuerdas son accidentales a la armonía. «Véase cómo la fantasía ha engañado a los filósofos: las cuerdas musicales, por cuanto son cuerpos extensos, son capaces de proporción, y la fantasía aplica a los sonidos o a las impresiones que provienen de las cuerdas la extensión de éstas; por esa razón se dice que entre dos sonidos se contiene un intervalo, que este sonido es doble del otro, que la voz cantando camina por grados, y otras locuciones semejantes, que suponen en las impresiones del oído la extensión de las cuerdas, o que entre el sonido más grave de la Música y el más agudo hay una extensión, y a esta imaginaria extensión aplicamos los números que convienen a la extensión real de las cuerdas. Imaginémonos un hombre privado de vista y de tacto desde su nacimiento: jamás se le ocurriría decir que un sonido era doble de otro». El enseñar a deleitar el oído por las proporciones de las cuerdas, vale tanto como enseñar a convencer el entendimiento por el número de las palabras.

Tres eran las principales teorías de la música que corrían con algún crédito en el siglo XVIII: la del matemático Euler, la de Tartini y la de Rameau, expuesta y corregida por D'Alembert en sus Elements de la Musique. Ninguna de ellas satisface a Eximeno. «El primer error de Euler en su Tentamen novae Theoriae Musicae consiste en dividir la Suavidad, que es una impresión del oído, en grados, y atribuirles la extensión que es propia de las cuerdas... Los grados de Suavidad son absolutamente imaginarios. El placer de la Música depende de un cierto temperamento de la simplicidad con la variedad, que nuestro entendimiento no puede determinar con cálculos, sino que lo debe sacar inmediatamente de la Naturaleza. El tratado de Euler es una pura falacia. Falla la Matemática siempre que se aplica a objetos que se suponen extensos por puro vicio de la fantasía, como se ha atribuído hasta [p. 626] ahora a los sonidos la extensión de las cuerdas, y, como supone Euler, extensa y visible en grados la Suavidad».

Al violinista Tartini le nota Eximeno de superficial matemático y físico. El principio de su sistema se reduce a considerar el círculo como la unidad armónica o el origen natural de la Música. «Yo no comprendo (dice el Jesuíta español) cómo Rousseau, en su Diccionario de la Música, supone que se oculta alguna profundísima verdad en ese laberinto de líneas rectas y curvas, de círculos y cuadrados. Por lo que a mí toca, confieso que cuando, sin mirar el título, abrí el tratado de Tartini, pensé tener entre las manos un libro de Nigromancia».

«Rameau (prosigue Eximeno) enseñó el contrapunto por reglas en su mayor parte falaces como los demás; pero en el tercero y cuarto libro de su Tratado de la Harmonía, se contienen reglas utilísimas de práctica que no conoció ninguno de los antiguos. Habría sido un perfecto Maestro de su arte si no hubiese escrito el Nuevo Sistema de Música Teórica y la demostración del principio de la harmonía. El hacer la harmonía simultánea objeto primario de la Música, se opone al sentimiento común de todos los hombres, que sólo adoptan la Música en cuanto sirve para expresar con la modulación las pasiones del ánimo. Para esto no son de absoluta necesidad los sonidos simultáneos».

Enfrente de estos sistemas levanta Eximeno el suyo, sensualista puro como toda su filosofía, y reducido a este solo principio: «La Música procede del Instinto, lo mismo que el Lenguaje». «La Música es un verdadero lenguaje. En el canto de las palabras, la Música adorna a éstas con variedad de tonos para causar en el ánimo una impresión más viva. En la modulación sin palabras, conmueve el ánimo por medio de los tonos de la voz, que responden al natural encadenamiento de las ideas y de los afectos. El primer objeto de la Música no es la harmonía simultánea de Tercera y Quinta, sino el mismo que el del habla, esto es, expresar con la voz el sentimiento. Por eso nos deleita el canto sin la harmonía, con tal que exprese algún afecto. Al contrario, el concierto más armonioso de instrumentos que nada exprese o signifique, será una música vana, semejante a los delirios de un enfermo.

La Música y la Prosodia tienen el mismo objeto y el mismo [p. 627] origen. «¿No sería necedad decir que para hablar con perfección es necesario medir las distancias de los planetas, y arreglar después, conforme a estas medidas, los tonos de la voz? ¿O que los tonos del habla se contienen en una fórmula algebraica, o en las propiedades del círculo?»

La práctica de la Geometría consiste en la aplicación mecánica de las reglas; pero la de la Música depende precisamente del exercicio de una facultad del hombre, que tiene en sí toda la virtud necesaria para expresar con los tonos convenientes de la voz, ya hablando, ya cantando, cualquier afecto del ánimo: las reglas no son más que observaciones sobre los tonos, y la falta de verdadera reflexión no es impedimento absoluto para las operaciones del hombre, que proceden de puro instinto. Para componer Música es preciso abandonarse en los brazos de la Naturaleza y dejarse conducir por las «sensaciones».

Pocas veces se ha visto, aun dentro del mismo siglo XVIII, un sensualismo tan cerrado e intransigente. Verdad es que Eximeno difiere de Condillac en muchas cosas. No quiere aceptar, por ejemplo, que el lenguaje se componga de signos arbitrarios, ni que le hayan inventado los hombres mediante una especie de convenio. Su buen sentido triunfa de las consecuencias absurdas a que no temían llegar otros de su escuela. «Siendo tan natural al hombre el reflexionar, comparar las ideas, raciocinar y acordarse, como el sentir los objetos presentes, ¿por qué el lenguaje necesario para explicar aquellas operaciones del entendimiento no ha de ser tan natural como el lenguaje de acción?» Pero al mismo tiempo enseña que el objeto de la voz es uno mismo en el hombre y en el animal, puesto que uno y otro se proponen manifestar las impresiones internas. Sólo que hallándose reducido el animal a un corto número de sensaciones simples, que no compara entre sí, sus voces son pocas y muy sencillas.

El hombre, pues, siempre que se encuentra en condiciones de hablar, habla por instinto. El instinto le sugiere las inflexiones de voz más adecuadas a su intento. Comenzó a cantar como cantan los pájaros, por puro instinto. Este instinto se desenvuelve en virtud de las impresiones particulares. Si las circunstancias que obligan al hombre a hablar fuesen en todos las mismas, todos hablarían la misma lengua, así como todos dan los mismos gritos para [p. 628] manifestar una sensación de dolor. Eximeno rechaza totalmente la teoría de la revelación directa del lenguaje. [1]

La Prosodia es el verdadero origen de la Música. «Así como la naturaleza nos ha dado siete colores para pintar y siete vocales para hablar, así ha dado a la especie humana siete tonos diversos de voz para cantar. La harmonía consiste en la tercera, quinta y octava. Todo intervalo que sea parte de dicha harmonía es consonante, y todo intervalo que no lo sea es disonante. Como las disonancias son adornos añadidos a la naturaleza por el arte, su uso no está ceñido a límites tan estrechos que no pueda traspasarlos un genio felizmente atrevido. Resultaría insoportable fastidio de reducirse la composición musical a un solo modo. Es necesario, pues, abrir camino para transportar el canto a diversos modos, aunque el primero con que la composición comienza deberá mirarse siempre como principal, renovando a menudo su memoria y conduciendo el todo de la harmonía a terminar en él». «Las distinciones de géneros diatónico, cromático y enharmónico y de tonos y semitonos mayores y menores, son en la práctica cosas del todo imaginarias, fundadas por la mayor parte en las fantásticas divisiones numéricas de los intervalos. No hay sino un género de Música: determinar un Modo o modular en él, hágase esto modulando por tonos, por semitonos o por saltos. Todo lo demás es tan quimérico y vacío como las cualidades ocultas de los aristotélicos». La comparación de los contrapuntistas con los filósofos escolásticos reaparece con frecuencia bajo la pluma de Eximeno, que, intolerante como lo llevaba consigo el espíritu demoledor de aquel siglo, envuelve en sus censuras el mismo canto llano, si no en su esencia, a lo menos en las ponderaciones que de él hacían los maestros: «Jamás he podido formarme una idea clara y precisa de ese Género tan decantado, y me parece que es un fantasma para espantar a los principiantes y tenerlos atrasados por muchos años en las vanas y ridículas imaginaciones del contra punto. El Canto-Llano trae origen de los siglos en que se ejecutaba la Música a tientas, sin diversidad de tiempos ni de notas. El [p. 629] canto de los Salmos, Antífonas, Graduales y Responsorios era comúnmente al unísono, y si resultaba entre las voces alguna harmonía, era enteramente casual... Es necesario tener presente que si con las distinciones de Canto-Llano y figurado, de géneros diatónico, cromático, enharmónico, mixto y otros nombres semejantes, se intenta hacer distinción de harmonías fundadas en diversos principios, tales distinciones son vanas, imaginarias, ridículas. El único género de Música que la naturaleza nos inspira, se reduce a cantar en un Modo mayor o menor: tanto el mayor como el menor se compone de las tres harmonías de Primera, Cuarta y Quinta».

Eximeno comprueba sus teorías con varios ejemplos clásicos, entre ellos la Misa del Papa Marcelo, de Palestrina, y el Stabat Mater, de Pergolese, sirviéndole este último como demostración de las irregularidades pintorescas que para un asunto sublime y poético se pueden sacar de los modos menores. Pergolese es el ídolo de Eximeno, que no se harta de apellidarle «el Rafael y el Virgilio de la Música». Al violinista Corelli le estima como uno de los perfeccionadores de la música dramática. «A pesar de los lamentos de los contrapuntistas, la Música ha renovado en este siglo la expresión. El deleite del oído no es más que un medio para obtener el fin primero de la Música, que es excitar los afectos de nuestro ánimo». En el sistema de Eximeno, todo se subordina a la expresión. Para obtenerla, todo recurso es bueno y lícito, pues por nuevos y diversos caminos se puede llegar a la suma excelencia en cualquier arte. Un genio creador se forma por sí un estilo enteramente nuevo. No por eso se ha de reprender la imitación cuando se funda en una perfecta conformidad de gusto y de estilo entre dos excelentes autores, aunque esto muy rara vez acontece.

En la última parte de su libro, Eximeno nos presenta una rápida pero originalísima historia de los progresos, decadencia y restauración de la Música. Trozo es éste enteramente moderno en su método, en su estilo y en sus conclusiones. Eximeno aplica a la historia artística el mismo criterio que su paisano el P. Andrés a la historia literaria. Como él, toma en cuenta, para apreciar la cultura estética de un país, el clima, el temperamento, el estado político y social, los juegos públicos, las costumbres. Y al mismo tiempo va enlazando la historia de la Música con la de la Poesía, [p. 630] dando luz a la una por la otra. Así lo hace al tratar de los orígenes líricos de la tragedia ateniense, que, según él, era una ópera, con recitados, arias y dúos. Así pone de manifiesto la antigüedad de la poesía lírica sacerdotal y litúrgica, respecto de los demás géneros. Así aplaude el estilo lírico en la tragedia, y se duele amargamente de que la musa moderna (la de su tiempo) vaya perdiendo cada vez más el aliento poético. Así reduce a la nada la presuntuosa opinión de Burette, que convertía la Música griega en un canto llano, preguntándole con sorna nuestro Jesuíta si Safo cantaría sus amores en el tono de nuestras antífonas y graduales.

Para Eximeno, el continuo mudar de que nos da testimonio la historia del arte, en nada empece al carácter absoluto e infalible de las leyes del gusto. No es posible reducirle a un mero capricho. «Si así fuese, habría que colocar en la misma línea los aullidos de los turcos y los gorjeos de los italianos». Entre la infinita variedad de gustos, hay uno que se llama buen gusto, que consiste en el placer de ver u oír expresada al vivo la naturaleza. Conviene abstraer las circunstancias que provienen de la educación y de la índole de los pueblos, y reconocer y afiimar en esfera superior a ellas ciertos principios generales. Esto no quita que, siendo las pasiones de los hombres cultos más complexas y refinadas, deba serlo igualmente su arte. Por eso no quiso conceder Eximeno al Padre Martini que los griegos conocieran solamente el contrapunto en octava, cuarta y quinta, y no en tercera y en sexta. «¿Quién se persuadirá jamás que los Griegos no tuvieran un temperamento fijo de todos los intervalos que sirven para el canto?... La doctrina del temperamento es un instinto del genio musical, común a todos los siglos y a todas las naciones del Universo». Los instrumentos se templan como se forman las palabras, esto es, por instinto, o guiándose por las sensaciones casi innatas que la naturaleza ha impreso en el hombre como elementos y semillas de la Música. Los griegos erraron teóricamente en reducir su Música a Tetracordos, en vez de fundarla en la observación de aquellas sencillas modulaciones que forman las cadencias. Pero su teoría en poco o en nada conforma con la práctica.

El carácter de los Romanos, rudo y austero, la índole de la primitiva lengua latina, inculta, ya que no bárbara, detuvo entre ellos los progresos de las artes, y dió a su Música, como a su Poesía, [p. 631] un sello de inferioridad respecto de las Artes Griegas. Eximeno reconoce esta inferioridad, aun en las épocas tenidas por más clásicas y de más amplia cultura.

La monstruosa organización del imperio romano, «donde los Césares se creían monarcas y el pueblo se reputaba libre», aceleró la decadencia de las Artes, traídas a total ruina por la invasión de los bárbaros. No hemos de creer a éstos destituídos de toda aptitud estética. «Como la Música (dice Eximeno con crudo empirismo) tiene cierta conexión mecánica con los movimientos de la sangre, son comunes a todas las razas los tonos y movimientos fundamentales de la voz, que contienen los primeros rudimentos de la harmonía. Las naciones bárbaras no pueden, a causa de su propia barbarie, inventar sino cantilenas rústicas y fastidiosas, aptas únicamente para expresar sentimientos groseros de alegría... Su ritmo ha de ser simplicísimo, y ese casi insensible en el puro canto». Perdidos los tiempos musicales, el arte entre los bárbaros se redujo a un estado próximo al de los salvajes del Canadá. Los músicos no conocieron más que el ritmo igual, compuesto de notas de igual valor, y aunque cantando variasen el valor de algunas notas, esto era efecto casual del instinto, puesto que esta variedad de las notas no se arreglaba por un ritmo determinado.

El P. Martini, tenido en Italia por oráculo de la Música, había sostenido una opinión extravagantísima acerca del origen del canto eclesiástico. Le hacía venir de la Sinagoga por intermedio de los Apóstoles. «¿Cómo se puede figurar este Padre (responde Eximeno) que el canto de los Salmos hebreos, escritos elegantísimamente en una lengua harmoniosísima, fuese después adaptable a los mismos Salmos, traducidos literalmente al latín que se usaba en los siglos bárbaros?... Nuestra salmodia no es más que una parte de la liturgia latina. Perdida la distinción de largas y breves, no se usó de variedad de notas ni de la mutación de modos. No hubo necesidad de los Maestros de Capilla para inventar este canto: los sacerdotes mismos que arreglaban el culto, pudieron inventarlo por puro instinto. Las cadencias de las canciones de los bárbaros parecen que se han copiado de nuestros libros de coro».

No se tenga a Eximeno, sin embargo, por enemigo ciego e implacable del canto llano. Al contrario, viene indirectamente a hacer su apología, cuando nos enseña que el canto eclesiástico debe ser [p. 632] sencillo «por conformarse con la sencillez de los sentimientos de religión, y porque si fuese más compuesto y artificioso, causaría más bien distracción que devoción». Tampoco quiere desterrar enteramente de los templos la música figurada. Las razones del Padre Feijóo sólo prueban contra el abuso, y es buena para el templo toda música capaz de mover el sentimiento religioso. Ejemplo inmortal de ello sea el Stabat Mater de Pergolese.

Por el contrario, nada más inadecuado que ese contrapunto artificioso, «invención extravagante compuesta de muchas voces, modulando cada una de por sí a su modo, la una hacia lo grave, la otra hacia lo agudo, ésta velozmente y la otra con más lentitud..., muy propio todo para arrebatar la calenturienta fantasía de los godos» (sic). La invención de este contrapunto se la cuelga Eximeno a los monjes bretones e ingleses, apoyado en un pasaje de Juan de Salisbury. La compara con el mostruo de la Poética horaciana, y algo más ingeniosamente con esos bajorrelieves de racimos, ángeles y animales, empastados unos con otros. Así nació esa secta de los contrapuntistas «que califican de teatral todo lo que no entienden, y no alaban sino las ligaduras, las preparaciones, las resoluciones, las réplicas, las respuestas, los pasos de contrario movimiento y otros artificios semejantes». El tener por bueno lo difícil es una preocupación gótica. Lo bello de las Artes estriba, al contrario, en la sencillez y facilidad. La Música debe excitar en el ánimo una sensación clara y sencilla.

Las teorías de Eximeno eran tan independientes y radicales en literatura como en Música. Ya sabemos que detestaba las unidades dramáticas y la rima y la poesía francesa, y no menos los largos períodos y el estilo ciceroniano de los pedantes de Italia. Consideraba las Academias que procuran fijar el estado de una lengua viva, esto es, las palabras, la construcción y las frases, como el mayor obstáculo para los progresos del entendimiento humano. «El evitar las palabras que usa el pueblo, por usar otras que se hallen en los libros, es en cualquiera lengua una afectación ridícula. Una lengua no se puede enriquecer sin tomar palabras y aun frases de otra nación más rica de ideas... Si se observase la vana superstición de algunos en esta parte, nos sucedería lo que a los chinos, que han estado estudiando palabras y palabras muchos millares de años, sin aprender cosa alguna».

[p. 633] Ciertamente que de Eximeno no se dirá, como de otros Jesuítas, que era un crítico de colegio y de academia sabatina. No hay género de insurrección que no le parezca recomendable, hasta el punto de mirar con no disimulada benevolencia las tentativas dramáticas de Diderot, y simpatizar con todos los arrojos de su crítica teatral. ¿Qué más? Fué el primero en hablar de gusto popular en la Música, y en insinuar que sobre la base del canto nacional debía construir cada pueblo su sistema. Todo lo que Eximeno discurre sobre las aptitudes estéticas de las diversas naciones de Europa, está lleno de amenidad, viveza y sutil espíritu de observación. Pero ni en esos capítulos ni en lo restante de la obra debe buscarse casi nunca justicia ni exactitud completa. Eximeno es un gran removedor de ideas, con todos los defectos de tal. Indica y sugiere más que prueba, acierta y desbarra en una misma página, sacude el letargo del espíritu, excita y hace pensar. ¿Qué mayor elogio que éste? Sus errores son propios y nuevos: sus aciertos lo son también. La parte negativa de su obra permanece en pie: desembarazó la Música de la tutela pedantesca de las matemáticas; la enlazó con la ciencia del lenguaje; presintió el advenimiento de una teoría física y experimental del sonido; dió todo su valor y alcance al principio de la expresión, vislumbrado en el siglo XVII por Francisco Montanos; enterró definitivamente las que él llamaba sutilezas místicas de los tratadistas platónicos y pitagóricos, y, finalmente (para no alargar esta enumeración), exterminó el barroquismo musical de los contrapuntistas artificiosos y figurados. Así cumplió el arrogante programa que había hecho circular en Roma. «El paso que yo pretendo hacer dar a la Música, consiste en demostrar que Pitágoras erró el primero e hizo errar a los demás filósofos; que los intervalos de la Música no pueden sujetarse a cálculo; que la justa entonación o el verdadero temperamento de los intervalos se hace en el mismo hecho de cantar y tocar haciendo ora un intervalo más fuerte ora otro de la misma especie mas débil; que los sistemas perfectos y temperados, deducidos de las razones numéricas, deben discordar en la práctica». Si al desarrollar este plan tropezó algunas veces Eximeno, yéndose al extremo diametralmente contrario de aquellas ideas abstractas y universales por él tan execradas, cúlpese más bien que a su genio aventurero y temerario, a la pésima influencia de la [p. 634] filosofía entonces reinante, la cual no podía menos de arrastrarle a un empirismo fisiológico con dejos de verdadero materialismo.

Ya queda dicho que el éxito de la obra del exjesuíta valenciano tuvo todos los caracteres de un escándalo artístico. Era precisamente lo que él apetecía: ruido, movimiento, discusión. Los periódicos italianos se dividieron: mientras las Novelle Letterarie de Florencia y la Gaceta Literaria de Milán ponían al autor en las nubes, comparándole nada menos que con el gran matemático inglés, los contrapuntistas fanáticos, cuyos furores encontraron eco en las Efemérides literarias de Roma, dirigidas por el abate Pezzuti, manifestaron indignarse de que un español osara tomar la palabra sobre Música en la tierra clásica de ella. «Que vayan los españoles a enseñar música a los africanos», exclamaba uno de los detractores de Eximeno. Verdad es que para consolar a éste vinieron oportunamente las adhesiones de maestros tan célebres como Sarti, Albertini, Basili, Zingarelli, y, sobre todo, Manfredini, que en sus estimadas Regole armoniche, publicadas en Venecia en 1775, adoptó resueltamente gran parte de las opiniones de Eximeno adversas al contrapunto y al canto llano.

No así el P. Martini, venerado como oráculo de la Música por los contrapuntistas italianos, el cual, sintiéndose personalmente herido por la afilada pluma de Eximeno, intentó, aunque por corteses modos, la defensa de las doctrinas antiguas en un Essemplare o sia saggio fondamentale prattico del contrapunto sopra il canto fermo, escrito que dió motivo a un famoso opúsculo de Exirneno, intitulado Il Dubbio, [1] complemento de su sistema e inseparable de su libro del Origen, al cual va unido en la versión castellana.

Valiéndose Eximeno del raro artificio de fingir que dudaba si el libro del P. Martini era apología o censura del suyo, puesto [p. 635] que las pruebas y ejemplos que alegaba, más bien favorecían a la opinión de Eximeno que a la contraria, trata extensamente todas las cuestiones relativas al canto llano, para acabar negando que sus reglas sean la base de las del contrapunto. Declara inútil cuanto enseñan los autores del siglo XVI sobre la naturaleza de los modos musicales, su extensión, propiedad, cadencias, y la serie de las cuerdas o voces de que están compuestas, y vana y sofística la distinción de los modos en auténticos y plagales. No hay cosa más incierta que los modos del canto llano. Los mismos ejemplos alegados por el P. Martini están llenos de aquellos accidentes de bemol y sostenido que el mismo P. Martini proscribe: «El canto llano (viene a decir Eximeno) es un canto de una o muchas voces acordadas al unísono o a la octava, sin armonía alguna, escrito casi todo en las cuerdas de C-sol-fa-ut. Se debe ejercitar el principio en el estilo de capilla, después de haber llegado a poseer el arte del contrapunto en general, sólo porque aquel estilo es el más sencillo y está exento de las mutaciones de modo irregulares, de las resoluciones imperfectas, de las disonancias, y de los saltos y modulaciones difíciles. Pero en las composiciones de los más excelentes maestros de capilla se hallan quebrantadas las reglas que da el P. Martini: prohibición de dos unísonos, dos octavas y dos quintas consecutivas, de lo cual hay ejemplo nada menos que en Luis de Victoria: proscripción de los saltos de cuarta alterada o mayor quinta falsa o escasa, tritono, sexta mayor, séptima así mayor como menor, octava diminuta o alterada: precisión de conformarse con la propiedad y naturaleza de los intervalos mayores, que es subir, y con la de los intervalos menores, que es bajar; y, finalmente, guerra al terrible diabolus in musica, al mi contra fa».

En la parte histórica, Eximeno procede muy cuerdamente por eliminación ecéptica, negando que sepamos nada de la música de los hebreos, y poco menos que nada de los instrumentos usados por los antiguos griegos, excepto sus nombres. «Los tratados musicales de los griegos no contienen regla práctica alguna, sino una menuda y fastidiosa filología, con muchos números, razones y proporciones». Exceptúa, sin embargo, a Aristoxeno, a quien llama mi precursor, porque fué el primero en contradecir los principios matemáticos introducidos por los pitagóricos, y las proporciones atribuídas a las cuerdas musicales. Pero todas sus investigaciones [p. 636] se redujeron a determinar la distancia que hay de cuerda a cuerda en los tres respectivos tetracordos. Los tres géneros de música de los griegos no eran más que tres diversos órdenes arbitrarios que daban a las cuerdas de ciertos instrumentos, suponiéndolos correspondientes a tres diversos estilos de Música. No desconocieron los griegos el contrapunto; pero, aunque compuesto el suyo de toda suerte de consonancias y disonancias, debe suponerse sencillo, porque la expresión era el único objeto de su música.

Del principio de que «la Música es una parte de la Física», parte Eximeno para explicar la supuesta discordancia entre la voz humana y el clave, y la necesidad de hacer algo desiguales las Quintas, las Terceras y los Semitonos en toda suerte de instrumentos. Los sonidos de la Música son por su naturaleza como los colores de la Pintura, los cuales no consisten en un punto o grado invisible de viveza. Dentro de la esfera o denominación del rojo hay diversos grados, uno más fuerte, otro más débil; ninguno de ellos puede llamarse perfecto. Tampoco la música tiene por su naturaleza una Quinta, una Tercera ni un Semitono, de una medida o razón numérica invariable: según la expresión del pasaje, tal vez conviene hacer una Quinta más fuerte, tal vez otra más débil; ora conviene vibrar y reforzar un semitono, ora debilitarle y disminuirle. He aquí la ventaja que tienen la voz humana y los instrumentos movibles sobre los estables. Pero todos los sistemas teóricos de temperamento han fracasado, por fundarse únicamente en razones numéricas. Así, al través de dos siglos, viene en Italia la voz de Eximeno a contestar a la voz de Ramos de Pareja, aquel gran revolucionario musical del tiempo de los Reyes Católicos, que supuso necesariamente alteradas las razones de las cuartas y quintas en los instrumentos estables, fundando en la mera observación un sistema de temperamento independiente de los números. Nada aparece aislado, fortuíto y sin precedentes, en nuestra cultura nacional. El caso es seguirla con atención, y no olvidar ninguno de los anillos de la cadena. [1]

[p. 637] Conocidas y divulgadas muy pronto en España las obras musicales de Eximeno, merced a una esmerada traducción de don Francisco Antonio Gutiérrez, maestro de capilla del convento de la Encarnación de Madrid, traducción que revisó y adicionó el mismo Eximeno, la cólera de los partidarios de Cerone y de Nasarre se desató aquí tan feroz y virulenta como en Roma la de los discípulos del P. Martini. El músico sin vanidad, el vanidoso sin música, el organista de Gandullas, Lucio Vero [1] y otros anónimos y seudónimos, terciaron en este desaforado combate, pero ninguno con tantos bríos y encarnizamiento como el maestro de capilla de Alicante, don Agustín Iranzo y Herrero, en quien pareció volver a encarnarse el espíritu del P. Nasarre. Eximeno, a quien los trastornos de Roma después de la entrada de los franceses en 1797, habían abierto, aunque por breve tiempo, las puertas de su patria, [p. 638] aprovechó sus ocios de Valencia para dar la última mano a sus lucubraciones, musicales, exponiéndolas en castellano, y hundiendo de paso a sus adversarios con las armas de la sátira y del ridículo. Pero llevado del mal gusto de su tiempo y de la imitación mal entendida de Cervantes, cayó en la aberración de creer que una polémica sobre motivos de canto llano y de contrapunto podía dar asunto a una novela entretenida y chistosa, cuyas peripecias más dramáticas consintiesen en los incidentes de la oposición a un magisterio de capilla vacante, [1] y en las extravagancias de un organista, que se vuelve loco por la lectura asidua del Melopeo de Cerone y de la Escuela Música del P. Nasarre, y compone un Lunario para enseñar a los maestros de capilla a levantar el horóscopo de los ocho tonos del canto llano, y, finalmente, se sale al campo en una noche fría y serena, a oír la armonía de los planetas, con lo cual cobra una calentura acompañada de dolor de costado que le pone a punto de muerte. Imagínese qué novela tan entretenida habrá resultado de tales elementos. Y si a esto se añade que Don Lazarillo Vizcardi (que tal es el título de la obra de Eximeno) consta de dos enormes volúmenes en cuarto, cada uno de 400 páginas, saturadas de disquisiciones puramente técnicas, se comprenderá, aunque no se justifique, la indignación un tanto cómica que se apoderó de la mayor parte de los Bibliófilos Españoles, cuando nuestra Sociedad dió a la estampa este libro en 1872.

No les faltaba alguna razón, si es que tomaron el libro en las manos con intención de divertirse. A quien busque amenidad y deleite, como es justo buscarlos en una novela, nos guardaremos [p. 639] muy bien de recomendarle Don Lazarillo Vizcardi, engendro de aquella manía didáctica que produjo tantos poemas y novelas doctrinales en el siglo XVIII, convirtiendo el arte en servidor apocado y humildísimo de la más prosaica enseñanza. Y lo más doloroso es que Eximeno tenía chispa y gracia para haber escrito una novela picaresca, pero a condición de olvidarse antes de que existían libros de música en la tierra. Aunque dibujados algo toscamente (a la manera del P. Isla), y recargadísimos de colores chillones, hay en Don Lazarillo tipos verdaderamente cómicos de canónigos, de organistas, de cantores y aficionados; reinan además en el lenguaje una pureza y una frescura verdaderamente maravillosas en un anciano de setenta y dos años, que no había nacido en Castilla, que había pasado la mayor parte de su vida fuera de España, y que había escrito hasta entonces la mayor parte de sus obras en latín o en italiano. Esta es la más positiva ventaja que Eximeno sacó de la continua lectura de Cervantes, a quien tuvo la temeridad de imitar aspirando a hacer un Don Quijote de la Música. No hizo el Don Quijote ni siquiera el Fray Gerundio cuyos quilates son ya tan inferiores; pero hizo un libro en castellano, lo cual no era poco a fines del siglo XVIII. Buena cualidad es ésta, pero no basta para hacer interesante una fábula insulsa que se mueve arrastrada y perezosamente, sin halago de la fantasía y sin atractivo de curiosidad siquiera, puesto que el autor anuncia de antemano todo lo que va a pasar en su libro.

Pero si la crítica literaria tiene que hacer mil reservas acerca del Don Lazarillo Vizcardi, la crítica musical no puede menos de agradecer la publicación de esta obra, testamento artístico de Eximeno, y última exposición de su famoso plan de reforma; que no detallaremos por no repetir los mismos conceptos que hemos visto en el Origen y reglas de la Música y en el opúsculo de la Duda. Eximeno, como todos los propagandistas dominados y perseguidos por una idea fija que ellos creen capital y salvadora, no teme repetirse, ni cuenta nunca con el cansancio de sus lectores, a quienes supone tan interesados como él en todos los incidentes de sus enfadosas polémicas. Dicho sea con todo el respeto debido a varón tan benemérito y egregio. Si, para calificar su profunda erudición y sólido juicio en materias de arte, necesitáramos más pruebas después de lo ya expuesto, nos las darían las ilustraciones [p. 640] históricas que acompañan al Don Lazarillo sobre la Música instrumental, sobre las antiguas escuelas de cantores y salmistas, sobre el origen del canto llano y su modo antiguo de notarlo, y sobre el origen y progresos del contrapunto, impugnando el artículo de Ginguené en la Enciclopedia Metódica. Cuando Eximeno es puramente escritor didáctico, recobra todas sus ventajas, se hace leer y resulta ameno, franco y agradable, como lo es siempre en estas notas y en sus libros italianos.

Pero como escritor delicado y elegante le supera mucho el Padre Arteaga en su historia de la Opera italiana, uno de los más bellos libros del siglo XVIII, conocido en todas las lenguas menos en la castellana, y eso que el autor se llamó con orgullo «Matritense» en la portada de su obra. [1] Ya queda dicho que Arteaga profesaba sobre la naturaleza de la ópera principios un tanto análogos a los de Wagner, considerándola, no como un género dramático inferior en que la Poesía aparece subordinada a la Música, sino como el complemento y perfección de las Bellas Artes, como un vasto y complexo poema, al cual concurren la Poesía y la Música, la Pintura decorativa, la Declamación, el Baile y la Pantomima. La Comedia y la tragedia pueden [p. 641] contentarse con deleitar el ánimo mediante la representación de los aspectos tristes o alegres de la vida, pero la Opera debe aspirar, juntamente, a deleitar la imaginación, los ojos y los oídos, empleando una poesía a trechos afectuosa y patética, a trechos pintoresca y llena de imágenes, para que de este modo, por medio de la belleza intelectual y de la belleza física, sea el espectador insensiblemente conducido a la contemplación y amor de la belleza moral. La poesía de la ópera debe ser más lírica que didascálica, más fantástica que narrativa, más rica de imágenes que de razonamientos ni de discursos. Todo argumento que no se preste a encantar el oído con la suavidad de los tonos, ni agradar a los ojos con la hermosura del espectáculo, no puede menos de ser implacablemente excluído de la ópera. Y no por eso se entienda que este género vive en el mundo de lo inverisímil, porque la ópera, lo mismo que las demás producciones de las artes, no tiene por objeto propio lo verdadero, sino la imitación de lo verdadero, y esto, no simple y desnudamente, según es en sí, sino con cierta singular hermosura y perfección. De donde resulta que tan verisímil es el lenguaje de la Música como el de los versos o el de los colores. De la unión íntima de la Poesía y de la Música para formar un todo dramático, resultan modificaciones profundas en las reglas comunes del teatro. La Poesía puede mover, pintar e instruir; pero la Música, como fin principal sólo tiene el de mover los afectos; como fin subalterno, el de pintar, y en ningún caso el de instruir.

Lo que hace posible y fructuosa la unión de la Poesía y de la Música, es la cualidad musical del lenguaje, o sea el encanto de los sonidos diversamente combinados en el número oratorio o en la pronunciación. Cuanto más se acerque la expresión poética de las palabras a la naturaleza de las cosas que se pretende significar, tanto más fácilmente las podrá imitar la Música, no sólo mediante la reproducción material de los sonidos físicos, sino despertando con la melodía las sensaciones que producen en nosotros aquellos objetos que no caen bajo la jurisdicción de la Música, o bien excitando sensaciones auditivas equivalentes a las impresiones de otros sentidos. No puede la Música llegar a las ideas universales y abstractas: los sonidos no son más que sonidos: causan sensaciones y forman imágenes, pero nunca ideas. Infiere [p. 642] de aquí Arteaga que la Música es más pobre de recursos que la Poesía, puesto que está limitada al corazón, al oído y en cierta manera a la imaginación, mientras que la Poesía extiende además su imperio a la razón y al espíritu. En desquite, la Música es más expresiva que la Poesía, en cuanto aquélla imita los signos no articulados, que son el lenguaje natural, y por consiguiente el más enérgico y el más inteligible, al paso que la Poesía tiene que valerse de signos arbitrarios.

Rapidez en la acción, transiciones fáciles, ahorro de circunstancias menudas y ociosas, economía de razonamientos: tales deben ser las primeras condiciones del texto dramático que el poeta facilita al músico para que haga sobre él su comentario. El estilo de la ópera no ha de ser exclusivamente dramático, sino dramático-lírico, sin excluir los recursos pintorescos, porque el canto es el lenguaje de la ilusión, el cinto misterioso de Armida, que detiene cautivo a Reinaldo y le hace no sentir su cautiverio. «Demasiado enemigos de nuestros placeres se han mostrado aquellos autores que han querido limitar a sólo el género patético todas las riquezas del melodrama».

Las condiciones del canto y estilo musical influyen también en la elección de los asuntos dramáticos y en los caracteres. Toda pasión sórdida, todo cálculo frío, toda reserva y disimulo, deben proscribirse de la ópera, u ocupar a lo sumo en ella un lugar muy secundario. El teatro lírico es el campo de la pasión noble y de los arranques temerarios y generosos, los cuales no excluyen, sin embargo, cierta reflexión, que puede manifestarse en las arias mismas por sentencias breves. Arteaga no conviene con la vulgar opinión de los que afirman en términos absolutos que no es propio de la pasión dogmatizar, a no ser que por dogmatizar se entienda verter en el teatro párrafos de Séneca. «El error de esta opinión procede de no haber penetrado suficientemente la Filosofía de las Pasiones, y de haber establecido como regla general lo que sólo debiera ser una excepción. Un estrecho vínculo liga y une entre sí todas nuestras potencias interiores, de donde resulta que la reflexión despierta en nosotros las pasiones, y éstas recíprocamente avivan la reflexión». No menos injusta y vulgar es la opinión que destierra del teatro las comparaciones, so pretexto de lirismo. «Tan injusto me parece (escribe Arteaga) [p. 643] condenarlas en absoluto, como defenderlas todas. El hombre, por lo común, está más dominado de los sentidos que de la razón. Las cadenas con que la naturaleza le ha ligado a los demás entes del Universo, y la necesaria dependencia en que está de los objetos exteriores, le obligan a vivir en contacto con ellos y a descubrir las secretas relaciones que hay entre la naturaleza de ellos y la naturaleza propia. La fantasía, llena de impresiones que ha recibido por medio de los órganos sensorios, no sabe producir sino imágenes correspondientes a los objetos que ha visto, y el hombre (sobre quien tiene tanto imperio esta facultad) no acierta a imaginar las cosas, aun las más abstractas, sino revestidas de las propiedades que observa en los objetos materiales y sensibles. Tal es el origen de la Metáfora: tropo o figura el más conforme de todos a la humana naturaleza, puesto que la usan a cada instante los niños y aun las personas más rudas en sus discursos familiares, sin advertirlo ellas mismas. Cuanto mas primitiva es una poesía, más abunda en símiles; no hay lenguaje más figurado que el de los pueblos bárbaros. Parece que en sus versos no vive ni siente el poeta, sino que siente y vive la naturaleza. Conforme la lengua se enriquece y las artes se multiplican, va siendo menor el uso de las expresiones figuradas, y mayor el de los términos abstractos: la Poesía y la Elocuencia se hacen más limadas y regulares, pero menos expresivas; semejantes a aquellas hojas de oro que pierden de solidez todo lo que ganan de extensión».

Si la ópera debe ser «un encantamiento del alma continuado, a cuyo efecto concurren todas las Bellas Artes», no puede menos de tener grande importancia en ella la pintura escenográfica y la pompa y aparato de la representación. Esto no se logra sin frecuentes mutaciones de escena, por lo cual debe el poeta, «sin preocuparse de la charlatanería de los críticos, y atento sólo a aumentar el placer del espectador», prescindir totalmente de la unidad de lugar, quebrantando la verisimilitud absoluta en obsequio de la relativa.

¿Qué argumentos convienen más al drama musical? ¿Los fabulosos y mitológicos, como sostenían D'Alembert y Marmontel, fundados en que la ópera es un espectáculo para los sentidos, o los históricos y modernos? Arteaga se decide sin vacilar por los [p. 644] históricos. Para él la Opera no es un género inferior, un entretenimiento pueril: si habla a los sentidos, es para llegar por ellos al alma e interesarla y enternecerla. El fin último de la Opera es tan serio como el de la Tragedia, y no se distinguen más que por los medios que emplean, teniendo en su ventaja la Opera los arcanos de la ilusión y de la melodía. «¿Se dirá acaso que la Olimpíada y el Demofonte de Metastasio hablan menos al alma que la Fedra o la Zaira? ¿ No son algo más que un espectáculo para los sentidos los caracteres de Tito y de Temístocles?» La introducción continua de lo maravilloso excluye toda lógica en la acción, todo carácter bien sostenido, toda pasión bien manejada. La misma pintura decorativa ganará mucho representando el mundo físico, «que es mucho más vario, deleitoso y fecundo, que el mundo ideal fabricado en el cerebro de los mitólogos y de los poetas».

El pensamiento que domina en todo el libro de Arteaga y que le acompaña en sus sagaces y minuciosos análisis críticos del repertorio francés e italiano, es el de realzar la importancia del género y la condición del libretista, haciéndole compañero y no esclavo del compositor músico. No llega a soñar, como Wagner, que la poesía llegará finalmente a resolverse y convertirse en Música; pero quiere, como él, acabar con la separación y aislamiento de las diferentes ramas del arte, y unirlas de nuevo en el drama completo que Wagner llama un arte de ilimitado alcance. La famosa carta-prólogo del tan discutido revolucionario alemán a la traducción francesa de sus poemas, abunda en ideas literarias análogas a las del libro de Arteaga, al paso que toda su teoría musical es la antítesis perfecta de la de nuestro Jesuíta, adorador frenético de la melodía italiana.

En su libro de las Revoluciones del teatro musical, [1] anunció Arteaga que preparaba otro libro con el título de Memorias para servir a la historia de la Música Española, o sea Ensayo sobre la influencia de los españoles en la Música italiana del siglo XVI. Tal obra hubo de quedarse en promesa, como otras muchas y muy importantes de Arteaga; pero en cambio poseemos, bien que inéditas, sus Disertaciones sobre el ritmo, unas en el original [p. 645] italiano, otras en la traducción francesa que iba haciendo Grainville (amigo de Azara y traductor del poema de Iriarte), con intención quizá de que saliesen simultáneamente en ambas lenguas. [1] Por desgracia, la obra no llegó a terminarse. Falta el discurso preliminar, en que Azara se proponía hacer la crítica de los principales autores que habían tratado la misma materia, y faltan además, completamente (acaso porque no llegaron a escribirse), las disertaciones 2.ª, 5.ª y 6.ª

El título general de la obra parece que debió de ser Del ritmo sonoro y del ritmo mudo en la Música de los Antiguos.

La primera disertación versa sobre la naturaleza, propiedades y divisiones de la antigua rítmica, y empieza sentando los principios de la extensión, del movimiento y del tiempo como generadores del ritmo. El arte musical pertenece a la extensión sucesiva. El ritmo, en general, es la correspondencia o relación que los tiempos tienen entre sí en una serie regulada de movimientos. Los pitagóricos confundieron la armonía con el ritmo; pero la armonía no tiene que ver con la duración de los tiempos ni con la tardanza o velocidad del movimiento, sino con la intensión o remisión de la voz, de donde nace la gravedad o la agudeza de los sonidos. Ritmo se llamaba entre los antiguos el pie o la battuta, ritmo la dimensión del verso, ritmo la unión de muchos versos en una estrofa, y hasta en la prosa se llamaba ritmo la unión de muchos períodos que, mezclados artificialmente entre sí, terminaban, con placer del oído, en una especie de cadencia. Pero todos estos ritmos tienen un principio común. La idea de ritmo incluye necesariamente la de progresión mesurada, aunque estas medidas no sigan el orden aritmético.

En todo movimiento cuyas partes puedan aparecer, bajo [p. 646] alguna razón, distintas, y ser percibidas como tales por nuestros sentidos o por el entendimiento, se encuentra el ritmo. Sus principales especies son el ritmo sonoro y el ritmo mudo. Este último es el que no se percibe por el oído, sino por la vista, por el tacto o por algún sentido interno. A esta clase de ritmo obedecen el Baile, la Pantomima y, según algunos filósofos, aquella correlación entre los movimientos interiores, de la cual resulta lo que en los cuerpos organizados se llama vida. Arteaga, mucho más espiritualista que el P. Eximeno, admite que el ritmo pueda percibirse por el puro entendimiento. De aquí deduce que la Música, en su sentido amplio, abarcaba entre los antiguos todos los movimientos de los cuerpos físicos, en cuanto pueden reducirse a cierto orden y medirse por las leyes del tiempo y de los intervalos.

Son materia de la disertación siguiente (de las que conservamos) las notas vocales y tónicas, los acentos prosódicos, las notas para expresar los silencios, la necesidad de otros signos que representen el tiempo, la significación particular de la palabra carmen, la distinción y separación del ritmo vocal e instrumental y del metro, las notas que indican en general el tiempo y el movimiento en las cantilenas, los epígrafes de antiguas canciones musicales explicados, y varias conjeturas sobre los nombres de las antiguas notas y su figura, poniendo Arteaga especial ahinco en impugnar al P. Martini, que negó a los griegos el conocimiento de las notas crónicas o temporales.

La disertación 4.ª (Vicisitudes históricas del antiguo ritmo) es un eruditísimo resumen histórico de los géneros poéticos en las dos literaturas clásicas. Arteaga admite, no sólo en Roma, sino también en Grecia, una poesía rítmica anterior a la métrica.

Sucesivamente discurre sobre la eficacia y fuerza del antiguo ritmo comparado con el moderno, y sobre las diversas especies del ritmo mudo, visible e invisible. Las principales son la simple orchesis, la hipocrisis (o declamación) y la pantomima. En la orchesis están dados los elementos de la saltación o danza, y de la chironomia, o sea arte de gesticular por medio de las manos. La hipocrisis comprende los signos ostensivos, los pintorescos y los expresivos, así los naturales como los de convención; las actitudes propias de cada una de las partes del cuerpo; las escuelas [p. 647] de gesto representativo, con algunas consideraciones sobre la infibulación y castración de los histriones y sobre la antigua iconografía erótica.

Acompaña a estas disertaciones en el borrador de Arteaga una extensa carta crítico-filológica que dirigió en 1797 a Goya y Muniain, declarándole los términos musicales usados en la Poética de Aristóteles: armonía, ritmo, metro, melos, melodía y melopeya.

Casi al mismo tiempo que Arteaga, intentó penetrar el misterio de la Música griega otro Jesuíta español de los desterrados a Italia, el aragonés P. Vicente Requeno y Vives, personaje de tan extraña y singular inventiva y de fantasía tan aventurera y temeraria, que nos recuerda sin querer a su compañero de hábito el P. Kircher, aquel que en su Musurgia redujo a notas musicales el canto de los pájaros. Requeno es el renovador de la pintura encáustica, de la chironomía o arte de gesticular con las manos, el inventor de un telégrafo militar de señales, y de la trompeta parlante, y del tambor armónico... [1] La imaginación errabunda de este Padre iba mezclada por raro caso con una verdadera y peregrina erudición, que hace hoy mismo respetables algunos de sus trabajos. Y así como el descubrimiento positivo, pero enteramente inútil, de la pintura al encausto, le llevó a trazar un excelente suplemento a la Historia del Arte de Winckelmann, así también su tentativa frustrada para hallar la ley armónica seguida por los cantores griegos y romanos, [2] le llevó a trazar una historia muy docta de la Música entre los griegos, libro que en su tiempo debió de ser útil, aunque hoy no ofrezca más que un interés de curiosidad bibliográfica, como todos los ensayos sobre la misma materia anteriores al libro alemán de Rossbach y Westphal, [p. 648] Música y Métrica (1867), y a la bella Historia de la Música antigua del belga Geväert (1875).

Requeno, después de enseñarnos que Tubal inventó la Música, y Enós el canto vocal, que de él lo aprendió Noé, que sus hijos y nietos lo propagaron entre los Caldeos y los Egipcios, y que de los Egipcios lo aprendieron los Griegos mucho antes de la conquista de Troya, afirma que el más antiguo sistema armónico de los Griegos fué el de proporciones iguales; que todos los escritores griegos de Música, fuera de Ptolomeo y de los alejandrinos y pitagóricos, cuya serie armónica nos explican Ptolomeo y Boecio, abrazaron este sistema equabile, por lo cual sólo dentro de él son practicables y tienen sentido sus preceptos. Así duraron las cosas hasta el cambio radical introducido por Aristoxeno. Pitágoras, cuando descubrió las leyes de consonancia, no alteró por eso las medidas del tono y del semitono, usadas en el antiguo sistema equabile, con el cual coincide en el fondo el sistema proporcional llamado pitagórico. [1] Por esta sucinta indicación se [p. 649] comprenderá cuánto se dejó arrebatar del furor apologético o del espíritu de compañerismo el P. Masdeu, cuando dijo que «sólo a Requeno había querido revelarse el dulcísimo genio de la antigua Música».

[p. 650] Con Arteaga, Requeno y Eximeno, puede decirse que queda completo el cuadro de la Estética musical española en el siglo XVIII. Séanos lícito, no obstante, llamar la atención sobre el proyecto [p. 651] verdaderamente original de coleccionar la música popular española, formulado en 1799 por el coronel Torres de Nava, primer folklorista musical de que hasta ahora tengamos noticia, si bien nuestros antiguos e insignes tratadistas, incluso el clásico Salinas, y antes de él Luis Milán, Valderrábano, Fuenllana y otros, no se habían desdeñado de admitir las flores de la inspiración popular en sus libros didácticos.

Notas

[p. 604]. [1] . Libro I, cap. XXXIII de El Melopeo o Maestro.

 

[p. 605]. [1] . Fragmentos Músicos, repartidos en quatro tratados. En que se hallan reglas generales, y muy necesarias, para Canto Llano, Canto de Organo, Contrapunto y Composición. Compuestos por Fr. Pablo Nasarre, Religioso de la Regular Observancia de Nuestro Seráfico P. S. Francisco, y Organista en su Real Convento de la Ciudad de Çaragoça. Y aora nuevamente añadido el úItimo tratado por el mismo Autor; y juntamente exemplificados, con los caracteres músicos de que carecía. Sácalos a luz y los dedica al Excelentíssimo Sr. D. Manuel Silva y Mendoza, D. Joseph de Torres, Organista Principal de la Real Capilla de Su Magestad.

Con privilegio, en Madrid.

En la Imprenta de Música. Año de 1700.

4,º, 8 hs. prels., +288 págs.

Es segunda edición. La primera se publicó en Zaragoza, 1693. 4.º

—Escuela Música, según la práctica moderna, dividida en primera y segunda parte. Esta primera contiene quatro libros: el primero trata del sonido armónico, de sus divisiones y de sus efectos. El segundo, del canto llano, de su uso en la Iglesia, y del provecho espiritual que produce. El tercero, del canto de órgano y del fin por que se introduxo en la Iglesia, con otras advertencias necesarias. El quarto, de las proporciones que se contraen de sonido a a sonido; de las que ha de llevar cada instrumento Músico; y las observancias que han de tener los artífices de ellos. Su autor el Padre Fr. Pablo Nasarre, Organista del Real Convento de San Francisco de Zaragoza. Y lo dedica su Prelado al Ilustrísimo Sr. D. Manuel Pérez de Araciel y Rada. Arzobispo de Zaragoza, del Consejo de su Magestad, etc. Con licencia: en Zaragoza: por los herederos de Diego de Larrumbe, año 1724.

Fol. 14 hs. prels., + 501 págs., + 6 hs. de índice.

—Segunda parte de la Escuela Música, que contiene quatro libros. El primero trata de todas las especies consonantes y disonantes, de sus qualidades, y cómo se deben usar en la música. El segundo, de variedad de contrapuntos, así sobre Canto Llano como de Canto de Organo, conciertos, sobre Baxo, sobre Tiple, a tres, a quatro y a cinco. El tercero de todo género de composición, a qualquier número de vozes. El quarto trata de la glossa, y de otras advertencias necessarias a los Compositores. Compuesto por Fr. Pablo Nasarre, Organista en el Real Convento de San Francisco de Zaragoza. Año 1723. Con licencia: en Zaragoza: por los herederos de Manuel Román, impressor de la Universidad.

Fol 6 hs. prels., + 506 de texto. Música grabada en madera.

Notación de Torres. (Imprenta de la Música.)

Debo declarar, como declaré en el tomo anterior, que todas mis noticias bibliográficas musicales proceden de la selecta y peregrina biblioteca de mi generoso amigo el célebre maestro Barbieri, sin cuya asistencia y buen consejo me hubiera sido imposible dar remate a esta difícil parte de mi obra. Si cada uno de los ramos de la bibliografía nacional hubiera encontrado un coleccionador tan inteligente, discreto e infatigable como el señor Barbieri, poco trabajo costaría hacer la historia de la cultura española.


[p. 606]. [1] . Indicaremos rápidamente las señas de los principales libros de este género que hemos visto en la colección del Sr. Barbieri:

Torres (José).— Arte de canto llano, con entonaciones de coro y altar, y otras cosas. Compuesto por Francisco Montanos, y aora nuevamente corregido y aumentado el arte práctico de canto de órgano... Madrid, imp. de la Música, 1705.—Segunda edición aumentada, 1734.

Del mismo Torres hay otro libro intitulado Reglas generales de acompañar, en órgano, clavicordio y harpa, con sólo saber cantar la parte o un baxo en canto figurado... Compuestos por D. Joseph de Torres, organista principal Real Capilla. Madrid, imp. de la Música, año de 1702.—4.º—Segunda edición más amplia, 1736.

Brocarte (D. Antonio de la Cruz).— Médula de la Música Theórica, cuya inspección manifiesta claramente la execución de la Práctica, en división de cuatro discursos, en los quales se da exacta noticia de las cosas más principales que pertenecen al Canto Llano, canto de órgano, contrapunto y composición... (Salamanca, por Eugenio Antonio García, 1707.) Es un plagio de Cerone y de Nasarre.

Roel del Río (D. Antonio Ventura).— Institución harmónica o doctrina musical theórica y práctica, que trata del canto llano y de órgano, exactamente y según el moderno estilo, explicada de suerte que excusa casi de maestro. (Madrid, viuda de Infanzón, 1748.) El autor era maestro de capilla en Mondoñedo.

Guzmán, (Jorge de).— Curiosidades del canto-llano. (Madrid, 1709, imprenta de la Música.)

Comes y de Puig (Fr. Bernardo), ex vicario de coro de San Francisco, de Barcelona.— Fragmentos músicos. Caudalosa fuente gregoriana, en el arte de canto llano. Cuyos fundamentos, theórica, reglas, práctica y exemplos copiosamente se explican, etc., etc., (Barcelona, imp. de Martí, 1739.)

Martín y Coll (Fr. Antonio).— Arte de canto llano, y breve resumen de sus principales reglas para los cantores de choro. Dividido en dos libros: en el primero se declara lo que pertenece a la Theórica, y en el segundo lo que se necesita para la práctica..... Madrid, viuda de Infanzón, 1714. —Madrid, imprenta de la Música, 1719 (adicionado con una Arte de canto de órgano). Hay del mismo fraile un Breve resumen de canto llano (Madrid, 1734. 8.º) y prometió una Arte del peregrino cantor, de la cual nada más sabemos .

Roxas y Montes (D. Diego).— Promptuario armónico y conferencias theóricas y prácticas de canto llano. (Córdoba, 1760.)

Villasagra (Fr. Pedro), monje de San Jerónimo, de Madrid.—Arte y compendio de canto llano. (Valencia, 1765.)

Romero de Avila (D. Jerónimo).— Arte de canto llano y órgano, o Promptuario músico. (Madrid, 1772, 1785, 1811, 1830, y quizá haya más ediciones, porque fué el más seguido, y hoy mismo le manejan los maestros de capilla.)

Pérez Calderón (Fr. Manuel), de la Orden de la Merced.— Explicación de sólo el canto llano para instrucción de los novicios de la provincia de Castilla. (Madrid, 1779.)

Pascual Roig (Fr. Nicolás).— Explicación de la Teórica y Práctica del canto llano y figurado. (Madrid, 1778.)

Ramoneda (Fr. Ignacio).— Arte de canto llano. (Madrid, 1778, simplificado luego por Fr. Juan Rodó (1827), monjes uno y otro del Escorial.)

Marcos y Navas (D. Francisco).— Arte o compendio general del canto llano, figurado y órgano... (Sin fecha. Madrid, imp. de Doblado. Con dedicatoria al cardenal Lorenzana. Reimpreso muchas veces. La última edición es de 1862, refundida y aumentada por don Manuel de Moya y Pérez.)

Coma y Puig (D. Miguel). —Elementos de Música para canto figurado, canto llano y semi-figurado. (Madrid, 1766.)

Travería (D. Daniel.)— Ensayo Gregoriano o estudio práctico del canto llano y figurado. (Madrid, 1793. Reimpreso en 1804 con el título de El Práctico Cantor en el Ministerio de la Iglesia.

Anónimo.— Breve Instrucción para imponerse en el canto llano.— (Madrid, imp. de Ibarra.) Es un prontuario ligerísimo.

Bajo otro aspecto todavía más técnico, o, por mejor decir, de industria aplicada al arte, es digno de consideración el libro titulado: Cartas instructivas sobre los órganos, documentos a los SS. Eclesiásticos que los costean, y a los organistas que los revisan, usan y conservan... Por D. Fernando Antonio de Madrid. (Jaén, imp. de Doblas, 1790.)


[p. 608]. [1] . Llave de la Modulación y Antigüedad de la Música, en que se trata del fundamento necessario para saber modular. Theórica y práctica para el más claro conocimiento de cualquier especie de Figuras, desde el tiempo de Juan de Muris hasta hoy, con algunos Cánones Enigmáticos y sus resoluciones. Su autor, el P. Fr. Antonio Soler, Monge de San Gerónimo, Organista y Maestro de Capilla en su Real Monasterio de San Lorenzo... Madrid, en la officina de D. Joachim Ibarra, 1762. —Reparos Músicos precisos a la llave de la modulación del padre Soler, por D. Antonio Roel del Río. Madrid, imp. de D. Antonio Muñoz del Valle, año de 1764.

—Satisfacción a los reparos precisos... por el P. Fr. Antonio Soler. Madrid, imp. de Antonio Marín, 1765.

—Diálogo crítico reflexivo entre Amphión y Orpheo, sobre el estado en que se halla la profesión de la Música en España, y principalmente sobre algunos méthodos que han querido introducir en ella ciertos Profesores, que por acreditar sus hipótesis han venido a caer en el abismo de la confusión... Dalo a la luz del Mundo un espíritu del otro que oyó esta conversación. Por mano de su amigo D. Gregorio Díaz. Madrid, imp. de Mayoral, 1765.

—Carta escrita a un amigo por el P. Fr. Antonio Soler... en que le da parte de un diálogo últimamente publicado contra su «LIave de la Modulación»; Madrid, Antonio Marín, 1766.

—Carta apologética que en defensa del Labyrinto de Labyrintos, compuesto por un autor, cayo nombre saldrá presto al público, escribió D. Juan Bautista Bruguera y Morreras, Presbítero, Maestro de Capilla de la Iglesia de Figueras, en Cataluña, contra la «Llave de la Modulación», y se dirige a su autor el M. R. P. Fr. Antonio Soler. Barcelona, Francisco Suriá, 1766.

—Respuesta y dictamen que da al público el Reverendo Joseph Vila, Presbítero y Organista de la villa de Sanahuja, a petición del autor de la Carta Apologética, escrita en defensa del Labyrinto de Lalbyrintos contra la «LIave de la Modulación», del P. Fr. Antonio Soler. Cervera, imp. de la Universidad, 1766.

—Carta satisfactoria que escribió el P. Fr. Antonio Soler al Ilmo. Deán y Cabildo de la Santa Metropolitana Iglesia de la Ciudad de Sevilla, contra los reparos puestos por los SS. Jueces a la obra del órgano nuevo, construído por D. Joseph Casas. (Va unida a otra Carta del referido Casas, organero del Escorial, sobre el mismo asunto.) Madrid, imp. de Andrés Ramírez, año de 1778.

Dará extensas noticias del P. Soler el Sr. Barbieri, en el libro que prepara sobre los músicos jerónimos del Escorial. En el archivo particular de dicho Monasterio, celda del maestro de capilla, se conservan cinco volúmenes en folio apaisado, que contienen diversas obras musicales, sagradas y profanas, del P. Soler, compuestas algunas de ellas para la Cámara del infante D. Gabriel.

Alguna relación tiene con las obras didácticas de este monje la titulada: Dialectos músicos, en que se manifiestan los más principales elementos de la Armonía, escritos por el P. Fr. Francisco de Santa María, del Orden de San Gerónimo, Madrid, 1778, por D. Joaquín Ibarra.

 

[p. 611]. [1] . Libro II, pág. 289, nota 22.
[p. 611]. [2] . Respuesta del Licenciado Francisco Valls, Presbytero, Maestro de Capilla en la Santa Iglesia Cathedral de Barcelona, a la censura de don Joachín Martínez, organista de la Santa Iglesia de Palencia, contra la defensa de la entrada del Tiple Segundo en el «Miserere nobis» de la Missa «Scala Aretina». Con licencia de los Superiores. Barcelona: en casa de Rafael Figueró, a la Boria. Año de 1716.

El Sr. Barbieri, que ha estudiado hasta en sus ápices este curioso episodio de nuestra historia artística, me ha comunicado la siguiente lista de los músicos que tomaron parte en la contienda, la cual duró, con varias alternativas, desde 1715 a 1720.

Albors y Navarro.—Portería (Gregorio).—Santisso Bermúdez.—Valls.—Francisco Zacarías (Juan).—Escorihuela.—Martínez (Joaquín).—Hernández (Felipe).—Hernández (Francisco).—Ubeda.—Montserrat.—Serrada.—Tajueco Zarzoso.—Borobia.—Casseda.—Navarro.—Argany.—Medina Corpas.—Martínez de Arze.—Araya.—Yanguas.—Egues.—Lázaro (Roque).—Martínez de Ochoa.—Urroz.—Soriano.—Cruz Brocarte.—Aparicio.—Hiranzo.—Urrutia.—Villavieja.—Portería (Francisco).—Texidor.—Zubieta.—Valls (Miguel).—Marqués.—Ferrer (José).—San Juan.—Negueruela.—Sarrió.—Nasarre (Fr. Pablo).—Torres.—Sánchez.—Río (Jacinto del).— Ambiela.—López (Fr. Miguel.)—Misieses (Tomás).—Valls (Fr. Diego: es nombre supuesto).—Preszach.

Van por orden cronológico. Casi todos tienen escritos dobles, y algunos hasta triples. De los 50 contendientes, 26 fueron favorables a Vallas, 17 contrarios (entre ellos el P. Nasarre), 6 se mostraron imparciales (uno de ellos D. José de Torres), o más bien indecisos y vacilantes; de otro se ignora la opinión.


[p. 612]. [1] . «Consejos que a sus discípulos da D. Antonio Rodríguez de Hita, Racionero Titular y Maestro de Capilla de la Santa Iglesia de Palencia, sobre el verdadero conocimiento de la Música antigua y moderna, cómo depende ésta de aquélla, y de los Autores de una y otra: la necesidad que hay de nuevas reglas, y un epítome de las más precissas para aprender nuevo modo de contrapunto, que necesita la composición moderna».

Impreso probablemente en Palencia. El ejemplar de Bartieri carece de principios. La licencia es de 1757: 36 págs. de texto, sin los preliminares.

[p. 614]. [1] . La primera del tomo IV.

[p. 615]. [1] . Sobre este discurso del P. Feijóo se imprimieron, por lo menos, las siguientes refutaciones y apologías:

—Diálogo harmónico sobre el Theatro Crítico Universal: en defensa de Ia Música: dedicado a las tres capillas reales de esta Corte, la de su Magestad, Señoras Descalzas y Señoras de la Encarnación. Compuesto por D. Eustaquio Cerbellón de la Vera, Músico de la Real Capilla de Su Magestad... Con licencia: en Madrid, año de 1726.

—Aposento anti-crítico, desde donde se ve representada la gran comedia que en su «Theatro Crítico» regaló al pueblo el Reverendíssimo P. M. Feijóo contra la Música Moderna y uso de los violines en los templos, o Carta que en defensa de uno y otro escribió D. Juan Francisco de Corominas, Músico, Primer Violín de la Grande Universidad de Salamanca. En Salamanca, en la imp. de la Santa Cruz.

—Respuesta al Señor Assidoro, persona Principal en el «Diálogo Harmónico»; su autor, el R. P. Fr. Joseph Madariaga, organista de San Martín, de Madrid... Imp. de Lorenzo Francisco Mojados, año de 1727.

—Respuesta de Assiodoro (D. José Gutiérrez), persona principal en el «Diálogo Harmónico»... Madrid, 1727. El opúsculo del P. Madariaga, en el cual se supone que tuvo alguna parte el mismo P. Feijóo, ha sido reimpreso en el tomo de Ilustraciones Apologéticas del Theatro Crítico (ed. de 1765).

Vid. además el Antitheatro de Mañer (tomo I, págs. 111 y 112), el Theatro Anti-crítico de Armesto y Osorio (págs. 138 a 159), y la Demonstración crítico-apologética del P. M. Sarmiento (págs. 183 a 186).

En sentido análogo al del P. Feijóo en cuanto a censurar la profanación del canto eclesiástico, se publicaron años después varios tratados, por ejemplo:

—Música canónica, motética y sagrada, su origen y pureza, con que la erigió Dios para sus alabanzas divinas, la veneración, respeto y modestia, con que la deben todos los sacerdotes practicar en su sano templo, cantando los divinos oficios con la mayor perfección: respeto con que los gentiles la miraron para con sus fingidas deydades, en sus templos profanos: contra la aplaudida y celebrada con el renombre de Moda, por agena, teathral y prophana... Escrita por D. Juan Francisco de Sayas. Pamplona, por Martín de Rada, 1761.

—Memorial de D. Pedro Paris y Royo. Opúsculo en folio, sin año ni lugar, pero indudablemente del primer tercio del siglo XVIII. Sobre los abusos introducidos en el canto eclesiástico, y especialmente sobre la invasión de la música profana en la sagrada.

—Razones que apoyan la más indefectible razón y prueban contra el dictamen de D. Pedro Paris y Royo ser lícito el uso de Arietas, Recitados, Cantilenas, Violines y Clarinetes en el Canto Eclesiástico... por D. Joaquín Martínez de la Roca y Bolea. Zaragoza, por Pascual Bueno.

—Discurso del Marqués de Ureña sobre la Música del Templo. (Se lee al fin de sus Reflexiones sobre la Arquitectura, citadas en el capítulo anterior.) Defiende la Música Instrumental contra las críticas del abate Pluche. Censura, como Feijóo, la invasión de la ópera italiana en el templo. «¿Qué dirían los Santos Padres si oyeran resonar en el templo de Dios los ecos del Demofonte y el Eneas de Metastasio, los de Ariadne y los de Berenice?» Califica el canto llano de «verdadera música del cielo». Reprueba las bufonadas musicales de los organistas. Intenta deducir de la Naturaleza una Gramática de la Música, partiendo de la resonancia de las cuerdas, lo mismo que Rameau y D'Alembert, en quienes manifiestamente se inspira. La melodía es para nuestro autor «la ortografía universal del género humano, corregida por el arte». «Creo (añade) que el medio más seguro de hacer una Música religiosa, característica, del templo, útil y conducente a su fin, es sujetarla a las leyes de la elocuencia». Se ve aquí una tendencia, aunque descarriada, a construir sobre fundamentos científicos la Estética Musical, que es lo que Ureña llama unas veces Gramática, otras Poética, y otras Retórica de la Música.

 

[p. 618]. [1] . En el Poema de la Música da Iriarte nuevo testimonio de su admiración a Haydn, y al mismo tiempo nos proporciona un dato curioso:

                                          «Honor de las Germánicas regiones,
                                          Tiempo ha que en sus privadas Academias
                                          Madrid a tus escritos se aficiona.
                                         
..................................... y cada día
                                          Con la inmortal encina te corona
                                          Que en sus orillas Manzanares cría».

[p. 619]. [1] . La Música, etc., etc., Madrid, Imp. Real, 1779. 8.º Primera edición, elegantísima, por cierto, en papel, tipos y láminas.

—Madrid, 1782. En la misma imprenta y con los mismos adornos.

—Madrid, 1784. Idem, íd.

—En el tomo I de la colección de las Obras de Iriarte (Madrid, 1787: imp. de Benito Cano).

Madrid, 1789: lmp. Real. Con las mismas láminas que las tres primeras. —México, por D. Felipe de Zúñiga y Ontiveros, 1785. Hecha sobre la de Madrid de 1779, Cuyo pie de imprenta copia. Sin láminas.

—En el tomo I de la segunda colección de las Obras de Iriarte (Madrid, Imp. Real, 1805).

—Burdeos, por Pedro Beaume, 1809. Con notas, pero sin láminas. 8.º pequeño.

—Burdeos, imp. de la Viuda Laplace y Beaume, 1835. 8.º pequeño. Idéntica a la anterior.

—Madrid, librería de Ramos, 1822. «Hállase también en Lyon, librería de Cormon y Blanc.» Realmente está impresa en Burdeos, por J. M. Boursy.

TRADUCCIONES

Inglesa. Music, a Didactic Poem in five «cantos». Translated from the Spanish of Don Tomás de Iriarte, into english verse, by Jhon Belfour, Esq. London, printed for W. M. Mille... by William Savage..., 1807. Espléndila edición.

Traducción que remedia en alguna parte el prosaísmo del original.

Alemana. El traductor inglés, en su prólogo, cita la versión alemana de F. F. Bertuch, impresa en Weimar. No la hemos visto.

Francesa La Musique, Poème, traduit de l'Espagnol de Don Thomas de Iriarté (sic), par J. B. C. Grainville, et accompagné de notes par le citoyen Langlé, membre et Bibliothécaire du Conservatoire de Musique. A Paris, chez J. J. Fuchs... de l'imprimerie de H. L. Perronneau... An. VIII. 8.º

Dedicatoria del traductor al Conservatorio de Música.—Respuesta laudatoria de los miembros del Conservatorio (Cherubini, Lessueur, Gossec, Martini, Ernest, Assmann, Xavier Lefevre, Duret, Méhul, etc.), los cuales felicitan al traductor por haber enriquecido la lengua francesa con una obra tan excelente como la de Iriarte.

Traducción en prosa y sin las notas del autor, pero con las de Langlés.

Al fin se inserta el poemita latino de la Música del P. Lefevre, traducido por Grainville en prosa francesa.

Italianas. La Musica, poema di Don Tommaso Iriarte, tradotto dal Castigliano dall'Abate Antonio Garzia. In Venezia nella Stamperia di Antonio Carti... 1789. 4.º Con las mismas láminas de la edición española. El traductor era un jesuíta español de los desterrados a Italia.

La Musica, poema di Don Tommaso Iriarte, tradotto dallo spagnuolo in versi italiani da Giuseppe Carlo de Ghisi, con note sullo stato attuale della musica in generala presso le altre nazioni. Firenze, a spese del traduttore, 1868, tipografía de G. Barbera.

Traducción en versos sueltos, más animada y poética que el original. Son curiosas las notas sobre la música italiana y española.

En el poema de Iriarte se percibe la influencia de muchos tratadistas franceses, especialmente de Burette, Nivers, Blainville, Rameau, D'Alembert, Rousseau, Serre, Jamard y otros.

[p. 623]. [1] . Dell'origine e delle Regole della Musica, colla storia del suo progresso, decadenza e rinnovazione. Opera di D. Ant. Eximeno, frà i Pastori Arcadi Aristosseno Megareo, dedicata all'augusta real principessa Maria Antonia Valburga di Baviera, Elettrice Vedova di Sassonia frà le Pastorelle Arcadi Ermelinda Talea, In Roma, 1774, nella Stamperia di Michel Angelo Barbiellini, nel Palazzo Massini.

4.º grande. 10 hs. sin foliar, de prels., + 16 págs. de prólogo, + 3 hs. de tabla, + 466 págs. de texto, + 1 de erratas, + 23 de láminas.

—Del origen y Reglas de la Música, con la historia de su progreso, decadencia y restauración. Obra escrita en italiano por el Abate D. Antonio Eximeno. Y traducida al castellano por D. Francisco Antonio Gutiérrez, Capellán de S. M. y Maestro de Capilla del Real Convento de Religiosas de la Encarnación de Madrid. De orden superior. Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1796.

Tres tomos 8.º Con lindas viñetas de cabecera, alegóricas a los asuntos de cada uno de los diez libros en que la obra se divide. Estas viñetas son reducción (como el tamaño de la edición castellana lo exigía) de las que lleva la edición de Roma.

Gutiérrez hizo su traducción de acuerdo con Eximeno, que introdujo en ella bastantes modificaciones, por lo cual algunos prefieren este texto al primitivo.


[p. 624]. [1] . «¿De qué sirve la regla de no hacer saltar una voz de quinta falsa, cuando este salto causa tanto placer al oído? ¿Por qué se me impone la ley de preparar toda disonancia, cuando todos los días se usa de la séptima y de la quinta falsa, sin esta preparación? ¿Por qué ha de ser un pecado irremisible en un principiante hacer una quinta con movimiento recto, cuando se halla así en las composiciones de los más célebres maestros? Y ¿qué regla general se me da para transportar la modulación de un tono a otro?» (Prólogo del autor.)

[p. 628]. [1] . Son curiosas otras teorías lingüísticas de Eximeno. Clasifica las lenguas en analógicas (las modernas) y transpositivas (las antiguas o clásicas), división equivalente en el fondo a la que muchos hacen todavía de lenguas analíticas y sintéticas.

 

[p. 634]. [1] . Dubbio de D. Antonio Eximeno sopra il Saggio Fondamentale Pratico di Contrapunto, del Reverendissimo Padre Maestro Giambattista Martini. In Roma l'anno del Giubileo MDCCLXXV, nella stamperia di Michelangelo Barbiellini, con licenza de superiori.— Fol. VIII+120 págs.

—Duda de D. Antonio Eximeno sobre el ensayo fundamental práctico de contrapunto del M. R. P. M. Fr. Juan Bautista Martini: traducida del italiano a nuestro idioma por D. Francisco Antonio Gutiérrez, Capellán de S. M. y Maestro de Capilla de la Real de la Encarnación de Madrid. Con licencia. Madrid, en la Imprenta Real, por D. Pedro Julián Pereyra, impressor de Cámara de S. M. Año de 1797.—8.º

[p. 636]. [1] . En una nota final se hace cargo Eximeno de algunas impugnaciones de detalle que le había dirigido su amigo Vincenzo Manfredini, Maestro de Capilla de Catalina II de Rusia. No he visto un cuaderno que publicó respondiendo a las Effemeridi Letterarie de Roma. El Sr. Barbieri, después de exquisitas aunque inútiles diligencias, considera perdido el Elogio fúnebre de la famosa cantatriz Rufina Battoni, que Eximeno leyó en la Academia de los Arcades, y en el cual parece que desarrollaba una teoría del canto.


[p. 637]. [1] . La mayor parte de estos escritos pueden consultarse, ya en el Diario de Madrid, ya en el Memorial Literario, desde Octubre a Diciembre de 1796. En folleto aparte hemos visto:

—Defensa del Arte de la Música, de sus verdaderas reglas y de los maestros de capilla. Impugnación al origen y reglas de la Música, obra escrita por el Abate español D. Antonio Eximeno. Su autor D. Agustín Iranzo y Herrero, Maestro de Capilla de la Colegial de Alicante, quien la dirige por vía de consulta a D. Francisco Antonio Gutiérrez. Murcia, oficina de Juan Vicente Teruel, 1802.

No pertenecen directamente a esta polémica, pero versan sobre las mismas cuestiones, los opúsculos siguientes:

—El Músico Censor del Censor no Músico, o Sentimientos de Lucio Vero Hispano contra los de Simplicio Greco y Lira. Discurso Unico. Publícale D. Manuel Cabazza, criado de S. M. Católica en su Real Capilla. Madrid, imp. de Alfonso López (8 de Mayo de 1786).

Es contestación al discurso 97 de El Censor, que, abundando en las ideas de Eximeno, había ridiculizado los artificios de los contrapuntistas.

Del mismo Cabazza hay unos Rudimentos y Elementos de la Música Práctica... distribuídos en lecciones y escolios (Ms. inédito, que posee el señor Barbieri), y un Coloquio de los ruiseñores, lamentándose como buenos músicos de su suerte y profesión (Madrid, 1784).

—Discurso Histórico sobre la Ciencia Música. Por D. J. M. C. B. (¿José María Calderón de la Barca?) Madrid, imp. de la Viuda e Hijos de Marín, año 1798.—El autor exagera las tendencias de Eximeno, hasta sostener que la Música carece de principios constantes.

[p. 638]. [1] . Don Lazarillo Vizcardi. Sus investigaciones músicas con ocasión del concurso a un magisterio de capilla vacante, recogidas y ordenadas por D. Antonio Eximeno. Dalas a luz la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Madrid, año 1872.—Dos tomos 4.º El extenso prólogo de Barbieri (61 páginas, muy bien escrito, como suyo, contiene una noticia bibliográfica de Eximeno, mucho más exacta y completa que las de Fuster, Diosdado Caballero y los PP. Backer. Realzan el libro un excelente retrato de Eximeno y el facsímile de su escritura.

El manuscrito que sirvió para la edición había pertenecido, primero a la librería del consejero Puig, luego a la de Gallardo, y finalmente, a la del Sr. Soto Posada, en Labra (Asturias). La letra es del amanuense de Eximeno, pero tiene correcciones autógrafas de éste.

[p. 640]. [1] . Le Rivoluzioni del Teatro Musicale Italiano dalla sua origine fino al presente. Opera di Stefano Arteaga Madridense... Bologna, 1783.—8 . º Dos volúmenes: el 1.º de XIV + 411 págs. y una lámina; el 2.º de XIV + 207 páginas.

—Le Rivoluzioni del Teatro Musicale Italiano dalla sua origine fino al presente. Opera di Stefano Arteaga, Socio dell'Academia delle Scienze, Arti e Belle Lettere di Padova. Seconda edizione, accresciuta, variata e corretta dall'Autore... In Venezia, 1785.—Tres tomos 8.º: el 1.º de XIII + 361 páginas, el 2.º de 334, el 3.º de 391.

Es una refundición completa: nueve capítulos del primer tomo, y todo el tercero, son enteramente nuevos.

—Les Révolutions du Théatre Musical en Italie, dépuis son origine jusqu'à nos jours, traduites et abregées de l'italien de Dom Arteaga. Londres, 1802. 4.º; 102 págs.

No consta el nombre del autor de este pobrísimo extracto, que no da idea de la riqueza de la obra original. Las iniciales que van al fin de la dedicatoria parecen corresponder al Barón de Rouvron.

—Stephan Arteaga's... Geschichte der Italianischen Oper... von Johann Nicolaus Forkel. Leipzig, 1789.

Dos tomos: el 1.º de X + 344 págs.; el 2.º de VI + 532. Traducción completa y muy recomendable.

[p. 644]. [1] . Capítulo IV, nota.

[p. 645]. [1] . Los originales se hallan en el Archivo Central de Alcalá de Henares, entre los papeles de Estado (Artes, Ciencias y Letras, Música, etc.—Expedientes de Autores y Disertaciones. Años 1780-1802). Tengo a la vista copia esmeradísima sacada por el Sr. Barbieri.

Comprende, además de los borradores italianos, la traducción francesa hecha por Grainville de las disertaciones 4.ª y 7.ª Al principio, en un papel suelto, se lee esta dedicatoria: «Amicissimo viro et de re rhytmica optime merito D. Stephano Arteaga D. D. D. F. Coetanfao.» Cienfuegos dedicó su Idomeneo «al ciudadano Florián Coetanfao», que por lo visto debió de ser algún revolucionario español que vivía en París en tiempo del Directorio.

[p. 647]. [1] . Véase el opúsculo del Abate Masdeu:

—Requeno, il vero inventore delle più utili scoperte della nostra età. Ragionamento di Gian Francesco Masdeu, letto da lui nei 1804 in una Adunanza di Filosofi. Roma, 1806, dai torchi di Luigi Perego Salvioni.

[p. 647]. [2] . Saggi sul ristabilimento dell'arte armónica de Greci e Romani Cantori, del Sign. Abate Don Vicenzo Requeno, Acc. Clementino... Parma, 1798 , per li fratelli Gozzi.

Elegante edición, de carácter bodoniano.

Dos tomos 8.º: el 1.º de XXXIX + 347 págs. + 2 de índice; el 2.º de 453 páginas y 3 hs. de índice.

[p. 648]. [1] . De este singular proyectista, que hacía por docenas los descubrimientos, conozco además los opúsculos siguientes, todos de rara materia:

—Scoperta della Chironomia, ossia dell'arte di gestire con le mani, dell' Abate Vincenzo Requeno, Acc. Clementino. Parma, 1797 , per li fratelli Gozzi.— 8.º

Es un estudio muy curioso sobre la Pantomina de los antiguos, con la pretensión de averiguar los signos convencionales que en ella se usaban, y las palabras que servían para dirigir los movimientos de la Danza. El autor se prometía nada menos que introducir estas gesticulaciones y estos bailes en el teatro moderno. El tratado De computatione del venerable Beda, y el De loquela per gestum digitorum, han servido de base principal al descubrimiento de Requeno, sugiriéndole ingeniosas conjeturas sobre el teatro mudo de los antiguos.

—Principi, progressi, perfezione perdita, e ristabilimento dell'antica arte di parlare da lungi in guerra, cavata da'Greci è da' Romani scrittori, è accommodata a'presenti bisogni della nostra milizia. Torino, 1790, presso G. M. Briolo.— 8.º

Al fin de la obra expone Requeno la invención de un órgano portátil.

Hay traducción castellana:

—Origen, progresos, pérdida y establecimiento del antiguo arte de hablar desde lejos en la guerra: compuesto en italiano por el abate Requeno, y traducido por D. Salvador Ximénez Coronado, Director del Real Observatorio Astronómico de Madrid. Madrid, Ibarra, 1795.—8.º

—Tamburu, stromento da prima necessità per regolamento delle truppe... Roma, 1807. (No le he visto más que citado: tenía por objeto cambiar en armoniosos los sonidos roncos del tambor.)

—Osservazione sulla chillotipographia (xilographia), ossia l'antica arte di stampare à mano. Roma, 1810.—12.º

En el Archivo Central de Alcalá de Henares se conserva una carta del P. Requeno al Príncipe de la Paz, fecha en Bolonia, a 25 de Abril de 1795, donde enumera, entre otros descubrimientos suyos, «el del barniz que los Romanos usaron para la duración inmensa de sus naves: la obra de fundir el marfil para trabajar en grande», etc. Firma: D. Vicente Requeno, dedicado al restablecimiento de las artes perdidas.

Y ya que de invenciones estrambóticas se trata, no será razón omitir las varias tentativas de nueva escritura musical que se hicieron durante el siglo XVIII. Tales son:

—Memorial Sacro-político y legal al Rey Nuestro Señor... en el qual con la mayor brevedad se recuerda cuán necesaria sea la Música para lograr los dos fines, Político y Divino, probando primeramente ser más conforme que otra alguna a esta Facultad la nueva invención y figuración (números árabes) que en casa del suplicante se enseña y practica... Madrid, 1709.

—Descubrimiento de un error filosófico, que presenta a los pies de S. M. el Brigadier de Ingenieros, Director de los Reales Ejércitos, D. Domingo de Aguirre: en el qual hace ver al mundo quánto el hombre yerra y se alucina en sus máximas cualesquiera que sean, si se aparta en ellas de aquel orden natural que dió el Supremo Hacedor, de peso y medida a quanto crió sobre la faz de la tierra, y que es imposible que nadie le trastorne sin que le cueste aumentar la fatiga del sudor del rostro con la maldición primera que nos dejó Adám por herencia, pecando con Eva en el Paraíso Terrenal. Madrid, año de 1799. Es un sistema absurdo de notación musical por el teclado.

Con mejor acuerdo, el coronel D. José González Torres de Nava, que se dice autor de un proyecto de simplificación del estudio de las lenguas por medio de la Gramática Comparada, solicita en 14 de Marzo de 1799 la protección oficial para hacer una colección de música española «inclusa la popular», recogiendo de la viva voz cuantas tonadas antiguas y modernas le fuere posible, y anotando sus nombres provinciales. (Archivo de Alcalá.—Copia en la colección de Barbieri.)

Entre los proyectos debe contarse también la Idea de una Academia Mathemática, dirigida al serenísimo señor D. Felipe, Infante de España... Valencia, con licencia de los Superiores, por Antonio Bordazar de Artazu... 1740. Divide la Música en especulativa y práctica, y la especulativa en ortología, glotología, fonocámptica y harmónica; la práctica en vocal e instrumental.

Como curiosa muestra de la influencia del género expresivo de la Música Italiana antes de las obras de Eximeno y Arteaga, puede citarse el prólogo que un tonadillero llamado D. Pedro Esteve y Grimau, puso a las Letras que se cantan en la comedia de «No hay con amor fineza más constante, que dexar por amor su mismo amante». (1766).

También son curiosa muestra de crítica literario-musical las Cartas que escribe el Sacristán de Maudes al barbero de Foncarral, dándole cuenta de lo que ha pasado en Madrid, y principalmente del estado en que se hallan sus teatros. Su autor D. Mauricio Montenegro, residente en esta Corte. Madrid, imp. de la Viuda de Elíseo Sánchez, 1768.

El autor, que se muestra crítico docto y hasta helenista, hace una severa crítica de tres zarzuelas de D. Ramón de la Cruz, La Bryseida, Las Segadoras y el Jasón.

Para completar en lo posible nuestra bibliografía musical del siglo pasado, citaremos (siempre sobre ejemplares del Sr. Barbieri) algunos libros didácticos, comenzando por los de carácter más general, y observando en lo posible el orden de fechas:

—Música universal o Principios Universales de la Música, dispuestos por el M. P. Pedro de Ulloa, de la Compañía de Jesús, Cathedrático de Mathemáticas de los Estudios Reales del Colegio Imperial, y Cosmógrapho mayor del Supremo Consejo de las Indias... Madrid, imp. de la Música, por Bernardo Peralta, 1717.—4.º Libro de Matemáticas más bien que de Música.

—Cartilla Música y Primera Parte que contiene un méthodo fácil de aprehender a cantar. Dedicada a D. Ignacio de la Portilla, Capitán del Batallón de Infantería del Comercio. Su autor Joseph Onofre Antonio de la Cadena. Lima, en la oficina de la Casa de Niños Expósitos, 1763.

—Elementos Generales de la Música, dedicados a la Reyna Nuestra Señora por el Capitán D. Federico Moreti, Alférez de Reales Guardias Walonas. Madrid, en la imp. de Sancha, 1799. (Sirve de introducción a sus Principios para tocar la Guitarra de seis órdenes... Nápoles, por Luis Marescalchi, 1792, y Madrid, por Sancha, 1792).

—Arte de cantar y compendio de documentos músicos..., por D. Miguel lópez Remacha. Madrid, 1799.—Librejo práctico.

—La Melopía o Instituciones Teórico-Prácticas del Solfeo del Buen Gusto, del Canto y de la Armonía, por D. Miguel López Remacha... Madrid, imp. de Fuentenebro, 1815. (Hay edición anterior de 1815)

—Lecciones de Clave y Principios de Harmonía, por D. Benito Bails, Director de Mathemáticas de la Real Academia de San Fernando. Madrid, Ibarra, 1785.

—Compendio numeroso de zifras harmónicas, con theórica y práctica, para harpa de una orden, de dos órdenes y de órgano. Compuesto por D. Diego Fernández de Huete, Harpista de la Iglesia de Toledo. (Madrid, imp. de la Música, 1702).

—Arte y puntual explicación del modo de tocar el Violín con perfección y facilidad... Compuesto por D. Joseph Herrando, Primer Violín de la Real Capilla de la Encarnación. (Sin año, pero debe de ser de fines del siglo. Portada grabada, retrato del autor, por Carmona.—Texto grabado.)

El infatigable y popular Minguet e Irol, grabador de sellos y otras cosas, publicó, entre infinitos opúsculos de poca monta sobre Música, Baile, Juegos, etc., el titulado Reglas y advertencias generales que enseñan el modo de tañer todos los instrumentos mejores y más usuales, como son la Guitarra, Tiple, Bandola, Cythara, Clavicordio, Órgano, Harpa, Psalterio, Bandurria, Violín, Flauta Travesera, Flauta Dulce y la Flautilla, 1753.

Los tratados de Guitarra son muy numerosos, y en general, siguen la pauta de los del siglo anterior. Entre ellos citaremos Resumen de acompañar la parte con la guitarra..., por Santiago de Murcia, Maestro de Guitarra de la Reina Gabriela (1714. Con grabados al agua fuerte.) Arte para aprender... sin maestro a templar y tañer rasgado la Guitarra de cinco órdenes o cuerdas, y también la de cuatro o seis órdenes, llamadas Guitarra Española, Bandurria y Bandola, y también el Tiple..., por Andrés de Sotos (Madrid, 1764). Guitarra Española y Vandola en dos maneras de guitarra castellana y valenciana (debe de ser la misma que la de Juan Carlos Amat: hay muchas ediciones de Barcelona y Valencia, donde este librejo era tan popular entre barberos romancistas, como el de Sotos en Madrid). Escuela para tocar con perfección la guitarra de cinco y seis órdenes..., por Antonio Abreu, bien conocido por el portugués, ilustrada y aumentada con varios divertimientos honestos y útiles por el P. Fr. Víctor Prieto (Salamanca, 1799). Arte de tocar la guitarra española (Madrid, 1799), por D. Fernando Ferrandiére, autor asimismo de un Prontuario músico para el instrumento de Violín y Canto (Málaga, 1791).