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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > CAPÍTULO IV.—DE LA ESTÉTICA EN LOS TRATADISTAS DE LAS ARTES DEL DISEÑO DURANTE EL SIGLO XVIII.—PALOMINO.—INTERIÁN DE AYALA.—MAYANS.—LA ACADEMIA DE SAN FERNANDO: SUS PRIMEROS TRABAJOS: DISCURSOS Y POESÍAS LEÍDOS EN SUS JUNTAS SOLEMNES.—INFLUENCIA DE MENGS

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GRANDE era el abatimiento y postración de nuestras artes al ascender al trono español Felipe V. Carreño y Claudio Coello se habían llevado al sepulcro las últimas gloriosas tradiciones de la pintura española, y puede decirse que el cuadro admirable de La Santa Forma había sido el testamento de la escuela nacional. A darla el golpe definitivo vino de Nápoles en 1692 Lucas Jordán, con todos los prestigios de su pintura escenográfica, con su deplorable facilidad para asimilarse estilos ajenos, o más bien para exagerarlos y calumniarlos, con su laxitud de conciencia artística y sórdido anhelo de ganancia. El fuego, el arranque, la bizarra intemperancia y el barroquismo alegórico de sus inmensos frescos, semejantes a decoraciones teatrales, deslumbraron los [p. 514] ojos y avasallaron la voluntad de los artistas y de los Mecenas, haciendo por mucho tiempo imposible en España toda corrección en el dibujo, toda sobriedad en la composición.

No hablemos de la escultura clásica, que yacía definitivamente enterrada con el recuerdo de los Berruguetes y de los Becerras, ni siquiera de la escultura indígena, de la escultura en madera, cada vez más realista, pero también más amanerada y más trivial, excepción hecha de algunas pocas y selectas obras de Pedro de Mena y de la Roldana, que conservaron, aunque decadente, la tradición de Montañés y de Cano.

La arquitectura había llegado a los últimos términos de la aberración y del delirio, y, lo que es peor, de un delirio frío, enojoso, pedantesco y sin gracia, no engendrador de nuevas formas, sino pervertidor y depravador de las antiguas, con intenciones alegóricas, con torpes conatos esculturales y literarios. La arquitectura borrominesca, difundida entre nosotros, sin el ingenio y la gracia que a veces muestra en el Borromini, por don Sebastián de Herrera Barnuevo, por Francisco Rizi y por Josef Donoso, no da idea de las monstruosidades a que llegaron, dentro ya del siglo XVIII, sus discípulos y sucesores, los tres grandes heresiarcas don Josef Churriguera, Narciso Tomé y don Pedro de Ribera, en manos de los cuales la arquitectura se redujo a una tramoya de teatro eternizada en piedra. ¿Quién olvida los términos en que la describió de mano maestra Jove-Llanos? «Cornisamentos curvos, oblicuos, interrumpidos y ondulantes; columnas ventrudas, tábidas, opiladas y raquíticas; obeliscos inversos, sustituídos a las pilastras; arcos sin cimiento, sin base, sin imposta, metidos por los arquitrabes, y levantados hasta los segundos cuerpos; metopas injertas en los dinteles, y triglifos echados en las jambas de las puertas; pedestales enormes, sin proporción, sin división ni miembros o bien salvajes, sátiros y aun ángeles, condenados a hacer su oficio; por todas partes parras y frutales, y pájaros que se comen las uvas, y culebras que se emboscan en la maleza; por todas partes conchas y corales, cascadas y fuentecillas, lazos y moños, rizos y copetes, y bulla y zambra y despropósitos insufribles». [1] Dicen que Josef Donoso había consignado en un libro las reglas y [p. 515] procedimientos de semejante arquitectura. «Dejó escrito (nos cuenta Palomino) un libro excelente de cortes de cantería y otras curiosidades de arquitectura, y muy curiosos papeles de perspectiva, rompimiento de ángulos y figuras fuera de la sección, que cierto era un tesoro, porque fué extremadísimo en estas cosas.» Tesoro sería hoy, en verdad, para la historia, aunque dudamos mucho que Donoso, con todo su revesado ingenio, hubiese llegado a reducir a sistema lo que en él y en sus amigos no parece haber obedecido a otras leyes que a las del capricho individual y la descarriada fantasía.

En tiempos tan infelices para la práctica del arte, apareció, sin embargo, una obra teórica de indisputable mérito y de utilidad suma, debida al ingenio de un pintor cordobés, tan docto como poco feliz en su arte, pero tan ciega y fervorosamente enamorado de él, que bastó este amor a hacerle compensar con los aciertos de su pluma la desventajas de su pincel. Llamábase este simpático y desafortunado artista (que más de una vez había alternado, no obstante, con Claudio Coello y con Lucas Jordán) don Antonio de Palomino y Velasco, y había nacido en Bujalance por los años de 1653. No sólo por su nacimiento, sino por su educación, por sus ideas y por su estilo, era un hombre del siglo XVII; pero hasta muy entrado el XVIII no publicó su Museo Pictórico y Escala Óptica, [1] ni su Parnaso Español Pintoresco Laureado, con las [p. 516] vidas de los pintores y estatuarios eminentes españoles, que le sirve de complemento, y que es la verdadera corona de su vida. Para que nadie se asombre de la relativa cultura literaria de Palomino, rara ya entre los artistas de la época en que floreció, conviene saber que en sus primeros años había estudiado gramática, teología [p. 517] y jurisprudencia, llegando a recibir las órdenes menores, a pesar de lo cual una irresistible vocación le llevó, primero al taller de Valdés Leal, y después al de Juan de Alfaro. De su primera educación le quedaron siempre vestigios, y aun la misma Pintura quería enseñarla por método y estilo científicos. Él mismo nos declara que, habiendo visto los comentarios de Fr. Ignacio Dante, boloñés, a la Perspectiva Práctica de Vignola, conoció que la inteligencia de la Pintura dependía de las Mathemáticas, y se puso a cursarlas, bajo la dirección del P. Jacobo Kresa, maestro de ellas en el Colegio Imperial, aplicándose luego a la lectura de los autores que tratan «demostrativamente de la profusión y proyección de los radios visuales y luminosos de la sección scenográfica. Y hallé con evidencia (prosigue) que esta Facultad es indudablemente la Theórica de la Pintura, y que ésta es forzosamente demostrativa en todos sus principios y radicales fundamentos, como lo son todas las Sciencias Mathemáticas..., que es lo Sublime de las Sciencias».

Esta alta estimación que Palomino tenía de su arte, le servía además para defenderle de la injusta detracción de los que le colocaban entre las Artes Mecánicas, o tiraban a rebajarle por los asuntos torpes y licenciosos en que a veces suele emplearse. «El pintar tales imágenes (dice Palomino) es defecto que sólo se queda en el artífice sin trascender a los exquisitos primores del arte».

Abundando, pues, en los mismos conceptos idealistas que hemos visto formulados por Miguel Angel y por Francisco de Holanda, busca los prenuncios de la Pintura en las obras divinas, o más bien en la idea suprema de todas las cosas que Dios tiene en su mente: «Aquel pintor divino, cuya Idea fué dibuxo de sus obras, imprimió en ellas alguna (aunque remota) semejanza de sus divinas perfecciones, y, lo que más es, en las espirituales substancias [p. 518] copió la imagen de su ser y naturaleza intelectual... Es la pintura una imagen de lo visible, pues en ella se procura la semejanza de todo lo criado: obra cierto tan maravillosa como expresiva de la más alta naturaleza, que es la intelectual..., y en ésta del primer Inteligente y artífice de las Imágenes, Dios... Y por eso aquel concepto único interno del Entendimiento Divino, es la imagen primogénita que ab aeterno está copiando el Eterno Padre, figura de su Divina Substancia... Descendiendo a las operaciones ad extra, la segunda imagen en quien expresó Dios su semejanza, es la Naturaleza Angélica... La tercera imagen, donde el Divino Artífice estampó su semejanza, es el Mundo..., y especialmente el microcosmos llamado hombre, cuya excelencia realza luego la Gracia, elevándole al Ser Sobrenatural.

Entre todas las Artes, la Pintura tiene el privilegio de ser con singularidad hija del divino aliento. El entusiasmo religioso de Palomino, felizmente unido al entusiasmo por su arte, le dicta a veces frases elocuentes e inspiradas; v. gr.: cuando declara que «en el estado de Gloria, el Divino Pygmalión celebrará las bodas con la bella imagen que formó en nuestra naturaleza, animándola con nuevo inmortal aliento, dotándola y enriqueciéndola con una eternidad de Gloria».

Dios infundió en las almas una cierta oculta luz o virtud sobrenatural, a modo de semilla o fermento de las artes, que, oculta en la oficina de nuestro entendimiento, está latiendo y como centelleando, para manifestarse a nuestra vista. Así nacieron las Artes, que son una especie de creación en cierto limitado modo, y una representación de la Divina Inteligencia.

La obra de Palomino se divide, como la historia de Herodoto, en nueve libros, consagrados a las nueve Musas. Estos libros llevan los subtítulos de El Aficionado, El Curioso, El Diligente, El Principiante, El Copiante, El Aprovechado, El Inventor, El Práctico, El Perfecto. A la falta de gusto que ya se revela en esta disposición conceptuosa y simétrica, corresponde la inundación de textos marginales y lugares comunes por todo el contexto de la obra.

Pero, salvos estos defectos de exposición, la doctrina, aunque poco nueva, es sólida y está expuesta con penetración y firmeza. Después de las consideraciones metafísicas arriba expuestas, entra a definir la Pintura, como imagen de lo visible, delineada [p. 519] en superficie. « Dícese imagen de lo visible, porque no sólo representa las cosas naturales, sino también las artificiales... Y aunque representa muchas cosas invisibles, como es Dios y los ángeles, por ser puros espíritus, esto lo hace debaxo de la razón de visibles, según nuestro modo de concebir y entender. Y le conviene la razón de imagen, por ser expressada a imitación del prototypo, con diligencia, intención y cuidado del operante...; y no sólo imita como quiera la forma y el bulto, sino también el color, los afectos y pasiones del ánimo y los demás accidentes que ocurren en todas las cosas visibles... Y aunque concedamos ser la Pintura fingimiento, no por eso contradize a la verdad, pues como dize el Doctor Angélico, debaxo de las semejanzas y figuras está latiendo la verdad figurada.

Materia y forma de la Pintura son el colorido y el dibuxo. El colorido es una cualidad especificativa de la vista, mediante la luz; un cierto temperamento de claro y obscuro, artificiosamente formado con materia proporcionada a la representación de todas las cosas naturales. El dibuxo es la forma universal de lo corpóreo, delineada según a la vista se nos representa. El dibuxo se divide en intelectual y práctico. El intelectual es aquella idea o concepto mental que forma el pintor de lo que previene executar. El práctico o externo es aquella exterior delineación que nos manifiesta en determinada forma las cosas que se han de pintar. De la suprema intelectiva, fuente de la soberana idea increada, es porción derivada el dibuxo.»

La estética de Palomino, como la de casi todos nuestros tratadistas de artes, es, por consiguiente, la estética idealista profesada y difundida por los pintores eclécticos italianos, y aceptada teóricamente entre nosotros, aun por las escuelas que menos pecaban de achaque de idealismo. Conciliar este sistema con el de la selección natural de las formas, era precisamente el toque del eclecticismo, y Palomino lo ejecuta con el mismo criterio que Pacheco.

No le seguiremos en la exposición de las diversas especies de pintura «bordada, texida, embutida, encáustica, y colorida o manchada, ya sea al temple, al fresco o al olio». Ni nos detendremos mucho en la composición integral de la pintura, cuyas partes son seis: «argumento, economía, acción, simetría, perspectiva y luz, gracia, o buena manera», entendiéndose por economía lo que otros [p. 520] llaman composición de la obra. Notaremos de pasada una definición de la Gracia, análoga al No sé qué del P. Feijóo: «La Gracia es cierta especie de hermosura, deleytable, que no consiste precisamente en lo hermoso en razón de simetría..., sino en una cierta y oculta especie de belleza».

Las preocupaciones adversas a la ingenuidad y nobleza del arte de la Pintura estaban casi vencidas cuando Palomino escribía, e iban a recibir el golpe de muerte con la creación de la Academia de San Fernando. Ya una ley de las Cortes de Zaragoza de 1677 había declarado arte liberal el de los pintores. Pero así y todo, nuestro pintor cordobés se creyó obligado a dedicar una gran parte de su obra, todo el libro II, intitulado Euterpe, a la fatigosa tarea de probar, no sólo la ingenuidad de la Pintura por derecho humano y divino, sino su carácter de «Sciencia demostrativa en lo theórico, y práctica en lo especulativo, sin que pruebe nada en contrario el que no se enseñe en escuelas, puesto que se enseña la Optica, que es su Theórica. A esto se añaden, como propiedades accidentales de la Pintura, el ser virtuoso deleyte, el tener elocuencia y eficacia grandes para persuadir y predicar, el ser libro abierto, historia y escritura silenciosa, y, finalmente, la perspicacia mediante la cual los pintores penetran los más ocultos primores de la Naturaleza, observando en cada una de sus obras lo más especioso de su constitución y simetría..., depositándolo en el archivo de la Memoria, para aprovecharse de ello en la ocasión oportuna... Los demás aunque ven las cosas, no las miran, pues el ver sólo es acto material del sentido, pero el mirar es atención especial del entendimiento». Y aun no satisfecho el celo pictórico de Palomino con todos estos encarecimientos, invoca el testimonio del cielo en favor de la Pintura, tejiendo largo catálogo de milagrosas imágenes, y otro no menor de prodigios de la naturaleza en abono de su arte, tomando estos últimos de fuentes tan turbias como el Jardín de Flores Curiosas de Antonio Torquemada, y el Ente dilucidado del P. Fuente-la-Peña. La crítica histórica no era el fuerte del bueno y honrado Palomino, quien, entre otras cosas, creía muy sinceramente que se conservan retratos de la Cava bastante parecidos.

Lo que no se le puede negar es laboriosidad y diligencia grandes, las cuales están patentes en el catálogo de las obras que tuvo [p. 521] a la vista, y que muchas veces trasladó a la letra en la suya. Había leído, sin exceptuar ninguno, cuantos libros de artes había en su tiempo: los tratados de simetría de Alberto Durero, Daniel Bárbaro y Juan de Arphe; la Anatomía de Valverde, ilustrada con los dibujos de Gaspar Becerra; la Arquitectura y Perspectiva de Vignola, Andrea Pozzo y Samuel Moralvis; el poema De arte graphica de Du-Fresnoy; la erudita disquisición De pictura veterum de Francisco Junio, sin contar todos aquellos italianos y españoles de quienes hemos dado razón al tratar de los siglos XVI y XVII. [1]

Pero su predilecto parece haber sido Schefer, De Arte Pingendi, a quien literalmente traduce en muchos trozos de la parte técnica, que es sumamente detenida y minuciosa, como cuadraba al objeto práctico del libro, en el cual, ciertamente, no huelgan ni el compendio de anatomía, ni el de dibujo, ni los consejos sobre el modo de imprimir y aparejar los lienzos, y sobre la preparación de los colores, aceites y secantes. Sólo en el libro VII, consagrado a Polymnia, volvemos a encontrar ideas generales de filosofía del arte, una especie de teoría de la invención. Por lo mismo que Palomino era muy inclinado a justificar todas las libertades y aun las licencias artísticas, inclusos los desbarros de Lucas Jordán, y ya había exhortado al principiante a desechar todo temor, «considerando que no fueron los antiguos de distinta especie que nosotros, y que podremos descubrir más tierra que ellos», trata de averiguar ahora «qué cosa sea inventar, y si todo lo que es inventado merece el título de original». Veamos con qué bizarría, idéntica a la de nuestros preceptistas literarios, defiende aquí los derechos del ingenio:

«Siendo el Arte de la Pintura imitación de la Naturaleza, no es ni puede ser infinita en sus especies, individuos ni acciones o posituras de ellos... Mas no por eso avemos de omitirlas, que no es justo que por no tropezarme yo con éste o el otro autor, que eligieron las mejores, haya de buscar yo las inútiles y menos gratas a el arte y a la vista... El arte es tan próvido en sus obras, que aunque la actitud en el todo sea la mesma que otra, siempre tiene diferencia, legítimamente inventada...Conque no hemos de [p. 522] privarnos de elegir las mejores actitudes y contornos más gratos, porque los Antiguos los hayan desfrutado, antes bien éstos nos enseñaron a buscar lo mejor, como ellos lo hizieron, y así estamos obligados a imitarlos».

Aun siendo ecléctico Palomino, parece dar mucha mayor importancia al concepto o noción mental que a la imitación de la naturaleza externa. «Ha de ser, pues, el original justamente inventado de propio estudio, sin fraude ni rapiña de cosa alguna, si sólo estudiado después y consultado con el natural, y aun éste no copiado, cuando no viene justamente adecuado al intento, sino adaptado y acomodado al asunto, tomando lo que haze al caso, y supliendo lo demás con la idea del propio caudal ajustada al assumpto». Es lo que Palomino llama «dibujo interno o composición mental, especie de canon o de norma, a la cual tendrá que recurrir continuamente el artista para purificar su invención de todos defectos, en razón de dibujo, en razón de propiedad y en razón de decoro».

Pero esta tan marcada y en ocasiones tan intransigente afición idealista, no le lleva a proscribir el estudio del natural, en aras de una concepción fantástica y caprichosa; antes recomienda con mucho ahínco que «siempre que las carnes se puedan pintar por el natural», se haga; porque «como aquélla es obra inmediata de un artífice infinitamente sabio, está siempre latiendo en ella en repetidos primores aquella infinita sabiduría con que fué formada, y siempre tiene más y más que saber, que especular y que admirar» [1]

En la cuestión de las desnudeces, Palomino distingue con los moralistas el escándalo activo y el pasivo, el per se y el per accidens, esto es, el que puede resultar por flaqueza del contemplador de la obra de arte. Ni confunde tampoco lo desnudo con lo lascivo, porque «bien puede estar una figura desnuda y no estar deshonesta». Aconseja, sin embargo, con piadosa cautela, honestar el desnudo, especialmente en las mujeres, ya con el cabello, ya con algún [p. 523] cendal, si lo permite la historia, ya buscándole la actitud y contorno más modestos, o ya encubriendo parte de la figura con otra que se le anteponga.

Palomino no define en parte alguna la belleza pictórica, pero trata de describirla por sus efectos, haciéndola consistir, ya en la armonía, graduación y casamiento de los colores, ya en la degradación insensible de la luz, ya en huir siempre «lo agrio y recortado», que endurece y hace desabrida la pintura, ya, finalmente (y éste parece ser para él el grado más alto de excelencia técnica), en que «el golpe principal de la luz (en cuanto lo permitiere la calidad del asunto) esté en el centro de la historia con el mayor esplendor de hermosura de colores que le competa».

Como cualidad distinta de la belleza define la suavidad, que «no consiste en lo liso y terso de la pintura, sino en la unión y dulzura de las tintas, sucesivamente colocadas con tal orden y consonancia, que de ellas resulte la morbidez y blandura de las carnes como en lo natural, de suerte que parezca que si se trocan con el dedo, se han de hundir: no han de estar duras y tiessas como si fuessen de mármol o de bronce». El modelo de esta cualidad es Velázquez, que «consiguió la morbidez y suavidad... sin la pensión de lo lamido, terso y afectado, con gran pasta, libertad y magisterio».

Cuando sale Palomino de la esfera puramente técnica, es para confundir en términos resueltos la perfección con la hermosura, enseñando que lo más perfecto es lo más hermoso: afirmación que, después de todo, se desprende lógicamente de sus principios idealistas, puesto que las cosas serán tanto más bellas, cuanto más se acerquen a aquel linaje de perfección que en la esfera ideal les compete.

Nadie lee hoy los dos primeros tomos de la obra de Palomino. Su interés verdadero está en el último, donde el autor recogió con loable diligencia, ya que no con mucha crítica ni mucha exactitud cronológica, gran número de memorias de nuestros artistas, y no pocas anécdotas de taller y de academia, que todavía estaban frescas en su tiempo, todo lo cual le ha valido de complacientes admiradores el dictado de Vasari español, que en verdad le viene demasiado ancho, puesto que ni en la gracia de estilo, ni en la riqueza y abundancia de las noticias, ni en el fino tacto estético hay [p. 524] punto de comparación entre el biógrafo español y el italiano. Pero dejada aparte esta terrible comparación, no hay que negar a Palomino lo que de justicia le corresponde; es a saber: que las únicas biografías de nuestros artistas que corrieron impresas antes de Ponz y de Ceán Bermúdez, fueron las suyas, y que, buenas o malas, con sus juicios uniformes, con sus alabanzas exageradas, con sus rasgos de culteranismo y de mal gusto, contribuyeron más que otro libro alguno a difundir por Europa el nombre y la fama de Velázquez y Murillo, de Zurbarán y de Ribera. Es verdad que no en todo era original su trabajo. Ya en el siglo anterior, el cronista Lázaro Díaz del Valle había traducido del Vasari las vidas de los pintores italianos que trabajaron en España, añadiendo de su cosecha la de algunos españoles, que Palomino copió casi a la letra. Otro tanto hizo con la copiosa biografía de Velázquez, ordenada por su discípulo Juan de Alfaro, libro tan prolijo como impertinente, según expresión de Ceán, que también le explotó mucho, aunque tan mal le trata.

Casi simultáneamente con la voluminosa obra de Palomino, se imprimió en Madrid (1730) un libro singular y curioso, que solamente de soslayo pertenece a la ciencia estética, pero que no deja de tener alguna relación con ella, ni puede ser aquí pasado en silencio. Me refiero al Pictor Christianus Eruditus, [1] o tratado de los [p. 525] errores que suelen cometerse en las imágenes sagradas, obra del eruditísimo teólogo de la Orden de la Merced, Fr. Juan Interián de Ayala, oriundo de Canarias, pero nacido en Madrid, profesor de hebreo en Salamanca, uno de los fundadores de la Academia Española, varón de inaudita memoria, de gran pericia en las lenguas sabias, y de una extraordinaria facilidad para la poesía latina en estilo de Marcial y de Catulo, como lo acredita el volumen de sus elegantes odas y epigramas (Opúscula Poética).

No era enteramente nuevo el asunto de la obra del P. Ayala. Francisco Pacheco le había tratado razonablemente en la última sección de su Arte de la Pintura, ayudado por amigos suyos jesuítas. En Italia, el cardenal Gabriel Paleotto había traído en mientes un libro idéntico. Pero estos recuerdos en nada menoscaban la superioridad del libro del P. Interián sobre todos los de la misma materia, superioridad reconocida y autorizada nada menos que por Benedicto XIV en su obra magistral y clásica De la beatificación y canonización de los Santos, donde repetidas veces se lee, mencionado con singulares elogios, el nombre del mercedano español, tan insigne en el conocimiento de los Sagrados Cánones, como en la exégesis de la Escritura, o en el manejo de los grandes volúmenes de los Santos Padres.

[p. 526] Claro es que en el Pintor Cristiano y Erudito tenía que aparecer (por el objeto mismo de la obra, y a pesar del ingenio ameno y florido del autor) subordinado el criterio estético al criterio arqueológico, al criterio de la verdad histórica, y también, por otra parte, al criterio ético. Este último le hace condenar sin piedad todas aquellas historias que con nombre de imágenes sagradas pueden ser peligrosas a la vista o inducir al mal a los incautos, y avivar el fuego de la concupiscencia, [1] incluyendo en este número, no solamente las pinturas de cosas torpes y deshonestas, sino toda desnudez (exceptuando la de nuestros primeros padres en el estado de la inocencia), siempre que la expresión no fuere lasciva, para evitar lo cual, podrán usarse oportunamente troncos y ramas de árbol. Todavía con más severidad reprende aquellas imágenes sagradas que pueden dar ocasión a los rudos para algún error teológico; verbigracia: las monstruosas representaciones de la Trinidad con tres narices, tres bocas, etc. Admite, no obstante, representaciones simbólicas de la Divinidad, prefiriendo la de un majestuoso y respetable viejo, o bien la del triángulo con el tetragrámaton en el centro.

Proscritas de este modo las invenciones ridículas y extravagantes, y cuanto tenga sabor de ligereza o de herejía, procede, con criterio arqueológico no menos estricto, a condenar los anacronismos en muebles, armas y vestidos; si bien hace algunas concesiones a la tradición piadosa, reconociendo que en las imágenes sagradas es lícito pintar algunas cosas que exciten la devoción, aunque no sean tomadas claramente de la Sagrada Escritura, y asimismo otras, que no tanto contienen algún pasaje de historia, como aluden a alguna interpretación mística, porque al pintor, lo mismo que al poeta, bástale seguir lo verosímil. A pesar de esta discreta tolerancia, todavía nuestro gusto, más amplio que el del siglo pasado, podrá notar en el P. Ayala muy escaso sentido de la poesía cristiana, tradicional e ingenua, en la cual, a su entender, se humaniza demasiado la persona de Cristo. Así le vemos, no sin algún enfado, reprobar las piadosas y tiernas representaciones del Niño Jesús con un cordero, con un pájaro sujeto de un hilo, [p. 527] o bien en juegos con el precursor Bautista; bellísimos idilios en que la inspiración de Murillo y de tantos otros artistas ha encontrado riquísimo venero de poesía familiar, doméstica y candorosa, sin dejar de ser eminentemente cristiana. Pero no por eso creamos al Padre Ayala extraño a la purísima emoción de lo bello: bastaría a probar lo contrario la descripción de la persona de Cristo, tal como él la concibe y la propone a los pintores: «Cristo nuestro Señor... fué de figura agradable, bien parecida y verdaderamente hermosa, aunque no con aquel género de hermosura que indica flaqueza, halagos, delicadez y femenil lascivia, ni tampoco con hermosura de atleta, o gladiador, sino verdaderamente varonil y llena de respetable y augusto decoro..., con aquel género de hermosura que llama Cicerón dignidad varonil».

Al lado de los nombres de Palomino y de Interián de Ayala, bien merece colocarse, aunque sonó menos que ellos en España, el nombre del valenciano Vicente Victoria, a quien llamaron, con alguna hipérbole, «segundo Pablo de Céspedes», por haber juntado la erudición humanística y arqueológica con el cultivo feliz de las Bellas Artes. Residió la mayor parte de su vida en Italia, donde recibió lecciones del entonces famosísimo y hoy tan olvidado Carlos Maratta, y, siguiendo sus huellas, llegó a ser pintor de cámara del Gran Duque de Toscana Cosme III, empleo que el amor patrio le hizo abandonar por un canonicato de la iglesia de Xátiva. Admirador apasionado de la antigua escuela romana, y especialmente de Rafael, cuyas obras maestras había copiado y aun grabado al agua fuerte, no pudo llevar con paciencia los cargos que a su ídolo se dirigían en el célebre libro del caballero Malvasía, La Felsina Pittrice, dedicada exclusivamente a hacer el panegírico de la escuela boloñesa. Tal fué el origen de las siete cartas que Victoria compuso e hizo dar a la estampa en Roma en 1703, con el título de Osservazioni sopra il libro della Felsina Pittrice, al que replicó con más virulencia que razón Juan Pedro Zanotti, pintor de Bolonia. Victoria, que murió en 712 en uno de sus viajes a Roma, dejó inédita una Historia Pictórica, de cuyo paradero nada sabemos.

Si la protección oficial más o menos discreta bastara en algún tiempo a regenerar las artes, que de suyo son tan libérrimas como el aliento divino que las inspira y que hace brotar flores donde [p. 528] él quiere y no donde a los hombres se les antoja, mucho hubiera podido esperarse de la largueza y del buen deseo con que los primeros reyes de la Casa de Borbón atendieron al reparo y a la protección del arte y de los artistas, empeñándose, con el candor académico propio de aquel siglo, en construir cierta especie de suave y abrigado invernadero para la delicada planta del ideal. Nació el pensamiento en tiempo de Felipe V, a quien es justo referir, en bien y en mal, el principio de todas las reformas del siglo XVIII. Nadie puede exigir de aquel Monarca, por tantos conceptos benemérito, pero que en nada fué un hombre superior, que manifestase en la época más triste de barroquismo y decadencia que las artes han atravesado, una cultura estética de tan buena ley como la de los Médicis o de los Gonzagas. Las predilecciones del nieto de Luis XIV estaban, y no podían menos de estar, por el arte teatral y aparatoso de los franceses de su tiempo, por el arte amanerado, enervante y pobremente ecléctico de los últimos italianos. Atestó, pues, sus palacios de retratos de Ranc y de Van Loo, de frescos de Ventura Ligli, de cuadros de Vaccaro, de Mattei y de Carlos Maratta, de bambochadas de Hovasse, de enormes decoraciones de Lucas Jordán y de Solimena: trajo a su corte al Procaccini (Andrés): encargó grandes frescos de las batallas de Alejandro a Conca, al Trevisani, a Ferrando, a Costanzi, a Lemoine: hizo trabajar, en suma, galardoneándolos con larga mano, a cuantos pintores tenían en Europa fama, bien o mal adquirida, a todos menos al único y notabilísimo pintor español de entonces, el catalán Viladomat. Y mientras tanto que con todos estos oropeles de brillante y falso gusto daba mentido esplendor a sus regias estancias, dejaba olvidados y a riesgo de perderse los más preciosos tesoros de las antiguas escuelas italianas, españolas, y flamencas, confusamente amontonados en la casa arzobispal de la calle del Sacramento, después del incendio del Alcázar de Madrid en 1734. [1] Pero aunque todas las inclinaciones de Felipe V le llevasen a proteger aquellos detestables amaneramientos, conocidos [p. 529] con los nombres de estilo spiritato francese (por otro nombre style mignon) y estilo smorfioso exagerato, y contribuyese con su protección a darles carta de naturaleza en España, donde se mantuvieron con prestigio hasta el advenimiento de Mengs; alguna vez, y por un concurso de circunstancias felices, tuvo el mérito de traer a su reino verdaderas preciosidades artísticas, como la colección de mármoles antiguos que había pertenecido en Roma a la reina Cristina de Suecia; si bien por de pronto, y aun en todo su reinado, ningún provecho pudo sacar de ellos la cultura nacional, puesto que permanecieron arrumbados en una oficina de Palacio, conocida con el bárbaro nombre de furriera del Rey, hasta que la reina viuda Isabel Farnesio, dotada de más discernimiento artístico que su marido, como lo muestra la selecta, aunque pequeña colección de pinturas que llegó a reunir, les dió más decoroso empleo en algunas estancias del palacio de San Ildefonso.

A la época de Felipe V pertenecen las primeras tentativas para organizar la enseñanza de las Bellas Artes, que hasta entonces se había adquirido entre nosotros por aprendizaje de taller. Ya en 1619 varios pintores, movidos, más que por otra consideración, por el natural deseo de dar importancia social al arte que profesaban y estrechar los lazos de compañerismo entre sus miembros, habían presentado un memorial a Felipe III, solicitando el establecimiento de una Academia de Bellas Artes, y formulando los estatutos de ella. Repitióse la misma tentativa en tiempo de Felipe IV, y aun llegaron las Cortes del reino a nombrar cuatro diputados que hiciesen las constituciones de la nueva fundación y allanasen las dificultades que desde luego se ofrecieron para su planteamiento; pero todo hubo de quedarse en la esfera de los buenos propósitos (según nos informa Vicente Carducho), «no por causa de la Pintura ni por la de sus favorecedores, sino por opiniones y dictámenes particulares de los mismos de la Facultad». Realmente, lo que menos necesitaban las artes españolas en el siglo de Velázquez y de Ribera era una Academia. Murillo intentó establecerla en Sevilla, con Herrera el Mozo, Valdés Leal y otros; pero, muerto el fundador, arrastró vida muy lánguida, hasta extinguirse oscuramente y sin gloria. Además, esta Academia, que sólo podía tener el carácter mixto de escuela práctica y de cofradía, ofrece un carácter totalmente distinto de lo que [p. 530] fueron las Academias oficiales en el siglo XVIII, siglo académico por excelencia entre todos los del mundo.

Aún no apagado el fuego de la guerra de sucesión, un escultor, don Juan de Villanueva, y un miniaturista, don Francisco Antonio Menéndez, asturianos uno y otro, proyectaron el establecimiento de una Academia práctica de las Tres Nobles Artes, a imitación de las que existían en París, Florencia y Roma. Menéndez imprimió en 1726 una larga y razonada exposición al Rey sobre este punto, [1] y logró presidir, en 1.º de septiembre de 1744, una junta preparatoria, pública y solemne, por lo cual algunos le consideran como verdadero fundador y primer director de la Academia de San Fernando, honra que debe compartir con el italiano Juan Domingo Olivieri, que llevaba el extraño título de escultor de la Real Persona, como si sólo emplease su cincel en reproducir la nada clásica ni escultural figura de Felipe V. Olivieri fué el que, ayudado eficazmente por el Marqués de Villarias, Ministro de Estado, hizo el reglamento definitivo de la Academia, arbitró los primeros recursos, obtuvo edificio (que fué por entonces la Casa-Panadería), y estableció allí las primeras enseñanzas. Pero el proyecto no llego a perfecta madurez hasta el pacífico reinado de Fernando VI, en que resueltamente tomó bajo su protección la nueva Academia el ministro Carvajal y Lancáster, dándola el nombre que hoy lleva, y celebrando el solemne acto de la inauguración en 13 de junio de 1752. [2] El relato de esta sesión forma el primer cuaderno de actas de la Academia. Realzaron la fiesta una oración muy retórica del docto canonista don Alfonso [p. 531] Clemente de Aróstegui, auditor de la Rota, y viceprotector de la Academia; un epigrama latino de autor anónimo, y unas octavas de Luzán, que, en su calidad de preceptista, no quiso desperdiciar aquella ocasión de extender a las artes del diseño el mismo dogmatismo que antes había impuesto a la literatura. El escultor don Felipe de Castro presentó un bajo relieve simbólico, conmemorativo de la fundación de la Academia, y varios alumnos dieron muestras casi improvisadas de su pericia. La Academia había adoptado por lema: Non coronabitur nisi legitime certaverit. [1]

En 23 de diciembre de 1753 se celebró, bajo la presidencia de Carvajal y Lancáster (que llevaba título de Protector), la primera distribución solemne de medallas de oro y de plata a los artistas premiados. La poesía festejó su triunfo con unas octavas robustas, aunque algo culteranas, del Conde de Torre Palma, [2] celebrando aquella arte, que conceptuosamente define

                                 «Alma del mundo que en potente anhelo
                                 Formas produce o muda, y repetido
                                 De un lienzo opaco en el espejo inculto,
                                 Mágica finge el cuerpo sin el bulto».

Allí se ayeron también epigramas latinos de don Juan de Iriarte, singular en tal género de composiciones: retóricas cláusulas del capellán de las Descalzas Reales, don Tiburcio de Aguirre, en encarecimiento casi hiperbólico del «arte del dibuxo, más antiguo [p. 532] y más excelente que todas las artes». Y allí resonaron otra vez los graves acentos de Luzán, no menos didascálico y austero en sus odas que en su Poética:

                                 «La luz y sombras dieron
                                 Feliz Principio y ser a la Pintura:
                                 Creció su gracia el vario colorido,
                                 Y el arte del escorzo y perspectiva.
                                 Sólo el tacto en la viva
                                 Imitación de objetos lo fingido
                                 Puede reconocer, y la estructura
                                 Que artificiosas líneas compusieron.
                                 Cuanto los ojos vieron,
                                 Cuanto ideó la fantasía, fieles
                                 Imitadores copian los pinceles,
                                 A un lienzo dando bulto, alma y acciones.
                                 ...............................................................
                                 Y si le falta hablar, la vista duda
                                 Cómo tal perfección puede ser muda».

La sequedad y falta de número de los versos corría parejas con lo inameno y desustanciado de las obras de arte que la Academia premiaba. [1] Los cuadernos de sus Actas son espejo fidelísimo de los cambios y vicisitudes del gusto literario en España durante el siglo XVIII, desde las desmayadas, prosaicas y rastreras églogas y ficciones poéticas de Montiano y Luyando y del Padre Jerónimo de Benavente, hasta los portentos de Meléndez y de Gallego. Estas mudanzas literarias responden a otras correlativas en el arte pictórico, que en el primer período se llaman Peña, González Velázquez, Tapia, Preciado, González Ruiz o Calleja, y en el segundo lleva el gran nombre de Goya.

De todo aquel primero enfadoso volumen de cumplimientos, dirigidos más bien al buen Rey que a las Artes, poco o nada puede sacar en limpio la crítica estética, [2] por más que merezcan [p. 533] cierta alabanza, bajo el aspecto de la forma, algunos versos latinos del P. Burriel, del Marqués de Ureña y de don Juan de Iriarte, que cantó en exámetros virgilianos el Nuevo Mundo de las Artes descubierto por Fernando VI.

A pesar de este descubrimiento, los frutos de la Academia en sus primeros años no fueron muy copiosos. Ni el arte ni los artistas se improvisan con Reales decretos ni con funciones de aparato, y, además, la organización de la Academia era radicalmente viciosa. Los artistas entraban en ella, pero en último lugar y como de limosna, más bien a título de profesores y de empleados que de verdaderos académicos: esto sin exceptuar los más célebres, como Giaquinto, Olivieri o Sachetti. Los académicos propiamente dichos, los que se condecoraban con los resonantes títulos de protectores, viceprotectores y consiliarios, ni pintaban, ni esculpían, ni hacían planos arquitectónicos, ni sabían dibujar siquiera, salvas honrosas excepciones. La mayor parte eran meros aficionados o coleccionistas, y algunos ni esto siquiera, sino encumbrados personajes, Ministros de la Corona, Grandes de España, diplomáticos, caballerizos, consejeros, gentileshombres, todos los cuales creían hacer gran favor a los artistas con admitirlos, aunque por breve espacio, a su compañía. A Mengs, cuando vino a España, le llenó de asombro semejante organización, no vista en ninguna otra Academia del mundo. Y, sin embargo, el mero hecho de aparecer juntos en las listas los nombres de unos y otros, indicaba cuánto camino había hecho la emancipación intelectual desde aquellos tiempos en que se discutía gravemente si la Pintura era arte liberal o mecánica, y si pasaba o no pasaba a materia transeunte. Por el contrario, el artículo 34 de los Estatutos de la nueva Academia concedía título de nobleza a todos sus individuos que por otro concepto no le tuvieran. Aparte de esta obra social, aunque cumplida a medias [p. 534] y de mala manera, no puede decirse que la Academia de San Fernando tuviera el gobernalle de la crítica estética en tiempo de Fernando VI. El arte español propiamente dicho, no existía ya, o andaba relegado a oscuros monasterios e iglesias de segundo orden, donde todavía lanzaba algunos chispazos el espíritu castizo en los lienzos de Viladomat y de algún otro. Las grandes obras, así arquitectónicas como pictóricas, que el Monarca pagaba y protegía, estaban entregadas totalmente a extranjeros. Insignes fresquistas venecianos y napolitanos, Amiconi, Tiépolo, Corrado, inundaban con sus fascinadoras alegorías, llenas de rumbo, tropel y boato, los techos y bóvedas de los regios palacios que levantaban Juvara, Sachetti, Carlier, Fraschina, Bonavia, Procaccini y Subisati: fábricas suntuosas y pesadas, de relativa corrección, aunque no exentas de reminiscencias de barroquismo en los recortes y en el ornato, y quizá por esto menos antipáticas y desnudas que otras que vinieron después.

Todas estas cosas cambiaron de aspecto con la venida de Mengs, llamado de Nápoles por Carlos III en 1761. Conocemos ya la genialidad del pintor bohemio, su intolerante y pedagógico dogmatismo, sus aspiraciones idealistas y platónicas, su rigidez censoria, su adoración por las obras de la escultura griega, su concepto de la Belleza como noción intelectual de la perfección, o como naturaleza corregida según nuestras ideas. Tanto sus condiciones de carácter rígido y austero, cuanto la claridad y el rigor de sus principios, predestinaban a Mengs para el papel de dictador estético. El mismo Winckelmann, que tan superior le era en ciencia de lo antiguo y en profundidad de pensamiento, sintió su influencia, y no menos Azara, que rechazando sus teorías metafísicas, le seguía a ciegas en todos sus juicios sobre escuelas y sobre cuadros. Mengs desterró el brillante colorido de Tiépolo y la arrogante y briosa manera de Giaquinto, para sustituirlos con un pseudo clasicismo en que andaban mezcladas la timidez servil del miniaturista y la abstracción ideológica del profesor de Metafísica. Los artistas españoles se lanzaron ciegamente sobre sus huellas, ganando alguna corrección en el dibujo, pero matando en sí propios toda lozanía, toda personalidad y toda franqueza, míseramente ahogadas por aquel frío convencionalismo, del cual no acertó a libertarse el mismo don Francisco Bayeu, el mayor nombre de [p. 535] nuestra pintura de aquel siglo, excepción hecha del nombre inmortal de Goya.

Azara, panegirista encarnizado de Mengs, después de apurar en honor suyo las hipérboles más escandalosas, después de llamar al cuadro del Descendimiento «la obra más singular que han visto los hombres», y a su autor otro Apeles en la gracia, otro Rafael en la expresión, otro Tiziano en el colorido, quiere condensar en una sola expresión el mayor encarecimiento, y exclama: «¡Mengs era filósofo, y pintaba para los filósofos!» ¡Raro modo de pintura y raro público para un cuadro! Y no es menos extraño lo que nos cuenta de que Mengs había penetrado de tal suerte las relaciones ocultas entre la Pintura y la Música, que para tratar un asunto campestre y pastoril usaba del modo peonio; si el asunto era bacanal, del ditirámbico, y siguiendo los mismos principios, pintaba el Descendimiento al modo dórico, y la Anunciación en un género cromático alegre y gracioso. La pedantería del Mecenas biógrafo corre parejas con la de su protegido y biografiado.

Prescindiendo de sus condiciones de ejecución, lo que a nuestro propósito importa dejar consignado es que Mengs pintaba siempre con ideas literarias, y que lo que principalmente esterilizaba sus creaciones era el espíritu crítico. Por eso escribió tanto sobre su Arte. Conocemos ya sus Reflexiones sobre la Belleza y Gusto en la Pintura. Los aforismos estéticos que allí sienta, los aplica luego con inflexible rigor a la crítica artística en otros escritos menores. [1] Condena y proscribe sin misericordia a todos los pintores que vivieron antes de Rafael, porque no supieron lo que era gusto: sus obras son un verdadero caos. En Rafael le agrada la expresión, la composición y el diseño, en el Correggio lo agradable de [p. 536] las formas y el claro-oscuro; en Tiziano «la apariencia de verdad que se halla en los colores». Entre los tres daba la palma al de Urbino, porque creía que «sus bellezas son bellezas de la Razón, no de los ojos», y le atribuía una porción de intenciones filosóficas. Pero aun el mismo Rafael estaba, a los ojos de Mengs, muy lejano de la perfección y de la Belleza, vinculadas tan sólo en las estatuas griegas, en el Laoconte y en el Torso de Belvedere, en el Apolo y en el Gladiador combatiente. Rafael (añade) no conoció la Belleza ideal, [1] ni el gran gusto: no supo servirse de las Estatuas antiguas, pues buscaba todo lo bello en la Naturaleza, y se fiaba en su buen ingenio para hallarle. La aberración estética no puede llegar a más: ¡estudiar la forma humana en los mármoles y no en el modelo vivo! Rafael mudó y mejoró la Naturaleza en cuanto a la expresión; pero la dexó como la había hallado en cuanto a belleza. De donde se infiere que, a los ojos de Mengs, Rafael era poco menos que un naturalista. Imagínese lo que serían los pintores de otras escuelas. Apenas tiene para ellos más que palabras de vilipendio. Los alemanes, incluso Alberto Durero, nunca salieron del Barbarismo. Los holandeses son unos groseros imitadores de la Naturaleza, y los flamencos poco menos. Rubens no sabía lo que era harmonía, y hacía solamente montones de colores y de reflexos de un color sobre otro. Los pintores sevillanos «no vieron ni estudiaron los exemplares de los antiguos Griegos, ni conocieron la Belleza, y así fueron imitadores puros del Natural, sin saber ni aun escoger lo bello de él». Lo que debían haber hecho, segun Mengs, era reconocer y acatar la perpetua superioridad de los italianos y ponerse a la escuela de los Carracis. A Velázquez le reconoce superior en la inteligencia de luces y de sombras, y en la perspectiva aérea, y encuentra, para elogiar el cuadro de Las Hilanderas, una expresión feliz, o más bien única: «Parece que no tuvo parte la mano en la execución, sino que la pintó sola la voluntad».

[p. 537] Y aquí debe manifestarse, en descargo de todo lo expuesto, que hay en las obras escritas de Mengs mucho que aprender en materia de técnica, muchos juicios de pormenor inmejorables, rasgos de sincero y profundo entusiasmo por la belleza artística, un gran desembarazo en el manejo del vocabulario de taller, observaciones prácticas de un hombre curtido en su oficio y locamente enamorado de él. En ningún libro anterior podían encontrarse reunidas tales enseñanzas: de aquí que Mengs despreciase casi todo lo que andaba impreso sobre las artes. Aun las mismas biografías de Vasari, tan recomendables por la riqueza anecdótica, él las encontraba superficiales y pueriles, y rehizo a su manera la del Correggio, uno de los pocos maestros que él admiraba, suponiéndole maltratado por los escritores florentinos. En las indagaciones arqueológicas demostró siempre gran sagacidad, y (para no dar más que un ejemplo) jamas admitió, a pesar de su pasión por todo mármol antiguo, que el grupo de Niobe fuera el mismo de que habla Plinio, sino solamente una mediana copia de él. Bien se necesitan todos estos aciertos y otros muchos más para perdonarle tanta blasfemia como ensarta contra ese «arte extravagante y ridículo, totalmente contrario a la Belleza y a la razón», o sea, contra la Arquitectura gótica.

Y lo peor es que Mengs fué escuchado como un oráculo: todo el mundo quemó lo que él quemaba, y adoró lo que él adoraba. Ni arquitectura gótica, ni escultura cristiana, ni pintura italiana anterior a Rafael, ni el mismo arte de Miguel Angel, ni la pintura alemana, ni el naturalismo holandés, ni el naturalismo español, encontraron gracia ante las iras censorias de los nuevos críticos, encaramados en las sillas curules de las Academias de Roma y de Madrid. Sólo Rafael, Correggio y Tiziano escaparon, como por milagro, de la universal ruina: sólo sus imágenes permanecieron enhiestas en el templo desnudo y solitario. Pero Mengs descollaba más alto aún: Mengs era el semidiós del Arte, y Azara y Milizia sus profetas. Estos profetas ahuecaron la voz todavía más que su ídolo, llegando a las mayores temeridades e insolencias. Por ejemplo: había dicho Mengs que Miguel Angel vivió dominado siempre por una falsa idea de grandeza, de donde resultó el hacerse duro y pesado. Esto bastó para que Azara, hombre de ingenio tan culto y ameno, tan conocedor de la antigüedad y tan benemérito de ella; [p. 538] Azara, cuyo nombre va unido inseparablemente a los trabajos de Winckelmann, a las excavaciones de Tibur, al hallazgo de la Venus del Esquilino, comprometiese para siempre la autoridad de su nombre, escribiendo en su Comentario al Tratado de la Belleza, [1] que Miguel Angel había sido un corruptor del gusto de su siglo: que en su larga vida no hizo obra alguna de Escultura ni de Pintura, ni tal vez de Arquitectura, con la mira de agradar ni de representar la Belleza que no conoció, sino únicamente para hacer alarde de su ciencia anatómica en el juego de los músculos y huesos, y en las actitudes más violentas: que creyendo tener un estilo grandioso, nunca pasó de uno pequeño y ruin: que el Juicio Final de la Sixtina es una composición extravagante, y el Moisés un forzado de galera más que un legislador inspirado. Pero en lo apasionado, en lo violento, en lo petulante, Azara queda muy por debajo del famoso italiano Francisco Milizia, el cual, en su Arte de ver en las bellas artes del diseño (varias veces traducido al castellano), equivocando como muchos otros la independencia de juicio con la paradoja y el desacato, e imaginándose emancipado de todo respeto humano, sencillamente porque trocaba una servidumbre por otra, jamás habla de Miguel Angel sino para dirigirle los más groseros denuestos. La cabeza de Moisés le parece la de un Sátiro con cerdas de puerco espín, su cuerpo el de un mastín horrible; el Cristo de la Minerva un sayón cargado con la Cruz; la Virgen de la Pietá tiene expresión y afectos de lavandera.

¡Con esta leche se nutrían las generaciones artísticas a fines del siglo XVIII! Y, sin embargo, Azara y Milizia eran hombres de gusto a su modo, grandes conocedores, sensibles al encanto de ciertas bellezas, y hábiles para expresarlas con brillantez y fuego. Todo, o casi todo lo que uno y otro escriben sobre las estatuas griegas, sobre el Hércules Farnesio, sobre el Torso de Belvedere, sobre la Niobe, sobre el Gladiador Capitolino y el Gladiador Borghese, sobre el Antinóo, el Apolo, la Venus Capitolina y el Laoconte, expresa una admiración sincera y no meramente arqueológica. Lo mismo Azara que Milizia profesan, además, ciertas doctrinas generales verdaderamente inmejorables: distinguen del agrado la belleza: condenan el falso sistema de la ilusión artística; [p. 539] pero llegados a la crítica, no tienen ojos más que para una especie de bellezas. Azara pone a Velázquez y al Caravagio en el Servum pecus, en el grosero tropel de los imitadores de la Naturaleza. Milizia ni aun se digna nombrarlos.

La influencia de Mengs pesó con verdadero despotismo sobre nuestros tratadistas de pintura y de escultura en toda la segunda mitad del siglo XVIII y primeros años del XIX. Alguna excepción hay que hacer, sin embargo, y quizá sea la más notable, el Arte de Pintar, compuesto por don Gregorio Mayans en 1776, [1] para que sirviera de texto en las clases de la Academia de San Carlos de Valencia, fundada a imitación de la de Madrid. Mayans no era pintor de profesión, ni siquiera aficionado y conocedor en el grado en que lo fueron Azara y Jove-Llanos, aunque sea cierto que llegó a reunir bastantes cuadros. Su Arte de pintar es obra de erudito, sacada mucho más de los libros que de la observación personal de las obras de arte; y a pesar de la fecha que lleva, está (como todas las obras de Mayans) dentro de la tradición española castiza, pudiendo considerarse en gran parte como un atinado compendio del Carducho, del Sigüenza, del Pacheco y del Palomino, acrecentados en la parte histórica con muchas noticias derivadas de incansable y curiosa lectura. [2]

[p. 540] Define la Pintura lo mismo que sus modelos: «arte que enseña la manera de imitar las cosas que se ven, en cuanto son objeto de la vista, dando reglas para representarlas en una superficie llana, por medio del dibujo y del colorido». Esta representación puede ser objeto verdadero (existente) o de objeto ideal. Este ideal se forma por selección, y excede siempre mucho, en la mente del artífice, a lo que luego viene a resultar en la ejecución de su obra. Por consiguiente, el ideal es un todo imaginario que toma de la naturaleza el fundamento de cada una de sus partes, y corrige en cierta manera los defectos de la naturaleza misma. Sin embargo, el último esfuerzo de la imitación consiste en llegar a engañar la vista. Bien se ve que al docto Mayans no le llamaba Dios por estos caminos.

Singular rumbo tomó para su obra elemental el pintor ecijano don Francisco Preciado de la Vega, entre los Arcades de Roma Parrasio Thebano, discípulo de Sebastián Conca, y primer director de los pensionados que la Academia de San Fernando envió en 1758 a Roma, donde obtuvo crédito y aplauso de varón docto e inteligente en su arte, mereciendo ser elegido secretario y luego Príncipe (o sea Director) de la célebre Academia de San Lucas. La Arcadia Pictórica, que tal es el título de la obra de Preciado, es un sueño, una alegoría o poema prosaico, una ficción literaria, bastante ingeniosa y amena, cuyos modelos fueron, sin duda, la República Literaria de Saavedra Fajardo y la República de los Jurisconsultos del humanista napolitano Gennaro (Januarius), especie de novela jurídica muy celebrada por la pureza y gracia de su latinidad.

Tiene la Arcadia Pictórica la frialdad de todas las alegorías (cuando la intención satírica no las anima), empeñándose vanamente su autor en dar interés a las pálidas figuras del mancebo Estudio, del príncipe Diseño, del anciano Premio o del monstruo [p. 541] Pereza, por medio de las cuales va exponiendo una doctrina sumamente elemental y para principiantes. Hace consistir la belleza en la proporción armónica de las partes con el todo; pero no desarrolla este vago concepto, ni tampoco el de imitación de la bella naturaleza, que asigna por fin del arte. Esta bella naturaleza es más bien la de los modelos que la naturaleza misma, puesto que, según la doctrina de nuestro árcade (eco servil de Mengs), «todas las Artes comenzaron imitando la Naturaleza, y se perfeccionaron luego con la buena elección, la cual solamente se halla en el antiguo, es decir, en las antiguas esculturas», «cuyas formas imprimen verdaderamente un carácter grande en el que las estudia, y ayudan a corregir los defectos de las formas humanas, y a enmendar los descuidos de la Naturaleza». La fiel imitación del Natural, perfeccionada con las buenas formas del Antiguo, con buena proporción e inteligencia de la Anatomía, es, a juicio de Parrasio Thebano, el colmo de la perfección pictórica. [1] Los preceptos que da sobre el dibujo, sobre la proporción y simetría, sobre el estudio del natural desnudo (que, consecuente con su sistema, coloca después del estudio del antiguo), sobre los pliegues y ropajes, sobre la geometría, perspectiva y arquitectura, sobre la invención y composición, son sanos y de utilidad práctica, pero vulgares. No repetir una misma actitud, buscar el efecto total y armónico, «semejante a un todo político», tanto en la parte de líneas cuanto en la de claro-oscuro, enlazando las partes de la composición de modo que parezca que las unas no podrían subsistir sin las otras; preferir la disposición piramidal en los grupos: éstas y otras tales son sus enseñanzas, extractadas la mayor parte de Leonardo de Vinci, de los Diálogos de Dolce, del poema de Du-Fresnoy, de Mengs y del francés De Piles. [2] La crítica es severa y estictamente clásica, pero no tan intolerante como la de Mengs, puesto que hace grandes [p. 542] concesiones a la pintura flamenca (aun a la que llama de asuntos baxos y poco nobles), y más todavía a la pintura española. «Es cierto (dice) que los nuestros fueron imitadores de la Naturaleza, pero lo hicieron con una manera pura y ajustada a la verdad, y con un estilo de bellísimo gusto, sin afectación ni extravagancia en la composición ni en el colorido».

Por este tiempo se hizo una singular tentativa para restaurar los procedimientos de la pintura de griegos y romanos. El asombroso descubrimiento de aquellas ciudades de la Campania sepultadas por la lava y la ceniza del Vesubio en el primer siglo de nuestra era, había derramado inesperada luz sobre una de las regiones más tenebrosas y abandonadas de la arqueología clásica, sobre la historia del arte pictórica, reducida hasta entonces a los grutescos de las termas de Tito, a las indicaciones no muy seguras de Plinio, y a lo que sobre ellas habían conjeturado o más bien fantaseado, eruditos como nuestro don Felipe de Guevara, el P. Hardouin, Francisco Junio y el Conde de Caylus; pero descubiertas ya y conocidas obras genuínas de la pintura antigua (siquiera pertenezcan a las épocas de decadencia), surgió en la mente de uno de los jesuítas españoles desterrados a Italia, primero, el propósito de escribir la historia de ese arte, cotejando los monumentos con las noticias de los clásicos; segundo, el de indagar la verdadera receta de aquella pintura encáustica, buscada hasta entonces en balde a la obscura luz de un pasaje de Plinio: resolutis igni ceris, penicillo utendi. El P. Vicente Requeno y Vives, natural de Calatorao en el reino de Aragón, hombre de ingenio agudo e inventivo, como lo patentizan otros trabajos suyos sobre la Música y la Pantomima de los antiguos, tomó sobre sus hombros esta empresa, y en cierto modo la dió cumplida realización con sus célebres Ensayos sobre la restauración del arte antiguo de los Pintores Griegos y Romanos, publicados por primera vez en 1784. [1] La parte histórica de este libro parece hoy anticuada, después de los trabajos de [p. 543] Grund, Jonh Wiegmann, Hermann, Letronne, Schöler y los más recientes de Donner, Gebbardt, Urlichs, Woermann, Cros y Henry; pero en su tiempo el libro de Requeno fué considerado como un excelente suplemento al Winckelmann. Para nosotros lo más curioso que hay en él son, sin duda, los ensayos prácticos de pintura encáustica que Requeno hizo con ejemplar constancia, y que luego repitieron algunos amigos suyos, especialmente el presbítero don Pedro García de la Huerta, el cual contribuyó más que otro alguno a popularizar en España el descubrimiento, [1] si bien con bastantes modificaciones.

Persuadido el P. Requeno de que el uso del aceite perjudica tanto a la duración como a la limpieza de los cuadros, dióse a cavilar sobre el famoso capítulo XI del libro XXXV de Plinio, donde se habla de tres procedimientos encáusticos diversos: uno con ceras coloridas, calientes, simplemente aplicadas a la superficie de las tablas o paredes por medio de espátulas o punzones; otro en marfil por medio del caestro (que Harduino define stylo ferreo [p. 544] igne candefacto), lo cual daba por resultado, según Requeno, una especie de miniatura, y, según García de la Huerta, una especie de grabado; y, finalmente, otro tercero, hasta entonces no entendido, en que entraban como ingrediente principal las ceras quemadas, y como instrumento el pincel. De este tercer género de pinturas dice Plinio que resistía al sol, a la mar y los vientos. Este último método es el que se propuso restaurar el abate Requeno, persuadido de que obtendría con él ventajas de limpieza y economía, colorido más fresco, duración mayor y facilidad para limpiar los cuadros. Sería largo, y de todo punto inútil al propósito de esta obra, el detalle de las experiencias del P. Requeno, que sólo por curiosidad se citan aquí. Comenzaba por disolver en agua dos onzas de goma arábiga y dos de cera púnica muy blanca, recociéndolo todo tres o cuatro veces. Esta agua, después de enfriada, le servía para moler los colores con pasta de almáciga y cera, y para empastar cuando pintaba. Hacía las pastas mezclando dos partes de cera púnica y cinco de almáciga purgada. Con el agua de cera y goma molía los colores sobre el pórfido, y los conservaba en vasos pequeños, llenos de la misma agua. Para las operaciones del colorido empleaba los métodos ordinarios, evitando las veladuras demasiado ligeras, que dicen muy mal con el encausto. Acabada la pintura, la cubría de cera desleído, y después la quemaba de arriba abajo, procurando que una parte de la cera quedase unida con la almáciga de la pintura, otra parte se pegase a la superficie del cuadro, y lo restante se desprendiese goteando. No contento con esta invención, acometió el P. Requeno otra no menos rara, quiero decir, la restauración de aquella especie de pintura al temple que Plinio atribuye a Ludio Romano.

Fuera de estos trabajos, que más bien pertenecen a la historia de las invenciones industriales que a la de las Bellas Artes, poco o nada se escribió de Pintura en España. La manía de los poemas didácticos, plaga de la literatura de aquel siglo, abortó dos concernientes a nuestro asunto, a cual más infelices: La Pintura, de don Diego Antonio Rejón de Silva (1786), y las Excelencias del pincel y del buril, del grabador don Juan Moreno de Tejada (1804). A entrambos les sirvió de modelo el prosaico poema de La Música, de Iriarte, y uno y otro consiguieron emular y vencer su prosaísmo. Ni Rejón de Silva ni Moreno de Tejada escriben para mostrar [p. 545] en forma poética la hermosura de la verdad, única consideración que legitima la gran poesía didáctica, la de los Empedocles y los Lucrecios. No sienten su alma conmovida por el espectáculo de las obras maestras del arte, ni tratan de comunicar a los demás esta impresión y este entusiasmo, como Pablo de Céspedes, cuyos mejores trozos son verdaderos arranques líricos. Y para colmo de desdicha, carecen hasta de aquel arte de dicción, que en poetas menores, en poetas enteramente descriptivos, como Delille y algunos latinistas de la Compañía de Jesús, consigue expresar de un modo poético las circunstancias prosaicas: mérito que hace agradable la lectura de los poemas latinos de Du-Fresnoy y del abate de Marsy sobre la Pintura, y de la imitación francesa que del último hizo Lemierre. Ni el poema de Rejón de Silva, ni siquiera el de Moreno de Tejada (que es menos malo), tienen de poéticos más que el estar escritos en verso, quiero decir, en una silva rastrera y desaliñada. Quitados los consonantes y la medida, resultarían dos buenos tratados elementales.

Don Diego Antonio Rejón de Silva era un caballero murciano, maestrante de Granada, oficial de la Secretaría de Estado, consiliario de la Academia de San Fernando, y hombre muy honestamente ocupado en los nobles ejercicios de la pintura y de la poesía. Más que con su poema, contribuyó a la cultura estética de sus compatriotas traduciendo en lengua castellana los dos famosos tratados de Leonardo de Vinci y de León Bautista Alberti sobre la Pintura, y formando un Diccionario de bellas artes harto pobre, pero que tiene el mérito de llevar autorizada cada palabra con citas de nuestros antiguos tratadistas. [1]

[p. 546] El Poema de la Pintura consta de tres cantos o Silvas: el primero trata del dibujo, el segundo de la composición, el tercero del colorido. «Lo único bueno que tiene la obra (dice modestamente, pero con verdad, el autor) es que lo esencial de ella no es mío, sino tomado o extractado de los escritos de Leonardo de Vinci, León Bautista Alberti, Carducho, Francisco Pacheco, Palomino y Mengs.» Omite su principal fuente, que han sido los poemas del abate de Marsy y de Lemierre. El plan es el mismo, y hay pasajes literalmente traducidos. Comienza Lemierre su poema:

                             « Je chante l'art heureux dont le puissant génie
                             Redonne à l'univers une nouvelle vie.
                             Qui, par l'accord charmant des couleurs et des traits,
                             Imite et fait saillir les formes des objets.

                             ......................................................................................

y dice Rejón de Silva [1]:

                             «Las bellezas y efectos prodigiosos
                             De aquel arte feliz, que sombra obscura
                             Hermanando y colores luminosos,
                             Todo cuerpo visible nos figura,
                             Con mal templada lira
                             Hoy a cantar mi ronca voz aspira».

Esta ronquera no abandona al poeta en todo el curso de su obra, cuya única dote característica es cierta facilidad abandonada. El pasaje más poético que a duras penas puede hallarse es la descripción de las estatuas antiguas, y así todo, ¡cuán lejos [p. 547] nos parece del sublime fuego con que Meléndez las cantó en la Oda a las Artes! Oigamos a Rejón de Silva, dirigiéndose a un joven pintor,

                                 «Del rostro de las Niobes aprenda
                                 Aquella morbidez, aquella gracia:
                                 Del fuerte Gladiador, que en la contienda
                                 Halló, en vez de la palma, la desgracia,
                                 La tendida figura
                                 Dará regla segura
                                 De noble proporción, sencilla y bella.
                                 De cuerpo delicado, ágil y fino,
                                 Semejante al de cándida doncella,
                                 El hermoso Apolino
                                 Le propone la imagen deleytable:
                                 Aquel Fauno que afable
                                 Hace a un niño caricias, da la idea
                                 De un anciano robusto en quien campea
                                 El vigor de la edad madura y fuerte.
                                 ................................................................
                                 El grupo de Laoconte, en quien se advierte
                                 El dolor inhumano
                                 De un Padre, al ver con repentino insulto
                                 La muerte de sus hijos y su muerte
                                 Por la furia infernal de unos dragones,
                                 No en una, en repetidas ocasiones,
                                 Sea estudio del joven aplicado:
                                 La robustez de un Héroe, su pujanza,
                                 Le hallará con perfecta semejanza
                                 Del Hércules Farnesio en el traslado:
                                 Y, en fin, para aprender la gallardía
                                 De un joven, y su altiva bizarría,
                                 La gracia, la soltura y esbelteza,
                                 La proporción hidalga y la belleza,
                                 Dibuje con solícito cuidado
                                 Al Pitio Apolo con la sierpe al lado».

Baste con lo copiado (y repito que es lo menos infeliz) para comprender qué cosa sea este poema, tan profanamente comparado por algunos con el de Céspedes. Las notas, en prosa, son útiles y eruditas, especialmente una en que hace la vindicación de los pintores españoles, usando en son de elogio el nombre de naturalistas, y otra (traducida de Watelet) sobre las pasiones y afectos del alma y su expresión por la pintura.

[p. 548] Moreno de Tejada era un versificador más robusto que Rejón de Silva. Hay en sus Excelencias del pincel y del buril más fuego, más movimiento, más instinto descriptivo, menos servidumbre a la materia didáctica, poesía de estilo. [1] Es más lírico y menos docente que Rejón de Silva:

                                                   «¡Qué bien figura el agua transparente
                                                   Con su risueña y desigual corriente,
                                                   Líquida en Mayo, y en Diciembre helada,
                                                   En remanso tal vez, tal despeñada;
                                                   Ora lento, ora raudo su torrente,
                                                    Ya en constante peñasco detenida,
                                                   Explicando en la espuma la tardanza
                                                   Del fin de su combate y su venganza:
                                                   Ya entre espadaña y juncos escondida,
                                                   Selva, aunque humilde, grata,
                                                   Que de su centro nace...
                                                    ...........................................................
                                                   Pálido el campo en la estación segunda,
                                                   En el ardiente Estío,
                                                   El Arte expresa con verdad profunda:
                                                   Exhausto el arroyuelo, pobre el río,
                                                    La flor marchita, el árbol desmayado,
                                                   Triste la selva, sin verdor el prado.
                                                   ...............................................................
                                                   Pinta el ave buscando el alimento
                                                   Que a sus ojos hurtó nevoso el viento:
                                                   Concede al cuadro eqüestres cazadores
                                                    Con lebreles, sabuesos y ventores;
                                                   ................................................................
                                                   Arroyuelos diseña aprisionados
                                                   En cadenas y grillos argentados,
                                                   Y el flúido que busca en la corriente
                                                    Su libertad innata,
                                                   Dexando el ser de liquidada plata,
                                                   Queda, al rigor del cierzo, consistente.»

Moreno de Tejada sigue la doctrina estética de Arteaga, y [p. 549] habla, como él, de la belleza ideal, reduciéndola a una extracción de formas elegibles.

El último canto, y el más curioso del poema, versa sobre la pintura monocromática, o más bien sobre el grabado, arte en que Moreno de Tejada sobresalía, y arte que entre todos fué la gloria del siglo XVIII y de la Academia de San Fernando. Palomino y Flipart le resucitaron después de largo silencio y olvido; enalteciéronle Carmona, de buril tan franco y tan resuelto en sus primeras obras, tan atildado y minucioso en las últimas; Selma, tan limpio y correcto en el dibujo; Ameller, Muntaner, Enguídanos, Paret, Esteve y otros ciento, y, finalmente, le elevó a las últimas cumbres del arte aquel poderoso aguafuertista, de cuyas planchas brotó la sátira animada de la sociedad de su tiempo. ¡Con qué gozo se ve a la personalidad aislada y vigorosa de Goya romper la pesada monotonía de aquel período académico, que sin los destellos de su irregular y caprichoso genio, sería una página en blanco en la historia de la pintura española! Ni un gran pintor religioso, ni un gran pintor de retratos, ni un gran pintor de historia, ni un gran pintor de género. Parecía agotado totalmente el aliento creador de la raza. Los premios académicos, la protección oficial y áulica, los viajes artísticos, las pensiones a Roma, no bastaban a producir más que obscuras medianías, cuyos nombres se registran con enfado en el Diccionario de Ceán Bermúdez. Pero vino Goya con su manera desgarrada y brutal, con sus ferocidades de color, con su intensa y tremenda ironía, con su incorrección sistemática, con su sátira cínica y salvaje, con aquella mezcla sólo a él concedida de realismo vulgar y fantasía calenturienta, y él sólo, sin discípulos ni secuaces, rebelde a todo yugo e imposición doctrinal, insurrecto contumaz contra todo clasicismo y aun contra toda saludable disciplina de la forma; manchando la tabla aprisa, ya con la brocha, ya con la esponja, ya con los mismos dedos, o llevando a sus aguas fuertes todos los terrores y pesadillas de la noche, fué a un tiempo el último retoño del genio nacional y la encarnación arrogante del espíritu revolucionario.

Pero en torno de Goya el amaneramiento de academia seguía triunfante su curso. Al falso clasicismo de Mengs comenzaba a sustituir el falso clasicismo de David; a la ideología abstracta, la seca [p. 550] y violenta imitación de las actitudes esculturales; al arte palaciego, el arte con pretensiones de severidad espartana; a la miniatura, el bajo relieve; a lo pomposo, lo desnudo; a la tragedia francesa, la tragedia áspera, intratable y glacial de Allieri; a las apoteosis de Alejandro o de Trajano, el lienzo de los Horacios o el de la muerte de Sócrates. De este arte, caracterizado por cierta rígida y falsa grandeza, fueron introductores en España Madrazo (don José), Aparicio, Rivera (don Juan Antonio), hombres estimables todos (abstracción hecha de su escuela), y algunos de los cuales, cambiando después de rumbo o dando más amplitud a su criterio estético, influyeron de una manera distinta y mucho más meritoria en el renacimiento moderno del arte español.

La escultura clásica, que en las sociedades modernas no puede ser más que una planta de invernadero, alcanzó cierto grado de restauración desde los tiempos de Carlos III, gracias principalmente a los esfuerzos del gallego don Felipe de Castro (discípulo de Maini y de Felipe del Valle), más digno de estimación que por sus obras propias, por el celo con que dirigió la enseñanza y por la curiosidad erudita con que se entregó a la investigación de las memorias antiguas de su Arte. Puso en lengua castellana la famosa lección de Benedetto Varchi sobre la preeminencia de la escultura sobre la pintura, [1] dejó manuscrito un tratado original sobre la dignidad y excelencia de ésta, y reunió copiosa biblioteca, en la cual figuraba el famoso manuscrito de Francisco de Holanda.

La escultura no había tenido hasta 1786 tratadista alguno en lengua castellana, dado que los preceptos de Juan de Arphe son aplicables por igual a las tres nobles artes y aun a otras inferiores. Intentó reparar este vacío un escultor burgalés de escasa fama, don Celedonio Nicolás de Arce y Cacho, publicando un voluminoso libro con el título de Conversaciones sobre la Escultura. [2] [p. 551] Es trabajo humilde y pedestre, pero que revela en todas sus páginas la horadez y limpia conciencia de un castellano viejo, piadoso y bien intencionado. Prodiga los consejos morales, y se indigna con los artífices licenciosos, «porque el fin malo y afrentoso que llevan, obscurece su nombre, los envilece, los hace plebeyos, y pierden así la nobleza que adquirieron por la profesión o por su sangre». «¿Cómo ha de ser magnífico (añade) el que sobre una obra grande pone un ánimo perverso? La bajeza y el pensamiento malo, no sólo envilece a la persona, sino la obra, aunque sea grande... No se persuadan los Profesores de las Artes que si ellos no son nobles y de pensamientos buenos que acrediten sus virtudes, ellas les ennoblecen; antes al contrario, ellos, por incapaces de poseerlos, las desdoran, o ellas viven desairadas en tales ánimos». Y luego nos cuenta con fruición cómo transformó él una Venus en Magdalena penitente.

Pero no incurre nuestro modesto escultor en la extraña confusión del criterio ético y del estético que hoy predomina en los tratadistas neoescolásticos, y de la cual tan lejanos andaban sus predecesores. Arce y Cacho sabe, porque se lo han enseñado los teólogos, que «si la ciencia del artífice es poca y su intención buena, será bueno el artífice, pero la obra será mala; y, al contrario, si se sirviera del Arte para algún mal fin será malo el artífice pero no el arte».

Por lo demás, el alcance estético de las teorías del bueno de Arce y Cacho es bien pequeño. Parece dar mucha importancia al talento de ejecución, asentando que «más nobleza tiene en la Escultura un jumento bien hecho, que la estatua de un hombre mal formada»; pero al mismo tiempo concede gran valor a la ilusión para los ojos, y tiene por más nobles y admirables aquellas artes que producen efectos sorprendentes y estupendos; v. gr.: «las palomas del sutil escultor Arquitas, que, aunque eran de madera, volaban por sí, y las estatuas de Dédalo, que, si no las ataban, huían, teniendo unas y otras por alma el invisible ingenio de sus [p. 552] autores». El arte del tramoyista o del prestidigitador o del hábil mecánico aparece de esta suerte colocado en la esfera superior al arte de los Fidias o de los Rafaeles.

Define el arte, según el común sentir de los escolásticos, «hábito intelectivo que obra con cierta y verdadera razón», y también «pericia de introducir con manual operación una forma concebida en la mente, en cualquiera materia externa, para servicio de la vida humana». El gusto consiste en imitar los mejores efectos de la Naturaleza, y buscar la verdad de la buena elección, que es la belleza. Reprueba el violentar las figuras y el alterar los músculos, y es grande apologista de la sencillez en la expresión, y de la propiedad, coordinación y suavidad de formas. Toda expresión debe nacer de la verdad: tal es su máxima, y la que le sirve de criterio para reprobar los efectos teatrales de aquellos escultores «que se hacen cómicos malos, sin sentir ellos los afectos».

En lo demás, el libro es enteramente práctico, no desdeñando ni siquiera las recetas para hacer colas, betunes y ceras. Incluye, finalmente, un tratado de Fisionomía, donde da preceptos para imitar el rostro del justo, del homicida, del prudente, del necio, del insensato, y a este tenor todos los caracteres, pasiones y afectos.

Ignoramos la influencia que tal libro, algo anticuado por su doctrina y por su estilo, pudo tener en el desarrollo de la escultura española después de don Felipe de Castro. [1] Pequeña debió de ser, y de ninguna manera comparable con la que ejerció la enseñanza oral y práctica de don Juan Pascual de Mena, compañero y sucesor de Castro, y Director general de la Academia de San Fernando desde 1771. Ni sus estatuas, ni las de Castro, ni las de sus contemporáneos don Francisco Gutiérrez y don Manuel Alvarez, podían considerarse como verdaderas imitaciones del antiguo; pero por su dignidad, reposo y nobleza eran ya un prodigio respecto de los teatrales amaneramientos de los escultores franceses que trajo Felipe V para adornar los jardines y las fuentes de La Granja. Sea cualquiera el mérito de los artistas que florecieron bajo el cetro de Carlos III, por ellos comenzó a recobrar la escultura su [p. 553] carácter sereno e ideal, preparándose para los primeros años de nuestro siglo el advenimiento de verdaderos escultores clásicos, de la escuela de Canova o de Torwaldsen, aunque en grado inferior al de estos dos maestros. El Ganimedes de don José Alvarez, sus bajorrelieves del Quirinal, su grupo de Néstor y Antíloco; la Psiquis del catalán Campegny, y alguna otra estatua de entonces, se hallan a tanta distancia de las mejores del siglo pasado, como las odas de Quintana o los irreprensibles versos de Gallego, de los versos de Iriarte o de Fr. Diego González.

La Arquitectura había seguido los mismos pasos que las artes hermanas. A una generación de arquitectos extranjeros, relativamente correctos, pero no emancipados todavía del antiguo barroquismo, habían sucedido verdaderos arquitectos españoles, con tendencia cada día más pronunciada a la rigidez de las formas greco-romanas. Don Ventura Rodríguez, antiguo delineador a las órdenes de Marchand, de Galucci, de Bonavía, de Juvara y de Sacchetti, representa el período de transición; don Juan de Villanueva el de apogeo de los cánones de Vitruvio y de Paladio. Jove-Llanos hizo el elogio del primero en términos tan pomposos, que no los hubiera empleado mayores para un Bramante, un San Gallo o un Brunelleschi. Le proclama «grande en la invención por la profundidad de su genio, grande en la disposición por la profundidad de su sabiduría, grande en el ornato por la amenidad de su imaginación y por la exactitud de su gusto», y es de ver (¡tiranía de la época!) cómo se extasía el elocuente panegirista con el absurdo proyecto que Rodríguez tuvo de levantar en las sagradas asperezas de Covadonga un templete «adornado con toda la gala del más rico y elegante de los órdenes griegos». Reducidos hoy estos elogios a su verdadera medida, nadie puede negar a don Ventura Rodríguez cierto grado de relativa originalidad, basada en la alianza de los principios fundamentales de la arquitectura herreriana (a que por carácter y por gusto se inclinaba), con algo menos austero y más elegante y pomposo, con ciertos ornatos que sabían a barroquismo mucho más de lo que sus contemporáneos imaginaban, pero que, empleados con mesura, no disuenan ni rompen lo agradable del conjunto. Don Juan de Villanueva pasa por más ático que don Ventura Rodríguez; pero quizá, cotejadas las obras de uno y otro, haya que reconocer en el primero más ingenio, [p. 554] y en el segundo más estricta sujeción a las que entonces pasaban por leyes inefables del arte.

Estas leyes se imponían y explicaban, si bien de un modo rutinario y empírico, en las escuelas que muy desde el principio estableció la Academia de San Fernando, dándolas carácter más científico en tiempo de Carlos III. Tampoco faltaban tratados doctrinales, ya de la Arquitectura misma, ya de las ciencias que la sirven de preparación indispensable. Al antiguo curso de Matemáticas del P. Tosca, sustituyó en las aulas académicas el de don Benito Bails; vasta, aunque poco original enciclopedia, basada por la mayor parte en los tratados de Bézout, que entonces corrían con gran crédito. Los Elementos de Matemáticas (que tal es el impropio título de la obra de Bails) constan de diez tomos en 4.º grande: el noveno está consagrado totalmente a la teoría científica de la Arquitectura. [1]

Juntamente con Bails (primer profesor de Matemáticas que la Academia tuvo, inaugurando su curso en 2 de octubre de 1768), contribuyeron a la difusión de tan indispensables conocimientos el ingeniero don Carlos Lemaur, autor de unos Elementos de Matemáticas Puras; don Fausto Márquez de la Torre, que publicó un Arte de la Montea, el P. Miguel de Benavente, que tradujo del latín los Elementos de Arquitectura civil del P. Christiano Reiger, dedicándolos a la Academia en 1768; [2] don Diego de Villanueva (hermano de don Juan), que dictó a sus alumnos un Curso de Arquitectura, el capitán de Ingenieros don Josef Hermosilla y Sandoval, [p. 555] que escribió en Roma un tratado de Geometría y una Explicación de las máquinas necesarias para la construcción de edificios, obras que (según Ceán Bermúdez) merecieron los mayores elogios de los célebres matemáticos Boscowich y Jacquier, y don Juan Pedro Arnal, de quien no consta que dejara nada escrito, pero si que fué uno de los arquitectos más doctos e influyentes de su siglo.

Casi todas las obras magistrales de arquitectura greco-romana fueron entonces traducidas, ilustradas y divulgadas en lengua castellana. Comenzó don José de Castañeda, teniente director de la Academia de San Fernando desde 1757, poniendo en castellano el Compendio francés de Vitruvio, escrito por Claudio Perrault, obra que no podía sustituir al verdadero Vitruvio, pero que por de pronto fué de alguna utilidad. [1] Más adelante, don Diego de Villanueva (1764), con su traducción del Vignola, acompañada de diseños propios, arrinconó para siempre la antigua de Patricio Caxesi. Don Carlos Vargas Machuca tradujo la obra de Scamozzi sobre Paladio. Hermosilla y Sandoval, más conocedor que ninguno de ellos del arte antiguo, que había estudiado en la misma Roma, pensionado por el ministro Carvajal y Lancáster, emprendió una traducción castellana de Vitruvio, ilustrándola con notas y disertaciones sobre los lugares oscuros; pero esta obra, o no se terminó, o no llegó a publicarse.

Y fué lástima, en verdad, que el único traductor de Vitruvio que al fin y al cabo logró sacar de las prensas su trabajo, no fuera arquitecto de profesión, sino mero humanista, aunque laborioso y concienzudo como pocos. Era vicario mayor de Xátiva, y se llamaba don Joseph Ortiz y Sanz. Empezó su versión en 1777, sin más ayuda que las ediciones de Philandro, de Bárbaro y de Galiani; pero luego comprendió que, para entender algo de aquel [p. 556] oscurísimo texto, le era preciso ver por sí mismo los edificios antiguos, y examinar en la Vaticana los códices y varias lecciones de Vitruvio. Subvencionado con larga mano por el Gobierno de Carlos III, tan favorable a toda empresa científica, realizó su viaje a la alma ciudad en 1778, extendiendo luego sus excursiones a Nápoles, Bayas, Puzol, Herculano, Pompeya y Pesto. El fruto de estas agradables excursiones se vió muy pronto en varias memorias previas sobre lugares oscuros del texto vitruviano, [1] y luego en una edición castellana, que con inusitada magnificencia se hizo en 1787, aunque, por desgracia, sin que la acompañara el texto latino, única piedra de toque para juzgar de los aciertos o errores del nuevo traductor. Tuvo éste presentes la edición de Juan Sulpicio (¿1487?), las tres de Jocundo, arquitecto veronés (1511, 1515 y 1523), la de Philandro (1552), la de Daniel Bárbaro (1567), la de Juan Laet (1649), la del marqués Galiani (1758), y además cuatro códices de la Vaticana y dos del Escorial, aprovechándolo todo con un criterio ecléctico, no siempre seguro ni ajustado a las reglas más severas de la crítica. De las traducciones anteriores (exceptuadas las de Perrault y Galiani) hace poco o ningún aprecio, llamándolas, con harta razón, «obscuras, miserables y descaminadas». En cambio le sirvió muchísmo el comentario de Philandro. «Lo que él no hizo en los lugares difíciles que comentó, nadie lo ha hecho, a excepción de alguna cosa de poca [p. 557] importancia; y si hubiera comentado cuanto en Vitruvio requería comento, apenas hubiera dejado que hacer a los venideros». [1]

Ortiz dió pruebas de buen juicio, separándose algún tanto de la absurda idolatría de los traductores por el autor que [p. 558] interpretan, y de la todavía más absurda e intolerante superstición con que en su época se miraban todas y cada una de las palabras del arquitecto romano. Su juicio en esta parte es muy independiente, y revela que había acertado a mirar con ojos propios los monumentos de la antigüedad: «Nunca diré yo que cuanto escribe Vitruvio sea absolutamente perfecto, seguro e incapaz de reforma, aun considerado en lo antiguo, pues no ignoro tiene algunas cosas que nos parecen menos graciosas que las que vemos en algunos monumentos del Antiguo; v. gr.: la mucha proyectura de basa Ática, la poca del capitel Dórico, la sobrada altura de los dentellones, dupla de su anchura, la falta de naturalidad y poca ventaja del éntasis o barriga de las columnas, la columna Dórica sin basa, la pesadez de la basa Jónica, la mucha altura de la corona en las puertas, la inutilidad de los resaltes per scamillos impares, etcétera, etc.» Fuera de esto, el criterio de nuestro traductor era el de la escuela greco-romana en toda su pureza, sin que se recatara en llamar bárbara a toda arquitectura de la Edad Media, anterior a Brunelleschi y a León Alberti. Poseído de estas ideas, y no viendo otro mundo arquitectónico que el de la Italia clásica; después de hacer hablar en nuestra lengua a Vitruvio, tradujo a Paladio, y los diálogos de Bottari sobre las artes del diseño, y publicó varias disertaciones arqueológicas, entre las cuales sobresale la descripción del teatro de Sagunto, que ya antes había dado materia a una extensa y brillante carta latina del deán Martí, la cual mereció ocupar un puesto en la Antigüedad Explicada del P. Montfaucon.

Juntamente con Ortiz y Sanz contribuyeron a difundir el gusto de la crítica arqueológica, y de la arquitectura clásica, el jesuíta P. Márquez (Pedro José), que procuró ilustrar, conforme a la doctrina de Vitruvio, las casas de ciudad de los antiguos Romanos, las villas de Plinio el Joven, y el célebre pasaje de los scamillos impares; [1] el arquitecto don Diego de Villanueva (hermano de don Juan), que publicó en Valencia en 1766 unas Cartas Críticas [p. 559] sobre los errores y defectos de las fábricas que en Madrid se construían, inaugurando así de una manera festiva y punzante la cruzada contra el barroquismo, que luego Ponz persiguió sin tregua durante su viaje; y finalmente, don Francisco Antonio Valzania, que escribió con cierta originalidad relativa unas Instituciones de arquitectura, impresas en 1802, obra muy curiosa, porque en ella el autor osa disentir algunas veces de las opiniones de Vitruvio, tenido entonces por oráculo de su facultad, aun en opinión del mismo Valzania, que le consideraba como «la fuente de donde ha dimanado cuanto tiene de bueno la arquitectura moderna». Así y todo, persuadido de que la autoridad nunca debe prevalecer sobre la razón, emprende demostrar Valzania que la teoría de la Arquitectura ha hecho muy escasos progresos; que la solidez se halla aún enteramente gobernada por las reglas inciertas de la práctica; que la Belleza no consiste solamente en la reproducción de los antiguos órdenes de Arquitectura; que caben diversos géneros de ornato, y que, en vez de empobrecer el arte, convendría que se inventasen «otros órdenes igualmente simétricos y bien proporcionados, a fin de que la idea tuviese más campo donde extenderse». Estas y otras proposiciones no menos arrojadas, juntamente con el mal humor que Valzania manifiesta contra los que, «presumiendo restablecer la buena Arquitectura, la reducen a suma esterilidad y desnudez», hicieron que su libro se tuviese por cosa vitanda, hasta el punto de que Ceán Bermúdez, adicionando las vidas de los arquitectos de Llaguno, no quiso ni aun pronunciar el nombre de Valzania, [1] a quien consideraba, sin duda, como autor extravagante y pernicioso.

La ortodoxia artística de entonces no toleraba más que una sola ley y un solo culto. ¡Infeliz de quien no se amoldara ciegamente a las medidas de su Vignola! Y, sin embargo, aquella disciplina durísima produjo un bien innegable: acabó con el barroquismo, organizando contra él una verdadera inquisición, confiada a los ojos nunca rendidos de cansancio, a la voluntad nunca desfallecida, a la vigilancia nunca burlada del secretario de la Academia de San Fernando, don Antonio Ponz, el cual desde 1771 hasta 1792 [p. 560] apenas hizo otra cosa que correr en todas direcciones el suelo español, inventariando la riqueza artística existente, y dando caza con verdadero ensañamiento a las «disparatadas máquinas de madera con el nombre de altares de talla», a las «fábricas extravagantes y faltas de artificio», a los «promontorios desatinados y bárbaros», a ese «modo costoso y quimérico de edificar», a esos templos «dignos de los pueblos de la Scythia». Y como tales «monstruosidades» se habían llevado a efecto por acuerdos de un cabildo, de un ayuntamiento y de otras comunidades seculares o religiosas, Ponz, empeñado, como buen hijo de su siglo, en imponer a toda costa desde las altas regiones su criterio, reclama la intervención de la autoridad pública; pide que cada una de las catedrales del Reino tenga a su servicio un arquitecto escogido entre los mejores, no sólo para la acertada dirección de sus obras, sino para que desbarate y eche por tierra todas las aberraciones pasadas, todos los altares monstruosos, todos los montes de hojarasca, «cuya vista sólo sirve para encender la sangre de los hombres de buen gusto». «Parece imposible (exclamaba) que puedan nacer grandes ideas, pensamientos arreglados, producciones sublimes, en entendimientos de hombres cuya vista se ha viciado y se vicia continuamente con objetos mezquinos, disonantes a la razón, y apartados de cuanto la savia naturaleza enseña... Una vista acostumbrada a lo bueno y a lo grande, fácilmente excitará en el entendimiento ideas conformes a lo que ella está percibiendo: no de otra suerte que un oído refinado en la harmonía musical, hará que el entendimiento decida contra la disonancia de un tono desarreglado».

Ponz cree firmemente en la influencia educadora de las Bellas Artes y de las Bellas Letras, y por eso su crítica toma un carácter apasionado, que la hace atractiva y simpática. Es discípulo fervoroso de Mengs, y adora, no menos que él, las estatuas griegas, «donde está comprendido cuanto hay de exacto, de gracioso, de noble y de sublime en la línea del dibujo». Pero en Arquitectura parece tolerante con todo lo que no sea aquel churriguerismo, objeto de sus iras, verdadera pesadilla de su espíritu. En presencia de los edificios góticos, siente una lucha interior entre su buen instinto y la doctrina de Academia, y, a veces, triunfa su buen instinto, obligándole a confesar que «la Arquitectura gótica tiene [p. 561] mucho de admirable, considerando su buena proporción en aquel estilo, su firmeza, lo gentil de sus miembros y sus adornos, con ser todo tan diverso de los principios con que en Grecia e Italia se encontraron y perfeccionaron los órdenes de Arquitectura conocidos». Y en otra parte reconoce que la Arquitectura ojival «parece nacida para dar majestad y decoro a los templos y casas del Señor», y rechaza el calificativo de barbarie aplicado a la Arquitectura de la Edad Media, porque «cosas se ven, del tiempo gótico, y aun de antes, de mucha admiración, y que después, pocos las han igualado en sus mejores partes». En cambio, no manifiesta una admiración tan ciega y absurda, como otros de su escuela, por la fábrica del Escorial. Pocas sentencias hay en el Viaje de Ponz que la crítica moderna no pueda confirmar; y como las leyes del gusto no prescriben nunca, siempre nos asociaremos (aunque sea con menos animosidad, porque el daño está más lejos y no lleva trazas de reproducirse) al odio casi personal que le inspiran los Riveras, Donosos y Tomes, y todos los autores de «esos cornisamentos rotos, frontispicios dentro de frontispicios, de esos cuerpos multiplicados sobre un mismo plano, de esas pilastras y columnas agrupadas para no sostener cosa alguna, de esas lineas tortuosas, y, finalmente, de esos miembros que no se puede atinar lo que significan».

El Viaje de Ponz es más que un libro: es una fecha en la historia de nuestra cultura. Representa tanto en la esfera artística como los viajes de Burriel, Velázquez, Pérez Báyer, Flórez y Villanueva en el campo de las ciencias históricas, o el de Jorge Juan y Ulloa en las ciencias físicas. Fué la resurrección de nuestro pasado estético: vino a suplir todos los olvidos y las deficiencias de nuestros historiadores de ciudades, tan descuidados y tan poco competentes en todo lo que se refiere a los milagros del arte. Ellos se contentaban con decir que tal o cual iglesia era de muy prima, de muy excelente o de muy soberana arquitectura, o bien que no tenía par en el mundo, con otros encarecimientos igualmente vacíos, cuando no irracionales y caprichosos. Ponz se apartó voluntariamente de tal camino; clasificó [1] los monumentos con las luces que le daba la crítica entonces dominante; indagó sus autores [p. 562] y la fecha de su erección, y los incidentes que en ella mediaron, y las transformaciones que el edificio sufrió, y las riquezas pictóricas o esculturales que encerraba, y los recuerdos históricos que con él estaban ligados. Merced a su diligencia salió del polvo de los archivos un sin fin de nombres de arquitectos, de escultores, de pintores, de iluminadores, de vidrieros, de rejeros, de orífices, de plateros, de artistas de toda especie, sobre los cuales pesaba un silencio de tres, de cuatro o de cinco siglos. No se le puede exigir a Ponz, que en su viaje tenía que atender a tantas cosas (algunas de ellas extrañas al arte), el mismo rigor y minuciosidad que en un campo menos vasto alcanzaron después Llaguno y Ceán Bermúdez. Y muchísimo menos se le puede pedir el espíritu de amor a la Edad Media, que ha sido en nuestro siglo el despertador y acicate de la brillantísima generación de arqueólogos románticos. No hay que leer el Viaje de Ponz a continuación de los Recuerdos y bellezas de España. Conviene leerle antes, poniéndole en su día, en el medio en que nació, en la ausencia total de trabajos preliminares, en la atmósfera glacial y ceremoniosa que entonces pesaba sobre los reinos del Arte. Y, entonces, el libro aparecerá en todo su valor, no sólo porque fué el primer mapa artístico de España, no sólo porque es el monumento de una campaña victoriosa contra un gusto que eternamente deberá ser tenido por estragado y perverso, sino, además (doloroso es decirlo), porque muchas de las maravillas artísticas que Ponz vió, solamente viven ya en sus páginas, acta de acusación terrible contra el vandalismo que vino después. [1]

El estilo de Ponz es rudo y desaliñado: la forma de sus cartas indigesta: además, el viaje quedó sin terminar, faltando, entre otras descripciones importantes, las de Granada, Galicia, Asturias y Mallorca; pero el principal objeto estaba logrado. La [p. 563] Academia de San Fernando, a la cual Ponz había infundido una actividad y una confianza en sus fuerzas verdaderamente extraordinaria, logró apoderarse de la dirección de las obras públicas en 1777, en virtud de una Real cédula que sometía a su examen todos los planos, cortes y alzadas de los edificios civiles que de nuevo se construyesen. Y ya que no pudo hacer otro tanto con los edificios eclesiásticos, dictó a lo menos una circular del Conde de Floridablanca a los Arzobispos y Obispos (fecha 29 de noviembre del mismo año), excitándolos, por «la reverencia, severidad y decoro debidos a la casa de Dios», a no permitir que en los templos de sus diócesis se acometiese obra alguna de consideración sin consultar antes los planos con el tribunal académico. Los términos de esta circular parecen caídos de la misma pluma de Ponz, que ya en los primeros tomos de su Viaje, con textos de los Paralipómenos y de Isaías (Auferam a vobis sapientem de architectis), había intentado persuadir a los cabildos de la responsabilidad moral que les alcanzaba por tolerar las profanaciones de la Casa del Señor. [1]

Para completar en unas cosas y rectificar en otras el Viaje [p. 564] de Ponz, emprendió el suyo en los primeros años de nuestro siglo don Isidoro Bosarte, sucesor del mismo Ponz en la secretaría de la Academia de San Fernando. Su viaje no parece haber pasado de Segovia, Valladolid y Burgos, material del único volumen que anda impreso, no menos erudito que los de Ponz, y enriquecido, como ellos, con documentos inestimables, única cosa que hoy le da valor, pues, por lo demás, su sentido estético es pobrísimo, e inferior en tolerancia y amplitud al de su predecesor. La arquitectura gótica le parece una «depravación y corrupción de la arquitectura antigua greco-romana», aunque concede que en algunos casos acertó a combinar la ligereza con la solidez. «En la pintura y en la escultura (añade), el goticismo no tiene ni sistema ni disculpa, pues como estas dos artes tienen modelo expreso y determinado en la naturaleza, debe el arte ajustarse a él». La escultura de los tiempos medios es para Bosarte cosa miserable, y no menos la pintura. ¿Qué más? Aun en los mismos artistas próceres del Renacimiento, en Rafael, en Leonardo, descubre vestigios del goticismo de su educación, de aquel sistema heterodoxo, opuesto a todo el sistema de la antigüedad greco-romana. Agradezcámosle que no aconseje nunca las demoliciones, ni el picar o raer la piedra so pretexto de reforma, «porque así se defrauda a la historia del arte de sus testimonios auténticos». En este punto su criterio es intachable: aun en las reparaciones y restauraciones quiere que se continúe «la obra vieja según su estilo». El criterio [p. 565] arqueológico le hace respetar aquello mismo que condena su apocado criterio artístico. Perdonémosle, en gracia de esto (si perdón hay para tales crímenes), que sólo acertara a ver en la catedral de Burgos un edificio suntuoso y de grandes dimensiones, y en los sepulcros de la Cartuja de Miraflores no más que una obra arbitraria y prolija, aunque de gran curiosidad y paciencia. [1]

Y, sin embargo, Bosarte era hombre nada vulgar, y de gran erudición en Bellas Artes. ¡Qué efecto debieron hacer en su tiempo los cuatro discursos sobre la arquitectura y la pintura entre los antigüos griegos y egipcios, que él leyó en la cátedra de Historia Literaria de los Estudios de San Isidro, en 1790! [2] No contenían sólo nuevas y sagaces interpretaciones de Plinio y de Vitruvio, enmiendas a las traducciones de Jerónimo de Huerta y de Ortiz y Sanz, sino principios generales de grande alcance, aunque no todos con los mismos quilates de verdad y exactitud. Hacía derivar el arte de la aptitud para expresar, y proseguía identificando constantemente la belleza con la expresión, de un modo [p. 566] análogo al de Levêque entre los modernos eclécticos franceses. Pero con doctrina más ancha, definía el talento creador en Bellas Artes como «una potencia mediante la cual algunos hombres perciben prontamente las formas, esto es, la línea que circunscribe cada cuerpo, y en los cuerpos los accidentes más visibles, como la belleza y su privación la fealdad; la luz y su privación la sombra». Dividía los motivos de la obra artística en internos o eficientes, y externos o auxiliares; y entrando a investigar las causas del admirable florecimiento de la Escultura entre los griegos, las encontraba, sobre todo, en la frecuente inspección del desnudo, y en el armónico desarrollo que los ejercicios gimnásticos daban a la figura humana. Sobre la Gracia expone una teoría ingeniosa, y en el fondo muy verdadera, estimándola como una «disminución de la verdadera belleza según la idea que tenemos de su estado perfecto y granado». Por eso la gracia se encuentra principalmente en las mujeres y en los niños. El no sé qué es una belleza incoada en bosquejo o sin concluir, un accidente de la expresión. No es menos ingeniosa su doctrina acerca del grado de representación humana que cabe en las obras arquitectónicas, y aun en las de las artes industriales. «Los edificios obtienen un grado de expresión o representación del hombre, por representar los usos que el hombre hace de ellos y el fin para que los destina. A este modo, las armas ofensivas y defensivas de la guerra obtienen también un grado de representación humana». Como la escuela de Mengs había pasado, y la de David comenzaba a reinar en todo su auge, Bosarte, inspirado evidentemente por sus prácticas y máximas, pone siempre el estudio del natural sobre el estudio de los modelos. «No estudiéis los antiguos para imitarlos; pero estudiad día y noche los antiguos y los buenos modernos para hacer tanto como ellos: estudiad solamente la Naturaleza para imitarla, y a los buenos profesores para entenderla e interpretarla: las obras de estos hombres insignes son un comentario de la naturaleza; pero no texto: que en las artes de imitación directa no hay más texto que la naturaleza misma».

Guevara, Requeno y Ortiz habían ilustrado las artes del período clásico: Bosarte quiso remontarse más lejos, y asentar el pie en el terreno, entonces tan incierto y movedizo, de la arqueología oriental. Puede estimarse la valentía del intento; pero la ejecución [p. 567] era entonces prematura, por no decir imposible. Bosarte pretende que «de Egipto vino la semilla de las Bellas Artes a Grecia»; que a los egipcios se debe la invención de la Escultura, la del relieve y la del grabado en hueco, la de la Pintura y la del mosaico. Hasta se inclina a concederles la invención de la columna, y la del arco rebajado y la del arco apuntado, y, en suma, no hay forma ni elemento de arte que no quiera hacer venir de las sagradas riberas del Nilo, donde, según él, las Pirámides fueron símbolo de la Unidad Divina. Aparte de inevitables desaciertos, nacidos de la falta total de datos, Bosarte vislumbró algo que luego ha confirmado la crítica. Los egipcios conocieron la bóveda, pero no la empleaban más que en las construcciones de ladrillo, que tenían entre ellos una importancia secundaria. La columna pasó en Egipto por muchas fases, desde el pilar cuadrangular del imperio antiguo y la columna prismática del imperio medio, hasta la columna de capiteles con la flor del loto, introducido bajo la XII dinastía. Los egipcios llevaron al último grado de perfección las artes decorativas, pero no la pintura propiamente dicha, que comenzó por ser una colaboración de la escultura, y prosiguió siempre sometida a las condiciones del bajo relieve, ignorando totalmente el claro-obscuro y la perspectiva aérea, y el estudio del natural. En cambio, la escultura hubiera alcanzado un desarrollo casi rival del arte griego, a haber seguido la tendencia humana y realista que ostenta las obras de las primeras dinastías, en vez de caer bajo el convencionalismo hierático y los tipos o cánones inflexibles que luego la esclavizaron. Pero prescindiendo de cuestiones de orígenes todavía no resueltas ni fáciles de resolver si no se tiene muy en cuenta la espontaneidad del espíritu humano en cada raza y en cada pueblo, debemos aplaudir el buen instinto (casi de adivinación) con que Bosarte afirmó antes de Lenormant y Maspero que entre todos los pueblos de la antigüedad, exceptuados los hebreos, ninguno elevó las artes plásticas a un grado más alto de perfección que los egipcios.

Sin perderse en investigaciones tan remotas, sino limitándose modestamente a hacer el inventario de las riquezas de casa, nos dejó el insigne traductor de la Atalía, don Eugenio Llaguno y Amírola, una de las obras más útiles, importantes y magistrales del siglo XVIII: las Noticias de los arquitectos y arquitectura de España, [p. 568] obra que corresponde al período que vamos historiando, aunque no vió la luz pública sino muchos años después, en 1829, con extensas adiciones de Ceán Bermúdez, a quien Llaguno había legado el manuscrito, para que le aprovechase en bien de las artes españolas. La obra de Llaguno no es historia de la arquitectura, pero es, hasta la hora presente, la más rica colección de materiales para escribirla. Amante Llaguno, como todos en su tiempo, de la corrección y severidad de formas de la renovada arquitectura greco-romana, apura los esfuerzos de su erudición en lo concerniente a los arquitectos del Renacimiento, de cuyas vidas deja, en verdad, muy poco que investigar ni que decir, y aun puede decirse que esto poco lo completó Ceán Bermúdez. Menos aficionados uno y otro a las Artes de la Edad Media, y siendo mucho más vasto el campo, la investigación más difícil, y más raros los documentos, dejan casi virgen esta parte, cuyo estudio formal no puede decirse que haya sido emprendido hasta nuestros días. No sólo se les ocultaron a Llaguno y a su adicionador infinitos nombres de arquitectos y alarifes cristianos y mudéjares, cuentas de fábrica y otros documentos preciosos, sino que desconocieron importantes desarrollos de nuestra arquitectura medioeval, por la cual pasaron como quien cumple un deber penoso y aspira pronto a salir de él. La arquitectura de los mozárabes aparece confundida con la de los mudéjares, y ésta con la árabe propiamente dicha. Falta totalmente la arquitectura bizantina, y no parece sospechar Llaguno que los cristianos españoles conocieran otra que la por él impropiamente llamada gótico-germánica, así como da el nombre, todavía más impropio, de greco-arábiga a la que en la Edad Media dominó en Italia. Con todo eso, es de aplaudir en Llaguno la templanza y parquedad en los juicios, la firmeza y seguridad en los datos, la discreción en los elogios, la limpieza y modesta elegancia del estilo, y, sobre todo, la copia de documentos, que es el mayor precio de su obra, riquísima en traslados de Reales cédulas, nombramientos de arquitectos, escrituras, contratas y condiciones para ejecutar las obras, partidas de bautizo, de matrimonio y de entierro, testamentos de artistas y otros inestimables documentos. Mucha de esta riqueza se debe a Ceán Bermúdez, cuyas adiciones abultan dos tercios más que el trabajo de Llaguno, perteneciéndole, por tanto, más de la mitad de [p. 569] la gloria. [1] La índole mansa y apacible de Llaguno le apartó siempre de toda intolerancia artística: no hay en él palabras de vituperio para ninguna escuela. Aun contra el mismo barroquismo no se indigna de una manera tan declamatoria y afectada como Ceán Bermúdez, por más que califique de gerigonzistas y nuevos heresiarcas a sus secuaces. El arte de la Edad Media no despierta en él ni entusiasmo ni gran curiosidad, ni tampoco ira. Pasa por delante de él sin comprenderle, pero sin injuriarle.

Y, sin embargo, era imposible que las maravillas de aquel arte dejasen de hablar a ojos capaces de sentir la divina impresión de la belleza. Hubo en el siglo XVIII dos hombres, por lo menos, que las sintieron con bastante intensidad para que su entendimiento rompiera con la preocupación envejecida y les llevara a confesar en voz muy alta aquella admiración suya, tanto más sincera y virginal, cuanto que no era aprendida en los libros, sino que reñía con todo lo que los libros enseñaban. Estos dos predecesores de la arqueología romántica son (¿quién había de presumirlo?) los dos graves y clásicos escritores don Antonio de Capmany y Montpalau y don Gaspar Melchor de Jove-Llanos. Capmany, a quien sus investigaciones sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona (uno de los libros que más honran la cultura española del siglo XVIII), llevaron a profundizar en el estudio de la Edad Media, encontró a su paso «los edificios de la baxa edad que se conservan en Barcelona», y entusiasmado con su contemplación, por lo mismo que no era arquitecto ni tenía los ojos llenos de la telaraña de las escuelas, donde se juaraba por Vignola y Scamozzi, no pudo contenerse, y prorrumpió en un verdadero ditirambo en honor del «carácter atrevido, delicado y grandioso del orden que llamamos gótico». Oigamos sus palabras mismas, escritas en 1792, [2] mucho antes del advenimiento de la crítica de los Schlegel:

[p. 570] «Por lo general, es más sensible la impresión que causa el aspecto de las fábricas góticas que el de las obras modernas. Primeramente sentimos una especie de sorpresa, que nace de la elevación de las columnas y bóvedas; de la terminación misma de los arcos punteados; de la ligereza de todos los miembros del cuerpo de la fábrica, remontados y rematados en figura piramidal; de las partes menores del ornato y de los cornisamentos esbeltos, todo lo cual da una ilusión de espaciosidad, que no existe realmente en la área del edificio, porque las formas y pequeñez de las partes causan a la vista el mismo efecto que la realidad de las distancias, que achican los objetos grandes en su lugar respectivo. Añádase a esto, como causa más eficaz, la enorme altura que toma la arquitectura gótica en los edificios sobre la que prescribe la regularidad de la griega... Todos los templos góticos tienen siempre un aire de grandiosidad, aunque no sean realmente grandes... Por otra parte, en las iglesias de estilo gótico se siente una especie de recogimiento y veneración secreta, cuya causa no acertarnos a adivinar. Esta puede provenir de las ideas que despierta la misma antigüedad de la obra... Contemplo aquellas paredes como testigos de vista de las generaciones que pasaron... Pero fuera de esto, la arquitectura gótica me parece siempre antigua, la romana siempre moderna.

La Arquitectura Gótica imprirne cierto género de tristeza deliciosa que recoge el ánimo a la contemplación, y así parece la más propia para la soledad augusta de los templos. Por consiguiente, estas fábricas, para que no se pierda el aspecto de antigüedad que las hace tan venerables, deben conservar la tez morena de su sillería en su primitivo estado, sin admitir los revoques de yeso, de pintura o el enjalbegado de cal... ¿Qué motivo puede inducir a semejante fealdad, convirtiendo los templos antiguos en almacenes?... Gradúolo por absurdo igual al de dorar las estatuas [p. 571] de mármol de la antigüedad... ¿Quién ha dicho a los promotores de semejantes transformaciones que los templos góticos exigen mayor claridad?

Una de las partes que en la construcción de estos templos roba la atención del espectador y da la principal belleza y ornato a su estructura, es el ventanaje, de claraboyas airosa y gallardamente rasgadas, cuya longitud y distribución entraba en el plano inferior del edificio, más para la simetría y elegancia que para comunicar la luz... La devota majestad de los templos requiere una luz remisa o cortada, que no ofenda ni distraiga el recogimiento de los fieles, como la ofendería la directa y viva transmitida por la diafanidad de los cristales limpios.

¡Qué efecto tan extraño y hermoso harían estas iglesias en el estado en que salieron de la mano del Arquitecto! Los modernos, o por mal gusto, o por economía, o por haber perdido de vista la mente del artífice en la traza arquitectónica de los referidos templos, los han desfigurado».

¿Tuvo o no razón otro escritor catalán, cuyo sentido estético era de los más vivos y profundos (Piferrer), para decir que tales páginas hacían a Capmany «superior a su tiempo y adivinador de lo futuro»?

Lo mismo puede y debe decirse de algunos de los escritos de Bellas Artes debidos a la pluma de Jove-Llanos, especialmente de los últimos. Ningún español del siglo XVIII, ni Azara mismo, mereció en tanto grado como Jove-Llanos la prez de aficionado a las Bellas Artes, en el sentido más alto y noble que puede tener el calificativo de aficionado. El contribuyó a fundar en Sevilla la escuela de dibujo (1769): él reunió escogida colección de cuadros, y otra todavía más preciosa e inestimable de bocetos, que es hoy gala y tesoro del Instituto Asturiano; pero todavía más que sus colecciones y su protección oficial, por desgracia poco duradera, enaltece su memoria el gusto finísimo y delicado de que hizo muestra al juzgar las obras estéticas que tienen por medio de manifestación el color y la línea. En la crítica de Jove-Llanos [1] [p. 572] pueden señalarse dos períodos muy distintamente caracterizados. Pertenecen al primero los escritos anteriores a su deportación a Mallorca, en los cuales Jove-Llanos, a pesar de su habitual elevación de espíritu y del vigor de imaginación con que siente y se asimila lo bello y parece como que vuelve a crearlo con sus palabras, no traspasa, en general, los horizontes de la escuela clásica de Mengs y de Milizia, entonces dominante, por más que ya comience a notarse en él cierta curiosidad arqueológica que le lleva hacia los monumentos de la Edad Media, y cierta propensión a [p. 573] admirar obras artísticas que caen fuera del estrecho círculo en que se movía la crítica de los Llagunos, Azaras y Bosarles. En el segundo período, estas tendencias llegan a relativa madurez, y algunos pasajes de sus disertaciones mallorquinas hacen a Jove-Llanos legítimo precursor del romanticismo, por el sentimiento y color local con que restaura y anima mentalmente los templos, los alcázares y los castillos de la Edad Media, volviéndolos a poblar con las sombras de los que un día los habitaron. Conviene seguir un poco más de cerca este desarrollo de la cultura estética en un tan grande espíritu.

El Elogio de las Bellas Artes y el Elogio de don Ventura Rodríguez son acabados modelos de aquel género de oratoria académica, un tanto pomposa, y aliñada en demasía, pero grande, majestuosa y noble, en que Jove-Llanos se mostró émulo del mismo Marco Tulio. El carácter distintivo de este género de oratoria consiste en expresar de una manera solemne y brillante las opiniones generalmente admitidas en la conciencia pública, las que se llaman, no en mal sentido, lugares comunes, los cuales, no por ser comunes, dejan de ser a veces altísimas verdades. Pocas veces cae Jove-Llanos en la vacía ampulosidad de Thomas, que pasaba entonces en Francia por modelo de este género; pero se le parece algo en la calidad de los pensamientos, siempre más nobles y elevados que originales. Hemos hablado ya del espíritu con que está concebido el Elogio de don Ventura Rodríguez, que es sin duda la obra en que Jove-Llanos se mostró más celoso partidario del renovado arte greco-itálico, derramando sobre sus restauradores una lluvia de alabanzas, de las cuales la posteridad cercena bastante. Pero aun en ese mismo discurso se habla con cierto amor de las «instituciones caballerescas, de la pompa de los torneos y fiestas públicas, de las cruzadas, de los trovadores y juglares», y, sobre todo, de aquella arquitectura (la ojival), «robusta y sencilla en las fortalezas, liviana y suntuosa en los templos, osada y profusa en los palacios». Y no contentándose con vagos encomios, procura investigar en una larga nota los orígenes de esa arquitectura, inventando una teoría tan peregrina y fantástica como ingeniosa, que la deriva de Oriente por intermedio de las Cruzadas. Los errores de los grandes hombres suelen ser fecundos y este de Jove-Llanos lo fué, no solamente porque llamó la [p. 574] atención sobre la importancia de las artes bizantinas, entonces completamente olvidadas, sino porque enterró otra hipótesis no menos errónea, seguida por Felibien y Milizia, que veían en la arquitectura ojival una derivación del arte de los primitivos germanos, dándola, por tanto, una antigüedad verdaderamente fabulosa y en contradicción con todos los datos existentes. Jove-Llanos probó que «no se halla en Europa edificio alguno del género llamado gótico que conste ser anterior al último tercio del siglo XII», y razonando sobre esta base, y teniendo en cuenta la simultaneidad del hecho de las Cruzadas, y la existencia de arquitectos e ingenieros en los ejércitos cristianos, se empeñó, con más agudeza que solidez, en sacar triunfante la insostenible paradoja de ser los edificios griegos, árabes y egipcios vistos por los cruzados, el modelo y prototipo, o a lo menos la fuente de la arquitectura ojival. Las columnas góticas las deriva de Bizancio; el arco apuntado, de la arquitectura gitana o egipcia, «madre de todas las que en el antiguo Oriente merecieron este nombre», (lo mismo decía Bosarte); la filigrana de la escultura, los calados de ventanas y claraboyas, los trepados y labores de lazos y nudos, del ornato arabesco; las torres afiladas, los estribos y arbotantes, de los ingenios y máquinas de guerra. Podremos sonreírnos de algunos detalles de esta teoría, en los cuales, por otra parte, el autor no insiste mucho; pero nadie negará que tiene toda ella un sabor poético y hasta romántico y andantesco muy pronunciado; y, por otra parte, los sueños del arqueólogo en quien el solo nombre de las Cruzadas despierta un enjambre de recuerdos gloriosos que por su misma brillantez le descaminan, están bien compensados por la intuición soberana del artista, patente en la descripción del templo gótico que se leerá con gusto aun después de la de Capmany: «Colocado sobre un plano oblongo, dividida su área a lo largo en tres o cinco naves, levantados los muros hasta rematar en bóvedas cuya elevación crece gradualmente de los extremos hasta el medio: apoyadas estas bóvedas en arcos altos y estrechos, sostenidos sobre columnas delgadísimas... Por dentro la altura, la estrechez y la terminación aguda de las bóvedas, el corto diámetro de los arcos altos y punteados, y la esbelteza de todos los miembros menores del ornato, siempre rematados en punta..., y por fuera las altas agujas de las torres, los grupos de torrecitas pegados a sus angulos, [p. 575] y terminados también a diversas alturas en agujas muy delgadas; los arbotantes, que, cayendo de bóveda en bóveda, sirven de estribos a los muros, y toda la coronación compuesta de templecitos, pirámides, agujas y obeliscos, pródigamente sembrados y repetidos por el frente y costados, realzan tan notablemente el carácter de las obras góticas, que nadie podrá desconocer en ellas esa gentileza y gallardía que las distingue de todas las demás».

Todo esto está admirablemente visto, y, sin embargo, Jove-Llanos no pasa todavía de la inspección exterior del monumento. Más adelante comprenderá su verdadero sentido, su ley interna, su razón estética, «aquella silenciosa y profunda veneración que, apoderándose del espíritu, le dispone suavemente a la contemplación de las verdades eternas». Pero ya el mero hecho de adicionar con tales lucubraciones, dilatadas tan largamente y con tanta complacencia, la biografía de un arquitecto clásico, en la cual otros sólo hubieran encontrado ocasión para denigrar el arte de la Edad Media, indica cuáles eran las preocupaciones habituales de su espíritu. Y aun se extendían éstas a géneros mucho más modestos y olvidados que el género ojival. Las basílicas cristianas de los primeros siglos de la reconquista llamaron muy vivamente la atención de Jove-Llanos, que las bautizó con el nombre de arquitectura asturiana, desconociendo que no eran más que una prolongación decadente y empobrecida del arte latino usado por los visigodos, aunque no dejó de encontrar en ellos «los tipos y miembros del antiguo orden toscano, bien que bastante alterados en sus formas y módulos». Ni paran aquí las novedades derramadas a manos llenas en las notas de la oración laudatoria de don Ventura Rodríguez, puesto que también se consigna en ellas el singular descubrimiento de «no pocos restos del antiguo, particularmente columnas y capiteles de orden corintio en la mezquita de Córdoba, bien que miserablemente mutiladas las primeras para acomodarlas al tamaño de las otras, y picados los segundos para esculpir en ellos inscripciones árabes», descubrimiento que por sí solo basta para probar cuánta era la perspicacia y el instinto arqueológico de Jove-Llanos.

En terreno más desembarazado que el de la historia de la arquitectura se mueve nuestro autor al ensalzar en fastuoso panegírico la gloria de las otras dos artes del diseño. Conocía muy a fondo [p. 576] la historia de la pintura española, y no sólo la de los artistas próceres, sino hasta la de los medianos y olvidados, sobre cuyas vidas comunicó singulares datos a Ceán Bermúdez. Durante su larga residencia en la ciudad reina del Betis se había abierto su espíritu a los encantos de la pintura sevillana, a la magia del color y de la luz. «¡Gran Murillo! (exclamaba en un pasaje que, por lo trillado, casi es de mal tono literario citar). Yo he creído en tus obras los milagros del arte y del ingenio: yo he visto en ellas pintadas la atmósfera, los átomos, el aire, el polvo, el movimiento de las aguas, y hasta el trémulo esplendor de la luz de la mañana». Crítica brillante, pero incompleta. Todas las cualidades externas de Murillo están aquí: sólo falta (¡inexplicable olvido en hombre tan creyente como Jove-Llanos!) el alma del pintor, su inspiración cristiana.

Hay en el Discurso de las artes profusión un tanto monótona de elogios, que a veces recaen en pintores de segundo orden; pero Jove-Llanos encuentra siempre altas y dignas expresiones cuando trata de hombres verdaderamente grandes: «¿Quién manejó el pincel con más valentía que Ribera? ¿Quién tocó con más vigor las luces y las sombras? ¿Quién expresó más vivamente los efectos de la humanidad alterada, ora estuviese marchita por los años, ora macerada con penitencias, ora destrozada y moribunda en la agonía de los tormentos?»

Pero el rey de la pintura española para él, como para nosotros, es Velázquez, y se atreve a decirlo desafiando las iras de los idealistas de la escuela de Mengs: «AIaben otros en hora buena las gracias de la belleza ideal, buscada casi siempre en vano por los correctores de la verdad y la naturaleza, mientras que, aplaudiendo sus conatos, damos nosotros a Velázquez la gloria de haber sido singular en el talento de imitarlas... ¿Quién tuvo más verdad en el colorido, más fuerza en el claro-obscuro, más sencillez en la expresión, más variedad, más verdad, más sabiduría en los caracteres?... Él solo expresó los efectos de la luz en el ambiente y los del aire iluminado por ella en los cuerpos, y hasta en los vagos intermedios que los separan... No os desdeñéis de seguir las huellas de tan gran maestro. La variedad es el principio de toda perfección, y la belleza, el gusto y la gracia no pueden existir fuera de ella. Buscadlas en la naturaleza, eligiendo las partes más sublimes y perfectas, las [p. 577] formas más bellas y graciosas; pero sobre todo, aprended de Velázquez el arte de animarlas con el encanto de la ilusión, con ese poderoso encanto que la naturaleza había vinculado en los sublimes toques de su mágico pincel». A tanto como esto se atrevió Jove-Llanos en público, y hablando delante de una Academia donde el sistema de la noción ideal preconizado por Mengs pasaba por verdad inconcusa. A mucho más se arrojó en unas reflexiones que en 1789 escribió sobre el boceto, que él poseía, del cuadro de las Meninas. Allí dice resueltamente que «si la pintura idealista causa más admiración, la naturalista causa más deleite: que aquella admiración es para muy pocos, y este deleite para muchos o para todos; y, en fin, que si sólo a la reunión de entrambos es dado producir obras perfectas, aquellas en que la belleza ideal sobresalga, todavía si son débiles en la imitación, serán obscurecidas por aquellas en que el genio de la imitación se haya puesto al nivel de la naturaleza, aunque sin levantarse sobre ella»; afirmando, además, que Velázquez alcanzó «aquel don de la expresión que pertenece a la parte sublime y filosófica del arte... No hay en sus cuadros cosa insignificante, cosa muerta: todo en ellos respira, vive, siente, y sobre todo sus cabezas. Es verdad que no osó encaramarse hasta aquella belleza abstracta que nos dicen haber alcanzado los antiguos, y de que hay tan pocos ejemplares modernos; pero tampoco ignoró que las afecciones y sentimientos del alma pertenecen a la naturaleza... Y ¿qué pincel, aunque entren en la lid los de Ticiano y Tintoretto, ha sido tan fuerte, tan expresivo, tan veraz como el de Velázquez?» De todo lo cual se infiere que, así como Jove-Llanos fué de los primeros en sentir y conocer las bellezas de la arquitectura gótica, asimismo debe contársele entre los iniciadores del movimiento de reacción contra la pintura ecléctica y seudo-clásica, movimiento que devolvió el crédito perdido a las escuelas de nuestra pintura nacional. En general, lo que más realza la crítica de Jove-Llanos y le da indisputable ventaja sobre todo lo que le rodea, es su aptitud para comprender y estimar rectamente los méritos de las escuelas más distintas. Aun en la misma escultura de la Edad Media, que a Bosarte y a otros parecía totalmente ruin y miserable, reconoce él «nobleza en los semblantes, expresión en las actitudes, gentileza en las formas, grandiosidad en los pliegues».

[p. 578] Apenas hubo región del arte que se librase de la escudriñadora mirada de Jove-Llanos, y en cuya historia no derramase algún rastro de luz. No conoció la arquitectura romántica o la confundió con la gótica: no conoció (como nadie en su tiempo) la arquitectura mudéjar, pero contribuyó de una manera eficacísima a que todo el mundo contemplase por medio del grabado los monumentos árabes de Granada y de Córdoba, publicados por la Academia de San Fernando de una manera harto imperfecta y sin el cortejo de ilustraciones y disertaciones que Jove-Llanos deseaba, entre las cuales son de notar un análisis general e idea científica de la arquitectura árabe, un análisis particular de las partes o miembros del ornato de esta arquitectura, midiéndolos y comparándolos exactamente y deduciendo de esta operación las proporciones arquitectónicas de cada uno, el paralelo de estas proporciones con las de griegos y romanos, y aun con las del arte gótico si fuere posible; observaciones sobre las varias materias empleadas por los árabes en sus edificios; estudio de las inscripciones, etc., etc. ¡Plan ciertamente vasto y magnífico! Pero los tiempos no estaban maduros aún para tan altos y trascendentales pensamientos, que todavía en nuestra época aguarden realización cumplida.

Jove-Llanos, que en la Epístola del Paular había expresado de una manera tan feliz el efecto religioso producido por la contemplacion de los claustros, se hallaba mejor preparado que hombre alguno de su tiempo para aspirar con toda la fuerza de sus pulmones el aliento poético de la Edad Media, cuando la soledad y la desgracia le pusiesen en contacto con las reliquias de ella. Encerrado por la bárbara saña de sus perseguidores en el castillo de Bellver, allí bajó a consolarle el numen ignoto de aquella fortaleza, cuyo silencio no se había interrumpido en más de dos siglos. Y por singular privilegio que la Providencia otorgaba al varón justo y perseguido, dióse en la mente de aquel anciano una nueva eflorescencia poética mucho más rica que la de sus verdores, y que bastó, con el testimonio de su limpia conciencia, a restablecer la paz y la alegría en su espíritu. Comenzaron a bullir y moverse en su fantasía, pugnando por adquirir cuerpo y forma, los fantasmas vagamente entrevistos en las crónicas de la Edad Media, los «próceres mallorquines que después de haber lidiado en el [p. 579] campo de batalla o en la liza del torneo a los ojos de su príncipe, venían a recibir de su boca la recompensa de su valor, y cubiertos, no ya del morrión y la coraza, sino de galas y plumas, pasaban en festines y banquetes, juegos y saraos, las rápidas y ociosas horas». Con vivísimos colores se le representaban duros encuentros en la guerra, estrechos lances de montería y cetrería, alanos y sabuesos, garzas y gerifaltes, lorigas y cimeras, adornos y paramentos militares, batallas arrancadas y peligrosos hechos de armas, cortes de amor, y lais y virolays, tenzones y serventesios, juglares y ministriles, y la violeta de oro, premio del vencedor. Era una verdadera fiesta del espíritu la que Jove-Llanos se daba en sí propio, en páginas dignas de una crónica del siglo XV, según la feliz expresión de Milá y Fontanals. Otros adivinaron en pleno siglo pasado otras formas y manifestaciones del futuro romanticismo; pero el romanticismo histórico y caballeresco, el romanticismo de Walter Scott, el mundo de las costumbres feudales, Jove-Llanos fué el primer español que le descubrió, saludándole con voces en que se mezclaban el entusiasmo y la inexperiencia. ¡Con qué magia tan singular resonaban en sus oídos los nombres de los Vidales y Mataplanas, de los Moncadas y Torrellas, gloria de Aragón, de los Rocaforts y Muntaneres, terror del Oriente! ¡Cómo se deslumbraban sus ojos ante las primeras muestras de la mal conocida poesía de los los trovadores, que él (como otros muchos entonces) confundía con la catalana! Nada de esto se hallaba entonces gastado ni marchito, como hoy lo está en gran parte por el amaneramiento y la rutina: todo era nuevo, todo podía inflamar un alma tan sinceramente poética, aunque rara vez hiciera versos. En la descripción e historia del castillo, en las memorias sobre los conventos de Santo Domingo y de San Francisco, en la descripción de la Lonja de Palma, incomparable y bellísima fábrica de Jaime Sagrera, monumento el más bello que tenemos en España de la arquitectura civil del último período de la Edad Media, no queda ya rastro del hombre viejo, del hombre del siglo XVIII. Jove-Llanos salió de Bellver enteramente transformado. En su Carta de Philo uItramarino, que se ha perdido o yace inédita, [1] hacía la apología de los jardines ingleses, de lo que él llamaba pintoresco, y que [p. 580] ya en Inglaterra se llamaba romantic, y también del anacronismo artístico que junta en un mismo local, pero con cierta armonía, objetos de diversos tiempos y estilos, abriendo así inagotable campo a la fantasía inventiva del artista y del poeta.

Al nombre y a los trabajos artísticos de Jove-Llanos va unido, como la sombra al cuerpo, el nombre de su paisano y minucioso biógrafo don Juan Agustín Ceán Bermúdez, que ocupa en su historia lugar análogo al de Boswell en la del Dr. Johnson, o Eckermann en la de Goethe. Pertenecía Ceán Bermúdez a la clase de hombres laboriosos y medianos que, bajo la dirección e impulso de un hombre superior, desarrollan sus facultades en una dirección útil, y llegan a hacer trabajos interesantes donde se ve un reflejo de la inspiración del maestro. Alentado por Jove-Llanos, que le comunicó a manos llenas noticias, consejos y documentos, no siempre bien aprovechados; alentado por Llaguno, que le confió manuscrita su obra de los arquitectos, emprendió Ceán Bermúdez la tarea altamente meritoria de reunir en forma de diccionario las noticias biográficas y el catálogo de las obras de casi todos los artistas españoles, incluyendo en el número, no solamente pintores y escultores, sino iluminadores o miniaturistas, plateros y orífices, vidrieros, rejeros, bordadores de imaginería, grabadores en dulce o de láminas, y grabadores en hueco. Su libro no hubiera sido posible sin el de Palomino, pero representaba un progreso enorme sobre él. Palomino tenía la ventaja de presentar sus biografías por orden cronológico, al cual, con muy buen acuerdo, ha vuelto después Stirling. Ceán Bermúdez, aterrado sin duda por el cúmulo de sus personajes y por las dificultades que ofrecía el apurar la fecha de algunos, prefirió el orden alfabético, que es el más cómodo, pero el más irracional de todos. En la diligencia y en la riqueza de datos no hay punto de comparación entre ambos autores. Palomino tiene el mérito (ya en su lugar queda dicho) de habernos conservado la tradición de los talleres y estudios de su tiempo; pero esta tradición la acepta sin crítica, dando asenso a las más increíbles anécdotas, como es de ver en su Vida de Alonso Cano. Por el contrario, en Ceán, autor seco y sin imaginación alguna, pero escrupuloso y pacienzudo, todo está apurado y comprobado con documentos, aunque, por desgracia, sólo nos da el extracto y la quinta esencia de ellos. Comenzó por examinar [p. 581] nuestros libros de artes, desde las Medidas del Romano hasta el viaje de Ponz, entresacando de ellos cuanto decía relación a la parte histórica. Otro tanto hizo con los libros italianos y franceses, para encontrar noticia de los artistas extranjeros que habían trabajado en España. Buscó después cuantos escritos inéditos podían darle alguna luz sobre la materia, y tuvo la suerte de dar con algunos tan importantes como el de Francisco de Holanda, el de Jusepe Martínez, los apuntamientos de Lázaro Díaz del Valle y de los dos Alfaros (que tanto sirvieron a Palomino), y las memorias de la antigua Academia sevillana, fundada por Murillo. Pero todo esto le hubiera dado escaso caudal de noticias, si no hubiese acudido directamente a los archivos de las catedrales y monasterios, explorando por sí mismo los más importantes, y por medio de amigos suyos doctos e inteligentes, los demás. Allí estaba la verdadera historia de nuestras artes, de la cual muy poco había en los libros. Ceán, con brevedad desesperadora, resumió en seis tomitos toda esta riqueza y la que pudo suministrarle el examen directo de las obras de arte, ya en los templos y palacios, ya en varias galerías particulares. No pidamos más a quien tanto hizo: no busquemos con la mala fe que mostró Gallardo (movido de su odio ciego contra los afrancesados) lunares y omisiones inevitables en un trabajo tan inmenso. Si alguna vez llega a escribirse la historia de las artes españolas, a Llaguno y a Ceán deberemos siempre los fundamentos. Sin sus libros, hubiera sido imposible el de Stirling, que, a pesar de sus méritos, tampoco es definitivo, y que las más de las veces no hace sino poner en mejor estilo y método, con crítica más certera y desapasionada, lo que halló escrito en sus predecesores. Las adiciones de Ceán al libro De los arquitectos de Llaguno, todavía son mejor libro que el Diccionario de Bellas Artes, como escritas en edad madura y con más caudal de doctrina: tienen, además, la ventaja de exhibir íntegros los documentos en que el autor se apoya. Por todo ello mereció Ceán Bermúdez, si no el retumbante dictado de Plinio español con que le celebraban sus amigos y compañeros de infortunio político, ni el de historiador filósofo que se lee en el encabezamiento de la oda de Reinoso, tan impíamente destrozada por Gallardo, [1] a lo menos alguno [p. 582] parte de las alabanzas y muestras de agradecimiento que en más sosegado tono le prodigó el mismo ilustre poeta sevillano:

                             «No, dulce amigo: en el sepulcro odiado
                             De tu saber, la lumbre
                             No se apagó, que aún brilla en la alta cumbre
                             Do a las artes el templo has levantado.
                             Aún muestra allí tu voz al genio ibero
                             De la gloria el sendero.

                             Allí la magia de Velázquez vive,
                             Y del Van Dyck hispano
                             El amable pincel: allí de Cano
                              El triple genio eternidad recibe,
                             Y edad logra por ti más duradera
                             La fábrica de Herrera.

                            Sí; la gran mole que erigió Filipo
                             Y el lienzo que remeda
                             La gloria que vió Antonio: el que de Breda
                             La rendición figura, el que a Menipo,
                             El tiempo deshará, cual sol la nieve,
                             O viento el humo leve.

                             Pero no así del arquitecto sabio
                              Perecerá el renombre;
                             No el de Murillo así: tu claro nombre,
                             Que de Bermudo inmortaliza el labio,
                             ¡Oh, gran Velázquez!, triunfará de olvido,
                             Por su voz redimido». [1]
                             ......................................................................

En la crítica estética, Ceán carece de toda iniciativa propia. Tomó por modelo y por guía a Jove-Llanos, y repite ciegamente sus juicios y máximas, a veces con las propias palabras. Aceptó sus aventuradas teorías sobre la procedencia oriental de la ojiva, y bautizó el gótico con el extraño nombre de arquitectura ultramarina. Pero tuvo el mérito de haber hecho, antes que otro alguno en España, la descripción prolija y minuciosa de un edificio gótico del último tiempo: la catedral de Sevilla. [2] A la bienhechora [p. 583] influencia de Jove-Llanos se debe atribuir también el que Ceán Bermúdez, educado en la austera disciplina de Milizia, cuyo Arte [p. 584] de ver tradujo y exornó con útiles notas, se apartase del exclusivismo idealista y seudo clásico al juzgar la pintura religiosa y [p. 585] naturalista de la escuela sevillana en su maestro más egregio. Bajo este aspecto, las mejores páginas de crítica que Ceán Bermúdez nos ha dejado, son las del breve diálogo entre Mengs y Murillo, trabajo vergonzante, al cual no se atrevió a dar su nombre por no chocar de frente con las opiniones recibidas. Oculto bajo la persona de Murillo, hace el tímido Ceán la crítica más sangrienta del eclecticismo de Mengs, de esa bárbara educación artística que estudia los modelos antes que la naturaleza, del paganismo académico que intenta llevar a los cuadros religiosos las formas y aptitudes esculturales; y acusa resueltamente al pintor de Carlos III de haber dado al traste con la pintura española (aunque por rumbo opuesto al de Lucas Jordán), oprimiéndola con un cúmulo de reglillas y de preceptos, y extraviándola con las resonantes palabras de «estudio del antiguo, filosofía, belleza ideal y metafísica del arte». Supone que Mengs se murió de envidia y desaliento de sí propio, a vista de aquellos asombrosos lienzos de Velázquez, «donde se ven andar los caballos y rodar las devanaderas de las Parcas»; sostiene que los nuestros fueron grandes, porque aprendieron a pintar antes que a dibujar «con esos inútiles primores de gastar bien el lápiz, que sólo sirven para hacer mezquinos y medrosos», y, finalmente, entona en loor de Murillo el más apasionado ditirambo. Este opúsculo tiene la importancia de su fecha: 1819. Cuando un hombre tan meticuloso y desconfiado de toda novedad como Ceán Bermúdez, un simple erudito más bien que un estético, se atrevía a lanzar tales paradojas, es porque la revolución artística estaba ya en la atmósfera. Goya había triunfado de Mengs, aunque nadie hubiese seguido a Goya. El eclecticismo idealista, cada vez más frío, impopular y desacreditado, sucumbía bajo los golpes de la escuela de David, que brilló por un momento, para caer luego envuelta en la ruina común de todo lo amanerado y todo lo falso.

No quedaría completo el cuadro de las ideas que en el siglo XVIII dominaron sobre las artes del diseño, ni se entendería hasta qué punto llegaron a ser populares estas ideas, rompiendo el estrecho círculo de los artistas y de los críticos de profesión para penetrar [p. 586] en el espíritu de todos los hombres educados, preocupándolos y apasionándolos más que en época alguna de nuestra cultura, si no tuviéramos en cuenta los discursos y las poesías que solemnemente se recitaban cada tres años en la apertura y distribución de premios de la Academia de San Fernando; piezas poéticas u oratorias que son, al mismo tiempo que reflejo fidelísimo de la Estética reinante, una crónica viva de las transformaciones que iba experimentando el arte literaria, en íntima y estrecha relación con las otras artes hermanas. [1] No todos los versos leídos en aquellas brillantes y clásicas fiestas son ejemplares de inspiración lírica ni merecen vivir en la historia, a no ser como deplorables testimonios de un período de poesía prosaica; pero desde el reinado de Carlos III el estro de los poetas se mostró algunas veces igual a la grandeza del asunto. Hay un verdadero abismo desde los flojos y desmayados metros de Montiano o del P. Jerónimo de Benavente, de Salas o de don Pedro de Silva, hasta aquellas nobles y reposadas estancias de Fr Diego González, en quien pareció renacer la sana y apacible lengua de Fr. Luis de León:

                                          «De la madre Natura
                                          Los seres desmayados
                                          A más sublime estado los levantas,
                                          ¡Oh divina pintura!,
                                          Y al lienzo trasladados,
                                          Instruyes la razón, la vista encantas...»

Huerta fué el poeta favorito de la Academia de San Fernando; las actas de los años 1760, 1763 y 1778 están llenas de versos suyos, églogas piscatorias, canciones, octavas, romances endecasílabos, tan desiguales como todo lo que hizo, robustos y valientes a veces, pero afeados de continuo por una extraña mezcla de la hinchazón gongorina y del prosaísmo didáctico de su tiempo. Por cierto que no deja de causar extrañeza ver al desmandado y semirromántico poeta de la Raquel cifrar la excelencia del arte

                                          «En que pueda el ingenio laborioso
                                      [p. 587] Seguir en los modelos soberanos
                                      El primor de los griegos y romanos». [1]

Años después, otro poeta, no menos español ni menos insurrecto que Huerta contra los preceptos de las escuelas y aun contra los del buen gusto, el cantor de las Naves de Cortés y de Granada rendida, don José María Vaca de Guzmán, cuyos arrojos tan en gracia cayeron a la Academia Española, leía en la Sociedad Económica de Granada, [2] con motivo de una repartición de premios a los alumnos de las escuelas de diseño, un romance endecasílabo, donde se extasía con las glorias del pincel toscano y de la arquitectura clásica:

                                      «Lucirá Jonia, brillará Corinto,
                                      Crecerá de la Dórida el aplauso.
                                      .......................................................
                                      Soberbio alcázar, religioso templo
                                      Aquí Siloe labró con diestra mano,
                                      Portentos nacerán de sus cenizas.
                                      De torres altas y triunfantes arcos.»

Aunque esta admiración no es tan exclusiva que le impida recordar los timbres del arte pictórico nacional:

                                      «De Labrador imitarán las frutas,
                                      Copiarán las florestas de Arellano,
                                      Peces de Herrera, lides de Toledo,
                                      Y del mismo Velázquez los retratos». [3]

Pero todo cuanto las artes habían inspirado hasta entonces [p. 588] a nuestros poetas del siglo pasado, parece prosa vil al lado de la magnífica oda de Meléndez, A la gloria de las artes, leída en la Academia de San Fernando el 14 de julio de 1781. Aun a la distancia en que nos hallamos de aquellos poetas y de aquellos artistas, se comprende y se justifica el asombro y la explosión de entusiasmo que tales versos produjeron. Desde la ruina de nuestras antiguas escuelas clásicas no se habían oído en España otros iguales. De allí a las odas de Quintana no había más que un paso. El mismo Quintana, con amor de discípulo, ha apreciado mejor que ningún otro los méritos de esta composición, en que Meléndez, abandonando por primera vez los fáciles y trillados senderos de la insulsa poesía bucólica y anacreóntica, osó volar como ave de Jove a los espacios de la gran poesía «con un entusiasmo tan sostenido, tan igual, describiendo con tanta inteligencia como elegancia los monumentos clásicos del cincel antiguo, dando en hermosos versos realce y brillo a los pensamientos de Winckelmann, con quien manifiestamente lucha, y todo esto sin desmayar, sin decaer, sin que se confundan ni alteren las formas regulares del plan con la energía y el desahogo de la ejecución, en una poesía de estilo tan perfecta y acabada».

De Winckelmann y Mengs desciende, en efecto, la inspiración estética de Meléndez; pero no todo está sacado de los libros, no todo está aprendido: lo que alienta y vivifica la composición es el entusiasmo del poeta por las obras maestras del arte clásico; y este entusiasmo es sincero, aunque Meléndez no conociese tales obras más que por traslados. Profesa Meléndez el principio de la belleza ideal y de la depuración de los seres naturales por medio del arte, en los mismos términos en que Mengs la entendía y practicaba:

                                          «Tus seres mejorarse,
                             ¡Oh, natura,
en el lienzo trasladados...»;

pero siente de una manera personal y viva los hechizos del color y de la luz:

                                      [p. 589] «¿De qué vena
                                      Sacas el colorido,
                                      Que al alba el velo cándido retrata
                                      Cuando asoma serena
                                      Por el Oriente, en rayos encendido?
                                      ............................................................
                                      ¿Cómo en un plano inmensos horizontes,
                                       La atmósfera bañada de alba lumbre,
                                      Sereno y puro el cielo,
                                      La sombra obscura de los pardos montes,
                                      Nevada la alta cumbre,
                                      La augusta noche y su estrellado velo,
                                      Del ave el raudo vuelo,
                                      El ambiente, la niebla, el polvo leve,
                                       Tu mágico poder tan bien remeda,
                                      Que a competir con la verdad se atreve,
                                      Y el alma enajenada en ellos queda?»
                                      .............................................................

Sería preciso trasladar toda la oda para dar idea cumplida del poder de expresión que hay en ella; pero a lo menos conviene recordar, no sólo por sus múltiples bellezas, sino porque vienen a ser paráfrasis elocuente de las descripciones de Winckelmann y de Milizia, algunas de las estancias consagradas por Meléndez a los grandes monumentos de la escultura griega:

                                      «Pero el mármol se anima, del agudo
                                      Cincel herido, y a mis ojos veo
                                      A Laocón cercado
                                      De silbadoras sierpes: en su crudo
                                      Dolor escuchar creo
                                      Los gemidos del pecho congojado,
                                      Y el aspirar alzado.
                                       Los hórridos dragones, con ñudosos
                                      Cercos le estrechan, y su mano fuerte
                                      En vano de sus cuerpos sanguinosos
                                      Librarse anhela y redimir la muerte.
                                      ¡Mira cómo en su angustia el sufrimiento
                                      Los músculos abulta, y cuál violenta
                                      Los nervios extendidos!
                                       ¡Cuál sume el vientre el comprimido aliento
                                      Y la ancha espalda aumenta!
                                      ...............................................................
                                      ¡Y cuál muestra en su frente
                                      La fortaleza y el dolor luchando,
                                      [p. 590] Y con las sierpes en batalla fiera,
                                      Sus vigorosos muslos agitando,
                                      Los fuertes lazos sacudir quisiera!

                                       Mientra en Apolo la beldad divina
                                      Se ve grata animar un cuerpo hermoso,
                                      Do la flaqueza humana
                                      Jamás cabida halló. Su peregrina
                                      Forma y el vigoroso
                                      Talle en la flor de juventud lozana,
                                      Su vista alta y ufana
                                       De noble orgullo y menosprecio llena,
                                      Muestran al Dios, que en actitud serena
                                      Tiende la firme omnipotente mano.
                                      Parece en la soberbia excelsa frente
                                      Lleno de complacencia victoriosa
                                      Y de dulce contento,
                                      Cual si el coro de Musas blandamente
                                      Le halagara: la hermosa
                                      Nariz hinchada del altivo aliento,
                                      Libre el pie en firme asiento,
                                      Ostentando gallarda gentileza,
                                      Y como que de vida se derrama
                                      Un soplo celestial por su belleza,
                                      Que alienta el mármol y su hielo inflama».
                                      ..............................................................

¡Qué fiesta del espíritu debió de ser aquella en que se oyeron sucesivamente tales versos de Meléndez y la prosa del Elogio de las Artes de Jove-Llanos! Tan impresa quedó en el recuerdo de todos, y tal rastro de luz dejó tras de sí, que perjudicó no poco al éxito de otra canción de Meléndez, El deseo de gloria en las Artes, leída en la junta académica de 14 de julio de 1787, por más que buenos conocedores, entre ellos el mismo Quintana, no la juzgasen inferior a la primera; porque si el estilo era menos perfecto y esmerado, tenía, en cambio, una audacia de tono insólita hasta entonces en el poeta. Con efecto: Meléndez había entrado en la que podemos llamar su temporada filosófica, y trataba de dar más alcance y trascendencia a sus composiciones, lo cual, a los ojos de Quintana, era un mérito, y no siempre lo es a los nuestros. Lo cierto es que esta oda resultó más dura y escabrosa que la primera, mucho más razonadora y prosaica, además de ser en bastantes pasajes amplificación débil y verbosa de ideas que con más [p. 591] espontaneidad había expresado antes. Los principios estéticos son siempre los de Mengs:

                                      «... la mente creadora,
                                      Émula del gran Ser que le dió vida,
                                      Hasta las obras enmendar desea
                                      De su alta excelsa idea.
                                      Así en la llana tabla colorida,
                                      Nuevos seres engendra, y los mejora
                                      De diestra mano el toque peregrino.
                                       .................................................................
                                      ¡Oh, mágico poder! El delicado
                                      Botón, la hórrida nube,
                                      La vaga luz, el verde variado,
                                      Sólo unas líneas son, y al pensamiento,
                                      Cual la misma verdad, llevan contento».

Y para que no se dude de la procedencia de esta doctrina, el autor derrama flores a manos llenas sobre la tumba del llamado pintor filósofo, celebrando en el, a vueltas de cualidades positivas, otras que no tuvo jamás: gracia, belleza ideal, composición ingeniosa, verdad del colorido, expresión, dibujo delicado.

Meléndez no acertó a triunfar de sí mismo en esta segunda prueba. Pero el impulso vigoroso comunicado por él a la exposición animada y brillante de las ideas estéticas, pasó a otros ingenios, que acudieron como en certamen a disputarse

                                      «La palma colocada
                                      Al pie de la verdad y la belleza».

Fué el primero y uno de los más afortunados, el célebre humanista y catedrático de Poética de los Reales Estudios de San Isidro, don Ignacio López de Ayala, el cual leyó en la distribución de premios de 1784 unos vigorosos tercetos sobre el ornato que dan las Artes a la Naturaleza. Son los mejores versos castellanos que hizo en su vida, por no decir los únicos buenos. El autor sigue muy de cerca las huellas de Meléndez, y en algunos pasajes se ve el empeño de competir con él, y de dar una expresión todavía más enérgica y concisa a sus pensamientos:

                                      «Terror inspira el duro bronce, y leo
                                      La turbación, espanto y alarido
                                      Del que bramar entre serpientes veo.
                                      [p. 592] El arco, el brazo, el rostro enfurecido
                                      Del Dios advierto que vengó a Latona,
                                      Y de su flecha el volador ruido.

                                      Siento el ímpetu y arte que blasona
                                       El gladiador, que intrépido pretende,
                                      Vencido muerte, o vencedor corona.

                                      Del sacro fuego que en el alma prende
                                      Tan grande es la virtud, tal la ventura,
                                      Que en la informe materia vida enciende».
                                      ...............................................................

La estética de don Ignacio López de Ayala es de lo más espiritualista y platónico que puede darse. El genio de las artes es para él una luz etérea, un fuego comunicado del Divino Ser, una centella voraz e inextinguible que levanta el vuelo

                                      «A do su origen y su ardor la llama».

La mente humana, que abraza cuanto cabe en los cielos y en la tierra, puede crear animosamente otro universo todavía más hermoso, por obra de la fecunda fantasía, acercándose así

                                      «a la suprema Idea,
                                  Que enciende y llama al corazón humano.
                                      ...............................................................
                                      Cuanto embellece el variado suelo,
                                      El ámbito del aire luminoso,
                                      El mar profundo, el cristalino cielo,

                                      Sujeta con su espíritu animoso,
                                       Y, Criador universal, figura
                                      Más adornado el mundo y más hermoso.

                                      Con osadía igual a su ventura,
                                      Corrige y cría otra naturaleza
                                      De más beldad, de perfección más pura;

                                      Y vencida primero la dureza
                                      De la necesidad, con nuevo aliento
                                      Busca, no satisfecho, más belleza...

                                      ¡Alma feliz, a la que el cielo llama
                                      Por senda tan gloriosa, alma escogida,
                                      Si llegas a la lumbre que te inflama,

                                      ¡Oh!, no te espante la áspera subida,
                                      Que el ánimo celeste más se alienta
                                      Cuando el laurel con más afán convida!»

En principios muy semejantes de ideología espiritualista está [p. 593] basada la notable oración sobre las Bellas Artes pronunciada en 1790 por el arcediano de Segovia, don Clemente Peñalosa, autor de un curioso libro de política, imitación en parte, y en parte refutación del Espíritu de las leyes. Peñalosa sostiene, como Meléndez y Ayala, y Mengs y Milizia, y todos los estéticos de entonces, sin excluir a Arteaga, que la belleza natural no hace tanta impresión como la imitada, «que el arte adorna y viste de gracias a la naturaleza, la suple, la perfecciona y acaba objetos más felices». La belleza perfecta no existe en las cosas creadas, pero existe la Idea o la suma de sus perfecciones en el orden del Universo, del cual es trasunto el orden artístico. El imitador enseñado a descomponer la naturaleza, se levanta sobre ella, y, tomando las perfecciones de todos los objetos, forma uno bello. No se detiene en las cosas sensibles, sino que, buscando la unidad verdadera, se eleva hasta los senos de la Divinidad, para crear en su fecunda fantasía la idea o tipo de perfección que ha de poner en la tela, en el poema, en el mármol. «Por eso (añade Peñalosa en su calidad de apologista católico) las obras de los ateos han sido en todos los siglos las más áridas, porque en su imaginación no hace asiento la suma hermosura y perfección de Dios».

El movimiento indeliberado de placer que la belleza produce (contiúa explicando nuestro autor), no es el único juez decisivo de sus obras. Es menester contar con el gusto de la razón, sin el cual el gusto de los sentidos es cosa arbitraria y de opinión. No basta sentir la belleza de una estatua: es necesario conocerla, analizarla por un procedimiento racional. En las edades clásicas de las Artes se admira la unión del genio con el raciocinio, y del entusiasmo con la filosofía. «Hay épocas en que desciende a los pueblos un espíritu de perfección o habita entre los hombres cierto Numen destinado a unir y mejorar sus ideas.» Pero la presencia de este Numen es siempre harto rápida: después de complacerse en crear algunas generaciones más sabias y delicadas que las precedentes, «huye del género humano como suerte caprichosa, llevándose consigo las luces que antes difundía». Para detener en alguna manera esta fatal decadencia, Peñalosa no encuentra otro recurso que la filosofía de las artes. «Si somos filósofos, seremos artistas». Esta filosofía de las artes se reduce a la filosofía del corazón: rasgo sentimental muy propio de la época en que el [p. 594] docto Arcediano escribía. «Las Artes que deleiten por medio de la imitacion, requieren tres condiciones: fibra delicada, corazón sensible, razón despierta y frofunda». El principio de la sensibilidad estética es la atracción moral, «a cuyo círculo refluyen las almas para sentir». El efecto moral del arte consiste en una acción serena y apacible, que eleva el pensamiento y dilata las delicias de la vida. ¿A quién no alegran el ánimo aquellas imágenes de la poesía clásica: «cerros dorados, luz serena, golpes de agua desgajados, límpidas ondas, Panuos, Ninfas?». [1]

Es raro encontrar en escritos de este tiempo tanta copia de ideas expresadas con tanta facilidad y limpieza, y de un modo, por decirlo así, tan moderno. Algo pudiéramos decir también del discurso leído en la junta de 1802 por el secretario de la Academia de San Fernando, don José Luis Munárriz (el traductor de Blair), sobre los conocimientos accesorios que debe poseer el artista; pero falta espacio, y es preciso limitarnos a los nombres más ilustres. ¿Cómo omitir el de Quintana, que por primicias de su juvenil ingenio presentó en la arena académica una oda en 1787, y una epístola en 1790, a los dieciocho de su edad? Cierto que una y otra composición están muy lejanas de lo que fué luego el más descuidado de los rasgos de aquel gran poeta; pero algo hay que hace presentir ya, aunque sea de lejos, la elevación de sus aspiraciones artísticas:

                                      «Levante, pues, el misterioso velo
                                      Con que natura sus bellezas cubre,
                                      Tu gran genio, y sus ámbitos girando,
                                      La belleza ideal beba en su fuente.
                                      Que cual águila rápida, a las nubes
                                      Se lance impetuoso, y discurriendo
                                      Los magníficos orbes celestiales,
                                       De idealidad se llene, y descendiendo
                                      Desde allí al suelo, de su mente altiva
                                      Todo lo bajo y terrenal desvíe,
                                      Dicte tus obras y tu mano guíe».

La musa juvenil de Quintana estigmatizaba ya en tono tan severo y dogmático como lo fué el de su madurez, todo empleo [p. 595] liviano, fútil o vergonzoso de las artes del ingenio, toda prostitución de los pinceles y de la pluma. Sólo consiente que se empleen en eternizar los actos de heroísmo, los triunfos y los martirios de la patria y de la libertad, Catón y Broto, Pelayo, el Cid y Guzmán el Bueno. ¿Quién no reconoce en esto la misma pasión de poeta civil, ardiente, generosa, exclusiva y casi fanática que luego estalló con tan desusada majestad y grandeza en la oda A Padilla y en la oda A la Imprenta?

                                      «Y si queréis que el universo os crea
                                      Dignos del lauro en que ceñís la frente,
                                      Que vuestro canto enérgico y valiente
                                      Digno también del universo sea».

La idea del envilecimiento de la sagrada lira se había aferrado tenazmente al espíritu de Quintana, que muy mozo aún presentía y anhelaba para su frente los lauros de Tirteo:

                                      «¡Ay! Los sagrados venerables días
                                      No son aún en que se torne al canto
                                      Su generoso y sacrosanto empleo.
                                      Pero ellos brillarán: yo, caro amigo,
                                      Ya entonces no seré: nunca mi acento,
                                      Hirviendo de entusiasmo, en grandes himnos
                                      Se podrá dilatar, que grata escuche
                                       Mi patria, y que en la pompa de sus fiestas
                                      El coro de los jóvenes las cante,
                                      El coro de las vírgenes responda,
                                      Y el eco lleve mi dichoso nombre
                                      Y todo un pueblo con furor le aplauda».

Apresurémonos a advertir, sin embargo, que Quintana, como gran poeta que era, fue accesible a todas las formas y manifestaciones de lo bello, y así acertó a expresar de un modo admirable la gracia de la figura humana agitada por el movimiento de la danza (en la oda A Cintia), y no se mostró indiferente a los halagos del canto y de la declamación en la oda A Luisa Todi.

El ingenio de Gallego, más flexible si menos altamente lírico que el de Quintana, pagó también el usado tributo a las Artes, cuyo elogio había llegado a ser la pieza de examen de nuestros poetas. No podía ser más solemne la ocasión en que el vate zamorano escribió su famosa oda A la influencia del entusiasmo público en [p. 596] las Artes. Era en septiembre de 1808, en los primeros y más gloriosos días de la guerra de la Independencia, después del triunfo de Bailén y de la primera defensa de Zaragoza. La capital, libre por breve espacio de la presencia de los ejércitos franceses, daba rienda suelta a la expansión patriótica, que forzosamente tenía que mezclarse en todo género de solemnidades. Era necesario, pues, que el nuevo panegirista de las Artes diese a su canto muy diversa forma y espíritu que los anteriores, poniéndose al nivel del entusiasmo cívico, y dejando en lugar secundario aquellas lucubraciones técnicas que habían sido el asunto primordial de los versos de Meléndez y Ayala. Gallego salvó hábilmente el escollo, cantando en versos magníficos la fuerza y el poder creador del entusiasmo, fuente de todas las grandes acciones de la vida y de todas las sublimes creaciones del arte:

                                          «Sus obras inmortales
                                          Del tiempo vencen la veloz carrera.
                                          El fué quien blando suspiró en Tibulo,
                                          Trazó los celestiales
                                          Rasgos que a Venus dan gracia y belleza;
                                          El la noble osadía
                                           Fijó de Apolo en la gentil cabeza;

                                          Y a par que en el sonoro
                                          Canto de Homero al implacable Aquiles
                                          El penacho agitó del yelmo de oro,
                                          Y en su seno encender los ayes supo
                                          Con que la triste Andrómaca suspira,
                                          Dió el intenso gemir al noble grupo
                                           Do en lastimero afán Laoconte expira.

                                          El sólo fué: si la espartana gente
                                          Ardiendo en sedición calmó Trepandro;
                                          Si Timoteo audaz con prestos sones
                                          Supo encender el alma de Alejandro
                                          En el vario volcán de las pasiones,
                                          Primero las sintió. Quien a los ecos
                                          De virtud y de gloria no se inflama,
                                          ...............................................................
                                          El que al público bien o al patrio duelo,
                                          De gozo o noble saña arrebatado,
                                          ................................................................
                                          Su corazón de hielo
                                           Hervir no siente en conmoción secreta,
                                          Ni aspire a artista ni nació poeta.
                                               [p. 597] ¡En balde, ansioso, el mármol fatigando,
                                          Puliendo el bronce, en desigual contienda
                                          Pugnará con tesón! Por más que hollando
                                          De insuficiente imitación la senda,
                                          Al Correggio sus gracias pida, ¡en vano!
                                           Alma al gran Rafael, brillo a Tiziano,
                                          Nunca en su tabla el hijo de Dione
                                          Maligno excitará falaz sonrisa,
                                          Ni el fiero ardor de los combates Ciro,
                                          Ni hará gemir la moribunda Elisa,
                                          Ni Hécuba triste arrancará un suspiro».

La verdadera poesía de las artes estaba encontrada, y no ciertamente por los rumbos que habían seguido Rejón de Silva y Moreno de Tejada. No se trataba de enseñar didácticamente los procedimientos de la pintura ni los cánones de la belleza escultural, sino de hacerla bullir y palpitar en los versos. Sólo el entusiasmo lírico o el primor descriptivo podían legitimar esta poesía híbrida de arte y de ciencia. Y si es cierto que el numen de Céspedes renació vigoroso en Meléndez y en su discípulo Gallego, tampoco se ha de omitir que el arte menudo y prolijo del abate Delille, aquella labor de taracea o de mosaico, que consiste en amplificar poéticamente rasgos y detalles del mundo exterior, ya físico, ya artificial, tuvo entre nosotros muy aventajado discípulo en Arriaza, cuyo poema Emilia o las Artes (escrito, según parece, para recreo de la famosa Duquesa de Alba), contiene versos elegantísimos y más estudiados y maduros que lo fueron generalmente los de su autor, aunque por otra parte carezca de toda unidad en el plan, reduciéndose a una serie de cuadritos o más bien de paisajes de abanico. Arriaza no tenía alientos ni doctrina para una obra larga; pero su ingenio vivo y ameno le dictaba a veces rasgos de elegante poesía. ¿A quién no honrarían estos versos tan gráficos y tan valientes:

                                 «...y el mismo sol se asombra
                                 De no poder dar luz al rasgo oscuro,
                                 Que condenó el pincel a eterna sombra»?

Arriaza concibe el Buen Gusto como un «instinto secreto», un «intenso órgano de razón, germen de toda rectitud», y le pinta «idólatra del Orden», desvelándose por

                                 [p. 598] «Restaurar del mundo la armonía».

El orden estético es trasunto del orden moral: nuestro poeta lo dice de un modo harto prosaico:

                                 «¿Qué razón, qué alma bella en el buen gusto
                                 No adora el simulacro de lo justo?»

Este poema pertenece a los últimos años del siglo XVIII: Arriaza, que alcanzó vida bastante larga, pudo leer todavía en 1826 y 1832 versos encomiásticos de las Bellas Artes, en la Academia de San Fernando. Pero ya decadente y apagado su estro, salió del paso con el fácil recurso de explotar sus propios versos antiguos, copiando muchas veces a la letra los mejores trozos del poema Emilia. Hay, sin embargo, rasgos originales y no infelices en las últimas octavas que dedicó a este asunto, las cuales le acreditan, como siempre, de fácil y pulcro versificador. Por su carácter técnico nos parece digna de conservarse la siguiente:

                                 «Mas el supremo Autor que el orbe mueve,
                                 Sus dones en el hombre así ha fijado,
                                 Que no alcanza a crear la flor más leve,
                                 Pero sí a retratar cuanto es creado.
                                 La luz ordena que a su mente lleve
                                 De cuanto tiene forma el fiel traslado;
                                 La imitación que esta verdad exprime
                                  Es de las artes la invención sublime.»

Pero sea cual fuere el mérito (innegable) de las octavas de Arriaza, totalmente quedaron oscurecidas en aquella célebre junta de 1832 (que presidió en persona el casi moribundo rey Fernando VII), por la oda memorable y espléndida del Duque de Frías, que en esta ocasión se mostró émulo, más que imitador y alumno, de don Juan Nicasio Gallego, de quien no tiene la corrección sostenida, pero a quien aventaja en cierto elegante desenfado. Versos hay de esta oda (la protesta contra los separatistas americanos) que por su incomparable belleza y por el sentimiento patriótico que los anima, han hecho daño a otros de la misma composición, no menos dignos de considerarse como joyas. Tal es, por ejemplo, la descripción del cuadro de las Lanzas:

                                 «¡Oh magia del color, a cuánto alcanzas!
                                En árida llanura polvorosa
                                 [p. 599] Contrarias huestes bélicas reparo
                                 Con sus ferradas lanzas,
                                 Y entre humo denso y nebuloso cielo
                                 Cimas alzadas de lejano monte
                                 Cerrando el horizonte,
                                 Y al golpe diestro del pincel valiente,
                                 Miro animado a Spínola bondoso
                                 Con la banda encarnada
                                 Que Toledo labró de rica seda,
                                 Apoyando su mano respetada
                                 Sobre el rendido defensor de Breda». [1]

Todas las composiciones hasta aquí recordadas fueron leídas realmente en la fiesta académica a que se destinaban. No alcanzó tan buena suerte la larga y brillante oda A las Bellas Artes que don Félix José Reinoso compuso con ese objeto en 1830, y que por razones de una u otra índole ni aun llegó a imprimirse por entonces, aunque las copias corrieron con estimación entre los hombres de gusto. Reinoso, de quien tenemos ya bastante noticia, era un espíritu analítico y robusto, pero seco y árido, y si no enteramente negado al entusiasmo, a lo menos poco inclinado a la emoción. Sentía con la cabeza, y así su poesía es enteramente racional y reflexiva, levantada con andamios dialécticos, y generalmente muy áspera y muy tiesa. La oda A las Artes de imaginación (que es, a mi juicio y al de muchos, su obra maestra) está construída con el mismo método y rigor lógico que una disertación o un tratado. Partiendo del principio de que la razón y la fantasía son las dos facultades productoras del Arte, a cuya mágica acción se levanta tropa encantada de simulacros, vestidos por la imaginación de forma, color y relieve; y aceptada (a pesar del sensualismo de Reinoso) la doctrina mengsiana de que la naturaleza no sólo es emulada, sino en cierto modo vencida por el arte, aunque con elementos tomados del mundo exterior:

                                 («Sus modelos robándole a natura,
                                 Aun la intenta vencer, y audaz rehace
                               Cuantos el áureo claustro
                                 Seres abarca de Aquilón al Austro»),

comienza a describir una por una, con más riqueza que espontaneidad [p. 600] de frase, las maravillas de la Pintura, que logra copiar el desligado ambiente, y de la Escultura,

                                 «Que en densa mole retener procura
                                 La ilusión fugitiva».

y que da cuerpo sólido a la interior fantasma:

                                 «¡Cincel divino que a la roca helada
                                 Y al bronce da blandura y movimiento!
                                 Ya del Pitio los músculos oculta,
                                 Cual si fuera animada
                                 La augusta imagen de celeste aliento: [1]
                                 Ya, si finge la humana fortaleza,
                                 En Hércules los mueve y los abulta:
                                 Ya la muelle terneza
                                 Y dulce continente,
                                 El hierro dócil en Antínoo miente».

La misma tirante y premiosa elegancia brilla en la larga y un tanto monótona enumeración de los artistas, animada de vez en cuando por rasgos de crítica en que se revela, si no el poeta lírico, el conocedor inteligente, avezado a ver según los preceptos de Milizia... Así dice de Velázquez:

                                 «Del lienzo un aire vagaroso forma,
                                 Que aspirar quiere al labio»;

y de Murillo:

                                 «Tú del Empíreo santo
                                 La luz viste sin velo
                                 Y la mostraste pura al bajo cielo».

El fondo de conocimientos técnicos que Reinoso poseía en materia de Bellas Artes, acrecentados por su amistad con Ceán, resplandece no sólo en esta oda, sino en varios opúsculos suyos en prosa, en la respuesta a los artículos de Gallardo contra el Diccionario de Ceán Bermúdez, o en los que consagró a las dos principales obras de los escultores Alvarez y Solá [2] (el Grupo [p. 601] llamado de Zaragoza, y el del Dos de Mayo), o en el Discurso sobre el estilo de la pintura sevillana. [1] En estos escritos, Reinoso sigue estrictamente las ideas de Milizia y de Ceán Bermúdez, sosteniendo que el ideal consiste en «la pureza o depuración de los defectos individuales»; pero se manifiesta más que ellos inclinado (como era de presumir, dada su procedencia filosófica) al estudio del natural, a lo que él llama estudio fisiológico; si bien por lo tocante a la Escultura prefiere la máxima griega tan admirablemente comentada por Lessing, de subordinar la expresión a la belleza «sin degradar la elegancia de las formas, ni hacer aquella vana ostentación de anatomía que produce dureza y mezquindad». Para Reinoso, la escultura es y debe ser siempre arte idealista. «Nada común admite, nada trivial, como lo admite la Pintura en sus géneros inferiores». El artículo sobre el grupo de Alvarez es quizá la mejor página de crítica artística que se escribió en España durante el reinado de Fernando VII. ¡Increíble parece que tales lucubraciones hayan exornado en tiempo alguno las prosaicas páginas de la Gaceta de Madrid! [2]

Notas

[p. 514]. [1] . Nota 14 al Elogio de D. Ventura Rodríguez.

 

[p. 515]. [1] . Tomo I. Portada grabada por Rovira y dibujada por el autor.

«EI Museo Pictórico y Escala Optica. Tomo I. Theórica de la Pintura, en que se describe su origen, essencia, especies y qualidades, con todos los demás accidentes que la enriquezen e ilustran. Y se prueban, con demonstraciones Mathemáticas y Filosóficas, sus más radicales fundamentos. Dedícale a la Cathólica, Sacra, Real Magestad de la Reyna Nuestra Señora D.ª Isabel Farnesio, Digníssima Esposa de nuestro Cathólico Monarca Don Felipe Quinto. Por mano del Excelentíssimo Señor Marqués de Santa Cruz, Mayordomo Mayor de su Magestad: su más humilde criado D. antonio Palomino de Castro y Velasco. Con privilegio. En Madrid, por Lucas Antonio de Bedmar, impressor del Reyno, &. Año 1715.»

Fol. 16 hs. prels. y 305 págs. de texto, + 9 de Indice de los términos privativos del Arte de la Pintura y sus definiciones, según el orden Alphabético: con la Versión Latina en beneficio de los extranjeros, + 4 láminas de figuras geométricas, + 14 de Indice de cosas notables.

Los preliminares son: Dedicatoria de Palomino a la Reina.—Censura del P. Bartholomé Alcázar, de la C.ª de Jesús.—Censura de Fr. Juan Interián de Ayala, que dice, entre otras cosas: «Es la facultad oratoria muy parecida a la Facultad de la Pintura. Tienen ambas dilatados y no menores límites una que otra».—Privilegio del Rey.—Amici in auctorem pingendi artis peritíssimum (elegía en dísticos).—Epigrama del Lic. D. Joseph de Alcántara y Cea (en dísticos).—Soneto (culterano) de D. Francisco de Córdova.—Erratas.—Tassa.—Prólogo.

Tomo II. Portada grabada por Juan Palomino, sobrino del autor: las Artes haciendo la apoteosis de Luis I.

«El Museo Pictórico y Escala Óptica. Tomo segundo. Práctica de la Pintura, en que se trata de el modo de pintar a el óleo, temple y fresco, con la resolución de todas las dudas que en su manipulación pueden ocurrir y de la perspectiva común, la de Techos, Angulos, Teatros y Monumentos de Perspectiva, y otras cosas muy especiales, con la dirección y documentos para las Ideas o Assumptos de las obras, de que se ponen algunos exemplares. Dedícale a la Cathólica, Sacra, Real Magestad de el Rey Nuestro Señor Don Luis Primero (que Dios guarde) por mano de el Excelentísimo Señor Marqués de Villena, Dignísimo Mayordomo Mayor de su Magestad, su más humilde criado D. Antonio Palomino Velasco, Pintor de Cámara de su Magestad. Con Privilegio. En Madrid, por la viuda de Juan García Infanzón. Año de 1724.»

Fol. 14 hs. prels. y 498 págs. de texto, + 9 de Indice de cosas notables, + 13 láminas.

Dedicatoria al Rey.—Aprobación de Interián de Ayala.—Licencia.—Aprobación de Fr. Manuel García de Lassarte, dominico.—Privilegio, fe de erratas y tassa.—Elogio de D. Theodoro Ardemans, arquitecto de las obras reales.—Romance endecasílabo de D. Antonio de Zamora, en loor de Palomino.—Décimas de D. Juan de la Rubia Montes.—Soneto del pintor gaditano D. Clemente de Torres.—Décimas del pintor D. Juan Delgado.—Prólogo al Lector.

Continúa la paginación de este tomo en el siguiente:

«El Parnaso Español Pintoresco Laureado. Tomo tercero, con las vidas de los pintores y estatuarios eminentes españoles, que con sus heroycas obras han ilustrado la Nación, y de aquellos otros extranjeros ilustres que han concurrido en estas provincias y las han enriquecido con sus eminentes obras».

De este tercer tomo, el más útil y estimado de la obra, se hizo en seguida una traducción inglesa (The lives of Spanish painters, sculptors and architects, translated from Velasco, Londres, 1739), y no tardaron mucho en aparecer dos compendios franceses (Histoire abrégée des plus fameux peintres, sculpteurs et architectes espagnols. París, 1749, y Abrége de la vie des plus fameux peintres... París, 1762: el autor de este último, D'Argenville). También procede casi exclusivamente de la obra de Palomino y de la descripción del Escorial que hizo el P. Santos, la obra de Richard Cumberland, Anecdotes of eminent painters in Spain... London, 1782.

Hay otro opúsculo de Palomino, no inútil para comprender sus principios técnicos:

Explicación de la idea que ha discurrido y executado en la pintura del presbiterio de la iglesia parroquial de San Ivan del Mercado de Valencia D. Antonio Palomino Velasco. Valencia, Francisco Mestre, 1700.—4.º, 10 hs. prels. y 56 págs.

[p. 521]. [1] . Cita un libro portugués que no conocemos: «en Portugués, que también es idioma español, aunque no castellano, escribió Fray Felipe das Chagas».

[p. 522]. [1] . «No digo que se ha de omitir el estudio del natural (escribe en otra parte); pero en el práctico no ha de ser ya tanto que no se pueda dar paso sin él, pues la primera invención o composición ha de ser de propio caudal, y después, para mayor perfección, estudiar algunas partes por el natural.» (Libro VIII, El Práctico (Urania), cap. I.

[p. 524]. [1] . Pictor Christianus Eruditus, sive de erroribus, qui passim admittuntur circa pingendas atque effingendas Sacras Imagines. Libri octo cum appendicce. Opus Sacrae Scripturae atque Ecclesiasticae Historiae Studiosis non inutile. Authore R. P. M. Fr. Joanne Interián de Ayala, Sacri, Regii ac Militaris Ordinis Beatae Mariae de Mercede, Redemptionis Captivorum, Salmanticiensis Academia Doctore Theologo, atque ibidem Sanctae Theologiae cum Sacrarum Linguarum interpretatione professore jam pridem emerito. Matriti, ex Typographia Conventus praefatae Ordinis. Anno D. 1730.

Folio, I I hs. prels. y 415 págs.

Dedicatoria a la Virgen de las Mercedes.—Censura de Fr. Joaquín de Muñatones.—Licencia del Ordinario.—Censura de Fr. Pedro Manso.—Licencia del Ordinario.—Censura de D. Juan Ferreras.—Licencia del Consejo de Castilla.—Erratas.—Tassa.—Indice de los ocho libros y del apéndice.—Prólogo del autor (de él resulta que la impresión de esta obra se debió al General de la Merced, Fr. Joseph Campuzano de la Vega).

Hay una traducción castellana.

«El Pintor Christiano y Erudito, o Tratado de los errores que suelen cometerse freqüentemente en pintar y esculpir las Imágenes Sagradas, dividido en ocho libros, con un apéndice. Obra útil para los que se dedican al estudio de la Sagrada Escritura y de la Historia Eclesiástica. Escrita en latín por el M. R. P. M. Fr. Juan Interián de Ayala, de la Sagrada y Militar Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, Redención de Cautivos, Doctor Theólogo de la Universidad de Salamanca, Cathedrático Jubilado de Theología, Maestro de Sagradas Lenguas en dicha Unívresidad, y Predicador de S. M. Y traducida en castellano por D. Luis de Durán y Bastero, Presbítero, Doctor en Theología y en ambos Derechos, del Gremio y Claustro de la Pontificia y Real Universidad de Cervera, Examinador Sinodal del Obispado de Urgel, y Académico de la Real Academia de Cánones, Liturgia, Historia y Disciplina Eclesiástica de esta Corte... Madrid, 1782. Por D. Joachím Ibarra, impressor de Cámara de S. M.»

Dos tomos 4.º: el primero de XX+484 págs.; el segundo de VII+534.

Dedicatoria del traductor al Conde de Floridablanca.—Prólogo con noticias biográficas del autor.—Indice.

El P. Ayala dejó ms. una obra de Música; pero ignoramos dónde para. Se titulaba Psaltes Egregius, sive de usu et abusu cantus ecclesiastici, y tenía, como se ve, objeto análogo al del Pictor Christianus Eruditus. Su biógrafo la da por existente en el archivo del convento de la Merced de Madrid.

[p. 526]. [1] . Llama insolentes y provocativas a las desnudeces de la capilla Sixtina.

[p. 528]. [1] . Vid. sobre estas cosas el erudito y ameno libro de D. Pedro de Madrazo, Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los reyes de España, desde Isabel la Católica hasta la formación del Real Museo del Prado de Madrid. (Barcelona, D. Cortezo, 1884.) Capítulos XII, XIII y XIV.

[p. 530]. [1] . «Representación al Rey nuestro señor, poniendo en noticia de S. M. Ios beneficios que se siguen de erigir una Academia de las artes del diseño, pintura, escultura y arquitectura, a exemplo de las que se celebran en Roma, París, Florencia y otras grandes ciudades de Italia, Francia y Flandes, y lo que puede ser conveniente a su real servicio, a el lustre de esta insigne villa de Madrid y honra de la nación española».

[p. 530]. [2] . Cuantas noticias pueden apetecerse sobre los orígenes de la Academia de San Fernando, se hallan reunidas en el apéndice al artículo Olivieri del Diccionario de Ceán Bermúdez y en las Memorias para la historia de la Real Academia de San Fernando y de las Bellas Artes en España, desde el advenimiento al trono de Felipe V hasta nuestros días, obra de D. José Caveda (Madrid, Tello, 1867), la cual, a pesar de su modesto título puede considerarse como un bosquejo muy estimable de la historia artística de España en el siglo XVIII. (Vid. los capítulos I y II del tomo I.)

[p. 531]. [1] . Abertura solemne de la Real Academia de las Tres Bellas Artes, Pintura, Escultura y Architectura, con el nombre de San Fernando, fundada por el Rey Nuestro Señor. Celebróse el día 13 del mes de Junio de 1752, siendo su protector el Excmo. Sr. Don Joseph de Carvajal y Lancáster, Ministro de Estado. Quien dedica esta relación a S. M. que Dios guarde. En Madrid, en casa de Antonio Marín, año de 1752.—4.º

Las octavas de Luzán se echan de menos en la colección (bastante incompleta) de sus versos, que forma parte del tomo I de Poetas Líricos del siglo XVIII.

[p. 531]. [2] . Hay reminiscencias directas del Polifemo. Dice Góngora:

                                 «Dioses hace a los ídolos el ruego».
                                 ......................................................

y el Conde de Torre-Palma llama a la Escultura

                                 «Autora de los dioses que honra el ruego».
                                 .......................................................

[p. 532]. [1] . Relación de la distribución de los premios concedidos por el Rey N. S. y repartidos por la Real Academia de San Fernando a los discípulos de las Tres Nobles Artes..., en la Junta General celebrada en 23 de Diciembre de 1753... En Madrid, en la oficina de D. Gabriel Ramírez.— 4.º

Portadas análogas (salva la diferencia de los años) llevan los cuadernos de premios de 1754, 55 y 56.

[p. 532]. [2] . En un discurso de Montiano se declara el Arte superior a la Naturaleza: «Las Aves, los Brutos, los Peces, los peñascosos montes, las llanuras amenas, los retirados valles, las varias flores, y en fin, cuanto llena, desde el hombre hasta el insecto más desconocido, la máquina de los Orbes, se ennoblece y mejora con la imitación... ¡Gallardo triunfo de la Pintura, vencer en algún modo, con los esfuerzos del Arte, el alto saber de los mayores prodigios de la Naturaleza!» (Distribución de premios de 1756, pág. 24.) Las Oraciones inaugurales de Aróstegui, D. Tiburcio de Aguirre, D. Juan de Iriarte, etc., etc., son meros panegíricos de las Artes, sin ningún valor teórico.

[p. 535]. [1] . Los que coleccionó Azara son: Pensamientos sobre los Grandes Pintores Rafael, Correggio, Tiziano y los Antiguos.—Carta a Monseñor Fabroni sobre el grupo de Niobe.—Carta a Mr. Esteban Falconet, escultor francés en Petersburgo (en vindicación propia y de Winckelmann).— Fragmento de un discurso sobre los medios de hacer florecer las Artes en España.—Carta a D. Antonio Ponz (es una especie de tratado elemental de la Pintura y una crítica de los principales cuadros que había entonces en Palacio).— Carta a un amigo sobre el principio, progresos y decadencia de las Artes del diseño.—Noticia de la vida y obras de Antonio Allegri, llamado el Correggio.—Lecciones prácticas de Pintura (son apuntes dictados a sus alumnos).— Carta a un amigo sobre la constitución de una Academia de Bellas Artes.

 

[p. 536]. [1] . Conviene advertir, para evitar confusiones, que Mengs usa la palabra ideal en dos sentidos diversos: uno el abstracto y filosófico (belleza ideal), otro más técnico y concreto (ideal de diseño, de claro-oscuro, de colorido, de composición, y hasta de ropajes). Este segundo ideal es como una determinación y concreción del primero. Así es que después de negar a Rafael el conocimiento de la Belleza ideal, le concede mucho ideal de composición y de expresión, y en el propio Tiziano reconoce un ideal de colorido.

 

[p. 538]. [1] . Página 85 de la edición castellana.

[p. 539]. [1] . Esta obrita ha permanecido inédita hasta nuestros días.

—Arte de pintar. Obra póstuma de D. Gregorio Mayans y Siscar, Bibliotecario de S. M... Publícala un individuo de su familia. (¿El Conde de Trigona?) Valencia, imp. de José Rius, 1854.—8.º, 188 págs., sin contar 4 hs. preliminares.

[p. 539]. [2] . Mayans cita en este tratado algunos libros españoles de que no tengo otra noticia; por ejemplo, una disertación latina de Pedro Juan Núñez sobre los colores (ms.), y, lo que es más de notar, una obra del mismísimo Jusepe de Ribera, intitulada Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de Pintura, los cuales ingenuamente confieso no haber visto, pero de cuya existencia no me permiten dudar las precisas indicaciones de Mayans, que los da por impresos, primero en Madrid y luego en Amsterdam, con adiciones de Jacobo Palma. Debe de ser la misma obra que Palomino cita como manuscrita con el título de Escuela de principios de Pintura, calificándola de «tan superior cosa, que la siguen, no sólo en Italia, sino en todas las provincias de Europa, como dogma infalible del arte». Pero yo recelo mucho que una y otra cosa no sean un tratado didáctico, sino meramente el cuaderno de aguas fuertes y dibujos de Ribera, publicado en París por Luis Fernández en 1650 con el título de Livre de portraiture, y reproducido después varias veces, según testimonio de Ceán Bermúdez.

También menciona el Discurso del origen de la pintura y sus excelencias, con que el cronista D. Josef Pellicer de Salas y Tobar encabezó el Tratado de los errores que se cometen en las pinturas sagradas, obra de D. Gregorio de Tapia y Salcedo, caballero de Santiago (citado por el mismo Pellicer, fol. 70 de la Biblioteca o catálogo de sus innumerables obras).

[p. 541]. [1] . Páginas 58, 62, 64, 69 del libro intitulado:

«Arcadia Pictórica en sueño, alegoría o poema prosaico sobre la Teórica y Práctica de la Pintura, escrita por Parrasio Thebano, Pastor Árcade de Roma, dividida en dos partes: la primera que trata de lo que pertenece al dibuxo, y la segunda del colorido. Madrid, por D. Antonio de Sancha. Año de 1789.»—4.º, 323 páginas y 6 hs. prels.

[p. 541]. [2] . Confiesa haber tomado de este último toda la doctrina acerca del paisaje, y, además, la descripción o idea del Pintor Perfecto, y el tratado de la utilidad de las estampas.

[p. 542]. [1] . Saggi sul ristabilimento dell'antica arte de' Greci è de' Romani Pittori: in Venetia, por Juan Gatti, 1784.—8.º mayor, 215 páginas.

Hay una segunda edición (muy aumentada) de Parma, Imprenta Real, año 1781: dos tomos 8.º mayor, el 1.º de 404 págs., sin contar 41 de prefación, y el 2.º de 16 de prefación y 319 de texto. Requeno había empezado a traducir su obra al castellano para la Sociedad Económica de Zaragoza.

[p. 543]. [1] . Vid. el libro intitulado Comentarios de la pintura encáustica, por D. Pedro García de la Huerta, presbítero, socio de varias Academias. De orden superior. En Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1795.

También Preciado, al final de su Arcadia Pictórica, expone el descubrimiento del P. Requeno.

García de la Huerta, encabeza sus comentarios con una Noción general de la Pintura, escrita en sentido completamente idealista. La define Arte de representar a la vista las «interiores ideas» por medio de los colores. La novedad y la sorpresa son para él las fuentes de lo bello: su objeto final, instruir la vista deleitando, para traernos luego algún bien del orden moral. Ideas todas de Mengs y de Milizia, que quería consagrar el encanto de las gracias a la verdad y a la virtud. Pero García de la Huerta va más allá: quiere pintar el ánimo, pintar la filosofía moral, y truena con devoto celo contra la desnudez de la antigua estatuaria: No el hombre salvaje, sino el hombre vestido, exclama.

García de la Huerta nos da razón de otro escrito suyo, que no llegó a publicarse: «Examen de la opinión del Sr. D. Felipe de Guevara sobre el pretendido uso del óleo en las pinturas griegas y romanas».

La invención de Requeno hizo mucho ruido en Italia, saliendo a impugnarle, entre otros escritores, el químico veronés Lorgna, el conde Luis Torri y el Sr. Vicente Bozza, pretendiendo todos que el nitro que Plinio describe como ingrediente de la cera púnica, no era el nitro de los antiguos, sino el natrón, un álcali, base de la sal marina, de donde inferían que Plinio enseñaba, no a blanquear la cera, sino a fabricar un jabón de cera. Requeno procura responderles en la segunda edición de su obra.

[p. 545]. [1] . El Tratado de la Pintura, por Leonardo de Vinci, y los tres libros que sobre el mismo arte escrió León Bautista Alberti, traducidos e ilustrados con algunas notas por D. Diego Antonio Rejón de Silva... De orden superior. En Madrid, en la Imprenta Real, 1784.—4.º—Reimpreso en Madrid, año 1827, también en la Imprenta Real.

En la versión de Leonardo (o, más bien, del tratado que entonces corría como de Leonardo, puesto que los verdaderos manuscritos de éste no han sido conocidos hasta nuestros dias) añadió Rejón de Silva algunas notas de anatomía, sacadas de los tratados de Sabatier (1775) y de Leiutaud (1776). Los dibujos que lleva el texto son de D. Joseph Castillo. Sirve de preliminar la vida de Leonardo de Vinci, escrita por Rafael de Fresne.

—Diccionario de las Nobles Artes, para instrucción de los aficionados y uso de los Profesores. Contiene todos los términos y frases facultativas de la Pintura, Escultura, Arquitectura y Grabado, y los de la Albañilería o construcción, Carpintería, etc., con sus respectivas autoridades, sacadas de Autores Españoles, según el método del Diccionario de la Lengua castellana compuesto por la Real Academia Española. Segovia, 1788, por D. Antonio Espinosa.

Don Francisco Martínez (de Pamplona) publicó un Diccionario de Bellas Artes análogo al de Rejón de Silva.

[p. 546]. [1] . La Pintura, Poema didáctico en tres cantos, por D. Diego Antonio Rejón de Silva, del Consejo de S. M., su Secretario, Oficial de la primera Secretaría de Estado y del Despacho de la Real Academia de las Artes... Con licencia. En Segovia, por D. Antonio Espinosa de los Monteros. Año de 1786.—8.º, 135 págs., sin contar 6 hs. prels.

Lleva tres lindas viñetas de Ximeno, grabadas por Vázquez.

[p. 548]. [1] . Excelencias del pincel y del buril, que en cuatro silvas cantaba Don Moreno de Tejada, Grabador de Cámara de S. M. y Académico de Mérito de la Real de San Fernando y de la de San Carlos de México. Madrid, en la imprenta de Sancha. Año de 1804.—8.º, XII + 174 págs.

Lleva dos grabados de Alvarez y Orejón, discípulos del autor. En el prólogo promete un poema didascálico sobre el arte del grabado.

[p. 550]. [1] . Lección que hizo Benedicto Varchi en la Academia Florentina, el tercer domingo de Cuaresma del año 1546, sobre la primacía de las artes, y cuál sea la más noble, la escultura o la pintura, etc., traducida del italiano por D. Felipe de Castro. Madrid, imprenta de Eugenio Bieco, 1753.—8.º

[p. 550]. [2] . Conversaciones sobre la escultura. Compendio histórico, teórico y práctico de ella. Para la mayor ilustración de los jóvenes dedicados a las Bellas Artes de Escultura, Pintura y Arquitectura: luz a los aficionados y demás individuos del dibujo. Obra útil, instructiva y moral. Su autor D. Celedonio Nicolás de Arce y Cacho, natural de Burgos, Escultor de Cámara del Príncipe N. S. D. Carlos Antonio de Borbón. Con privilegio: en Pamplona, por Joseph Longas. Año de 1786.—8.º, XII+554 págs.

En la conversación tercera intercala un poemita de su cosecha en alabanza de la Escultura.

[p. 552]. [1] . Aquí conviene advertir que nuestra tradicional y realista escultura en madera tuvo un verdadero renacimiento en el siglo XVIII, en las innumerables obras del murciano Salcillo llenas de poder y de vida a su manera.

[p. 554]. [1] . Este tomo se imprimió en 1783, y fué reproducido varias veces. En 1776, Bails publicó un comprendio de su obra con este título: Principios de Matemáticas, donde se enseña la Especulativa, con su aplicación a la Dinámica, Hydrodinámica, Óptica, Astronomía, Geografía, Gnomónica, Arquitectura, Perspectiva y al Calendario.— (3 tomos 4.º)

Bails dejó, además, unas Instituciones de Geometría práctica para el uso de los jóvenes artistas (1795), y un Diccionario de Arquitectura civil (que se imprimió como obra póstuma en 1802).

[p. 554]. [2] . Impreso en Madrid por Ibarra en ese mismo año de 1768. Se dividen en cuatro partes: 1.ª Elementos o principios en que estriba toda la teoría de la arquitectura.—2.ª Reglas comunes para todos los edificios.—3.ª Ornamentos de arquitectura.—4.ª Norma práctica por la cual deben regirse los arquitectos en la construcción de sus obras. Lleva 21 estampas y dos índices, uno de escritores y otro de voces técnicas.

De D. Carlos Lemaur hay, elogio, escrito por el Conde de Cabarrús.

[p. 555]. [1] . «Compendio de los diez libros de Arquitectura de Vitruvio, escrito en francés por Claudio Perrault, de la Real Academia de las Ciencias de París, traducido al castellano por D. Joseph Castañeda, Teniente Director de la Real Academia de San Fernando. En Madrid, imp. de Gabriel Ramírez, 1761.»—4.º, 133 págs. y 11 láminas.

Castañeda trabajó, por encargo de la Academia, en un curso completo de Arquitectura; pero la muerte le impidió terminarle. (Vid. Llaguno, tomo IV, pág. 274.) Dejó impresos tratados de Aritmética y Geometría.

[p. 556]. [1] . Abaton Reseratum, sive genuina declaratio duorum locorum cap. ult., lib. tert., architecturae M. Vitruvii Pollionis, nusquam ad mentem Auctoris factae; scilicet de adjectione ad stylobatas cum Podio, seu ad Podium ipsum, per scamillos impares. Et item: De secunda adjectione in Epystyllis facienda, primae respondente. Scribebat Joseph Franciscus Ortiz, Presbyter Hispano-Valentinus. Ronae, typis Michaelis Angeli Barbiellini, 1781.—8.º mayor.

Muchos eruditos habían trabajado sobre esos dos oscuros pasos de Vitruvio, entre ellos Bernardino Baldi, abad de Guastalla, el arquitecto mantuano Juan Bertani y el marqués Poleni en sus Exercitationes Vitruvianae. Ortiz combate sus opiniones, e intenta dar una explicación más racional.

—Risposta dell'Abate D. Giusseppe Francesco Ortiz al P. Ireneo Affo. In Madrid, nella Stamperia Reale, 1785.—8.º—El eruditísimo franciscano P. Affo había salido a la defensa de Bernardino Baldi, suponiendo, además, que Ortiz se había atribuído un descubrimiento hecho antes por el marqués Galiani.

[p. 557]. [1] . Los diez libros de architectura de M. Vitruvio Polión. Traducidos del latín y comentados por D. Joseph Ortiz y Sanz, presbítero. De orden superior. En Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1787.

Fol. XXVIII +277 págs., + 56 láminas con su explicación al frente.

Dedicatoria al Rey: «Vitruvio ha sido siempre libro de Monarcas».—Prólogo.—Memorias sobre la vida de Vitruvio.—Texto con gran número de notas al pie de las páginas: la subdivisión de los diez libros en capítulos es novedad de Ortiz.—Indice de las cosas notables.

La edición es verdaderamente espléndida, y de las mejores de aquel siglo. Casi rivaliza con el Salustio del infante D. Gabriel.

Convendría reimprimir esta versión en tamaño más manejable, y de paso podrían enmendarse algunos pasajes evidentemente errados, para lo cual servirían mucho las ediciones de Schneider (1807), Stratico (1825-1830), Marini (1836), y sobre todo la edición crítica de Rose (1867), ajustada a los dos más antiguos manuscritos de Vitruvio que se conocen, el Harleianus y el Gudianus. Convendría también tener a la vista las Observationes Criticae de Lorentzen, célebre traductor alemán de los diez libros de Arquitectura (1858).

Sabido es que la obra de Vitruvio no abarca sólo lo que hoy propiamente llamamos arquitectura, es decir el arte de los templos y construcciones civiles (materia de los siete primeros libros), sino que dedica al octavo a los acueductos, el noveno a la gnomónica, y el décimo a las máquinas.

—Los cuatro libros de Arquitectura de Andrés Paladio traducidos del italiano, e ilustrados con varias notas, con la vida y retrato de aquel autor, por D. José Ortiz. Madrid, Imp. Real, 1797. Fol. mayor. Con 94 láminas.—No tengo noticias de que se publicase más que el primer tomo.

—Diálogos sobre las artes del diseño, escritos en italiano por Monseñor J. Cayetano Bottari, y traducidos e ilustrados con notas por D. José Ortiz. Madrid, G. Fuentenebro, 1801.—8.º

—Viaje arquitectónico-anticuario de España, o descripción latino-hispana del antiguo teatro saguntino. Madrid, Imp. Real, 1807.—Fol. mayor.

—Respuesta del Dr. D. José Ortiz a la carta que le dirigió D. Enrique Palos y Navarro, conservador de las antigüedades saguntinas. Valencia, 1812.—4.º

Según Fuster (Biblioteca Valenciana), Ortiz dejó manuscritas unas Instituciones de arquitectura según los principios de Vitruvio y Paladio, y la Noticia y plan de un viaje arqueológico hecho por orden del Rey. En 4 de noviembre de 1804 leyó una oración en la Academia de San Carlos de Valencia. Está en el cuaderno de sus Actas. (Valencia, Montfort, 1805.—Folio.)

[p. 558]. [1] . Delle case di Città degli antichi Romani secondo la dottrina di Vitruvio. Roma, presso il Salomoni, 1795 . 4.º— Delle ville di Plinio il Giovane, con un Appendice sugli Atri della S. Scritura è gli scamilli impari di Vitruvio. Roma, presso il Salomoni, 1796. 4.º— Due antichi monumenti di Architectura Messicana illustrati. Roma, presso il Salomoni, 1804. 4.º

[p. 559]. [1] . Instituciones de Arquitectura del arquitecto D. Francisco Antonio Valzania. En Madrid, en la imp. de Sancha, 1792.—4.º

[p. 561]. [1] . A Ponz se debió el felicísimo nombre de arquitectura plateresca.

 

[p. 562]. [1] . Viaje de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables y dignas de saberse que hay en ella... Madrid, imprenta de Ibarra. 18 tomos, que se comenzaron a imprimir en 1772 y se terminaron en 1794. De casi todos los tomos hay segundas y terceras ediciones. El XVIII es obra póstuma, publicada por D. José Ponz, sobrino del autor. Generalmente se añaden dos tomos más, que contienen el Viaje fuera de España (Francia, Inglaterra y Países Bajos).

El P. Conca, jesuíta de los expulsos, fué publicando en italiano la mayor parte del Viaje de Ponz, conforme se imprimía el original castellano.

[p. 563]. [1] . Con el mismo objeto se publicó un libro intitulado: Reflexiones sobre la arquitectura, ornato y música del templo: contra los procedimientos arbitrarios sin consultura de la Escritura Santa, de la disciplina rigorosa y de la crítica facultativa. Por el Marqués de Ureña. Madrid, 1785, por D. Joaquín Ibarra, impressor de cámara de S. M.

Este Marqués de Ureña (cuyo nombre aparece con frecuencia en las Actas de la Academia de San Fernando, firmando versos latinos y castellanos) era un caballero andaluz, de móvil ingenio y de muy varias aptitudes. Escribió con algún gracejo el poema burlesco de La Posmodia, en elogio de los perezosos; pero él era la actividad misma, y se ocupaba sin tregua en invenciones mecánicas, en plantear raras industrias y en cultivar a su modo las Bellas Artes, especialmente la Música. (Vid. Cambiaso, Diccionario biográfico de gaditanos silustres.

Las Reflexiones del Marqués de Ureña son un libro análogo en su objeto al Pintor Cristiano y Erudito del P. Ayala; pero están escritas de un modo tan incorrecto y confuso, que en muchas ocasiones apenas se alcanza lo que el autor ha querido decir. Los capítulos III, IV y V son de estética pura, con ideas algo semejantes a las de Azara. Es cierto que defiende con calor la objetividad de la Belleza y su valor universal; pero añade a renglón seguido: «Que esta belleza se dé absolutamente fuera de Dios, o que sea únicamente relativa, me importa poco: basta que sea un ente posible, aunque sólo tenga derecho a apellidarse belleza por una mayor o menor distancia de la belleza más completa que el entendimiento puede alcanzar». Los caracteres de la belleza son «aplacar a los sentidos y satisfacer al entendimiento». Consiste, pues, en la unión de lo perfecto y de lo agradable. No caben disputas sobre el gusto en sí mismo; pero cabe preguntar siempre si es bueno o malo lo que nos gusta. El examen del gusto (es decir, su piedra de toque) son los objetos. «Todos los hombres son árbitros de decir: me gusta o no me gusta; pero no igualmente de afirmar que una cosa es bella o deforme, si no acompañan las pruebas. Y ¿de dónde se deducirán? Y ¿en qué tribunal se dará la sentencia sin el concurso de la razón? Luego esta razón, verdaderamente filosófica, debe ser la directora del gusto». El gusto se distingue en pasivo y activo. De estos principios infiere, por lo que toca a su asunto, que «debemos renunciar a nuestros sentidos en obsequio del culto y de la razón». Por de contado, no admite otra arquitectura razonable ni digna del templo, que «la que enseñó Grecia, y la que practicó Roma en sus mejores tiempos». A la arquitectura ojival la llama algarabía tudesca.

 

[p. 565]. [1] . Viaje artístico a varios pueblos de España, con el juicio de las obras de las tres Nobles Artes que en ellos existen, y épocas a que pertenecen. Dedicado al Excmo. Sr. D. Pedro Cevallos, primer Secretario de Estado, etc., etc. Su autor D. Isidoro Bosarte, Secretario honorario de S. M., y en propiedad de la Real Academia de San Fernando, Académico de número de la de la Historia. Tomo Primero. Viaje a Segovia, Valladolid, y Burgos. De orden superior. Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1804.—En 8.º

[p. 565]. [2] . Observaciones sobre las Bellas Artes entre los Antigüos hasta la conquista de Grecia por los Romanos. Asunto propuesto en la cátedra de Historia Literaria de los Reales Estudios de Madrid al concluirse el primer año del curso académico. Parte Primera. Contiene las observaciones sobre la Escultura entre los Griegos, leídas por D. Isidoro Bosarte en el día 29 de Mayo de 1790... Madrid, en la oficina de D. Benito Cano.

—Observaciones, etc. Parte Segunda. Contiene las observaciones de la Pintura entre los Griegos. Leída... por D. Isidoro Bosarte en el día 15 de Junio de 1790. Madrid, ut supra.

—Observaciones, etc. Parte Tercera. Contiene las observaciones sobre la Arquitectura entre los Griegos. Leída... el 28 de Junio de 1790.

—Observaciones; etc. Parte Quarta. Contiene las observaciones sobre las Bellas Artes entre los antiguos Egipcios... Leída... el día 13 de Julio de 1790.

En un periódico que Bosarte publicaba con el título de Gabinate de Lectura Española (Madrid, viuda de Ibarra, hacia 1798: seis cuadernos en 8.º), se encuentran dos disertaciones suyas, una Sobre la restauración de las Bellas Artes en España, y otra Sobre el estilo que llaman gótico entre las obras de arquitectura.

 

[p. 569]. [1] . Noticias de los Arquitectos y Arquitectura de España desde su restauración, por el Excmo. Sr. D. Eugenio Llaguno y Amírola, ilustradas y acrecentadas con notas, adiciones y documentos por D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, Censor de la Real Academia de la Historia, Consiliario de la de San Fernando e individuo de otras de las Bellas Artes... De orden de S. M. Madrid, en la Imprenta Real. Año de 1829.—Cuatro tomos 4.º

[p. 569]. [2] . Vid. Memorias sobre la Marina, Comercio y Artes de la antigua ciudad de Barcelona, tomo III, parte 3.ª, párr. 4.º, páginas 367 y siguientes. (Reflexiones sobre la arquitectura gótica.)

Capmany tampoco era extraño a los primeros estudios sobre la literatura de la Edad Media, especialmente sobre la lengua que él llama provenzala o de oc. Conocía los trabajos de Ste. Palaye y de Millot, y afirma y defiende la influencia de los catalanes en la lengua y literatura del Mediodía de Francia.

[p. 571]. [1] . Los escritos que conozco de Jove-Llanos, referentes a crítica estética, son los que siguen: Elogio de las Bellas Artes, pronunciado en la Academia de San Fernando el 14 de Julio de 1781, y aumentado después con notas.— Informe sobre la publicación de los monumentos de Córdoba y Granada, grabados por orden superior (14 de Mayo de 1786).— Otro sobre la misma materia (sin fecha).— Elogio de D. Ventura Rodríguez, pronunciado en la Sociedad Económica de Madrid el 19 de Enero de 1788, y adicionado con largas notas, especialmente una relativa a los orígenes de la arquitectura gótica.— Memoria descriptiva del castillo de Bellver (con largas notas y tres apéndices, que pueden considerarse como memorias distintas: la segunda versa sobre las fábricas de los conventos de Santo Domingo y San Francisco, de Palma; la tercera es una descripción histórico-artística del edificio de la Lonja de Palma). —Correspondencia desde Bellver con el P. Fr. Manuel Bayeu, conventual de Mallorca, sobre pintura.—Cartas a D. Antonio Ponz, especialmente la 2.ª (descripción de San Marcos de León), la 4.ª (Oviedo y su catedral), y la 10.ª (Noticias del escultor asturiano Luis Fernández de la Vega).— Cartas a Ceán Bermúdez.

Todos los escritos hasta ahora citados se leen en los dos tomos de la edición de Rivadeneyra. Entre los no coleccionados aún, figuran Reflexiones y conjeturas sobre el boceto original del cuadro de las Meninas de Velázquez (impreso en el libro titulado Jove-Llanos, nuevos datos para su biografía, recopilados por D. Julio Somoza. Madrid, 1885). Jove-Llanos poseyó el boceto de las Meninas, que hoy se conserva en Inglaterra.

—Diarios de D. Melchor Gaspar de Jove-Llanos. (Son las 256 páginas que llegaron a imprimirse del tomo III de las obras de Jove-Llanos en la Biblioteca de Autores españoles. Me entregó estos pliegos el difunto Sr. Don Cándido Nocedal. Hay un extracto de estos Diarios hecho por Ceán Bermúdez, en el libro del Sr. Somoza acerca de Jove-Llanos.)

Entre los escritos de Jove-Llanos que no se han impreso, y cuyo paradero ignoramos, había una Carta de Philo ultramarino sobre la arquitectura inglesa y la llamada gótica (citada por Ceán Bermúdez , Memorias para la vida de Jove-Llanos, páginas 321 a 323) (*) [* Ha sido publicada en 1891 por D. Julio Somoza, en un volumen de Escritos inéditos de Jove-Llanos (Barcelona, 1891).]

Acerca de Jove-Llanos considerado como crítico de artes, se publicó un buen estudio de D. Fortunato de Selgas en los números de la Revista de España correspondientes al 28 de Abril y 13 de Mayo de 1883.

[p. 579]. [1] . Fué descubierta posteriormente, como en otra nota indicamos.

[p. 581]. [1] . Vid. Pasatiempo jocoso (en el número 2.º de El Criticón, Madrid, 1834).

[p. 582]. [1] . Obras de Reinoso (edición de los Bibliófilos andaluces), tomo I, Poesías, páginas 102 a 106.

[p. 582]. [2] . Las obras de Ceán que más o menos dicen relación con nuestro asunto, son:

—Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España..., publicado por la Real Academia de San Fernando. Madrid, en la imprenta de la Viuda de Ibarra. Año de 1800. Seis tomos 8.º En el último hay extensos índices cronológicos, geográficos, etc., el más extenso de los cuales forma una especie de itinerario artístico de España. Sería de desear que esta obra se reimprimiese con las adiciones manuscritas que dejó D. Valentín Carderera.

—Descripción artística del Hospital de la Sangre, de Sevilla. Valencia, imprenta de Benito Monfort, 1804. 12.º

—Descripción artística de la catedral de Sevilla. Sevilla, en casa de la Viuda de Hidalgo, 1804. 8.º—Hay una reimpresión, también de Sevilla, 1863.

—Carta de D. Juan A. Ceán Bermúdez a un amigo suyo sobre el estilo y gusto de la pintura de la escuela sevillana, y sobre el grado de perfección a que la elevó Bartolemé Esteban Murillo, cuya vida se inserta, y se describen sus obras en Sevilla. Cádiz, 1806, 12.º

—Diálogo sobre el arte de la Pintura (son interlocutores Mengs y Murillo). Sevilla, imp. de Aragón y Comp., 1817. 12.º

—Colección de cuadros del Rey de España, que se conservan en sus reales palacios, Museo y Academia de San Fernando, con inclusión de los del Real Monasterio del Escorial... Madrid, 1826-28. Texto de Cean Bermúdez: litografías dirigidas por D. José de Madrazo.

—Arte de ver en las Bellas Artes del diseño, según los principios de Sulzer y de Mengs, escrito en italiano por Francisco de Milizia, y traducido al castellano, con notas e ilustraciones por Ceán Bermudez, con el objeto de conocer las preciosidades que se conservan en el Real Museo de Madrid y en otras partes. De orden de S. M. Madrid, Imp. Real, 1827. 4.º

Hay otra traducción muy infeliz del libro de Milizia: Arte de saber ver en las Bellas Artes del diseño, traducido al castellano por el arquitecto D. Ignacio de March, y aumentado con un tratado de las sombras, y otro de la distribución o compartimiento de casetones en todo género de arcos y bóvedas, compuesto por el arquitecto D. Antonio Ginessi, traducidas al castellano por D. Pedro Serra y Bosch... Barcelona, imp. de J. Cherta y Compañía. Año de 1830. 4.º

—Adiciones a las Noticias de los Arquitectos (vide supra).

—Sumario de las antigüedades romanas que hay en España, en especial las pertenecientes a Bellas Artes. Madrid, imp. de D. Miguel de Burgos, 1832, folio. Obra póstuma dada a la luz por la Academia de la Historia. Es libro que debe consultarse con bastante cautela, porque Ceán no vió muchos de los monumentos de que habla, y, además, su fuerte no era la arqueología clásica ni la geografía antigua de España.

—Análisis de un bajo-relieve atribuído al Torrigiano (Se imprimió en el núm. 87 de El Censor, sábado 30 de Marzo de 1822).

—Diálogo sobre la primacía entre la pintura y la escultura (interlocutores Berruguete y Alonso Cano). Se imprimió en El Censor, número 89, 13 de Abril de 1822. Ceán Bermúdez declara iguales en mérito distinciones y prerrogativas, a las dos artes, censurando amargamente a Benedetto Varchi y a D. Felipe de Castro, que habían dado preferencia a la escultura.

—Diálogo sobre el origen, formas y progresos de la Escultura en las naciones anteriores a los griegos (núm. 91 de El Censor, 4 de Mayo de 1822.)

—Diálogo sobre el estado de perfección a que llegó la Escultura en Grecia (núm. 97 de El Censor, 8 de Junio de 1822).

—Diálogo sobre la Escultura en tiempo de la dominación de los romanos (núm. 102 de El Censor, último publicado, 13 de Julio de 1822).

—Diálogos entre los retratos del Cardenal Espinosa y el pintor Carre ño. (Ms.)

—Carta sobre el conocimiento de las pinturas originales y de las copias. (Ms.)

—Noticia histórica del famoso cuadro de Rafael, llamado «EI Pasmo de Sicilia». (Ms.)

—Ilustración sobre la custodia de la catedral de Sevilla, fabricada por Juan de Arphe. (Ms.)

—Vida de Juan de Herrera. (Posee el original nuestro amigo D. Eduardo de la Pedraja y Samaniego en su curiosa colección de papeles y libros relativos a la Montaña y a sus hijos famosos. Tengo idea de que ésta y alguna otra de las obrillas artísticas de Ceán Bermúdez que aquí se citan como inéditas, vieron la luz pública en el folletín de un periódico político, hace algunos años.)

—Sobre el nombre, forma, progresos y decadencia del churriguerismo. (Ms. Fué leído por el autor en la Academia de la Historia. Vid. tomo Vl, folio 21. Tiene por principal objeto vindicar a España, del cargo de inventora del churriguerismo, y hacerle venir del barroquismo italiano.)

—Historia general de la Pintura. (Hay un extracto de la parte concerniente a la escuela aragonesa en el artículo Zaragoza, del Diccionario Geográfico de Miñano. La obra quedó inédita y quizá sin terminar. Era una refundición del Diccionario en forma histórica, y adicionado con muchas noticias.)

—Catálogo de las Pinturas y Esculturas de la Academia de San Fernando. Madrid, 1824.

—Catálogo razonado de las estampas que posee D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, formado por él mismo, y ensayo para el de una colección completa de Pinturas, Esculturas, Estampas, Diseños y otras obras de las Bellas Artes, principiado en Madrid el día 1.º de Noviembre de 1819. (Ms. incompleto que posee D. Luis Carmena. Empieza con una reseña histórica del grabado, una noticia de los principales grabadores alemanes y descripción de varias estampas. Por lo que dice el autor en la introducción, la obra debía comprender, además, el estudio de las estampas italianas, holandesas y flamencas, francesas y españolas.) Sobre Ceán Bermúdez, véase el Bosquejo de la literatura en Asturias, seguida de una extensa bibliografía de escritores asturianos, por D. Máximo Fuertes Acevedo. Badajoz, 1885.

[p. 586]. [1] . Vid. para este estudio la riquísima colección de Poetas líricos del siglo XVIII, ordenada por D. Leopoldo A. de Cueto para la Biblioteca de Rivadeneyra.

[p. 587]. [1] . Égloga piscatoria leída en 28 de Agosto de 1760.

[p. 587]. [2] . En 20 de Enero de 1781.

[p. 587]. [3] . El capellán de las Recogidas, D. Francisco Gregorio de Salas, tipo el más acabado del prosaísmo dominante en el siglo XVIII, hizo oír su voz repetidas veces en la Academia de San Fernando, ya describiendo en 1781 el cuadro de la Anunciación, obra postrera de Mengs, ya haciendo la crítica burlesca del churriguerismo de los edificios públicos de Madrid, en un Sueño poético (1778) y en una serie de Juicios críticos, entremezclados de verso y prosa y no faltos enteramente de donaire, que leyó en 1778, 1784, 1787 y 1790. Como las inocentes chocarrerías de Salas se hicieron popularísimas, y mucha gente las tomó de memoria, no se puede negar que este simpático coplero contribuyó a su manera al triunfo de la cruzada de los Ponz, de los Villanuevas y de los Bosartes. Lo que parece inverosímil, y es buen dato para conocer el gusto del tiempo, es que semejantes bufonadas se hayan leído en junta pública de Academia alguna. (Vid. Obras de D. Francisco Gregorio de Salas, tomo I, págs. 323 y siguientes)

[p. 594]. [1] . En la Continuación del Memorial Literario (Madrid, Imprenta Real, 1794, tomo III, pág. 93) se lee un extracto de esta oración de Peñasola.

[p. 599]. [1] . Obras poéticas del Duque de Frías, edición de la Real Academia Española. Madrid, Rivadeneyra, 1853, pág. 190.

[p. 600]. [1] . Es traducción literal de unas palabras de Winckelmann, como el mismo Reinoso advierte.

[p. 600]. [2] . Publicados en la Gaceta de Madrid en el tiempo en que Reinoso la dirigía, y reimpresos en el tomo I de sus Obras, edición de los Bibliófilos Andaluces, páginas 218 a 234.

[p. 601]. [1] . Inserto en la antigua Revista de Madrid.

[p. 601]. [2] . Allí publicó también Reinoso una bella noticia necrológica de Alvarez, el escultor.