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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPÍTULO X.—CONTINUAN LAS TEORÍAS ACERCA DEL ARTE LITERARIO EN ESPAÑA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII.—LAS POÉTICAS CLÁSICAS.— TRADUCTORES Y COMENTADORES DE ARISTÓTELES Y HORACIO.— OTROS PRECEPTISTAS MÁS ORIGINALES.—CARVALLO, EL PINCIANO, CASCALES, GONZÁLEZ

Datos del fragmento

Texto

Para proceder con algún orden en la enumeración de los más señalados entre los innumerables libros de los siglos XVI y XVII, que contienen ideas más o menos originales sobre los fundamentos de la preceptiva poética, importa, ante todo, considerarlos divididos en dos grandes secciones. Pondremos en el primer grupo a los preceptistas clásicos; quiero decir, a los que tomaron [p. 206] por base de sus especulaciones la Poética, de Aristóteles, o la de Horacio, o entrambas a la vez, facilitando su inteligencia por medio de traducciones y comentarios, ya en lengua latina, ya en lengua vulgar, o bien ampliando su doctrina en libros de Poética originales, ajustados con más o menos rigidez a las ideas estéticas de los antiguos. En la segunda sección figuran los preceptistas y apologistas (pues los hubo en gran número y de mucha doctrina) de los dos grandes movimientos de renovación literaria, que a principios del siglo XVII se verificaron simultáneamente, aunque con desigual fortuna, en el campo de la poesía lírica y en el del teatro, por obra de Góngora y de Lope. Tan natural división, dentro de la cual procuraremos seguir el más estricto orden cronológico, nos permitirá abarcar de un golpe, y sin fatiga, el cuadro pintoresco y animado que ofrece la crítica literaria de nuestra edad de oro, mucho más fecunda y poderosa que cuanto acertaríamos nosotros a encarecer. ¿A quién no interesa saber lo que pensaban sobre su arte Cervantes, Tirso, Lope o Quevedo: Pues de todo daremos cuenta, dilatándonos gustosos en materia donde la amenidad y el deleite corren parejas con la fructuosa enseñanza.

En un estudio mío, que todavía espera complemento y lima antes de crecer en brazos de la estampa, se encontrará junto y ordenado todo lo que yo he podido indagar acerca de los traductores y comentadores españoles de clásicos griegos y latinos. El deseo de no repetirme y de dejar espacio para cosas más importantes, me obliga a ser muy sobrio en la enumeración de los helenistas y latinistas españoles que en el siglo XVI dieron carta de naturaleza en nuestra lengua a las obras preceptivas de Aristóteles y de Horacio.

Corre (sin fundamento antiguo que sepamos, puesto que ni Tamayo de Vargas ni Nicolás Antonio la autorizan), repetida en muchos libros modernos, la especie de que Juan Páez de Castro (no Pérez, como algunos escriben), bibliotecario de don Diego de Mendoza y uno de los filólogos más laboriosos de nuestra edad de oro, tradujo la Poética, de Aristóteles. Imagino que éste es uno de tantos yerros como por primera vez se difundieron en el absurdo prólogo de Nassarre a las comedias de Cervantes, y en el librejo de don Luis Joseph Velázquez sobre los Orígenes de la poesía [p. 207] castellana (Málaga, 1754); [1] por lo menos, hasta la hora presente, ha sido vana toda mi diligencia para encontrar, no ya el texto de esa versión que tengo por soñada, sino la menor indicación relativa a ella, en ninguno de los muchos escritores que hablan de Páez de Castro, ni en la bastante nutrida correspondencia literaria que éste seguía con sus amigos humanistas. Bien sé que Páez de Castro había emprendido enormes trabajos sobre Aristóteles, pero no de traducción en lengua vulgar, sino de corrección y depuración del texto griego, con presencia de muchos manuscritos antiguos. Y aun estos trabajos, que el autor miraba como preliminares para una obra grande y sintética sobre la filosofía de Aristóteles concordada con la de Platón, debieron de que dar incompletos y perderse, puesto que no ha encontrado ni vestigio de ellos el último y más docto de los biógrafos de Páez, mi llorado amigo Carlos Graux, en un libro que es honra de la erudición francesa contemporánea y gravísimo cargo de conciencia para los olvidadizos e inertes helenistas españoles. [2]

Del médico valenciano Francisco de Escobar, que en Barcelona fué maestro de Juan de Mal-Lara, y que hoy solamente es conocido por una versión latina de los Progymnasmas de Aftonio y de algunas fábulas esópicas, dicen Andrés Scott y Nicolás Antonio que había empezado a traducir (¿hacia 1557?) la Retórica de Aristóteles, porque de las dos versiones latinas hasta entonces conocidas, la de Jorge Trapezuncio le desagradaba por impericia del autor en la lengua latina, y la de Hermolao Bárbaro por el defecto contrario, es decir, por mala inteligencia del original griego. No queda más noticias de semejante trabajo, que debió de quedar muy a los principios. [3]

Vicente Mariner, el helenista más fecundo que España ha producido, prodigio de actividad, de memoria y de mal gusto, del cual nunca pudo curarle el trato asiduo con la docta antigüedad, tradujo él solo, ya en prosa, ya en verso, ya en latín, ya en castellano, [p. 208] la mitad de la literatura griega, incluso los escoliastas y los sofistas. Claro es que entre estos ciclópicos trabajos, que llenan casi solos un armario (el F f) de la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional, no faltan, ni podían faltar, las obras de Aristóteles, todas las cuales (exceptuando la Metafísica) puso Mariner en castellano con tanta dureza como fidelidad, prestando en ello el más positivo servicio a la cultura española, en medio de tantos otros trabajos suyos estériles y baldíos. [1] En la colección aristotélica de Mariner, figuran, no sólo la Poética, sino las dos Retóricas atribuidas a Aristóteles.

Simultáneamente con Mariner se había dedicado a poner en lengua castellana la Poética el gallego don Alonso Ordóñez das Seixas y Tobar, señor de San Payo, pero alcanzó mejor fortuna en ver de molde su trabajo desde 1626. La traducción de Ordóñez, aunque no está tomada del latín, como insinúa Nicolás Antonio, sino que es directa del griego, no excluía ciertamente otra mejor, y para mí no hay duda que la de Goya y Muniain le lleva grandes ventajas, sin ser perfecta por eso. Sea defecto de las ediciones de la Poética que en el siglo XVII corrían, y que aumentaban las dificultades de estos oscurísimos fragmentos, sea impericia de Ordóñez, hay que confesar que muchas veces se le quedó traspapelado el sentido, y aun hizo decir a Aristóteles lo contrario de lo que pensaba, o algo sin razón ni enlace, además de quedarse vírgenes de traducción no pocos incisos. La mayor parte de estos defectos se remediaron en una reimpresión del siglo pasado, [2] en [p. 209] la cual entendió el catedrático de griego en los Reales Estudios de San Isidro, don Casimiro Flórez Canseco, quien para reunir en un cuerpo lo mejor que hasta su tiempo se había trabajado sobre la poética, añadió al trabajo de Ordóñez el texto griego, con una colección de variantes, la versión latina de Heinsio con sus notas, y las del abate Batteux en su libro, entonces tan celebrado, de las Cuatro Poéticas.

Contemporáneo de Ordóñez y de Mariner fué el conquense Juan Pablo de Mártir Rizo (descendiente del célebre humanista Pedro Mártir); fecundo traductor e historiógrafo con ribetes de político, a lo cual agregaba ciertos conocimientos de literatura francesa, harto peregrinos en el siglo XVII. Mártir Rizo, que era hombre de buen gusto, aunque de estilo un tanto afectado y sentencioso, volvió a traducir la Poética, de Aristóteles; pero como no sabía griego, se valió de la traducción latina de Daniel Heinsio, a quien siguió paso a paso en la distribución de los capítulos, que (como es sabido) difiere en la edición heinsiana del orden generalmente adoptado. El interés de la Poética de Mártir Rizo (que aún yace inédita en la Biblioteca Nacional) está en las ilustraciones que la acompañan, en una de las cuales se lee una minuciosa y durísima crítica de la Jerusalén Conquistada, de Lope de Vega, donde algunos han creído ver la mano del implacable Torres Rámila. [1]

[p. 210] De las traducciones de Horacio hay libro particular mío donde, serán ampliamente estudiadas. Aquí baste mencionarlas. Con un solo año de diferencia, tal que es imposible determinar la prioridad entre ellas, aparecieron dos de la Epístola ad Pisones, la de Vicente Espinel y la de don Luis Zapata, esta última rarísima, tan rara como perversa, y es el mayor encarecimiento que puede hacerse, porque excede a todo extremo de maldad posible en achaque de traducciones: tal es lo pedestre de su estilo y el desmaño y torpe medida de sus versos sueltos, en comparación de los cuales pueden pasar por modelos las octavas del Carlo Famoso. Mal camino tomó el buen caballero para recoger (como él dice) a los aventureros sueltos de la poesía y reducirlos a arte. [1]

Mucho más tolerable es la traducción de la misma Poética, debida al rondeño Vicente Espinel, insigne entre nuestros novelistas como autor de El Escudero Marcos de Obregón. Pero tomada en sí, y prescindiendo de la comparación con Zapata, y de la acerba polémica entre Sedano e Iriarte, cosas todas ajenas de este lugar; los mas apasionados de la simpática genialidad literaria de Vicente Espinel tendrán que confesar que tradujo como un estudiante y no como un filólogo, sin abrir para nada ninguno [p. 211] de los sesenta u ochenta comentadores que ya existían en su tiempo, y sin ver las dificultades o saltando audazmente por cima de ellas. Y como además la traducción está en versos sueltos, y entonces nadie sabía hacer versos sueltos más que Jáuregui, educado en la escuela de los italianos, la traducción resultó floja, lánguida y sin nervio; ni puede concedérsela otro elogio que el que merece en todo caso una primera tentativa para popularizar el texto horaciano. [1]

Salvá poseía una Traducción de la Arte Poética de Quinto Horacio Flaco, Príncipe de los Poetas líricos, y de los tres Discursos sobre el poema heroico de Torcuato Tasso, por D. Tomás Tamayo de Vargas, toledano.

En 1684 apareció en Tarragona (Imp. de Joseph Soler) un libro rotulado Poesías selectas de varios autores latinos, traducidas en verso castellano e ilustradas con notas de la erudición que encierran. Su autor, el P. Joseph Morell, de la Compañía de Jesús, traduce, entre otras cosas, el Arte Poética , de Horacio, en endecasílabos pareados. El P. Morell no era poeta, pero sí hombre de agudo y despejado ingenio, dotado de esa elegante y diserta facilidad de versificador, que ha sido tan común entre los de su Orden, como raro el talento poético propiamente dicho. Su asiduo comercio con las musas latinas, y el alejamiento en que vivió de la literatura cortesana, le salvaron casi completamente del culteranismo que en su tiempo lo infestaba todo. Su traducción es preferible a la de Espinel, a pesar del prosaísmo habitual de la dicción y del martilleo francés de los pareados, tan fastidioso a nuestros oídos.

Carácter mucho menos literario que las cuatro versiones anteriores tiene la Declaración Magistral del preceptor granadino Villen de Biedma, la cual viene a ser una interpretación en prosa, servil, rastrera y literal, como para principiantes.

Cascales en las Tablas Poéticas , y el licenciado Juan de Robles en El Culto Sevillano , intercalaron, según lo requería la doctrina [p. 212] que iban exponiendo, largos retazos de la Poética horaciana en verso castellano, dando indicios de haberla traducido íntegra.

Como comentadores y escoliastas de Horacio en lengua latina apenas pueden citarse, durante este largo período de dos siglos (los más gloriosos, por otra parte, para los estudios humanísticos en España), otros que el Brocense, el valenciano Falcó, el portugués Aquiles Stacio y el Marqués de Mondéjar, cuyos Escolios quedaron manuscritos. [1] De ellos el más ímportante es, sin duda el Brocense, cuya originalidad se trasluce hasta en el más descuidado borrón de sus escritos. Dos veces trató de la Epístola ad Pisones , primero en el tratado De auctoribus interpretandis (1558), después en unas Annotaciones (1591). En ambos casos dió a entender que, «aunque muchos se habían acercado al vellocino, ninguno había acertado con el oro que estaba oculto, sino que se habían contentado con la lana caprina». [2] Acertadas enmiendas de [p. 213] puntuación, notables rectificaciones en el texto, y una inteligencia perfecta del sentido de los preceptos, se ven echados a perder por la manía de considerar la Epístola a los Pisones como una Poética regular y sistemática. Para darla un orden pedagógico que no tiene, ni estaba en la mente de su autor, el maestro Sánchez transporta audazmente de su lugar tiradas enteras de versos. Para presentar más a los ojos la contextura dialéctica que él imponía a Horacio, escribe debajo de sus versos una paráfrasis en prosa, ejemplo seguido religiosamente por Cascales, otro de los insignes profanadores del arte horaciano.

[p. 214] El Comentario de Aquiles Stazo (Statius) es digno de memoria, porque en él se trata de concordar y comprobar los preceptos de Horacio con los de Aristóteles y otros retóricos griegos. Más audaz Pedro de Veiga, no se limitó a introducir variantes de mucha entidad en el texto, sino que volvió a desconcertarle y fraccionarle (disjecti membra poetae), aunque por diverso camino que el Brocense, y con la declarada pretensión de restablecer la lección original, groseramente afeada por los copistas.

Estos trabajos, puramente filológicos, no trascendían directamente a la poesía vulgar, y aun sus autores no parecían percatarse de que tal poesía existiera. Advertíase, no obstante, cada día más, la ausencia de un doctrinal poético que, aplicando a nuestro romance los cánones de la preceptiva clásica, tenidas entonces por infalibles, sustituyese al ya anticuado Arte de Trovar , de Juan del Enzina, código que mal podía sobrevivir a la total ruina de la antigua escuela cortesana y al abandono de la tradición trovadoresca, que en aquel libro había lanzado sus postreras llamaradas. Hasta la parte mecánica y exterior de la versificación exigía nuevas reglas y cuento de sílabas distinto, habiendo acrecentado la prosodia española su caudal con rodas las preseas de la toscana. Así y todo, fué menester que el ejemplo de Antonio de Tempo, Claudio Tolomei y otros italianos viniese a despertar a nuestros indolentes preceptistas, para que comenzasen a aparecer diversas artes de versificación; y esto sólo a fines del sigloXVI, cuando, ya definitivamente triunfante la escuela petrarquista, comenzaba a ajustar paces con las de los seguidores del metro corto, naciendo de tal maridaje la escuela genuinamente española. Vemos, pues, a los primeros autores de Poéticas, Miguel Sánchez de Lima, Jerónimo de Mondragón, Juan Díaz Rengifo y Luis Alfonso de Carvallo, admitir juntos y bajo un mismo techo los dos sistemas de versificación, el italiano y el nacional, dilatándose con igual amor en la explicación de los juegos y combinaciones de entrambos tipos de armonía poética. Pero prescindiendo de la parte de versificación, la cual sólo en sus principios íntimos y fundamentales (que estos autores de ningún modo tocaban ni adivinaban siquiera, limitándose al estudio más empírico y superficial de las formas del lenguaje métrico) puede entrar en la ciencia estética; el interés de estos libros es más bien gramatical que [p. 215] literario, con total ausencia de doctrina filosófica. El portugués Miguel Sanchez de Lima, (no de Viana, como Velázquez dice), apenas se aparta un punto de las pisadas de Horacio, cuya doctrina corrobora en versos propios. Jerónimo de Mondragón se limita a explicarnos la mecánica del período rítmico. Juan Díaz Rengifo y Luis Alfonso de Carvallo merecen más individual noticia.

Son muy pocos los que han leído el Arte Poética Española del primero, en su forma original y auténtica, tal como se imprimió en Salamanca en 1592 y se reprodujo en Madrid en 1606. Generalmente no se la conoce sino desfigurada y abultada enormemente con las insensatas, aunque divertidas y curiosas adiciones que le hizo, a principios del siglo XVIII, el barcelonés Joseph Vicens, hombre de gusto depravadísimo, pentacróstico y macarrónico, el cual tuvo la honradez de señalar con un asterisco sus extraños aditamentos, que forman más de la mitad de la obra, y que bien claramente se dan ellos a conocer por lo que contrastan con la modestia y buen sentido del primitivo Rengifo. A la calenturienta fantasía de su adicionador se deben totalmente los capítulos en que se discurre sobre los romances en eco, los anagramas, los sonetos en tres lenguas, los acrósticos, las ensaladas, los labyrinthos , que se leen de cincuenta maneras, el poema mudo , el poema cúbico y otras desaforadas composiciones, raras y dificultosas , pero de mucho contento , cuyas recetas hicieron que el Rengifo adicionado se convirtiese en el manual clásico de los copleros españoles del siglo pasado, los cuales además acudían a él en demanda de consonantes por un pequeño vocabulario de rimas que tiene al fin. «¿Qué es la poesía? (pregunta el vate tuerto en la Derrota de los Pedantes) El arte de hacer coplas. ¿Y cómo se hacen coplas? Comprando un Rengifo por tres pesetas». Y Vargas Ponce escribe en la Proclama del solterón

       «Rubia guedeja peinará la rana,
       
Y antes habrá coplero sin Rengifo...
       ...................................................»

De todo esto le ha resultado al jesuíta Diego García Rengifo, verdadero autor del Arte Poética publicada a nombre de su hermano, una funesta e inmerecida reputación de mal gusto. Cuando él escribió, aún se mantenía en su integridad el estilo poético castellano; y si él no era hombre para grandes novedades, y apenas [p. 216] hizo más que traducir el Tempo y acomodarle a nuestra lengua hasta en cosas que son privativas de la versificación italiana, realmente ni la doctrina es absurda, ni los ejemplos son de mal gusto. Algunos le tienen por la mejor Arte Métrica castellana: yo no. Por la riqueza material de metros y combinaciones, le vence la Rítmica , de Caramuel, que bajo este aspecto es un verdadero mundo prosódico. Y en cuanto a los principios de la versificación, ¿de qué puede servir Rengifo a quien haya leído y meditado la Métrica , de Andrés Bello y los Diálogos de Coll y Vehí? [1]

[p. 217] Las ideas generales de Rengifo sobre la poesía son pocas y vulgares. Define el Arte Poética «un hábito o facultad del entendimiento, que endereza y rige al poeta y le da reglas y avisos para componer versos con facilidad». Su adicionador añade que este hábito está subordinado a la Aritmética y a la Música, y que parece cierto que Adam tuvo arte poética infusa, aunque no se escribe que compusiera tratados ni libros de propósito. La vena y el arte son igualmente necesarias al poeta. Materia de su arte son todas las cosas que tienen ser, y las que no le tienen sino es el que del mismo poeta reciben. Al cual pertenece, no sólo el hablar de cosas verdaderas, pero mucho más el fingir, y aun esto en tanto grado que dize Aristóteles que solos los que fingen son propiamente poetas; y no quiso decir que los poetas habían de mentir, sino que habían de describir y pintar al vivo las cosas, que diessen como vida a lo que estaba muerto, y fingiessen, ya la fama, ya la envidia, ya la república, ya otras cosas que no son vivientes ni personas, como si realmente lo fueran, o que fingiessen marañas [p. 218] y fábulas tales, que aunque no huviessen assi pasado, fuessen muy semejantes a las que suelen acaecer».

Entre la Poética, la Lógica y la Oratoria, la materia remota es una misma, pero las diferencias nacen de la forma y del fin. El fin intrínseco de la Arte Poética es hacer versos. Los fines extrínsecos pueden ser muchos (utilidad, deleite, devoción, recreación honesta, recreación viciosa, servicio de la República, etc.). Rengifo no era insensible al encanto de la poesía y música popular: «¿ Quién no ha experimentado en si los afectos que se despiertan en el corazón cuando oye cantar algunos de los romances viejos que andan de los zamoranos, o de otros casos lastimosos?»

Las condiciones psicológicas del poeta consisten (según Rengifo) «en una imaginativa vehemente, con que el poeta concibe, finge y da vida a lo que escribe, y en un cierto furor, con que sale como de sí, y se remonta y forma nuevas ideas, y en una agudeza de ingenio con que adelgaza las cosas y las mata (como dizen) en el ayre».

Muy semejante al libro que lleva el nombre de Juan Díaz Rengifo es el rarísimo Cisne de Apolo , [1] publicado en 1602 por [p. 219] el clérigo asturiano Luis Alfonso de Carvallo, el cual, entrando después en la Compañía de Jesús, llegó a ser docto investigador de las antigüedades de su tierra. Lo primero que hay que notar en el Cisne de Apolo es su forma. El autor ha compendiado los preceptos poéticos en detestables octavas reales, formando una especie de poema didáctico, del cual se formará justa idea por este pasaje:

           «El primero furor es amoroso
       Del conocer lo bello procedido,
       Y aquel que conociera más lo hermoso,
       Más será transportado su sentido;
       Y el poeta, como es tan ingenioso,
       Habiendo la hermosura ya aprehendido,
       La ama con más fuerza, y si es terrena,
       Desta a la soberana se enajena».

Refugiémonos en la prosa por huir de tan discordes sones. La prosa son cuatro diálogos entre la Lectura, Zoylo (personificación de los detractores de la poesía) y Carvallo, que va declarando el sentido de las octavas y continuando la pesadísima metáfora del Cisne. Trata el primer diálogo de la definición y materia de la poesía; el segundo, de la versificación; el tercero, de los géneros literarios; el cuarto, del decoro que se debe guardar en la poesía, y de la vena y furor poético. «Poeta se llama aquel propiamente que, dotado de excelente ingenio, y con furor divino incitado, diciendo más altas cosas que con sólo ingenio humano se pueden imaginar, se llega mucho al divino artificio... La poesía es arte que enseña a hablar con imitación, orden y ornato... Arte es cierta razón de hacer cosas, la cual razón, aunque del entendimiento procede, para enseñarse a otros y obrar, es menester que salga a ponerse en práctica, donde se venga a la forma y fin del arte... La oratoria y la poesía son hermanas, y sólo se diferencian en la clase de número, que es más sensible y riguroso en el verso que en la prosa. Partes de la poesía, como de la oratoria, son la invención, disposición y elocución». Carvallo, citando expresamente el Examen [p. 220] de Ingenios, de Huarte, adopta su clasificación de las ciencias, y pone a la poesía y a la elocuencia entre las que dependen de la imaginativa. «El que hubiere de ser poeta ha de estar en el tercero grado de calor... sus costumbres serán: ánimo, soberbia, liberalidad, inclinado a mujeres, y el andar será con muy buena gracia y donaire. La habla será abultada y algo áspera; tendrá pocas carnes, duras, ásperas y nerviosas; las venas anchas; el color moreno, tostado, verdinegro y cenizoso; el cabello y barba gruesso, tiesso, áspero y tostado; la cara no muy hermosa; todas las cuales cosas son indicios de calor y sequedad, humor aparejado para la imaginativa que han de tener los poetas. Aunque como haya calor, aunque falte sequedad y tenga humedad, podrá haber imaginativa, y por consiguiente ser poeta el que lo tuviere, mas no tan perfecto, y entonces son los tales alegres, risueños y amigos de pasatiempos, sencillos, afables, vergonzosos y no muy dados a mujeres. Y aunque la voz sea abultada, será blanda y sonora, y no áspera; las carnes y cabello más blando». ¿Por dónde habíamos de creer que era tan vieja la teoría del temperamento artístico, llevada en Huarte y en Carvallo hasta los últimos límites del empirismo materialista?

«La materia del poeta es tratar cosas verdaderas o fingidas, las cuales ha de hallar y buscar la invención, primera parte de la poesía; y no solo el inventarlas, pero el disponerlas en la forma conveniente y ordenarlas a su fin, es todo obra de la imaginativa y de differente officio que tiene el entendimiento, y así al que le faltare imaginativa, le falta potencia para obrar en su arte elegantemente, aunque sepa sus preceptos... Y cuanto mejor y más sutil imaginativa tuviere, será más excelente poeta, porque inventará más sutiles y subidas cosas, más raras y admirables».

«Las ficciones son en dos maneras: verosímiles y fabulosas; pero en todas ellas la poesía mira siempre, como a último blanco, a la verdad, escondiéndola bajo tropos, alegorías y parábolas de moral sentido y fructuosa enseñanza. Por eso Lactancio llamó veracísimos a los poetas, porque su verdad es la verdad de lo universal. Los poetas, para que no se perdiese de la memoria la rica y preciosa piedra de su doctrina y anduviese siempre a la vista, la engastaron en los engastes ricos de sus figuras y semejanzas, apropiándolas y ajustándolas a la verdad, como a la piedra el [p. 221] engaste». «¿Qué otra cosa es la poesía (dice el platónico Máximo de Tiro) sino la antigua filosofía consonante con los números del verso?». La poesía es muy anterior, en su desarrollo, a la prosa.

Carvallo entiende por forma de la poesía la disposición y traza de ella. Divídela en dramática, exagemática (así llama a la narrativa) y mixta. De la lírica no hace género aparte, pero parece que la incluye en la exagemática, donde el poeta habla sólo. A la épica la considera y trata como historia en verso.

Separándose del orden jerárquico comúnmente recibido por los preceptistas clásicos, declara que la dramática es la poesía por excelencia y la que en sí las contiene todas. No manifiesta hostilidad alguna contra el teatro nacional, y admite expresamente las «comedias de historias ciertas, así profanas como divinas, y aun de personas metaphísicas, espirituales o intelectuales, que no tienen figura de persona, y debajo de las cuales se representa alguna virtud o vicio, o la persona de una ciudad, río o pueblo». Pondera «los subtiles artificios y admirables trajes de las comedias que en nuestra lengua se usan, enriquecidas con todos los géneros de flores que en la poesía se pueden imaginar». Se decide por la división en tres jornadas, y defiende con calor y elocuencia los provechos y utilidades de la Comedia contra los rígidos moralistas. «Malos exemplos ninguno los representa... pues allí se alaba y ensalza el bueno para que sea imitado, y el vicioso se vitupera para que nadie le imite; allí se leen los varios sucesos y acaecimientos de nuestra miserable vida, allí, como en espejo, se echa de ver la ignorancia del niño, la crianza del muchacho, la vanidad del mozo, la avaricia del viejo, la liviandad de la mujer, el engaño de la ramera, la constancia de la valerosa: al fin, es espejo de todas las edades, de todas las costumbres, de todas las naciones y de todos los estados; es cátedra donde se leen todas facultades, todas ciencias, todas artes y todo lo necesario ansí para la persona particular como para toda la república... una cifra y mapa para vivir los pueblos y particulares sin peligro de la vida... El poeta forzosamente ha de tratar de todo, y dezillo todo, pues es pintor de todo lo que en el mundo pasa, pero obligación tiene a tratar lo malo como malo, y lo bueno como bueno». [1]

[p. 222] Si Carvallo, por sus doctrinas independientes acerca del teatro y por su manifiesta afición a Lope de Vega, merece ser contado casi entre los autores de poéticas románticas y entre los que quisieron hacer entrar en los moldes de la preceptiva antigua la amplia forma del drama nacional, los tres eruditísimos libros del Pinciano, de Cascales y de González de Salas nos dan con tal pureza y con tal señorío de la materia la doctrina clásica, que quien haya leído la Philosophia Antigua , las Tablas Poéticas y la Nueva idea de la tragedia , muy poco o nada tendrá que aprender, respecto de la inteligencia de Aristóteles y de Horacio, en las poéticas latinas e italianas que durante el siglo XVI compusieron Julio César Scalígero, Castelvetro, Minturno, Robortello y otros italianos, a los cuales siguen los nuestros a veces, pero con independencia y juicio propio. Hasta ahora no hemos hablado más que de pedagogos adocenados, como los Rengifos y Carvallos; los escritores que vamos a leer ahora son humanistas de la gran raza y verdaderos autores de filosofía del arte.

Entre todos se distingue el Dr. Alonso López Pinciano, médico de Valladolid y helenista egregio, conocido por una traducción de la peste de Atenas de Tucídides, y de los Pronósticos hipocráticos; mediano poeta en su Pelayo , pero excelente crítico (que hoy diríamos estético) en la animada y bizarra exposición que hizo de la Poética de Aristóteles, bajo el rótulo ya muy significativo [p. 223] de Philosophia antigua poética , [1] indicio seguro de que su tarea no iba a ser de gramático ni de erudito, sino que aspiraba a echar los fundamentos de una verdadera teoría filosófica de los géneros literarios, completando y coronando el edificio sacado de cimientos por el Estagirita. ¿Y qué alabanza mayor podemos estampar de tal libro sino que, escrito en el siglo XVI, es el único comentario de la Poética , de Aristóteles, que podemos leer íntegro, sin encontrarle absurdo ni ridículo, en pleno siglo XIX, y después de haber aprendido la Dramaturgia de Lessing? ¿Quién tolera hoy las pedanterías increíbles de Castelvetro y del padre del gran Scalígero, a quien ya el Pinciano culpaba de estar muy falto en la materia del ánima poética , es decir, de carecer de todo sentido artístico? ¿Qué podía esperarse de un hombre que prefería el poemilla erótico del gramático Museo (que él tenía por composición antiquísima) a toda la Iliada y la Odisea?

No debe yacer, como ellos, el Pinciano, relegado a los estantes de oscuras y olvidadas bibliotecas. Es el único de los humanistas del siglo XVI que presenta lo que podemos llamar un sistema literario completo, cuyas líneas generales pueden restaurarse, aun independientemente del texto de Aristóteles, que él va comentando en la doble forma de diálogos y epístolas, o más bien de epístolas que encierran diálogos.

[p. 224] Estas epístolas son trece. La primera, que es de carácter esencialmente filósofico, contiene algunos prolegómenos sobre los sentidos, las facultades del alma, y la aspiración humana al bien y a la hermosura. La segunda trata del arte de la poesía en general, y viene a ser una introducción a la teoría que expone en las restantes. En la tercera comienza a discurrirse de la esencia y causas de la Poética, desarrollando el principio aristotélico de la mimesis , o imitación, y el de la verosimilitud. Júzguese por los siguientes extractos:

«Arte es un hábito de hacer las cosas con razón. Hay unas artes que son siempre viles, y otras que son siempre nobles, como las contemplativas puras, y otras medias... como la Música, Poética y otras semejantes, las quales fueron inventadas para dar deleyte y doctrina juntamente. Tres provechos traen estas artes...: el uno es alterar y quietar las passiones del alma a sus tiempos convenientes; el segundo mejorar las costumbres; el tercero... el entretenimiento.

»Mucha diferencia hay de la Poética a la Música: ésta tiene su esencia toda en el movimiento, y aquélla en el término. Assí como la Danza, la Música espira con la mudanza; mas la poética obra queda siempre perpetua, fija y permaneciente.

»La Poética es arte noble por la virtud que enseña, por la universalidad de la gente que de las obras della se aprovecha y por la universalidad de las materias que toca.

»La Tragedia fué hecha para limpiar el ánimo de las passiones del alma por medio de la compassión y miedo. Assí que la misma fábula que turba el ánimo por espacio poco, le quieta y sosiega por mucho».

Aquí se hace cargo el Pinciano de la animadversión platónica contra la poesía, y responde que «en la república ideal de Platón no son menester poetas que turben y mientan para quietar y deleytar los ánimos de los hombres..., assí como, si no hubiese enfermos, los médicos serían baldíos».

«Poesía, según la manera de hablar común, quiere decir dos cosas: la arte que la enseña y también la obra hecha con la dicha arte. Llámese, si os parece, la arte poesía , y la obra poema. Assí, pues, poesía no es otra cosa que arte que enseña a imitar con la lengua, y poema es imitación hecha con la dicha lengua o lenguaje. [p. 225] Y porque este vocablo imitación podría poner alguna dificultad, digo que imitar, remedar y contrahazer es una misma cosa, y que la dicha imitación, remedamiento y contrahechura es derramada en las obras de naturaleza y de arte: exemplo de la naturaleza es el niño, que apenas dexa vacío el seno de la madre, y ya comienza a imitar: si reís, ríe; si lloráis, llora... El autor que remeda a la Naturaleza es como retratador, y el que remeda al que remeda a la Naturaleza es simple pintor. Pero advertir conviene que alguna vez la pintura que llamamos simple vence al retrato. Virgilio tiene pinturas que sobrepujan al original, porque dejó en cosas a la pintura, y siguió a la Naturaleza misma. Y si los que imitan de tal manera imitasen, no sería mucho vituperio, antes grande hazaña y digna de loor; mas no sé yo para qué fin imitaré yo mal lo que otro escribió y inventó bien».

¿El metro es esencial o necesario a la poesía? De ningún modo, responde el Pinciano: «Las obras de Platón cumplen la definición del poema, género y diferencia, materia y forma. La ánima de la poesía es la fábula. Pero, aunque el metro no sea esencial a la poesía, sólo la imitación con metro es poesía perfecta , la imitación sin metro es imperfecta poesía. Porque la poesía, deseando deleytar, busca el deleyte, no sólo en las cosas, mas en las palabras, y no solo en éstas, más en el número de sílabas cierto y determinado que decimos metro. Así que por la causa final , que es el deleyte , pierde a veces la formal , que es la imitación. Si el poeta imita con deleyte para enseñar la doctrina, ésta será verdadero fin; mas si (como otros dizen) imita con doctrina para deleytar, el deleyte se quedará con el nombre de fin. Hay dos deleytes en la Poética: el uno es el de la imitación y el otro el que puede nacer de la doctrina que se inculca.

»La forma de la poesía es la imitación , y la imitación es la verosimilitud. La materia son ambas Philosophías. El objeto no es la mentira, que sería coincidir con la Sophística; ni la Historia, que sería tomar la materia al Histórico; y no siendo Historia porque toca fábulas, ni mentira porque toca Historia, tiene por objeto el verosímil que todo lo abraza. De aquí resulta que es una Arte superior a la Metaphisica, porque comprende mucho más, y se extiende a lo que es y no es.

»El efficiente de la poesía es el natural ingenio; pero a la producción [p. 226] de sus obras concurren arte y naturaleza. Es la Poética, como dijo Aristóteles, obra de ingenio versátil, porque éste recibe fácilmente cualquier idea o forma de las cosas; o de ingenio furioso, porque el tal es aparejado para la invención. Ingenio furioso es el del poeta, que es decir un natural inventivo y maquinador, causado de alguna destemplanza del cerebro. Tiene la cabeza del poeta mucho del elemento del fuego, y así obra acciones inventivas y poéticas.

»No tiene objeto particular la Poética, sino universal de todas las artes y disciplinas, a las cuales abraza y sobrepuja, porque se extiende a las cosas y sentencias que, no habiendo sido jamás, podrían ser. El sujeto de la Poética es cuanto cabe debajo de lengua y pluma; porque todo cuanto hay se puede imitar, si no es Dios que es inimitable, y aun se atreven los poetas muchas veces a imitarle.

»Por consiguiente, las diferencias de poemas dependen del género de la imitación, de la cosa imitada y del modo de imitar diverso. El poema es un compuesto de alma (fábula) y cuerpo (lenguaje). [1] Fábula es imitación de alguna obra exterior. No es la obra misma, sino una semejanza della, tanto mejor quanto más verosímil. Las diferencias que se toman de lo essencial, que es la ánima, son cuatro: épica, trágica, cómica y dithyrámbica, que nuestro autor define con los mismos términos que Aristóteles. La Tragedia es acción representativa lamentable de personas ilustres. La Épica o Heroica es un montón de tragedias como la Ilíada y la Eneida. La Comedia es una acción representativa, alegre y regocijada, entre personas comunes. La Ditirámbica, poema breve, a do juntamente se canta, tañe y danza. Para el género de la imitación se ha de considerar que la poesía se aprovecha especialmente de tres, el lenguaje aristotélico, la imitación musical y la tripudiante (danza). La Épica tiene sólo el lenguaje: [p. 227] las otras dos usan a intervalos la Música y la Danza. Las acciones dramáticas se llaman activas porque tienen su perfección en la acción y representación. En la Ditirámbica concurren lenguaje, música y tripudio: ejemplo sea la zarabanda. Por la cosa imitada, la imitación de lo mejor es  de la Épica y Trágica, la imitación de lo peor, Cómica: la que agora imita a mejores, agora a peores, Ditirámbica».

El Pinciano es idealista decidido, como otros muchos partidarios de la mimesis, que entendían ellos de un modo tan opuesto al del naturalismo, aunque arranquen ambos sistemas de un mismo principio. «Si el poeta pintase los hombres como son, carescerían del mover a admiración, la qual es parte principalísima del deleyte, que es el propio y esencial fin suyo... La obra principal no está en decir la verdad de la cosa, sino en fingirla que sea verosímil y llegada a razón, por cuya causa, y porque el poeta trata más la universalidad, dize el Philosopho que mucho más excelente es la Poética que la Historia.

»De la manera de imitar diversa se sacan otras cuatro especies, así: unos poetas imitan hablando siempre ellos mismos (ditirámbica), otros por ajenas personas (diálogos platónicos, tragedias y comedias), otros alternadamente (épica o poema común). Los poemas líricos, muchos de ellos carezen de imitación, o por mejor dezir, los más». Finalmente, hace otra división de los poemas en enarrativos y activos. [1]

El poeta, ¿debe imitar siempre acción personal y humana? «Dicho habemos que el poema es imitación en lenguaje; y qual el pintor de hervajes es pintor como el de figuras, ni más ni menos el poeta que describe las otras cosas es también poeta como el que imita affectos, acciones y costumbres humanas. Mas así como en los hombres hay unas acciones más ilustres que otras, en los poemas las hay también: entre las quales tendrán más primor los que imiten [p. 228] cosas vivas que no muertas, y los que remedan acciones humanas que no brutales, y los que remedan acciones brutales que no los que cosas inanimadas».

Cabe también una división de las obras poéticas por materia subjeta, según que sea metro o prosa. Ya hemos visto que el Pinciano se atreve a poner los diálogos de Platón en la poesía dramática. La imitación en prosa (dice) es un poema sin atavío, pero vivo y verdadero, y la escritura en metro, pero sin imitación, un cuerpo vivo adornado. Claro que la palabra imitación se toma aquí en el sentido de creación poética».

Hemos dicho que la fábula es imitación de la obra: «imitación ha de ser, porque las ficciones que no tienen imitación y verosimilitud no son fábulas, sino disparates. Ha de ser imitación de la obra, y no ha de ser la obra misma histórica: por esta causa, Lucrecio y Lucano, y otros assí que no contienen fábulas, no son poetas, porque no imitan en sus escritos a la cosa, sino escriben la cosa como ella fué, o es, o será. La Poética haze la cosa y la cría de nuevo en el mundo, y , por tanto, le dieron el nombre griego que en castellano quiere decir hazedora... El historiador va atado a la sola verdad, y el poeta puede, ya por acá y por acullá, universal y libremente, como no repugne a las fábulas recibidas ni a la verosimilitud, que es lo intrínseco de la imitación.

»Hay tres maneras de fábulas: unas que todas son ficción pura (milesias y libros de caballerías); otras hay que sobre una mentira y una ficción fundan una verdad (fábulas esópicas o apólogos); otras que sobre una verdad fabrican mil ficciones (trágicas y épicas), las cuales siempre, o casi siempre, se fundan en alguna historia, mas de forma que la historia es poca en respecto y comparación de la fábula.

»La fábula contiene debajo de sí al que dezimos argumento y al que llamamos episodio, y a la junta del uno y otro, que es la poética imitación, la cual especialmente se llama fábula. Manda el philósopho (es decir, Aristóteles) que no se alteren los argumentos de las fábulas ya recebidas, mas puédanse alterar los episodios. Estos deben ser tan bien aplicados a la fábula que parezcan una misma cosa con ella, assí como se suele decir de las guarniciones o fojas bien puestas, que parecen haber nacido con la ropa guarnecida».

[p. 229] En cuanto a las partes sustanciales de la fábula, el Pinciano sigue con extremada fidelidad el texto de Aristóteles, lo mismo en el tratado de la fábula simple que en el de las peripecias y agniciones, por entendimiento, por voluntad o por reminiscencia.

Las condiciones de la fábula son unidad, variedad y verisimilitud. Ha de ser la obra poética como un animal perfecto. Pero ¿cómo se entiende esta unidad y simplicidad de la fábula? ¿En el sentido de que abarque una sola acción? Nada de eso. «Bien puede tener, no sólo el argumento, pero la fábula toda, diversas acciones; mas que sea la una principal, como el animal vemos que tiene muchos miembros, y el corazón es el principio y fuente de todos». El ejemplo fisiológico es erróneo, pero la doctrina literaria es buena y amplia, y conforme a la mente de Aristóteles. El Pinciano la corrobora citando algunas comedias de Terencio, de doble acción.

«Tengamos cierto y por sin duda alguna, que aquella fábula será más artificiosa que más deleytare y más enseñare con más simplicidad, porque en vano se aplican muchos modos para una acción si uno sólo basta a enseñar y deleytar. Sobre una sola acción se ha de fundar el poema, y sobre un argumento, el qual, como está dicho, de su nacimiento es breve, y con la frecuencia y grandeza de los episodios artificiosos, se debe traer la fábula toda a justa grandeza. La fábula ha de ser de bastante magnitud para que se distingan claras sus partes, pero no tan grande que las partes del animal se pierdan de vista».

En cuanto a la extensión material, la épica no tiene tiempo fijo y determinado. «Lo trágico y lo cómico no deben tener más término que un día, porque deleytan y mueven más las obras deleytosas y dolorosas súbitamente venidas». [1] Uno de los interlocutores [p. 230] del diálogo propone, con asenso de sus amigos, que se extienda generosamente el término de la unidad de tiempo a tres días para la comedia y cinco para la tragedia. «Y de aquí se puede colegir quáles son los poemas a do nasce un niño, y crece, y tiene barbas, y se casa, y tiene hijos y nietos, lo qual en la épica, aunque no tiene término, es ridículo, ¿qué será en las activas que le tienen tan breve? Cuanto menos el plazo fuere, tendrá más de perfección, como no contravenga a la verosimilitud, la qual es el todo de la poética imitación».

       Enfant au premier acte, et barbon au dernier,

que dijo Boileau, repitiendo en su Poética, después de tantos otros, este manoseado chiste que también había puesto Cervantes en su comedia Pedro de Urdemalas. Sólo que Boileau no añade la prudente restricción del Pinciano.

«La fábula ha de ser perturbadora y quietadora. Toda buena fábula debe perturbar y alborotar el ánimo por una de dos maneras, por espanto y conmiseración (épica y trágica), por alegría y risa (cómica y dityrámbica). Soy de parecer que el poeta sea en la invención nuevo y raro, en la historia admirable, y en la fábula prodigioso y espantoso».

Pero no tienen los poetas y pintores licencia para alargarse en sus ficciones más allá de los términos de la verosimilitud. Las aparentes inverosimilitudes de los antiguos poetas las explica el Pinciano por la alegoría, y, todavía más, por haberse conformado con la religión, creencias y tradiciones de su tiempo. Es tan necesaria la verosimilitud en doctrina de Aristóteles, que el poeta debe dejar lo posible no verosímil, y seguir lo verosímil aunque imposible. Cita, como ejemplo de verisímil imposible, la ignorancia de Edipo respecto de la muerte de su padre, y como ejemplo de posible inverisímil la muerte simultánea de tres personajes en una tragedia. En nombre de la verosimilitud condena los desenlaces por máquina, y advierte que «aunque en toda espe cie de fábulas es necesaria la verisimilitud, pero mucho más en las dramáticas y representativas, las cuales mueven mucho más [p. 231] el ánimo, porque entra su imitación por los ojos». Tampoco está bien con la introducción de personajes alegóricos. «Introducir personas inanimadas en el poema activo es cosa poco razonable... En las acciones comunes épicas, que no tienen tanta necesidad de la verisimilitud, se puede permitir, y aun son buenas las tales personas fingidas; mas en el teatro, donde la cosa parece delante de los ojos, no es permitido».

El Pinciano, como hombre de espíritu nada estrecho, sino imparcial y clarísimo, no podía mostrarse inexorable con las inverosimilitudes necesarias. Fácilmente las perdona, declarando que, «con tal que la acción sea deleytosa, la tal fábula no ha de ser condenada, ni su autor tenido en menos, porque a veces no está la imperfección en el artífice, sino en el arte».

Considerada en sus partes cuantitativas, la fábula tiene ñudo y soltura, principio, medio y fin. «Ñudo es aquella acción que va perturbándose más y más hasta el tiempo de la soltura. El ñudo está embebido en la fábula toda, y no se puede decir «aquí está», porque él se comienza a añudar al principio, y va procediendo más y más hasta el tiempo del desañudar».

De dos maneras puede pecarse en la fábula: la una esencial, la otra accidentalmente. Puede errar el poeta en las partes sustanciales, o en la doctrina. Pero mayor pecado es que yerre en la imitación, que es su forma, que en la doctrina, que es su fin, porque la forma es más principal que el fin.

«El campo de la Poética es inmenso, y a ninguna historia obligado. Assí que los poemas que sobre historia toman su fundamento, son como una tela cuya urdimbre es la historia, y la trama es la imitación y fábula. Con la historia va el poeta texiendo su tela, y es de tal modo, que puede tomar de la historia lo que se le antoxare, y dexar lo que la pareciere, como no sea más la historia que la fábula, porque en tal caso será el poema imperfecto y falto de la imitación, como lo es el de Lucano». [1]

El antiguo tránsito de Ut pictura, poesis, tan desacreditado después del Laoconte de Lessing, no podía dejar de ejercer sus efectos [p. 232] en el Pinciano, que con singular frecuencia toma del mundo pictórico sus imágenes y comparaciones. «El poema es una tabla, la fábula, la figura, el metro los colores... Los tropos dan luz a la oración como un velo sutilísimo a una imagen y una vidriera a una candela».

Terminado en la epístola y todo lo que se refiere a la poesía en general, y explicada en la VI y VII la doctrina del estilo (declarando que no considera viciosa la oscuridad cuando procede de mucha lectura y erudición en el autor, puesto que el no entendérsele no es culpa suya sino de quien le lee, sino solamente aquella que nace de pobreza de ingenio, de invención o de elocución), y destruida con crítica muy superior a su siglo la violenta asimilación de los metros castellanos a los latinos, inventada por Antonio de Nebrija; después de negar, digo, que en castellano se den sílabas largas o breves, las cuales puedan apreciarse por las antiguas reglas de la cuantidad silábica, establece el Pinciano la teoría de los acentos como base de la moderna versificación de las lenguas neolatinas; y si admite la posibilidad de imitar los metros antiguos, incluso el hexámetro, sólo por medio de la acentuación cree hacederas estas novedades: «consideremos el número de sílabas que tienen, y las partes donde ponen su acento, y haremos sus versos nuestros». ¡Qué ventaja lleva en esto, como en tantas otras cosas, el Pinciano a Luzán, a Hermosilla y a Martínez de la Rosa, sustentadores ayer mismo de la desdichada teoría de la cuantidad silábica!

Igual brío de pensamiento propio, aun interpretando a Aristóteles, por cuya autoridad no se deja cegar nunca (como reconoció Schack), muestra el Pinciano al tratar de la tragedia y la comedia en las epístolas VIII y IX. Me limitaré a los pensamientos generales, dejando lo demás para quien trace la historia de nuestra escena, que el autor considera en sus orígenes, sin darse por entendido de las innovaciones de Lope, lo cual prueba que la Philosophia Antigua estaba escrita algo antes del año de 1596, en que aparece impresa.

Obsérvese con qué profundo tino aprecia y discierne el médico de Valladolid los elementos épicos y líricos que entraron en la primitiva tragedia griega. ¡Cuán superior su crítica a la de Boileau, y cuánto más empapada en el verdadero sentido de Aristóteles [p. 233] y de la civilización helénica! ¡Qué modo de entender la antigüedad tan directo y cara a cara!

«Nació de la épica la tragedia, y tomó la narración de las personas, dejando solamente la del poeta... Allí andaba también la dithirámbica con sus imitaciones saltadoras. El trágico tomó de la épica la narrativa, y de la dithyrámbica el tripudio y música. Del agrio de la trágica y del dulce de la dithirámbica [1] restó una mezcla agri-dulce, y la más deleytosa y sabrosa de cuantas hay, si es como debe. Quedó con lo dicho la trágica acción tan rica, que venció a la épica en tres cosas: tripudio, música y aparato, y a la dithirámbica en gravedad y deleyte juntamente, porque tenía el que daba la dithirámbica con el número y armonía, y el que la épica con la conmiseración y compasión. Tragedia es imitación de acción grave, y perfecta y de grandeza conveniente, en oración suave, la cual contiene en si las tres formas de imitación, cada una de por sí hecha para limpiar las pasiones del alma, no por enarración, sino por misericordia y miedo. Imitación de acción es género desta definición, y todo lo restante es la diferencia, porque, como está dicho, a toda especie de poética perfecta conviene el ser imitación de acción u obra, que es todo uno. El imitar aquella obra que no fué y pudiera ser, llamo yo acción.

»La épica, como la trágica, limpian las perturbaciones del ánimo; mas la épica hácelo como poema común, enarrativo parte y parte activo, y la trágica como poema puro activo.

»¿Cómo una acción (pregunta otro de los interlocutores) puede quitar las perturbaciones del ánimo por medio de otras per turbaciones? ¿Por ventura es ésta acción de clavo, que con uno se saca otro?... Esso mismo, porque con ver un Príamo, y una Hécuba, y un Héctor, y un Ulysses, tan fatigados de la fortuna, viene el hombre en temor que no le acontezcan semejantes cosas y desastres, y aunque por la compasión de mirarlas con sus ojos en otros, se compadece y teme mientras está presente la tal acción, mas después pierde el miedo y temor con la experiencia del haber mirado tan horrendos actos, y hace reflexión con el ánimo de manera que alabando y magnificando al que fué osado y sufrido, [p. 234] y vituperando al que fué cobarde y pusilánime, queda hecho mucho más fuerte que antes... Entero y no muy compasivo conviene sea el hombre, y esta entereza se gana con la tragedia.

«De la tragedia hay dos especies: pathética y morata. Es la mejor tragedia la pathética, porque más cumple con la obligación de mover a conmiseración, y si tiene el fin desastroso y miserable, es mejor. Será en el segundo lugar de bondad la tragedia cuya persona, ni buena ni mala, o buena, después de pasar por muchas miserias, venga a tener un fin alegre y placentero: mas esta tal terná un poco de olor de comedia. Los tales trágicos, que buscan el deleyte de su acción en el fin della, no son puros trágicos. Cuando el hombre se acuerda de un Edipo y Hércules Eteo, tornase muy consolado en sus miserias porque ve que, aunque las suyas son grandes, no lo son tanto como las de Hércules y Edipo, y assí queda más fuerte para sufrir más y más trabajos y desventuras».

«Como los sacristanes que tienen perdida la reverencia a los altares» (replica graciosamente uno de los interlocutores). Y el Pinciano, conociendo que no ha herido ni por semejanzas el temeroso enigma de la purificación de los afectos por sí mismos, intenta una nueva explicación de las emociones trágicas, fundada en el suave mari magno de Lucrecio y de los epicúreos: «Si recebís pesar cuando veys la muerte presente verdadera, es porque teméis la vuestra más vivamente, y cuando la oís por relación o en tragedias, no la teméis porque está ausente. Nuestra naturaleza mala no piensa que es dichosa sino cuando ve a otra en gran miseria, de manera que el deleyte viene en esta acción por la presencia de la compasión y ausencia del miedo. Cuando la desventura es suma y en cosa próxima, piérdesse la comniseración y compasión, y en su lugar queda un hombre alienado.

»No hay medio del lloro a la risa, y entienda el poeta que si no haze llorar, ha de hazer reyr... y hará cómica la tragedia. La trágica perfecta debe tener acometimientos o muertes por manos ajenas o propias... Muertes, llantos y miserias ha de tener la tragedia fina y perfecta...»

Acepta el Pinciano la división de la tragedia en seis partes: fábula, costumbres, lenguaje, sentencia, música y aparato; pero se aparta completamente de Aristóteles en preferir los asuntos de pura invención a los históricos y a los que ya han sido consagrados [p. 235] por la tradición poética. «El poeta no debe estar ligado a las fábulas vulgares, sino fingir y inventar otras de nuevo, que en eso está el mayor primor... El mejor argumento es el nuevo y de otro ninguno tomado». De esto había tan pocos ejemplos en el teatro helénico, que Aristóteles no encontró otro que citar que la Flor, de Agatón.

El Pinciano busca razones filosóficas para todo, hasta para la regla arbitraria y meramente histórica de los cinco actos; y cuando no las encuentra, las sustituye con ingeniosidades. «La fábula es animal perfecto, y parece que es razón que tenga cinco sentidos. Pero en esto cada uno puede sentir como quisiere; que la cosa no es de mucha esencia».

La doctrina de la comedia se apoya en una teoría estética de lo ridículo. «Algunos definen a la comedia... fábula que enseñando los afectos particulares, manifiesta lo útil y dañoso a la vida humana. Hay quien la define, a mi parecer, mejor: la comedia es poema activo negocioso, cuyo estilo es popular y su fin alegre. Otra definición: comedia es imitación activa hecha para limpiar el ánimo de las pasiones por medio de deleyte y risa». El Pinciano, con altísimo entendimiento crítico, no admite la opinión, vulgar en su tiempo, que hacía consistir la diferencia entre la tragedia y la comedia en el fin alegre o triste, en haber en la comedia perturbación al principio y quietud al fin, sino que muestra su fundamento en la esencia misma de lo cómico. «Todas estas diferencias son inciertas, sino aquellas que tocan en ridículo y gustoso y donoso, por sólo el cual se diferencia la comedia de la tragedia. La risa tiene su asiento en la fealdad y torpeza. Lo ridiculo está en lo feo. Todas las acciones que son disparatadas o necias, cuando no vengan en daño notable de alguno, son ridículas; que cuando traen consigo daño notable, vence la compasión a lo ridículo. Cuando un hombre da una caída, si se hizo daño notable a su persona, nadie hay tan maligno que se ría. Pero si el caído se alza sin daño, ¿quién podrá contener la risa? Mas pregunto: ¿qué torpeza o qué fealdad hay en una caída? Si la caída es sin culpa del que cae, trae consigo fealdad en el cuerpo y descompustura dél; y si cae por culpa suya y falta de aviso, allende de la fealdad del cuerpo trae otra del alma, que es la ignorancia. Cuando la fealdad es doble, la risa es doblada».

[p. 236] El interés de la Poética del Pinciano decrece mucho al tratar de la poesía lírica. Preocupado con la extravagante etimología que él da de la zarabanda (famoso baile picaresco de su tiempo), haciéndola venir del ditirambo, ora se empeña en sostener que «en lo esencial dithirambo, zarabanda y lírica, todo es una misma cosa», ora excluye de la categoría de poemas líricos a todos aquellos en que no intervenga lo que él llama tripudio, y define «movimiento del cuerpo, numeroso y compuesto» es decir, la pantomima. Y preocupado al mismo tiempo con la extensión que concede al principio de la mimesis, no quiere admitir como poema perfecto otra lírica que la imitante, con lo cual, en son de tratar de la poesía lírica, nos da sólo por una extraña confusión de los términos (a la cual su propia erudición le arrastra), una teoría del baile dramático.

En cuanto a la epopeya, impone como cánones la unidad de acción y la unidad de héroe. «Una debe ser la acción de la fábula épica necesariamente; y si della puede salir más que una tragedia, es de la manera que de un brazo de una estatua se puede hacer otra estatua. En la épica todas las acciones, agora de la fábula, agora de los episodios, deben concurrir a esta unidad de acción; mas el trágico puede desmembrar un episodio o una parte de la fábula, y hacer della una tragedia».

En la epopeya admite la mezcla de elementos cómicos y trágicos. «La Ulysea no es pura tragedia, sino mezclada de comedia. La Ilíada tiene más de lo pathético, y está más en la perfección trágica. La Eneida es fina y pura tragedia en sus partes y en su todo. Cuanto deleyte da Virgilio con su acción, todo es con la miseria y compasión, y verdaderamente todo su deleyte es trágico». Como muestras del arte trágico de Virgilio, cita los episodios de Dido y Polidoro, y especialmente la muerte de Turno.

«En esto, como en todo, fué summo el poeta, que por guardar más perfección en su tragedia, puso la muerte de Turno, varón que no había hecho por qué fuese muerto, y de quien parece que se debía tener compasión».

El Pinciano incluye en la epopeya todas las novelas sin excepción: «No hay diferencia alguna esencial entre la narración común fabulosa del todo y la que está mezclada en historia, quiero dezir, entre la que tiene fundamento en verdad acontecida, y entre [p. 237] la que le tiene en pura ficción y fábula. De manera que los amores de Theágenes y Cariclea, de Heliodoro, y los de Leucipe y Clitophonte, de Achiles Tacio, son tan épicos como la Ilíada y la Eneida , y todos los libros de caballerías... De Heliodoro no hay duda que sea poeta, y de los más finos épicos que hasta agora han escrito: a lo menos, ninguno tiene mas deleyte trágico, y ninguno en el mundo añuda y suelta mejor que él». Y reconoce mucho de bueno en el Amadís de Gaula , y aun en el de Grecia. [1]

De ningún modo excluye de la epopeya los asuntos sagrados; pero opina que «cae mucho mejor la imitación o ficción sobre materia que no sea religiosa». Lo cual ya se ve cuánto difiere del intolerante preceptismo de Boileau, para quien los misterios terribles de la fe del cristiano no eran susceptibles de poéticos adornos.

En lo que sí desbarra nuestro autor, siguiendo el ejemplo y la doctrina del Tasso en sus Discursos sobre el poema épico , y en la olvidada refundición de su propia Jesusalén, es en dar por fuerza a la poesía épica un sentido místico y alegórico: «La épica tiene una otra ánima del ánima, de manera que la que antes era ánima, que era el argumento, queda hecho cuerpo y materia, debajo de quien se encierra y esconde la otra ánima, más perfecta y essencial, dicha alegoria». [2]

[p. 238] Pero no creamos, aun con eso y todo, al Pinciano partidario ciego del arte docente. Su buen sentido le salva siempre a la orilla del precipicio. Así le vemos censurar severamente a los autores de apólogos, porque, abrazándose con el fin útil y honesto, que es la enseñanza, desprecian la perfección de la forma, que es la perfecta imitación.

Aquellas palabras con que Alonso Pérez cierra dignamente su libro: «La Theórica de la poesía es una ciencia tan principal, que toca a la que es sobrenatural, llamada Philosophía Prima o Methapísica», constituyen su mayor elogio. Es el único de nuestros autores de poéticas en la Edad de Oro a quien puede concederse verdadero espíritu filosófico, es decir, investigación formal de los principios y razones de las cosas. En tal sentido supera grandemente a todos los comentadores latinos e italianos de la Poética, desde Robortelli (1548), Madio y Lombardo (1550), hasta Vettori o Victorius (1560) y Castelvetro (1570). Del padre del grande Scalígero no hablemos: es un mero gramático, lleno de pedantesca arrogancia y de un desprecio soberano de la poesía griega, que sacrifica siempre a la latina. El espíritu de Aristóteles se perdía cada vez más en estos comentarios (nueva manera de escolástica), atentos sólo a la letra. Discutíase mucho sobre los modos de la agnicición , o sobre la prótasis , la epítasis y la catástasis ; pero los eternos principios de la filosofía del arte, el de la mimesis , el de la verosimilitud , que bien entendidos bastan hoy mismo para resolver la antinomia pendiente entre el idealismo y el realismo, quedaban ahogados en un mar de indigesta palabrería y en un cúmulo de detalles ociosos. La parte histórica de la Poética de Aristóteles no se entendía ni podía entenderse por falta de suficiente conocimiento de la tragedia griega y de las costumbres antiguas; pero la parte filosófica, que es de verdad eterna, la noción de la tragedia, la teoría de la emoción dramática, las notas [p. 239] distintivas de la poesía y de la historia; la independencia del arte basada en su carácter formal, [1] todas esas ideas tan sugestivas y tal luminosas, o se repetían mecánicamente o se entendían al revés. Gloria fué del Pinciano haber puesto el dedo en la llaga, y sin reducir puerilmente el dogma aristotélico a las reglillas técnicas de las Unidades (no habla de la de lugar, y dedica sólo dos líneas a la de tiempo) y otros palitroques de retórica, como en el siglo XVII hicieron los franceses, haber herido de frente el problema capital del arte, explicando cómo había de entenderse la imitación, y qué verdad era la verdad poética. A un médico helenista se debió obra tan excelente: que no en vano juntó la antigüedad con el lauro de Apolo la vara y los misterios de Esculapio.

Complemento obligado de la Philosophia Antigua son las obras de Cascales y de González de Salas, que forman con el Pinciano la luminosa tríada de nuestros preceptistas del buen siglo. El licenciado Francisco Cascales, muy celebrado entre nuestros historiógrafos locales por sus Discursos históricos de la ciudad de Murcia y su reino (a los cuales sólo en sus primeras páginas afea la infección de los falsos cronicones), era un erudito latinista, muy semejante en todo a Rodrigo Caro, que unió, como él, los lauros de arqueólogo con los de cultivador de las letras amenas ahondando en el estudio de la antigüedad por el estudio de sus piedras y de sus libros. Modesto y limitado en sus gustos, verdadero vir bonus como le querían los antiguos, nunca traspasaron sus deseos los risueños horizontes de la ciudad de Murcia, donde pasó su vida enseñando gramática, enseñanza tan enaltecida entonces como venida a menos en los tiempos de nuestra decadencia, cuando, en vez de los grandes humanistas del siglo XVI, se apoderaron de ella los llamados dómines. Desde la cátedra que las ciudades de Murcia y de Cartagena le habían confiado con largueza de emolumentos, logro Cascales que su nombre sonara en España como el de un legislador literario, respetado por el mismo Lope de Vega, con quien, y con otros varones ilustres, mantuvo docta correspondencia, recopilada en el libro de las Cartas Philologicas. [p. 240] No fué Maestro de título (es decir, Doctor), aunque algunos le llaman así; pero lo fué de hecho por su excelente libro de las Tablas Poéticas , impreso en 1617, [1] y cuya influencia se dejó sentir todavía en el siglo pasado. Las Tablas son un diálogo más ligero y ameno que el de la Philosophia Antigua, pero mucho menos original y profundo. Cascales no era helenista; cita siempre a Aristóteles en latín, y no da pruebas de haberle meditado mucho. En cambio, la Epístola de Horacio la tenía en la uña, la había traducido en verso castellano mucho mejor que Espinel, a juzgar por las muestras; y llevado del afán de metodizarla, la había descuartizado en un cierto arreglo, que empieza por el Ergo fungar vice cotis. Todo esto quiere decir que Cascales es más bien un retórico, aunque de óptima ley, que un estético; y si el árido y cejijunto Cristóbal de Mesa había leído la obra del Pinciano, bien poca conciencia tuvo al decir a Cascales en una canción laudatoria (que es quizá la menos desagradable de sus poesías) que las Musas españolas habían estado incultas y sin arte hasta que las Tablas aparecieron. Verdad es que Cristóbal de Mesa hacía profesión y alarde de despreciar todo lo español (inclusos Herrera, el Brocense y Lope), y aspirar sólo al aplauso de los italianos. Tampoco Cascales se mostró muy agradecido ni reverente con su predecesor, a quien más de una vez zahiere, a mi entender sin razón ni fundamento, y sin tomarse el trabajo de desentrañar su maravillosa doctrina.

No faltaba en tiempo de Cascales quien negase autoridad a los preceptos de Aristóteles y de Horacio cuando se aplicaban a la poesía de las lenguas vulgares. Pero Cascales contesta vigorosamente en estas líneas, que condensan toda la doctrina de las Tablas: «La verdad una es, y lo que una vez es verdadero conviene [p. 241] que lo sea siempre, y la diferencia de tiempos no lo muda; que aunque ella tiene poder de mover las costumbres y culto, de esta mutación no resulta que la verdad no se quede en su estado. Y así la variedad de los tiempos, nacida después, no hará que en la Poesía se deba tratar mas que una hacienda entera y de justa grandeza, con lo cual todo lo otro verosímilmente convenga. Después de eso, el arte, en cuanto puede, imita a la naturaleza, y tanto hace bien su obra cuanto a ella se avecina: la cual siempre, en cualquier género de cosas, mira una regla con que se rige en el obrar, y a que como fin suyo lo endereza todo. Una también es la idea en que se mira, cuando obra, la naturaleza, y una es la forma a que atiende el arte en su magisterio. Una razón tuvo siempre la Arquitectura... aunque muchas veces se haya mudado el edificio. A una razón se atiene también la Pintura y cualquiera arte que imite: y si bien ésta o aquélla, con el discurso del tiempo, ha recibido alguna variedad, ésa no ha consistido en la propia esencia, sino en la cualidad accidental, o bien en el modo de imitar, o bien en los ornamentos... Ni porque las poesías son diversas... dejan de guardar la unidad que tratamos, en la materia que emprenden».

De las cinco Tablas, las tres primeras versan sobre la poesía in genere, y las otras dos sobre la poesía in specie. El autor se ha valido largamente de la Poética italiana del Obispo Minturno, y del Comento de Robortello. Define la poesía arte de imitar con palabras. Por imitar entiende «representar y pintar al vivo las acciones de los hombres, naturaleza de las cosas y diversos géneros de personas, de la misma manera que suelen ser y tratarse». Reduce todas las artes al principio de imitación, diversamente entendido. Materia poética es todo cuanto puede recibir imitación. Como ni Dios ni los santos son imitables, «mal hecho es sacar en el theatro a la Virgen Maria y a Dios; porque, ¿quién podrá imitar las divinísimas costumbres de la Virgen?» «Tampoco en el tablado se pueden imitar tormentas del mar, ni batallas campales, ni muertes de hombres, porque ninguna de estas cosas pueden tener allí su justa imitación».

Cascales es adversario acérrimo del arte docente o enseñante, y ni al mismo Lucrecio, ni las mismas Geórgicas perdona: «No se pueden sufrir aquellos que enseñando Agricultura o Philosophía, [p. 242] u otras artes y ciencias, quieren ser tenidas por poetas en lo que no hay imitación ninguna. El que enseña Mathemática, llámese maestro de aquel arte; el que narra Historia, llámese historiador».

Forma poética es la «imitación que se hace con palabras; y si de ésta carece la fábula, aunque tenga cuantos géneros de versos hay, no por eso se dirá poesía. Porque el poeta tiene su etymología de la imitación, en la cual consiste toda la excelencia de la poesía, y no del verso, el cual es una cosa menos principal y perteneciente al ornato. Yo no excluyo los versos de la poesía, pero tampoco los tengo por tan substanciales, que sin ellos no se pueda hacer el poema. Hay buena poesía sin verso, pero no sin imitación. Si Salustio, si Tito Livio nos escribiesen sus historias de nuevo en metro, en el modo que hoy están, no por eso se podrían decir poetas. Si tú traduces en prosa el Eunuco, de Terencio, tan poeta serás como si le traduxeras en verso. Sólo es de advertir que como la harmonía y número son accidentes de la poesía, y los metros son partes del número y harmonía, de aquí procede que la fábula deba ser en verso... En fin, que los poetas imitan, ya con metro, ya sin metro ».

¡Tan vulgar es en nuestros preceptistas esta doctrina, que algunos quieren presentar como estupenda novedad estética! «No piense nadie que el verso hace la poesía, ni la prosa a la historia», repite Cascales en otro lugar.

En cuanto a la razón del placer estético, que resulta de la representación de acciones tristes y dolorosas, Cascales la hace consistir en la propiedad y buena expresión de la imitación, y en una especie de poder purificador que el arte tiene.

«Las acciones y la fábula son el blanco de la poesía, en tanto extremo que si alguno imitase en su obra gallardamente las costumbres, y las vistiese de gravísimas sentencias y escogidísimas palabras, este tal, sin la imitación de los hechos, no haría bien el oficio de Poeta, como el que fingiese y constituyese bien la fábula, aunque se descuidase en la obligación de esotras partes requisitas... La fábula es imitación de acción de uno, entera y de justa grandeza... tal como debiera pasar o como fingimos haber pasado, según el verisímil y el necesario».

Se aparta del Pinciano en preferir como más eficaces los asuntos históricos que los de invención, especialmente para la tragedia, [p. 243] que más fácilmente mueve a compasión y terror con catástrofes realmente acaecidas. Pero la acción histórica no da más que la primera materia: «si no pasó la cosa como debiera pasar según el arte, eso que falta lo ha de suplir el Poeta, ampliando, quitando, mudando, como más convenga a la buena imitación». « Lo verisímil, es decir, la conformidad con lo universal, es la ley del arte, y por ella ha de juzgarse de lo real ». « Si la acción histórica pasó de la misma manera que debiera pasar según el verisímil, es acción digna del nombre de poesía...; pero el Historiador y el Poeta serán diferentísimos en escribirla, porque el uno la escribe narrando y el otro imitando, y el Historiador mira objeto particular y el Poeta universal. El Historiador escribe las hazañas de Hércules, con el valor y esfuerzo que él las hizo, y no pasa de ahí, porque si pasase faltaría a su oficio; el Poeta, cantando las hazañas de Hércules, pinta en él el extremo de valentía y todos los afectos, efectos y costumbres contenidos en un hombre valiente, mirando, no a Hércules, sino a la excelencia de un hombre valeroso. ¿Veis cómo la acción histórica puede venir a ser poética? »

De esta enseñanza, verdaderamente aristotélica (Aristóteles dió la regla general, la naturaleza la excepción), deduce Cascales, adelántandose a la crítica moderna, que no estuvo el defecto de Lucano en haber elegido materia histórica, sino en la mala elección de protagonista. «Porque si era su intento celebrar a Pompeyo, a quien en su obra se muestra más aficionado, ¿cómo tomó una acción que toda ella es en favor de César y disfavor y desgracia de Pompeyo? Y si tomó por persona fatal a César, ¿cómo le alancea en mil partes, y provoca al lector a odio suyo?»

En concepto de Cascales, todo poema debe tener algo de dramático: «¿Pensáis vos que el Poeta es como el Historiador, que se traga una historia de mil años en veinte hojas? El Poeta no es narrador, sino imitador, y para hacer verdaderamente su oficio, a cada paso se desnuda de su persona, y se transfigura en otras muchas, pintando y describiendo los hechos, costumbres, tiempos y lugares. Y si la acción no fuese prolixa, no podría ser dramática, debiéndolo ser, so pena de no cumplir con el mayor precepto de su obligación».

En la doctrina de la unidad de acción está muy amplio Cascales, guiado por la luz del principio de lo verosímil. No admite [p. 244] que los episodios, aunque traídos de fuera, se consideren como extraños y pegadizos a la fábula, porque «se juntan según el verisímil y necesario, y se atan estas partes accesorias tan estrechamente con la principal, que componen un cuerpo gallardo, hermoso y proporcionado, tanto que ya no se pueden separar sin hacerse notable falta, y sin perturbar y corromper el orden de la fábula, de manera que aquello que era ajeno de la propuesta materia, ligado con verisimilitud, es ya todo una cosa, y sirve de crecerla, ilustrarla y recrearla».

No seguiremos a Cascales en la parte segunda de las Tablas, por otra parte inferior a la primera. Gravemente yerra en reducir a la poesía épica (llamándolas épicas menores) la égloga, la sátira y la elegía, pero acierta en incluir las novelas, y hasta los libros de caballeros errantes, «aunque quieren usar de su ejecutoria para salir de las leyes de la poesía en cosas de importancia».

No menos brilla el recto juicio de Cascales al tratar de la máquina que cabe en los asuntos modernos y cristianos, y reprobar por razones de arte la impertinente aplicación de la mitología, y, sobre todo, la confusión de dos creencias distintas en un mismo poema, como lo había ejecutado Camoens. «Si la antigua poesía tenía dioses celestiales, infernales y terrenos, la moderna tiene ángeles y santos del cielo...; tenía aquélla oráculos y sibilas; ésta negrománticos y hechiceras; en aquélla eran mensajeros de Júpiter, Mercurio e Iris, y en ésta los ángeles trahen las embajadas de Dios... Conviene que la materia ética sea fundada en la historia verdadera de nuestra religión christiana; porque si fuese de gentiles o bárbaros, las razones que a ellos les movieran y admiraran, para nosotros serían frívolas y ridículas... Pues si yo tomo una materia tal que me obligue a tratar las supersticiones de los antiguos, vos, que sois católico, os enfadaréis de oírme y torceréis los labios...» ¡Así discurrían estos humanistas del Renacimiento, tan malamente tachados de servil adoración a los antiguos! [1]

[p. 245] La definición de la tragedia es enteramente peripatética: «imitación de una acción ilustre, entera y de justa grandeza, en suave lenguaje dramático, para limpiar las pasiones del ánimo, por medio de la misericordia y miedo». De sus ataques al teatro español se hablará luego: ahora baste decir que no menciona la unidad de lugar; y por lo que hace a la de tiempo, tolera que se extienda la acción a diez días , cinco más que los que otorgaba el Pinciano. En esto sí que dominaba el prestigio de la autoridad, torciendo el juicio de los que en otras cosas le tenían clarísimo: Cascales desconfía de su propio parecer; no advierte que, una vez admitido como ley el principio de la verosimilitud material, lo mismo se comete transgresión con veinticuatro horas que con ciento, puesto que de todas maneras la acción excede del tiempo material de la representación: su buen sentido se rebela contra el precepto (que no era en Aristóteles más que la consignación de un hecho histórico, nacido de las condiciones del teatro griego), pero no llega a emanciparse de la tiranía de la letra, y acaba por decir, como pesaroso de su audacia: «Y a quien no le pareciere bien esta razón, téngase a las crines de la ley; que más vale errar con Aristóteles que acertar conmigo».

Define la comedia «imitación dramática de una entera y justa acción, humilde y suave, que por medio del pasatiempo y risa limpia el alma de los vicios». Los personajes han de ser gente popular, oficiales, truhanes, mozos, esclavos, rameras, alcahuetas, ciudadanos y soldados, y el lenguaje conveniente a tal gente». En la separación a cal y canto de los géneros es inexorable Cascales. Para él, la tragicomedia es un monstruo dramático contra razón, contra naturaleza y contra arte. «¿Cómo queréis concertar a Heráclito y a Demócrito? El trágico mueve a terror y misericordia: el cómico mueve a risa». Si Plauto llamó tragicomedia el Anfitrión, solamente pudo ser por burla y donaire.

[p. 246] Lo que extravía y ciega a Cascales, lo que le priva de la comprensión del teatro de su tiempo (que años después defendió bajo el aspecto moral), es su exclusiva adoración, su idolatría por Terencio. Así procede empíricamente, convirtiendo la manera de su modelo en regla infalible, hasta excluir de la comedia a las doncellas libres y a los viejos casados, sin ver que Plauto los había introducido en su teatro, que es mucho más variado y extenso que el de Terencio, y más fiel espejo de la vida humana. «Tampoco deben entrar en la comedia mujeres casadas, digo tocadas de pasión amorosa, porque, ultra de ser de mal exemplo, de sus amores se siguen zelos, escándalos y muertes, todo lo cual es trágico y contrario al fin de la comedia».

Estas y otras caprichosas decisiones, no muchas por fortuna, en que Cascales se deja arrastrar de la común propensión de los legisladores poéticos a acotar los términos del ingenio y decirle: «no pasarás más allá», excluyendo caprichosamente argumentos, personajes, situaciones y recursos artísticos, no bastan para oscurecer ni aminorar el singular encanto de claridad, de limpieza, de orden y de gracioso despejo que campea en estos simpáticos diálogos, tan llenos de cosas en medio de su brevedad elegante, y tan ajenos de toda sombra de pedantería, muy al revés de las Cartas Philológicas, y muy al revés de lo que pudiera esperarse de la profesión didascálica del autor. Parece un libro francés por lo suelto y lo fácil.

Luzán, que no anduvo justo con ninguno de nuestros antiguos preceptistas, como si hubiera querido eclipsar su fama y borrar su recuerdo, dice desdeñosamente de Cascales que tomó mucho de Minturno y Robortello. Lo que Cascales trasladó de estos autores, citándolos siempre, no vale, ni con mucho, lo que él puso de su propia Minerva, y de fijo abulta menos que los párrafos y capítulos enteros que Luzán debe a Muratori y a Gravina.

El maestro Pedro González de Sepúlveda, aragonés de nacimiento y catedrático de Retórica en Alcalá, dirigió a Cascales, de la manera más culta, suave y cortesana, algunos reparos sobre las Tablas Poéticas, de los cuales el más fundado es el que se refiere a la tragicomedia, que Sepúlveda cree muy admisible de la manera que se practicaba en el teatro español. «¿No podrían las primeras personas ser ilustres, y ya que no ellas, en las segundas [p. 247] y humildes, que ayudan a la acción, ponerse la risa? Porque no me parece necesario que ésta nazca siempre de la principal acción, sino de las episódicas, ni siempre de los hechos, sino de los dichos; los cuales no todas veces son indecentes a personas graves... Plauto no se dedignó de exponer un dios a la risa del theatro». En la escuela complutense, heredera de los timbres de los Montanos y Matamoros, reinaba, a principios del siglo XVII, un espíritu muy favorable a la libertad artística. González de Sepúlveda defendía la mezcla de la risa y del llanto en el teatro como en la vida. Su sucesor, Alfonso Sánchez de la Ballesta, fué mucho más allá, convirtiéndose en portaestandarte de los devotos de Lope, y lanzando en nombre suyo un manifiesto revolucionario, una verdadera Poética romántica. [1]

Congoja y aflicción causa el pasar desde el terso y claro estilo de las Tablas Poéticas a las tinieblas palpables de la Nueva idea de la tragedia antigua, o ilustración última al libro singular de poética de Aristóteles Stagirita, en que derramó toda la copia de su saber enorme y confuso el fiel amigo de Quevedo, don Jusepe Antonio González de Salas. ¡Varón verdaderamente singular y extremado en todo! Caballero de noble alcurnia, que se jactaba de descender de los condes de Castilla, vivió como estudioso solitario en medio del bullicio de su tiempo, y fué de los últimos en sostener, juntamente con Mariner, Quevedo, Baltasar de Céspedes, Ramírez de Prado, don Juan de Fonseca y algún otro, el renombre de la erudición filológica española, sumamente decaída en el segundo tercio del siglo XVII. Al salir de la niñez publicó un comentario a Petronio, el autor más obsceno de la antigüedad; y, sin embargo, eran purísimas sus costumbres, y respiraba gravedad y tristeza su trato. Tétrico de carácter, enfático y sentencioso de estilo, algo misántropo y mal avenido con todo lo que le rodeaba, comunicó estas cualidades a su estilo, que es la misma lobreguez y el mismo desconsuelo. Anduvo toda la vida con autores [p. 248] griegos en las manos, y no se le pegó cosa alguna de la forma helénica, y sólo le sirvieron para alardear de una erudición muy maciza y positiva, pero tortuosa y culterana. Reprobaba el hablar confuso, y parecía su estilo en los versos y en las prosas una voz salida del antro fatídico de Trofonio. Admiraba por igual todos los restos de la cultura antigua: tan maravillosa le parecía una tragedia de Séneca como una de Sófocles, y teníalas por producciones de una misma escuela. En su prosa latinizada, crespa y altisonante, llena de inversiones exóticas, y afeada además por una ortografía de su propia invención, pareció volver nuestra lengua a los días de don Enrique de Villena. Todo era peregrino en Salas: sus aficiones, su estilo, y hasta las tesis que gustaba de propugnar; vervigracia, que «no repugna a la razón que haya fieras y brutos transformados en hombres»; o que la tierra que hoy habitamos no es la misma que cubrieron las aguas del diluvio.

Todos los resabios del mal gusto se encontraban reunidos en el docto comentador de Petronio y de Pomponio Mela; pero todos ellos no le quitaban de ser el español que en su tiempo conocía mejor las letras clásicas. Bien lo mostró en esta Nueva Idea, [1] a la cual el mayor defecto que yo le pongo es que no cumple, o cumple mal, con su título, puesto que no nos da idea de la tragedia griega en sí, sino de las opiniones de Aristóteles acerca de ella; ni la estudia en los trágicos, sino en los fragmentos de la Poética, prosiguiendo con el desbarro de poner por modelo las Troyanas, de Séneca, que no son tragedia (aunque contengan rasgos verdaderamente trágicos), sino declamación de un retórico para ser leída, no representada ni representable.

[p. 249] Pero si se la considera como ilustración de Aristóteles, adquiere mucho valor, no ciertamente por sus principios estéticos, que son pocos y vulgares, sino por la erudición recóndita, segura y directa que el autor acumula, tratando de la Música, de la Danza, de la Pantomima, del Histrionismo y del aparato trágico entre los antiguos. Si el Pinciano se distingue por su espíritu filosófico, y Cascales por su discreción técnica, González de Salas lleva ventaja a todos por la rareza de las noticias. Pero en la doctrina poética sólo es de elogiar el generoso arranque con que absuelve al teatro de su edad de la nota de insubordinado contra los preceptos aristotélicos, y abre de par en par las puertas al ingenio para nuevas y más temerarias empresas. « No crean haber de estar necesariamente ligados a los antiguos preceptos rigurosos. Libre ha de ser su espíritu para poder alterar el arte, fundándose en leyes de la Naturaleza. Así como el primero, Aristóteles, después de haber considerado las virtudes y vicios que se hallaban en las tragedias todas de sus griegos (cuya contextura había dictado la Naturaleza), pudo, escogiendo las unas y reprobando las otras, formar, según su juicio excelente, una arte, que después siguiesen los venideros, no de otra manera en cualquier tiempo el juiciosamente docto, con su madura observación, podrá alterar aquella Arte y mejorarla, según la mudanza de las edades y la diferencia de los gustos, nunca los mismos. Las Artes para dirigir y (si así puede decirse) mejorar las acciones de la Naturaleza se inventaron; pero no por esso quedó destituída la misma Naturaleza de poder alterar el arte, siendo su magisterio, ansi como más antiguo, muchas veces forzosamente necesario, pues fué la propia Naturaleza primera Maestra de la Arte... Comedias tenemos hoy de los griegos y de los latinos... que si se representaran hoy en nuestros theatros... de ninguna manera nos deleitaran... Y, lo que más es, ni a la mayor parte de las tragedias juzgo que pudiera esperar hoy el ánimo más de hierro que queramos fingir. ¿Qué servirán, pues, aquellos preceptos para la estructura de nuestras fábulas? Mucho, sin duda; pero no lo que enteramente es necesario».

¡Extrañas palabras en un comentador de la Poética de Aristóteles, según la vulgar opinión que de tales comentadores se tiene, pero muy conformes al sentido tradicional de la crítica española, y a la manera independiente con que aquí se juzgaba el arte [p. 250] antiguo, que fué siempre para los nuestros alas y no rémora! Así pudo decir Salas, comentando a Aristóteles, que «los españoles tenían ya en aquel grado la Comedia, adonde con no pequeña distancia de ninguna manera llegó la de los antiguos». Y esto no lo escribía don Jusepe Antonio por acomodarse al gusto de su tiempo, como Luzán insinúa, puesto que, si el teatro de Lope le hubiera parecido mal, sobrábale intrepidez para la censura, como lo mostró en la que hizo de Góngora, [1] y en todo el seco tenor de su vida, sino porque en él se aunaban y no se excluían la veneración por los clásicos y la admiración por el arte nacional, que él juzgaba muy conforme a los principios de imitación y de verisimilitud, que en el Stagirita encontraba, puesto que era poético reflejo de las costumbres y modo de ser del pueblo español. Solo en el siglo XVIII, y por influjo francés, se comenzó a establecer aquí la divergencia y el antagonismo entre la tradición clásica y la popular, y esto por obra de literatos que, más que en Sófocles y en Eurípides, tenían puestos los ojos en Corneille y en Racine, y más que en Aristóteles, en Boileau. Fué, pues, la falsa antigüedad, el seudo clasicismo, quien por primera vez declaró guerra a la genuina poesía española, respetada y defendida siempre por los intérpretes del clasicismo verdadero, y tanto más cuanto más se acercaban a la fuente, es decir, por los helenistas más que [p. 251] por los latinistas, por los latinistas más que por los discípulos y admiradores de los italianos.

Para explicar el origen de la emoción trágica acude Salas a las Cuestiones Convivales, de Plutarco, y decide que «los horrores de la Tragedia y sus conmiseraciones, que tanto serían congojosas en su verdad, así se vienen a desfigurar, cuanto más perfectamente figuradas con la imitación, que ya son apacibles y deleitosas». Esta natural virtud de la imitación, este poder transformador y purificador del arte, hizo decir a San Agustín que en las representaciones trágicas el mismo dolor tenía su deleite, y que los espectadores lloraban, alegrándose en su propio llanto.

Estas oportunas aproximaciones de las autoridades más opuestas, y la sagacidad de explicar las unas por las otras, dan gran precio al trabajo de don Jusepe, a la vez que arguyen su inmensa y no vaga y acelerada lectura. Con un pasaje de Séneca quiere explicar la purificación de las pasiones, reduciéndola al uso y al exemplo: «La semejanza en los trabajos y la comparación siempre los hizo leves».

En la unidad de tiempo no se muestra ni podía mostrarse muy rígido, aun confesando que su observancia hace las fábulas más artificiosas, si bien repara con excelente discernimiento que en las tragedias antiguas cumplíase por sí misma, y sin esfuerzo, la tal unidad, dada la sencillísima estructura de ellas.

En general, don Jusepe Antonio no condena ninguna forma artística por el solo hecho de apartarse en poco o en mucho de las formas antiguas. El apartamiento no es para él indicio ni de defecto ni de perfección. Así es que da cuartel a los poemas de muchos personajes, como la Argonáutica, y a los de muchas acciones, como las Metamorfosis ovidianas, sin atribuir a ignorancia de sus autores lo que fué voluntaria gallardía en separarse del camino trillado.

Prefiere, como casi todos los comentadores de Aristóteles, los argumentos históricos o los fabulosos generalmente aceptados a los de pura invención, «porque el fin de la tragedia, que es curar el ánimo de los afectos de miedo y de lástima, sin comparación se logra mejor viendo ejemplos verdaderos de grandes príncipes que si los ejemplos representados se imaginasen fingidos».

Cuando Aristóteles enseña que ha de pensarse primero la totalidad [p. 252] de la fábula sin determinación de personas, y dilatarla luego por medio de episodios, su expositor se revela contra este procedimiento discursivo y antipoético, y no puede creer que Aristóteles proponga exactamente la forma que ha de tener la delineada estructura, si bien lo disculpa «por la afectada brevedad del modo de proceder de esta Poética».

Como Salas profesaba la opinión libérrima de que «en los grandes hombres, los acometimientos, no sólo son permitidos, sino venerables, pues en la novedad, en la extravagancia y aun en la temeridad van más ocasionados a descubrir rasgos de su divinidad», no ha de asombrarnos que él, intérprete de Aristóteles e ilustrador del teatro griego, emplease tanta parte de sus vigilias en recoger piadosamente las inmortales reliquias poéticas de un ingenio español, ciertamente grande, pero de los menos pulcros y de los más erráticos, vagabundos e indisciplinables. Calientes aun sus cenizas, Salas tuvo la docta audacia de tratarle como a un antiguo, y de publicar sus desenfados y jácaras escoltadas con todo género de comentarios, repletos de erudición greco-latina. Y hay quien dice (prescindiendo del comentario) que con aquel monte en dos cumbres dividido, hizo más don Jusepe por su propia gloria que con todas sus ilustraciones a Petronio, a Pomponio Mela, a Séneca y a Aristóteles. En una palabra: a don Jusepe debemos la conservación de las poesías de Quevedo; y yo no puedo menos de bendecir mentalmente al sabio editor, y perdonarle su tenebrosidad y sus gongorismos, cada vez que hojeo la Talia o la Terpsícore.

No conoce del todo las doctrinas literarias del siglo XVI quien no haya leído más que sus poéticas. En otros libros de aspecto menos didáctico se tropieza a cada momento con principios de crítica luminosísimos, con observaciones de un gusto intachable. Por ejemplo, toda la teoría del estilo bien meditada se encierra en estas sabias palabras de Juan de Valdés en su Diálogo de la Lengua: «Escribo como hablo: solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación... Decid lo que queráis con las menos palabras que pudiéredes, de suerte que no se pueda quitar ninguna sin ofender a la sentencia o al encarescimiento, o a la elegancia».

[p. 253] Las escuelas literarias españolas en el siglo XVI tenían, afortunadamente para su libre desarrollo, más bien prácticas comunes y respeto a los mismos modelos que códigos cerrados e inflexibles. La introducción de los metros italianos se verificó sin resistencia alguna que tuviera verdadero carácter crítico: las trovas de Castillejo y de Gregorio Silvestre contra los petrarquistas son una humorada sin alcance, que de ningún modo puede tenerse por guerra literaria. Oposición formal no la hubo, ni podía haberla, puesto que no se trataba de un conflicto entre la poesía nacional y la transplantada de Italia, sino de un conflicto entre dos escuelas líricas igualmente artificiosas, derivación lejana la una del arte provenzal y galaico-portugués, pero modificada ya desde fines del siglo XIV por elementos italianos; y nacida la otra de la inteligente comprensión de los primores de la forma en las obras del Renacimiento toscano, y a través de él en las del arte latino, y más remotamente en las del arte helénico. Y de hecho como nada de la poesía indígena se perdía, como sólo se trataba de sustituir una imitación con otra, y como aquella imitación era más discreta (y en el fondo más original), y de obras, sin duda, más perfectas y armoniosas, y traía además la poderosa palanca de un nuevo metro, «capaz (como escribió Boscán) para recibir cualquier materia, o grave o sutil, o dificultosa o fácil, y assimismo para ayuntarse con cualquier estilo de los que hallemos entre los autores antiguos aprobados», y, finalmente, como el espíritu de aquel siglo y la tendencia de los sucesos y la disposición de los espíritus se encaminaban fatalmente hacia il bel paese, la batalla estaba ganada antes de darse, y bien se les conoce a los innovadores en la arrogancia e imperio con que se asientan sobre la tierra de su conquista. Al revés de los poetas de la pléyade francesa, no vienen precedidos por ningún manifiesto literario como la Defensa e ilustración de la lengua francesa, de Du Bellay, que exhortaba a sus amigos, en tono ditirámbico, a robar los tesoros del templo délfico, y adornar con los despojos de la ciudad romana sus templos y altares, como hicieron los antiguos galos. En España no era menester tal estruendo de armas. La escuela de Castillejo, aunque valía más que la de Marot, hizo mucho más débil resistencia, y con esto se libró del exterminio, coexistiendo pacíficamente con sus adversarios durante todo [p. 254] aquel siglo. ¿Qué digo adversarios? Los hay entre ellos tan eclécticos e imparciales en sus gustos, que parecen sospechosos de defección respecto de la escuela toscana. Los mejores versos de don Diego de Mendoza son versos cortos de escuela trovadoresca, discreteos de palacio. Y de igual modo, los únicos versos de Sa de Miranda que podemos leer hoy con deleite, son cartas en redondillas.

Pero, llegados al campo de la teoría, es evidente que estos mismos autores, tan encariñados con el metro nacional y tan hábiles en manejarle, preferían con mucho la clara lumbre de Toscana , que decía Antonio Ferreira, [1] y el ejemplo y el consejo de Navagieros, Tolomeis y Ruccellais. Con el tiempo, y a medida que se afianzaba el dominio del endecasílabo, el petrarquismo iba retrocediendo ante otras formas más clásicas y puras, tales como el horacianismo de Ferreira y Fr. Luis de León, y los ensayos pindáricos y la bíblica inspiración de Herrera. Así, por natural e interno desarrollo, fueron naciendo de la primitiva escuela italo-hispana, en que aun aparecían confundidos sus elementos, las distintas escuelas peninsulares, entre las cuales sobresalen la portuguesa, la salmantina y la sevillana. Pero entiéndase bien que esta idea de escuelas poéticas, tratándose del siglo XVI, no llevaba consigo la de legislación inflexible. Creábanse estas agrupaciones, no por engreimiento local y a sabiendas, como en el siglo XVIII, sino naturalmente y sin sentirse, por el trato y convivencia de los poetas, por la familiaridad de idénticos estudios, y por el gusto de unos mismos modelos venerados de todos y seguidos con predilección. Dominaba, pues, la enseñanza del ejemplo mucho más que la de la teoría, y así en Salamanca como en Sevilla eran harto [p. 255] más eficaces las odas de Fr. Luis de León o las canciones de Herrera, que los comentos del Brocense, o los del mismo Herrera a Garcilasso. No obstante, la publicación casi simultánea de estos comentos fué manzana de discordia entre las dos escuelas, dando origen a uno de los más curiosos episodios de nuestra historia literaria en el siglo XVI.

No podía darse cosa más modesta y sencilla que las notas del Brocense a Garcilasso, impresas por vez primera en 1576, y reducidas a corregir el texto del poeta, harto mal tratado por los impresores,  y a apuntar las fuentes griegas y latinas e italianas de donde tomó el poeta toledano pensamientos e imágenes a manos llenas. Un punzante soneto de Francisco de los Cobos manifiesta que algunos contemporáneos suyos echaron en cara al Brocense esta búsqueda erudita, como si hubiese resultado en menoscabo de la originalidad de Garcilasso el sacar a plaza los que su comentador llamaba hurtos honestos. El Maestro Francisco Sánchez respondió que «no tenía por buen poeta al que no imitaba a los excelentes antiguos»; sentencia que para ser digna de varón tan grande y tan rebelde a toda autoridad humana, ha de tomarse, no groseramente y como suena, sino según el concepto de imitación que hemos visto profesado por nuestros humanistas del siglo XVI, es decir, asimilándose a los antiguos en dar a las obras la misma perfección que ellos les dieron.

En 1580 apareció en Sevilla, como en declarada competencia con las notas del Brocense, a quien ni siquiera nombraba, un grueso volumen de cerca de 700 páginas, de letra menudísima, en el cual, so pretexto de ilustrar a Garcilasso, le ahogaba el divino Herrera bajo la mole de una cabal arte poética, cifra de cuanto él había aprendido en los antiguos y en los italianos, y de cuanto su larga experiencia le había enseñado sobre la nobleza y escogimiento de las palabras, sobre el número del período poético, sobre la majestad y arrogancia de la dicción. Todos los humanistas y poetas sevillanos concurrieron a esta obra del maestro: los Medinas, los Girones, los Mosquera de Figueroa, los Pachecos: unos con traducciones exquisitas de pasajes de los clásicos, otros con versos latinos de insuperable pureza, dignos de la escuela de Policiano o de Fracastor. Y, finalmente, para dar a tan bien labrado edificio pórtico digno y suntuoso, el más autorizado de toda aquella [p. 256] pléyade, el compañero de Mal-Lara, el maestro Francisco de Medina, desatando, según la expresión de Cervantes, [1]

       «Los ríos de elocuencia, que del pecho
       Del grave antiguo Cicerón manaron...»

estampó, al principio del Garcilasso comentado, un Discurso sobre la lengua castellana, el cual, por la pompa y armonía de las cláusulas, y por lo magnánimo de las ideas, es, sin duda, el trozo más elocuente que ha salido de manos de ningún crítico español. Si Du Bellay exhortaba a los galos a tomar de nuevo por asalto el Capitolio, el maestro Francisco de Medina, con aliento profético, nos anuncia que por el esfuerzo de Herrera y de sus secuaces «se comenzará a descubrir más clara la gran belleza y esplendor de nuestra lengua, y todos, encendidos en sus amores, la sacaremos, como hizieron los príncipes griegos a Helena, del poder de los bárbaros».

Las doctrinas estéticas de Herrera ya las conocemos: son las del idealismo platónico. Pero Herrera, por excepción casi única en su siglo, hacía profesión singular y exclusiva de hombre de letras: era un gran crítico, un idólatra de la forma. Para él la poesía no era recreación de horas ociosas robadas a los ejercicios militares, o a la teología, o a la jurisprudencia, sino ocupación absorbente de toda la vida, culto diario que aislaba al poeta, realzándole al propio tiempo, como sacerdote de una divinidad no conocida. Hacía gala de profesar letras humanas, y no más que letras humanas, y de tener por dominio suyo los anchurosos términos de la elocuencia española. Había gastado los aceros de su mocedad (como dice gallardamente el Maestro Medina) en revolver infinitos poetas, notando los modos de decir que tienen novedad y grandeza. Así se había engendrado en él aquella superstición de la forma, sin la cual no hay poeta perfecto: aquel buscar siempre nuevos modos de hermosura. El arte, y a la par un amor petrarquesco tan magnánimo y hondo como el de Miguel Angel por Victoria [p. 257] Colonna (aunque por ventura fué el de Herrera menos etéreo), bastaron a llenar su vida, vida de robusto y valiente artífice, siempre inclinado sobre el mármol.

No puedo llevar con paciencia a los detractores de este insigne varón, y sobre todo a Manuel de Faria y Sousa, que en su comentario a las Rimas de Camoens tanto le maltrata por haber llenado un gran libro de cosas en que Garcilasso no pensó. Pues ¿quién no absolverá a Herrera, si tiene presente que no se propuso tan sólo facilitar la inteligencia de su poeta, como lo hizo el Brocense, sino que nos dejó en sus notas un verdadero curso de teoría literaria, no copiada casi a la letra de Scalígero, como malignamente dice Faria (a quien hacía sombra todo lírico que pudiera en algún modo eclipsar el nombre de Camoens), sino llena de observaciones originales, de esas que sólo los artistas saben hacer cuando juzgan a otros artistas? ¡Qué frases al hablar de Garcilasso!: «Las flores y lumbres de que esparze su poesía, parece que nacieron para adornar aquel lugar donde las puso». Y de Cetina: «En él se conoce la hermosura y gracia de Italia, y en número, lengua, terneza y afectos, ninguno le negará lugar con los primeros; mas fáltale el espíritu y vigor que tan importante es en la poesía, y assí dize muchas cosas dulcemente, pero sin fuerzas, y paréceme que se ve en él y en otros lo que en los pintores y maestros de labrar piedra y metal, que, afectando a la blandura y policía de un cuerpo hermoso de un mancebo, se contentan con la dulzura y terneza, no mostrando alguna señal de niervos y músculos, como si no fuesse differente y apartada la belleza de la mujer de la hermosura y generosidad del hombre..»

De tales rasgos de crítica, espontánea, fresca y delicada, está sembrado el comento de Herrera, y bastan para justificar el honroso puesto de juzgador de ingenios que le dió Saavedra en la República Literaria . Para mí, Herrera es el primero de nuestros críticos del siglo XVI. Su crítica es externa, pero (si se me permite la expresión) es íntima en lo externo: quiero decir, que persigue siempre la forma intrínseca, la que da unidad al estilo de cada autor. Se le ha acusado de sacrificarlo todo a la altisonancia de las palabras, y muchas veces es verdad esto en su poesía, pero no lo es en su crítica, porque «no había para él cosa más importuna y molesta que el sonido y juntura de palabras cultas y numerosas, [p. 258] sin que resplandezca en ellas algún pensamiento grave o alguna lumbre de erudición».

Yo juzgo que sin la aplicación que Herrera hizo de su teoría de la nobleza y alto són de las palabras a asuntos por la mayor parte blandos y amorosos, que antes pedían regalada y suave manera que pompa y estrépito, la teoría misma hubiera sufrido menos contradicción y habría sido menos dañosa en sus efectos, naciendo, como nacía, de una genial tendencia del poeta a todo lo solemne y grandioso. Su maligno adversario, que no dejó a salvo ninguno de los puntos flacos de la armadura del gran ingenio sevillano, no se harta de llamarle, parodiando su estilo, «varón alto, grave, terso, severo, hinchado, docto, rotundo, famoso, grandilocuo, sonante, generoso, dulce, heroico, puro, templado, sonificante, amoroso, propio, fundado, divino, de buen assiento...».

El campeón que venía a romper lanzas con Herrera en nombre de la escuela salmantina, y queriendo (según él insinuaba) desagraviar a su maestro el Brocense, ofendido por el silencio de su émulo, era un personaje de la más alta nobleza castellana, don Juan Fernández de Velasco, conde de Haro, hijo del condestable don Iñigo, y condestable él mismo más tarde, gobernador del Estado de Milán y diplomático famoso en Roma y en Inglaterra. Tenía el de Haro desde sus mocedades fama de grandísimo estudiante, y buena prueba dió en su libelo contra Herrera y en otros opúsculos suyos que por entonces corrieron manuscritos, ya que no consentía otra cosa la insufrible mordacidad de todos ellos, a la cual fácilmente se dejaba ir el Condestable con petulancia de gran señor, injerto en humanista de la categoría de los gladiadores, a quien harto se le conocían las amistades con Scioppio, que alguna vez fué apaleado en su servicio. Las Observaciones del Licdo. Prete Jacopín, vecino de Burgos, en defensa del príncipe de los poetas castellanos Garcilasso de la Vega, vecino de Toledo, contra las Anotaciones que hizo a sus obras Hernando de Herrera, poeta sevillano, manifiestan ya desde el mismo rótulo el estrecho espíritu de rivalidad local con que se escribieron. A quien lee el comentario de Herrera, todo él encomiástico para Garcilasso, no puede menos de llenarle de asombro la indignación de los castellanos que acusaban al comentador de conmover las bases del mismo altar donde presentaba sus ofrendas. Con sus notas [p. 259] picantes, agudas y ligeras, remedo feliz de las cartas críticas de don Diego de Mendoza, contra el capitán Salazar, daba satisfacción el Condestable a los resentimientos de todos los poetas salmantinos, olvidados como de propósito en el libro de Herrera. Pero la controversia no llegó a adquirir los verdaderos caracteres de una cuestión crítica: no pasó del terreno retórico, y, como toda disputa de palillos y menudencias gramaticales, degeneró pronto en un diluvio de personalidades y groserías, dichas con más gracia por el Condestable, y contestadas con mayor saña por Herrera, que, como todos los hombres habitualmente pacíficos y retraídos, era terrible en sus rarísimas venganzas. [1] Desdichadamente carecía de la amenidad de estilo de su adversario, y su Apología , que es pedantesca y fastidiosa, cayó en olvido, y apenas se hicieron copias de ella, mientras que el Prete Jacopín siguió en Castilla su carrera triunfante.

El impulso crítico comunicado a la escuela de Sevilla por Herrera y por Medina se continúa fidelísimamente en El Culto Sevillano , del licenciado Juan de Robles, excelente tratado de retórica, del cual decía Gallardo que debía estar impreso con letras de oro; [2] en algún opúsculo de Rioja, [3] y sobre todo en el admirable y rarísimo Discurso Poético , de don Juan de Jáuregui, que luego insertaremos casi íntegro. En cuanto a Juan de la Cueva, yo no puedo considerarle como preceptista ni como poeta de la escuela sevillana, con la cual tuvo relaciones mucho más [p. 260] hostiles que amistosas. Su verdadero puesto está en la escuela independiente y popular, sublimada luego por el ingenio de Lope. La inspiración del Ejemplar poético es la misma que la del Arte Nuevo de hacer comedias, por más que uno y otro poema contengan mucha doctrina sustancialmente conforme a las de las poéticas clásicas. Si Juan de la Cueva pertenece en algún modo a la escuela sevillana, será como insurrecto y disidente dentro de ella. Hizo romances históricos, en verdad malísimos; hizo comedias y tragedias nada clásicas, que debieron escandalizar al maestro Mal-Lara [1] con haber alterado éste en alguna parte el antiguo [p. 261] uso , pero que influyeron, y mucho, en los progresos del teatro. No temió burlarse del artificiosísimo procedimiento con que Herrera trabajaba sus versos; y finalmente, sancionó las libertades dramáticas en su célebre Ejemplar Poético , escrito, es verdad, en los últimos años de su vida, en 1606, cuando ya Lope y los poetas valencianos triunfaban en toda la línea.

Ciertamente que nadie se atreverá a poner en cotejo las desaliñadas y redundantes epístolas de Juan de la Cueva, esclavo siempre de su facilidad prosaica, con la bruñida versificación y la severidad dogmática de Boileau, en quien cada verso nació predestinado para andar en boca de las gentes como aforismo. Pero irregular y todo, la Poética de Cueva (aparte de sus originales doctrinas sobre el teatro, que luego examinaremos) se recomienda para nosotros españoles, por ser la más antigua imitación en asunto y forma, y a veces en principios y estilo, de la Epístola de Horacio a los Pisones. Ni faltan de vez en cuando versos felices, verbigracia, éstos, en que se apuntan las condiciones del poeta:

           «Ha de ser el poeta dulce y grave
       Blando en significar sus sentimientos,
       Afectüoso en ellos y süave:
           [p. 262] Ha de ser de sublimes pensamientos,
       Vario, elegante, terso y generoso,
       Puro en la lengua y propio en los acentos:
           Ha de tener ingenio y ser copioso,
       Y este ingenio con arte cultivado
       Que no será sin ella fructuoso».

Cueva profesa, como todos en su tiempo, el principio de la imitación aristotélica:

           «Así el que aspira a la Febea corona,
       Observe la Poética imitante,
       Que es la vía a la cumbre de Helicona.
       ............................................................................
           ¿Qué piensas tú que importa ese cuidado
       Si en lo que imitas perfección no guardas?».

Entiende, como el Pinciano y los restantes, que esta imitación ha de ser de lo verisímil:

           «La obra principal no es la que guía
       Solamente a tratar de aquella parte
       Que de dezir verdad no se desvía;
       Mas en saber fingilla de tal arte
       Que sea verisímil».

A esto se reducen sus principios teóricos. Amante de la poesía popular, tiene el mérito de haber vislumbrado el carácter épico de nuestros romances, comparándolos con las rapsodias griegas y con los areytos indios. Verdad es que en ésta, como en otras partes del Exemplar , apenas hizo otra cosa que poner en verso lo que había dicho Argote de Molina con espíritu de investigación erudita en el Discurso sobre la poesía castellana , o más bien, sobre los metros castellanos, que acompaña al Conde Lucanor , de don Juan Manuel, en la edición de 1575. Argote de Molina, lo mismo que Juan de la Cueva, pertenecía a la fracción menos clásica y menos italiana de la escuela de Sevilla. Sus simpatías estaban por las antiguas coplas castellanas y por el grupo de ingenios, hoy casi desconocidos, que en sus justas poéticas reunió el Obispo de Escalas (Tamariz, Mexía, etc.), antes que Medina, Girón y Herrera viniesen a dar a la escuela la dirección severamente clásica que siguió después. [1]

[p. 263] Lo que en castellano se parece más a la Poética de Boileau son dos epístolas de Bartolomé Leonardo de Argensola, legislador severísimo de la escuela aragonesa, distinguida entre todas las escuelas peninsulares por la madurez y reposo del juicio, mucho más que por la brillantez ni por la lozanía. Son las dos que principian:

       «Yo quiero, mi Fernando, obedecerte...»
       «Don Juan, ya se me ha puesto en el cerbelo...»

El Rector de Villahermosa es un imitador convicto y confeso del Horacio de las sátiras y de las epístolas; pero dentro de esta imitación, ¡con qué libertad se mueve! En este punto es muy superior a Boileau. Aconseja dejar correr el ingenio por la docta antigüedad; pero, una vez robustecido con este tuétano de león, quiere que muestre sus fuerzas propias, soltando a la furia de los vientos

           «Pomposa vela en golfo tan remoto,
       Que no descubra sino mar y cielo:
       No navegante ya, sino piloto [1] .
       ............................................................................
           Y si algún Aristarco nos acusa,
       Sepa que los preceptos mal guardados
       Cantarán alabanzas a mi Musa:
       
    Que si sube más que ellos ciertos grados,
       Por obra de una fuga generosa,
       Contentos quedarán y no agraviados».

La falsa imitación clásica, los centones de versos latinos, provocan su indignación, y le inspiran versos admirables de los que hacía Horacio, de los que Boileau con toda su corrección no hacía:

           «Con mármoles de nobles inscripciones
       (Teatro un tiempo y aras), en Sagunto
       Fabrican hay tabernas y mesones.
       ............................................................................
           Nuestra patria no quiere, ni yo quiero,
       Abortar un poema colecticio
       De lenguaje y espíritu extranjero.
       ............................................................................
           [p. 264] Porque mi musa fiel, como española,
       A venerar nuestras banderas viene
       Donde la religión las enarbola,
           Que en los silvosos montes de Pirene,
       En ningún tiempo infieles ni profanos,
       Las espadas católicas previene,
           Para que las reciban de sus manos
       Los héroes que escogió por lidiadores
       Contra los escuadrones africanos.
       ............................................................................ »

Esta inspiración religiosa y patriótica, esta noble bizarría se juntan en Bartolomé Leonardo con el más sumiso respeto a cuanto procede de la antigüedad. incluso su teatro cómico:

           «Yo aquellas seis ficciones reverencio
       (¿Cómo que reverencio? Yo idolatro),
       Que en sus cinco actos desplegó Terencio».

Su arte predilecto es el arte latino: no el italiano. Aborrece de muerte la sutileza y el metafisiqueo de los petrarquistas, aun profesando veneración al maestro, sin duda por lo que tuvo de humanista. Enójale todo uso frívolo y baladí de la poesía: no la concibe más que como matrona celtibérica, armada de hierro y con la ley moral en los labios.

           «No el bizarro neblí tras los gorriones,
       Vulgo volátil, cala ni desciende,
       Terror de fugitivos escuadrones:
           Que allá, vecino al sol, sus alas tiende
       Y a vista de las más soberbias aves
       Feliz pirata, altivas garzas prende.
       ............................................................................ »

Entre las varias y extravagantes formas que en estos últimos tiempos ha tomado el fetiquismo cervantista, que a muchos dispensa de leer al admirable autor a quien dicen honrar con sus comentos, y se junta en otros muchos con un completo desconocimiento de todas las cosas de España en el siglo XVI, debe contarse por una de las más risibles, la de atribuir al autor del Quijote singulares ideas científicas, y estudio positivo de todas ciencias y artes, liberales y mecánicas, claras y oscuras, con muchas trascendencias y marañas filosóficas que, a ser ciertas, convertirían [p. 265] el Quijote, de libro tan terso y tan llano como es, en la más enojosa de las enciclopedias. En vano se les dice y predica a los inventores de tales novedades que las ideas científicas de Cervantes, si es que tal nombre merecen, casi nunca traspasan los límites del buen sentido, ni se elevan un punto sobre el nivel (ciertamente muy alto) de la cultura española en el siglo XVI, como puede probarse por innumerables libros anteriores a él y de contemporáneos suyos, en los cuales están dichas las mismas cosas con mejor orden y método, con más trabazón científica, y de una manera más profunda y radical. En vano se les pone delante de los ojos que Cervantes es grande por ser un gran novelista, o, lo que es lo mismo, un gran poeta, un grande artífice de obras de imaginación, y que no necesita más que esto para que su gloria llene el mundo; es más: que esta gloria sufriría no leve detrimento y menoscabo si se apoyase en la trascendencia dogmática de su obra, puesto que de tal aparato docente había de resentirse por fuerza la concepción artística, torpemente afeada por alegorías, enigmas e interpretaciones simbólicas. Ellos erre con erre en sostener que Cervantes es grande, no por artista (cualidad que, sin duda, les parece de poca monta), sino por teólogo, jurisperito, médico, geógrafo, y no sé cuántas cosas más. Como andan por el mundo tantos hombres, muy doctos en sus respectivas artes y ciencias, pero completamente negados para la contemplación desinteresada de lo bello, y como estos hombres se ven forzados por la admiración general a leer, siquiera una vez en su vida, las obras poéticas maestras e inmortales, y como al leerlas no sienten el placer estético, que es goce vedado a su naturaleza, quieren, si no son soberbios y tratan de cumplir con su conciencia, quieren (digo) con razones sutiles justificar la admiración del género humano, huyendo de la razón única, pero que ellos no comprenderán nunca, es a saber, la perfección de la obra artística.

Es cierto que los grandes ingenios poseen el don de ver con claridad, y en una intuición rápida, lo que los otros hombres no alcanzan sino por un laborioso esfuerzo intelectual. Pero esto es verdad de todos los genios, no sólo de los genios literarios, y solamente es verdad de cada cual en aquel arte o ciencia para la cual Dios le infundió extraordinaria virtualidad. Quiero decir que la intuición que el artista tiene no es la intuición de altas verdades [p. 266] científicas, a lo menos como tales verdades, sino sólo la intuición de la forma, que es el mundo intelectual en que él vive; y cuando alcanza la intuición de la idea, va siempre velada y envuelta en la forma. La intuición de la verdad pura, si tal intuición fuera posible, sería propia del genio filosófico, en ninguna manera del genio artístico, cuyo dominio son las formas. Es una aprensión absurda, y que importa desarraigar, la de que la ciencia pueda adquirirse por otro camino que por los procedimientos de la ciencia misma. Dante y Goethe eran a la vez poetas y hombres de ciencia, de los mayores de su respectivo tiempo; pero no eran poetas por su ciencia, ni científicos por su poesía, sino que en ellos, por raro caso, se habían juntado dos aptitudes distintas que se ayudaban maravillosamente. Pero Cervantes era poeta, y sólo poeta, ingenio lego , como en su tiempo se decía. Sus nociones científicas no podían ser otras que las de la sociedad en que vivía. Y aun dentro de ésta, no podían ser las más peregrinas, las más adelantadas, las del menor número, sino las del número mayor, las ideas oficiales , digámoslo así, puesto que no había tenido tiempo ni afición para formarse otras.

Más especioso parece convertir a Cervantes en maestro de preceptiva literaria, porque al fin había practicado la literatura toda su vida, y es cosa cierta que siempre merecen consideración las ideas de los artistas sobre su arte, mucho más que las ideas de los profanos. Pero entre los profanos y los artistas están los críticos, los cuales es conveniente que practiquen el arte y se eduquen en sus procedimientos, y casi siempre lo hacen, aunque muy rara vez posean la inspiración genial. Éstos, pues, por un trabajo reflexivo y verdaderamente científico, reconstruyen la obra del artista y formulan las leyes de su arte con mucha más claridad y precisión que el mismo que las ha ejecutado. Claro es que una producción tan noble como ésta no ha podido ser nunca irracional o irreflexiva, ni es, como hoy se dice, un producto de cerebración inconsciente ; pero la iluminación estética es tan rápida, que la mayor parte de los artistas no sabrían decirnos por qué han seguido un camino con preferencia a otro. Todo pasa en el augusto laboratorio de la mente por reacciones que todavía no han sorprendido los ojos de los mortales. Sólo el genio científico unido al genio artístico, en Goethe, llegó a vislumbrar algo.

[p. 267] Pero los tiempos de Goethe no eran los de Cervantes, afortunadamente para la frescura de su inspiración. Cervantes tenía doctrinas literarias; pero oso decir que estas doctrinas, sobre nada nuevas, tampoco eran adquiridas por esfuerzo propio, ni descendían de propias observaciones sobre sus libros, sino que eran las mismas, exactamente las mismas, que enseñaba cualquiera Poética de entonces, la de Cascales o la del Pinciano, así como sus ideas platónicas expuestas en la Galatea eran las mismas, exactamente las mismas, que constituían el fondo común del misticismo y de la poesía erótica de su tiempo. Lo que salva del olvido algunos de estos preceptos de Cervantes es la viveza, la gallardía, la hermosura con que están expresados. Por algo viven en la memoria de todos. ¿Quién no recuerda aquella definición de la poesía que hace don Quijote en su coloquio con el caballero del Verde Gabán? Ya todos mis lectores repetirán mentalmente: «La poesía, señor Hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y domar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas, ni por los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio..., no ha de ser vendible en ninguna manera..., no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer, ni estimar los tesoros que en ella se encierran... También digo que el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor, y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte quiere serlo. La razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino perfeciónala: así que mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfectísimo poeta». Definición que conviene con la que se hace en La Gitanilla , describiendo la poesía como «una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada y que se contiene en los límites de la discreción mas alta. Es amiga de la soledad: las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran, y, finalinente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican». Y en el Viaje del Parnaso , donde [p. 268] se leen estos lozanísimos endecasílabos, bastantes para reducir a la nada la absurda y perezosa opinión de los que suponen mal versificador a Cervantes:

           «Las yerbas su virtud la presentaban,
       Los árboles sus frutos y sus flores,
       Las piedras el valor que en sí encerraban,
       El santo amor castísimos amores.
       ............................................................................
           Todo lo sabe, todo lo dispone
       La santa y hermosísima doncella.
       ............................................................................
           Porque en el rico adorno que mostraba,
       Y en el gallardo ser que descubría,
       Del cielo, y no del suelo semejaba
       ............................................................................
           La gala de los cielos y la tierra;
       Ella abre los secretos y los cierra.
       ............................................................................
           Moran con ella en una misma estancia
       La divina y moral filosofía,
       El estilo más puro y la elegancia.
           Puede pintar en la mitad del día
       La noche, y en la noche más obscura
       El alba bella que las perlas cría
           El curso de los ríos apresura
       Y le detiene: el pecho a furía incita,
       Y le reduce luego a más blandura.
           Por mitad del rigor se precipita
       De las lucientes armas contrapuestas,
       Y da victorias, y victorias quita.
           Verás cómo le prestan las florestas
       Sus sombras, y sus cantos los pastores,
       El mar sus lutos y el placer sus fiestas.
           Perlas el Sur, Sabea sus olores,
       El oro Tíbar, Hibla su dulzura,
       Galas Milán y Lusitania amores,
       ............................................................................
       Gloria de la virtud, pena del vicio
       ............................................................................»

El concepto estético que domina en Cervantes es el de considerar la poesía como una forma universal, aplicable a toda materia, o (según él dice) como una ciencia que las comprende en sí todas:

           PAG@269@ «¿Puede ninguna ciencia compararse
        esta universal de la poesía,
        límites no tiene do encerrarse?»

Esta preocupación del valor científico de la poesía, que ya hemos visto apuntar en el Prohemio del Marqués de Santillana y en otros escritos del siglo XV, lleva a Cervantes, nunca en la práctica pero sí en la teoría, a errores muy transcendentales, que se reflejan mayormente en sus ideas acerca del teatro y la novela, géneros que él quería someter a una reglamentación y disciplina rígida, no sólo en lo ético, sino en lo estético, por medio de un censor nombrado ad hoc con facultades de Aristarco; extraña tiranía para ejercida en nombre de una escuela literaria: «Todos estos inconvenientes, y aun otros muchos más que no digo, cesarían con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias que se representasen..., sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna..., y desta manera... aquellos que la componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende». No hubieran dicho más, ni tanto, los rezagados clásicos franceses que presentaron un memorial a Carlos X para que no permitiese la representación del Hernani.

Estos errores, que (lo repito) no pasan de la esfera teórica, tampoco impiden que la crítica literaria de Cervantes sea en general justa y atinada. Sobre todo, la receta que da para que se escriban buenos libros de caballerías, huyendo de las monstruosidades de los antiguos, si bien no nos autoriza para decir que Cervantes concibiese por primera vez la idea de la epopeya en prosa, puesto que es vulgarísimo en nuestros preceptistas del siglo XVI incluir a Heliodoro y al autor del Amadís entre los poetas épicos, y considerar el metro como cosa accidental en la poesía, demuestra en el autor del Quijote muy clara comprensión de las leyes de la novela, que él no quiere encerrar en estrechos moldes realistas, como algunos le achacan, sino que ampliamente la dilata por todos los campos de la vida y del espíritu. «Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, [p. 270] alborozan y entretengan de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas, y todas estas cosas no podrá hacer el que huyera de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo, que a hacer una figura proporcionada». Lo mejor que Cervantes encuentra en esos libros es «el sujeto que ofrecen para que un buen entendimiento pueda mostrarse en ellos, porque dan largo y espacioso campo por donde, sin empacho alguno, puede correr la pluma describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas, pintando un capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requieren...; pintando, ora un lamentable y trágico suceso, ora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama..., acullá un desaforado bárbaro fanfarrón... Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de Estado, y tal vez se le vendrá la ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere.... Y, finalmente, puede mostrar todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos. Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios lazos tejida que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente...; porque la escritura desatada destos libros... da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico y cómico, con todas aquellas partes que encierran  en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria: que la épica tan bien puede escribirse en prosa como en verso)».

A pesar de éste y otros pasajes, no menos notables por la sensatez y el buen gusto, creo que acertará el que tome por medida del saber estético de los españoles en el siglo XVI las obras de León Hebreo, de Pinciano y de Cascales, que tratan la materia de propósito, y no las esparcidas indicaciones de Cervantes, que sólo [p. 271] deben su mayor realce y perdurable vida a la prosa inmortal en que se hallan.

Tampoco era crítico de profesión, sino político y hombre de mundo y de negocios, el murciano don Diego de Saavedra Faxardo, a pesar de lo cual, el sueño filológico de la República Literaria , exento de los vicios de afectación que desdoran otros escritos suyos, es, a mi entender, joya de mucho más precio que sus celebradas Empresas , gran repertorio de lugares comunes de política y moral harto difíciles de leer íntegros. Cada sentencia de por sí suele ser digna de alabanza, más por la expresión que por lo nueva ni por lo profunda; pero, en realidad, el libro no está compuesto . Muy distinta cosa es la República Literaria , uno de los desenfados más ingeniosos y apacibles de nuestra literatura del siglo XVII, una también de las últimas obras en que la lengua literaria está pura de toda afectación y contagio. Todo es en esta República ameno, risueño y fácil, hasta el espíritu escéptico, o más bien sofístico, de detracción de las ciencias; el cual, en vez de presentarse con el pedantesco aparato de Cornelio Agripa, o con la demoledora crítica de nuestro médico Francisco Sánchez, viene a quedar reducido a un agradable juego de ingenio. Una fantasía viva y pintoresca, alegre y serena, baña de luz las ficciones y alegorías de este libro, que sería uno de los pocos verdaderamente áticos que tenemos en castellano si se le quitasen algunas máximas y epifonemas pueriles que entre sus muchas agudezas y discreciones tiene. En lo que más se aventajó Saavedra, y es, a mi modo de ver, prueba indudable de que hubiera descollado mucho más en las obras de pura inventiva que en el magisterio público (ocupación cándida de muchos ilustres varones de entonces), es en la fuerza plástica que logra dar a sus ficciones, de tal modo que, cuando en mi infancia leí por primera vez esta República, me imaginaba contemplar la ciudad literaria con sus torres y baluartes, penetrar en la Aduana de los libros o asistir al tumulto de los poetas contra Escalígero: tal evidencia y precisión tiene todo. Estimando la República Literaria como ficción ingeniosísima, imitada, pero nunca igualada, por otros excelentes modelos, como la Respublica jurisconsultorum , del napolitano Januario; las Exequias de la lengua castellana , de Forner, y la Derrota de los pedantes , de Moratín, no puedo, sin embargo, colocarla entre las obras [p. 272] que señalaron nuevos rumbos a nuestra crítica. Saavedra Fajardo, que la escribió como por juego, en horas perdidas de sus viajes o robadas a sus tareas diplomáticas, prosigue, sin notable originalidad, la tradición clásica del siglo XVII, la de los Herreras y Medinas, transmitida al siglo XVII por preceptistas como Cascales, Robles y Baltasar de Céspedes. En las grandes cuestiones críticas de su tiempo adopta un término medio, una especie de opinión templada, cierto eclecticismo elegante, propio de un gran señor que no toma parte activa en el combate, pero que tampoco quiere descontentar a nadie y se deleita con lo bueno de todas partes. No toma partido ni en pro ni en contra del teatro de Lope de Vega, «en quien la naturaleza, enamorada de su misma abundancia, despreció las sequedades y estrecheces del arte». Tiene por error de sistema la oscuridad de Góngora, pero le absuelve y disculpa porque «en esto mismo salió grande y nunca inimitable» y derrama aplausos hasta sobre las monstruosidades del Polifemo y de las Soledades en frases que por lo conceptuosas cuadran bien con la materia alabada: «Tal vez tropezó por falta de luz en su Polifemo, pero ganó pasos de gloria. Si se perdió en sus Soledades , se halló después tanto más estimado, cuanto con más cuidado le buscaron los ingenios y explicaron sus agudezas». La elegante ligereza de Saavedra llega en ocasiones a ser demasiado ligera, sobre todo, cuando juzga poetas muy remotos de su siglo, y mal comprendidos siempre por los críticos de gusto meticuloso y refinado. Apenas se pueden leer con tolerancia estas palabras, aun considerando que fueron escritas en pleno siglo XVII: «El Dante, queriendo mostrarse poeta, no fué científico, y queriendo mostrarse  científico, no fué poeta, porque se levanta sobre la inteligencia común, sin alcanzar el fin de enseñar deleitando, que es propio de la poesía, ni el de imitar, que es su forma». Baste, para disculpa de Saavedra, que hasta nuestro siglo no se han vuelto a levantar, ni en Italia misma, los altares de Dante. Del Ariosto dice que «rompió las religiosas leyes de lo épico en la unidad de las fábulas y en celebrar a un héroe, solo»; y sólo se postra con respeto y reverencia ante el ara de Torcuato Tasso, el poeta más acomodado a su gusto de Arcadia y de Academia. [1]

[p. 273] Sus aficiones templadas y tímidas debían aislar a Saavedra de las dos poderosas corrientes literarias que en su tiempo renovaban la faz de la poesía lírica y de la dramática. Estos dos fenómenos, el uno de vida y el otro de muerte, eran el teatro nacional y el culteranismo, que se personifican respectivamente en dos grandes nombres: Lope de Vega y Góngora. Bebiendo Lope en los puros raudales de la poesía popular y de las tradiciones españolas, creó un teatro todo acción y todo nervio, rápido y animadísimo, lleno de fuerza y de invectiva, más extenso que profundo, [p. 274] más nacional que humano, pero riquísimo, espontáneo y brillante sobre toda ponderación, libre además en el gran maestro y en sus primeros discípulos y émulos de los amaneramientos y de las rutinas que le enervaron después, acabando por convertirle en un género tan convencional como la tragedia francesa. Siguió a Lope con la misma libertad y con el mismo brío una legión de poetas, de los cuales sólo Tirso llego a superarle en estudio de caracteres y profunda ironía, Alarcón en fundir la intención ética con la estética, de suerte que pareciesen una misma. Pero ninguno, ni Alarcón ni Tirso, llegaron a aquel poder inmenso de creación que abarca el mundo entero de las acciones humanas; a aquella vena pródiga e inexhausta que aun en las obras más imperfectas lanza raudales casi divinos; a todo aquel conjunto de cualidades que parecerían grandes repartidas en veinte poetas, y que, por disposición singular de la Providencia, se vieron derrochadas en uno solo, el gran poeta de nuestra Península, el hijo pródigo de la Poesía.

Lo que este hombre, en fuerza sólo de su prodigioso ingenio, puesto que no le ayudaba poco ni mucho el prestigio moral, rindió, deslumbró y avasalló a sus contemporáneos, escrito está en las Memorias contemporáneas, y, con ser mucho, aun nos parece poco para su grandeza. Pero en este coro de alabanzas que se levantaba en torno de las obras innumerables que cada día brotaban del horno siempre caliente de la inspiración de Lope, algunas voces discordaban; voces las unas de poetas dramáticos que, faltos de fecundidad o de inventiva, se rendían en la desigual contienda, y soltaban de sus hombros la pesada mole que solamente los hombros de Lope podían subir a la montaña; voces las otras de humanistas fieles guardadores de la tradición clásica, cuyos preceptos les parecían menospreciados y conculcados por la exuberante inspiración del prodigioso dramaturgo. El sentido habitual de los humanistas españoles, el de aquellos mismos que más profundamente habían penetrado en las reconditeces de la Poética aristotélica, era mucho más favorable que hostil a Lope: lo hemos visto en el Pinciano y en González de Salas, y lo veremos luego en testimonios más explícitos; pero la oposición crítica existía más o menos autorizada, más o menos directa. Ya el barón Schack en su excelente Historia de la literatura y del arte dramático en [p. 275] España , [1] recogió estos ataques y las apologías también, facilitándonos mucho la tarea que vamos a emprender, con presencia siempre de los originales. [2]

Entre los contradictores del antiguo teatro, ninguno más famoso que Cervantes. Todos los españoles saben de memoria el razonamiento del canónigo sobre las comedias, al fin de la primera parte del Quijote, razonamiento tan traído y llevado en las polémicas literarias del siglo pasado, cuando los preceptistas de la escuela francesa trataban de escudarse con el mayor nombre literario de España, y los defensores de la gloriosa escena calderoniana no encontraban mejor escudo que lanzar sobre la frente del príncipe de nuestros ingenios la tacha de envidioso de los aplausos de Lope de Vega. Tales polémicas pasaron, y el interés que animaba a Nasarre, a Huerta o a Forner tiene para nosotros un valor meramente histórico. La cuestión es hoy otra, y Schack la ha visto bien clara. ¿Cómo se compadece el rigorismo clásico de Cervantes con la manifiesta infracción de las supuestas reglas [p. 276] clásicas, tal como la observamos en todas sus obras dramáticas sin excepción, lo mismo en la Numancia y en el Trato de Argel , que son de su juventud y anteriores a la aparición de Lope, que en las Ocho Comedias que imprimió cuando viejo? ¿O es que Cervantes enseñaba una cosa y practicaba otra? Sabido es que el bibliotecario Nasarre quiso salir del atolladero con el absurdo recurso de imaginar que Cervantes había hecho desarregladas sus comedias por parodiar intencionalmente el teatro de su tiempo. ¡Parodia ciertamente singular, y cuya gracia debía de estar muy escondida, puesto que solo la percibió el sutil olfato de Nasarre!

Para mí, como para el ilustre historiador alemán de nuestro Teatro, es cosa clara que se ha dado a las censuras del Quijote un alcance crítico mucho mayor del que tienen. Cervantes no se propuso reducir el Teatro español a la imitación de Plauto o de Terencio; en tal caso, sus propias comedias le hubieran parecido malas y desarregladas, y de fijo no se lo parecían, puesto que las coleccionó, protestando altamente del desdén de sus contemporáneos, que no se las habían querido ver representadas. En las doctrinas literarias de Cervantes hay que distinguir varios impulsos: primero, el respeto a una tradición literaria tenida por infalible, respeto más bien habitual y mecánico que nacido de propio convencimiento; segundo, el mal humor contra los poetas noveles que habían arrojado del teatro a sus predecesores naturales, a la escuela de Juan de la Cueva y de Virués, a la cual pertenecía Cervantes; tercero, el buen gusto ofendido por dislates evidentes, no tanto por la inobservancia de las unidades de lugar y de tiempo, como por la monstruosa confusión de tiempos y lugares que en el breve espacio de tres jornadas abarcaba una crónica entera; cuarto, la preocupación del fin moral del teatro. A esta luz se penetrarán bien las palabras de Cervantes, y podrá resolverse la singular antinomia que existe entre las razones y teorías estéticas del canónigo, y la especie de palinodia que canta Cervantes en su comedia de El Rufián dichoso. Comparemos ambos lugares, abreviando el primero, por ser tan conocido: «Las comedias que ahora se representan, así las imaginadas como las de historia, todas, o las más, son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, [p. 277] y las tiene y aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo; y los autores que las componen, dicen que así han de ser porque así las quiere el vulgo , [1] y no de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan en ayunas de entender su artificio...

»Habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, exemplo de las costumbres e imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, exemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos, que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? ¿Y qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en Africa, y, aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acabara en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo?

»Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlo-Magno, al mismo que en ella hace la persona principal, le atribuyan que fué el emperador Heraclio, que entró con la cruz en Jerusalén, y el que ganó la casa santa como Godofredo de Bullon, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto censurables?... ¿Pues qué si venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro!. Todo es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias y aun en oprobio de los ingenios españoles; porque los [p. 278] extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos».

¿Qué extranjeros eran éstos? ¿Los italianos, los franceses? ¿Quién había de preferir las comedias de Maquiavelo o del Ariosto, ni muchísimo menos los pedantescos engendros de Jodelle o de Garnier, a las maravillas de Lope y de Tirso? ¿Quién había de tener el derecho de llamar bárbaro a un teatro que se honraba ya, a la fecha en que Cervantes escribía, con obras tan intensamente dramáticas como Los Comendadores de Córdoba, Peribáñez, Fuente Ovejuna, El Cuerdo en su casa, El Duque de Viseo, El Villano en su rincón, y tantas otras? ¿Qué mayor injusticia y arbitrariedad que condenar todo ese desarrollo incomparable del genio español, llamándolo desdeñosamente conocidos disparates , y salvar como excepciones cinco o seis obras, precisamente de las más monstruosas o de las más insignificantes en medio de su corrección (la Isabela, la Alejandra, la Enemiga favorable, etc.)? Todo era falso aquí, hasta la afirmación de que los extranjeros despreciasen nuestro teatro, que, por el contrario, en Italia y en Francia era saqueado cada día.

Por lo mismo que algunos se obstinan en considerar el Quijote , no como la novela más digna de admiración entre cuantas ha producido el ingenio humano, sino como una especie de evangelio, en que todas las palabras encierran misterios esotéricos , conviene poner de manifiesto estos errores y estas arbitrariedades e injusticias de la crítica de Cervantes, y darle a él su tanto de culpa en la rencilla con Lope de Vega, a quien él probablemente atacó el primero, dando lugar a que uno de los discípulos del Fénix de los Ingenios, saliese a su desagravio con las feroces y villanas represalias del Quijote de Avellaneda.

Al fin de su comedia Pedro de Urdemalas , repitió Cervantes, poco más o menos, las mismas censuras:

           «Y verán que no acaba en casamiento,
       Cosa común y vista cien mil veces,
       Ni que parió la dama esta jornada,
       Y en otra tiene el niño ya sus barbas,
       Y es valiente y feroz, y mata y hiende,
       Y venga de sus padres cierta injuria,
       Y al fin viene a ser rey de cierto reino,
        [p. 279] Que no hay cosmografía que le muestre:
       De estas impertinencias y otras tales,
       Ofreció la comedia libre y suelta».

Con estos antecedentes, ¿cómo no admirarse de encontrar a Cervantes en su vejez alistado entre los partidarios de las innovaciones dramáticas? Y, sin embargo, el hecho no puede ser más evidente: léase el siguiente diálogo con que se abre la segunda jornada de El Rufián dichoso , y dígase si su doctrina no es idéntica a la que veremos expuesta por Juan de la Cueva, Lope y Ricardo del Turia. Hablan dos figuras alegóricas, la Curiosidad y la Comedia:

COMEDIA.         ¿Qué me quieres?
CURIOSIDAD .                                   Informarme
                               Qué es la causa porque dexas
                                De usar tus antiguos trajes,
                                Del coturno en las tragedias,
                                Del zueco en las manuales
                                Comedias, y de la toga
                                En las que son principales:
                                Cómo has reducido a tres
                                 Los cinco actos que sabes
                                Que en tiempo te componían
                                Ilustre, risueña y grave:
                                Ahora aquí representas,
                                Y al mismo tiempo en Flandes:
                                Truecas, sin discurso alguno,
                                Tiempos, teatros, lugares:
                                Véote y no te conozco...
 COMEDIA .          Los tiempos mudan las cosas
                              Y perfeccionan las artes.
       
                        Y añadir a lo inventado,
                                No es dificultad notable.
                                Buena fuí pasados tiempos,
                                Y en éstos, si los mirares,
                                 No soy mala, aunque desdigo
                                De aquellos preceptos graves
                                Que me dieron y dexaron
                                En sus obras admirables
                                 Séneca, Terencio y Plauto,
                                Y los griegos que tú sabes.
                              He dexado parte de ellos
                              Y he también guardado parte,
                              Porque lo quiere así el uso,
                                
[p. 280] Que no se sujete al arte.
                
                Ya represento mil cosas,
       
                         No en relación como antes,
       
                         Sino en hecho , y así es fuerza
                                Que haya de mudar lugares,
                                Que como acontecen ellas
                                 En muy diferentes partes,
                                 Voyme allí donde acontecen,
                                 Disculpa del disparate.
                                Ya la comedia es un mapa,
                                 Donde no un dedo distante,
                                  Verás a Londres y a Roma,
                                  A Valladolid y a Gante.
                                  Muy poco importa al oyente
                                 Que yo en un punto me pase
                                 Desde Alemania a Guinea
                                 Sin del teatro mudarme.
                                 El pensamiento es ligero,
                                 Bien pueden acompañarme».

Cervantes se ha respondido a sí mismo, y a la verdad con no malas razones. Ni es de admirar tal contradicción en artistas geniales, sujetos a los impulsos del momento, seres leves y alados, que obedecen a una fuerza incógnita y casi divina.

El mismo año de la publicación del Quijote , en 1605, salió a luz en Zaragoza el tomo de Discursos , epístolas y epigramas , [1] del acicalado versificador valenciano Micer Andrés Rey de Artieda, poéticamente Artemidoro, camarada de Cervantes en Lepanto y autor de una tragedia de Los Amantes de Teruel , que nos le muestra afiliado a la escuela de Virués y de Lupercio Leonardo. Era, por consiguiente, Artieda, del mismo modo que Cervantes, uno de los dramaturgos rezagados y vencidos, y, por tanto, uno de los descontentos contra Lope, contra Tárrega y Aguilar, que en su propia ciudad de Valencia le habían sustituído en el teatro. Inde irae. Así salieron volando de su aljaba los tercetos enherbolados de la Epístola al Marqués de Cuéllar sobre la Comedia: la mejor cosa que escribió en su vida:

           «Como las gotas que en verano llueven,
       Con el ardiente sol dando en el suelo,
        [p. 281] Se convierten en ranas y se mueven;
           Así al calor del gran señor de Delo,
       Se levantan del polvo poetillas,
       Con tanta habilidad que es un consuelo;
           Y es una de sus grandes maravillas
       El ver que una comedia escriba un triste,
       Que ayer sacó Minerva de mantillas.
           Y como en viento su invención consiste,
       En ocho días, y en menor espacio,
       Conforme su caudal, la adorna y viste.
           ¡Oh, cuán al vivo nos compara Horacio
       A los sueños frenéticos de enfermo,
       Lo que escribe en su triste cartapacio!
           Galeras vi una vez ir por el yermo,
       Y correr seis caballos por la posta,
       De la isla de Gozzo hasta Palermo,
           Poner dentro Vizcaya Famagosta,
       Y junto de los Alpes Persia y Media,
       Y Alemania pintar larga y angosta.
           Como estas cosas representa Heredia,
       A pedimento de un amigo suyo,
       Que en seis horas compone una comedia».

¿Quién si no Lope era capaz entonces de tal esfuerzo? A él iban derechos los tiros de Artieda. El resto de su epístola contiene los habituales preceptos clásicos, expresados en versos de elegantísima  contextura:

           «Es la comedia espejo de la vida,
       Su fin mostrar los vicios y virtudes,
       Para vivir con orden y medida.
           Remedio eficacísimo (no dudes)
       Para animar los varoniles pechos
       Y enfrenar las ardientes juventudes.
           Materia y forma son diversos hechos,
       Que guían a felices casamientos,
       Por caminos difíciles y estrechos:
           O, al contrario, placeres y contentos,
       Que pasan como rápido torrente,
       Y rematan en trágicos portentos.
       ...................................................
       Porque requiere habilidad perfeta.
           Para pintar conforme las edades
       El vicio y la virtud que predominan,
       Y inxerir las mentiras con verdades.
       Esto nos muestra al ojo Celestina,
   
    [p. 282] Digo el autor, que supo darle el punto
      Con tan süave espíritu y doctrina».

Con menos ahínco que los anteriores, porque no era poeta dramático, ni le movía hostilidad personal contra Lope, censuró Cascales en sus Tablas poéticas (1616) las infracciones a la unidad de tiempo: «Siendo esto así, ¿no os reís de nuestras comedias, que, entre otras, me acuerdo haver oydo una de San Amaro, que hizo un viaje al Paraíso, donde se estuvo doscientos años, y después, cuando volvió a cabo de dos siglos, hallaba otros lugares, otros trajes y costumbres? ¿Qué mayor disparate que esto? Otros hay que hacen una comedia de una crónica entera: yo la he visto de la pérdida de España y de la restauración de ella». Y de las comedias en que se mezclaban «pesadumbres, agravios, desagravios, bofetadas, desmentimientos, desafíos, cuchilladas y muertes», afirmó con resolución que no eran «tales comedias, ni sombra de ellas, sino unos hermaphroditos, unos monstruos de la poesía, porque ninguna de esas fábulas tiene materia cómica, aunque más acabe en alegría». «¿Pero tan faltos son de entendimiento los poetas en España (prosigue Cascales), que no acierten a hacer una buena comedia? Faltos de entendimiento, absit. Antes en caudal de entendimiento se aventajan a las demás naciones; pero los poetas extranjeros, digo los de algún nombre, estudian el arte poética, y saben por ella los preceptos y observaciones que se guardan en la épica, en la trágica, en la cómica, en la lyrica y en otras poesías menores».

A Bartolomé Leonardo de Argensola le cuentan algunos, con poco fundamento, entre los adversarios del drama nacional. Sus tendencias eran clásicas, pero ya hemos visto con qué amplitud. En lo poco que dice del teatro no desmiente esta tolerancia suya. Idolatra a Terencio, se lamenta del abandono de la tragedia:

           «Si hoy la escribes, de sabios admirado,
       Al sordo viento volarás, pospuesta
       La aclamación del popular senado»;

pero aplaude ciertas innovaciones (verbigracia, la disminución del número de los actos), y no le admira que el público encuentre secas las fábulas antiguas. Los preceptos que sobre esto da no pueden ser más racionales y sensatos:

           [p. 283] «Tras esto a musas cómicas te inclinas,
       Si bien las sequedades aborreces
       De las fábulas griegas y latinas.
           Y no lo extraño; pero muchas veces,
       En lo que yace desabrido y seco,
       Hallan que ponderar discretos jueces.
           Si el coturno trocares por el zueco,
       Tu invención fértil goza, que lucido
       Sin duda te saldrá, y alegre el trueco.
       ........................................................
       Que si ella, ya con risas, ya con lloros,
       Los afectos nos purga en el teatro,
           Si en lenguajes más claros que sonoros,
       Discurre bien la prosa en metro inserta,
       Si guarda a las figuras sus decoros,
           ¿Hallará alguna impropiedad la puerta
       Para descomponer lo que compones,
       O por abuso o por descuido abierta?»

Todo esto, mucho más parece apología que censura, y lo demás que Argensola añade, recomendando la verosimilitud y el decoro, condenando los soliloquios, que quiere sustituir con los confidentes (plaga más adelante de la tragedia francesa), y reprobando, no la mezcla de lo trágico y de lo cómico, sino el aplebeyar los ánimos gentiles , y el interrumpir con chistes inoportunos las situaciones trágicas,

       «Dejando un noble afecto escarnecido»,

son reglas de eterna verdad, que no arguyen en su autor fanatismo alguno de escuela. Ni de las unidades dice nada explícitamente; sólo aconseja que

           «El lugar, el tiempo, el modo
       Guarden su propiedad, porque una parte
       Que tuerza de esta ley destruye el todo».

Lope pagó al rector de Villahermosa las delicadas condescendencias de esta epístola llamándole, no una vez sola, el divino aragonés y el primero de cuantos en su tiempo hacían versos líricos en España, sin exceptuar a Góngora.

Pero toda la prodigalidad de elogios de Lope no bastaba a contentar ni a desarmar a ciertos ingenios morosos y displicentes, [p. 284] que, muy preciados de latinos e italianos, hacían rancho aparte, o más bien militaban por su cuenta y como aventureros sueltos y sin bandera conocida. De ellos era el najerano don Esteban Manuel de Villegas,

       «En versos cortos divino,
       Insufrible en los mayores»,

poeta anacreóntico, fácil y gracioso; pero insufrible personaje, lleno de petulancia y arrojo pueril, que le llevó hasta embestir con todos sus contemporáneos, representándose en forma de sol, que con su lumbre obscurece la de las estrellas menores. Villegas no se anduvo en rodeos ni contemplaciones: atacó a Lope por su nombre, en una sátira que él tuvo el absurdo de llamar elegía , dirigiéndola, además, a un mozo de mulas, raro personaje para departir con él de asuntos de arte y de poesía dramática. Villegas, a pesar de su gusto pedantesco y detestable, se creía imitador de los griegos, llamaba fábulas pías o remendadas a las tragicomedias; anunciaba con énfasis un arreglo del Hipólito de Eurípides, añadiendo ridículamente que la preñez de tal obra le costaba cien bujías , y dirigiéndose a su criado Bartolomé, exclamaba:

           «Que, si bien consideras, en Toledo
       Hubo sastre que pudo hacer comedias
       Y vencer de las musas el denuedo:
           Mozo de mulas eres: haz tragedias,
       Y el hilo de una historia desentraña.
       ........................................................................
           Guisa, como quisieres la maraña,
       Transforma los guerreros en doncellas;
       Que tú serás el cómico de España.
       ........................................................................
           Fábulas compusieron Plauto y Enio,
       Que ya para Castilla son escoria.
       ........................................................................
           Más vale ver a Ursón [1] hecho Silvano,
       Que llama a la mujer animal bello,
       Que cuanto fiscaliza Quintiliano.
           Poeta soy también, y estimo el sello
       Más que un oydor reciente su garnacha,
        [p. 285] Pero por Plauto no daré un cabello.
           Miro que su oración toda se agacha,
       No cual la tuya ¡oh Lope! que alza cresta
       Hasta tocar del sol la ardiente hacha.
           ¿Pues qué si tu Rosaura en la floresta
       Juega el venablo, y bate los hijares
       Del valiente bridón que la molesta?
           Allí sí que es gran vicio que repares,
       Y más si su perífrasis ensarta
       Rubíes y margaritas a millares.
           A mí máteme aquel aparta, aparta,
       
Y no la sumisión de Davo a Cremes. [1]
        ........................................................................

Lo que en Villegas era infantil arrogancia, convertíase en torcedor continuo y pesar del bien ajeno en un antiguo amigo del Tasso (que hacía sonetos en su elogio, sin infundirle su inspiración con ellos), poeta zafrense, muy correcto y muy arreglado, pero seco como un esparto y duro como un plomo. Llamábase el tal Cristóbal de Mesa, y como traductor de Virgilio, y autor nada menos que de tres epopeyas, se dolía amargamente de que nadie las comprase ni leyese; y, haciendo de la necesidad virtud desdeñosa, se jactaba de escribir tan sólo «para los que en Italia sienten bien de ello, y para los que en España tienen entera noticia de la Poética del Philosopho». Parecíale «oficio mecánico el de los que venden tantas comedias, introduciendo en ellas reyes, y en las tragedias personas vulgares»; dolíase de que los poetas cómicos encontrasen premio, mientras yacían sin él el trágico, el lírico y el épico (él creía de buena fe ser las tres cosas juntas); y encarándose en una sátira con Lope, decíale con estómago mal contento:

           «Dichoso entre ellos todos, tú que solo
       Has hecho tanta copia de comedias,
       Que te dan fama en uno y otro polo.
           Si tu necesidad así remedias;
       Contribuya la cómica canalla
       Para calzas y sayo, capa y medias.
       ........................................................................
           [p. 286] Aquesto da el doblón y la corona,
       E cuartillo, y el cuarto, y el ochavo,
       Y no el sagrado monte de Helicona.
       ........................................................................
           ¡Oh venturoso un español Terencio,
       Que el español favor se lleva todo!
       ........................................................................

Cristóbal de Mesa prefería el teatro anterior a Lope:

           «Y vosotros, Naharro y Castillejo,
       Que jamás escribís razón perdida».

La misma ausencia de razones estéticas que en Cristóbal de Mesa, pero compensada con grandísimo donaire, que no pierde palabra en que no ponga alusión maligna y de doble sentido, se advierte en los diálogos de la singular miscelánea que con el rótulo de El Pasajero dió a luz, en 1617, el Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa. [1]

Quien busque noticias de apacible curiosidad, sátiras tan crueles como ingeniosas, gran repertorio de frases venenosas y felices, rasgos incomparables de costumbres, lea El Pasajero , en el cual, sin embargo, lo más interesante de estudiar que yo encuentro es el carácter mismo del autor, público maldiciente, envidioso universal de los aplausos ajenos, tipo de misántropo y excéntrico, que se destaca del cuadro de la literatura del siglo XVII, tan alegre, tan confiada y tan simpática. Tal hombre era una monstruosidad moral de aquellas que ni el ingenio redime. Le tuvo, y grande, juntamente con un conocimiento profundo de nuestra lengua; pero lo odioso de su condición, y el mismo deseo de mostrarse solapado y agudo con mengua de la claridad y del deleite, condenaron sus escritos al olvido, perdiendo él, en honra propia, lo que a tantos buenos había quitado.

El Dr. Cristóbal Suárez se proponía escribir una Poética castellana, y en varias partes la anuncia; pero entretanto fué esparciendo sus preceptos por los alivios segundo y tercero de su Pasajero , [p. 287] asiendo la ocasión por el copete para herir por ambos filos, y sin distinción, a todos sus contemporáneos. Quédese para los doctos investigadores de nuestra historia literaria el poner en su punto cada una de estas embozadas detracciones, como ya comenzó a hacerlo el señor don Luis Fernández-Guerra, en su bellísimo libro de Alarcón. A nosotros bástenos escribir el nombre de Figueroa entre los contradictores de Lope. «Plauto y Terencio (leemos en El Pasajero) fueran, si vivieran hoy, la burla de los teatros, el escarnio de la plebe, por haber introducido, quien presume saber más, cierto género de farsa menos culta que gananciosa... Ahora consta la comedia de cierta Miscelánea, donde se halla de todo. Graceja el lacayo con el señor, teniendo por donaire la desvergüenza. Piérdese el respeto a la honestidad, y rómpanse las leyes de buenas costumbres. Como cuestan tan poco estudio hazen muchos muchas, sobrando siempre ánimo para más a los tímidos. Todo charla, paja todo, sin nervio, sin ciencia ni erudición... Casi todas las comedias que se representan en nuestros teatros son hechas contra razón, contra naturaleza, contra arte». [1]

Ingenio estoico, cejijunto y severo, gran senequista, y muy semejante al Dr. Suárez de Figueroa en lo mal humorado y en la fuerza sentenciosa del estilo, fué el portugués Antonio Lopez de Vega, autor de una serie de ensayos filosóficos que se imprimieron con el título de Heráclito y Demócrito de nuestro siglo , [2] y son uno [p. 288] de los postreros destellos de nuestra buena prosa. Diez de estos ensayos o diálogos, versan sobre las letras, ofreciendo amarguísima censura de gramáticos y críticos, de poetas, de historiadores, de filósofos naturales, de jurisconsultos, de políticos y de matemáticos. Con los dramaturgos anda muy duro; pero aunque condena la mezcla de lo trágico y lo cómico y la confusión de los géneros, no muestra tanto rigor en la observancia de las unidades. «Hierven nuestras calles en malos poetas (escribe). El cómico se confunde con el trágico, y se calza juntos el coturno y el zueco: llora y ríe en una misma ocasión. A un mismo punto es patricio y es plebeyo. Hace sentir y hablar los Reyes como los ínfimos del pueblo, y los ínfimos del pueblo tal vez como los Reyes... ¡Como si el escribir a rienda suelta de albedrío, sin obligarse a ley alguna, siguiendo sólo por norte el capricho propio, mereciera alabanza y fuera obra de grande ingenio, o como si el mayor artificio no fuera más agradable a todos, y se pudiera negar ser más artificioso el proseguir un argumento ingeniosa y apaciblemente, dentro de un mismo género, desde el principio hasta el fin, observando sus particulares preceptos, sin deslizarse al distrito ajeno! Siga cada especie de comedia su rumbo particular, y no se pase al de las otras, ni al de la tragedia, en que hay mayor desproporción... Sea festiva la comedia, triste y perturbada siempre la tragedia. Esto, ¿por qué lo ha de alterar ninguna edad? No digo que se guarden con superstición las antiguas reglas ; que algo se ha de permitir al gusto diverso del siglo diferente. No que se ponga cuidado en aquellas antiguas menudencias, cuya falta (según el uso moderno ha observado), ni ofende la buena disposición, ni lo sustancial de la fábula: que no viene hoy a importar se altere el numero de los actos; no que el caso se finja sucedido en uno o más días ; no que en una misma escena concurran hablando más de cuatro, por más que Horacio lo repugne. Ni la división, finalmente, de los demás accidentes semejantes. Pero que cada poema, en lo esencial, se escriba según sus particulares leyes, distinto y no confuso con el otro,¿a qué ingenioso y a qué cuerdo puede dexar de parecer bien? Y qué ofensa puede resultar del hazerlo así al gusto del indocto?... Y cuando por delectación se conceda en la tragedia algo jocoso, ¿ofenderá que sea por episodio, y no entre las personas principales destinadas a la conmiseración, ni en las ocasiones della? ¿Será [p. 289] molesto y mal recibido que la maraña de la comedia se texa de pasos graciosos, o por lo menos alegres? ¿Que su perturbación no llegue a sangre ni a pena que pida la compasión trágica? ¿Qué costumbre moderna puede disculpar los monstruos, inverisimilitudes y desatinos que cada día nos hazen tragar los más de nuestros cómicos?... Forman algunos la maraña de casos y accidentes inverisímiles, pareciéndoles, si se lo notamos, que satisfazen con que al examen de la naturaleza se hallan posibles, sin acabar de reconocer esta diferencia entre la posibilidad y la verisimilitud, ni queriendo persuadirse a que no todo lo posible es verisímil, teniendo lo primero tan anchos términos cuanto es lo que cabe en el poder de la Naturaleza o del Arte, y no siendo más lo segundo que lo que de ordinario suele suceder, si no lo mismo individualmente, lo que parezca de aquella casta... Otros se arriman a historias graves, y les levantan mil testimonios, alterándolas en lo principal del caso que eligen, [1] como si aquella licencia del mentir se la hubieran dado sin límite, y no con precepto de que no pase de aquello en que la Historia no habla y pudo ser contingente, esto es, en los casos o sucesos accesorios a los principales, o en las circunstancias menos importantes destos..., resultando destas limitaciones el no quedar la fábula inverisímil, pues lo será todas las veces que, hablando de sucesos escritos, contradixere en lo principal (de que se tiene más noticia y más memoria) a lo comúnmente recibido».

Error sería creer que estas rígidas censuras, ni otras muchas [2] [p. 290] que pudiéramos citar, y que sin género de duda son preludio de la crítica del siglo XVIII, la cual no hizo más que repetirlas y glosarlas de mil modos, llegasen a quebrantar ni en poco ni en mucho la robustez de la escuela de Lope, sostenida por su propia grandeza, [p. 291] por el espíritu nacional que la informaba, por el despilfarro de fecundidad y de invención, por los tesoros de lengua y de armonía que a manos llenas derramaba, y sobre todo, por la pintura fiel, aunque embellecida, de las costumbres de su tiempo. El aplauso popular daba la razón a los poetas contra los críticos; pero como si esto no fuese bastante, los mismos poetas hacían alarde de una poética suya propia, capaz de hacer polvo las presuntuosas observaciones de los críticos. ¡Y cosa singular, y muy poco meditada! Esta poética no se presentaba generalmente como bandera de motín contra la autoridad de Aristóteles, que entonces pasaba casi por infalible en todos los campos de la ciencia humana, sino que, reconociendo por leyes de incontestable certidumbre y precisa observación los aforismos de su Poética, aspiraba a interpretarlos en un sentido naturalista y moderno, que viene a darse la mano con el que hoy impera en la crítica, pasados y vencidos los extravíos del falso clasicismo y del idealismo [p. 292] romántico. Es indudable que Tirso, Barreda, Caramuel, Alfonso Sánchez, tenían más cabal inteligencia de los dogmas aristotélicos que la que alcanzó nunca la escuela de Boileau o la de Luzán, y que precisamente por eso enseñaban y practicaban la imitación de la vida real y de las costumbres nacionales, del modo que lo vemos en los dramas de los poetas y en las apologías de los críticos. No fueron solos el sentido patriótico y la inspiración casi divina los que salvaron al Teatro español de la oposición crítica suscitada por sus enemigos. Fué también su propia Poética, profesada con razonable obsequio y defendida con argumentos no vulgares, y a veces de grandísimo alcance estético ¿Qué acierto de Cascales o de González de Salas equivale a la noble bizarría con que Tirso, adelantándose en dos siglos a Manzoni, echa abajo la ley de las unidades, sustituyendo al principio de la verosimilitud material, invocado por los seudo clásicos, el de la verosimilitud moral, conculcada en la mayor parte de las tragedias francesas, comenzando por El Cid?

Cierto que no en todos los apologistas de nuestro teatro se admiran tan singulares adivinaciones de genio como en el insigne mercenario. Muchos, siguiendo los vestigios de Juan de la Cueva en el Exemplar Poético, limitaron su defensa a decir que el tiempo modificaba las artes juntamente con las costumbres, y que lo que fué bueno y digno de aplauso en Grecia o en Roma, podía no serlo en España. Esta apología no era muy filosófica, ni penetraba mucho en el fondo de la cuestión, teniendo además el inconveniente de dar al arte un carácter histórico y relativo, y de negar el fundamento superior y racional de la legislación poética; pero Juan de la Cueva no era hombre para remontarse a las causas de nada, y bastante hacía, enfrente de la intolerancia dogmática que le acusaba de primer corruptor del teatro, con no humillarse ni entonar el Confiteor, como Lope de Vega, sino salir con franqueza a la defensa de lo mismo que practicaba:

           «Dirás que ni lo quieres ni deseas,
       Que no son las comedias que hoy hacemos
       Con las que te entretienes y recreas;
           Que ni a Ennio ni a Plauto conocemos,
       Ni seguimos su modo y artificio,
       Ni de Nevio ni de Accio caso hacemos».
           [p. 293] Que es en nosotros un perpetuo vicio
       Jamás en ellas observar las leyes,
       Ni en personas, ni en tiempos, ni en oficios:
           Que en cualquier popular comedia hay reyes
       Y entre los reyes el sayal grosero
       Con la misma igualdad que entre los bueyes.
           A mí me culpan de que fuí el primero
       Que reyes y deidades di al tablado,
       De las comedias traspasando el fuero:
           Que el un acto de cinco le he quitado,
       Que reducí los actos en jornadas,
       Cual vemos que es en nuestro tiempo usado.
           Si no te da cansancio y desagradas
       De esto, oye cuál es el fundamento
       De ser las leyes cómicas mudadas:
           Y no atribuyas este mudamiento
       A que faltó en España ingenio y sabios
       Que prosiguieran el antiguo intento.
       ........................................................................
           Confesarás que fué cansada cosa
       Cualquier comedia de la edad pasada
       Menos trabada y menos ingeniosa.
           Señala tú la más aventajada,
       Y no perdones griegos y latinos.
       ........................................................................
            No trato yo de sus autores, dinos
       De perpetua alabanza, que éstos fueron
       Estimados con títulos divinos:
           Ni trato de las cosas que dijeron
       Tan fecundas y llenas de excelencia.
       ........................................................................
           Mas la invención, la gracia y traza es propia
       A la ingeniosa fábula de España,
       No, cual dicen sus émulos, impropia.
           Scenas y actos suple la maraña
       Tan intrincada y la soltura della,
       Inimitable de ninguna extraña.
       ........................................................................
           Introdujimos otras novedades,
       De los antiguos alterando el uso,
       Conformes a este tiempo y calidades.
           Salimos de aquel término confuso,
       De aquel caos indigesto a que obligaba
       El primero que en práctica las puso.
           Huímos la observancia que forzaba
       A tratar tantas cosas diferentes
        [p. 294] En término de un día que se daba.
       ........................................................................
           Tuvo fin esto, y como siempre fuesen
       Los ingenios creciendo y mejorando
       Las artes, y las cosas se extendiesen,
           Fueron las de aquel tiempo desechando,
       Eligiendo las propias y decentes
       Que fuesen más al nuestro conformando.
       ........................................................................
           Considera las varias opiniones,
        Los tiempos, las costumbres, que nos hacen
       Mudar y variar operaciones».

La escasa cultura de Juan de la Cueva, así como redujo sus comedias a embriones bárbaros y groseros, así le impidió fecundizar esta idea del progreso en el arte y reducirla a sus justos límites. En la crítica, como en la poesía, tuvo intenciones, atisbos y vislumbres mucho más que concepciones enteras. Manchando la tabla a prisa, no acertó a ser del todo ni poeta erudito, ni poeta popular; y como no dejó obra perfecta, sufrió la suerte de todos los iniciadores a medias, siendo olvidado y atropellado el día del triunfo por los mismos a quienes había franqueado el camino.

El Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, tan traído y llevado por los críticos, hasta el extremo de haberse convertido algunos de sus versos en proverbios, ha parecido a muchos una especie de enigma o acertijo, siendo, como es, su sentido claro y llano para todo el que no le considere aisladamente, sino poniéndole en relación con las demás obras de su autor y con el sentido estético que predomina en ellas. En Lope hay dos hombres: el gran poeta español y popular, y el poeta artístico, educado, como todos sus contemporáneos, con la tradición latina e italiana. Estas dos mitades de su ser se armonizan cuando pueden, pero generalmente andan discordes, y, según las ocasiones, triunfa la una o triunfa la otra. Con su alma de poeta nacional, Lope tiene conciencia más o menos clara de la grandeza de su obra, y la lleva a término sin desfallecer un solo día. Pero al mismo tiempo se acuerda de que le enseñaron, cuando muchacho, ciertos libros llamados Poéticas, en los cuales, con autoridades mejor o peor entendidas del Estagirita y del Venusino, se reprobaban la mezcla de lo trágico y lo cómico, y el abandono de las unidades. De aquí contradicción y aflicción en su espíritu. De aquí la duda que alguna vez asalta [p. 295] a todo artista de los que tiran por sendas nuevas y contrarias a la doctrina oficial de su tiempo, aun siendo grande su arrogancia: «¿Estaré yo equivocado? ¿Serán bárbaros y monstruosos los partos de mi ingenio? Si los doctos los reprueban, ¿puede satisfacer me el aplauso del vulgo?.

Hay mucho de infantil en el poeta. Sobre el mismo que en la práctica audazmente rompe las cadenas de la antigua preceptiva, suelen pesar enormemente el prestigio y la reverencia de mil trivialidades de gramáticos y retóricos. Tal era la situación de Lope, lidiando en él, por una parte, la enseñanza que del exterior había recibido, y de cuya validez no había dudado nunca; por otra el demonio interior que le llevaba a producir un arte nuevo. Y así, unas veces hacía gala de menospreciar su teatro, declarando que «las comedias eran flores del campo de su vega que sin cultura nacían»; pero que «él tenía ingenio y letras para más, como lo mostraban los libros suyos que corrían por Italia y Francia, [1] es decir, sus obras líricas y épicas, lo que la posteridad estima menos. Y otras veces, por el contrario, anunciaba el advenimiento de una poética invisible, que se ha de sacar ahora de los libros vulgares. [2] Pero llegado a formular esta Poética, avergonzábase de aparecer como un ignorante y un bárbaro ante los italianos o ante los cultísimos ingenios que componían la Academia Matritense, y escribía a Juan Bautista Marini [3] que «en España no se guarda el arte, no por ignorancia, pues sus primeros inventores Rueda y Naharro le guardaban, que apenas ha ochenta años que pasaron, sino por seguir el estilo mal introducido de los que les sucedieron. [4] Y en el Arte nuevo de hacer comedias, lamentable palinodia que apenas es menester citar porque vive en la memoria de [p. 296] todos, llama bárbaro de mil modos al pueblo que, teniendo razón contra él, se obstinaba en aplaudirle, y se llama bárbaro a sí mismo, y hace como que se ruboriza de sus triunfos por contemplación a los doctos «refinados y discretos» y se disculpa con la dura ley de la necesidad, como si hubiese prostituído el arte a los caprichos del vulgo; y hace alardes pedantescos de tener en la uña la poética de Aristóteles y sus comentadores... ¡Triste y lastimoso espectáculo en el mayor poeta que España ha producido.! ¡Cuánto le cuesta al verdadero genio hacerse perdonar su gloria!

           «Que lo que a mí me daña en esta parte,
       Es haberlas escrito sin el arte.
       
    No porque yo ignorase los preceptos,
       
Gracias a Dios, que ya tirón gramático
       Pasé los libros que trataban desto...
       Mas porque al fin hallé que las comedias
       Estaban en España en aquel tiempo,
       No como sus primeros inventores
       Pensaron que en el mundo se escribieran;
       Mas como las trataron muchos bárbaros
       
Que enseñaron al vulgo a sus rudezas,
       
Y así se introduxeron, de tal modo,
       Que quien con arte ahora las escribe,
       Muere sin fama y galardón...
           Verdad es que yo he escrito algunas veces,
       Siguiendo el arte que conocen pocos;
       Mas luego que salir por otra parte
       Veo los monstruos de apariencias llenos,
       Adonde acude el vulgo y las mujeres,
       Que este triste ejercicio canonizan,
       A aquel hábito bárbaro me vuelvo,
       Y cuando he de escribir una comedia,
       Saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
       Para que voces no me den, que suele
       Dar gritos la verdad en libros mudos.
       Y escribo por el arte que inventaron
       Los que el vulgar aplauso pretendieron,
       Porque, como las paga el vulgo, es justo
       Hablarle en necio para darle gusto.
       ........................................................................
           Porque veáis que me pedís que escriba
       Arte de hacer comedias en España,
       Donde cuanto se escribe es contra el Arte.
        
Y que decir cómo serán ahora
       Contra el antiguo que en razón se funda,
        [p. 297] Es pedir parecer a mi experiencia,
       No al arte, porque el arte verdad dice,
       Que el ignorante vulgo contradice.
       ........................................................................
           Mas ninguno de todos llamar puedo
        Más bárbaro que yo, pues contra el Arte
       Me atrevo a dar preceptos, y me dexo
       Llevar de la vulgar corriente adonde
       Me llamen ignorante Italia y Francia».
       ........................................................................

Todo esto esmaltado con muchas citas de Marco Tulio, Elio Donato, Robortelo, Julio Pólux, Manetti, Plutarco, Atheneo, Xenophonte, Valerio Máximo, Pedro Crinito, Vitrubio: erudición de poliantea, con la cual se escudaba el gran poeta para probar que él también había aprendido humanidades y sabía hacer arte clásico cuando quería. Considerado como poética dramática, el Arte Nuevo es superficial y diminuto, ambiguo y contradictorio, fluctuando siempre entre la legislación peripatética y las prácticas introducidas en el teatro. Lope admite, como todos, que la comedia es imitación de las acciones de los hombres y de las costumbres de su siglo; recomienda la unidad de acción, la pureza de estilo, el hábil encadenamiento de las escenas, el decoro de los personajes, la propiedad de los vestidos y aparato, la conformidad de los metros con las situaciones, el disimulo en la sátira, huyendo de la libertad de la comedia antigua o aristofánica, y, finalmente, reprende las fábulas episódicas. Las novedades consisten en mezclar los elementos trágicos y cómicos, las acciones humildes y plebeyas, las reales y altas, a Terencio con Séneca, aunque resulte un minotauro,

           «(Buen ejemplo nos da Naturaleza,
       Que por tal variedad tiene belleza)»,

y echar abajo la unidad de tiempo (la de lugar no se había inventado aun, ni la traen las Poéticas del siglo XVI), si bien aconseja que la acción pase en el menos tiempo posible,

       «Si no es cuando el poeta escribe historia
       En que hayan de pasar algunos años,
       Que éstos podrá poner en las distancias
       De los dos actos...........................
       Porque, considerando que la cólera
        [p. 298] De un español sentado no se templa
       Si no le representan en dos horas
       Hasta el final juicio desde el Génesis,
       Yo hallo que si allí se ha de dar gusto,
       Con lo que se consigue es lo rnás justo».

A estos preceptos añade uno muy singular en un poeta tan facilísimo; es, a saber, escribir la comedia primero en prosa y luego en verso: lo cual no sabemos que él practicase, ni lo observamos en ninguno de sus manuscritos originales, con ser tantos los que nos quedan. Y aun me inclino a creer que en esto se dejó llevar, sin conciencia propia, por la autoridad de la Poética del Obispo Jerónimo Vida, que así lo recomienda:

       Quin etiam prius effigiem formare solutis,
       
Totiusque operis simulachrum fingere verbis,
       Proderit, atque omnes ex ordine nectere partes,
       Et seriem rerum, et certos tibi ponere fines,
       Per quos tuta regens vestigia tendere pergas». [1]

El principio más fundamental del Arte Nuevo de Lope es, sin duda, la importancia concedida al sentimiento del honor, una de las máquinas principales, aunque no la única (como algunos creen), del Teatro español;

           «Los casos de la honra son mejores,
       Porque mueven con fuerza a toda gente.
       ........................................................................

Lope concluye, como avergonzado de sus condescendencias con la opinión crítica de los humanistas, diciendo que sustenta lo que escribió

           «Porque a veces lo que es contra lo justo,
       Por la misma razón deleita el gusto».

No ha de tomarse el Arte Nuevo como cifra y resumen de la Poética de Lope. La nota que va al pie [2] mostrará cuánta es la [p. 299] variedad y riqueza de doctrinas literarias esparcidas en sus múltiples obras, y eso que yo no pretendo haberlas apurado todas. Lo importante de notar aquí es el arrojo con que Lope, a medida que avanzaban los años, y con ellos crecía su gloria y la confianza [p. 300] en su ingenio, modificó la posición crítica tan humilde y abatida que había tomado en 1609; llegando a calificar de impertinentes (en el prólogo de La Dorotea) las pretendidas reglas de la fábula dramática, sustituyéndolas con un solo principio, el de la verdad [p. 301] humana, defendiendo la prosa para el drama realista, y jactándose, en el prólogo de El castigo sin venganza, de haber escrito esta asombrosa tragedia al «estilo español, no por la antigüedad griega y severidad latina, huyendo de las sombras, nuncios y coros, [p. 302] porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres». En estas bizarrías reconozco al gran poeta popular, para quien los romances eran capaces de todo argumento épico, y nunca convendré con los críticos de reata que, por pereza de leer sus obras innumerables, dan por fórmula definitiva de la Poética de Lope el Arte nuevo de hacer comedias. En la Égloga a Claudio, obra también de su vejez, se acusaba todavía, es verdad, más por razones éticas que estéticas, de haber solicitado la risa del vulgo vil, ocupándose siempre en fábulas de amores y manchando la tabla a prisa; pero en vez de declararse corruptor del teatro exclamaba con justa y legítima vanagloria, que las comedías le debían el principio de su arte aunque este arte no se ajustase a los rigores de Terencio:

       «Pintar las iras del armado Achiles,
       Guardar a los palacios el decoro,
       ........................................................................
        [p. 303] La furia del amante sin consejo,
       La hermosa dama, el sentencioso viejo.
       ........................................................................
       Describir el villano al fuego atento...
       ¿A quién se debe, Claudio?...»

En honor de los discípulos de Lope, debe consignarse que ninguno de ellos tomó por lo serio las retractaciones contenidas en el Arte Nuevo, ni quiso creer que fuesen sinceras, ni adoptó semejante modo de defensa, ni se allanó a convenir en que la comedia española fuese un género bárbaro, sino que emprendieron en toda forma la vindicación crítica de su maestro, atribuyendo a modestia excesiva suya las explicaciones que había dado ante la Academia de Madrid. En este punto la prueba decisiva es un libro rarísimo, y visto de muy pocos, que lleva el título de Expostulatio Spongiae. Un dómine, o preceptor de latinidad, llamado Pedro de Torres Rámila, había impreso contra la persona y los escritos de Lope de Vega una diatriba tan feroz y virulenta, que el autor injuriado y sus amigos se dieron prisa a recoger y destruir todos los ejemplares. [1] Pero, no contentos con este desagravio, [p. 304] quisieron tomar solemne y cruelísima venganza, y, reuniéndose todos, escribieron, con el título de Expostulatio Spongiae, un libelo monstruoso, que hicieron imprimir en Francia (1618), o clandestinamente en España con pie de imprenta francesa. El principal [p. 305] autor de esta obra fué don Francisco López de Aguilar, el fidus Achates de Lope, y la mayor parte de ella se reduce a un tejido de improperios personales contra el pobre Torres Rámila, que pagó su agresión con las setenas. Pero al fin de la Expostulatio se encuentra una disertación del maestro Alfonso Sánchez, catedrático de hebreo en Alcalá, el cual emprende legitimar con todo aparato dialéctico las libertades del Teatro español, probando de paso la superioridad de Lope de Vega sobre todos los poetas antiguos. La apología del maestro Sánchez se comprendía en seis proposiciones: 1.ª Las artes tienen su fundamento en la naturaleza. 2.ª Es lícito al varón docto y prudente alterar muchas cosas en las artes ya formadas. 3.ª La naturaleza no debe observar la ley, sino darla. 4.ª Es cosa bien hecha en Lope el crear arte nuevo. 5.ª En sus escritos, todas las cosas están ajustadas al arte, y él mismo es el arte vivo. 6.ª Lope ha superado a todos los antiguos poetas. Compendiaremos la curiosísima argumentación del orientalista complutense, el mayor revolucionario artístico que vió España en el siglo XVII dentro de los principios de la escuela naturalista .

«La naturaleza da leyes, no las recibe. Con la experiencia y el raciocinio fueron los hombres inventando poco a poco las artes, y las dejaron imperfectas y rudas, para que otros después las perfeccionasen, porque sería grandemente pernicioso que las artes [p. 306] se mantuviesen siempre en el mismo estado. Si es cierto, como dejó escrito Aristóteles, que el arte imita a la naturaleza, el mayor artífice será el que más se acerque a la naturaleza misma. Si en las artes mecánicas es lícito, y cada día lo vemos, añadir nuevas cosas a lo inventado, ¿por qué no hemos de hacer lo mismo en las artes y en las ciencias? ¿No se separó Aristóteles de su maestro Platón? No nos hizo Dios a los españoles de otra materia distinta que el resto de los mortales... También somos hombres, también somos ciudadanos romanos, y reclamamos los mismos derechos que tuvo Horacio. ¿Se dirá por esto que no tenemos arte infalible a la cual ajustar nuestros preceptos? ¿Y quién ha de dudarlo? Tenemos arte, tenemos preceptos que nos obligan, y el precepto principal es imitar a la naturaleza, porque las obras de los poetas expresan la naturaleza, las costumbres y el ingenio del siglo en que se escribieron. Sólo por su modestia no quiere arrogarse Lope el título de creador de un arte nuevo, aunque haya podido formular preceptos con la misma autoridad que Horacio. Pero yo no vacilo en darle lo que la naturaleza le concedió. Él se excusa con haber proseguido el modo de escribir comedias que encontró autorizado en su patria, separándose del ejemplo de los antiguos. Pero a ti, gran Lope, ¿qué te importa la comedia antigua, puesto que tú solo has dado a nuestro siglo mejores comedias que todas las de Menandro y Aristófanes? Muchas cosas has hecho fuera de las leyes de los antiguos poetas, pero no contra esas leyes. Tiene su precio la antigüedad porque fué primero, y la lejanía engendra veneración. Pero conserven ellos su gloria; a ti te la dan inmortal los siglos presentes, y te la darán los futuros. Escrito dejó Cicerón que el buen orador es el que agrada a la multitud. Consúltala, pues; nadie discrepa; todos a una voz dicen que lo que hace Lope es lo mejor, y que debe ser tenido por ley y norma de todo poema. Ningún mortal alcanzó la gloria que tú. El oro, la plata, los manjares, las bebidas, cuanto sirve al uso humano, los elementos mismos, las cosa inanimadas, reciben el nombre de Lope cuando son excelentes. Tu pueblo te ha dado el cetro, y reinas con pleno derecho y soberanía sobre los poetas, como resplandece la luna entre los astros menores. Y así como al rey toca dar leyes, así tú, levantado sobre el derecho común de los poetas, debes ser la razón y norma de todo poema; y si en tus obras se encuentra algo que parezca [p. 307] contradecir a las leyes de la Poesía, debemos respetarlo en silencio, porque tú sabes la causa y nosotros la ignoramos; y al monarca pertenece dar leyes, y no recibirlas. Y de una cosa debes persuadirte: que con tus versos has alcanzado gloria mayor que en la que en los pasados siglos conquistó nadie, ni por las letras ni por las armas. Pudo Lope dar nuevos nombres, a las cosas ¿y no podrá inventar nuevo arte de poesía? Lo está pidiendo la naturaleza, lo piden las condiciones de nuestro siglo: lo piden, finalmente, las cosas mismas. Todos admiramos hoy las oraciones de Cicerón; pero si Cicerón viniese, y en la Universidad de Alcalá pronunciase cualquiera de sus oraciones, nos moriríamos de fastidio. Ya que la naturaleza aborrece lo antiguo y se va detrás de lo nuevo, sigamos a la naturaleza para no quedarnos atrás. Tres edades ha tenido nuestra poesía: la de Juan de Mena, la de Garcilasso, la de Lope...

«...Si Virgilio nos hubiese dejado reglas para el poema épico, ¿no las seguiríamos? Pues ¿por qué hemos de rechazar las que nos da Lope para el teatro? ¿Acaso tuvo el Lacio un ingenio igual al suyo? Yo me atrevo a proponer sus obras como dechado y regla que todos deben seguir. Lo que él ejecuta lo piden hoy la naturaleza, las costumbres, los ingenios; luego él escribe conforme al arte, por que sigue a la naturaleza. Por el contrario, si la comedia española se ajustase a las reglas y leyes de los antiguos, procedería contra la naturaleca y contra los fundamentos de la poesía. Parece que la naturaleza misma se expresa por la boca de nuestro poeta. De tal modo compone y adorna el cuerpo de sus poemas, que en nada discrepa de la simetría y de la hermosura. Entre los griegos encontramos algunos que le igualen en ciertas cualidades, pero ninguno en todas. Entre los latinos mucho menos... Lope es superior a toda envidia... Vive largo tiempo, ¡oh varón digno de perpetua alabanza entre las gentes celtibéricas! El coro de las musas te adore, y cuando pases de esta vida, vete a tomar asiento en el concilio de los dioses, junto al mismo Júpiter, entre aquellas dos diosas, Minerva y Venus, que perpetuamente te acompañan, y arrúllente los cantos de las Gracias, de las Musas y de las diosas. Y ahora, en tu triunfo, repitamos todos: Io Paean».

Al frente de una colección de poetas dramáticos de la escuela [p. 308] de Valencia, [1] colaboradores de Lope en la grande empresa de la creación del teatro nacional, se lee un Alopogético de las comedias españolas, interesante documento crítico, no tan original como el pomposo ditirambo que acabamos de trasladar, pero idéntico en las conclusiones. Va firmado este Apologético por Ricardo del Turia, seudónimo, según unos, de don Luis Ferrer y Cardona, teniente de gobernador de la ciudad de Valencia, y según otros, del ilustre jurisconsulto Pedro Juan de Rejaule y Toledo. Schack y Münch Bellinghausen sostienen la primera opinión: Barrera la segunda; controversia para nosotros de poca importancia. Del Apologético son notables los siguientes trozos, en que el autor contesta a las objeciones de Cascales y de Cervantes sin nombrarlos:

«Suelen los muy críticos Terenciarcas y Plautistas destos tiempos condenar generalmente todas las comedias que en España se hacen y representan, así por monstruosas en la invención y disposición, como impropias en la elocución, diciendo que la poesía cómica no permite introducción de personas graves, como son reyes, imperadores, monarcas y aun pontífices, ni menos el estilo adecuado a semejantes interlocutores..., haziendo mucho donayre de que introduzgan en las comedias un lacayo, comunicando con él altas razones de estado y secretos lances de amor, assí mesmo de ver los pastores tan entendidos, tan filósofos morales y naturales, como si toda su vida se hubieran criado a los pechos de las Universidades más famosas... Y añaden que si la comedia es un espejo de los sucesos de la vida humana, ¿cómo quieren que en la primer jornada o acto nazca uno, y en la segunda sea gallardo mancebo, y en la tercera experimentado viejo, si todo pasa en discurso de dos horas?»

Ricardo del Turia opina que todos estos reparos tienen fácil contestación dentro del arte clásico, y escudándose con ejemplos [p. 309] de la misma tragedia ateniense. «Bien pudiera yo responder... que ninguna comedia de cuantas se representan en España lo es, sino tragicomedia, que es un mixto formado de lo cómico y lo trágico, tomando déste las personas graves, la acción grande, el terror y la conmiseración, y de aquél el negocio particular, la risa y los donaires, y nadie tenga por impropiedad esta mixtura, pues no repugna a la naturaleza y al arte poético que en una misma fábula concurran personas graves y humildes. ¿Qué tragedia hubo jamás que no tuviesse más criados y otras personas de este jaez, que personajes de mucha gravedad? Pues si vemos al Oedipo de Sophocles, hallaremos aquella gallarda mezcla del rey Creonte y Tyresias con dos criados que eran pastores de ganado: y si echamos mano de la comedia de Aristóphanes, toparemos con la mixtura de hombres y dioses, ciudadanos y villanos, y hasta las bestias introduce, que hablan en sus fábulas. Pues si debaxo de un poema puro, como tragedia y comedia, vemos esta mezcla de personas graves con las que no lo son, ¿qué mucho que en el mixto como tragicomedia la hallemos?». [1]

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«Cuando por los españoles fuera inventado este poema, antes es digno de alabanza que de reprehensión, dando por constante una máxima..., y es que los que escriben es a fin de satisfacer el gusto para quien escriben, aunque echen de ver que no van conforme a las reglas que pide aquella compostura: y haze mal el que piensa que el dejar de seguillas nace de ignorallas... Supuesta esta verdad, pregunto: ¿qué hazaña sea más dificultosa? ¿La de aprender las reglas y leyes que amaron Plauto y Terencio, y, una vez sabidas, regirse siempre por ellas en sus comedias, o la de seguir cada quince días nuevos términos y preceptos? Pues es infalible que la naturaleza española pide en las comedias lo que en los trajes, que son nuevos usos cada día... Porque la cólera española está mejor con la pintura que con la historia: dígolo porque una tabla o lienzo de una vez ofrece cuanto tiene, y la historia se entrega al entendimiento o memoria con más dificultad, pues es al paso de los libros o capítulos en que el autor la distribuye, [p. 310] y assí, llevados de su naturaleza, querrían en una comedia, no solo ver el nacimiento prodigioso de un príncipe, pero las hazañas que prometió tan estrecho principio hasta ver el fin de sus días, si gozó de la gloria que sus heroycos hechos le prometieron. Y así mismo en aquel breve término de dos horas querrían ver sucesos cómicos, trágicos y tragicómicos (dejando lo que es meramente cómico para los entremeses que se usan agora).

«Pues si esto es assí, y estas comedias no se han de representar en Grecia ni en Italia, sino en España, y el gusto español es deste metal, ¿por qué ha de dexar el poeta de conseguir su fin, que es el aplauso..., por seguir las leyes de los pasados, tan ignorantes algunos que inventaron los prólogos y argumentos en las comedias no más de para declarar la traza y maraña dellas, que sin esta ayuda de costa, tan ayunos de entendellas se salían como entraban?» Luego cita las novedades tragicómicas, introducidas por Guarini en El Pastor Fido , especialmente el papel del Sátiro. [1]

Si el maestro Alonso Sánchez fundó en el naturalismo y en el principio de imitación la defensa de Lope; si Ricardo del Turia fué a buscar a la tragedia de Sófocles, a la comedia aristofánica y a la pastoral italiana ejemplos de la misma variedad de elementos [p. 311] humanos que en el drama español tachaban sus adversarios, Tirso de Molina (el único poeta español que puede ponerse al lado de Cervantes y de Lope, y muy cerca de Shakespeare) trituró la doctrina de las unidades con argumentos muy análogos a los que emplea Manzoni en su famosa carta al académico francés que había hecho la crítica de su Carmagnola. «La verosimilitud y el interés en los caracteres dramáticos, como en todas las partes de la poesía (decía Manzoni), se derivan de la verdad. Pues bien: esta verdad es cabalmente la base del sistema histórico , es decir, del que rechaza las unidades. Para probar que la persistencia de un personaje en un mismo designio contradice a la verosimilitud cuando se extiende más allá del término prescrito por las reglas, sería necesario probar que a ningún hombre le sucede aspirar a un fin lejano de más de veinticuatro horas en el tiempo, y de más de algunos centenares de pasos en el espacio; y para tener el derecho de sostener las unidades, sería preciso haber demostrado que el espíritu humano está constituido de tal modo, que se disgusta y se fatiga de verse obligado a seguir los propósitos de un hombre más alla de un solo lugar y de un solo día».

Tirso, en su raro libro de Los Cigarrales de Toledo [1] (que para vergüenza nuestra aguarda todavía una reimpresión íntegra), intercala entre las novelas, que son la mayor parte del tomo, tres comedias de las mejores suyas, una de ellas El Vergonzoso en Palacio. Finge que fué representada entre las recreaciones de un cigarral donde muchas damas y caballeros formaban una especie de Decamerone toledano (salvo no ser diez las jornadas), y nos describe el efecto que hizo en los espectadores y los varios pareceres que suscitó: «Entre los muchos desaciertos (dijo un presumido), el que me acaba la paciencia es ver cuán licenciosamente salió el poeta de los límites y leyes con que los primeros inventores de la comedia dieron ingenioso principio a este poema; pues siendo así que éste ha de ser una acción cuyo principio, medio y fin acaezca, a lo más largo, en veinticuatro horas, sin movernos [p. 312] de un lugar, nos ha encajado mes y medio, por lo menos, de sucesos amorosos: pues aun en este término parece imposible pudiese disponerse una dama ilustre y discreta a querer tan ciegamente a un pastor, hacerle su secretario, declararle por enigmas su voluntad, y, últimamente, arriesgar su fama a la arrojada determinación de un hombre tan humilde...» Iba a proseguir el malicioso arguyente, cuando, atajándole don Alejo, le respondió: «Poca razón habéis tenido, porque la comedia presente ha guardado las leyes de lo que ahora se usa, y, a mi parecer, el lugar que merecen las que ahora se representan en nuestra España, comparadas con las antiguas, les hace conocidas ventajas, aunque vayan contra el instituto primero de sus inventores. Porque si aquéllos establecieron que una comedia no representase sino la acción que moralmente se puede suceder en veinticuatro horas, ¿cuánto mayor inconveniente será que en tan breve tiempo un galán discreto se enamore de una dama cuerda, la solicite, regale y festeje, y que, sin pasarse siquiera un día, la obliga y disponga de suerte sus amores que, comenzando a pretenderla por la mañana, se case con ella a la noche? ¿ Qué lugar tiene para fundar celos, encarecer desesperaciones, consolarse con esperanzas y pintar los demás afectos y accidentes, sin los cuales el amor no es de ninguna estima? ¿Ni cómo se podrá preciar un amante de firme y leal si no pasan algunos días, meses, y aun años, en que se haga prueba de su constancia? Estos inconvenientes, mayores son en el juicio de cualquier mediano entendimiento que el que se sigue de que los oyentes, sin levantarse de un lugar, vean y oigan cosas sucedidas en muchos días; pues así como el que lee una historia en breves planas, sin pasar muchas horas, se informa de casos sucedidos en largos tiempos y distintos lugares , la comedia, que es una imagen y representación de su argumento, es fuerza que, cuando le toma de los sucesos de dos amantes, retrate al vivo lo que les pudo acaecer; y no siendo esto verosímil en un día, tiene obligación de fingir que pasan los necesarios para que tal acción sea perfecta ; que no en vano se llamó la poesía pintura viva, pues, imitando a la muerta, ésta, en el breve espacio de vara y media de lienzo, pinta lejos y distancias que persuaden a la vista lo que significan, y no es justo que se niegue a la pluma la licencia que conceden al pincel. Y si me argüís que a los primeros inventores debemos, los que profesamos sus facultades, guardar [p. 313] sus preceptos..., os respondo que, aunque a los tales se les debe la veneración de haber salido con la dificultad que tienen todas las cosas en sus principios, con todo eso es cierto que, añadiendo perfecciones a su invención (cosa, puesto que fácil, necesaria), es fuerza que, quedándose la sustancia en pie, se muden los accidentes, mejorándolos con la experiencia... Esta diferencia hay de la naturaleza al arte, que lo que aquélla desde su creación constituyó, no se puede variar, y así siempre el peral producirá peras, y la encina su grosero fruto, y con todo eso, la diversidad del terruño y la diferente influencia del cielo y clima a que están sujetos, los saca muchas veces de su misma especie, y casi constituye en otras diversas... ¿Qué mucho que la comedia varie las leyes de sus antepasados, e ingiera industriosamente lo trágico con lo cómico, sacando una mezcla apacible de estos dos encontrados poemas, y que, participando de entrambas, introduzca ya personajes graves como la una, y ya jocosas y ridículas como la otra? Además, que si el ser tan excelentes en Grecia Esquilo y Eurípides, como entre los latinos Séneca y Terencio, bastó para establecer las leyes tan defendidas de sus profesores, la excelencia de nuestra española Vega las hace tan conocidas ventajas en entrambas materias..., que la autoridad con que se les adelanta es suficiente para derogar sus estatutos. Y habiendo él puesto la comedia en la perfección y sutileza que agora tiene, basta para hacer escuela de por sí, y para que los que nos preciamos de sus discípulos nos tengamos por dichosos de tal maestro, y defendamos constantemente su doctrina contra quien con pasión la impugnare. Que si él en muchas partes de sus escritos dice que el no guardar el arte antiguo lo hace por conformarse con el gusto de la plebe..., dícelo por su natural modestia y porque no atribuya la malicia ignorante a arrogancia lo que es política perfección ; pero nosotros... es justo que a él, como reformador de la comedia nueva..., le estimemos».

Después de esta apología, la más brillante y nerviosa que conocemos de la antigua escena, ofrecen interés muy secundario la Urna Sacra de Pellicer, compuesta (y esto es lo más curioso) por un culterano a quien Lope había maltratado en el Laurel de Apolo ; el Fénix Mantuano de León Pinelo; las oraciones fúnebres pronunciadas en las exequias de Lope por los dos judaizantes Godínez y Cardoso; la comedia anónima Honras a Lope de Vega [p. 314] en el Parnaso, [1] y otra multitud de prosas y versos compuestos con ocasión de la muerte de Lope: de todo lo cual tejió fúnebre corona el Dr. Juan Pérez de Montalbán en su Fama Póstuma. [2] Todos, predicadores, poetas, españoles, italianos, lejos de aceptar la calificación de barbarie lanzada por Lope sobre su teatro, afirman unánimes que puso la última mano en el arte; que antes de él calzaba el teatro desaliñado zueco; que su exemplo y sus preceptos pulieron la rudeza común; que quien no sigue a Lope profana las leyes de la imitación, desviase de las de la naturaleza y desampara las del arte; y , finalmente, que siendo la poesía imitación en verso , lícito es buscar nuevas imitaciones de costumbres modernas. Puede decirse que la Fama Póstuma , impresa en 1636, representa el triunfo definitivo de la escuela española, así en la práctica como en la teoría. El teatro nacional no tenía ya impugnadores. Los más doctos humanistas, como Alonso Sánchez y Miguel Juan Bodí, se habían convertido en panegiristas de Lope. En Italia se imprimía un tomo entero de versos a su memoria, encabezado con una oración puesta en boca del napolitano Juan Bautista Marini, dictador literario que había sido en su patria y aun en la corte de Francia, hasta su muerte, acaecida en 1625, diez años antes que la de Lope. En este discurso, a vueltas de otros mil encarecidos elogios, llamábase a Lope el poeta de Europa, el ciudadano del mundo, el Colón de las Indias de la riqueza poética, y hacía su anónimo autor curiosísirna profesión de fe romántica y española en estos términos que literalmente traduzco, porque son la prueba más solemne de la difusión de nuestras doctrinas literarias en Europa y de la influencia que ejercieron en la poesía italiana del siglo XVII: [3] «Estimo que seria conveniente desengañar [p. 315] a los hombres (dice Marini hablando con Apolo) de que esto que llaman Arte no fué nunca ley tuya, sino invención de ingenios defectuosos y pobres, que no pudieron dejar ligados a su observancia a los ingenios superiores que les sucedieron, ni mucho menos incapacitados de añadir o disminuir algo a sus reglas... Verdadero arte de comedias es el que pone en el teatro lo que agrada a los oyentes: ésta es regla invencible de la naturaleza, y querer los que carecen de ingenio sustentar que una figura es bella porque tiene los lineamientos del rostro conformes al arte, si le falta aquel arte inexplicable. e invisible con que la naturaleza los liga, será querer sostener que la naturaleza es inferior a los que, reventando de críticos, fingen a su beneplácito el Arte».

Ni Schack, ni otro alguno de los historiadores de nuestro Teatro, han hecho mérito de una ingeniosísima apología de nuestro sistema dramático perdida en un libro donde, por su título, nadie ciertamente iría a buscarla. Un don Francisco de la Barreda, escritor montañés bastante oscuro, pero muy digno de memoria como se verá, imprimió en 1622 una elegante traducción del Panegírico de Plinio a Trajano , [1] acompañada, según el gusto del [p. 316] tiempo, de una serie de discursos políticos y morales. El noveno de estos discursos lleva el rótulo de Invectiva a las comedias que prohibió Trajano, y Apología por las nuestras. No se escribió mejor poética dramática en el siglo XVII. Todos los argumentos de Tirso, de Ricardo del Turia, de Alfonso Sánchez, se encuentran recogidos y enlazados por Barreda, y esforzados y subidos de punto con propia y varonil elocuencia y con espíritu racional y sistemático en medio de sus mayores audacias. Apenas encuentro palabras con que encarecer el mérito de este olvidado discurso. En otros tiempos Barreda hubiera sido un discípulo de la crítica romántica. Veamos cómo entiende y expone el principio naturalista de la imitación:

«Las naciones extranjeras condenan por faltas de arte todas las comedias que no se arriman a la antigüedad, que ellos llaman imitación. Descortecémoslo despacio. El arte que dicen desampara nuestras comedias, o consta de los preceptos de Aristóteles, o de la imitación de los cómicos antiguos. Aquél ni éstos no acertaron..., luego mal nos acusan. Es el arte una observancia atenta de exemplos graduados por la experiencia, y reducidos al método y a la majestad de leyes... Aristóteles no pudo darnos el arte que no tenía. No le tenía, porque en su tiempo confiesa él mismo que no habían llegado a colmo estos poemas. Pues si no habían llegado a colmo, ¿quién le hizo el arte de ellos a Aristóteles? ¿De qué exemplos observó cuál era decente, cuál impropio? De dos maneras puede defenderse Aristóteles: o diciendo que tuvo por exemplo a Homero, que le dejó espléndido de tragedia en la Ilíada [p. 317] y de comedias en la Odisea; o que la Filosofía le enseñó razones con que darlas forma: en lo uno y en lo otro anda manco: luego mal se defiende... Elegantemente dice Escalígero: no hemos de reducir el arte a Homero, sino Homero al arte. Si fué la filosofía... la razón, que es aquel resplandor celestial que está aposentado en nuestros cuerpos, no tiene respeto a nadie por ser quien es. Examinemos los preceptos que él funda en razón y nosotros no obedecemos.

»Las comedias que hoy gozamos son un orbe perfecto de la Poesía, que encierra y ciñe en sí toda la diferencia de poemas, cuyas especies (aun repartidas) dieron lustre a los antiguos... Esta variedad de poemas en nuestra comedia está muy defendida, porque siendo la comedia pincel de las acciones, hay muchas que tienen de todos afectos... Parécele a Aristóteles que la tragedia y la comedia han de ser diferentes y apartadas... Hay hombres tan supersticiosos de la antigüedad que sin más abono... le siguen tenazmente, siendo así que debemos dar más crédito a los modernos, porque ésos vieron los antiguos y la aprobación o enmienda de los tiempos, a cuya hacha encendida debemos la luz de todas las cosas. Pecó en esto un moderno que trasladó el arte de Aristóteles y ultrajó nuestras comedias como extrañas.

»Es la poesía (dice Horacio) como la pintura... Aristóteles concisamente la define, diciendo que es imitación. Para ser perfecta una pintura, bástale ser fiel: hay, pues, acciones entre los hombres que mezclan serenidad y borrasca en un mismo punto, en una misma persona... El poema, pues, que retratare esta acción fielmente habrá cumplido con el rigor de la Poesía... El norte de la poesía es la imitación... Mientras nuestra comedia imitare con propiedad, segura corre: no hay más arte: no hay más leyes a que sujetar el cuello: ésta es epílogo de todas, que imite... ¿Por qué no se han de mezclar pasos alegres con los tristes si los mezcla el cielo? Esta comedia, ¿no es retrato de aquellas obras? Pues si es retrato, claro está que se ha de referir a su imagen. Esto merecía agradecimiento en nosotros, que a pura fuerza de razón nos hemos atrevido a los preceptos  antiguos y quitado la piedra en que ellos tropezaron». La misma quiebra padece aquel precepto que manda que la acción no sea más que una. Esto está mal entendido de los críticos, que piensan que se ha de considerar en que no sea más de una persona, [p. 318] que llaman fatal la que da el alma poema. Yerra en esto algunos cómicos de nuestros tiempos, que hacen comedias de toda la vida de un hombre... Una acción se debe entender un caso solo (aunque intervengan, casi con igualdad de interés, muchas personas, como dos amantes de una misma dama, etc.). Pues si sucede que en un caso haya muchas personas que con igualdad intervienen, ¿por qué la comedia que retrata ese caso no le retratará con esas personas igualmente?

Luego combate las unidades de lugar y tiempo: «¿Quién impide que en dos horas de la representación se pinten largas historias?... Esto hace la poesía, porque es pintura: suple con relaciones lo que no puede mostrar a los ojos... Díganlo o no lo digan los antiguos, ¿los sucesos no han menester tiempo? Pues imitémoslos como sucedieron, sea breve o largo...

»No hallando, pues, el arte en Aristóteles, preguntemos a la imitación de los cómicos antiguos... La imitación de los antiguos no basta, o no es acertada de la forma que la hacen los modernos... Preguntemos a Esquilo... y nos aconsejará que no reparemos en eso, sino que mezclemos risa y llanto, personas humildes y majestuosas... Acaso nos lo dirá Eurípides. Veámoslo en su Electra , en su Elena : iguales andan en ellas los juegos y los cuidados, las burlas y las veras...

«Veamos si podemos hacer una comedia conforme al arte de los latinos. Salga a nuestro teatro lo dilatado de sus soliloquios, examinen nuestra paciencia. Salga la poca variedad de pasos y la demasiada dilación en cada uno, el poco cuerpo de la historia que representa el poco adorno, pompa y gallardía». [1] «No basta que la poesía enseñe si no deleyta».

De la comedia de Plauto dice que «es larga en los soliloquios, poco rica de variedad, poco hermosa de flores, muy humilde en las personas, muy tibia en las sales. Y tal que si se representase ahora no pudiéramos sufrirla, porque nos tiene mal enseñados la gallardía, pureza y majestad de las nuestras.

»Italia, teniendo tan claros ingenios, pierde por obediente de la edad pasada la gloria que le prometía la venidera: no se atreven a salir de aquellos claustros: son inviolables aquellos muros; [p. 319] no es acertado, en su opinión, lo que no es imitado, y no echan de ver que si los mismos a quienes... imitan hubieran sido cobardes..., quedaran cortos como ellos. Crece el arte con el tiempo, él le alienta, él le cría: él sobre sus hombros le pone en la cumbre de la perfección, deposita sus tesoros en el atrevimiento. Grande ingenio prometen de sus autores el Pastor Fido y el Aminta : grande y digno de admiración, pero temeroso y acobardado. No tuvieron ánimo para sacudir el yugo de la antigüedad... No es religión, superstición es del arte la escrupulosa imitación...

»Salga hoy al teatro la más graciosa, la más aliñada, la más hermosa comedia de Plauto, y tendrá tantos acusadores como ojos la miraren... Las comedias antiguas ya no parecen sino diseños o sombras de éstas. No hay para qué el teatro se haga tribunal o púlpito... basta que aconseje como amigo, sin que amenace como juez.

«Ya he dicho cómo no basta la imitación de los antiguos para laurear el arte: ahora digo que no la aciertan los que piensan que la abrazan».

Y aquí comienza a atacar el empleo de la Mitología:

«Los modernos que imitan las fábulas y voces de los antiguos, yerran dos veces: la primera, porque se obscurecen, y en esto no los imitan, pues ellos se daban a entender con facilidad a todas gentes de aquel modo... La segunda, porque no creen, antes saben de cierto que aquellos dioses son falsos... Para hacer la metonimia, pondré en lugar de la voz fuego la de Vulcano: esto no puede ser, porque yo no tengo a Vulcano por autor del fuego, y si los antiguos hablaron de esa forma, fué porque creían que aquél era causa de este efecto... Dirán los poetas que esto se salva porque es imitación de los antiguos. No es imitación: imitación es hacer yo con cuanta semejanza puedo lo que otro hace. Aquí no hago lo que los antiguos; según eso, no los imito (porque ellos creían, y yo no)... Si yo, tratando de enseñar agricultura, invocara a Pan, Sylvano y otros..., no imitara a Virgilio en esto, porque si él los invoca, si los pide favor, es porque piensa que se le pueden dar: yo sé que no pueden dármele: luego no les pido favor... Esta es imitación propiamente: que si los antiguos pedían socorro, le pidamos también; si a quien entendía que le repartía, a quien sabemos que le reparte...» (Censura los epitafios, los epitalamios, etc.) [p. 320] De los que imitan la corteza de la poesía antigua y no su alma, dice:

«Y de la manera que yendo yo a buscar un amigo, y no hallándole en casa, fuera necia respuesta decirme: Fulano, a quien buscáis, no está en casa, pero aquí está un sombrero suyo; así es necia la poesía que en vez de mostrarnos el concepto, la alteza, el alma que buscamos en ella, no nos muestra sino el vestido y adorno, y no el más galán, sino el más ordinario y de menos costa de ingenio. No muestra más que galas esa imitación falsa... Ni enseña, ni deleita».

Censura a los que introducen personas divinas y santos: «Pecan en el decoro, porque ¿cómo pueden colores humanos retratar luces divinas? Yerran en la propiedad, porque no hay afectos en aquellos sujetos sacrosantos, sino purezas y tranquilidades...

»Esta es la causa porque en nuestra edad no todos entienden la poesía: debiendo ser clara para imitar a los antiguos, a quienes piensan imitan, hácenla obscura... Quieren hablar como gentiles entre christianos, como latinos entre españoles, ¿cómo los han de entender? Mientras la poesía no fuere clara como el sol, no es poesía...

»Bien sé que peligra mi crédito, porque escribo cosa que nadie hasta hoy ha pensado...

«¿Cuál será, pues, el arte de las comedias?... Un precepto sólo basta, que los ciñe todos: saber que todo poema es imitación. Aquel, pues, será perfecto sin más leyes que imitare la acción con puntual propiedad: esto ha hecho España excelentemente: luego  guarda el arte». [1]

El impulso independiente comunicado a nuestra crítica por Sánchez, por Tirso y por Barreda duraba todavía en tiempo de Carlos II, como es de ver en la voluminosa Poética que el obispo don Juan Caramuel, el más erudito y fecundo de los polígrafos del siglo XVII, publicó con el título de Primas Calamus , dividiéndole en Rhytmica y Metamétrica. [2] De la doctrina de Caramuel [p. 321] son literal trasunto ciertos apuntes sobre el teatro encontrados por Gallardo entre los borradores del jesuíta P. José Alcázar, que escribía en 1690. Caramuel cree firmemente en la fecundidad [p. 322] inagotable de las formas artísticas («No hay arte que no sea infinita: ninguna se puede agotar: ninguna puede llegar al fin»), y cree también en el continuo progreso de la ciencia: «Como los antiguos dejaron sin usar muchas cosas para que las explicara nuestra edad, así nosotros dejaremos, para que las ilustren o las hallen los pósteros...; como el día de hoy es más docto que el de ayer, así es menos docto que el de mañana... La condición mejor es la del último... No debemos seguir en todo a nuestros mayores, ni contentarnos con lo que hallaron». Establecida así la preferencia de los modernos sobre los antiguos (cuestión tan debatida en Francia por aquellos mismos días), juzga que Lope de Vega no tuvo razón en reconocer culpa donde no la había, puesto que «los antiguos ignoraron el arte de hacer comedias, y él las inventó». Hace propios los pensamientos y hasta las frases de Tirso; niega la distinción entre la comedia y la tragedia, como no sea en el desenlace, y reduce su poética dramática a estas seis proposiciones:

1.ª  Todas las cosas que se representen en la comedia deben ser posibles, así divididas como juntas.

2.ª  Es cosa vana que se haya de representar en dos horas lo que pudo suceder en dos horas no más. La comedia es semejantísima a la pintura. Pues si en una pequeña tabla se puede pintar toda la tierra, y aun también todo el cielo, ¿por qué no se podrá representar en una breve comedia, que no exceda de una o dos horas, toda la vida de Nerón? La semejanza se diferencia de la identidad. Las cosas representadas y las que las representan deben ser semejantes y diversas. Como en el sueño, que es cosa natural, así en la comedia se pueden representar muchos años en una o en dos horas.

3.ª  La ley que determina el número de las personas que hablan o cantan es vana.

4.ª  En todas las comedias bastan tres jornadas.

5.ª  El mejor modo de escribir o de representar las comedias es el que más agrade al pueblo, puesto que se hacen para que se recree decentemente.

6.ª  Toda tragedia es comedia, pero no toda comedia es tragedia. [1]

[p. 323] El hecho solo de profesarse sin escándalo tales máximas en un colegio de jesuítas, fieles custodios siempre de la tradición académica, es prueba elocuentísima del gran camino que habían hecho las ideas románticas, amparadas, es verdad, por una serie de obras maestras, que son siempre el mejor argumento en pro de una escuela literaria. De hecho el rigorismo seudo clásico estaba muerto, y fué menester que Luzán, educado en Italia y admirador de los franceses, viniera a resucitarle. La libertad crítica de que el P. Feijóo hacía alarde en El no sé qué y en la Razón del gusto , heredada era de nuestros preceptistas del siglo XVII. La victoria de éstos, aunque sangrienta y muy disputada, había sido completa. Enmudecieron los últimos secuaces de Figueroa, de Antonio López y de Cristóbal de Mesa, y quien recorra los escritos de los más doctos varones de fines de la décimoséptima centuria: la Rhytmica de Caramuel, [1] la disertación de Hodierna Hispana Comoedia , que el ilustre jurisconsulto Ramos del Manzano intercaló en su comentario a las Leyes Julia y Papia (1678), el prólogo de Nicolás Antonio a su Bibliotheca Nova, [2]   hombres todos [p. 324] educados (nótese esto) en el dogmatismo clásico, se admirara de encontrar en ellos las más singulares condescendencias con el gusto popular. ¡Ojalá no las hubiesen mostrado iguales con el culteranismo!

Porque fué fatalidad de nuestra literatura que, al mismo tiempo que en brazos de Lope y de los poetas valencianos crecía robusta [p. 325] la planta del Teatro nacional, comenzase a roer el tronco de nuestra poesía lírica el gusano de la afectación, unas veces conceptuosa, otras veces colorista. Confúndense generalmente dos vicios literarios distintos y aun opuestos, el vicio de la forma y el vicio del contenido, el que nace de la exuberancia de elementos pintorescos y musicales, y se regocija con el lujo y la pompa de la dicción, y el que vive y medra a la sombra de la sutileza escolástica y de la agudeza de ingenio, que adelgaza los conceptos hasta quebrarlos, y busca relaciones ficticias y arbitrarias entre los objetos y entre las ideas. Nada más opuesto entre sí que la escuela de Góngora y la escuela de Quevedo, el culteranismo y el conceptismo. Góngora, pobre de ideas y riquísirno de imágenes, busca el triunfo en los elementos más exteriores de la forma poética, y comenzando por vestirla de insuperable lozanía, e inundarla de luz, acaba por recargarla de follaje y por abrumarla de tinieblas. Al revés: el caudillo de los conceptistas no presume de dogmatizador literario, forma escuela sin buscarlo ni quererlo. [p. 326] Sigue los rumbos excéntricos de su inspiración, que crea un mundo nuevo de alegorías, de sombras y de representaciones fantásticas, en las cuales el elemento intelectual, la tendencia satírica directa, si no predominan, contrapesan a lo menos el poder de la imaginativa. Quevedo no hace versos por el solo placer de halagar la vista con la suave mezcla de lo blanco y de lo rojo: acostumbrado a jugar con las ideas, las convierte en dócil instrumento suyo, y se pierde por lo profundo como otros por lo brillante.

Tarea es reservada para la historia de la literatura española el distinguir con claridad ambos impulsos artísticos, y explicar el extraordinano fenómeno de su aparición precisamente en los momentos en que la cultura genuinamente española había llegado a la cumbre. ¿Llevaba en sí esta civilización el germen de su ruina, como temerariamente pretenden algunos? ¿Puede explicarse, por circunstancias sociales, religiosas o políticas peculiares de España, el que el ingenio español, privado (según ellos dicen) de tender sus alas en el cielo del pensamiento, se viera rebajado a la tarea estéril y sin gloria de artífice de palabras vanas y de innovador en los vocablos?

A mi entender, tal explicación, derivada de criterios extraños al criterio estético, peca de falsedad por su misma base. Es falsa en cuanto niega la virtualidad y eficacia del pensamiento español precisamente en el siglo XVI, en la edad en que se mostraron más activas y fecundas la teología y la filosofía, es decir, las dos ciencias que especulan sobre los objetos más altos de la actividad humana. Es falsa, además, porque uno de esos vicios, el conceptismo , lejos de nacer de penuria intelectual se fundaba en el refinamiento de la abstracción; era una especie de escolasticismo trasladado al arte. Y es falsa, finalmente, porque la historia nos enseña que semejantes vicios artísticos no fueron peculiares de España, sino que un poco antes o un poco después, y en algunas partes al mismo tiempo, hicieron pródiga ostentación de sus venenosas flores en todas las literaturas de Europa, no sólo en Italia, país de reacción católica lo mismo que España, y a la cual muy de cerca llegaba nuestra influencia, sino en la protestante y libérrima Inglaterra; en Francia, cuna del pensamiento escéptico; en Alemania, solar de la Reforma y de la independencia metafísica. Si la intolerancia religiosa y política se alegan como causa bastante [p. 327] para explicar el culteranismo español, semejante explicación no alcanza para el eufuismo inglés, ni para la literatura del tiempo de Luis XIII, o para el estilo de las précieuses en Francia, ni, finalmente, para los inauditos excesos de pedantería a que llegó la literatura alemana en el siglo XVII.

Parece que las raíces de un fenómeno literario que no es local, sino que extiende sus ramas por toda Europa, deben buscarse ante todo en el arte mismo, es decir, en alguna concepción artística, en algún modo de entender y de reproducir la belleza, que durante algún tiempo fuese común a todos los pueblos de Europa ¡Y cosa singular! Los vicios literarios se parecen en todas partes, pero también se parece la brillante literatura del siglo XVI que les precedió, y cuyo foco está en Italia. No hablamos ahora de los tres grandes poetas del Renacimiento, el Ariosto, Shakespeare, Miguel de Cervantes, que encarnaron en sí toda la grandeza de aquel período de transformación y de plenitud humana ¡Dichosos mortales, que sintieron llegar a su pecho en oleadas el regocijo de la invención y la alegría de la vida! Pero debajo de esta poesía heroica del mundo moderno, que amorosamente se despedía de la Edad Media, reproduciendo con blanda y simpática ironía sus ficciones, floreció simultáneamente en toda Europa una poesía convencional y de sociedad, elegantísima a veces, pero casi siempre falsa, a no ser cuando el sentimiento lírico y personal acertaba a levantarla: poesía medio bucólica, medio petrarquista, la cual voluntariamente se aisló del arte popular, cegó las vivas fuentes de la poesía indígena de cada pueblo, formó en las Academias y en los palacios de reyes y magnates una aristocracia intelectual, que si produjo el buen efecto de dar suavidad al trato, delicadeza a la expresión de los afectos amorosos, e ingenioso discreteo a la conversación de damas y galanes, lanzó, en cambio, sobre todas las literaturas de Europa una plaga peor que la langosta, la plaga de las églogas, de los madrigales, de los sonetos, de las canciones metafísicas al modo toscano, de las novelas pastoriles, de las farsas alegóricas; una especie de pesadilla poética, que no era clásica porque conservaba todos los resabios de las cortes de amor y de las escuelas trovadorescas de la Edad Media; pero que, fuera de la elegancia de la forma, conseguía reunir los peores defectos de dos decadencias literarias, la decadencia alejandrina [p. 328] y la decadencia tolosana, la falsa antigüedad y la Falsa Edad Media.

Moverse eternamente en este erial de pensamientos gastados y de frases contrahechas, sin caer, primero en el amaneramiento, y luego en el absurdo frío, sistemático, pedantesco y sin gracia, era materialmente imposible. ¿Qué remedio, sino el de las innovaciones de palabras, restaba a poetas que lo eran de todas veras, pero que carecían del sentido de la poesía popular, y que tampoco alcanzaban el verdadero sentido de la poesía antigua, de la cual, generalmente, sólo imitaban la corteza, y que, fascinados además por la moda, por el ejemplo, por las doctrinas críticas reinantes, nada concebían superior a aquella materia poética, que, ennoblecida por el Petrarca, por Spenser, por Garcilasso, por Ronsard, era la llave de oro que abría la puerta de las munificencias regias y señoriales y del favor y halago de las damas? ¿Qué de extraño tiene que no por estar cerrado el campo de las ideas (las cuales nunca se mostraron más pujantes e insubordinadas que en aquel siglo), sino por una falsa estimación del valor de la poesía, tomada como frívolo instrumento de agrado, o como ostentación de doctrina, o como recreación y solaz palaciano, se pervirtiese y desnaturalizase la escuela italiana, arrastrando en su decadencia a todas las de Europa, ansiosas de modelarse siempre por los ejemplos que de Italia venían? Así, el menoscabo de la poesía lírica tenía que consumarse, sin que se eximiera del contagio nación alguna de Europa, porque en todas dominaban los mismos principios y las mismas prácticas literarias, y los modelos imitados eran los mismos, y una sola, en suma, la literatura oficial. Así pudo darse en España el caso contradictorio de cumplirse sincrónicamente un fenómeno de muerte y otro de vida: el culteranismo, y la transformación de la poesía popular en manos de Lope, conviertiéndose de épica en dramática, de narrativa en activa; fenómeno, si bien se repara, idéntico al que había cumplido en Inglaterra, donde Lilly es contemporáneo de Shakespeare. ¿Qué prueba todo esto sino el profundo divorcio entre unas y otras manifestaciones artísticas, consumado durante el siglo XVI?

Esto no podían verlo claro los críticos del siglo XVII; pero por un movimiento instintivo, por una tendencia recta, cuanto había de literatura sana y vigorosa en España, se puso enfrente de Góngora [p. 329] apenas le vieron despeñarse en las tenebrosidades del Polifemo y de Las Soledades , convertido (como escribió Cascales) de ángel de luz en ángel de tinieblas. En esta memorable controversia, no menos honrosa para la crítica española que la suscitada con ocasión del teatro, todos los críticos que en ella tomaron parte, especialmente Jáuregui, comprendieron y enseñaron que el error de Góngora no estaba en ninguna audacia generosa, ni en conceptos sublimes y arcanos, sino en lo inferior y vacío de las palabras. Llevada la cuestión a este terreno, creció en importancia estética, mucho mayor que la que hubiera tenido limitada a la censura del estilo afectado, de la introducción de voces nuevas y de la construcción embrollada y estrafalaria. Mayor era el pecado de los culteranos: Góngora se había atrevido a escribir un poema entero (Las Soledades) , sin asunto, sin poesía interior, sin afectos, sin ideas, una apariencia o sombra de poema, enteramente privado de alma. Sólo con extravagancias de dicción (verba et voces praetereaque nihil) intentaba suplir la ausencia de todo, hasta de sus antiguas condiciones de paisajista. Nunca se han visto juntos en una sola obra tanto absurdo y tanta insignificancia. Cuando llega a entendérsela, después de leídos sus voluminosos comentadores, indígnale a uno más que la hinchazón, más que el latinismo, más que las inversiones y giros pedantescos, más que las alusiones recónditas, más que los pecados contra la propiedad y limpieza de la lengua, lo vacío, lo desierto de toda inspiración, el aflictivo nihilismo poético [1] que se encubre bajo esas pomposas apariencias, los carbones del tesoro guardado por tantas llaves.¿Qué poesía es esa que, tras de no dejarse entender, ni halaga los sentidos, ni llega al alma, ni mueve el corazón, ni espolea el pensamiento, abriéndole horizontes infinitos? Llega uno a avergonzarse del entendimiento humano cuando repara que en tal obra gastó míseramente la madurez de su ingenio un poeta, sino de los mayores (como hoy liberalmente se le concede), a lo menos de los más bizarros, floridos y encantadores en las poesías ligeras de su mocedad. Y el asombro crece cuando se repara que una obrilla, por una parte tan baladí y por otra tan execrable, como Las Soledades , donde no hay una línea que recuerde al autor de los romances [p. 330] de cautivos y de fronteros de Africa, hiciese escuela y dejase posteridad inmensa, siendo comentada dos y tres veces letra por letra con la misma religiosidad que si se tratase de la Ilíada.

No se crea, sin embargo, que el triunfo de Góngora fué fácil e inmediato. El absurdo acaba por imponerse alguna vez, pero nunca sin protesta. La que se levantó contra Góngora fué estrepitosa y de muy distintas formas. Reservando para la historia de la literatura las sátiras personales, hablaré aquí sólo de los escritos que tienen alguna importancia por la doctrina literaria que desenvuelven.

La oposición más formal y científica contra Góngora salió de seis agrupaciones literarias. En nombre de los humanistas, amadores de la poesía griega y latina, le respondieron Pedro de Valencia y Cascales; en nombre de la escuela sevillana, modificada por el influjo italiano, Jáuregui; en nombre de la escuela nacional y popular, Lope de Vega; en nombre de los conceptistas, Quevedo; en nombre de la escuela lusitana, Faría y Sousa, que no acertaba a ver sino en Camoens el tipo de la perfección épica y lírica.

Cuando Góngora acababa de componer Las Soledades y el Polifemo , que circularon manuscritos mucho tiempo antes de hacer sudar las prensas, quiso abroquelarse con el parecer de los más doctos y respetados varones de su tiempo, y acudió en fingida demanda de consejo al oráculo de aquella edad, al sapientísimo hebraizante y helenista Pedro de Valencia, criado a los pechos de la santa y Universal doctrina de Benito Arias Montano. La respuesta fué como podía esperarse de un varón enriquecido con todos los tesoros de la antigüedad, libre y directamente estudiada, como lo prueba su elegante y escéptico tratado De judicio erga verum. Respondió, pues, sin ambages a don Luis de Góngora que, reconociendo y admirando su ingenio nativo, generoso y lozano , y conociéndole la prez entre todos los modernos, lamentaba que hubiese pecado, no de soltura descuidada, sino de cuidado y afectación nimia, huyendo de las virtudes y gracias propias de su estilo y obscureciéndose tanto que arredraba de su lección, no solamente al vulgo profano, sino a los más preciados de doctos: error nacido, ya de trasponer los vocablos a lugares en que no lo sufre la phrasis de la lengua castellana, ya de introducir vocablos peregrinos, latinos e italianos, ya de no guardar la analogía y la [p. 331] correspondencia en las metáforas. Daba por único y saludable consejo a Góngora que siguiese su natural en la poesía ligera, sin pretensiones de grandeza ni elevación: presentábale por modelos los griegos con preferencia a los latinos, y en contraste con las lobregueces de Las Soledades traducía en verso aquel patético fragmento de Simónides que reproduce los lamentos de Dánae dentro del arca en que fué encerrada con su hijo Perseo. «De este estilo sencillo y grande tienen los griegos grandes exemplos: pluguiera a Dios que me hallara donde pudiera proponerlos a v. m. para imitación, traducidos a la latina, aunque fuese en prosa castellana, que v. m. conoscería disjecti membra poetae , y les daría de su espíritu y los resucitaría... La principal regla es que el pensamiento sea grande ; que, si no lo es, mientras más se quisiere engrandecer y extrañar con estruendo de palabras, más hinchada y más ridícula sale la frialdad». [1]

«Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la obscuridad solas palabras», decía Francisco de Cascales, escribiendo a Luis Tribaldos. Y admirador de Góngora, como todos, hasta el punto de tenerle por «el cisne que más bien ha cantado en nuestras riberas», no se resolvía a creer que fuese aberración de gusto, sino capricho y bizarría de ingenio, aquella nueva secta de poesía ciega, enigmática y confusa; aquella lengua que parecía todas las de Babel juntas. Recordaba el preceptista de Murcia la doctrina de Quintiliano sobre la obscuridad del estilo, y declaraba viciosos el Polifemo y Las Soledades por no ofrecer sino palabras transformadas, en catachreses y metáphoras licenciosas , sin sombra de racional sentido. «Que si yo no la entendiera por los secretos de naturaleza, por las fábulas, por las historias, por las propiedades de plantas, animales y piedras, por los usos y ritos de varias naciones que toca, cruzara las manos y me diera por rendido... Que hable el poeta como docto, consiéntolo y apruébolo, y es bien que [p. 332] ya por la divinidad de la poesía, ya porque los poetas son maestros de la philosophía y censores de la vida humana, hablen en sublime estilo y toquen cosas arcanas y secretas... Pero la poesía culta ninguna doctrina secreta tiene, sino sólo el trastorno de las palabras, y el modo de hablar peregrino, y jamás usado ni visto en nuestra lengua ni en otra vulgar... ¿Hemos de traer atada al cinto la Sibyla Cumea, que nos lleve por aquellos soterraneos, y nos diga qué países y gentes son aquellas y qué moneda es la que allí corre?... Estas nuevas y nunca vistas poesías son hijas de Mongibelo, que arrojan y vomitan más humo que luz».

La censura de Pedro de Valencia fué el secreto de Góngora y de muy pocos amigos suyos, pero estampada la de Cascales en la primera Década de sus Cartas Philológicas , promovió gran tumulto e indignación entre los apasionados de Góngora, dando lugar a dos réplicas, una de don Francisco del Villar, [1] y otra del granadino don Martín de Angulo y Pulgar, que llevó su idolatría gongórica al extremo de hacer centones de las obras de su maestro, sacando los versos de sus lugares para tejerle con ellos una corona fúnebre. En defensa de tan mala causa como la del Polyphemo , la argumentación tenía que ser furiosamente sofística. Así Villar no encontró más recurso apologético que abrir los poetas latinos, y copiar de ellos transposiciones que, lejos de ser obscuras para los romanos, eran el común modo de hablar de su lengua. Y se encastilló en el absurdo de suponer que regía o debía regir en la lengua castellana la misma ley del hipérbaton latino, y que eran tímidos y para poco los que no se arrojaban a todo género de inversiones, y también a forjar palabras y frases nuevas, escudándose con el Multa renascentur de Horacio. De todo triunfó  el buen sentido de Cascales con la sencillísima observación de que «la lengua latina tiene su dialecto y propio lenguaje, y la castellana el suyo, en que no convienen, como tampoco la francesa ni la italiana ni otra alguna de las derivadas del latín... Quererlas llevar por una misma madre, es violentar a la naturaleza y engendrar monstruosidades... ¡Gracioso trabajo sería la Ulissea o la Eneyda escrita en aquel enigmático lenguaje!... El que pretende con la obscuridad no ser entendido, más fácilmente lo [p. 333] conseguirá callando». Y acababa por llamar poesía inútil a la de los cultos. [1]

Más importacia tuvo el ataque de Jáuregui en su rarísimo Discurso Poético y en el Antídoto contra las Soledades. Jáuregui tenía grandes condiciones de crítico, aun más que de poeta. Pertenecía a la escuela sevillana, pero no tan completamente como Arguijo o Rodrigo Caro, porque su larga residencia en Roma le había italianizado, inclinando, sobre todo, a la imitación del Tasso, de quien tradujo magistralmente el Aminta , y a quien se parece mucho en la continua amenidad y floridez del estilo, y en la cultura y acicalamiento algo monótono de la versificación. Cuando Jáuregui volvió a Sevilla su gusto era intachable, y aun no le había resabiado la continua lectura de Lucano, haciéndole saltar, como en sus postreros años, desde los bosquecillos de mirto de la Jerusalén hasta el bosque druídico de Marsella, y los sangrientos campos de la Ematia , poblados de encantadores y de sombras. Traía de Italia el arte del verso suelto, no alcanzado hasta entonces por ningún poeta español, aunque muchos hubiesen sudado en la difícil empresa; y amante de la forma purísima y sin velo de la poesía antigua, se indignaba contra las rudas orejas «que pierden la paciencia si no sienten a ciertas distancias el porrazo del consonante».

[p. 334] Al frente de sus Rimas , impresas en 1618, [1] aparece una profesión de fe literaria, no nacida, como otras, de ciega sumisión a los preceptos de los antiguos, sino de propia observación y de íntimo y personal sentido del arte. Jáuregui nos hace penetrar en su taller poético y pictórico, y nos dicta estas saludables enseñanzas, en las cuales vemos ya el germen del futuro Discurso Poético: «Toda obra, por pequeña que sea, se compone de tres partes: alma, cuerpo y adorno... Alma es el asunto y bien dispuesto argumento de la obra, y quien errare en esta parte no le queda esperanza de algún merecimiento. Luego se advierten las sentencias proporcionadas y concetos explicadores del asunto; que éstos dan cuerpo, dan miembros y nervios al alma de la composición. Ultimamente, se nota el adorno de las palabras, que visten esse cuerpo con arte y bizarría. En todas tres partes luce con imperio el gallardo natural, esto es, el ingenio propiamente poético sin cuyo principio no hay para que intentar los versos; mas no se entienda que aprovecha a solas, porque es forzoso el resplandor que le añaden las buenas letras y cabal conocimiento de las cosas... Y adviértase que, no sólo el conocimiento del Arte es necesario en la poesía, sino el apresto de estudios suficientes para poner en execución los documentos del arte... No nos basta, sin duda, el entender precetos, ni sólo de su ignorancia proceden los comunes errores. Vemos unas poesías desalmadas, que no tienen fundamento ni traza de asunto esencial y digno, sino sólo un cuerpo disforme de pensamientos y sentencias vanas, sin propósito fixo, ni travazón y dependencia de partes. Vemos otras que sólo contienen un adorno o vestidura de palabras, un paramento o fantasma sin alma ni cuerpo. Esto resulta de que los escritores, mal instruídos en la noticia de su facultad y sin caudal de estudios, embisten con la materia por donde primero pueden, y asen della a veces, por los pies o por los retazos del vestido, donde meramente emplean [p. 335] todo su furor poético..., y sin ver el camino que siguen ni el fin que los aguarda, van a parar donde casualmente los lleva el ímpetu de la lengua. Otros más considerados, que ya alcanzaron algo en el argumento y concetos, faltan en el primor y gala de las palabras: acertaron con la buena sentencia, mas no se acomodan a explicarla en términos eloquentes..., antes la desaliñan y abaten con voces humildes, o ya la tuercen y desavían con frases violentas, duramente arrimadas al metro y consonancias. Y no se ha de dudar que el artificio de la locución y verso es el más propio y especial ornamento de la poesía, y el que más la distingue y señala entre las demás composiciones, porque la singulariza y la reduce a su perfeta forma con esmerado y último pulimento. Mas también se supone como forzosa deuda que esa locución trabaje, empleada siempre en cosas de sustancia y peso: no es sufrible que la dexemos devanear ociosamente en lo superficial y baldío, contentos sólo con la redundancia de las dicciones y número: antes vayamos siempre cebando, así el oído como el entendimiento de quien oye, y no le dexemos salir de una larga o breve letura, ayuno en la sustancia de las cosas, y sobradamente harto de palabras... Así que no pretendan estimación alguna los escritos afeitados con resplandor de palabras, si en el sentido juntamente no descubren mucha alma y espíritu, mucha corpulencia y nervio.... esto es ya lo difícil y terrible: ajustarse al buen asunto y señalado tema, reforzándole siempre con pensamientos y sentencias vivas, y sobre ese fundamento sólido ir galanteando el adorno de argentadas frases».

Los que sin conocer de la polémica literaria del siglo XVII otra cosa que los venenosos sonetos de Góngora contra Quevedo, de Quevedo contra Góngora, y de Lope contra uno y otro, la infaman con el nombre de riña de verduleras, se asombrarían si leyesen el Discurso Poético [1] de Jáuregui, al cual pudiéramos [p. 336] aplicar lo que el licenciado Juan de Robles dijo del prólogo de Francisco de Medina: «tiene tantos diamantes como dicciones». Ni una sola vez nombra a Góngora, ni trata de herirle, ni sale jamás de la serena región de los principios, en la cual procede con un calor y un entusiasmo tan comunicativos y generosos, con una idea tan excelsa de la naturaleza y límites del arte literario, con una plenitud tal de convicción, con tan profundo dominio de los secretos del estilo, con tanta atención al constitutivo esencial de la poesía y tanto odio a la gárrula locuacidad, con tal tendencia a penetrar hasta las raíces de las cosas, con tal espíritu crítico , en una palabra, y con tal primor y felicidad de frase, siempre tersa y sentenciosa, y a veces pintoresca y galana, que apenas me atrevo a mutilar este glorioso documento del grado de esplendor a que habían llegado los estudios de las artes liberales en España a principios del siglo XVII; y ya que la brevedad del Discurso convida a ello, y ya que su rareza es tal que sólo dos ejemplares (que yo conozca) le han transmitido a nuestros días, voy a salvarle casi íntegro no extractándole, sino suprimiendo repeticiones ociosas, de las muy pocas que afean aquellas discretísimas páginas. Los primeros capítulos interesan menos, y por eso los doy más abreviados; pero en los últimos se levanta Jáuregui con inspiración verdadera. Subrayaré los conceptos más notables.

«CAP. I. Las causas del desorden y su definición.— El intento original de los autores en su primera raíz es loable, porque sin duda los mueve un aliento y espíritu de ostentarse bizarros y grandes; mas engañados al elegir los medios, yerran en la execución... A las virtudes poéticas se acercan varios vicios parecidos a ellas... Estos poetas se pierden por lo más remontado: aspiran con brío a lo supremo. Pretenden, no temiendo el peligro, levantar la poesía en gran altura, y piérdense por el excesso. Lo temerario les parece bizarro, y huyendo de un vicio que es la flaqueza, passan a incurrir en otro, que es la violencia... Aspirando a lo excelente y mayor, sólo aprehenden lo liviano y lo menos, y creyendo usar valentías y grandezas, sólo ostentan hinchazones vanas y temeridades inútiles. (Lo comprueba con testimonios de Quintiliano y Aulo Gelio, del autor de la Retórica a Herennio y de Demetrio Falereo). Habiendo nombrado a este vicio temeridad, hinchazón o viento, es acierto llamarle también frialdad... Quieren salir de [p. 337] sí mismos por extremarse, y aunque es bien anhelemos a gran altura, supónese que esos alientos guarden su modo y su término sin arrojarse de manera que el vuelo sea precipicio... Este ardor o este arrobo tan alto compete a los grandes poetas: no es menos lo que debe el ingenio moverse y excitarse si propone a sus obras aplausos superiores. Mas debe (¿quién lo duda?) conseguir buen efecto destos ardimientos y raptos: emplearlos (digo) principalmente en conceptos sublimes y arcanos, no en lo inferior y vacío de las palabras, con que sólo se enfurecen algunos. Y como quiera que se arroje el espíritu, debe salir a salvo del peligro, que es todo el ser de las empresas, y en las de poesía tan difícil, que pide gran fuerza de ingenio, estudios copiosos, artificio y prudencia admirable. Parece que todo les falta a nuestros modernos, y que quisieran con el aliento sólo conseguir maravillas sin costa. Porque no son sus éstasis o raptos en busca de peregrinos conceptos... por locuciones solas se inquietan , en tal leve designio se pierden.

»CAP. II. Los engañosos medios con que se yerra.— Sea la primera el aborrecimiento de palabras comunes. Es cierto que el estilo poético debe huir las dicciones humildes y usar las más apartadas de la plebe. Saben esto nuestros poetas o hanlo oído decir, y llenos de furiosa afectación, no sólo buscan voces remotas de la plebe, sino del todo ignoradas en nuestra lengua. Palabras que no han de entenderse ni mostrar nuestro intento, ¿de qué sirven? ¿Para qué se inventaron?... Si bien nuestra lengua es grave, eficaz y copiosa, no tanto que en ocasiones no le hagan falta palabras ajenas: para huir las vulgares, para razonar con grandeza y con mayor expresión y eficacia. Mas el que introduce palabras... debe saber que se obliga a otros requisitos; que la palabra sea de las más conocidas en la jurisdicción de su origen, que no consista en sola ella la inteligencia de lo que se habla, que se aplique y asiente donde otras circunstantes y propias la hagan suave y la declaren, usándola en efecto de modo que parezca nuestra. La palabra nueva ha de ser de hermosas formas, que suene a nuestros oídos con apazible pronunciación y noble... Usan tanto (los cultos) lo figurado , que en vez de mostrarse valientes, proceden hasta incurrir en temerarios. Todo lo desbaratan, pervierten y destruyen: no dejan verbo o nombre en su propio sentido. Parece que las voces se quejan, viéndose violentadas en ministerio tan remoto [p. 338] moto de su significado. Aun las mismas metáforas metaforizan, y queda sumergido el concepto en la corpulencia exterior.

»Demás desto, han oído que la oración poética en estilo magnífico debe huir el camino llano, la carrera de locución derecha consecutiva y la cortedad de las cláusulas; mas huyendo esta sencillez y estrecheza, porfían en transponer las palabras, torcer y marañar las frases de tal manera que, aniquilando toda gramática, derogando toda ley del idioma, atormentan con su dureza al más sufrido leyente, y con ambigüedad de oraciones, revolución de cláusulas y longitud de períodos esconden la inteligencia al ingenio más pronto. (Jáuregui cree violenta la transposición cuando el epíteto se coloca antes del nombre, pero no cuando el nombre va antes del epíteto).

»Apenas dicen ni procuran sentencias, o las embaraza y esconde el revuelto lenguaje... Y aunque las cosas sean humildes y mansas, el lenguaje las turba y embravece... No hay en ellos acción moderada... Todo pierde de vista la templamza... El efectuar un escrito es ajustar las voces de un instrumento, donde se le da a cada cuerda un temple firmísimo, torciendo aquí y allí la clavija, hasta fijarla precisa en el punto de su entonación y no en otro, porque si allí no llegase o excediese, quedaría el instrumento destemplado, y destruída la consonancia y la música Así reprendía Apeles el yerro de aquellos pintores que no juzgaban ni sentían quid esset satis.

»CAP. III. La molesta frecuencia de novedades.— Basta el frecuentar novedades para que causen molestia, embarazando y afeando la obra donde se acumulan... Todas las novedades poéticas y osadías de elocuencia, aunque se acierten, son de su naturaleza culpas o vicios... y sólo con el arte y destreza de quien sabe lograrlas se oyen gustosamente. Et Horatii curiosa felicitas. Así debe entenderse el texto de Petronio: «Vicio es la curiosidad, vicio que excede todo límite en la diligencia, y se distingue de ella tanto como la superstición de la religión». Y si admitimos que sea curiosus el mago o hechicero, como prueba eruditamente don Lorenzo Ramírez de Prado, diré que es hechizo y es magia la industria poética, pues hace, a ojos de todos, de la fealdad hermosura, vende por fineza lo falso, y sale destos engaños como por encanto. Tal fué la destreza del Lírico y la dicha que pondera Petronio, [p. 339] dando a entender juntamente el peligro de las osadías grandes poéticas, porque, siendo de su naturaleza vicios, supersticiones, incendios y encantos, el gran arte y juicio en usarlas, y el huir su frecuencia las hace virtudes, templanzas, recreos y verdades. No es mucho que sea tan difícil hermosear los vicios y darles decente lugar en la eloqüencia, pues aun las mismas virtudes no favorecidas del arte producen enfado. Aun las figuras comunes son viciosas. La común retórica dice corales o claveles a los labios, estrellas a los ojos, flores a las estrellas: quita a las cosas sus nombres, y dales otros distantes por traslación..., pasa los límites de toda verdad con las hipérboles... trueca y remueve el orden de la oración, oculta con rodeos lo que sencillamente pudiera exprimir...: éstas, pues, y las demás figuras de su género casi todas, no se puede negar que por sí mismas son delitos, son defectos y vicios del lenguaje en cuanto se oponen a su mayor propiedad, tuercen su rectitud y distraen su templanza. Mas aunque... sean estragos de la lengua..., dales el que bien sabe tan acomodado lugar, úsalas con tanta razón y espárcelas con tal recato, que no sólo no vician lo escrito, mas lo hermosean, lo recalcan, lo ennoblecen... Un terrón de sal es insufrible al gusto, y, no obstante su desabrimiento, vemos que sazona admirablemente los guisados... Pero no han de cargarse sin tiento de sal... ni falsear tanto el estilo, que toda la poesía resulte falsedad y los autores falsarios...

»CAP. IV. El vicio de la desigualdad y sus engaños.— Siendo la igualdad de la poesía virtud tan forzosa, de ninguna se alejan tanto los nuestros por la altivez de locuciones que apetecen... A este propósito dicen algunos que es de mayor estima un vuelo sublime, aunque a veces con desigualdad descaezca, que el vuelo más igual y constante si es juntamente humilde o limitado. Valiéndose mal desta sentencia (que es cierta) se arrojan a todos excessos... En Petronio el praecipitandus liber spiritus no denuncia ruina, sino aquella libre carrera que debe seguir el poeta, no atado a leyes históricas. No por eso diré que el poeta se contente con la mansedumbre y lisura que piden algunos a los versos, deseándolos tan sencillos y fáciles como la prosa: mucho deben diferenciarse, y más en el estilo noble. En esta parte descubren plebeyo gusto y peor juicio algunos discursos que he visto contra la demasía [p. 340] moderna... [1] Lícito es y posible al ingenio contravenir muchas veces a la regulada elocuencia y sus leyes comunes, sin ofender las poéticas, antes ilustrando sus fueros: aspirar debe a grandiosas hazañas y no medianas, porque no sólo la humildad y rendimiento es indigno en los versos, sino también la llaneza y la medianía; y aunque sea pareja y sin vicios, es viciosa y tan despreciable que no halla lugar en poesía... Pocas y leves pérdidas se le permiten; gran constancia se le encomienda.

»Ya veo la imposibilidad de evitar algunos descaecimientos en los que vuelan alto, mas verifíquese en sus escritos, que siguen encumbrado vuelo por la mayor parte, y que en pocos y poco descaecen; que yo los preferiré, no sólo a lo humilde y corto, sino a lo mediano y sin vicios. La culpa mayor es carecer de culpa; no incurre en defectos porque no intenta peligros. La composición poética debe correr con superior aliento. Malo es en Poesía y peor que malo el no levantarse del suelo. El siempre caído no puede caer; segura tiene su igualdad.

»La igualdad, con todo, es gran virtud, no porque sea suficiente para calificar humildades ni medianías, sino soberanías y grandezas, y al contrario, la desigualdad es feísimo vicio, aunque en partes alcance sublimidades... Salir en salvo de la dificultad, es lo maravilloso y glorioso; que entregarnos a ella y perdernos, ni es gloria ni es maravilla... Antes debe el poeta destruir cien versos ilustres que admitir con ellos uno solo plebeyo. Infinitas perlas se desechan para juntar una sarta crecida y pareja. El edificio ha de estar fabricado todo con igual hermosura, y digno de ser estimado por causas integras.

»Aun cuando se hallaran mayores aciertos y galas en la obra desigual que en la igual, merecía ésta ser agradecida, y no aquélla, porque la una supone grandes dificultades y gastos, y la otra ni gasto ni dificultad. Los metales no se precian ni se agradecen en piedra, ni envueltos en escorias, sino acrisolados y limpios. ¿Quién sabrá encarecer la dificultad de la enmienda y los primores de la lima? Mejor parece y más vale una tela de buen color, igual y limpio, que otra de color más hermoso, manchada a pedazos... Las altiveces de los modernos no aspiran a conceptos de ingenio, sino a furor [p. 341] de palabras. En éstas pretenden grandeza, y sólo consiguen fiereza, interpolada con ínfimas indignidades.

»CAP. V. Los daños que resultan y por qué modos.— Se olvida el valiente ejercicio y más propio de los ingenios de España, que es emplearse en altos conceptos y en agudezas y sentencias maravillosas..., pretendiendo suplirlas con el solo rumor de las palabras.

»En vez de sacar del idioma el licor que buenamente pueda exprimirse, le hazen verter hezes y amarguras, como a la naranja: no ha de ser tanto el aprieto. Buscando lo nuevo, excúsese lo violento.

»Es un estilo tan fácil, que cuantos le siguen le consiguen; y aunque su primer instituto fué sublimar los versos y engrandecerlos, eligiéronse medios tan libertados que, malogrando el intento, facilitan grandemente el estilo, y fácilmente destruyen su altitud y grandeza... Es una anchurosa secta introducida contra la religión poética y sus estrechas leyes, y derramada a todos excesos. Creen que la poesía no es habla concertada y concepto ingenioso, sino sólo un sonido estupendo... ¡Insolente definición! No inquieren más en las obras que un exterior fantástico, aunque carezca de alma y de cuerpo. El adorno de sentencias cómprase caro. No procuran ni saben valerse de grandes argumentos y vivas sentencias; para aventajarse en esta parte esencial a otros buenos escritores, sino, destituidos desta mayor virtud y ya desesperados de alcanzarla, ocurren a la extrañeza sola del lenguaje, por si con ella pueden compensar el defecto; emplean su solicitud explorando dicciones prodigiosas..., y en hallando estos materiales se juzgan con bastante aparato para levantar cualquier fábrica. Así vienen a ser... siervos y esclavos de la locución, que los desvía y los arrastra donde quiere, habiendo de ser dueños y señores para servirse de ella con magisterio. El último material en la ejecución de labores poéticas deben ser las palabras. Los poetas que decimos, en vez de tenerlas debajo de la pluma, las tienen encima de la cabeza. ¡Indigno y duro yugo! ¡Tirana esclavitud y miseria!

»Sacrifiquemos lo primero a la perspicuidad y a las gracias.

»¿Quál será más culto terreno, el de un jardín bien dispuesto, donde se distribuyen con arte las flores y las plantas, y dejan abierto camino por donde todo se registre y goce, o un boscaje rústico, marañado, donde no se distinguen los árboles, ni dejan entrada ni paso a sus asperezas?

[p. 342] »EI primero y mayor aliento de los poetas, debe emplearse en las cosas. ¿Que fuerza pueden  retener las palabras, aun siendo excelentes, si no la hay en las cosas que ellas declaran? El que posee buen aliento y sentencias, se emplea bien en las palabras, y como aquello alcance, esto no se le niega... Son tanto más esenciales las cosas en todo escrito, que a quien las posee parece que no le falta nada, y la verdad es que sí falta. En poesía no habla ni tiene voz el que en las palabras no usa admirable elegancia. Mucho hay que advertir, mucho que penetrar en el lenguaje poético. De las palabras ha de resultar tan artificiosa armonía, que no pueda pretender el oído mayor regalo.

»CAP. VI. La obscuridad y sus distinciones.— No es ni debe llamarse obscuridad en los versos el no dejarse entender de todos, y a la poesía ilustre no pertenece tanto la claridad como la perspicuidad, que se manifieste el sentido no tan inmediato y palpable, sino con ciertos resplandores, no penetrables a la vulgar vista... Supongo por oyentes, a lo menos, los buenos juicios y alentados ingenios cortesanos, de suficiente noticia y buen gusto.

»...El entender lo que se habla en poesía no es lo mismo que conocer sus méritos... Y quanto al aprecio de sus quilates, juzgará mejor el mejor gusto, conocerá más el que más sabe. La obra excelente no puede ser estimada en su justo valor menos que por otro sujeto igual a quien la compuso. El hallar sumo agrado en las obras insignes pertenece a los que más saben. No por eso se niega a infinitos que lean al poeta... con bastante satisfacción según sus capacidades, dexando a los que más saben lo oculto y íntimo. Estos extremos del arte son los que muy pocos penetran, y si es superior el artífice, nadie los conocerá enteramente.

»Finalmente, los mayores juicios basta que sean codiciados para preeminentes y fieles estimadores, no para únicos oyentes; otros sin ellos deben leer y entender lo bien escrito, bien que no lleguen a quilatar lo supremo en las obras insignes, ni a ponderar en las indignas lo ínfimo de su desprecio. Hay hombres de tan claro ingenio y tanta viveza en el gusto, aunque sin estudios, que, guiados sólo de su natural, aciertan a agradarse más de la mejor poesía..., bien que no averiguan razones de esta ventaja, ni saben los medios por donde se adquiere... Es injusticia la de algunos que, fiados en su buen ingenio, quieren que todo se ajuste a medida [p. 343] de su entendimiento. Debieran antes alentar el discurso y estudio, y crecer en sí mismos, para que les agradase la obra excelente y suprema. En el conocimiento de los escritos hay diversos grados: el supremo es conocer por sus causas todo el valor de la obra..., y el ínfimo es entender el sentido de lo que se habla y agradarse dello.

»Aun no merece el habla de los cultos en muchos lugares nombre de obscuridad, sino de la misma nada... Ellos mismos, al tiempo de la ejecución vieron muchas veces que era nada lo que dezían, ni se les concertaba sentencia dentro del estilo fantástico, y a trueco de gastar sus palabras en bravo término, las derramaron al aire, sin consignarlas algún sentido.

»Hay en los autores dos suertes de obscuridad diversísimas: la una consiste en las palabras..., la otra en las sentencias, esto es, en la materia y argumento mismo, y en los conceptos y pensamientos dél. Esta segunda es las más veces loable, porque la grandeza de las materias trae consigo el no ser vulgares y manifiestas, sino escondidas y difíciles. La otra, que sólo resulta de las palabras, es y será eternamente abominable..., porque si la poesía se introdujo para deleite (aunque también para enseñanza), y en deleitar principalmente se sublima y distingue de las otras composiciones, ¿qué deleite (pregunto) pueden mover los versos obscuros? ¿Ni qué provecho (cuando a esa parte se atengan) si, por su locución no perspicua, esconden lo mismo que dicen?

»Con las sentencias obscuras se compadece bien el lenguaje claro, y con las sentencias claras el lenguaje obscuro.

»No es legítimo asunto de los versos gravarse de materias difíciles ni penetrar a lo interior de las ciencias.

«Facilitar con el oyente los versos magníficos es la sola dificultad para el autor: assí cuando vemos alguna obra de manos concluída en últimos primores, dezimos con discreto adagio: «Aquí parece que no han llegado manos», y es cuando ha intervenido inmenso trabajo de las manos y del entendimiento... Dar luz es lo difícil, no conseguirla facilísimo»

Tal es el Discurso Poético del traductor del Aminta, a quien un escritor culterano, cuyo nombre no hemos podido poner en claro (quizá el mismo Angulo y Pulgar), quiso responder ingeniosa aunque sofísticamente, con la misma idea del progreso en el arte, que servía de principal fundamento a los apologistas de la comedia [p. 344] española. «Las artes, en cuanto a su esencia y a su objeto (decía este anónimo), son inmudables y eternas, pero no en cuanto al modo de enseñarlas o aprenderlas, que éste admite variedad según los tiempos e ingenios, con los cuales de ordinario prevalece la novedad. Imitación es la poesía, y su fin enseñar deleitando; si este fin se consigue en la especie en que se imita, ¿qué le piden al poeta? ¿Guardan hoy por ventura la tragedia y la comedia el modo mismo que en tiempo de Tespis y de Esquilo? No, por cierto. Pues, ¿por qué? Porque se halla modo mejor para deleitar que el que ellos usaron, como lo tenemos hoy en nuestras comedias diverso del de los griegos y latinos (aunque no ignorado de Aristóteles) , es cierto que nos deleita éste más que pudiera el antiguo». [1]

Mucho más conocidos que los escritos de Jáuregui, pero de menos valor y alcance crítico, son los discursos de Lope de Vega contra la nueva poesía, impresos el uno con su poema La Philomena (1611), y el otro con La Circe (1624), respondiendo al excelente historiador de Segovia, Diego de Colmenares, que claudicó en esta cuestión lo mismo que en la de los falsos cronicones. El instinto de Lope era seguro y casi infalible; mas para razonar su sentir atajábale el camino la pobreza de doctrina propia y bien digerida, e intentaba suplirla con retazos de poéticas. Un señor de estos reinos cuyo nombre no consta (quizá el Duque de Sessa), le mandó dar su opinión sobre el nuevo género de poesía, y Lope aprovechó la ocasión para revolver Tassos, Vidas, Horacios y Quintilianos, mirando la cuestión por su aspecto más superficial y retórico. «Todo el fundamento deste edificio es el transponer, y, lo que le hace más duro es el apartar tanto los adjuntos de los substantivos... Los tropos y figuras se hicieron para hermosura de la oración; pero hacer toda la composición figuras, es... hacer un rostro colorado a manera de los ángeles de la trompeta del juicio o de los vientos de los mapas, sin dejar campos al blanco, al cándido, al cristalino, a las venas, a los realces, a lo que los pintores llaman encarnación... Si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, sino fealdad notable». Acusaba a Góngora [p. 345] de volver a los latinismos de Juan de Mena, haciendo retroceder la lengua; y le presentaba por modelo de legítima pompa los versos de las canciones de Hernando de Herrera, en que «no excede ninguna lengua a la nuestra; perdonen la griega y la latina». Así, invocando la escuela sevillana contra la cordobesa, creía Lope haber resuelto la cuestión, sin reparar que, en cierto modo, la segunda había nacido de la primera.

Ya con más luz, aleccionado por la réplica de Colmenares, comprendió Lope de Vega que la cuestión debía plantearse en los términos en que la planteaba Jáuregui, y escribió, de acuerdo con él, que «la excelencia del arte consiste en el alma y nervios de la sentencia y locuciones, que no en las tinieblas del estilo. Los cultos gastan en los afeytes lo que falta de facciones, y enflaquecen el alma con el peso de tan excesivo cuerpo». Sueños de Jerónimo Bosco llamaba a los versos de Góngora. [1]

[p. 346] La educación clásica y filosófica de Quevedo era harto más robusta y extensa que la de Jáuregui o la de Lope; pero su gusto distaba mucho de ser tan intachable como el del primero, ni tan inclinado a la sencillez y a la llaneza como el del segundo. Dejábase arrebatar con frecuencia del torrente del mal gusto (de un mal gusto distinto del de Góngora), no por anhelo de dogmatizar, sino por genialidad irresistible, que le llevaba a obscuras moralidades sentenciosas, a rasgos de la familia de los de Séneca, a tétricas agudezas, que convierten su estilo en una perenne danza de los muertos. Por razón y por erudición, Quevedo detestaba el culteranismo aun más que Lope y que Jáuregui: no era de él cegarse por falsos oropelos, ni caer en lo mismo que había combatido, como cayó Lope en la Circe , en la Andrómeda y en otros poemas cortos; como cayó Jáuregui en la traducción de la Farsalia , vencido y avasallado, no por el Góngora de su tiempo, sino por el Góngora de la antigua Roma, cordobés como él, y como él pomposo e inextricable. Pero era mal modo de impugnar la depravación del gusto tejer, como hizo Quevedo en el discurso que precede a las poesías de Fr. Luis de Leon, una disertación soporífera, cosida de retazos de Aristóteles, el falso Demetrio Falereo, Petronio Arbitro, Erasmo y otros autores innumerables, bien traducidos y bien entendidos, es verdad, pero innecesarios para probar tan evidentísima sentencia como ésta: «La locución esclarecida hace tratables los retiramientos de las ideas, y da luz a lo [p. 347] escondido y ciego de los conceptos». Apenas en aquel océano de citas griegas y latinas asoma de vez en cuando el desenfado del autor en ciertas traducciones libérrimas, verbigracia, la de este pasaje de Epicteto: Scholasticum esse animal quod ab omnibus irredetur , que él interpreta: «El culto es animal de quien todos se ríen»; o en algunos de esos neologismos pintorescos y desgarrados que él inventaba siempre, y que son como la garra del león en sus escritos: «Hipócritas de nominativos», «poetas enyedrados, fontanos y floridos, etc.».

Pero Quevedo [1] contribuyó de una manera más eficaz que con disertaciones académicas a aportillar el alcázar de la poesía anochecida y caliginosa, ya entregando por primera vez a la estampa los modelos más puros y clásicos del arte del siglo XVI, los versos de Fr. Luis de León y del bachiller La Torre, para que en el contraste de joyas tan preciosas se conociese la baja y vil calidad del metal poético que corría; ya abrasando la piel de los adversarios con los botones de fuego de La Perinola. de La Culta Latiniparla y de La aguja de navegar cultos con la receta para hacer soledades en un día, que involuntariamente nos hacen acordar de las Preciosas Ridículas de Molière y de sus Mujeres sabias.

Vivía por estos tiempos, y era grande amigo de Lope, un extravagantísimo portugués, áspero y maldiciente, muy preciado de fidalgo, como quien hacía remontar su alcurnia hasta el Faráh del libro de los Reyes, lo cual se le conocía harto poco en su derrotada persona y extrema pobreza; autor incansable de libros en prosa y verso, que pasaron de sesenta, ya de historias europeas, asiáticas y africanas, ya de genealogías, ya de amena literatura, que son los peores: inventor de las églogas militares, náuticas, críticas, monásticas, eremíticas, justificatorias y genealógicas, gran cultivador de los ecos, de los acrósticos, de los esdrújulos, de los centones, de los sonetos que son dos, y tres, y cuatro; muy portugués y muy separatista, aunque escribía siempre en castellano; algo arbitrista, y muy preciado de político, manía que le descaminaba hasta creerse perseguido por ocultos puñales y venenos, armados por la venganza castellana; hombre, en fin, de enorme lectura, [p. 348] de agudo ingenio, de inmensa memoria y de ningún juicio, cuyos escritos parecen una torre de Babilonia o un laberinto cretense. Comentó a Camoens en una serie de volúmenes en folio, [1] de los cuales la sola presencia espanta: monstrum horrendum, informe, ingens, en que el autor cifró la substancia de toda su biblioteca, excediendo en lo prolijo y en lo alegórico a todos los comentadores conocidos. Detestaba a Góngora, no por razones de gusto, puesto que el suyo era malo y depravado, sino porque, en su concepto, la reputación de Góngora entre sus adeptos perjudicaba a la de Camoens, a quien él declaraba el mayor poeta del mundo, no ya de España, hombre inspirado por el espíritu divino, manifestando por él una idolatría tan fuera de los términos de lo racional, que le parecía ver a su Poeta en sueños, muy rojo y resplandeciente , y conversar mano a mano con él. Profesaba tal hombre sobre la poesía las ideas más extrañas y desvariadas: la consideraba sólo como una obra científica, que no exige sino invención, afecto, imágenes y alarde de todas las ciencias, y declaraba que lo elegante de la expresión y lo perfecto del metro eran cosa de muy poca importancia. Perseguía con verdadero encarnizamiento la reputación del Tasso, poeta común y trivial, indigno de ser nombrado, pobre de saber y de invención, y no le concedía más lauro [p. 349] que el de versificador elegantísimo. Calificaba a los poetas por lo que supieron de ciencias naturales e históricas, y por la alegoría oculta bajo sus ficciones. Los Lusiadas no eran para él tales Lusiadas, sino una alegoría sutilísima, en que Venus tampoco era Venus, ni Baco, Baco, ni las ninfas tales ninfas, sino personificaciones de virtudes y vicios, y de ángeles y de santos; y profecías de las grandezas de Portugal, y dilatación de la Iglesia católica, prefigurada en la diosa de los amores. De esta manera Adamastor es Mahoma, y Marte el Apóstol San Pedro. Tal es el sentido de este comentario, bárbaro e indigesto, monstruosa enciclopedia que, según anuncia el mismo frontis, contiene (a propósito de Camoens) «lo más principal de la historia y geografía del mundo, singularmente de España, mucha política excelente y cathólica, varia moralidad y doctrina, aguda y entretenida sátira en acción a los vicios, y finalmente, los lances de la poesía verdadera y grave, y su más alto y sólido pensar, todo sin salir un solo punto de la idea del altísimo poeta». No es hipérbole decir que cada palabra de Camoens ha dado ocasión a Manuel de Faría para escribir dos o tres páginas de comentario. ¡Vale la pena de ser un gran poeta para tropezar con tan impertinentes comentadores!

Faría y Sousa es, en nuestra crítica, el principal representante de la doctrina del sentido esotérico, renovada en nuestros días por algunos comentadores de Cervantes. Para él, la invención y adornos de un poema verdadero «no son más de una hermosa vaina de alguna agudísima doctrina, o una luciente hoja de oro de alguna píldora saludable». [1] Defendía muy formalmente que el poema «ha de salir de la alegoría y ha de ser engendrado en ella». No era fácil encontrar alegorías en Góngora, donde no suele haber ni siquiera asunto (aunque un comentador todo lo alcanza, y Salcedo Coronel y Pellicer fueron hombres para encontrarlo), [p. 350] y por esto, sin duda, y  no por otras razones más graves, le declaró la guerra Manuel de Faría en diversos pasajes de su abrumador comentario, desafiando una y otra vez a los culteranos a que le mostrasen «el misterio, juicio o alma poética, el misterio científico executado en obras artificiosas y profundas, con principio, medio y fin, porque comparar a Góngora con Camoens es como contender Arachne con Palas, Marsias con Apolo, y la mosca con el águila». Y en otra parte le llamaba el Mahoma de la poesía.

Estas provocaciones de Faría y Sousa dieron ocasión a la mejor y más ingeniosa poética culterana, tan docta y tan aguda, que, a no ser la causa tan pésima y detestable, pudiéramos decir de su defensor con palabras de Virgilio: Si Pergama... dextra defendi possent, hac... defensa fuissent. Me refiero al Apologético del limeño Dr. Juan de Espinosa Medrano, obrilla estampada en la capital del Perú en 1694, y uno de los frutos más maduros de la primitiva literatura criolla. [1] Lo que parecería increíble si no supiéramos lo mucho que ciega a los hombres el espíritu de su tiempo, es que el Dr. Espinosa Medrano, conociendo tan bien la literatura clásica, escribiendo, por lo general, con tanta claridad y llaneza, y mostrando tan buen sentido en la crítica de las aberraciones [p. 351] de Faría, gastase tales dotes en componer un Apologético del Polifemo y de Las Soledades de Góngora. Este doctor limeño es digno antecesor de su paisano el fecundo polígrafo Peralta Barnuevo, uno de los españoles más doctos de principios del siglo XVIII.

Con mucho donaire y razón se burla Espinosa Medrano de la interpretación trascendental y de las lucubraciones alegóricas en que tanto sudaba el comentador portugués para obscurecer el clarísimo texto de los Lusiadas: «¿Quién le dixo a Manuel de Faría que los poetas habían de tener misterios? ¿O cuándo los halló en Camoens? Debe de querer que una Octava Rima tenga los sentidos de la escritura, o que en la corteza de la letra esconda como cláusula canónica otros arcanos recónditos, sacramentos abstrusos, mysterios inephables». Pero en vez de detenerse aquí, como la prudencia pedía, se arrojaba al extremo opuesto, y no menos temerario, de mirar en la poesía sólo el aspecto exterior y retórico, la pompa de palabras, el aliño de locución, entendiendo torpemente el concepto de la forma. «Alma poética pide Faría en Góngora... Si alma llamó las centellas del ardor intelectivo, mil almas tiene cada verso suyo, cada concepto mil vivezas».

Mala defensa tenían los seiscientos y más ejemplos de hipérbaton latinizado y amanerado que el comentador de Camoens había contado en Góngora; pero Espinosa Medrano, tomando la cuestión muy de raíz, emprendió probar que era atrevimiento insigne y muy digno de alabanza el enriquecer a nuestra lengua con los despojos de su madre, a la manera que Horacio, curiosamente feliz, remedió la pobreza de la suya con los tesoros del Ática. «Y amaneció entonces nuestra poesía, de tan divino taller, grande, sublime, alta, teórica, majestuosa y bellísima, digna de mayores ornatos, de pompas mayores... y quedaron comunes los arreos, indiferentes las galas. Adornáronla entonces con decencia los áureos collares que antes la abrumaban con melindre». Y si no acertó Juan de Mena en la misma empresa, fué por haberla intentado en un siglo en que estaba la poesía castellana «desceñida, inculta, rústica y humilde, y era cosa de risa quererla cargar de los arreos de la latina... Cadenas de oro, que sirvieron de adorno a robusta matrona, colgárselas a musa pueril, más es prenderla que ataviarla». Buscaba en la literatura romana del imperio los precedentes [p. 352] de la altisonancia y pompa del estilo gongórico, y reconocía, antes que otro alguno, el parentesco estrecho de sangre y temperamento poético entre los cordobeses de entonces y el cordobés de ahora. «Aquel hablar brioso, galante, sonoro y arrogante es quitárselo al ingenio español, quitarle el ingenio y la naturaleza. Luego que las musas latinas conocieron a los españoles, se dexaron la femenina delicadeza de los italianos y se pasaron a remedar la braveza hispana... Y esto no es tan nuevo que no haya cerca de diez y siete siglos que los españoles hablan como españoles... Y es muy del genio español nadar sobre las ondas de la poesía latina con la superioridad del óleo sobre las aguas». [1]

El Apologético de Espinosa es una perla caída en el muladar de la poética culterana. Nuestra crítica fué despeñándose cada vez más por los senderos de la vanidad y de la pedantería, y no hay compilación de los tiempos bárbaros que exceda en fárrago y en inepcias a las Lecciones solemnes de Pellicer, a la Ilustración de la Fábula de Piramo y Tisbe, de Salazar Mardones (que empleó un volumen en 4.º, de 400 páginas, para ilustrar un romance de 127 estrofas), y al más que todos ellos erudito y pestilente comentario de don García de Salcedo y Coronel, que en tres disformes volúmenes, veinticuatro veces mayores que los versos de Góngora que comenta, deja fuera de toda discusión posible que no hay en Las Soledades pensamiento ni palabra alguna que no tenga su origen en los poetas más tersos y puros de la antigüedad: sólo que Góngora lo ha puesto todo en su estilo, con lo cual el poema, [p. 353] después de entendido, sigue siendo digno de toda execración, y Salcedo Coronel, el Edipo que nos le descifra, consigue la palma de la pesadez sobre su grande émulo Manuel de Faría y sobre todos los comentadores nacidos. [1]

Agotada miserable y estérilmente la fuerza del ingenio en descifrar pueriles enigmas; reducido el arte a una especie de logogrifo, en que el mayor lauro se daba a la alusión más remota, al tropo o figura más desaforada, a la locución más crespa y altisonante, era natural que esta vana gimnasia de palabras, desarrollando monstruosa y pletóricamente ciertas facultades de expresión, dejara enmohecerse el juicio y la racionalidad. Cuando en los colegios (hasta en los de jesuítas) se recitaban de memoria el Polifemo y Las Soledades (como nos lo refiere el biógrafo de Salazar y Torres), no era extraño que todas las ideas de lo bueno y de lo malo en el arte literario apareciesen trabucadas y confusas hasta [p. 354] el extremo que nos denuncia (para buscar un ejemplo señalado entre ciento) el prólogo de la Neapolisea, delirio épico o heroico de don Francisco de Trillo Figueroa, que fué por otra parte saladísimo autor de letrillas y romances picarescos. Y obsérvese cómo todas las aberraciones literarias y todos los convencionalismos retóricos vienen a parar al mismo punto, es decir, al olvido y al menosprecio de todo lo que es poesía natural y sencilla. El bueno de Trillo y Figueroa, ingenio tan cerril y tan español, se asombra, con asombro digno de cualquier admirador de la peinada tragedia francesa, de encontrar en la Odisea «aquellas indecencias e impropiedades de ir una princesa por agua a la fuente, ponerse a lavar sus paños como si fuese Marica, e ir a sacar el dulce vino para los amantes huéspedes, y, lo que es más, que en el libro XIV de la Odisea finge tan hambriento a Ulises que en los mismos asadores le ponen en la mesa dos lechones muy aprisa para que cene, como si fuera Milón, que en un día se comía un grande toro». ¡A estos rasgos tan primitivos, tan épicos y tan humanos, les aplicaba Trillo el quandoque bonus de Horacio!

La única poética que podía convenir a hombres que de tal manera habían perdido el tino mental y el sentido de lo bello, era la Agudeza y arte de ingenio del ingeniosísimo Baltasar Gracián, talento de estilista de primer orden, maleado por la decadencia literaria, pero, así y todo, el segundo de aquel siglo en originalidad de invenciones fantástico-alegóricas, en estro satírico, en alcance moral, en bizarría de expresiones nuevas y pintorescas, en humorismo profundo y de ley, en vida y movimiento y efervescencia continua; de imaginación tan varia, tan amena, tan prolífica, sobre todo en su Criticón, que verdaderamente maravilla y deslumbra, atando de pies y manos el juicio, sorprendido por las raras ocurrencias y excentricidades del autor, que pudo no tener gusto, pero que derrochó un caudal de ingenio como para ciento. El que quiera hacerse dueño de las inagotables riquezas de nuestra lengua tiene todavía mucho que aprender en el Criticón, aun después de haber leído a Quevedo. Semejante hombre no podía ser ni culterano, por más que algunos le consideren como tal, recordando pasajes ridículos de su poema baladí de Las Selvas del año, ni tampoco legislador del culteranismo. Predominaban en él demasiado las facultades intelectuales y la vena de moralista, la de La Bruyère, [p. 355] La Rochefoucauld o Montaigne, para que pudiera dar excesivo valor a una poesía toda palabras huecas y humo y bambolla. Su fuerte era el ingenio o la ingeniosidad, y por el ingenio se perdía, no ciertamente por mengua de pensamientos, sino por extraordinaria abundancia de ellos, aunque no todos tuviesen los mismos quilates de verdad y precisión. En el Criticón se burla mil veces de los culteranos de la cátedra y del púlpito, de «sus alegorías frías y metáforas cansadas, de los que hacen soles y águilas los santos, mares las virtudes, y tienen toda una hora preocupado al auditorio pensando en una ave o en una flor». En la Agudeza y arte de ingenio toma indistintamente sus ejemplos de los culteranos y de los escritores de gusto más puro, tan pronto de Góngora, como de Lope, o de Fr. Luis de León, o de los Argensolas, o de Garcilasso, o de Cervantes, o de Mateo Alemán, o del infante don Juan Manuel. Así como su erudición era extensa y variadísima, su gusto era ecléctico, y no rechazaba nada bueno o que le pareciese tal, ni de la antigua ni de la moderna literatura castellana, sin distinción de géneros ni de escuelas. La Agudeza y arte de ingenio no es de ningún modo una Retórica culterana: es precisamente lo contrario; es una Retórica conceptista, [1] [p. 356] un tratado de preceptiva literaria, cuyo error consiste en haber reducido todas las cualidades del estilo a una sola; todas las facultades que concurren a la producción de la obra artística a una sola también. Es el código del intelectualismo poético. El autor se propone dar artificio a la agudeza, y la agudeza es para él la única fuente del placer estético, la noción genérica que abraza dentro de sí todas las perfecciones y bellezas del estilo. «Tiene cada potencia un rey entre sus actos y otro entre sus objetos: entre los de la mente reina el concepto, triunfa la agudeza. Entendimiento sin agudeza ni conceptos es sol sin luz, sin rayos...»

Agudeza para Gracián es sinónimo de belleza literaria: «Déjase percibir, no definir... lo que es para los ojos la hermosura, y para los oídos la consonancia, eso es para el entendimiento el concepto».

¿Y en qué se funda la conformidad o simpatía entre los conceptos y el entendimiento? Gracián nos lo declara en el capítulo de la esencia de la agudeza ilustrada: «Toda potencia intencional del alma, digo las que perciben objetos, gozan de algún artificio en ellos: la proporción entre las partes del visible es la hermosura: entre los sonidos la consonancia. El entendimiento, pues, como primera y principal potencia, álzase con la prima del artificio, con lo extremado del primor, en todas sus diferencias de objetos. Destínanse las artes a estos artificios, que por su composición fueron inventadas, adelantando siempre y facilitando su perfección... No se contenta el ingenio con sola la verdad como el juicio, sino que aspira a la hermosura. Poco fuera en la arquitectura asegurar firmeza, si no atendiera al ornato...

»Consiste, pues, este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada por un acto de entendimiento. De suerte que se puede definir el concepto: es un acto de entendimiento que [p. 357] exprime la correspondencia que se halla entre los objetos. La misma consonancia o correlación artificiosa exprimida es la sutileza objetiva... Esta correspondencia es genérica a todos los conceptos, y abraza todo el artificio del ingenio, que, aunque éste sea tal vez por contraposición y disonancia, aquello mismo es artificiosa conexión de los objetos».

Divide Gracián la agudeza en agudeza de perspicacia y de artificio. «Aquélla atiende a dar alcance a las dificultosas verdades, descubriendo las más recónditas. Esta, no cuidando tanto de eso, afecta la hermosura sutil; aquélla es más útil; ésta, deleytable: aquélla es todas las Artes y Ciencias en sus actos y sus hábitos; ésta, por recóndita y extraordinaria, no tiene casa fija». También la divide en «agudeza verbal o de palabras, y en agudeza de conceptos, que consiste más en la sutileza del pensar que en las obras».

No seguiremos a Gracián en el menudísimo y sutil análisis de las diversas especies de agudeza por correspondencia y proporción, por improporción y disonancia, por ponderación misteriosa, por ponderación de dificultad, por semejanza sentenciosa, por desemejanza, por paridad conceptuosa, por careo condicional fingido y ayudado, por disparidad, por ingeniosas transposiciones, por prontas retorsiones, por exageración, por encarecimientos condicionales fingidos y ayudados, por ponderaciones juiciosas, críticas y sentenciosas, por paradoja, por agudeza crítica y maliciosa, por crisis irrisorias, por paranomasia, retruécano y jugar del vocablo, por rara, ingeniosa ilación, por agudeza enigmática, por contradicción y repugnancia en los afectos, por desempeño en el hecho o en el dicho, etc., clasificación ciertamente estrambótica, aunque mucho más por los nombres que por las cosas, puesto que en el fondo viene a ser una originalísima tentativa para sustituir a la retórica puramente formal de las escuelas, a la retórica de los tropos y de las figuras, otra retórica ideológica, en que las condiciones del estilo reflejen las cualidades del pensamiento y den cuerpo a los más enmarañados conceptos de la mente, que es lo que él llama escribir con alma. Como yo gusto más de los libros que contienen errores originales e ingeniosos que de los que repiten pesadamente máximas de una verdad trivial, suelo hojear con cierto deleite la Agudeza del P. Gracián, amenizada por las propias agudezas del autor (hombre, al fin, de grandísimo entendimiento) [p. 358] y por una copiosa selva de ejemplos buenos y malos, pero curiosos todos para el amante de la arqueología literaria. [1] Y sin querer imponer a nadie esta afición mía, lo que me importa dejar firme y a sentado es que no debe ser tenido por preceptista culterano el hombre que de tantas maneras inculcó el desprecio a ese «estilo culto, bastardo y aparente, que pone la mira en sola la  colocación de las palabras, en la pulideza material de ellas, sin alma de agudeza... enfadosa, vana, inútil, afectación indigna de ser escuchada». Al hombre que esto escribe se le puede llamar conceptista (y eso es), pero de ningún modo culterano. ¡Cuántos errores y falsos juicios andan acreditados en nuestra historia literaria, y cuán grande es la necesidad de rehacerla! «¿Qué cultura hay (decía Gracián) que iguale a la elocuencia natural? En las cosas hermosas de sí, la verdadera arte ha de ser huir del arte y afectación». ¿Quién esperaría encontrar tan sabios preceptos en el que tradicionalmente llamamos sin leerle código del mal gusto? ¿Quién esta otra verdad tan profunda, que ella sola puede servir de base a un sistema estético: «Están en los objetos mismos las agudezas objetivas... Hay conceptos de un día, como flores, y hay otros de todo el año y de toda la vida y aun de toda la eternidad?» ¿Qué mayor recomendación para seguir la verdad realísima en las obras de arte? Ya me asombraba a mi que el P. Gracián no hubiese dicho algo de primer orden, aun en este libro de la Agudeza , el peor de los suyos. [2]

Notas

[p. 207]. [1] . Pág. 137 de la reimpresión de 1797.

[p. 207]. [2] . Essai sur Ies origines du fonds grec de l'Escurial. Épisode de l'histoire de la Renaissance des Lettres en Espagne... París, Vieweg, 1880. 4.º

[p. 207]. [3] . Scott (Andrés), Hispaniae Bibliotheca, seu de Academiis ac Bibliothecis... Francoforti, apud Claudium Marnium et haeredes Joann. Aubrii, 1608, pág. 333.

[p. 208]. [1] . La Arte de Rhetórica de Aristóteles. La Rhetórica que Aristóteles dedicó a Alexandro Magno. El libro de la Poética de Aristóteles. Vertidos a la verdad de la letra del texto griego, por el maestro Vícente Marinerio Valentino. 4.º, 581 páginas. La traducción está firmada en 12 de abril de 1630.

El catálogo sólo de las obras de Mariner ocupa 70 páginas en folio a dos columnas en la Bibliotheca Graeca Matritensis, de don Juan de Iriarte (Madrid, por Antonio Pérez de Soto, 1769), páginas 503 a 573. Todos los MS. de Mariner descritos por Iriarte, se hallan hoy en la Biblioteca Nacional.

[p. 208]. [2] . La Poética de Aristóteles dada a nuestra lengua castellana por D. Alonso Ordóñez das Seijas y Tobar, Señor de San Payo. Añádese nuevamente el texto griego, la versión latina y notas de Daniel Heinsio, y las del Abad ( sic por Abate) Batteux, traducidas del francés, y se ha suplido y corregido la traducción castellana, por el Licdo. D. Casimiro Flórez Canseco, catedrático de Lengua Griega en los Reales Estudios de esta Corte. Con las licencias necesarias. En Madrid, por D. Antonio de Sancha. Año de 1778. 8.º, 8 hs. sin foliar, + 349. El texto griego está bastante correcto.

Hay ejemplares en gran papel.

[p. 209]. [1] . M.105, pág. 59, según el índice de Gallardo.

«Poética de Aristóteles, traducida de latín, ilustrada y comentada por Juan Pablo Mártir Rizo (manuscrito original, en 4.º marquilla, de 64 hojas)».

Al fin lleva la licencia para imprimirse, fecha en Madrid a 14 de febrero de 1623.

La dedicatoria al Duque, Adelantado Mayor, está firmada por J. Pablo Mártir Rizo.« De mi estudio 17 de Julio de 1623 años».

No parece, pues, verosímil la conjetura que en una nota añadida a este manuscrito apuntó el bibliotecario Pellicer, suponiendo que el verdadero autor de esta obra fué el acérrimo enemigo de Lope, Pedro de Torres Rámila. Duro de creer se hace que Mártir Rizo, que vivía entonces, permitiese a nadie usurpar su nombre. Lo que hay es que en algunos puntos de su crítica de las obras de Lope, a quien manifiestamente profesaba mala voluntad, coincide con los reparos de Torres Rámila, si bien los expone en forma más urbana y comedida. En su crítica de la Jerusalén Conquistada le cita con elogio: «Y pues habemos llegado a tratar de la perfección que debe tener el poema heroico, será bien hacer una breve censura sobre la Jerusalén Conquistada, poema que ha salido en nuestros tiempos, para que los extranjeros no ignoren que hay en España quien sabe conocer los yerros de la parte formal de la Epopeya Trágica... Tres héroes, tres cabezas fueron los de esta fábula, contra el precepto del arte... como lo mostró agudamente el doctísimo Maestro Pedro de Torres Rámila, colegial testigo de Alcalá en su Spongia... »

Al fin (fol. 59-64) se lee el «Epílogo de la Poética de Aristóteles, compuesto en latín por Daniel Heinsio, a quien llamó «Ordo Aristotelis», y traducida en castellano por J. Pablo Mártir Rizo.

[p. 210]. [1] . La única edición que conozco de «EI Arte Poé- / tica de Horatio, tradu- / zida de Latín en Español por don Luis Çacata, señor de las villas y lugares del Cebel, / y de Jubrecelada, alcaide perpetuo de Castildeferro, Cautor y la Rabita, pa- / tron de la capilla de S. Juan / Bautista, alcayde de Lle-rena. / Al Conde de Chinchon D. Diego de Bo- / vadilla, mayordomo de su Majestad y de / su consejo, tesorero de Aragón (Lisboa, en casa de Alexandre de Syqueira, 1592.—26 fojas, 8º.), es digna del texto por lo desaseada, mendosa y tosquísima. Hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de París.

[p. 211]. [1] . Diversas Rimas de Vicente Espinel, beneficiado de la Iglesia de Ronda, con el Arte Poética y algunas odas de Horacio, traducidas en verso castellano. Dirigidas a don Antonio Alvarez de Vahamonde y Toledo, Duque de Alba. Con privilegio. En Madrid por Luys Sánchez, año 1591. 8.º, 166 folios y 16 de principios.

[p. 212]. [1] . Vid. el tomo I de las Epístolas del deán Martí (página 195 de la edición de Wiseling).

[p. 212]. [2] . Experiamur id in Arte Poetica, ad cujus expeditionem cum plures quam ad vellus aureum properarint, nullus tamen quid auri lateret, hactenus demonstravit, sed lanam externam, eamque caprinam, pro aureo vellere omnes ostentant.

De auctoribus interpretandis, sive de exercitatione, praecepta Francisci Sanctii Brocensis, in inclyta Salmanticensi Academia Rethorices Professoris. La edición más antigua que Mayans cita de este tratado es la de Amberes, 1581, que le sirvió para reimprimirle en el segundo tomo de las obras completas del Brocense, edición  de Ginebra, págs. 73 a 96; pero después de escrito el capítulo anterior he adquirido otra impresión de Salamanca, por Matías Gast, 1558, que es indudablemente la primera, y ocupa las últimas páginas del libro intitulado:

Franci- / sci Sanctii Bro- / censis in inclyta / Salmanticensi Academia Rheto- / rices professoris de arte di- / cendi liber unus denuo / auctus et emen- / datus. / Cui accessit / in Artem Poeti- / cam Horatii per eundem / auctorem brevis elu- / cidatio. / Salmanticae, Excudebat Mathias Gastius. / 1558. 8.º, 68 páginas dobles. Va encuadernado con otros raros opúsculos, entre ellos, las desconocidas y numerosas poesías de Diego Salvador de Murga (Salamanca, 1558), amigo de la Sigea y autor de una virulenta y ferocísima invectiva contra Pedro Ramus.

—Francisci Sanctii Brocensis, in inclyta Salmanticensi Academia Rhetorices Graecaeque Linguae Primarii Doctoris, in Artem Poeticam Horatii Annotationes. Salmanticae apud Joannem et Andream Renaut fratres, 1591. 8.º Aprobación del Dr. Gómez de Contreras.—Licencia.—Dedicatoria a don Antonio de Guevara, prior de San Martín de la Escalada, y comentador

 del profeta Habacuc.—Oda de Francisco de Cabrera Morales, natural de las Brozas.—Epigrama del mismo.—Idem de Juan Bautista Munguía Sevillano—Id. de Luis Morales Cabrera. (Tomo II de las obras del Brocense, páginas 97 a 150).

Los Escolios de Falcó al Arte Poética se hallan al fin de sus Poesías Latinas en las dos ediciones de Madrid, 1600 (con prólogo de Fr. Luis de Sousa), y de Barcelona, 1624, por Esteban Liberós.

El Comentario, de Aquiles Estacio se imprimió en Amberes, 1553.

Los bibliófilos portugueses (véase especialmente Barbosa Machado) citan unas Explanationes in librum de Arte Poetica Horatii, 1587, Venecia, por Francisco de Franciscis, producción de aquel insigne humanista Tomás Correa, digno émulo de Marco Antonio Mureto y profesor afamado en los gimnasios de Palermo, Roma y Bolonia.

También don Fructuoso de San Juan, canónigo regular, dejó notas manuscritas al Arte Poética de Horacio y a la Retórica de Cicerón; pero de todo esto no queda más memoria que las sucintas indicaciones de Barbosa.

—Horatius Flaccus Venusinus de Arte Poetica vera et genuina et non suppositia et adulterina, prout antea habebatur: à Petro Veguio Lusitano in communem studiosorum adolescentium... utilitatem, magno cum labore, et temporis dispendio majori, sed usque mentis anxietate fatigationeque restituta et in verum indubitatumque suae antiquioris editionis statum reposita. Antuerpiae, apud Christianum Hauwellium, 1578. 8.º

—Jorge Gómez de Alamo parece ser el verdadero autor del Entendimiento literal... de todas las obras de Horacio... con hum Index copioso das Historias e Fabulas conteudas nellas, obra dada a luz en 1639 por el mercader de libros Francisco da Costa, a quien algunos han atribuido la paternidad de ella. Hay una segunda edición idéntica a la primera hasta en el número de folios, a costa de Matheus Rodríguez, mercader de libros , y debió ser de uso frecuente en las escuelas, puesto que todavía en 1718 se reimprimió en Coimbra (off. de José Antunes da Silva) con el título ligeramente alterado: Obras de Horacio príncipe dos poetas latinos Iyricos, con entendimiento literal. Es, en concepto de Cándido Lusitano, un plagio mal hecho de la Declaración Magistral de Villen de Biedma.

[p. 216]. [1] . Nota bibliográfica de las Poéticas del siglo XVI anteriores al Pinciano.

—«EI Arte poética en romance castellano, compuesta por Miguel Sánchez de Lima Lusitano, natural de Viana de Lima. Alcalá de Henares, por Juan Iñiguez de Lequerica, 1580. 8.º, 71 hs. foliadas.

(Son tres diálogos en prosa; el primero en que se declara qué cosa es la Poesía y las excelencias de ella; el segundo en que se declara el modo de las composturas que en España se usan, y el tercero contiene una especie de novela pastoril titulada La Historia de los amores que hubo entre Calidonio y la hermosa Laurina. En un soneto laudatorio de don Francisco Maldonado, se dice de Miguel Sánchez:

       Que aunque en ti, Lusitania, fué nacido,
       Le vimos siendo niño desterrado,
       Y acá se hizo varón sabio y prudente.

—(Mondragón). Arte para componer en metro castellano, dividida en dos partes. En la primera se enseña qué cosa sea verso, i en quantas maneras se halle, i como se componga: en donde se traen para exemplos tratados y cosas de mucha curiosidad y entretenimiento. En la segunda se pone el modo de componer cualesquier obra de poesía. Con la Prosodia Latina, compuesta en esta mesma vulgar lengua. Por Hierónymo de Mondragón, Zaragoza, por Lorenzo de Robles, 1593. 8.º, 4 hs. prls. y 48 folios. Este mismo autor hizo una imitación del Encomium Moriae , de Erasmo, con el título de Censura de la locura humana y excelencias de ella. (Lérida, 1598).

—(Rengifo). Arte Poética Española, con una fertilíssima sylva de consonantes comunes, Proprios, Esdrúxulos y Reflexos, y un Divino Estímulo del Amor de Dios. Por Juan Díaz Rengifo.— Salamanca, Bonardo, 1592.—Madrid, Juan de la Cuesta, 1606.—Madrid, Francisco Martínez, 1644.

En las dos primeras ediciones figura una Aprobación de don Alonso de Ercilla, tan concisa como todas las suyas.

El Estímulo del divino amor se ha impreso alguna vez como de Fr. Luis de León; pero no puede ser suyo. Es un poema místico en redondillas, largo y difuso, pero no falto de hermosos pensamientos y de versos felices.

No sé con precisión en qué época se adicionó el Rengifo ; pero el prólogo

 de la primera edición que he visto con estas añadiduras, está firmado en 1703.

—Arte Poética... Su autor Juan Díaz Rengifo, natural de Avila. Aumentada en esta última impression con dos tratados, uno de Avisos y Reglas, otro de Assonantes, con quarenta y ocho capítulos, con un compendio de toda el Arte Poética, y casi cinco mil consonantes. Declarada con nuevos exemplos, famosas autoridades, más fácil disposición y Explicación de consonantes difíciles, con dos copiosos Indices: todo quanto hallarás de Estrella a Estrella es añadido... Barcelona, en la imp. de María Martí, viuda... Año 1727. 4.º XXVI + 483 paginas y 3 hs. más de Indice.

Se reimprimió en 1758-59, etc., etc. Nicolas Antonio es quien nos revela el verdadero nombre del autor.

Dice éste en el prólogo (pág. 8): «Las fuentes de donde han manado estos arroyos han sido Aristóteles en su Paética, San Agustín en diversos lugares de sus obras, el venerable Beda, Jacobo Mycillo, César Escaligero, Antonio de Tempo y otros autores modernos..., y los apuntamientos de hombres doctos, a quienes he comunicado, y en especial, los que hube de un padre de la Compañía de Jesús, Maestro y deudo mío, que professó veinte años Letras Humanas, siendo Prefecto y Lector de Mayores, en uno de los más principales y numerosos estudios que tiene su Orden».

Aribau publicó en El Europeo , de Barcelona (1823), un artículo sobre la conveniencia de refundir la obra de Rengifo.

Rengifo copia tan servil y ciegamente a los italianos, que ni siquiera admite que los versos de las canciones puedan combinarse de otra manera que como están en el Cancionero , de Petrarca.

[p. 218]. [1] . Cisne de Apolo, de / las excelencias, y dig- / nidad y todo lo que al Arte Poética y versifica- / catoria pertenece. Los métodos y estylos que / en sus obras deve seguir el Poeta. El decoro y / adorno de figuras que deven tener, y todo lo / más a la Poesía tocante, significado por el / Cisne, ynsignia preclara de / los Poetas. / Por Luys Alfonso de Carvallo, clérigo. Dedicado a D. Henrique Pimentel de / Quiñones. / Con licencia del Consejo Real. / En Medina del Campo, por Juan Godínez / de Millis. Año 1602. 8.º , 14 hs. prls. y  214 folios.—Tassa.—Erratas.—Aprobación de Pr. Prudencio de Sandoval.—Privilegio.—Soneto del capitán Moscoso.—Dedicatoria.—Romance de don Lope de Omaña.—Soneto del Licenciado Diego García de Sierra y Omaña.— A los discretos poetas el Auctor. «Quise intitular mi obra Arte Poética.... y mejor le conviene este nombre que a las que hasta agora han salido, las quales no poéticas sino versificatorias pueden ser llamadas, que es muy differente la una de la otra... El primero motivo que tuve fué, que leyendo Latinidad en la villa de Cangas, mi patria ingrata, me pidieron algunos amigos que les declarase la insignia poética, que es un blanco cisne, en un cuadro pintado, de que hace Alciato una Emblema». El autor compuso sus diálogos en Asturias,

           Por donde va Narcea susurrando
       Las doradas arenas derramando.

Las aficiones heráldicas del P. Carvallo se revelan en la candorosa insistencia con que quiere demostrar que los poetas son nobles de profesión, y pueden pintar por armas el cisne, explicando las recónditas virtudes de este emblema. La parte métrica del Cisne es muy curiosa. Carvallo cita romances (probablemente suyos) de asunto histórico asturiano (Pelayo y la Cruz de los Angeles).

[p. 221]. [1] . En nota, y para mayor confirmación, refiere el caso de un celoso que no dejaba ir a su mujer a la comedia, pero ella se iba a solazar a casa de un su vecino. El P. Carvallo se muestra muy tolerante aun con los poetas eróticos, afirmando con inquebrantable optimismo que siempre acaban por convalecer y enmendarse de sus amoríos. «Los poetas inflamados con este amor y espíritu, procedido del mucho conocimiento de la hermosura de alguna mujer, la vienen a amar con entrañable amor, durante el qual hacen esas obras tan llenas de vanos amores, mas todo con tanta sutileza, que en ellas muestran bien sus ingenios. Por lo qual se viene a entender, cómo tampoco los poetas son locos en ser enamorados, supuesto que fué menester ingenio y entendimiento para venillo a ser; mas de ordinario, habiendo caydo como hombres en este error, como personas de agudo ingenio lo vienen a conocer y distinguir, lo que en aquellos vanos amores hay de bueno y lo que hay de malo, dejando lo malo y mejorando lo bueno, que es el amor y la belleza, sacando lo uno y lo otro de la criatura, y atribuyéndolo a quien es debido, que es el Criador, como vemos cada día de experiencia, que muy pocos o ningún poeta veremos que aviendo vivido con esta libertad, no se haya recogido y enmendado». (Pág. 203).

[p. 223]. [1] . Philosophia / Antigua Poética / del Doctor Alonso / López Pinciano, Médico Cesáreo. / Dirigida al Conde Jhoanes Kevehiler de Aichelberg, / Conde de Frankemberg, Barón absoluto de Landts- / cron y de Wernsperg, Señor de Ostervitz y Carls- / pers, Cavallerizo Mayor perpetuo y hereditario del / Archiducado de Carínthia, Cavallero de la orden del / Tusón del Rey nuestro Señor, y del Consejo y / de la Cámara del Emperador, y su / Embajador en las / Españas (Estampa de la Virgen con este lema: «Ante torum hujus Virginis frequentate nobis dulcia cantica dramatis»). En Madrid, / por Thomás Iunti, MDXCVI.

A la vuelta, escudo del Mecenas.—Sumario del Privilegio.—Tassa.— Erratas.—Dedicatoria.—al lector.

4. hs. prls. y 535 páginas. El autor era médico de la emperatriz María de Austria, viuda de Maximiliano.

Recientemente se ha hecho una reimpresión de este libro, ya muy raro, con introducción y discretas notas de don Pedro Muñoz Peña, catedrático de Retórica y Poética en el Instituto de Valladolid. (Valladolid, 1894). Esta publicación honra al distinguido profesor que la ha llevado a cabo, y es el mejor homenaje que la escuela de Valladolid podía tributar al Pinciano.

[p. 226]. [1] . Esta distinción equivale a la moderna de forma y fondo en la obra poética, distinción cómoda y ya generalmente aceptada, pero que implica el grande error de llamar fondo a lo que es la forma íntima de la poesía, y de dar a entender que puede haber en ella otro fondo distinto de esta forma sustancial, que es el alma de la obra poética, así como la forma exterior es el cuerpo de ella. Encontramos mucho más exacta en los términos la distinción del Pinciano.

[p. 227]. [1] . Al tratar rápidamente de los géneros menores, es muy notable el concepto que expone de la sátira, considerándola, no como una peculiar manera poética, sino como un género que extiende sus ramificaciones por toda la literatura, «y si mucho escudriñásemos las lecciones satíricas latinas, pienso que en ellas hallaríamos de todos poemas, digo enarrativos, cuales son los satíricos ordinarios, y activos y comunes aunque raros».

Admite también la existencia de géneros mixtos o intermedios, que llama extravagantes, y que unas veces entran en la poesía enarrativa y otras en la activa.

[p. 229]. [1] . Esta restricción la entiende el Pinciano en cuanto a la acción misma de la comedia o de la tragedia, pero no en cuanto a la extensión material del poema mismo, puesto que admite dramas irrepresentables y que llenan un libro; citando el más clásico ejemplo español de ellos: «Las fábulas trágicas y cómicas, bien se pudieran extender tanto como las épicas, cuanto al volumen de ellas, que ahí están la Celestina, que es muy larga, y también leí yo otra que dicen La Madre de Pormeno (¿será la Segunda Celestina, de Feliciano de Silva?), la cual era mucho más. Pero como estos tales poemas son hechos principalmente para ser representados, siendo largos, no lo pueden ser, representados digo, y pierden mucho de su sal... Conviene, pues, que la trágica y cómica tengan una justa grandeza, cuanto baste a entretener tener y no a cansar el auditorio, que será espacio de tres horas, antes que más, menos».

[p. 231]. [1] . No extiende esta licencia a la Historia Natural, pues dice, como podía esperarse de un fisiólogo y médico: «Y en lo que toca a la natural historia, es mal hecho escribir mala doctrina y falsa; y así no conviene que el poeta la altere, porque lo natural es perpetuo».

 

[p. 233]. [1] . Con la voz ditirámbica se expresa aquí el elemento lírico de la primitiva tragedia.

[p. 237]. [1] . Como para el Pinciano el metro no es esencial a la poesía, aunque la poesía en metro sea la más perfecta, admite también comedias en prosa: «y el día de hoy la usan los italianos con harta propiedad, allende de que, si miramos los metros de las comedias antiguas, son tales que parecen prosa; mas con todo eso, digo que cada uno puede hacer lo que quisiere en este particular, sin cometer yerro alguno».

[p. 237]. [2] . Sobre la poesía épica dominaron en el siglo  dos escuelas contrapuestas, la que pudiéramos llamar histórica y la novelesca o fantástica. Los principios de esta segunda pueden verse expuestos (mezclados, en verdad, con los de la escuela alegórica) en el prólogo del Bernardo , de Valbuena, el más feliz de los imitadores del Ariosto (1624). Valbuena, fundado en la autoridad de Aristóteles, excluye de los dominios poéticos «la historia verdadera, que no es sujeto de poesía, la cual ha de ser toda pura imitación y parto feliz de la imaginativa... Porque la poesía ha de ser imitación de verdad, pero no la misma verdad, escribiendo las cosas, no como sucedieron, que esa ya no sería imitación, sino como pudieron suceder, dándoles toda la perfección que puede alcanzar la imaginación del que las finge...; y así, para mi obra, no hace al caso que las tradiciones que en ella sigo sean ciertas o fabulosas, que cuanto menos tuvieren de historia y más de invención verisímil, tanto más se habrá, llegado a la perfección que deseo....»

Por el contrario, Baltasar de Escobar, en una especie de discurso o tratado sobre el poema épico que precede al Montserrate , del capitán Virués en la edición milanesa de 1602, recomienda como principal materia épica los asuntos históricos libre y poéticamente tratados, «reparando lo que los tiempos han arruinado en el edificio de la historia , más bien que levantando nuevas fábricas».

Estas dos teorías explican la elaboración de todos nuestros poemas por más de dos siglos.

[p. 239]. [1] . «La forma es más principal que el fin , cuando no son una misma cosa, y la forma de la Poética es la imitación, y el fin es la doctrina». (Ep. v.). Pueden citarse muchos pasajes análogos.

[p. 240]. [1] . La primera edición es de Murcia, por Luis Beros, 1617, en 8.º, 16 hs. prls. y 448; pero está muy añadida la segunda.

—Tablas Poéticas del Licd. Francisco Cascales. Añádese en esta II impresión: Epístola Q. Horatii Flacii de Arte Poética in methodum redacta, versibus horatianis stantibus, ex diversis tamen locis ad diversa loca translatis. Item: Novae in Grammaticam Observationes. Item: Discurso de la ciudad de Cartagena. Con licencia. En Madrid, por D. Antonio de Sancha. Año de MDCCLXXIX. 8.º, XXIV + 360 pp. La conversación de las Tablas se finge en el prado del Carmen de Murcia. Los interlocutores son Castalio y Pierio.

 

[p. 244]. [1] . Cascales concibe la epopeya como un verdadero Cosmos poético: «Siendo obra tan espaciosa y corpulenta, recibe muy fácilmente diversidad de cosas, porque en un poema heroyco andan Reyes, Príncipes, caballeros, labradores, rústicos, casados, solteros, mancebos, viejos, seglares, clérigos, frayles, ermitaños, ángeles, prophetas, predicadores, adivinos, gentiles, cathólicos, españoles, ithalianos, franceses, indios, húngaros, moros, damas, matronas, hechizeras, alcahuetas, profetisas, sibilas, descripciones de tierras, de mares, de monstruos, de brutos, y otras infinitas cosas, cuya diversidad es maravillosa y agradable». Cualquiera diría que esta descripción tan vasta y comprensiva habia sido hecha en presencia de las dos partes del Fausto. De fijo no se ajusta a Homero, ni a la Jerusalén, ni a la Eneida que eran los poemas que Cascales podía tener a la vista. Mas debió de recordar la intrincada selva de aventuras del Ariosto.

[p. 247]. [1] . Vid. Cartas Philológicas, es a saber: De Letras Humanas, varia erudición, explicaciones de lugares, lecciones curiosas, documentos poéticos, observaciones, ritos y costumbres, y muchas sentencias exquisitas. Auctor, el Licenciado Francisco Cascales. Segunda impresión. Con licencia. En Madrid por D. A. de Sancha, año de 1779. 8.º Páginas 371 a 406, donde están la carta de Sepúlveda y la réplica.de Cascales.

[p. 248]. [1] . Nueva Idea de la Tragedia Antigua, o Ilustración Ultima al libro singular de Poética de Aristóteles Stagirita, por D. Josepe Antonio Gonçalez Salas. Madrid, Francisco Martínez, 1633.

En 4.º, 5 hs. prls., 363 pp., 24 más con una declamación que se intitula El Theatro Scénico a todos los hombres, y 12 hojas con la Biblioteca Scripta, que es un catálogo de los autores que se citan en la obra, comenzando por Accio y acabando por Zósimo. Este libro, impreso con cierta elegancia tipográfica, como todos los de Salas, lleva grabadas las imágenes de Aristóteles, de Séneca y del siervo cómico.

—Nueva Ilustración, etc. Madrid, por don Antonio de Sancha, 1778, dos tomos, 8.º, el primero de 10 hs. prls., + 311 págs.; el segundo de 40 hs. prls. (Vida y escritos de González de Salas, por Cerda y Rico), + 281 páginas. Lleva añadido el texto latino de las Troyanas.

 

[p. 250]. [1] . «Tengan, pues, sabido cuantos llegaren a ver obra cualquiera de estas tenebrosas, que dentro de las tinieblas de su locución no hay otro tesoro sino el que suele hallarse entre la oscuridad de cuevas escondidas: ceniza y carbones». (Pág. 124, tomo I, edición de Sancha).

Secta abominable llama en otra parte al culteranismo, del cual él andaba tan contagiado sin repararlo. ¿Puede imaginarse vocablo más pedantesco que el de lucífugas para designar a los amantes de la oscuridad? ¡Así escribía siempre don Jusepe, predicando continuamente contra la afectación! En una de sus ilustraciones a Quevedo, dice que éste vence a los otros poetas españoles en muchas parasangas de exceso. De tales frases están sembrados sus escritos, por otra parte tan verdaderamente doctos y estimables.

Para completar la Poética, de Salas, hay que leer sus eruditas ilustraciones a las seis primeras Musas de Quevedo, que Salas publicó en 1648, con el título de Parnaso Español, monte en dos cumbres dividido. Y aconsejo leerlos en esta edición más bien que en las siguientes, que están llenas de groseras erratas, excediendo a todas en desatinos casi ininteligibles la de tomo III del Quevedo, de Ribadeneyra, que no pasó, como los dos primeros, por la docta corrección de don Aureliano Fernández-Guerra. ¡Lástima grande!

[p. 254]. [1] . Ferreira ha desarrollado una especie de poética clásica (síntesis de las ideas de los quinhentistas portugueses), en varias epístolas suyas. Véanse principalmente las dirigidas a don Simón de Silveira y a Diego Bernardes (págs, 131 y 66 del tomo II de la edición lisbonense de 1829 na Typographia Rollandiana ). Imita a Horacio, hasta copiarle las palabras:

       Do bom screver, saber primeiro he fonte...

Muestra cierta tendencia a preferir siempre el estudio al arte, tendencia bien natural en un espíritu didáctico, prosaico y juicioso como era el suyo, aunque alguna vez, sobre todo en la Castro, tuvo poesía.

[p. 256]. [1] . Uno de los libros que Cervantes debió de leer con más asiduidad es este comento de Herrera. Bien sabido es que de palabras de la epístola al Marqués de Ayamonte, que le precede, y del Discurso de Medina, tejió literalmente la dedicatoria de la primera parte del Quijote .

[p. 259]. [1] . Fernando de Herrera. Controversia sobre sus Anotaciones a las obras de Garcilasso de la Vega. Poesías inéditas. Año de 1870. Sevilla, imp. que fué de Geofrin. ( Edición publicada por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces. Contiene el Prete Jacopín y la réplica de Herrera, tomada esta última de un texto muy mendoso, pero hasta la fecha único).

[p. 259]. [2] . El original de El Culto Sevillano está en la Biblioteca Colombina. Acaba de ser impreso por los Bibliófilos Andaluces (Sevilla, 1883). Es la mejor escrita de todas las retóricas castellanas; pero no merece tanto encomio por la novedad de la doctrina. Lo que más la avalora es el buen juicio constante, la claridad del método, la hermosura del lenguaje, la viveza del diálogo y las curiosas noticias de historia literaria. Escribíase por los años de 1631.

[p. 259]. [3] . Especialmente en la carta al Conde-Duque de Olivares, que precede a la edición de los Versos de Fernando de Herrera, hecha en 1619 por Francisco Pacheco; y aun en los Avisos de las partes que ha de tener el predicador. (Ms. en la Biblioteca Nacional. Cc-128, y V-196.)

[p. 260]. [1] . Mal-Lara era grande humanista; pero al mismo tiempo (y quizá por eso mismo) uno de los mayores apasionados del arte y del saber popular, fenómeno que se da también en el comendador Hernán-Núñez, colector de nuestros refranes, y en Rodrigo Caro, ilustrador de los juegos de los muchachos. Creía Mal-Lara, y todo su inestimable libro de La Philosophía Vulgar (Sevilla, 1568) se encamina a probarlo, que

       «No hay arte o ciencia en letras apartada
       Que el vulgo no la tenga decorada».

Llamo la atención de los apasionados a lo que ahora se llama Folk-Lore sobre las siguientes ideas del Preámbulo , en que con tanta claridad se discierne el carácter espontáneo y precientífico del saber del vulgo, y se da por infalible su certeza, y se marcan las principales condiciones de esta primera y rápida intuición del espíritu humano: «En los primeros hombres.... al fresco se pintan las imágenes de aquella divina sabiduría heredada de aquel retrato de Dios en el hombre, no sin gran merced dibuxado... Se puede llamar esta sciencia, no libro esculpido, ni trasladado, sino natural y estampado en memorias y en ingenios humanos; y, según dize Aristóteles, parescen los Proverbios o Refranes ciertas Reliquias de la antigua Philosophía, que se perdió por las diversas suertes de los hombres, y quedaron aquéllas como antiguallas... No hay refrán que no sea verdadero, porque lo que dize todo el pueblo, no es de burla, como dize Hesiodo...». Libro natural llama en otra parte a los refranes, que él pretende emparentar nada menos que con la antigua sabiduría de los turdetanos: «Antes que hubiesse filósofos en Grecia, tenía España fundada la antigüedad de sus refranes.. ¿Qué más probable razón habrá que la que todos dizen y aprueban? ¿Qué más verisímil argumento que el que por tan largos años han aprobado tantas naciones, tantos pueblos, tantas ciudades y villas, y lo que todos en común, hasta los que en los campos apacientan ovejas, saben y dan por bueno?... Es grande maravilla que se acaben los superbos edificios, las populosas ciudades, las bárbaras Pyrámides, los más poderosos reynos, y que la Philosophía Vulgar siempre tenga su reino, dividido en todas las provincias del mundo...En fin, el refrán corre por todo el mundo de boca en boca, según moneda que va de mano en mano gran distancia de leguas, y de allá vuelve con la misma ligereza por la circunferencia del mundo, dejando impresa la señal de su doctrina... Son como piedras preciosas salteadas por ropas de gran precio, que arrebatan los ojos con sus lumbres».

Mal-Lara había pasado su vida enseñando las letras clásicas. ¿Quién se atreverá a decir que le apartasen de la comprensión y estimación de la ciencia popular, en la cual tanto se adelantó a su tiempo? Al contrario, de los antiguos aprendió el valor social e histórico de los proverbios o paremias.

La poesía popular tenía también admiradores que la defendían por razones estéticas. Fuera de algunos pasajes de Lope, el documento más notable y decisivo que yo conozco en esta materia es el prólogo del Romancero general , de 1604 (por Juan de la Cuesta), prólogo que algunos atribuyen a Salas Barbadillo, y que en realidad es digno de su elegante pluma: «Como este género de poesía no lleva el cuydado de las imitaciones y adorno de los antiguos, tiene en ella el artificio y rigor rhetórico poca parte, y mucha el movimiento del ingenio elevado, el cual no excluye a la arte, sino que la excede, pues lo que la naturaleza acierta sin ella es lo perfecto». Muchos debían de pensar así, puesto que las ediciones de los Romanceros se devoraban en seguida. Nótese (y es gran curiosidad) que las palabras del anónimo prologuista son casi las mismas que usó Montaigne en los Ensayos (1580-88), al tratar idéntica materia.

[p. 262]. [1] . El Exemplar Poético, de Juan de la Cueva, no se encuentra más que en tomo VIII del Parnaso Español , de Sedano.

[p. 263]. [1] . Cito siempre las Rimas , de los Argensola por la edición príncipe de Zaragoza, 1634.

[p. 272]. [1] . La mejor edición de la República literaria es de Madrid (Benito Cano, 1788, 4.º), con juiciosas notas, que generalmente se atribuyen al académico de la Historia Guevara Vasconcellos.

Al frente de la edición de Alcalá, 1670, 8.º, y repetido en otras posteriores, se lee un extraño Prólogo del Doctor don Francisco Ignacio de Porres, catedrático de griego en Alcalá, Al lector amigo de las Musas. Es pieza conceptuosa, en la cual el Dr. Porres, con pesadez bien ajena del libro que comenta, se propone demostrar que la República es una declamación paradoxal contra la ciencia, semejante a la que Carneades hizo contra la justicia. En este Prólogo hay algunas doctrinas literarias curiosas, verbigracia, que «no hace a la poesía el verso, sino la ficción imitadora, y que no es menos poeta Tertuliano en su Palio , Apuleyo en su Asno de Oro , que Homero en su Ilíada y Virgilio en su Eneida , porque la imitación es el alma y forma de la poesía». Lo cito para probar que en nuestras Universidades de fines del siglo XVII se mantenía sin contradicción la doctrina del Pinciano.

En atribuir la República Literaria a Saavedra, y no a don Juan Antonio de Cabrera (personaje desconocido), a nombre del cual la imprimió en 1655 don Melchor de Fonseca con el título de Juicio de artes y ciencias , ni tampoco al licenciado Pedro Fernández de Navarrete, a quien se la quiso adjudicar Bosarte en su Gabinete de lectura española (1793?) con levísimos fundamentos, sigo la común opinión de nuestros críticos, sin resolver la cuestión por ahora. La República es literariamente muy superior a las demás obras de Saavedra; pero por ningún concepto podemos creer capaz de escribirla al autor de la Conservación de Monarquías .

Hay una obra española muy semejante a la República en su objeto, traza y disposición, pero de crítica más viva, original y aguda. Es el Hospital das letras , de don Francisco Manuel de Melo. (Vid. A pologos Dialogaes compostos por D. Francisco Manoel de Mello... Obra posthuma. Lisboa Occidental, na officina de Mathias Pereira da Sylva e Joan Antunes Pedrozo, 1721, páginas 293 y ss.). En Melo (el hombre de más ingenio que produjo la Península en el siglo XVII, a excepción de Quevedo) se dió un fenómeno contrario al que generalmente se observa en nuestros escritores de aquella edad. Empezó por el culteranismo y por el conceptismo, y acabó por el decir mas llano y popular, y por la más encantadora y maliciosa sencillez, como es de ver en estos Apólogos y en la Guía de Casados.

 

[p. 275]. [1] . Geschichte de dramatischen Literatur und Kunst in Spanien. Von Adolph Friederich von Schak... Frankfurt, Verlag von Joseph Baer, 1854.

Tomo II, páginas 505 a 514. Kritische Opposition gegen das Spanische Nationalschauspiel.

Y en el Nachträge o Apéndice, passim.

[p. 275]. [2] . Las más antiguas reglas de poesía dramática que he visto impresas, son las pocas que se contienen en el Prohemio de Torres Naharro a su Propalladia.

Define la comedia «artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas disputado». Admite y sigue la división en cinco actos, sino que los llama jornadas , «porque más me parecen descansaderos que otra cosa». Sobre el número de personas enseña que «no deben ser tan pocas que parezca la fiesta sorda, ni tantas que engendren confusión... El honesto número me parece que sea de seis hasta doce». El único precepto de índole estética que Torres Naharro da es el del decoro o conveniencia, (quod decet): «El decoro en las comedias es como el gobernalle en la nao el cual el buen cómico siempre debe traer ante los ojos. Es decoro una justa y decente continuación de la materia; conviene a saber: dando a cada uno lo suyo, evitar las cosas impropias, usar de todas las legítimas, de manera que el siervo no haga actos de señor..., y el lugar triste entristecello, y el alegre alegrallo».

Propone una división de las «comedias que caben en nuestra lengua castellana: comedias a noticia y comedias a fantasía: las primeras de cosa nota y vista en realidad; las segundas de cosa fantástica o fingida, que tenga color de verdad, aunque no lo sea».

[p. 277]. [1] . Alusión evidente a Lope, cuyo Arte nuevo de hacer comedias estaba ya impreso.

[p. 280]. [1] . Discursos, epístolas y epigramas de Artemidoro. Sacados a luz por Micer Andrés Rey de Artieda. Zaragoza, Angelo Tavanno, 1605. 4.º, 8 hs. prls. y 128 pp.

[p. 284]. [1] . Personaje de una comedia de Lope: Ursón y Valentín.

 

[p. 285]. [1] . Las Eróticas y traducción de Boecio, de D. Esteban Manuel de Villegas... En Madrid, por D. Antonio de Sancha, 1774, tomo I, elegía VII, página 325 y siguientes.

La primera edición de las Eróticas es de Nájera, por Juan de Mongastón, 1618.

[p. 286]. [1] . El Pasajero. / Advertencias / utilíssimas a la / vida humana. / Por el Doctor Chris- / tóval Suárez de Figueroa. / A la Excelentíssima República de Luca. / Con Privilegio. / En Madrid, por Luys Sánchez, año 1617. 8.º, 4 hs. prls. y 493 pp. (Vide especialmente los alivios 2.º y 3.º, pp. 67 y 104).

[p. 287]. [1] . Las ideas doctrinales de Figueroa no merecen transcribirse aquí, porque son exactamente las mismas que las del Pinciano y Cascales, aunque más brevemente expresadas. Define la poesía «arte de imitar con palabras». «Imitar es representar al vivo las acciones humanas, la naturaleza de las cosas y diversos géneros de personas, como suelen ser y tratarse».

[p. 287]. [2] . Heráclito / i Demócrito / de nuestro siglo. / Descrívesse su legítimo Filósofo. / Diálogos Morales, / sobre tres materias, La Nobleza, La Riqueza, / i las Letras. / Dirigidos a D. Manuel Alvarez Pinto... / Por Antonio López de Vega. / Con privilegio. / Por Diego Díaz de la Carrera. / Año MDCXLI (1641). / A costa de Alonso Pérez, librero de su Majestad. 4.º, 13 bs. prls.+ 429 pp. de pésima impresión. Mayans, con hipérbole evidente, dice de Antonio López de Vega que «en el ingenio parece un Séneca, y en el decir le excede»; pero no cabe duda que es uno de los prosistas más personales , y al mismo tiempo más correctos del siglo XVII, y un pensador original a veces y agudo.

Sus obras deben reimprimirse, lo mismo que El Pasajero y el Posílipo , de Figueroa. (Vid. el dialogo II De las Letras, passim).

 

[p. 289]. [1] . Observación aplicable a la Juana de Arco , de Shiller.

[p. 289]. [2] . Entre los más, acérrimos defensores de la poética clásica entendida con el rnás rígido espíritu hay que contar a la poetisa hispalense doña Feliciana Enríquez de Guzmán, mujer de novelesca vida, que estudió y tuvo amores en Salamanca disfrazada en hábito de hombre, dando ocasión con sus verdaderos sucesos a la fábula dramática de Todo es enredos amor , que sirvió de materia a un episodio del Gil Blas . Esta singular mujer, cuyas aventuras refiere Lope de una manera algo confusa en el Laurel de Apolo , escribió con notable fanfarria y satisfacción de sí misma un poema dramático no menos singular, intitulado: Tragicomedia de los jardines y campos Sabeos, primera y segunda parte , con intermedios líricos y coros a la manera de los antiguos: obra muy rara, que se estampó en Lisboa, por Pedro Craesbeck, 1624.

La autora manifiesta sin ambages su deseo de «desterrar de España las comedias indignas de los Campos Elyseos»; se jacta de haber ganado la corona de laurel en la arte y preceptos de los cómicos antiguos a todas las comedias y tragedias españolas compuestas hasta los tiempos del magno Felipe IV de las Españas, y al principio de la tragicomedia escribe un prólogo en verso suelto que parece la antítesis del Arte nuevo de hacer comedias:

           «Cree nuestra poeta que ella ha sido
       La primera de todas en España
       Que, imitando a los cómicos antiguos,
       Propiedad ha guardado, arte y preceptos
       De la antigua comedia, y que ella es sola
       La que el laurel a todos ha ganado,
       Y ha satisfecho a doctos el deseo
       Que tenían de ver una que fuese
       Comedia propiamente, bien guardadas
       Sus leyes con rigor, porque hasta ahora
       Ni se ha impreso ni visto en los teatros.
       Unas veces Borbón da asalto a Roma,
       Y en Italia el Pontífice Clemente
       Corona a Carlos Máximo, y Florencia
       Contra su Duque y Médicis conjura,
       Y al rey de Francia prenden en Pavía:
       Otras ya Escipión entra en Cartago,
       Y Aníbal por Italia, y en España
       Los cónsules romanos hacen guerra.
       Otras ya el rey, Fernando entra en Sevilla,
       Y pide a Almuncamuz los cuerpos santos
       De Justa y de Rufina, y llega a Roma
       El bravo Cid Ruy Díaz, y por Francia
       Revuelve, y en León triunfa Fernando.
       Y el auditorio a todas estas partes
       Por Malgesí es llevado, o cual Perseo
       Por las veloces alas de Mercurio,
       O el rojo Apolo por su carro ardiente.
       Dejo que muchas veces el teatro
       Ya es sala, ya es jardín, ya plaza y calle,
       Ya ciudad, ya desierto, ya recámara,
       Ya templo, ya oratoria, ya floresta,
       Ya navío, ya mar, ya el propio cielo.
       Esto en cuanto al lugar , mas cuanto al tiempo
       
Es pasatiempo lo que en esto pasa.
        Una misma jornada, un mismo acto
       Casa a los padres, y a los hijos luego
       Saca de cuatro, diez y veinte años,
       Y junta sin poética licencia
       Unos siglos con otros...»

Nótese que doña Feliciana, al revés de los demás neoclásicos nuestros, da tanta importancia a la llamada unidad de lugar como a la de tiempo. De observar esta última en comedias de costumbres hizo no infrecuente alarde nuestro teatro nacional, y aun de reducirla a mucho menos de un giro solar, como es de ver en Los empeños de seis horas y en Cuánto cabe en hora y media, donde hasta hay un reloj en la escena para indicar el tiempo que va pasando. Uno de los últimos poetas de pretensiones terencianas en la teoría y en la práctica fué el ingeniosísimo novelista Salas Barbadillo, que así en sus largas comedias en prosa a imitación de la Celestina y de los italianos (a) [(a) No deben confundirse con sus entremeses en prosa, que llamó Comedias antiguas. Aquí me refiero únicamente a El Sagaz Estacio, a La Sagaz Flora y otras análogas], como en El galán tramposo y pobre, y en otras que compuso en verso, procuró (según él dice) «observar del arte antiguo todo aquello que no fuesse áspero ni desapacible para el siglo que corre».

Algunas comedias burlescas de nuestro Teatro, no las de Cáncer, que no tienen más objeto que excitar la risa a fuerza de disparates, sino El Caballero de Olmedo, de Monteser, y otras análogas, tienen un carácter tan decidido de parodias del sistema de Lope, que nos cuesta trabajo dejar de suponer alguna intención crítica en sus autores, contándolas entre los recalcitrantes de la escuela humanista

[p. 295]. [1] . Parte XV de sus Comedias. Prólogo.

[p. 295]. [2] . Prólogo dialogístico entre Un Poeta y el Teatro. Precede a la parte XIX de Comedias de Lope.

[p. 295]. [3] . Dedicatoria de la comedia Virtud, Pobreza y Mujer.

[p. 295]. [4] . Casi lo mismo dice en el prólogo de El Peregrino en su patria (tomo V de la ed.de Sancha): «Y adviertan los extranjeros de camino, que las comedias en España no guardan el arte, y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme a guardar los preceptos, porque, con aquel rigor, de ninguna manera fueran oídas de los españoles».

¡Siempre la preocupación del juicio de los extranjeros, es decir, de los italianos.

[p. 298]. [1] . Quintana practicó siempre este consejo de Jerónimo Vida, escribiendo sus odas en prosa antes de versificarlas, por contrario que esto parezca al movimiento de la inspiración lírica.

[p. 298]. [2] . En las dos inmensas colecciones de Lope pueden encontrarse (además

 del Arte Nuevo y de las censuras contra el culteranismo) muchos pasajes de índole estética. Ahora recuerdo las siguientes:

Tomo I. Obras sueltas, edición de Sancha.

En el Laurel de Apolo (silva 5.ª), una definición de la poesía:

           «Un arte que, constando de precetos,
       Se viste de figuras y concetos».

Epístola al Obispo de Oviedo, Fr. Plácido de Tosantos. En algunos tercetos se expone la doctrina platónica del amor y la belleza universal:

       «Amor puede mover el pensamiento
       Hasta llegar a Dios por la criatura».

Sonetos estéticos:

           «Quien dice que es amor cuerpo visible...
       Canta Amarylis y su voz levanta...
       De la beldad divina incomprehensible...
       Como de aquella imagen que recibe...»

El autor confiesa que tomó la idea de estos sonetos de Platón y de Marsilio Ficino.

Al mismo género pertenece el metafísico y enigmático soneto impreso con La Philomena:

           «La calidad elemental resiste
       Mi amor, que a la virtud celeste aspira...»

al cual hizo Lope un largo comento en prosa, dedicado a don Francisco López de Aguilar, y lleno de citas de Trimegisto, de Plotino, de Marsilio, del Areopagita, de San Hierotheo, y hasta de Theóphilo Folengo (poeta macarrónico) y del francés Desportes.

Epístola a don Diego Félix Quijada (Nuevas consideraciones platónicas sobre el amor).

Tomo II. La Hermosura de la Angélica, canto XIII. Octavas en alabanza y definición de la pintura

           «¡Oh pintura divina y milagrosa,
       Pues que ninguna acción humana imita
       Tanto a naturaleza prodigiosa!
       ¡ Ciencia sin fin, sin término, infinita:
       
Tú pones a los ojos cualquier cosa,


       Que debajo del sol y encima habita,
       Y tanto puedes, de tus sombras llena,
       Que engendras miedo, amor, contento y pena.»
       ..........................................

La Philomena, segunda parte. Es una apología de las obras de Lope en forma de contienda entre el Tordo (Rámila) y Philomena (el mismo autor). Nótense estos versos en defensa de la antigua poesía nacional:

           «... Con los versos extranjeros,
       En que Lasso y Boscán fueron primeros,
       Perdimos la agudeza, gracia y gala,
       Tan propia de españoles...
       Y así ninguno lo que imita iguala,
       Y son en sus escritos infelices,
       Pues ninguno en el método extranjero
       Puso su ingenio en el lugar primero».

Tomo III. La Dragontea. Prólogo de don Francisco de Borja, comendador de Montesa, con doctrinas muy amplias sobre la poesía épica, en la cual comprende hasta las novelas (romanzi) de los italianos. «Esta poesía es la más licenciosa de todas, porque debajo de estilo heroico no obliga a cosa particular».

Tomo IV. Rimas Humanas. Parte primera. Largo discurso dedicado a Arguijo. Lope admite la existencia de poemas que no sean heroicos o épicos a la manera antigua, y cuenta entre ellos su Angélica. Defiende la prosa poética que había usado en la Arcadia, a ejemplo de Sanázaro, cuya prosa tiene casi tantos epítetos como palabras.

En su segundo prólogo a las Rimas hace Lope calurosa y bellísima defensa de los romances: «Algunos quieren que los romances sean la cartilla de los poetas; yo no lo siento así; antes bien los hallo capaces, no sólo de exprimir y declarar cualquier conceto con fácil dulzura, pero de proseguir toda grave acción de nuestro poema. Y soy tan de veras español en esto, que por ser en nuestro idioma natural este género no me puedo persuadir que no sea digno de toda estimación». No he encontrado en Lope la calificación de Ilíadas sin Homero, atribuída a los romances; pero si no lo dijo, fué muy capaz de decirlo.

Cuestión sobre el honor debido a la poesía. Es una carta a Arguijo. «Ser arte es infalible, pues consta de preceptos... Muchos la han aborrecido, en la parte que también Platón la reprehende, cuando imita enojosamente las costumbres... El llamarla algunos Padres error e insania, debe entenderse por aquel tiempo en que los poetas llamaban a Jove omnipotente, escribían los vicios y torpezas de sus dioses, juraban por Cástor y Hércules... Castísimos son aquellos versos que Ausías March escribió en lengua lemosina, que tan mal, y sin entenderlos, Montemayor traduxo...»

Tomo V. Prólogo de El Peregrino en su patria y el libro IV de la misma novela, donde hay al principio una larga digresión sobre el amor, con doctrina tomada del Convite platónico. En el libro VI leemos: «Son materia del arte cosas verisímiles, que han sido, que pueden ser o que hay fama de su noticia».

Tomo VI. La Arcadia. En el libro III (pág,. 233) se encuentra una larga discusión sobre la poesía, en que predomina el sentido científico: «No solo ha de saber el poeta todas las ciencias, o a lo menos principios de todas, pero ha de tener grandísima experiencia de las cosas que en tierra y mar suceden...; ha de saber ni más ni menos el trato y manera de vivir, y costumbres de todo género de gente; y, finalmente, todas aquellas cosas de que se habla, trata y vive, porque ninguna hay hoy en el mundo, tan alta o tan ínfima, de que alguna vez no se le ofrezca tratar, desde el mismo Criador hasta el más vil gusano de la tierra...» En boca de otro personaje pone la opinión contraria.

Pág. 410, Octavas sobre la Retórica.

Pág. 417. Idem sobre la Música.

Pág. 420. Idem sobre la Poesía.

Tomo VII. La Dorotea. El prólogo, aunque lleva la firma de don Francisco López de Aguilar, es de Lope. He visto el borrador autógrafo de su letra. Dice de la Poesía que es arte que todos los incluye. Defiende los poemas en prosa, «que si alguno pensase que consistía en los números y consonancias, negaría que fuese ciencia la Poesía...; el ornamento de la armonía está allí como accidente, y no como real substancia». Adelantándose a modernísimas escuelas, recomienda la prosa para el drama realista, «porque siendo la Dorotea tan cierta imitación de la verdad, le pareció que no lo sería hablando las personas en verso, como las demás que ha escrito... Si algún defecto hubiese en el arte... sea la disculpa la verdad; que más quiso el poeta seguir la que estrecharse a las impertinentes reglas de la fábula»

En el acto quinto está, el famoso madrigal platónico:

       «Miré, señora, la ideal belleza...»

comentado en admirable prosa.

Tomo VIII. Prólogo de las Novelas, de las cuales dice que tienen los mismos preceptos que las comedias.

Prólogo de El castigo sin venganza.

Tomo IX. Égloga a Claudio. Elegía en la muerte del célebre músico Juan Blas de Castro.

Tomo XI. El Isidro. Prólogo en defensa de las antiguas coplas castellanas: «No pienso que el verso italiano haga ventaja al nuestro...»

La Justa poética a San Isidro tiene también un prólogo, en que se trata de averiguar si los antiguos poetas españoles fueron más excelentes que los modernos.

Tomo XII. Fiestas a la canonización de San Isidro. En el prólogo, doctrinas literarias sobre la historia: La Historia pertenece a la vida.

Tomo XVII, pág. 304. Silva sobre la Pintura, a Vicencio Carducho.

Elogio notable que Carducho hace de Lope como colorista.

Discurso de Lope sobre la nobleza de la pintura.

Extenso prólogo de Lope para el comentario de Faria a Los Lusiadas.

Tomo XVII. Rimas de Burguillos. En un soneto, comparación entre la Pintura y la Poesía:

       «Marino, gran pintor de los oídos,
       Y Rubens, gran poeta de los ojos...»

En cuanto a la parte dramática, recomiendo los prólogos de los tomos XI, XII, XIII, XIV, el Diálogo entre el Teatro y el Forastero (parte XIV), y sobre todo el Diálogo entre el Poeta y el Teatro (parte XVI) y las dedicatorias de La Pobreza estimada («Fundamento de la Poesía es la Filosofía»), Virtud, Pobreza y Mujer, D. Juan de Castro («La Historia y la Poesía todo puede ser uno, habiendo historia en verso y poesía en prosa»). La Campana de Aragón, La Arcadia, Santiago el Verde, El Hijo de los Leones, La Mal Casada, El verdadero Amante, Los locos de Valencia (dirigida a un francés, con quien se disculpa de la inobservancia del arte), Lo cierto por lo dudoso, etc., etc.

[p. 303]. [1] . Creo que no ha llegado a nuestros días ningún ejemplar de la Spongia. Afortunadamente podemos formarnos idea de lo que fué por la Expostulatio Spongiae, de la cual se ha salvado un ejemplar en la Biblioteca Nacional: —Expostulatio / Spongiae a Petro / Turriano Ramila / nuper evulgatae. / Pro / Lupo a Vega Carpio, Poetarum / Hispaniae Principe. / Auctore / Julio Columbario / B / M. D. L. P. / Item Oneiropaegnion / et / varia / Illustrium Virorum / Poemata / In laudem ejusdem / Lupi a Vega V. C. / Tricassibus, / sumptibus Petri Chevillot / Anno / MDCX VIII. / Cum Privilegio Regis.

» Magistri Alphonsi Sanctii V. Eruditissimi et Sacrae Linguae in Comp. Academia Professoris publici Primarii, Appendix ad expostulationem spongiae.

» I. Artes a natura profectas.

»II. Licere prudenti doctoque in repertis artibus mutare plurima.

»III. Non debere naturam ubique servare artem aut legem, sed dare.

»IV. An Lupus novam poematis artem possit condere.

»V. An Lupus possit nova nomina invenire.

»VI. In Lupo omnia secundum artem et quod ipse sit ars.

»VII. Lupum veteres omnes poetas natura superasse.

»Leges enim dat natura, non accipit. Constat enim homines experientia et ratiocinando multa invenisse, ex quibus paulatim artem posteris reliquerunt, imperfectam primo et rudem, quam alii postea expoliverint et perfecerint... Cum ars imitetur naturam, ut scriptum reliquit Aristoteles, ille melior artifex erit, qui proprius naturae accesserit... Non alterius naturae nos Hispanos Deus effinxit: nos quoque homines sumus et romani cives... Romana jura tuemur, communia nobis et Horatio... Non ergo erit ars certa, ad quam nostra componamus?... Est ars, sunt praecepta quae nos astringunt ut quod naturam oporteat imitari: exprimunt enim naturam, mores et ingenia saeculi quo scripserunt, opera poetarum...

»Id sibi ille prae modestia non arrogat, quamvis praecepta tradiderit more Horatiano. Ego tamen libenter do quod prius illi natura concessit. Ille excusat comoedias ita inventas prosecuutum, ne a more patrio discederet, non esse tamen veteri modo a se compositas. Sed quid ad te, magne Lupe, comoedia vetus, qui meliora multo, nostro saeculo tradideris, quam Menander, Aristophanes et alii suo... Multa ab illo prodita, praeter veteres leges poetarum, sed non contra... Scriptum reliquit Cicero, illum esse bonum oratorem qui multitudini placet. Consule, ergo, multitudinem: nemo discrepat...Sic ergo ut Rex, jus dicit poetis, ipse supra jus poetarum, ipse sibi ratio normaque poematis: quod sibi visum id ratum, firmumque esto.. Sic rex jubet... Lupus rebus omnibus quae meliores esse probantur, nomen imposuit suum, et habent, et hunc dubitas novam poeseos artem posse condere? Id modo flagitat natura, postulat saeculi conditio, res denique poscunt... Ciceronis orationes hodie in admiratione habemus, si tamen a Diis Manibus venisset Cicero et in Complutensi Theatro unam ex illis repeteret, praemolesti omnes dilaberentur...

»Non solum ergo novam artem posse tradere ad poemata judico, sed omnibus eum tanquam artem et poetices omnis regulam proponerem, quem sequi imitarique deberent. Quae, enim, facit, ea hodie natura, mores et ingenia poscunt, ergo arte facit, quia sequitur rerum naturam: contra si ad regulas veterumque leges Hispanice componeret, contra naturam rerum et ingenia faceret, quia ars ab ingenio et natura proficiscitur, et vetera illa non capiunt nostri saeculi ingenia.

»Ipse videtur natura ipsa eloquens quae se exprimit... Corpus vero poematis, sic ornat, componit et illustrat ut nihil a Symmetria et pulchritudine discrepet: summo sic aptat ut non ab humano ingenio, sed ab ipsa natura profectum esse videatur... Vive diu

           «Vir Celtiberis non tacende gentibus,
       »Nostraeque laus Hispaniae»,

Te Musarum chorus adoret, Apollo illis praesidere te annuat, et in magno deorum concilio aurea sede juxta se Jupiter assidere jubeat inter duas perpetuas comites, Minervam et Venerem, Gratiis, Musis, Deabus acclamantibus. Dicite:

»Io Paean».

El entusiasmo, o, mejor dicho, la idolatría, bien manifiesta en todo este ardorosísimo ditirambo, llegó en algunos a tan risible extremo, que la Inquisición de Toledo tuvo que recoger en 1647 una parodia del Credo , que empezaba: «Creo en Lope de Vega todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra». La gloria del grande inventor había sido tal, que insensiblemente llevaba los espíritus a la apoteosis. En una edad no cristiana, hubiera sido convertido en mito y se le habrían levantado templos como a Homero.

El extremo a que llegó la venganza de los amigos de Lope contra Rámila, sólo se comprende en presencia del grabado que llevan las primeras ediciones de la Dorotea y, representa un escarabajo (Rámila) muerto al pie de un rosal, porque le envenenó el olor de las rosas. Al pie este dístico:

       «Audax dum Vegae irrumpit Scarabaeus in hortos,
       Fragantis periit victus odore rosae».

[p. 308]. [1] . Norte de la Poesía Española, illustrado del sol de doce comedias (que forman segunda parte), de laureados poetas Valencianos, y de doce escogidas Loas y otras Rimas a varios sujetos sacado a luz, ajustado con sus originales por Aurelio Mey... Año 1616. Impreso en Valencia en la impresión de Felipe Mey. (El Apologético ha sido reimpreso por Schack (Nachträge, páginas 52 a 56) y por Mesonero Romanos (Dramáticos contemporáneos de Lope de Vega, tomo I).

[p. 309]. [1] . A estos ejemplos tan decisivos, derivados de un conocimiento libre y directo de la verdadera antigüedad, llama razones sofísticas el señor Mesonero Romanos, deslumbrado por el falso clasicismo moratiniano que imperaba en su juventud.

[p. 310]. [1] . Otro poeta de la escuela valenciana, el mayor de todos, Guillén de Castro, en su comedia de El Curioso Impertinente (tomada de la novela de Cervantes), hace la apología del Teatro español con los mismos argumentos que Ricardo del Turia:

       «................. Si examinadas
       Las comedias, con razón
       En las repúblicas son
       Admitidas y estimadas,
           Y es su fin el procurar
       Que las oiga un pueblo entero,
       Dando al sabio y al grosero
       que reír y que gustar,
          ¿Parécete discreción
       El buscar y el prevenir
       Más arte que el conseguir
       El fin pata que ellas son?»

A la escuela de Valencia pertenece también un donoso romance de don Carlos Boyl Vives de Canesma: «A un licenciado que deseaba hacer comedias». (Vid. Norte de la Poesía española... Segunda parte de laureados poetas valencianos, 1616). Es una especie de poética dramática.

[p. 311]. [1] . Cigarrales de Toledo. 1.ª parte. Compuestos por el Maestro Tirso de Molina. Natural de Madrid, En Madrid, por Luys Sánchez: Año de 1631. 4.º —Barcelona, por Jerónimo Margarit, 1631. 4.º

Salvá cita una primera edición de 1621 pero nos da pocas señas de ella porque su ejemplar estaba falto de preliminares.

[p. 314]. [1] . Su verdadero autor, don Gabriel de Moncada, que, después de una vida tormentosa, murió santamente en el convento de capuchinos de la Paciencia.

[p. 314]. [2] . Véanse los tomos XIX, XX y XXI de las Obras sueltas de Lope, publicadas por Sancha

[p. 314]. [3] . Essequie Poetiche, ovvero lamento delle Muse italiane in morte del signor Lope de Vega... Rime e Prose raccolte dal signor Fabio Franchi Perugino (en el tomo XXI de Lope). Todo este tomo, especialmente la bella elegía de Fulvio Testi y el ingeniosísimo Ragguaglio di Parnasso , de Fabio Franchi, es de excepcional importancia para el estudio de nuestra acción sobre la literatura italiana.

[p. 315]. [1] . El mejor príncipe Trajano Augusto: su filosofía política, moral y económica deducida y traducida del panegírico de Plinio, ilustrado con imágenes y discursos: Al excelentísimo Sr. D. Gaspar de Guzmán...Autor el licenciado D. Francisco de la Barreda. Con privilegio, en Madrid, por la viuda de Cosme Delgado, año 1622. 8.º, 146 hs., sin contar siete de principios.

Reimpreso en el siglo pasado con este título:

«EI panegírico de Plinio en castellano, pronuciado en el Senado en alabanza del mejor priricipe Trajano Augusto. Madrid, 1787, en la imprenta de D. Antonio Espinosa. 4.º, 308 pp.

El señor Cánovas, en el notabilísimo discurso que leyó este año (1884) en la apertura de cátedras del Ateneo de Madrid, menciona, como la apología más digna de consideración por su valor crítico de cuantas se hicieron de nuestra antigua escena, la contenida en el Epítome de los hechos y dichos del Emperador Trajano (Valladolid, 1654), obra póstuma de un don Luis de Morales Polo, Maestre de Campo, cuya muerte gloriosa refiere luego. Hasta la hora presente no ha caído en mis manos el libro de Morales Polo; pero me parece tan singular el hecho de que dos autores hayan coincidido en tratar con el mismo criterio una materia tan inconexa de los hechos del emperador Trajano, como lo es la apología de la comedia española, que casi me doy a sospechar que el libro de Morales Polo sea un plagio del de Barreda, muy anterior en su fecha. (Nota de la 1ª. edición).

Para esta segunda edición he tenido presente el Epítome de Morales Polo, reimpreso por don Antonio Valladares de Sotomayor en 1806. La apología de las comedias españolas (pp. 82-99) es, en efecto, un extracto de la del Licdo. Barreda; hecho, por lo general, con las mismas palabras. Difiere sólo en un punto incidental: Barreda censura las comedias de Santos, y por el contrario, Morales Polo las aprueba y celebra. También merece notarse esta definición original de la comedia, «un convite que el entendimiento hace al oído y a la vista». «Hay en ella (añade) la diversidad y hermosura de platos siguientes: el primero, la magestad, el esplendor y grandeza del poema épico, las flores, las dulzuras sonoras y bien limadas de lo lírico: tienen las fábulas sus episodios y tal vez su verdad de historia, como el épico: tienen las veras, la severidad, las burlas y saynetes de lo cómico, lo picante y libertado de lo satírico: esto con grande rebozo, y no con aquella libertad y deslumbramiento antiguo; de manera que en nuestros tiempos ha sido más que en otros perfecta la comedia, porque consta y se compone de toda la poesía».

[p. 318]. [1] . Sin embargo, Barreda, en otro lugar, aboga por el uso de los coros.

[p. 320]. [1] . En el discurso 1º. «Del lustre de la Eloquencia en la edad de los Romanos, y razones de su obscuridad en la nuestra», encontramos estos atrevidos conceptos: «Es imposible sea elegante y culta la oración si no lo es la cosa de que se trata... Llevábannos esta ventaja los oradores antiguos... tuvieron vacío en que extender las alas».

[p. 320]. [2] . Joannis Caramuelis / Primus Calamus / ob oculos exhibens / Rhythmicam / quae Hispanicos, Italicos, Gallicos, Germanicos, etc. versus metitur; / eosdemque concentu exornans, viam aperit, ut Orientales / possint populi / Hebraei, Arabes, Turcici, Persici, Indice / Sinenses, Japonici, etc., conformare, aut etiam / reformare proprios Numeros. / Editio secunda. / Duplo auctior... Campaniae, Ex Officina Episcopali, 1668, / Superiorum permissu.

Fol. 6 hs. sin foliar + XLVIII de preliminares + 740 pp.

Es libro farragoso y desordenadísimo, pero que contiene preciosos materiales para nuestra historia literaria, pudiendo considerarse como una enciclopedia métrica, autorizada con innumerables ejemplos de poetas de varias naciones y lenguas, incluso el inglés, el alemán y el húngaro, pero predominan los castellanos, que principalmente están tomados de Lope de Vega, Quevedo, Góngora y el Príncipe de Esquilache.

El libro primero es un tratado de prosodia y ortografía que, empezando por tratar de las vocales y de las consonantes, acaba con la doctrina del acento, de la consonancia y de la asonancia.

El segundo trata, en particular, de todos los géneros de versos y combinaciones de estrofas, en que bien puede decirse que apura la materia, haciendo el inventario de todas las que hasta entonces se habían usado en España y en Italia.

El tercero es una silva de consonantes, divididos en oxítonos, paroxítonos y proparoxítonos, a la cual siguen otras silvas de consonantes verbales, de nombres propios, de palabras equisonantes, y finalmente, de disonancias.

Termina el libro con diez extensas cartas sobre asuntos de poesía, dirigidas por Caramuel a varios amigos. En la veintiuna está la apología del teatro de Lope de Vega, cuyo Arte nuevo de hacer comedias inserta y comenta. (De Arte condendi comoedias disserit, et ejus Leges et Regulas non violasse, sed correxisse Lupum de Vega evidenter ostendit). Los argumentos son los que hemos visto ya en Alonso Sánchez y en Tirso. La conclusión es ésta: «Illae quas praescripserunt veteres non sunt artis regulae, sed errores artificum... Artem comoedias scribendi ignorarunt Antiqui: primus invenit Lupus, quem hodie sequuntur universi.

La epístola tercera es un estudio de las poesías del bachiller Francisco de la Torre, bajo el aspecto métrico. En la octava hace el mismo estudio sobre las de Quevedo.

Ioannis Caramuelis / Primus Calamus / ob oculos ponens / Metametricam / quae variis / currentium, recurrentium, adscendentium, descendentium, / necnon circumvolantium versuum ductibus, / aut aeri incisos, aut buxo insculptos, / aut plumbo infusos, / multiformes / Labyrinthos / exornat. / Romea / Fabius Falconius excudebat anno MDCLXIII.

Esta segunda parte, cuyo extraño contexto puede inferirse de la portada, tiene menos aplicación a nuestro objeto.

[p. 322]. [1] . Vid. Gallardo, Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos , tomo I, artículo Alcáizar (José). El manuscrito que vió Gallardo pertenecía a la biblioteca doméstica de los jesuítas de Madrid.

[p. 323]. [1] . Son dignos de trasladarse estos dísticos en que define Caramuel la comedia:

           «Humanae est vitae speculum comoedia: monstrat
       Quaeve ferat juveni commoda, quaeve seni.
           Quid praeter lepidosque sales, excultaque verba,
       Et genus eloquii, purius inde petas.
           Quae gravia in mediis occurrant lusibus et quae
       Jucundis fuerint seria mixta jocis.
           Quàm sint fallaces servi, quàmque improba semper,
       Fraudeque et omnigenis foemina plena dolis.
           Quam miser, infelix, stultus et ineptus amator,
       Quám vix succedant, quae bene coepta putes».
                                                  (Ed. 2.ª - Campaniae 1668 - Pag. 696)

[p. 323]. [2] . Dice hablando de Lope: Huic debetur prorsus Comoedia Hispana, in qua compensatis nonnullis levioribus vitiis cum maioribus et pluribus virtutibus, absque controversia regnamus.

Nada he dicho en esta obra de los escritores que en pro o en contra discurrieron sobre la licitud de las representaciones dramáticas y sobre su valor ético, con argumentos muy semejantes a los que en Francia se adujeron en las dos célebres controversias de Bossuet con el P. Caffaro, y de Rousseau con D'Alembert. En rigor, esta cuestión no pertenece a la Estética, que no da luz ni principios para resolverla, sino a la ciencia de las costumbres, a la Ética. Lo contrario sería involucrar dos criterios distintos, haciendo que el uno y el otro padeciesen y se maleasen de resultas de la mezcla. Por otra parte, en la España del siglo XVII, los teólogos que combatieron el teatro prescindían en absoluto de su valor como creación artística, limitándose a repetir las invectivas de los Santos Padres contra los espectáculos, o acusándolos de ser cátedra de pestilencia y oficina de deshonestidades. Los defensores, por el contrario, aceptando el principio de la trascendencia moral de la comedia, hacían mucho hincapié en considerarla como escuela de costumbres. Ni unos ni otros hacían aplicación de sus ideas abstractas a las obras que real y verdaderamente se representaban, de donde nacía el que se extremasen ciega y fanáticamente en el encomio o en la censura genéricas e indeterminadas. Por otra parte, tampoco se levantaban hasta explicar las relaciones metafísicas entre el bien y la belleza, por lo cual su argumentación carecía de todo valor científico. El que quiera enterarse de todos los pasos que siguió esta célebre controversia, deberá consultar con particular ahinco las obras siguientes:

—Joannis Marianae è Societate Jesu Tractatus VII... Coloniae Agrippinae, sumptibus Antonii Hierati, 1609. Tratado III De Spectaculis (pp. 127 a 188). Libro de admirable latinidad, como todos los de su autor, y notable singularmente por la belleza de frases con que describe los efectos enervadores del deleite. El mismo autor tradujo al castellano esta obra con el título de Tratado de los juegos públicos (Vid. Obras del P. Mariana , edición Ribadeneyra, tomo II, pp. 413 a 462), añadiéndole un capítulo entero, algo inconexo, pero de ardorosísima elocuencia y de grande alcance político y social, sobre el estado presente de las cosas en España. La erudición clásica del P. Mariana le mueve en lo restante del libro a deleitarse mucho en noticias históricas de los espectáculos antiguos, olvidando casi por completo los de su tiempo.

—Tratado de las comedias en el qual se declara si son lícitas. Y si hablando en todo rigor será pecado mortal el representarlas, el verlas y el consentirlas. Por Fructuoso Bisbe y Vidal (seudónimo del jesuita Juan Ferrer). Va añadido un sermón de las máscaras y otros entretenimientos, por el P. Diego Pérez. Barcelona, Jerónymo Margarit , 1618, 8.º, 16 hs. prls. y 113 folios. (Copio de Salvá esta portada, porque a mi ejemplar le falta la primera hoja). Es, de todos los impugnadores de las representaciones escénicas que yo he leído, el que trata el asunto con mayor sensatez y templanza; pero para la historia del teatro sirve poco, y para la Estética nada. —Epístola de Cascales al Apolo de España Lope de Vega, en defensa del teatro, que se había suspendido en Murcia a instancias de algunos predicadores. (Vid. Cartas Philológicas, ep. III de la 2.ª Década).

—Defensa de libros fabulosos y poesías honestas, y de las comedias que ha introducido el uso en la forma que hoy se representan en España, por don Luis de Ulloa Pereyra, al fin de sus Obras, ed. de 1674 (pp. 332 y ss.).

—Apelación al tribunal de los doctos, justa defensa de la Aprobación a las comedias de D. Pedro Calderón de la Barca, impressa en 14 de Abril del año de 1682. Obra póstuma del trinitario Fr. Manuel de Guerra y Ribera, admirador apasionado de Calderón; 1752. Este libro responde a otro titulado:

—Discurso Theológico y político sobre la Apología de las comedias que ha sacado a luz el P. Manuel Guerra, con nombre de aprobación de la quinta y sexta parte de las Comedias de D. Pedro Calderón de la Barca. Por D. Antonio de la Puente Hurtado de Mendoza.

De otros escritos de menos importancia dan razón Ticknor, Schack y el primer tomo del Origen del histrionismo , de Pellicer, donde hay una larga relación de las providencias oficiales relativas al teatro, y de las consultas y deliberaciones de los teólogos, que siempre anduvieron discordes en este punto.

Llamo la atención sobre el discurso de Cascales por una circunstancia notable, que viene a desmentir la idea que de su rigorismo clásico hubiéramos podido formarnos por las Tablas Poéticas. Me refiero al elogio que hace de Lope de Vega «como el que más ha ilustrado la poesía cómica en España, dándole la gracia, la elegancia, la valentía y ser que hoy tiene».

[p. 329]. [1] . Ateísmo le llamaba Cascales.

[p. 331]. [1] . Censura de «Las Soledades», «Polifemo» y obras de don Luis de Góngora, hecha a su instancia por Pedro de Valencia, cronista de su Majestad. Madrid, 30 de junio de 1613. (Manuscrito que posee mi amigo y maestro don Aureliano Fernández-Guerra. Es copia hecha entre los años 1613 y 1620, y autorizada por el mismo Pedro de Valencia., que en ella estampó su firma. Encabeza una colección de Poesías satíricas de Góngora, mandadas copiar por un Alcalde mayor de Almería en 1663).

[p. 332]. [1] . Juez de Cruzada en Andújar.

[p. 333]. [1] . Vid. las cartas VIII, IX y X de la primera serie de las Philológicas, donde está la réplica de Villar y la contrarréplica de Cascales. Y además:

—Epístolas satisfactorias. Una a las objeciones que opuso a los Poemas de D. Luis de Góngora el L. Francisco de Cascales, catedrático de Retórica de la santa Iglesia de Cartagena... Otra a las proposiciones que contra los mismos Poemas escribió cierto sujeto grave y docto, por D. Martín de Angulo y Pulgar, natural de la ciudad de Loja... Con lic., en Granada, en casa de Blas Martínez... Año de 1635. 8.º, 55 hs. sin contar cinco de preliminares. El autor se equivoca contando entre los secuaces de Góngora al Príncipe de Esquilache y a Pedro de Valencia, que abominaron siempre del nuevo estilo, a Arguijo, al Maestro Baltasar de Céspedes, y a otros muchos de firme doctrina y purísimo estilo. Se conoce que a todo trance quería engrosar el número de los parciales de su ídolo. Cita como autores de apologías por Las Soledades al sabio abad de Rute, don Francisco de Córdoba, al licenciado Pedro Díaz de Rivas (comentador del Polifemo) y a don Francisco de Amaya, oidor de Valladolid (comentador de la Soledad primera).

Los preliminares de la Égloga fúnebre , impresa en 1638, son importantes para la biografía de Góngora.

[p. 334]. [1] . Rimas / de / D. Juan / de Jáuregui. / Con / privilegio. / En / Sevilla / por Francisco de Lyra Varreto, Año / MDCXVIII. 4. º, 16 hs. prls., 307 pp de texto y 6 hs. de Tabla.

En el ejemplar que poseo, después del nombre de Jáuregui, se lee de letra del tiempo «Príncipe de los poetas españoles de nuestro tiempo»; lo cual indica que Jáuregui tuvo su pequeña iglesia poética, distinta de la de Lope y de la de Góngora.

[p. 335]. [1] . Discurso / Poético / de D. Juan de Jáuregui. / Al Excelentísimo Señor / D. Gaspar de Guzmán, Conde de Olivares, / Sumiller de Corps, Cavallerizo mayor del Con- / sejo de Estado y Guerra de su Majestad, gran Canciller de las Indias, Alcayde perpetuo / de los Alcázares de Sevilla Comendador / mayor de Alcántara, &&. / Con privilegio, / en Madrid, por Juan González. Año MDCXXIII. 4 o, 40 pp. (Biblioteca de don Aureliano Fernández-Guerra, quien me le ha franqueado con su acostumbrada bondad y celo por las buenas letras y por las glorias de nuestros mayores).

[p. 340]. [1] . Alusión a los de Lope de Vega, tachado de primer fautor del prosaísmo. Este pasaje es profético respecto de la literatura del siglo pasado.

[p. 344]. [1] . Examen del Antídoto, o Apología por «Las Soledades». El Antídoto es otro opúsculo atribuido a Jáuregui. Hay copia antigua en la Biblioteca Nacional. El Contraantídoto le he visto sólo en la biblioteca de los Duques de Gor (Granada).

[p. 345]. [1] . Es notable este pasaje de la segunda carta, nuevo testimonio de lo vulgarísima que era entre nuestros críticos la doctrina de la poesía en prosa: «El modo métrico y harmónico no es esencial al arte... Luego la esencia de la poesía no es el verso, como se ve en Heliodoro, Apuleyo, las Prosas de Sanázaro y Piscatorias del San Martino».

Las obras sueltas de Lope están sembradas de ataques contra el culteranismo. Ahora recuerdo los siguientes:

Tomo I. Sonetos satíricos:

           «Boscan, tarde llegamos. ¿Hay posada?..
       
Cediendo a mi descrédito anhelante.
        ...................................... »

Epístola a D. Francisco de Herrera Maldonado:

           «Gente ciega, vulgar, y que profana
       Lo que llamó Patón culteranismo.
       ......................................
           Yo la lengua defiendo, que es la mía:
       Pretendo que el poeta se levante,
       No que escriba poemas de atauxía.
           Con la sentencia quiero que me espante
       De dulce verso y locución vestida,
       Que no con la tiniebla extravagante.
       ......................................
           Yo voy con la doctrina castellana,
       Que fray Angel Manrique me aconseja
       Por fácil senda, permitida, llana.
       ..........................................................»

Epístola al Dr. Gregorio de Angulo

Tomo VII. Toda la escena segunda del acto cuarto de la Dorotea , bien inoportunamente intercalada en una obra dramática, es de burlas contra el gongorismo.

En el tomo XII se lee el parecer del cisterciense Fr. Angel Manrique contra los poetas atentos sólo «a esconder la sentencia, si es que tienen alguna, en la escabrosidad del estilo».

Tomo XIX. Muchos sonetos de las Rimas de Burguillos son parodias del estilo culto.

Las epístolas en prosa pueden verse en los tomos I y IV de la edición de Sancha. El señor de estos reinos premió el trabajo de Lope con la dádiva de las obras de Justo Lipsio, edición plantiniana, y de los Monumenta humanae salutis, de Arias Montano.

[p. 347]. [1] . Todos sus rasgos de crítica literaria se encuentran reunidos y admirablemente ilustrados en el tomo II del Quevedo de don Aureliano Fernández-Guerra. (Biblioteca de AA. Españoles, pp. 463 a 501).

[p. 348]. [1] . Lusiadas / de Luis de Camoens, / Príncipe de los Poetas de España. / Al Rey N. S. Felipe I V el Grande. / Comentadas por Manuel de Faria i Sousa, cavallero de / la Orden de Christo, i de la Casa Real /...Año 1639. / Con privilegio. En Madrid, / por Juan Sánchez. A costa de Pedro Coello, mercader de libros.

Cuatro tomos folio; II hs. prls. + 551 pp. el primer tomo, 651 el segundo, 527 el tercero, 670 el cuarto, y 16 hs. más de índices. Papel e impresión detestables, y no son mejores los grabados en cobre.

—Rimas / varias / de / Luis de Camoens, / Príncipe de los Poetas Heroycos, / y lyricos de España. / Ofrecidas / al muy ilustre señor / D. Ivan de Sylva / Marquez de Gouvea... / Commentadas / por Manuel de Faria y Sousa, Cavallero de la Orden de Christo. / Tomo I y II. / Que contienen la primera, segunda y tercera Centuria / de los Sonetos. / Lisboa. / Na Imprenta de Theotimo Damaso de Mello, Impresor de la Casa Real. Año 1685. Fol.,23 hs. prls. y 356 pp. Este tomo contiene los sonetos.

—Rimas / varias... ofrecidas al muy ilustre señor / García de Melo / ...Tomos III, IV y V. Segunda parte... Lisboa... /En la Imprenta Craesbeckiana. Año MDCLXXXIX. Fol., 2 hs. prls. y 339 páginas.

Contiene las canciones, odas, sextinas, elegías, octavas y las primeras ocho églogas. Este comentario quedó sin acabar. 

[p. 349]. [1] . Entre los partidarios de la doctrina alegórica debe contarse también a Valbuena en su Bernardo, y al encubierto autor de La Pícara Justina (el dominico Fr. Andrés Pérez). Uno y otro se toman el trabajo de poner al fin de cada canto o capítulo la explicación del verdadero sentido de sus fábulas, el cual bien se conoce haber sido arrastrado por los cabellos, y añadido a posteriori, como si los autores hubieran querido cumplir con su conciencia y con los respetos debidos a su profesión, el uno de obispo y el otro de teólogo y predicador. Verdad es que el Tasso les había dado ejemplo.

[p. 350]. [1] . Apologético / en favor de / D. Luis de Góngora / Príncipe de los Poetas Lyricos / de España: / contra / Manuel de Faría y Sousa, / Cavallero portugués. / Que dedica / al Excmo. Sr. D. Luis Mendez de Haro, etc. / Su autor / el Doctor Juan de Espinosa / Medrano, Colegial Real / en el insigne Seminario de San Antonio / el Magno, Catedrático de Artes, y / Sagrada Theología en él: Cura Rector / de la Santa Iglesia Cathedral de la Ciudad / del Cucco, cabeza de los reinos del / Perú en el nuevo Mundo. / Con licencia. / En Lima, en la Imprenta de Juan de Quevedo y Zárate Año de 1694. 8.º, 16 hs. prls. y 219 pp. (Ejemplar de mi biblioteca. Le tengo por el más raro de los opúsculos españoles de crítica literaria, exceptuando la Spongia de Torres Rámila (que nadie ha visto), la Expostulatio Spongiae y el Discurso poético de Jáuregui).

Ni Salvá, ni Gallardo, ni Ticknor tuvieron este Apalogético, ni le mencionan.

Los preliminares son: Aprobación del Maestro Gonzalo Tenorio.— Licencia.—Aprobación del Dr. don Juan de Montalvo.—Licencia del Ordinario.—Censura del Dr. D. Fr. Fulgencio Maldonado.— Aprobación del Dr. Alonso Bravo de Paredes Quiñones.—Censura del Maestro Fray Miguel de Quiñones.—Nueva licencia.—Versos laudatorios de don Francisco de Valverde Maldonado y Xaraba, de don Diego de Loaysa y Zárate, del licenciado don Bernabé Gascón Riquelme, del Maestro Juan de Lyra y del Maestro Francisco López Mexía.

[p. 352]. [1] . La mayor parte del Apologético es una burla muy donosa de las interpretaciones alegóricas de Faría: «Dexémosla por muchas, aunque ¿quién dexará de reírse de algunas muy ilustres, como dezir que el Gigante (Adamastor), al responder, volvió los ojos y torció la boca, señal infalible de que es Mahoma, pues como condenado está en el infierno haciendo gestos?... Que se llama el Jayán Adamastor, y que este nombre se deduce de adamo, adamas, que es enamorar: conque es Mahoma, porque fué enamorado de mujer ajena, y concedió el trato de muchas en su secta... Que rodean al cabo las ondas del mar, y Mahoma murió hidrópico, que es lo mismo, &., &.». Para probar que don Manuel, el rey don Manuel, era Cupido, o, lo que es lo mismo, según su disparatada interpretación, hijo predilecto de la Iglesia (que es Venus), dice Faría que «el alma que le crió era de la Iglesia, por ser amiga de un Obispo».

Todo el comentario de Faría está lleno de estas y aun mayores boberías y sandeces.

[p. 353]. [1] . Lecciones solemnes a las obras de D. Luis de Góngora y Argote. Escribíalas D. Joseph Pellicer de Salas y Tovar, 1630. Madrid, imp. del Reyno. 4.º

—Ilustración y defensa de la Fábula de Pyramo y Tisbe, compuesta por don Luis de Góngora. Escribíalas Christóval de Salazar Mardones, criado de su Majestad y oficial más antiguo de la Secretaría de Reino de Sicilia. Madrid, imprenta real, 1636. 4.º

Las Obras de D. Luis de Góngora, comentadas por D. García de Salcedo y Coronel. Madrid, imprenta real, y de Diego Díaz de la Carrera, 1636, 1644, 1648: 3 volúmenes 4.º

Sería tarea prolija, y no sé hasta qué punto útil, el tejer un catálogo completo de los comentadores y apologistas de Góngora. A los nombres ya citados conviene añadir el del doctor don Juan Francisco Andrés de Ustarroz, célebre cronista de Aragón, que dejó manuscritos estos tres opúsculos:

—Defensa de la poesía española, respondiendo al prólogo de Quevedo a las poesías de Fr. Luis de León.

—Antídoto contra la aguja de navegar cultos.

—Errores que introduce en las obras de D. Luis de Góngora D. García de Salcedo, su comentador. (Escritos respectivamente en 1632, 33 y 36). Constan en la hoja de servicios que presentó Ustarroz para obtener la plaza de cronista.

Entre los impugnadores del culteranismo deben contarse Fr. Jerónimo de San José, Antonio L. de Vega y don Joseph Antonio González de Salas, en sus obras ya citadas, y más especialmente el Ldo. Cosme Gómez Tejada de los Reyes, en los apólogos 41 y 42 de la primera parte de su curiosa novela alegórica El León Prodigioso. Tejada de los Reyes era discípulo de Baltasar de Céspedes, y pertenecía, por consiguiente, a la escuela de Salamanca.

[p. 355]. [1] . Así como la escuela conceptista tuvo su dogmatizador en Gracián, la equivoquista, degeneración pedestre de aquélla, como que no atendía ya a la sutileza del concepto, sino a la agudeza verbal, tuvo el suyo, a principios del siglo XVIII, en don Francisco José de Artigas, olim Artieda, autor del absurdo y chistoso Epítome de la elocuencia española, Arte de discurrir y hablar con agudeza y elegancia en todo género de assumptos, de orar, predicar, argüir, conversar, componer embajadas, cartas y recados, con chistes que previenen las faltas y ejemplos que muestran los aciertos. Pamplona, Alfonso Burguete, 1726. En romance.

Este librejo, que, como se ve por la portada, precedió en pocos años a la Poética de Luzán, indica el punto extremo de la decadencia literaria y la urgente necesidad del remedio.

Artigas, aunque ridículo si se le mira como preceptista literario, fué hombre muy ingenioso y útil a su país y digno de buena memoria en otras cosas. Se le debe considerar como arquitecto, matemático, astrónomo, ingeniero hidráulico, ingeniero militar, pintor y grabador, con la circunstancia extrañísima de tener gusto bastante severo y clásico en Bellas Artes, él mismo que le tenía tan depravado en literatura. Después de haber enseñado durante la mayor parte de su vida matemáticas en la Universidad de su patria sin estipendio y, lo que es peor, casi sin auditorio, fundó en su testamento una cátedra de aquellas ciencias, dejándola dotada con 120 escudos jaqueses de renta. Suya es la traza arquitectónica de la Universidad, que Llaguno elogia mucho por su severidad y buen gusto. Se le debe también el pantano del río Isuela, uno de los más antiguos de España. Dejó manuscrito un tratado de Fortificación y otro de Fide Mathematica. Su comedia de La Conquista de Huesca (omitida por Barrera) tiene algunas cosas buenas, según Llaguno, que en este caso es testigo de mayor excepción como apasionado que era del clasicismo francés.

(Vid . Noticias de los arquitectos... tomo IV, páginas 91 a 93).

[p. 358]. [1] . La primera edición de la Agudeza y arte de ingenio parece que es la de Madrid, 1642; pero la más completa es la de Huesca, 1648. A ella se han ajustado las posteriores, incluídas casi todas en los dos gruesos volúmenes de Obras de Lorenzo Gracián, nombre de un hermano del P. Baltasar, al cual éste quiso atribuir la paternidad de sus obras. Estas ediciones son todas pésimas y ruines en la corrección y en el papel, como ya advirtió Capmany. Las últimas que he visto son las de Barcelona, por Escuder y Nadal, 1748, y la de Madrid, por Pedro Marín, 1773. La primera es más completa que la segunda.

[p. 358]. [2] . Con ser tan numerosas las obras de crítica literaria citadas en este capítulo, todavía no se agotó en ellas la fecundidad de nuestra cultura estética durante ese período. Aun creo, por varias razones, dignos de memoria, si no de análisis, los breves escritos que a continuación apunto:

—Libro de la erudición poética, por don Luis Carrillo y Sotomayor. En sus Obras póstumas, (Madrid, Juan de la Cuesta, 1611, y Luis Sánchez, 1613). Este poeta cordobés, muerto en edad juvenil, pasa generalmente por uno de los iniciadores del culteranismo; pero (aparte de su medianía, que es mala cualidad para jefe de escuela) yo le tengo más bien por poeta conceptuoso, antitético y sutil.

Arte Poética e da Pintura, por Philippe Nunes, 1615. Lisboa, 4.º

—Prólogo de Alonso de Valdés en alabanza de la poesía, al frente de las Diversas Rimas de Vicente Espinel (1591).

—Panegyrico por la Poesía. Montilla, por Manuel de Payva, año de 1627, 8.º. El autor de este opúsculo, anónimo y rarísimo, se llamaba don Fernando de Vera, y no parece probable que fuese sevillano, como quiere Barrera, sino estremeño. Debió de ser precocísimo ingenio, puesto que compuso a los dieciséis años el Panegyrico, que a vueltas de algunas ideas absurdas, como la de suponer poeta al mismo Lucifer, contiene muchas noticias históricas y prueba bastante lectura.

—Discurso sobre la Poética, leído por Pedro Soto de Rojas en 1612 en la Academia Selvaje. Vid. su Desengaño de amor en rimas (Madrid, viuda de Alonso Martín, 1623, 8.º). Soto de Rojas (llamado el Ardiente en la Academia de don Francisco de Silva) pertenecía al grupo de ingenios granadinos, brillantes, lozanos y floridos, cuya manera se parece mucho a la de Góngora en su primer tiempo. Después se hizo furiosamente culterano, como es de ver en sus poemitas Los rayos de Phaeton y el Parayso cerrado para muchos, que mereció ser prologado por Trillo y Figueroa, ingenio de la misma familia.

—Nada he dicho en este capítulo de una felicísima innovación introducida (según parece) por los españoles en el tecnicismo estético: la palabra Buen gusto. ¿Fuimos realmente los inventores de ella? ¿Quién fué de los nuestros el primero que aplicó a los objetos del orden intelectual esta  calificación del orden sensible, anunciando con esto sólo el advenimiento de la estética subjetiva del siglo XVIII, que tanto usó y abusó de esta metáfora? Confieso que lo ignoro; pero diré llanamente lo que he podido averiguar sobre esta invención tan olvidada. Todo ello se reduce a unas palabras del italiano Bernardo Trevisano en su introducción a las Reflexiones de Muratori sobre el buen gusto (Venecia, 1736): «Al sentimiento bien acordado que gusta siempre de conformarse con cuanto dicta la Razón, le llamaron algunos armonía de ingenio: otros dijeron que era el juicio, pero regulado por el arte: otros una cierta exquisitez de ingenio. Pero los españoles, más perspicaces en el uso de las metáforas que ningún otro pueblo, lo expresaron con este laconismo fecundo: buen gusto » (Pág. 79).

De Trevisano lo copió Forner en las notas a su Oración Apologética, página 186, (Madrid, 1786).