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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPITULO VI.— DE LA ESTÉTICA PLATÓNICA EN EL SIGLO XVI: LEÓN HEBREO: FOX MORCILLO: ALDANA: MAXIMILANO CALVI: REBOLLEDO.—LOS POETAS ERÓTICOS: HERRERA, CAMOENS, CERVANTES.

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CARACTERÍZASE la filosofía de los siglos XV y XVI, vulgarmente llamada filosofía del Renacimiento, y en la cual cabe a Italia y a España la mayor gloria, por una reacción más o menos violenta contra el espíritu y procedimientos del peripatetismo escolástico de los siglos medios. La difusión del conocimiento de las lenguas antiguas; el estudio directo de las obras de los filósofos griegos en sus fuentes; los grandes trabajos de investigación y de filología que entonces comenzaban y que hoy gloriosamente vemos cumplidos; la mayor pureza de gusto la cual traía consigo la aversión a las sutilezas y argucias, deleite de la escuela degenerada; la importancia que ya se iba concediendo a los métodos de observación, no reducidos aún a nuevo organo, pero próximos a serlo; los descubrimientos que cambiaban la faz del mundo, completándole, por decirlo así, con nuevas tierras y nuevos mares, y difundiendo, por medio de la imprenta, la verdad y el error en innumerables libros; la vida artística, cada vez más avasalladora y más luminosa; la heroica infancia de las ciencias naturales, que fueron desde su principio el más formidable ariete contra el formalismo vacío, y contra el despótico dominio de las combinaciones lógicas, que por tanto tiempo habían sustituido a la realidad activa y fecunda; todo, en suma, concurría a acelerar el advenimiento de la libertad filosófica, por la cual en diversos sentidos, pero con igual [p. 8] ahínco, trabajaban los platónicos como Gemisto Plethón, Bessarión y Marsilio Ficino; los peripatéticos helenistas, adversarios suyos, como Teodoro de Gaza y Jorge de Trebisonda; los renovadores de la Dialéctica, como Lorenzo Valla, Rodolfo Agrícola, el salmantino Herrera y Pedro Ramus; los pitagóricos, como el Cardenal de Casa; los teósofos, como Agripa y Paracelso; los cabalistas, como Reuchlin, y levantándose sobre todos ellos el poderoso espíritu crítico de Juan Luis Vives. La obra de aquel gran pensador, prez la más alta de nuestra España, no produjo, ni podía producir entonces, todos sus frutos, ni aun ser entendida de muchos. Era necesario que el pensamiento moderno, antes de recobrar su autonomía y entrar en los nuevos métodos, velase largo tiempo en la escuela de los humanistas y filólogos, y diera, por decirlo así, una vuelta completa a la filosofía antigua. Hubo, pues, en la segunda mitad del siglo XV y en todo el XVI una restauración, más o menos artificiosa y erudita, pero a veces muy original en los detalles, de casi toda la filosofía antigua, libremente interpretada. Platón fué el primero que volvió a las escuelas cristianas a disputar a su famoso discípulo la heguemonia, de que por tantos siglos venía disfrutando. Y con la filosofía platónica, volvieron a aparecer, en su pristina integridad y armónico enlace, las doctrinas del Fedro y del Simposio, acerca del amor y la hermosura, de las cuales sólo indirectamente, a través de San Agustín y del Areopagita, había tenido conocimiento la Edad Media. Conocidos ya por entero y en su lengua Aristóteles y Platón, puestos enfrente y cotejados, hubo de surgir, y surgió desde luego, en la misma escuela de Florencia, el pensamiento de concordarlos, de resolver su aparente antinomia en un armonismo superior.

Hay que distinguir, pues, en lo que comúnmente se llama neo-platonismo florentino, y con más propiedad y vocablo más comprensivo debiera llamarse neo  platonismo ítalo hispano, dos períodos distintos: el uno de platonismo exclusivo y reacción fanática contra el nombre y la autoridad de Aristóteles; el otro de armonismo platónico-aristotélico, en el cual Aristóteles queda siempre sacrificado a Platón, pero se procura fundir los rasgos capitales de la doctrina de uno y otro bajo cierta unidad superior. Representantes de la primera tendencia son algunos griegos, y especialmente Jorge Gemisto Plethón, que enseñó en Florencia [p. 9] desde 1438. Pero casi simultáneamente se inicia, entre los platónicos mismos, la tendencia moderadora del cardenal Bessarión, de la cual no se aleja mucho el mismo Marsilio Ficino, y que es como un preludio de la fórmula de paz pronunciada por nuestro Fox.

Pero mucho antes que él, aunque por diversa vía y con otro sentido, había llegado a la misma conclusión otro insigne filósofo español, en quien ha de serme lícito detenerme, puesto que sus obras encierran la más completa, original y profunda exposición de la Estética platónica, y tal que por mil razones oscurece y borra el célebre diálogo de Marsilio Ficino sobre el amor, que indudablemente le sirvió de ejemplar y de acicate. [1] .

No nacieron los diálogos de que vamos a hablar en ocasión tan solemne y poética como los de Marsilio, es decir, en aquel convite con que los neoplatónicos festejaban el natalicio de su maestro, el día 7 de noviembre, bajo los auspicios del Magnífico Lorenzo, allá en la villa de Careggi. Ni los autorizaron tan elegantes y discretos personajes como el obispo de Fiésole, Marco Antonio Degli Agli, el poeta Cristóbal Landino, Juan Cavalcanti, Tomás Benci, Bernardo Nuzzi y Cristobal Marsupini, que, por decirlo así, volvieron a representar los papeles de aquel insuperable drama filosófico, tomando, ya el de Agatón, ya el de Aristófanes, ya el de Sócrates, y declarando alternativamente el recóndito sentido de cada una de las palabras y alegorías platónicas. Estos otros diálogos españoles no florecieron en los nuevos jardines académicos, sino que se engendraron entre las espinas del destierro, y de aquí nació su mayor originalidad, puesto que recogieron (juntamente con la viva luz del pensamiento ateniense, que volvía a revolotear inter pocula), toda la savia científica de una raza proscrita, tan inteligente como odiada, que no había dejado de filosofar durante toda su segunda peregrinación por el agrio desierto de la Edad Media.

Fundíanse, pues, en el sistema de universal Philographia, escrito [p. 10] por León Hebreo, la filosofía de Platón y la de Aristóteles con rasgos de misticismo y de cábala, y esto, no por derivación remota y capricho erudito, como en Juan Pico de la Mirándola, sino por herencia de sangre y de sinagoga. Si Marsilio Ficino y los suyos eran cristianos platonizantes, León Hebreo (nuevo Filón), era un judío que platonizaba, como los antiguos judíos helenistas de Alejandría. Y pocos pasos necesitó dar fuera de su congregación para encontrarse como en su casa, en la académica Florencia; puesto que la filosofía de los judíos españoles, desde los siglos XI y XII, era ya neoplatónica gracias a Ben-Gabirol, y aristotélica gracias a Maimónides. Leon Hebreo se gloría de ser discípulo y compatriota de ellos: «nuestro rabí Moisés» de Egipto, en su Moreh, escribe en el diálogo 2º  «Nuestro Albenzubron (sic) en su libro de la Fuente de la Vida ».

León Hebreo, pues, era un neo platónico judaico-hispano, regenerado por las aguas del helenismo. Poco o nada sabemos de su vida, ni siquiera podemos determinar con seguridad qué pueblo de nuestra Península (quizá Lisboa,) es el que puede honrarse con su cuna. Llamábase entre los hebreos Judá Abravanel, y era hijo primogénito del célebre maestro israelita D. Isaac Abravanel o Abarbanel, consejero que fué del rey de Portugal, Alfonso V, y más adelante de Fernando el Católico (desde 1484). El edicto de 1492 arrojó de España a los Abarbaneles con las demás reliquias de su raza, pero D. Isaac y los suyos encontraron buen acogimiento en la corte de D. Fernando de Aragón, rey de Nápoles, y de su hijo Alfonso II, a quien, después de la invasión de los franceses, acompañó en su fuga a Sicilia. León Hebreo (nacido entre 1460 y 1470, según conjetura del más autorizado de sus biógrafos, Munk), parece haber participado de todas las vicisitudes de su padre, ejerciendo la medicina primero en Nápoles y luego en Génova. Desde el año 1502 tenía acabada su obra capital, y quizá única, los Dialoghi d'amore. Se ignora la fecha de su muerte, y es problemático, además, que llegase a abrazar el cristianismo, a pesar del sabor muy cristiano que tienen algunos pasajes de sus diálogos, y a pesar, también, de la afirmación expresa que se ve en las portadas de algunas de las primitivas ediciones. El mismo autor desmiente a sus editores, afirmando más de una vez que profesa la sagrada religión mosaica.

[p. 11] La oscuridad que envuelve la persona de Judas Abarbanel [1] no se extiende a su libro, que, por el contrario, es muy conocido, y ha sido impreso repetidas veces, influyendo portentosamente en los místicos y en los poetas eróticos del siglo XVI. «Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas», dice Cervantes en el prólogo del Ingenioso Hidalgo. Y esta popularidad no interrumpida se atestigua por el gran número de ediciones que de esta obra se hicieron en todas las lenguas cultas de Europa, desde que apareció la primera italiana en Roma, el año 1535. Cuál fuese la lengua primitiva en que Judas Abarbanel los compuso, es hoy materia inaveriguable. Lo cierto es que el texto toscano, que por su desmaño y rudeza, y por los hispanismos en que abunda, denota bien claramente ser obra de pluma extranjera, hace para nosotros veces de original, y es el mismo que, reimpreso cinco o seis veces en Venecia durante el siglo XVI, fué traducido en elegante latín por Juan Carlos Sarasin o Saracenus (1564), al castellano por Micer Carlos Montesa, por un judío anómino, y por el inca Garcilasso, y al francés por Pontus de Thiard y por el señor Du Parc, sin otras versiones que de fijo no conocemos. [2]

[p. 12] El libro de Judá Abarbanel es, como su título indica, una filosofía o doctrina del amor, tomada esta palabra en su acepción platónica y vastísima. A esta nueva ciencia la llama el autor Philographia, y la desarrolla en tres diálogos, de los cuales son [p. 13] interlocutores Philón y su amada Sophía, personajes enteramente abstractos, que simbolizan, como sus nombres lo indican, el amor o apetito, y la ciencia o sabiduría. Trata el primer diálogo De la naturaleza y esencia del amor; el segundo De su universalidad; el [p. 14] tercero De su origen. Este último es el más importante bajo el aspecto estético, pero antes de llegar a él conviene dar sucinta idea de las materias que se contienen en los restantes.

Para responder a la opinión de Sophía, de que amor y deseo parecen contrarios afectos de la voluntad, porque «lo que se ama, primero se dessea, y después que la cosa desseada es habida, entra el amor y cesa el desseo; y el amor es de las cosas que tienen sér, el desseo es propio de las que no tienen sér»; divide León Hebreo el amor según las tres suertes de bienes que busca, en deleitable, provechoso y honesto; y asentando que es necesario que el conocimiento preceda al amor, y que ninguna cosa cae bajo nuestro entendimiento si antes no tiene sér efectivo, por ser el entendimiento un espejo o imagen de las cosas reales, llega a concluir que «lo que no tiene sér alguno, así como no se puede amar, tampoco se puede dessear ni haber». El objeto amado debe reunir tres condiciones: primera, el ser; segunda, la verdad; tercera, la bondad.«Y antes que sea juzgado por bueno es necesario que sea conocido por verdadero; y como realmente se halla antes del conocimiento, es necessario el sér real, porque la cosa primero es en el sér, y después se imprime en el entendimiento, y después se juzga por buena, y últimamente se ama y se dessea; y por esto dice el Filósofo, que el sér verdadero y el bueno se convierten en uno, sino que el sér se considera en, sí mismo, y se llama verdadero cuando se imprime [p. 15] en el entendimiento, y bueno cuando del entendimiento y de la voluntad nacen el amor y el desseo». Distínguese, no obstante, el amor en real e imaginado, «cuyo sujeto no es la cosa propia real que se dessea, por no tener aún sér en realidad propia, sino solamente el concepto de la cosa tomada en su sér común». Pero lo importante es hallar la definición cumplida del amor, aplicable a todas sus especies. Defínele, pues, «afecto voluntario de gozar con unión la cosa estimada por buena». Los hombres cuya voluntad atiende a lo útil, jamás hartan sus diversos e infinitos deseos. No así el que apacienta su ánimo en el ejercicio especulativo y en la contemplación, en la cual consiste la felicidad. Mucho más amplio y universal que lo útil es lo deleitable; pero a uno y otro excede el amor de lo honesto, porque recae, no en el sentido, como lo deleitable, ni en el pensamiento, como lo útil, sino en el alma intelectiva, que es, entre todas las partes y potencias humanas, la más propincua a la divina claridad» Consiste este amor en dos ornamentos, es a saber, virtud y sabiduría, las cuales hacen divino nuestro entendimiento humano, y convierten nuestro frágil cuerpo en instrumento de angélica espiritualidad. El fin de lo honesto consiste en la perfección del ánima intelectiva, la cual, con los actos virtuosos, se hace verdadera, limpia y clara.

Sucesivamente va recorriendo León Hebreo las diversas cosas que los hombres aman y desean, tales como la salud, los hijos, el amor matrimonial, el de potencia e imperio, el honor y la gloria, la amistad, de la cual dice que, «remueve la individuación corpórea, y engendra en los amigos una propia esencia mental..... tan quitada de diversidad y de discrepancia, como si verdaderamente sujeto del amor fuera una sola ánima y esencia conservada en dos personas y no multiplicada en ellas». Y, por último, trata del amor divino, que es principio, medio y fin de todos los actos honestos. Principio, porque de la divinidad depende la ánima intelectiva, agente de todas las honestidades humanas, la cual no es otra cosa que un pequeño rayo de la infinita claridad de Dios apropiada al hombre para hacerle racional, inmortal y feliz. Esta alma intelectiva, para venir a hacer las cosas honestas, tiene necesidad de participar de la lumbre divina, «porque aunque ella haya sido producida clara, como rayo de la luz divina, por el impedimento de la ligadura que tiene con el cuerpo, y por haber sido ofuscada con la [p. 16] oscuridad de la materia. no puede arribar a los ilustres hábitos de la virtud, y a los resplandecientes conceptos de la sabiduría, si no es realumbrada de la luz divina en los tales actos y condiciones. Que así como el ojo, aunque de suyo es claro, no es capaz de ver los colores, las figuras y otras cosas visibles, sino alumbrado de la luz del sol... así nuestro entendimiento, aunque de suyo es claro, está de tal suerte impedido en los actos honestos y sabios por la compañía del cuerpo rudo, y de tal manera ofuscado, que le es necesario ser alumbrado de la luz divina, la cual, reduciéndolo de la potencia al acto, y alumbrando las especies y las formas que proceden del acto cogitativo, el cual es medio entre el entendimiento y las especies de la fantasía, le hace actualmente intelectual, persistente y sabio..., y quitándole totalmente la tenebridad, lo deja en acto claro y perfecto». Conoce nuestra mente a Dios, según la posibilidad del conocer, mas no según la inmensa excelencia de lo conocido. Ámale nuestra voluntad, no según él es digno de ser amado, sino cuanto puede  extenderse en el acto amatorio. De esta suerte comprende nuestro pequeño entendimiento al infinito Dios, según la capacidad y fuerza intectual humana, mas no según el piélago sin fondo de la divina esencia e inmensa sabiduría.Y creciendo el conocimiento, crece el amor de la divinidad conocida, por lo mismo que la esencia divina excede al conocimiento humano en infinita proporción, sin que se agote nunca, por parte del objeto conocido y amado, la posiblidad de que el hombre crezca en entendimiento y en amor. Los hábitos intelectuales en que la beatitud humana consiste, son cinco: arte, prudencia, entendimiento, ciencia y sapiencia. Leon Hebreo los define todos a la manera peripatética.

Hácese cargo luego de la opinión de algunos peripatéticos árabes y judíos, según los cuales la última beatitud y dichoso fin del entendimiento humano consiste en actualizarse, y unirse, y convertirse en entendimiento agente iluminante, quitada ya la potencia que causaba su diversidad, realizándose así el anhelado fin de los Avempace y Tofail, la feliz copulación del entendimiento posible con el entendimiento agente. Pero como es imposible que un hombre conozca todas las cosas juntas y cada una por sí distintamente, ni siquiera que logre un conocimiento de las razones de todas ellas en un cierto orden y universalidad, es menester que la [p. 17] felicidad resida en el conocimiento perfectísimo de una cosa sola, en la cual estén todas las cosas del universo juntamente. «El entendimiento, por su propia naturaleza, no tiene una esencia señalada, sino que es todas las cosas, y si es entendimiento posible, es todas las cosas en potencia, y si es entendimiento en acto, puro sér y pura forma, contiene en sí todos los grados del ser de las formas y de los actos del universo, todos juntamente en sér, en unidad y en pura simplicidad; de tal manera, que quien puede conocerle, viéndolo en su ser, conoce en una sola visión y en un simplicísimo conocimiento todo el sér de todas las cosas del universo juntamente, en mucha mayor perfección y puridad intelectual que la que ellas tienen en sí mismas, porque las cosas materiales tienen mucho más perfecto sér en el actual entendimiento que el que tienen en sí propias». El entendimiento actual que alumbra al nuestro posible, no es otro que el altísimo Dios, y así la bienaventuranza consiste en el conocimiento divino, en el cual están todas las cosas primeras y con más perfección que en ningún entendimiento criado, por que están en él esencial y causalmente, sin división o multiplicación alguna, antes en simplicísima unidad. «Entonces el entendimiento, alumbrado de una singular gracia divina, sube a conocer más alto que al humano poder y a la humana especulación conviene, y llega a una tal unión y copulación con el sumo Dios, que nuestro entendimiento se conoce ser antes razón y parte divina, que entendimiento en forma humana..., y, en conclusión, te digo que la felicidad no consiste en aquel acto cognoscitivo de Dios, que guía al amor, ni consiste en el amor que al tal conocimiento sucede, sino que solamente consiste en el acto copulativo del íntimo y unido conocimiento divino, que es la suma perfección del entendimiento creado».

En su ferviente ontologismo parece admitir León Hebreo que esta excelsa beatitud puede alcanzarse en la presente vida, aunque sea difícil conservarla, «porque mientras vivimos, tiene nuestro entendimiento alguna manera de vínculo con la materia deste nuestro frágil cuerpo» lo cual impide que sea acá abajo duradera esa feliz copulación de que perpetuamente disfrutan los ángeles, las inteligencias separadas y los moradores de los cuerpos celestiales.

El diálogo segundo De la comunidad del ser del amor y de su [p. 18] amplia universalidad, apenas tiene importancia para nuestro propósito. Cinco causas de amor reconoce comunes al hombre y a los animales: deseo de generación, sucesión generativa, beneficio, similitud u homogeneidad de especie, trato familiar o continua compañía. En el hombre, la inteligencia hace más fuertes o más débiles estas causas; pero a ellas hay que añadir otras dos, que son propias y exclusivas: la conformidad de naturaleza y complexión, y la virtud moral e intelectual. El conocimiento y el apetito, y, por consiguiente, el amor, es de tres maneras: natural, sensitivo y racional o voluntario. El primero, que es una especie de atracción, se halla en los cuerpos inanimados, y es «la que mueve a los cuerpos pesados a descender a lo bajo, y a los livianos a subir a lo alto, como a lugar propio conocido y deseado». El amor sensitivo, que propiamente se llama apetito, se halla en los animales; pero el racional y voluntario es propio exclusivamente del hombre. Siempre con el amor más excelente concurren los inferiores, y por eso en el hombre se dan las tres especies de amor. El resto de este diálogo es un tratado de cosmología entre platónica y peripatética, entre el Timeo y la Física; una disquisición sobre los elementos, sobre los cuerpos celestes y sobre la fábrica del mundo. El calor y la energía poética del estilo, recuerdan a veces los antiguos poemas π&2;ρι ϕυσεως , y arguyen en Judas Abarbanel un robusto sentimiento y una vasta concepción de las armonías de la naturaleza, a la cual llega a considerar como un organismo y como un ser animado. Véase, por ejemplo, este pasaje: «Verás también las piedras y metales engendrados de la tierra, cuando se hallan fuera de ella, cómo la buscan con velocidad, y no descansan jamás hasta que están en ella; así como buscan los hijos a las madres, que con ellas solamente se aquietan. La tierra también con amor los engendra, los tiene y conserva, y las plantas, las hierbas y los árboles tienen tanto amor a la tierra, madre y genetrice dellos, que jamás quieren apartarse della; antes con los brazos de sus rayzes la abrazan con afición, como hacen los niños con los pechos de sus madres... ¿Cuál madre podrá haber tan llena de piedad y caridad para sus hijos?». Todo lo que sigue bien manifiesta que los labios del médico judío, tan idealista por otra parte, habían exprimido con larga fruición el jugo de los pechos de la madre naturaleza.

El principio del amor rige toda esta cosmología, y por él explica [p. 19] León Hebreo el apetito de la materia hacia las formas: «y por eso algunos llamaron a la tierra meretriz, porque no tiene único ni formal amor a ninguno, antes cuando lo tiene, desea dejarlo por otro; pero con este adúltero amor se adorna el mundo inferior de tanta y tan admirable variedad de cosas tan hermosamente formadas».

La doctrina de Empédocles sobre el amor y el odio, como causas de la generación y de la corrupción, es el origen más remoto de esta especie de poema cosmogónico en prosa, al cual bien cuadra el título de Philographia, que para él imaginó su autor, quien llega a describir, con grande esplendidez de poesía naturalista, los amores y la unión generadora del gran cuerpo del cielo con la materia prima, y la elaboración del esperma con que la fecunda.

Como imagen de todo el universo, y verdadero microcosmo, considera nuestro platónico al hombre, y recíprocamente atribuye al cielo todas las partes y miembros humanos, llamando, verbigracia, cerebro del cielo a la luna. Mézclanse en este singular pasaje interpretaciones de mitos, alegorías y símbolos de la gentilidad, reminiscencias bíblicas, sueños astrológicos y una aspiración, sin duda, noble y alta, a abarcar el sistema del mundo bajo razón de unidad. Donde ni la observación ni la metafísica llegan, llegará la poesía, que también es una metafísica a su modo. Y agréguese a todo esto el afán de conciliar a Aristóteles con Platón, y a uno y a otro con Moisés, y los mitos neoplatónicos con la Kábala. Todo se agrupa en torno de la teoría pitagórica de los números y de las esferas celestes, que, andando el tiempo, había de inspirar una de las odas más bellas de Fr. Luis de León. Preludio de ella parecen estas frases de León Hebreo: «Y si contemplases, ¡oh Sophia! la correspondencia y concordancia de los movimientos de los cuerpos celestiales... verías una tan admirable unión armonial, que quedarías admirada de la prudencia del que la ordenó. ¿Cuál demostración de verdadero amor y perfecta delectación hay mayor que ver una tan suave conformidad, puesta y continuada en tanta diversidad? Pitágoras decía que moviéndose los cuerpos celestiales engendraban excelentes voces, correspondientes la una a la otra en concordancia harmoníaca. La qual música celestial decía ser causa de la sustentación de todo el universo en su peso, en su número y en su medida. Señalaba a cada orbe [p. 20] y a cada planeta su tono y su voz propia, y declaraba la harmonía que resultaba de todo. Y dezía ser la causa que nosotros no oyésemos ni sintiésemos esta música celestial la distancia del cielo a nosotros, o la costumbre della, la qual hacía que nosotros no la sintiésemos, como acaece a los que viven cerca del mar, que por la costumbre no sienten su ruido, como los que nuevamente se acercan a esse mar... Entre los cielos, planetas y estrellas hay tal con formidad de naturaleza y essencia, que en sus movimientos y actos se corresponden con tanta proporción, que de diversos se haze una harmonical unión, por lo cual parezen más aina miembros de un cuerpo organizado que diversos cuerpos apartados. Y así como de diversas voces, una alta y otra baja, se engendra un canto entero, suave al oído, y faltando una dellas se corrompe el canto o harmonía, así destos cuerpos diversos en grandeza y en movimiento grave y ligero, por su proporción o conformidad se compone dellos una proporción harmónica, tan y tan unida, que faltando la menor partecilla se disolviera el todo».

Esta concepción armónica sirve al filósofo judío para interpretar el sentido de las antiguas fábulas acerca de los amores de los dioses, porque «debajo de sus propias palabras significan alguna verdadera inteligencia de las cosas naturales o celestiales, astrologales o teologales».

La razón de esto fué que aquellos antiguos sabios estimaron que «declarar demasiadamente la verdadera y profunda ciencia, es echarla en los inhábiles della, en cuyas mentes se corrompe y adultera como haze el buen vino en ruin vaso, del cual adulterio se sigue universal corrupción de las doctrinas en todos los hombres..., y en nuestros tiempos esta enfermedad se ha hecho tan contagiosa por el mucho parlar de los modernos, que apenas se halla vino intelectual que se pueda beber y que no esté corrompido; pero en los tiempos antiguos encerraban los secretos del conocimiento intelectual dentro de las cortinas de las fábulas con grandísimo artificio, para que no pudiesse entrar dentro sino ingenio apto a las cosas divinas e intelectuales».

Así, «mezclando lo historial deleitable y fabuloso con lo verdadero intelectual», y envidiando a los filósofos antiguos el uso de los versos, «medidos y observantísimos», porque «la medida ponderosa no sufre vicio», declárase León Hebreo por el poético modo [p. 21] de filosofar de Platón, y no por la oración disciplinal de Aristóteles. Es verdad que Platón, con abandonar los versos «rompió parte de la ley de la conservación de la ciencia», pero conservó la fábula. «Aristóteles, más atrevido y codicioso de ampliación, creó un nuevo y propio modo y estilo en el decir, tan breve, tan comprensivo y de tan profunda significación; quebró la cerradura de la fábula... y dió atrevimiento a otros, no tales como él (árabes y escolásticos), a escribir la filosofía en prosa suelta, y de una declaración a otra, viniendo a mentes inhábiles, ha sido causa de falsificarla, corromperla y arruinarla».

En esta cuasi perfecta identidad que León Hebreo establece entre la Metafísica y la Poesía, se funda la interpretación, a veces pedantesca, y a veces ingeniosa y sutil, que va haciendo de la teogonía helénica, en la cual quiere encontrar más o menos velado el sistema de las ideas; «porque cada uno de los elementos tiene un  principio formal incorpóreo que se llama idea, y no es extraño apropiar la divinidad a las ideas de las cosas, puesto que el mal, lo mismo que el bien, tiene principio divino de inmaterial idea». De la misma suerte la apoteosis de los hombres no se funda en su parte mortal, sino en aquella otra que llamamos ánima intelectiva, la cual, iluminada por el entendimiento agente, participa en modo actual como de la divinidad, y es como rayo de ella. Debajo del velamen de los amores carnales de Júpiter, ve nuestro filosofo la obra de los seis días de la creación, según el relato mosaico. El procedimiento de interpretación que aplica no es otro que el de Filón y Aristóbulo, y bien puede decirse que nunca llegaron a mayor extremo de delirio los últimos neoplatónicos y gnósticos de Alejandría.

Aunque el amor se halla en las cosas materiales, no por eso es propio de ellas, antes, lo mismo que el ser, la vida, el entendimiento y toda otra perfección, bondad y hermosura, depende de las cosas espirituales, y de ellas se deriva a la materia. Por eso, el amor, primera y más esencialmente, se halla en el mundo intelectual, y desde él influye en el corpóreo, «para que cada uno dellos sea perfecto en su grado sin falta, y para que el universo se junte y se ligue sucesivamente con la atadura del amor... la cual unión es el fin  principal del Sumo Opífice y omnipotente Dios en la producción del mundo, con diversidad ordenada y pluralidad unificada». «Dios es fin de toda cosa, y beatitud de todos los seres intelectuales, [p. 22] sin que esto excluya que la propia perfección dellos no sea su último fin, porque en el acto de la felicidad el ánima intelectiva no esta ya en sí misma, sino en Dios; el cual da felicidad por su unión. El acto propio y esencial de la inteligencia apartada de la materia es el entenderse a sí misma, y en sí a toda cosa juntamente, porque reluze en ella la essencia divina en clara visión (como el sol en el espejo), la cual contiene las esencias de todas las cosas y es causa de todas ellas».

La doctrina del motor inmóvil de Aristóteles, del maestro aplicado a esta inmensa cítara que decía Fr. Luis de León, cierra esta parte de la obra con el mismo carácter armónico y sintético con que comenzó: «El fin del todo es la unida perfección del universo, señalada por el divino Arquitecto, y el fin de cada una de las partes, no es solamente la perfección de aquella parte en sí, sino que con ella irá rectamente a la perfección del todo... porque la propia hermosura es el propio acto. Y esto entiende Aristóteles, diciendo que la inteligencia se mueve por fin más alto y excelente, que es Dios..., porque, amando y moviendo su orbe, coliga la unión del universo, con la cual propiamente consigue el amor, la unión y la gracia divina, que vivifica el mundo».  Así el alma tiene la misión de traer la vida, el conocimiento intelectivo y la luz divina, o el mundo superior y eterno al inferior corruptible, para que esta parte más baja del mundo no esté tampoco privada de la gracia divina y vida eterna, y para que este grande animal no tenga parte alguna, que no sea viva e inteligente... «Ni aun el mundo ternía ser, ni cosa alguna se hallaría en él, si no hubiese amor..., porque tanto el mundo y sus cosas tienen ser, cuanto está todo él unido y enlazado... a manera de miembros de un individuo... Siendo Dios uno en simplicísima unidad, es necesario que lo que de él procede sea también uno en entera unión, porque de la pura unidad procede unión perfecta. Asimismo el mundo espiritual se hace uno con el mundo corpóreo, mediante el amor; ni jamás las inteligencias apartadas o ángeles divinos se unieran con los cuerpos celestes, ni los informaran, ni les fueran ánimas que les dan vida, si no los amaran; ni las ánimas intelectivas se unieran con los cuerpos humanos... si no las forzara el amor, ni se uniera el ánima del mundo con este globo de la generación y corrupción, si no hubiera amor. Asimismo los inferiores se unen con los superiores, el mundo [p. 23] corporal con el espiritual, y el corruptible con el eterno, y el universo todo con su Criador, mediante el amor que les tiene y el deseo suyo que les da de unirse con él, y de beatificarse en su divinidad».

Hemos llegado al diálogo tercero, Del origen del amor, verdadero centro de la obra, y única parte suya que con rigor pertenece a lo que hoy llamamos Metafísica estética. Antes de entrar en materia, el autor hace una digresión sobre el éxtasis, curioso capítulo de psicología mística, en el cual se sostiene que, «siendo la esencia del ánima su propio acto, si se une para contemplar íntimamente un objeto, se transportan en él su esencia, y aquél es su propia sustancia, y no es más ánima y esencia del que ama, sino sola especie actual de la persona amada». Y tan íntima puede ser la contemplación, que «del todo se desenlace y retire el ánima del cuerpo..., de modo que, aferrándose el ánima afectuosamente con el deseado y contemplado objeto, deje al cuerpo desanimado del todo... Tal fué la muerte de nuestros bienaventurados, que, contemplando con sumo deseo la hermosura divina, convirtiendo toda el ánima en ella, desampararon el cuerpo. Y por eso, la Sagrada Escritura, hablando de la muerte de Moisés y de Aarón, dice que murieron por boca de Dios, esto es, arrebatados de la amorosa contemplación y unión divina»; lo cual, para León Hebreo, equivale a unirse con el entendimiento puro y abstracto, simbolizado en el sol, así como la luna es simulacro «del ánima del mundo, de la cual procede toda ánima». Ni la vista corporal ni la intelectual pueden ver sin luz que las alumbre, ni entender el alma las cosas y razones incorpóreas y universales, sino alumbrada del entendimiento divino «y no solamente ella, sino también las especies que están en la fantasía (de las cuales la virtud intelectiva toma el conocimiento intelectual), son alumbradas de las eternas especies qu están en el entendimiento divino, las cuales son ejemplares de todas las cosas criadas, y preexisten en el entendimiento divino, de la misma manera que preexisten las especies ejemplares de las  cosas artificiadas en la mente del artífice y son la misma arte. Y a estas especies solas llama Platón Ideas, de tal manera, que la vista intelectual y el objeto, y también el medio del acto inteligible, todo es alumbrado del entendimiento divino, así como es alumbrada del sol la vista corpórea, con el objeto y el medio. Y aun  puede decirse que esta luz del sol no es otra cosa que sombra de [p. 24] la luz intelectual o resplandor de ella, comunicado al cuerpo más noble..., forma espiritual, en suma, dependiente y formada de la luz intelectual y divina. [1]

«Como está en el entendimiento divino la suma y perfecta hermosura, el ánima, que es un resplandor procedente dél, se enamora de la suma hermosura intelectual, origen superior suyo, y desea hacerse felice en su perpetua unión. Con éste se junta otro amor gémino del ánima al mundo corpóreo inferior a ella... para hacerlo perfecto, imprimiendo en él la hermosura que recibe del entendimiento, mediante el primer amor. El ánima, como llena de preñez de la hermosura del entendimiento, la desea parir en el mundo corpóreo, o forma la semilla de esa hermosura, para hacerla brotar en el cuerpo, o como artífice toma los exemplares de la hermosura intelectual, para esculpirlos al propio en los cuerpos. Lo qual sucede, no solamente en el ánima del mundo, sino también en el anima del hombre».

Cinco preguntas hace sucesivamente Sophía a Philón: «Si nació el amor, cuándo nació, dónde nació, de quién nació, y para qué nació este fuerte y diestro, antiguo y famosísimo Señor. Es evidente que el amor existe, y que es deseo de cosa que falta; pero ¿cómo incluir en esta definición el amor divino?» Esta razón hizo afirmar a Platón que «los Dioses no tenían amor, y que el amor no era Dios ni idea del sumo entendimiento... sino un gran Demon, medio entre los Dioses y los hombres, que lleva las buenas obras y los espíritus limpios de los hombres a los Dioses, y trae los dones y beneficios de los Dioses a los hombres, porque todo se hace mediante el amor. Y su intención es que el amor no sea hermoso en acto, que si lo fuera no amara lo hermoso ni lo deseara: que lo que se posee no se desea: sino que sea hermoso en potencia, y que ame y desee la hermosura en acto».

Pero León Hebreo, a pesar de su platonismo, contradice esta sentencia del Simposio, apoyándose en otros pasajes del mismo divino filósofo, y en la observación de que en el Simposio se disputa solamente del amor participado a los hombres, pero no del amor universal de que aquí se habla.

[p. 25] Pero concedido esto, surge otra cuestión mucho más importante: ¿El amor es deseo de cosa buena o de cosa bella? O, en otros términos, pueden reducirse a un mismo concepto el bien y la hermosura?

«Engáñaste (responde Philón), si crees que lo hermoso y lo bueno es una misma cosa en todo. Lo bueno puede el que desea desearlo para sí o para otro que él ame, pero lo hermoso propiamente, sólo por si mismo lo desea... Y la razón es que lo hermoso es apropiado a quien lo ama, pues lo que a uno parece hermoso, no lo parece a otro..., pero lo bueno es común en sí mismo... Y así corno lo bueno y lo malo semejan en el ánimo a lo dulce y a lo amargo en el gusto, así lo hermoso y no hermoso en el ánimo semejan a lo sabroso... (que es lo deleytable) en el gusto, y a lo no sabroso... De donde, así como se halla una cosa dulce que para todos los sanos es dulce, pero a uno es sabrosa y deleytable, y a otro no, así se halla una cosa o persona para todo virtuoso buena, pero para otro hermosa, tanto que su hermosura le incita a amarla, y a otro no...; pero como quier que sea, el amor abraza a lo bueno en toda su universalidad, sea hermoso, sea útil, sea deleytable, o de cualquiera otra especie de bien».

En conformidad con este análisis, León Hebreo, con rara sagacidad psicológica, y evitando la frecuente confusión de la estética con la filosofía de la voluntad, define el amor como Aristóteles, universalmente por lo bueno, y no como Platón, especialmente por lo hermoso. «Aunque todo lo hermoso es bueno, no por eso todo lo bueno es hermoso». El manjar, la bebida, lo dulce, la salud, el suave olor, el aire templado, no negarás que son buenos, pero no los llamarás hermosos. Bueno y feo de una misma parte es verdad que no pueden estar juntamente, pero no es cierto que toda cosa que no es hermosa sea fea. Infinitas cosas del número de las buenas no son ni feas ni hermosas en todo ni en parte, de la misma suerte que hay muchos que no son sabios ni ignorantes, sino creyentes de la verdad o rectamente opinantes Luego lo hermoso no es solamente bueno, sino bueno con alguna adición o acrecentamiento. Y este acrecentamiento es la hermosura.

¿Y qué cosa es la hermosura?

«Quien quiera conoce lo hermoso, pero pocos conocen la cosa por la cual todos los objetos hermosos son hermosos...». Diversamente [p. 26] ha sido definida la hermosura, pero la más verdadera y universal definición parece ésta: «La hermosura es gracia que, deleitando el ánimo, lo mueve a amar. Y  la cosa buena o persona, en la cual se halla esta gracia, es hermosa, pero la cosa buena en la cual no se halla esta gracia, no es hermosa ni fea; no es hermosa, porque no tiene gracia; ni es fea, porque no le falta bondad. Pero aquello a que faltan ambas cosas, que son gracia y bondad, no solamente no es hermoso, sino que es malo y feo, porque entre hermoso y feo hay medio, pero entre bueno y malo, verdaderamente no hay medio, porque lo bueno es ser, y lo malo privación.»

«Esta gracia, que deleita el ánimo y mueve al amor, no se halla con los objetos del gusto, del olfato y del tacto, sino solamente en los de la vista y el oído, que León Hebreo llama sentidos espirituales. Reside, pues, en las bellas formas y figuras, y hermosas pinturas, y linda orden de las partes entre sí mismas al todo; y en los hermosos y proporcionados instrumentos, y lindos colores, bella  y clara luz, hermoso sol, lindas estrellas y hermoso cielo... y también en los objetos del oído: como hermosa oración, linda voz , linda habla, hermoso canto, linda música, bella consonancia, linda proporción y armonía..., y de ningún modo en los manjares y en las bebidas; ni en el templado y dulcísimo acto venéreo».

«Pero hay en el hombre otra virtud que comprende lo hermoso además del ver y del oir. Tales son las virtudes cognoscitivas, y en primer lugar la imaginación y fantasía, que comprende, discierne y piensa las cosas de los sentidos..., y así se dice: «Una hermosa fantasía, un lindo pensamiento, una linda invención». Y mucho más conoce de lo hermoso la razón intelectiva, la cual comprende gracias y hermosuras universales, corpóreas e incorruptibles... como son: los estudios, las leyes, las virtudes y ciencias humanas Pero el supremo conocimiento del hombre consiste en el entendimiento abstracto, el cual, contemplando en la ciencia de Dios y de las cosas abstractas de materia, se deleita y enamora de la suma gracia y hermosura que hay en el Criador y Hacedor de todas las cosas, por la cual alcanza su última felicidad... Así que lo bueno, para ser hermoso, conviene que tenga con la bondad alguna manera de espiritualidad graciosa, tal que pasando por las vías espirituales a nuestra ánima, la pueda deleitar y mover a amor».

[p. 27] «El amor que hay entre las criaturas de la una a la otra, presupone falta, y no solamente el amor de los inferiores a los superiores, sino también el de los superiores a los inferiores..., porque ninguna criatura hay sumamente perfecta; antes, amando, solamente a los superiores a ella, sino también a los inferiores, crece en perfección y se allega a la suma perfección de Dios... Por este aumento de perfección en el amante y en el universo, el amado inferior también se hace divino en el amante superior; porque en ser amado participa de la divinidad de su Criador, por cuya participación todo amado es divino. Porque siendo el sumo hermoso, es participado de todo hermoso, y todo amante se acerca a él, amando cualquiera cosa hermosa, aunque sea inferior al amante, y con esto, el amante crece en hermosura y divinidad, y así hace crecer al universo. En Dios el amor no dice pasión, ni inclinación natural, ni falta alguna: dice sólo voluntad de hacer bien a sus criaturas y al universo, y de acrecentar la perfección dellas cuanto su naturaleza fuere capaz».

Con ocasión de indagar cuándo nació el amor, vuelve a plantear el autor el problema cosmogónico, y se hace cargo de los tres principales sistemas sobre el origen del mundo; el de su eternidad defendida por Aristóteles, el de los fieles que creen la sagrada ley de Moysén, y aceptan la creación ex nihilo; y el del caos eterno y la producción temporal, expuesto en el Tineo platónico, que Judas Abarbanel procura sacar inmune de las interpretaciones de Plotino y de los neoplatónicos, y ajustarle y concordarle todo lo posible con el Pentateuco, de quien (lo mismo que otros rabinos y muchos cristianos) le supone discípulo. «Y aunque Platón fué maestro de Aristóteles tantos años, al fin, en las cosas divinas, habiendo sido Platón discípulo de nuestros viejos, aprendió de mejores maestros y más que Aristóteles, y tuvo mayor noticia desta antigua sabiduría».

Y no sólo quiere hacer a Platón creyente judío, sino también cabalista, atribuyéndole la doctrina de la creación cada siete mil años, «recogiéndose (en cada nuevo fin del mundo y nueva quietud del caos) las intelectuales formalidades, al sumo Dios, Padre dador dellas, las cuales lucidísimamente serán conservadas en las altísimas Ideas del divino entendimiento hasta la nueva vuelta dellas en la universal creación y generación del orbe».

[p. 28] Volviendo a su asunto, en respuesta a la interrogación, «¿cuál fué el primer amor?»,   intérnase Judas Abarbanel en las profundidades «del amor intrínseco de Dios amado y amante...,  formalidad divina, una y simplicísima, que no se puede transfigurar sino con reverberante luz y multiplicada formalidad». «En la Divinidad la mente o sabiduría amante se deriva ab aeterno de la hermosura amada, y el amor nació ab aeterno de ambos a dos, del hermoso amado como de padre, y del sapiente o amado como de madre».

«Del sumo resplandor de la divina hermosura amada fué producido el entendimiento primero universal con todas las Ideas, el cual es padre del Universo y la forma y el marido y el amado del  Chaos, y de la clara y sabia mente divina amante fué producida la madre Chaos, amadora del mundo y mujer del primer entendimiento; y del ilustre amor divino, que nació de ambos a dos, fué producido el amoroso Universo...»

Después de este amor intrínseco de la Divinidad, el segundo (y primero que nació) es el que fué causa de la creación y nacimiento del mundo. Amando la Divinidad su propia hermosura, deseó producir hijo a su semejanza, y este deseo fué el primer amor extrínseco, esto es, de Dios al mundo producido. «De este primer acto de amor  ad extra fueron engendrados», el entendimiento primero, en quien resplandecen todas las Ideas del sumo Artífice... y el Chaos umbroso, con las sombras de todas las Ideas, y las esencias de ellas. Mediante estos dos primeros instrumentos engendradores, Dios, como amor desiderativo, crió y formó todo el mundo a similitud de la hermosura y sabiduría o esencia divina. «Concurrieron a la obra de la creación el amor recíproco de este principio masculino y este principio femenino del mundo, y juntamente con él» otro amor tercero, necesario en el ser del mundo, que es el amor que tienen todas sus partes, la una con la otra y con el todo. Todos estos tres amores nacieron cuando nació el mundo.

Pero ¿dónde nació ese tercer amor? ¿En el mundo inferior de la generación y corrupción, o en el celestial del movimiento continuo, o en el espiritual de la pura visión inteligible? Manifiesta cosa es que el amor nació cerca de Dios, y que de él fué comunicado al mundo angélico, y de allí participado al celestial y al corruptible. Estamos en plena teoría de la emanación: las aguas de la Fuente de la vida, de Ben-Gabirol, comienzan a correr por estas [p. 29] páginas; ¡y con qué religioso y solemne curso! Apenas hay en nuestra filosofía páginas más elocuentes que estas: «Procediendo el amor de la hermosura, donde la hermosura es más inmensa, más antigua y coeterna, allí debe el amor nacer primero. No consiste el amor en la hermosura, pero procede della, y allí se halla donde está la hermosura que le causa. Donde el conocimiento se halla acompañado de falta de algún grado de hermosura como en el mundo angélico, allí nació el amor, y no en el mundo inferior, donde la falta sobra y el entendimiento falta... Y así las plantas que son las menos perfectas de las cosas vivas, careciendo grandemente de la hermosura, porque no la conocen, no la desean, sino aquello poco que pertenece a su perfección natural... También en los mismos hombres, los que son de ingenio más flaco y tienen menos conocimiento, son aquellos a quienes de la perfección y hermosura más les falta, y menos la desean. Y cuanto más ingeniosos son y más sabios, y menos les falta de la bella perfección intelectual, tanto más intensamente la aman, y tanto más intensamente la desean. Porque siendo la sabiduría mucho más amplia y profunda que el entendimiento humano, el que más nada en su divino piélago, conoce más su anchura y profundidad, y tanto más desea llegar a los perfectos términos a él posibles... Porque las delectaciones de la sabiduría no son saciables como cualquiera otra delectación, antes a todas horas más deseables e insaciables... Cuando, ¡oh Sophía! hubieres subido por esta escala al mundo celestial y angélico, hallarás que los que participan más de la belleza intelectual del Sumo Hermoso, conocen mejor cuánto falta a la más perfecta de las criaturas de la hermosura de su Criador... Así que el amor principalmente está en la primera y más perfecta inteligencia criada, por el cual goza unidamente de la Suma Hermosura de su Criador, de quien ella depende, y della sucesivamente se derivan las otras inteligencias y criaturas celestiales, descendiendo de grado en grado hasta el mundo inferior, del cual sólo el hombre es el que puede asemejarle en el amor de la divina hermosura, por el entendimiento inmortal que en cuerpo corruptible el Criador quiso darle, y solo mediante el amor del hombre a la hermosura divina se une el mundo inferior, el cual todo está por el hombre unido con la Divinidad, causa primera y último fin del universo, y suma hermosura amada y deseada en todo; que de otra [p. 30] manera el mundo inferior estuviera dividido totalmente de Dios. Siendo la hermosura del Criador excelente sobre otra cualquiera hermosura criada, y ella sola perfecta hermosura, es necesario conceder que ella sea la medida de todas las otras hermosuras, y que por ella se midan las faltas de perfección de las otras. Esta hermosa divinidad es inmensa e infinita, sin proporción alguna conmensurativa con la más excelente de las hermosuras criadas. No excede menos a la más hermosa de las inteligencias apartadas de materias, que al menos hermoso de los cuerpos corruptibles, siendo ella medida de todos y ninguno medida della, pues tanto le falta al primer ángel, de aquella suma belleza, como al más vil gusano de la tierra. La parte que quiso comunicar a la hermosura criada, se repartió en diversos grados: el mundo angélico tomó la mayor parte, después el celeste, después el corruptible.»

Píntase e imagínase la hermosura infinita del Criador en la hermosura finita criada, como una hermosa figura en un espejo. «Y aunque lo que falta de la infinita hermosura al mundo celestial y al corruptible es igualmente infinito, todavía en el angélico, donde se conoce mejor la inmensa belleza que falta, la falta se hace mayor, por incitar mayor deseo y producir más intenso amor que el mundo inferior. En el mundo corruptible no hay conocimiento claro de la hermosura divina, porque no se puede adquirir sino por entendimiento abstracto de materia, el cual es espejo capaz de la transfiguración de la divina hermosura. Conocer las esencias incorpóreas mediante las corpóreas, es como ver el lucido cuerpo del sol en agua o en otro diáfano. No así los moradores del mundo angélico, en quienes derecha e inmediatamente se imprime la clara belleza divina, como el ojo del águila, que es capaz de ver directamente al sol y no en enigma. Sólo confusamente puede encaminarse el entendimiento humano a aquella no conocida hermosura, por la noticia de la primera causa y del primer motor, alcanzada mediante los cuerpos; la cual no es perfecto ni recto conocimiento, ni puede inducir el puro amor ni el intenso deseo que a la suma belleza se requiere, pero puede conocer en la copulación la esencia del entendimiento agente, cuya hermosura es finita..., y mediante ella o en ella ver y desear la hermosura divina, como por un medio cristalino o un claro espejo, pero no inmediatamente y en si, como hace el entendimiento angélico. Solo por gracia especial de Dios [p. 31] puede recaer este conocimiento inmediato en algún varón hecho profético y elegido por la Divinidad». Es el caso profético que nuestro gran poeta Judá Levi, en su libro del Cuzary, supone, con orgullo judaico, don y privilegio exclusivo de su raza. Así Moisés, «profetizaba despierto, con el entendimiento claro y limpio de fantasía, copulado con la Divinidad, sin medio de ángeles y sin figuras ni fantasías algunas».

La infinita hermosura se imprime en la finita mente angélica o en la de los bienaventurados, no según el modo de su infinidad, sino según la finita capacidad de la mente que la conoce. Pero hay otro conocimiento más alto de la inmensa hermosura divina, y es el que el mismo Dios tiene de sí mismo, «como si el resplandeciente sol se viera a sí propio».

La mayor novedad de la Philographia de León Hebreo, y lo que agranda su concepción y le separa de los comentadores vulgares del Simposio, consiste, sin duda, en haber considerado el amor como una inherencia intelectual a la suma hermosura. Sus fantásticas explicaciones del mito de Poros y de Penia, así como la exégesis más que temeraria con que supone a nuestros primeros padres andróginos, [1] como las que se fingen en el razonamiento platónico de Aristófanes, no tienen para nosotros más que un interés de curiosidad; pero le tiene muy grande para la historia de la filosofía, y demuestra elocuentemente la filiación semítico-hispana de Judas Abarbanel, y los lazos nada tenues por los cuales desciende de Averroes y de Maimónides el pasaje en que nota escrupulosamente las variantes del sistema de la emanación en las escuelas arábigas, y cómo la primera inteligencia, por virtud y amor de su propia hermosura, produce el primer orbe, «compuesto de cuerpo incorruptible circular y de ánima intelectiva amadora de su inteligencia», y así sucesivamente las inteligencias de los otros orbes, hasta el número de ocho, según los griegos, o de nueve, según la cuenta de los árabes.«De manera que, habiendo declinado las esencias criadas, de grado en grado, no solamente hasta el último orbe de la luna, más también hasta la ínfima materia primera, desde allí vuelve a levantarse la materia primera con inclinación, amor y [p. 32] deseo de acercarse a la perfección divina, de la cual está más alejada, subiendo de grado en grado por las formas y perfecciones formales. De esta suerte hacen los árabes una línea circular del Universo, cuyo principio es la Divinidad, y su término la materia prima, y della va subiendo y allegándose de grado en grado, hasta fenecer en aquel punto, que fué principio, que es en la suma hermosura divina, por la copulación con ella del entendimiento humano».

¿De quién nació el amor?  León Hebreo, después de explicar el razonamiento de «la fada Diótima, que fué maestra de Sócrates en los conocimientos pertenecientes al amor», y los mitos de Eros y de Poros, afirma que el amor de quien él escribe es «superior a Poros embriagado en el huerto de Júpiter, y ajeno de Penía menesterosa», y le da por padre común lo hermoso, y por madre la inteligencia, preñada de la forma de lo hermoso. «Si la forma de lo hermoso no estuviese en el entendimiento del amante, debajo de especie de hermoso, bueno y deleitable, no fuera lo hermoso jamás amado de él. De manera que la madre del amor, aunque está privada de la unión perfecta con el amado, no por eso está privada de la forma ejemplar de su hermosura. El amor es preñez, y deseo de parir lo hermoso semejante al padre».

Nueva disertación sobre la esencia de la hermosura. ¿Consiste como la han definido muchos filosofantes, en la proporción de las partes al todo, y la conmensuración del todo a las partes? ¿Será propia del conmensurable cuerpo, y supondrá siempre cantidad pudiéndose aplicar sólo por traslación a las cosas incorpóreas, en cuanto son compuestas proporcionalmente por orden y armonía?

«El vulgo, responde León Hebreo, no puede comprender otra herrnosura que la que los ojos corporales y los oídos comprenden, por lo cual creen, fuera de ésta, no haber otra hermosura, sino que es alguna cosa fingida, soñada o imaginada. Pero aquellos cuyos entendimientos tienen ojos claros, y ven mucho más adelante que los corporales, conocen que la hermosura que se halla en los cuerpos es baja, poca y superficial con respecto de la que se halla en los incorpóreos...; como que solamente es sombra e imagen de la espiritual, y participada, della, y resplandor que el mundo espiritual da al mundo corpóreo. Y aun esta hermosura de los cuerpos no procede de la corporeidad o materia de ellos, que, si fuera así, [p. 33] todo cuerpo y cosa material fuera hermosa de una misma manera, porque la materia y corporeidad es una en todos los cuerpos; o de los cuerpos el mayor fuera el más hermoso, que muchas veces no lo es, porque la hermosura requiere medianía en el cuerpo; el mayor, lo mismo que el menor, es deforme. Y conocen que la hermosura viene en los cuerpos por la participación de los incorpóreos superiores, y tanto cuanto carecen de la participación de ellos, tanto son deformes; por manera que la fealdad es lo propio del cuerpo, y la hermosura lo adventicio. A ti, pues, ¡oh Sophía! no te basten los ojos corporales para ver las cosas hermosas; míralas con los incorpóreos, y conocerás las verdaderas hermosuras que el vulgo no puede conocer; porque así como los ciegos de los ojos corporales no pueden comprender las hermosas figuras y colores, así los ciegos de los ojos espirituales no pueden comprender las clarísimas hermosuras espirituales, ni deleitarse en ellas porque no deleita la hermosura, sino a quien la conoce, y el que no gusta della está privado de suavísima delectación. Que si la hermosura corporal, que es sombra de la espiritual, deleita tanto a quien la ve, que se lo roba, le convierte en sí, y le quita la libertad y le hace su aficionado, ¿qué hará aquella lucidísima hermosura intelectual a los que son dignos de ver? Sé tú, pues, ¡oh Sophia! de aquellos a quien la hermosura umbrosa no arroba, sino la que es señora della, suprema en belleza y delectación...» «Esa definición de la hermosura, dicha por alguno de los modernos filosofantes, no es la propia ni la perfecta, porque si fuera así, ningún cuerpo simple, no compuesto de diversas y proporcionadas partes, se llama hermoso.....  La figura redonda, bien en sí es hermosa, pero su hermosura no es la proporción de las partes, la una a la otra ni al todo, porque sus partes son iguales y de un mismo género, en las cuales no cabe proporción alguna, ni la hermosura de la figura circular es la que hace hermoso al sol, a la luna y a las estrellas, que, si fuera así, todo cuerpo hermoso tuviera la hermosura del sol; empero, la hermosura de ellos es la claridad, la cual en sí no es figura ni tiene partes proporcionadas».

«Parece, pues, que la hermosura no está en las proporciones de las partes... Y si la hermosura de la música quieren que sea la concordancia de las partes, la hermosura intelectual, ¿cuál será? Y si dijeren que es el orden de la razón, ¿qué dirán de la inteligencia [p. 34] de las cosas simples y de la purísima divinidad, que es suma hermosura? Si bien lo considerares, hallarás que, aunque en las cosas proporcionadas y concordantes se halla hermosura, la hermosura es allende de la proporción dellas... Por donde se halla, no sólo en los compuestos proporcionados, pero aun más en los simples... No todo lo hermoso y lo bueno es proporcionado, y, al contrario, en las cosas malas se halla también proporción y concordancia.»

«¿En qué consiste, pues, la hermosura de las cosas corpóreas, si no está en la proporción? Sabrás que la materia, fundamento de todos los cuerpos inferiores, es de suyo fea y madre de toda fealdad en ellos; pero formada se torna hermosa por participación del mundo espiritual. Como rayos del sol, las formas descienden a ella del entendimiento divino, y de la ánima del mundo, o del mundo espiritual o del celestial».

Todo cuerpo tiene alguna hermosura derivada del principio que le informa; pero no son todos igualmente hermosos, porque la información no es igualmente perfecta, ni a todos los cuerpos les quita de una misma manera la fealdad de la materia, ni en todos señorea con igual imperio la rústica corpulencia de la materia. Y si los cuerpos proporcionados nos parecen hermosos, es porque la forma crea la perfección, vivificando el todo y las partes. «Y cuando la materia es inobediente, no puede unir así las partes intelectualmente al todo, y queda menos hermoso y más feo por la desobediencia de la materia deforme a la informante y hermoseante forma».

Los colores también son hermosos, porque son formas, y si por ellas los cuerpos coloreados se hacen hermosos, tanto más deben serlo ellos mismos. Y mucho más la propia luz, que a todo color y coloreado hace hermosos..., «y es forma universal en todo el mundo inferior... La armonía es hermosa, porque es forma espiritual ordinativa y unitiva de muchas y diversas voces en una y perfecta consonancia por modo intelectual... La belleza de la oración viene de la hermosura espiritual ordinativa y unitiva de muchas y diversas palabras materiales, en unión perfecta e intelectual con alguna parte de la armónica hermosura, de tal manera que con razón se puede decir más hermosa que las otras cosas corpóreas; y asimismo los versos, que, juntamente con la hermosura intelectual, tienen más de la hermosura armónica resonante que la oración. Las hermosuras del conocimiento, y de la razón y [p. 35] del entendimiento humano, manifiestamente preceden a toda hermosura corpórea, porque éstas son las verdaderas, formales y espirituales, y las que ordenan y unen los muchos y diversos conceptos del ánima sensibles y racionales, y asimismo dan y participan hermosura doctrinal en los entendimientos dispuestos a recibirla, y también es hermosura artificial en todos los cuerpos que por artificio son hechos».

Así, pues, toda hermosura en el mundo inferior, procede del mundo espiritual de las formas , y según que la materia obedece o resiste a la hermosura formal, resulta en los cuerpos mayor o menor grado de hermosura. De aquí la definición de la belleza, según León Hebreo: «gracia formal, que deleita y mueve a amar a quien la comprende». Esta definición se aplicaría por igual a las obras de la naturaleza y a las del arte. El arte es una forma: «imagina dos pedazos de palo iguales, y que en el uno se entalla una hermosísima Venus y en el otro no: conocerás que la hermosura de Venus no procede del palo, porque el otro madero igual no es hermoso: la forma o figura artificiada es, pues, la que constituye su hermosura».

Y así como las formas naturales se derivan del alma del mundo, y allende de ella, del primero y divino entendimiento, en los cuales existen con mayor esencia, perfección y hermosura que en los cuerpos divididos, así las formas artificiales se derivan de la mente del artífice humano, en la cual existen con mayor perfección y hermosura que en el cuerpo hermosamente artificiado. «Y así como quitando, por consideración, la corporalidad del artificiado hermoso, no queda sino la Idea que está en el entendimiento del artífice, así, quitando la materia de los hermosos naturales, quedan solamente las formas ideales, preexistentes en el entendimiento primero, y en el ánima del mundo».

«Bien alacanzarás, ¡oh Sophía! cuánto más hermosa debe de estar la Idea del artificio unida en el entendimiento del artífice, que cuando está distribuída en el cuerpo y desmembrada, porque a toda hermosura y perfección le acrecienta la unión y la división le disminuye. Y las partes de la hermosura de la estatua de Venus en el madero, están divididas cada una de por sí, por lo cual hacen lenta y débil su hermosura, respecto de la que está en el ánima del artífice, porque en ella consiste la Idea del arte con todas sus partes [p. 36] abrazadas juntamente, de tal manera, que la una favorece a la otra, y la hace crecer en hermosura, y la hermosura de todas está juntamente en cada una, y la de cada una en todas, sin ninguna división o discrepancia, puesto que el cuerpo no impide ni disipa la eficacia de la forma. Y lo mismo acontece con las formas naturales, que están en el entendimiento divino, todas juntamente abstractas de materia, de mutación o alteración, y de toda manera de división o muchedumbre».

«¿De qué modo están proporcionados los ojos de nuestro entendimiento a la percepción de las hermosuras espirituales?» Nuestra ánima racional, por ser imagen de la ánima del mundo, es  figurada obscuramente de todas las formas que existen en el alma del mundo, y por eso, con discurso racional, las conoce distintamente, y gusta de su hermosura y la ama. Y el puro entendimiento que en nosotros reluce, es asimismo imagen del puro entendimiento divino, signado con la unidad de todas las ideas, el cual, al fin de nuestros discursos racionales, nos muestra las esencias ideales en intuitivo, único y abstractísimo conocimiento, cuando nuestra razón bien habituada lo merece...»

A estas dos hermosuras intelectuales son proporcionadas otras dos corporales, la que se alcanza por la vista y la que se alcanza por el oído. La de la vista es imagen de la hermosura intelectual, porque toda consiste en luz, y por la luz se aprehende. Y la que se alcanza por el oído, es imagen de la hermosura del alma del mundo, porque consiste en concordancia, armonía y orden; pero el conocimiento y amor de la misma hermosura corpórea, no consiste en los ojos y en los oídos por donde pasa, sino en el ánima adonde va; de otra manera sería idéntico el conocimiento y delectación en todos los hombres, puesto que poseen iguales sentidos; y vemos que no acaece así. Siendo las hermosuras corpóreas gracias formales, y siendo en esencia nuestra ánima racional «una figuración latente de todas aquellas espirituales formas, por impresión hecha en ella del ánima del mundo, su origen exemplar», lo cual llama Platón reminiscencia, y Aristóteles, interpretado platónicamente por León Hebreo, «entendimiento en potencia», infiérese que las formas representadas por los sentidos, hacen relumbrar las mismas formas y esencias que antes estaban latentes en nuestra ánima. «A este relumbrar llama Aristóteles acto de entender, y Platón [p. 37] recuerdo: pero la intención dellos es una en diversas maneras de decir». Y como esta latencia y tenebrosidad sea muy diversa en las almas de los hombres, según el imperio mayor o menor que ha logrado la forma sobre la materia, acaece que el alma de uno conoce fácilmente la hermosura, y la de otro con más dificultad, y la de otro de ninguna manera, «por la rudeza y grosedad de su materia, que no deja aclarar la oscuridad que ella causa en el alma. Verás también un mismo hombre conocer fácilmente algunas hermosuras, y otras con dificultad, porque su materia es más proporcionada y semejante a unos cuerpos y cosas hermosas, que a otros... Y podrás entender también que las ánimas que conocen dificultosamente las hermosuras corpóreas, esto es, la espiritualidad que hay en ellas, y con dificultad las pueden sacar afuera de la fealdad material, y deformidad corpórea, son asimismo difíciles en conocer las hermosuras espirituales del ánima, conviene a saber, las virtudes, ciencias y sabiduría».

Tiene nuestra alma dos caras: la una vuelta hacia el entendimiento superior; la otra hacia el cuerpo. La primera es la razón intelectiva, que discurre con universal y espiritual conocimiento, «sacando fuera las formas y esencias intelectuales de los particulares y sensibles cuerpos, y convirtiendo el mundo corpóreo en intelectual.» La segunda cara, vuelta hacia el cuerpo, es el sentido, o sea «el conocimiento particular de las cosas corpóreas, ayuntada en sí, y mezclada la materialidad de las cosas corpóreas conocidas». Sólo llegan al conocimiento y fruición de la belleza los que ordenan el conocimiento sensible al racional como a propio fin..., y aunque allegan el ánima espiritual con el rostro inferior a los cuerpos, para tener de la hermosura de ellos el conocimiento sensible, en continente levantan con movimiento contrario las especies sensibles con la cara superior racional, sacando de ellas las formas y especies inteligibles... Y de la manera que enderezan el un conocimiento al otro, así también el amor, pues tanto aman las hermosuras sensibles cuanto el conocimiento de ellas los guía a conocer y amar las espirituales insensibles, a las cuales aman solamente como a verdaderas hermosuras.....«Engáñaste, pues,¡oh Sophía.(añade elocuentemente el autor), en dudar cuál es el más principal conocimiento de las hermosuras sensuales. Tú crees que está en el que las conoce en modo sensitivo y material, no sacando dellas [p. 38] las hermosuras espirituales, y estás en error, que éste es imperfecto conocimiento de las hermosuras corpóreas, porque quien de lo accesorio hace principal, no conoce bien, y quien deja la luz por la sombra, no ve bien, y el que deja de amar la forma original por amar su semejanza o imagen, a sí propio aborrece. Y cuando la haz inferior de nuestra ánima, que mira hacia el cuerpo, tiene la conveniente luz, entonces sirve a la luz de la haz superior intelectiva, y le es accesoria e inferior, y vehículo suyo, y si le vence, es imperfecta la una y la otra, y queda el ánima desproporcionada y desdichada». En suma: el conocimiento de las hermosuras inferiores solamente es bueno para destilar de ellas las hermosuras espirituales. Tal es la fórmula más bella y acabada de la antigua estética idealista.

Leon Hebreo no se cansa de repetirla y explanarla, y siempre con nueva prodigalidad y opulencia de frases: «advierte, pues, ¡oh Sophía! que no te enlodes en el amor y delectación de las hermosuras sensuales, apartando tu ánima de su hermoso principio intelectual, por zabullirla en el piélago del cuerpo feo y sucia materia. No te acaezca lo de la fábula de aquel que, viendo hermosas figuras esculpidas en agua sucia, volvió las espaldas a las originales, y siguió las umbrosas imágenes y se echó y anegó entre ellas en el agua turbia».

¿Y qué cosa es la hermosura espiritual, que de tal modo se derrama por todo el universo y cada una de sus partes? León Hebreo se atreve a sacar de Platón la misma definición que Platón no se atrevió a dar, y exclama con sublime sentido: «La hermosura es la idea». Y en la idea no caben diversidad ni multitud dividida. En el entendimiento divino la idea es una e indivisible, o más bien es el mismo entendimiento divino.

Llegado a esta cumbre soberana de la idea, trata nuestro filósofo de resolver la aparente contradicción platónico-aristotélica, y después de sentar como principio común que las ideas, en el sentido de prenoticias divinas de las cosas producidas, ni Aristóteles ni nadie las niega, puesto que el mismo Estagirita supone que preexiste en la mente divina el Nomos del universo, «que es el orden sabio dél», del cual se deriva la perfección y ordenación del mundo y de todas sus partes, expone así la famosa antinomia, para resolverla luego: «Sabrás, en suma, que Platón puso en las [p. 39] ideas todas las existencias y sustancias de las cosas, de tal manera, que todo lo procreado dellas en el mundo corpóreo se estima que sea más ayna sombra de sustancia y esencia, que poderse decir esencia ni sustancia... Aristóteles quiere en esto ser más templado, porque le parece que la suma perfección del artífice debe producir perfectos artificiados en sí mismos; por donde sostiene que en el mundo corpóreo y en sus partes hay esencia y sustancia propia de cada una dellas, y que las noticias ideales no son las esencias y sustancias de las cosas, sino causas productivas y ordenativas dellas; de donde infiere que las primeras sustancias son los individuos, y que en cada uno de ellos se salva la esencia de las especies. De las cuales especies, las universales no quiere que sean las ideas, que son causa de los seres reales, sino solamente conceptos intelectuales de nuestra ánima racional, sacados de la sustancia y esencia que hay en cada uno de los individuos reales... Y las ideas no quiere que sean primeras sustancias, como Platón dice... porque él sostiene que la materia y el cuerpo entra en la esencia y sustancia de las cosas corpóreas... Sostiene también que las hermosuras del mundo corpóreo son consideradas hermosas; empero, causadas y dependientes de las primeras hermosuras ideales, del primer entendimiento divino».

Pero la diferencia «está más ayna en la imposición de los vocablos que en la significación de ellos... Platón, hallando los primeros filósofos de Grecia, que no estimaban otras esencias ni sustancias ni hermosuras que las corpóreas, y que pensaban que fuera de los cuerpos no había nada, le fué necesario curarles con lo contrario, como verdadero médico, enseñándoles que los cuerpos por sí mismos no poseen ninguna esencia, ninguna sustancia, ninguna hermosura, como ella es verdaderamente, ni tienen otra cosa que la sombra de la esencia y hermosura incorpórea, ideal de la mente del Sumo Artífice del mundo. Aristóteles, que halló los filósofos por la doctrina de Platón, apartados ya de todos los cuerpos, porque estimaban que toda la hermosura, esencia y sustancia estaba en las ideas y nada en el mundo corpóreo, viéndolos que por esto se hacían negligentes en el conocimiento de las cosas corpóreas... de la cual negligencia había de resultar defecto, y falta en el conocimiento abstracto de sus espirituales principios..... le pareció tiempo de templar el extremo que en esto había..., y [p. 40] demostró haber propiamente esencias en el mundo corpóreo y sustancias producidas y causadas de las ideas, y haber también en él verdaderas hermosuras, aunque dependientes de las purísimas y perfectísimas ideas». [1]

«Fácil es inferir las consecuencias de este armonismo. La pluralidad, división y diversidad de las cosas mundanas no preexisten en las noticias ideales dellas. Aunque la primera Idea del universo, que está en la mente del Sumo Hacedor, sea multifaria, esto es, múltiple o de muchas maneras, con orden a las esenciales partes del mundo, no por eso aquella multifariedad induce en ella diversidad esencial separable, ni número dividido..., sino que es de tal modo multifaria, que queda en sí indivisible, pura y simplicísima y en perfecta unidad, conteniendo juntamente la pluralidad de todas las partes del universo producido con todo el orden de sus grados, de tal suerte, que donde está la una están todas, y las todas no quitan la unidad de la una. Allí el un contrario no está dividido del otro en lugar, ni diverso en esencia oponente, sino que juntamente en la Idea del fuego y en la del agua, y en la del simple y en la del compuesto, y en la de cada parte está la del universo todo, y en la del todo, la de cada una de las partes, de tal suerte que la multitud en el entendimiento del primer artífice es la pura unidad y la divinidad es la verdadera identidad».

Viene a ser, pues, la Idea «una esencial luz solar, que en su unidad contiene todos los grados y diferencias de los colores y la luz del universo». Identifícase con la sabiduría divina o con el Verbo, porque, no sólo en el entendimiento divino, sino en todo actual entendimiento, la sabiduría y la cosa entendida y el mismo entendimiento son una sola cosa en sí. Y si esta hermosura cabe en cualquier entendimiento criado, ¡cuánto más en el purísimo entendimiento divino, que de todas maneras es uno mismo con la [p. 41] sabiduría Ideal; y «así como produce el mundo, lo conoce todo y conoce todas sus partes, y partes de las partes en un simplicísimo conocimiento, esto es, conociéndose a sí mismo, y en él es lo mismo el conociente y el conocido, el sabio y la sabiduría, el inteligente y el entendimiento y las cosas de él entendidas».

¿Identifica León Hebreo la hermosura con el ser de Dios? Parece que no, puesto que enseña que «Dios, como autor de la sabiduría, no es hermosura ni sabiduría, sino fuente de donde emana la primera hermosura y la suma sabiduría... Así que en el mundo hay tres grados en la hermosura: el autor della, ella y el que participa della, conviene a saber: hermoso que hermosea, hermosura y hermoso hermoseado».

Toda esta doctrina quiere corroborarla León Hebreo con interpretaciones de la Escritura, a la cual supone (conforme a la enseñanza Filoniana), que se acercó Platón mucho más que Aristóteles, «cuya vista en las cosas abstractas fué algún tanto más corta, y no se levantó tanto en la abstracción».

¿Y cómo no había de parecer pobre y apegado a la tierra todo otro sistema estético al que con temor religioso nos enseña que para contemplar la hermosura conviene vestirnos de vestiduras limpias y puras, espirituales, haciendo como el Sumo Sacerdote, que, cuando en el día sagrado de los Perdones entraba en el Sancta Sanctorum, dexaba las vestiduras doradas llenas de piedras preciosas, y con vestimentos blancos y cándidos impetraba la gracia y el divino perdón?»

Todavía puede preguntarse: «¿Para qué nació el amor?» Y León Hebreo responde: «que el fin singular del amor es la delectación del amante en la cosa amada». Pero si el fin del amor es el deleite, y el amor es deseo de hermosura, ¿cómo se dan muchas delectaciones en que no cabe hermosura, como las del olfato y las del gusto? Todo amor es deseo; pero no todo deseo es amor, puesto que se da el mismo nombre al apetito. Todo deleite es bueno en cuanto deleita, y por eso es objeto de deseo; pero no todo deleite es hermoso.

Distinguido así el concepto de lo bello del de lo deleitable, útil y honesto, «porque lo hermoso es menos común que lo bueno», y distinguida la hermosura real de la aparente, termina el libro investigando y declarando el fin universal del amor, que es la unión [p. 42] de todos los seres con la suma hermosura, que es Dios, causa eficiente del mundo por salida productiva, formal por sustentación conservativa, y final  por reducción perfectiva. Todo el universo «producido se reduce a un Creador, mediante la parte intelectiva que en él quiere comunicar, y mediante los actos della». Con esto y con exponer cabalísticamente el orden de los grados del ser, y el cerco de los amores del uníverso, [1] ciérrase dignamente este diálogo, cuya síntesis puede decirse que se halla en estas palabras: «El amor divino es tendencia o salida de su hermosísima sabiduría a su imagen, esto es, al universo producido por él, con vuelta del universo a unirse con su hermosura suma».

Perdónese tan largo extracto de un libro, apenas leído hoy de nadie, pero que no deja por eso de ser el monumento más notable de la filosofía platónica en el siglo XVI, y aun lo más bello que esa filosofía produjo desde Plotino acá. Toda otra exposición antigua o moderna de las doctrinas del discípulo de Sócrates acerca del amor y la belleza, o es plagio y reminiscencia de ésta, o parece breve arroyuelo al lado de este inmenso océano. Nunca, antes de Hegel, ha sido desarrollada con más amplitud la estética idealista. Nadie ha manifestado tan soberano desprecio a la materia como León Hebreo. Nadie ha espiritualizado tanto como él el concepto de la forma, nadie le ha unificado más, y nadie se ha atrevido a llegar tan lejos en las conclusiones de la teoría platónica. La idea única, engendrando de su seno toda forma, la forma lidiando con la materia, y señoreándola, vivificándola y hermoseándola en diversos grados..., tales son los fundamentos de esta síntesis deslumbradora, que abarca todo el cerco de los entes, afirmando donde quiera la eterna fecundación del amor. Doctrina telematológica en el punto de arranque, y ontológica en su término, puesto que viene a considerar el mundo como una objetivación del amor [p. 43] o de la voluntad, que se revela y hace visible en infinitas apariciones y formas. Doctrina profundamente armónica, y aun más unitaria que armónica, en la cual entran concordados y sin violencia Aristóteles y Platón, la idea en las cosas (llamada forma), y la idea sobre las cosas, identificada con la divina sabiduría.

La importancia de León Hebreo en la historia de la ciencia es enorme, y no bien aquilatada todavía. En él se juntan dos corrientes filosóficas, que habían corrido distintas, pero que emanaban de la misma fuente, es decir, de la escuela alejandrina, del neoplatonismo de las Enéadas de Plotino. León Hebreo representa la conjunción entre la filosofía semítico-hispana de los Avempace y Tofail, de los Ben-Gabirol y Judá Leví, de los Averroes y Maimónides con la filosofía platónica del Renacimiento, con la escuela de Florencia. En la Edad Media, los hebreos habían sido el más eficaz conductor de la ciencia arábiga a las escuelas cristianas. En el Renacimiento, el destierro de los judíos castellanos y portugueses lanza de nuevo por Europa las semillas de la ciencia arcana, encerrada en la Fuente de la Vida o en el Zohar. Pero esta ciencia hebraico-española, al ponerse en contacto con la ciencia italiana, renovada de la antigüedad, se transforma; y al paso que reconoce sus comunes orígenes, y remontando la corriente de los siglos, vuelve a anudar la cadena de Plotino, de Proclo y del falso Hermes Trismegisto, se va despojando de las embarazosas vestiduras de la sinagoga, abandona sus tiendas, olvida las fórmulas y los ritos y hace oir su voz al aire libre y a la radiante luz del sol bajo los pórticos de la Atenas Medicea. Comienza por hablar en italiano, y abandonar la lengua santa; estudia el griego para conocer de cerca a los maestros del pensamiento antiguo; restaura la forma dramática del diálogo, y hace uso de los desarrollos oratorios, más bien que del razonamiento escolástico. Y no es esto sólo, sino que extiende su concepción, la agranda, da a los términos valor universal que no tenían, y desde el primer momento plantea juntos el problema ontológico y el cosmológico, reconociendo que entre Platón y Aristóteles no hay diferencia esencial. Entrevé el principio de la ciencia; y con temerario arrojo quiere arrancar a las cosas el secreto de la razón universal: se apodera del concepto de la voluntad y del concepto de la hermosura: destila de los seres creados las formas latentes, y levanta el espléndido alcázar de la Philographía.

[p. 44] Admiremos todo esto como un poema, reservando para más adelante el investigar y poner en su punto qué parte de esta soberbia construcción ha dejado todavía en pie la implacable crítica moderna, al plantear de un modo enteramente diverso la cuestión metafísica. Pero entretanto, saludemos en León Hebreo a una de las más altas glorias filosóficas de la Península, y veamos cómo su huella persiste durante nuestra edad de oro, en todos los que especularon acerca de la belleza abstractamente considerada.

Si los Diálogos de Judas Abarbanel estaban escritos (como de un pasaje del tercero de ellos se infiere) desde el año 1502 (5262 de la creación, según el cómputo hebreo), es indudable que precedieron bastante, y debieron de influir de un modo eficaz en los diversos libros de platonismo erótico recreativo, impresos en Italia durante la primera mitad del siglo XVI, y que inmediatamente fueron traducidos al castellano. Entre ellos figuran los Asolanos (o razonamientos sobre el amor, habidos en la corte de la reina de Chipre), que escribió el Cardenal Bembo, [1] y El Cortesano, de Baltasar Castiglione (o como los nuestros decían, Castellón), Nuncio que fué de Su Santidad en España, desde 1525 hasta su muerte, acaecida en Toledo el 10 de febrero de 1529. Uno y otro libro están en diálogo, como casi todas las obras inspiradas directa o indirectamente por el platonismo; pero hay larga distancia entre los razonamientos algo pedantescos de los Asolanos, y el vivo, suelto, amenísimo decir de El Cortesano, espejo de la buena sociedad de entonces, y manual de discreción, cortesanía y educación caballeresca. Estampado el libro de Castiglione en 1528, por las prensas de Aldo Manucio, fué puesto casi inmediatamente en prosa castellana, la más rica, bella y elegante que imaginarse pueda, por el barcelonés Juan Boscán. De esta traducción clásica, [2] y a trasladar casi íntegro el maravilloso razonamiento [p. 45] sobre el amor y la hermosura, que pone Castiglione en boca de Micer Pedro Bembo, para dar el más noble y trascendental remate a la larga y sabrosa plática sobre las cualidades de El Cortesano, tenida en la casa y palacio del Duque de Urbino. Es cierto que este trozo (paráfrasis elocuentísima del Fedro y del Banquete) es traducción, al fin y al cabo, y no pertenece a la historia del pensamiento ibérico, pero también es cierto que Boscán le nacionalizó e hizo propio por derecho de conquista, pues hay traducciones que realmente arrebatan la propiedad del original traducido. Además, se trata de uno de los libros extranjeros más leídos en España en el siglo XVI, y que más imitaciones suscitaron; libro que, por otra parte, pertenece a la misma escuela de que fué luz nuestro León Hebreo, y tiene la ventaja histórica inapreciable de resumir en breve trecho, bajo una forma literaria y popular, aquella parte de las doctrinas platónicas y del misticismo amoroso, que, saliendo del recinto de las escuelas de los Ficinos y Abarbaneles, había llegado a penetrar en la sociedad y en el mundo elegante de Italia, y en el círculo de sus poetas y de sus artistas. Y por último, la gallardía de la frase es tal, que casi nos sería contada por omisión imperdonable la de este trozo de elocuencia filosófica que, a mi entender, no tiene superior en castellano:

«...Pero aun entre todos esos bienes, hallará el enamorado otro mayor bien, si quisiere aprovecharse de este amor como de un escalón para subir a otro muy más alto grado, y harálo perfectamente, si entre sí ponderare cuán apretado ñudo y cuán grande estrecheza sea estar siempre aupado en contemplar la hermosura [p. 46] de un cuerpo solo; y así de esta consideración le verna deseo de ensancharse algo, y de salir de un término tan angosto, y por extenderse, juntará en su pensamiento, poco a poco, tantas bellezas y ornamentos, que, juntando en uno todas las hermosuras, hará en sí un conceto universal, y reducirá la multitud dellas a la unidad de aquella sola, que generalmente sobre la humana naturaleza se extiende y se derrama; y así, no ya la hermosura particular de una mujer, sino aquella, universal, que todos los cuerpos atavía y ennoblece, contemplará; y desta manera embebecido, y como encandilado con esta mayor luz, no curará de la menor; y ardiendo en este más excelente fuego, preciará poco lo que primero había tanto preciado. Este grado de ardor, aunque sea muy alto y tal que pocos le alcanzan, todavía no se puede aún llamar perfeto; porque la imaginación, siendo potencia corporal (y según la llaman los filósofos, orgánica), y no alcanzando conocimiento de las cosas sino por medio de aquellos principios que por los sentidos le son presentados, nunca está del todo descargada de las tinieblas materiales, y por eso, aunque considera aquella hermosura universal separada y en sí sola, no la discierne bien claramente; antes todavía se halla algo dudosa por la conveniencia que tienen las cosas a ella representadas; o (por usar del vocablo proprio) los fantasmas con el cuerpo; y así aquellos que llegan a este amor, sin pasar más adelante, son como las avecillas nuevas, no cubiertas aún bien de todas sus plumas, que, aunque empiezan a sacudir las alas y a volar un poco, no osan apartarse mucho del nido, ni echarse al viento y al cielo abierto. Así que, cuando nuestro Cortesano hubiere llegado a este término, aunque se pueda ya tener por un enamorado muy próspero y lleno de contentamiento, en comparación de aquellos que están enterrados en la miseria del amor vicioso, no por eso quiero que se contente ni pare en esto, sino que animosamente pase más adelante, siguiendo su alto camino tras la guía que le llevará al término de la verdadera bienaventuranza; y así, en lugar de salirse de sí mismo con el pensamiento, como es necesario que lo haga el que quiere imaginar la hermosura corporal, vuélvase a sí mismo, por contemplar aquella otra hermosura que se vee con los ojos del alma, los cuales entonces comienzan a tener gran fuerza, y a ver mucho, cuando los del cuerpo se enflaquecen y pierden la flor de su lozanía. [p. 47] Por eso el alma apartada de vicios, hecha limpia con la verdadera filosofía, puesta en la vida espiritual y exercitada en las cosas del entendimiento, volviéndose a la contemplación de su propria sustancia, casi como recordada de un pesado sueño, abre aquellos ojos que todos tenemos y pocos los usamos, y vee en sí misma un rayo de aquella luz, que es la verdadera imagen de la hermosura angélica comunicada a ella, de la cual también ella después comunica al cuerpo una delgada y flaca sombra; y así, por este proceso adelante, llega a estar ciega para las cosas terrenales, y con grandes ojos para las celestiales, y alguna vez, cuando las virtudes o fuerzas que mueven el cuerpo se hallan por la continua contemplación apartadas dél, o ocupadas de sueño, quedando ella entonces desembarazada y suelta dellas, siente un cierto ascondido olor de la verdadera hermosura angélica; y así, arrebatada con el resplandor de aquella luz, comienza a encenderse y a seguir tras ella con tanto deseo, que casi llega a estar borracha y fuera de sí misma por sobrada codicia de juntarse con ella, pareciéndole que allí ha hallado el rastro y las verdaderas pisadas de Dios, en la contemplación del cual, como en su final bienaventuranza, anda por reposarse; y así, ardiendo en esta más que bienaventurada llama, se levanta a la su más noble parte, que es el entendimiento; y allí, ya no más ciega con la oscura noche de las cosas terrenales, vee la hermosura divina, mas no la goza aún del todo perfetamente, porque la contempla solamente en su entendimiento particular, el cual no puede ser capaz de la infinita hermosura universal; y por eso, no bien contento aún el amor de haber dado al alma este tan gran bien, aun todavía le da otra mayor bienaventuranza, que, así como la lleva de la hermosura particular de un solo cuerpo a la hermosura universal de todos los cuerpos, así también en el postrer grado de perfición la lleva del entendimiento particular al entendimiento universal; adonde el alma, encendida en el santísimo fuego por el verdadero amor divino, vuela para unirse con la natura angélica, y no solamente en todo desampara a los sentidos y a la sensualidad con ellos, pero no tiene más necesidad del discurso de la razón; porque trasformado en ángel, entiende todas las cosas intelligibles, y sin velo o nube alguna vee el ancho piélago de la pura hermosura divina, y en sí le recibe; y recebiéndole, goza aquella suprema bienaventuranza, [p. 48] que a nuestros sentidos es incomprensible. Pues luego, si las hermosuras que a cada paso con estos nuestros flacos y cargados ojos en los corruptibles cuerpos (las cuales no son sino sueños y sombras de aquella otra verdadera hermosura) nos parecen tan hermosas, que muchas veces nos abrasan el alma y nos hacen arder con tanto deleite en mitad del fuego, que ninguna bienaventuranza pensamos poderse igualar con la que alguna vez sentimos por sólo un bien mirar que nos haga la mujer que amamos, ¿cuán alta maravilla, cuán bienaventurado trasportamiento os parece que sea aquel que ocupa las almas puestas en la pura contemplación de la hermosura divina? ¿Cuán dulce llama, cuán suave abrasamiento debe ser el que nace de la fuente de la suprema y verdadera hermosura, la cual es principio de toda otra hermosura, y nunca crece ni mengua, siempre hermosa, y por sí misma tanto en una parte cuanto en otra simplísima, solamente a sí semejante y no participante de ninguna otra; mas de tal manera hermosa, que todas las otras cosas hermosas son hermosas porque della toman la hermosura? Esta es aquella hermosura indistinta de la suma bondad, que con su luz llama y trae a sí todas las cosas, y no solamente a las intelectuales da el entendimiento, a las racionales la razón, a las sensuales el sentido, y el apetito común de vivir, mas aun a las plantas y a las piedras comunica, como un vestigio o señal de sí misma, el movimiento y aquel instinto natural de las propriedades dellas; así que tanto es mayor y más bienaventurado este amor que los otros, cuanto la causa que le mueve es más ecelente; y por eso, como el fuego material apura al oro, así este santísimo fuego destruye en las almas y consume lo que en ellas es mortal, y vivifica y hace hermosa aquella parte celestial que en ellas por la sensualidad primero estaba muerta y enterrada; ésta es aquella gran hoguera en la cual (según escriben los poetas) se echó Hércules, y quedó abrasado en la alta cumbre de la montaña llamada Oeta; por donde, después de muerto, fué tenido por divino y inmortal; ésta es aquella ardiente zarza de Moisés, las lenguas repartidas de fuego, el inflamado carro de Elias, el cual multiplica la gracia y bienaventuranza en las almas de aquellos que son meceredores de velle, cuando partiendo de esta terrenal baxeza se van volando para el cielo. Enderecemos, pues, todos los pensamientos y fuerzas de nuestra alma a esta luz santísima que nos muestra el camino, [p. 49] que nos lleva derechos al cielo, y tras ella, despojándonos de aquellas aficiones de que andábamos vestidos al tiempo que descendíamos, rehagámonos agora por aquella escalera que tiene en el más baxo grado la sombra de la hermosura sensual, y subamos por ella adelante a aquel aposento alto, donde mora la celestial, dulce y verdadera hermosura, que en los secretos retraimientos de Dios está ascondida, a fin que los mundanales ojos no puedan vella, y allí hallaremos el término bienaventurado de nuestros deseos, el verdadero reposo en las fatigas, el cierto remedio en las adversidades, la medicina saludable en las dolencias, y el seguro puerto en las bravas fortunas del peligroso mar desta miserable vida. ¿Cuál lengua mortal, pues, ¡oh amor santísimo! se hallará que bastante sea a loarte cuanto tú mereces? Tú, hermosísimo, bonísimo, sapientísimo, de la unión de la hermosura y bondad y sapiencia divina procedes, y en ella estás, y a ella y por ella como en círculo vuelves. Tú, suavísima atadura del mundo, medianero entre las cosas del cielo y las de la tierra, con un manso y dulce temple inclinas las virtudes de arriba al gobierno de las de acá abaxo; y, volviendo las almas y entendimientos de los mortales a su principio, con él los juntas. Tú pones paz y concordia en los elementos, mueves la naturaleza a producir, y convidas a la sucesión de la vida lo que nace. Tú las cosas apartadas vuelves en uno, a las imperfetas das la perfición, a las diferentes la semejanza, a las enemigas la amistad, a la tierra los frutos, al mar la bonanza y al cielo la luz, que da vida. Tú eres padre de verdaderos placeres, de las gracias de la paz, de la beninidad y bien querer, enemigo de la grosera y salvaje braveza, de la floxedad y desaprovechamiento. Eres, en fin, principio y cabo de todo bien, y porque tu deleite es morar en los lindos cuerpos y lindas almas, y desde allí alguna vez te muestras un poco a los ojos y a los entendimientos de aquellos que merecen verte, pienso que agora aquí entre nosotros debe ser tu morada: por eso ten por bien, Señor, de oir nuestros ruegos; éntrate tú mismo en nuestros corazones, y con el resplandor de tu santo fuego alumbra nuestras tinieblas, y como buen adalid muéstranos en este ciego labirinto el mejor camino; corrige tú la fealdad de nuestros sentidos, y después de tantas vanidades y desatinos como pasan por nosotros, danos el verdadero y sustancial bien; haznos sentir aquellos espirituales olores que vivifican las [p. 50] virtudes del entendimiento, y haznos también oir la celestial armonía de tal manera concorde, que en nosotros no tenga lugar más alguna discordia de pasiones; emborráchanos en aquella fuente perenal de contentamiento, que siempre deleita y nunca harta, y a quien bebe de sus vivas y frescas aguas da gusto de verdadera bienaventuranza; descarga tú de nuestros ojos, con los rayos de tu luz, la niebla de nuestra inorancia, a fin que más no preciemos hermosura mortal alguna, y conozcamos que las cosas que pensamos ver no son, y aquellas que no vemos, verdaderamente son; recoge y recibe nuestras almas, que a ti se ofrecen en sacrificio; abrásalas en aquella viva llama que consume toda material baxeza; por manera que en todo separados del cuerpo, con un perpetuo y dulce ñudo se junten y se aten con la hermosura divina; y nosotros de nosotros mismos enajenados, como verdaderos amantes, en lo amado podamos trasformarnos, y levantándonos de esta baxa tierra seamos admitidos en el convite de los ángeles, adonde mantenidos con aquel mantenimiento divino, que armbrosía y néctar por los poetas fué llamado, en fin muramos de aquella bienaventurada muerte que da vida, como ya murieron aquellos santos padres, las almas de los cuales tú con aquella ardiente virtud de comtemplación, arrebataste del cuerpo y las juntaste con Dios».

El ejemplo de estos libros italianos, que difundían hasta en el vulgo y entre las mujeres los principios de la filosofía del amor, contribuyó sin duda a que se multiplicasen, durante el siglo XVI, los diálogos de asunto estético, y philográphico. Impresos hay dos o tres, pero queda memoria de algunos más. Desde luego hay que contar entre los que hemos perdido el que compuso el célebre botánico Cristóbal de Acosta Africano, autor del Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales, y de otro de muy diversa materia en loor de las mujeres, idéntico casi al Gynecepaenos, de Juan de Espinoza.

Un amigo de Acosta, que encabeza con una advertencia al lector el referido Tratado de las mujeres,  impreso en Venecia en 1592, enumera entre las obras que el autor tenía acabadas, un libro Del amor divino, del natural y humano, con un discurso del amor natural y de lo que debemos a los animales. [1] Lo poco que de [p. 51] esta materia habla en el libro de las mujeres no hace sentir gran cosa la pérdida de lo restante.

Mucho más debe deplorarse la del Tractado de amor en modo platónico, y la del diálogo Cyprigna en prosa y verso, que, juntamente con otras muchas producciones suyas, y con una Obra de amor y hermosura a lo sensual, perdió el capitán Francisco de Aldana en la jornada de Africa, donde rindió heroicamente su vida, al lado del rey D. Sebastián Aldana, a juzgar por sus versos, era, no sólo platónico, sino místico, y ya en otra ocasión he citado algunos tercetos de su epístola a Arias Montano, donde describe con graciosas y adecuadas comparaciones la inmersión del alma en Dios:

          «Pienso torcer de la común carrera
       Que sigue el vulgo, y caminar derecho
       Jornada de mi patria verdadera.
       ........................................................................
           Y porque vano error más no me asombre,
       En algún alto y solitario nido,
       Pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre.
       ........................................................................
          ¿Y qué debiera ser (bien contemplando)
       El alma, sino un eco resonante
       A la eterna beldad que está llamando?
       ........................................................................
           Y como el fuego saca y desencentra
       Oloroso licor por alquitara
       Del cuerpo de la rosa que en ella entra.
           Así destilará de la gran cara
       Del mundo inmaterial, varia belleza,
       Con el fuego de amor que la prepara.
           Y pasará de vuelo a tanta alteza,
       Que volviéndose a ver tan sublimada,
       Su misma olvidará naturaleza:
           Cuya capacidad ya dilatada,
       Allá verá, do casi ser le toca
       En su primera causa transformada.
           Ojos, oídos, pies, manos y boca,
       Hablando, obrando, andando, oyendo y viendo,
        [p. 52] Serán del mar de Dios cubierta roca.
           Cual pece dentro el vaso alto, estupendo.
       Del Océano, irá su pensamiento
       Desde Dios para Dios yendo y viniendo.
           Serále allí quietud el movimiento,
        Cual círculo mental sobre el divino
       Centro glorioso, origen del contento.
       ........................................................................
           Do llega en tanto extremo a mejorarse
       (Torno a decir), que en él se transfigura,
       Casi el velo mortal sin animarse.
           No que del alma la especial natura,
       Dentro del divinal piélago hundida,
       Cese en el Hacedor de ser hechura,
           O quede aniquilada y destruída,
       Cual gota de licor que el rostro enciende,
       Del altísimo mar toda absorbida;
           Mas como el aire en quien luz se extiende
       El claro sol, que juntos aire y lumbre
       Ser una misma cosa el ojo entiende.
       ......................................................................
           Déjese el alma andar süavemente,
       Con leda admiración de su ventura.
           Húndase toda en la divina fuente,
       Y del vital licor humedecida,
       Sálgase a ver del tiempo en la corriente.
       ......................................................................
           Ella verá con desusado estilo
       Toda regarse, y regalarse junto
       De un salido de Dios, sagrado Nilo.
       ......................................................................
           Veráse como línea producida
       Del punto eterno en el mortal sujeto,
       Bajada a gobernar la humana vida.
       ......................................................................
           Forma gentil de vida indeclinable.
        ......................................................................
           Es bien verdad que a tan sublime cumbre
       Suele impedir el venturoso vuelo
       Del cuerpo la terrena pesadumbre,
           Pero con todo llega al bajo suelo
       La escala de Jacob, por do podemos
       Al alcázar subir del alto cielo».

¡Y este poeta ha sido olvidado en nuestras Antologías, y mencionado casi con desdén por la perezosa rutina de los historiadores de nuestras letras!

[p. 53] Más disculpa merecen sus contemporáneos, que le llamaron el Divino, puesto que lo es muchas veces por el pensamiento, y algunas por la dicción:

           «Recogida su luz toda en un punto,
       Aquélla mirará de quien es ella
       Indignamente imagen y trasunto:
           Y cual de amor la matutina estrella,
       Dentro el abismo del eterno día,
       Toda se cubrirá luciente y bella:
           O como la hermosísima judía
       Que llena de doncel novicio espanto,
       Viendo a Isaac que para sí venia,
           Dejó cubrir el rostro con el manto,
       Y descendida presto del camello,
       Recoge humilde al novio casto y santo». [1]

Suerte mayor que los libros de Acosta y del capitán Aldana lograron, en lo de correr de molde, el rarísimo Diálogo de amor, intitulado Dórida, obra de autor anónimo, publicada en Burgos por Juan de Enzinas, en 1593, y el Tractado de la hermosura y del amor, estampado en Milán, 1576, por Maximiliano Calvi. El Diálogo de amor de Dórida y Dameo, [2] en que se trata de las causas [p. 54] por donde puede justamente un amante (sin ser notado de inconstante) retirarse de su amor», no pertenece, como bien claro se ve por su mismo título, a la literatura filosófica, sino a la literatura galante; pero está lleno de agudas observaciones psicológicas, sobre los afectos y pasiones humanas, y es, además, un primor de arte y de estilo.

El voluminoso Tractado de la hermosura, [1] de Calvi (cuyo apellido le denuncia italiano o hijo de italiano, aunque manejaba con mucha pureza la lengua castellana), parece, a primera vista, obra de más bulto y sustancia; pero en su mayor y mejor parte es un escandalosísimo plagio de los diálogos de León Hebreo, que Calvi embutió enteros y verdaderos en los suyos, sin más fatiga que cambiar los nombres de los interlocutores, que no son aquí Philon y Sophía, sino Philalethio (el amigo de la verdad), y Perergifilo (símbolo de la porfía). Asombra la inaudita candidez con que se arrojó Calvi a robar la sustancia y las palabras de un libro tan conocido; pero tenemos un caso semejante en el tratado De re militari, [p. 55] de Diego de Salazar, traducción disimulada de los diálogos de Maquiavelo sobre el Arte de la Guerra. Calvi, sin embargo, con mayor destreza que el capitán Salazar, no siguió paso a paso el texto que plagiaba, sino que (y en esto consiste su única originalidad) fué desmembrando el libro de León Hebreo, y dando diverso encaje y colocación a los pedazos, para hacer de este modo menos manifiesta su rapiña.

El método ganó sin duda, y puede afirmarse que en este concepto vence la rapsodia al original. Empieza Calvi por tratar de la definición de la hermosura en general; discurre por la corpórea e incorpórea; llega al origen de la primera y suma y única verdadera hermosura, y muestra cómo resplandece en todas cosas y personas. De la misma manera procede en cuanto al amor, tratando primero de su definición general, y de su esencia y universalidad, de la diferencia entre el amor y el deseo, y resolviendo luego las sabidas cuestiones «si nació el amor, cuándo nació, dónde y de quién, por qué y cuál es su fin», para venir a parar en los grados y especies del amor, desde el amor divino hasta el amor humano deleitoso.

Pero no se crea que, aunque todo León Hebreo está en Calvi, todo Calvi esté en León Hebreo. Bastaría la comparación material de los dos libros para convencerse de que esto era imposible, dado el procedimiento de Calvi, que no amplifica ni deslíe, sino que traduce literalmente. Hay, pues, mil cosas en Calvi que no están en León Hebreo; pero tampoco éstas pertenecen legalmente al autor milanés. Con la misma falta de escrúpulo con que saqueó a Judas Abarbanel, se entró, como en real de enemigos, por los dos extravagantes libros De Pulchro y De amore, del célebre peripatético Agustín Nipho Suessano. De allí ha salido todo el tratado Del amor cupidíneo, que hace un volumen entero en el libro de Calvi; de allí los elogios y catálogos de las heroínas antiguas, y los capítulos entre metafísicos y fisiológicos, entre platónicos y lúbricos, en que se describen las condiciones de la belleza femenina. Sólo hay una modificación, y ésta curiosa. Nipho, a quien Renán en su Averroes califica de «caballero de industria literario», había dedicado su estrambótico libro a la princesa de Tagliacozzo, Juana de Aragón, esforzándose por demostrar en el contexto del mismo libro que el cuerpo de dicha dama era el verdadero criterium [p. 56] formae, el canon o belleza arquetipo, por presentar en todas sus partes la proporción Sexquialtera. Ahora bien: Calvi se apodera de esta descripción, y punto por punto se la aplica a la Reina (mujer de Felipe II), Doña Ana de Austria, que, si no sabía esta historia, debió de quedar muy lisonjeada del regalo. [1]

En suma: lo que en el libro de Calvi es estética pura, procede literalmente de León Hebreo, [2] y no nos obliga a nuevo análisis. La parte de charlatanería y cubiletes filosóficos es de Nipho, y también algunas cosas útiles, pero poco nuevas, especialmente el primer capítulo De varias opiniones y definiciones de la hermosura, el cual parece a primera vista un extracto del Hippías Mayor, pero realmente lo es de los primeros capítulos de Nipho.

El plagio de Calvi debió ser conocido de sus contemporáneos, y por eso su libro gozó poca estimación, y no fué reimpreso, ni le cita nadie. Pero no acabaron con él los tratados de amor platónico. Sin contar los libros de los místicos, que merecen estudio aparte, todavía es preciso mencionar la Apología en la alabanza del amor, compuesta por Micer Carlos Montesa (uno de los jurisconsultos aragoneses que decidieron al Justicia Mayor, Lanuza, a la declaración de contrafuero, y a la resistencia contra Felipe II), y el bello Discurso de la hermosura y el amor, escrito en Copenhague, en 1652, para responder a una dama, por el famoso diplomático y prosaico poeta D. Bernardino de Rebolledo.

El Discurso de la hermosura y el amor del Conde de Rebolledo (posterior al tratado De la hermosura de Dios, del P. Nieremberg), fué, por decirlo así, el canto de cisne de la escuela platónica entre nosotros. Su brevedad nos convidaría a extractarle, aunque, por otra parte, no nos encantasen la belleza de su lenguaje, y lo inmune que está de todos los vicios literarios de su tiempo, así del culteranismo, [p. 57] que el Conde procuró evitar siempre, como del prosaísmo, del cual fué primer corifeo.

«Como las perfecciones de la Unidad Soberana (escribe el Conde de Rebolledo) no se pueden comprehender por infinitas, de la unión de las cosas materiales que le sirven de imagen, procede un lustre a que llamamos hermosura, tan apetecido entre los objetos sensibles, que ni nuestra razón se halla capaz de describir sus efectos, ni de contestar sus halagos: muéstranla mucho las cosas, en cuya conformidad la diversidad se hace admirable, como los esmaltes del campo, los matices del iris, las cambiantes plumas de las aves, las lucidas manchas de las fieras y jaspes, y las diferentes propiedades de los movimientos y acciones, que son los más vivos colores de los bosquejos de la naturaleza. Esto nos hace agradar de la irregularidad de las selvas, de la variedad de los jardines, del flujo y reflujo de opiniones, y en sus mesmos defetos se entretiene, contentándose de cualquiera en que halla alguna novedad. Pero, sin duda, es más eminente grado de hermosura, y son más atractivos y penetrantes sus halagos, cuando las calidades corporales forman unión tan estrecha, mezcla tan perfecta, que de la confección de todo lo que tiene de raro, resulta un esplendor en que no se distingue diversidad. Un precioso diamante que no luce con los tibios reflejos del cristal, sino con vivos y vigorosos rayos, agrada más a la vista que las varias colores de otras piedras. Las azucenas y rosas, dulcemente desatadas por mano de la naturaleza de la blanda tez de hermosura y concertada simetría, dan mayor esplendor a la belleza... El orden y proporción de partes, la correspondencia de líneas, colores y sombras, no son sino disposición que prepara la materia para recibir esta calidad celeste, y constituirle un trono, de donde nos dé leyes con majestad suprema. Parece que naturalmente tiene algo que excede las comunes condiciones corporales, pues no se dexa conocer de los brutos ni de los hombres que no tienen uso de razón...

»Esto hizo decir a los platónicos que la belleza es un rayo de la Divinidad esparcido en las cosas materiales, que las ilustra y comunica más gracia y vivacidad que la luz a los colores, y que sin ella los objetos dependientes de la materia, y medidos a la cantidad, no podrían mover y transportar las almas inmortales. Su poder muestra corresponder a lo infinito, arrebatando los espíritus [p. 58] con un movimiento que no padece cansancio, que crece en la continuación y se termina en el éxtasis».

No se le ocultó al Conde de Rebolledo el carácter desinteresado de la contemplación de la belleza: «Todas las demás pasiones naturales, no se mueven sino por objetos que sustentan el ser, que lisonjean los seniidos con calidades conformes al temperamento de sus órganos, y acciones convenientes a su conservación. La Hermosura no tiene ninguno destos cebos mercenarios: sus halagos son puros: no es amada sino por sí misma; gana los corazones sin el cohecho de la utilidad... Es una imagen en que se reconocen muchas señas del bien soberano.

»Si las cosas corporales tienen diferencia en la hermosura, y no son los espíritus humanos menos diversos en sus sentimientos, ni un mismo objeto produce los mismos afectos en todos, de esta consideración natural se deducen argumentos que dan a conocer la Beldad soberana, porque las cosas materiales no reconocen este lustre exterior al inmediato principio de que tienen el ser, supuesto que en él todas son diferentes...» De aquí hemos de deducir que es infinita la causa que hace esta infinidad de impresiones en la materia; y que no tuviéramos una idea que nos hiciera notar hermosura en todos los objetos, y defecto en todas las hermosuras, si no hubiera una tan soberana que las comprehendiera en sí todas, con eminencia libre de imperfección..... «La belleza (dijo Platón) es flor de la bondad, y es la muestra que nos descubre las riquezas escondidas en los tesoros de la sustancia, para inducirnos a procurarla por el agrado que recibe la vista. Luego si no hubiera ninguna bondad universal, que fuese más íntima a los seres que su propia sustancia, y que mereciese todo nuestro deseo, se seguiría que estas atracciones que nos preparan las cosas corporales, serían afeites que engañarían nuestra vista, encubridores de sujetos que no poseen la bondad que promete el semblante. Siendo las hermosuras naturales breve centella de luz en abismos de oscuridad, sin la soberana Beldad, exenta de toda imperfección, fallaría aquella verdad natural de que la hermosura es amable, y la inclinación que nos conduce fuera engañosa, por no haber sujeto que tuviese conformidad con nuestra idea, ni centro a donde se dirigiese el movimiento de nuestra afición, ni donde pudiese descansar seguramente».

[p. 59] Afirma, pues, el Conde de Rebolledo, fundándose en la impresión subjetiva (y en esto consiste su originalidad respecto de los otros platónicos), fundándose, digo, «en los afectos que en nosotros imprime» la existencia de una soberana Beldad, sin adorno, sin defecto, eterna, inmutable, toda acto, toda virtud, toda perfección, que en unidad infinita comprehende todas las excelencias y agrados de que las cosas materiales muestran algún rasgo, la cual, por una eterna complacencia, es juntamente el principio y objeto de su amor, de cuya fecundidad se derivan todos los entes de la naturaleza, y que los atrae por su bondad, siéndoles principio y fin, por un cerco de luz que se continúa sin interrupción. Si las Hermosuras mortales son atractivas, es por imágenes suyas; y nuestras almas, siendo de tan superior naturaleza, y que no deben amar sino lo que les puede aumentar perfección, no se apasionaran por objetos perecederos, si su luz no aludiera a la idea que en sí tienen de una Beldad original, en cuya ausencia se consuelan con su imagen. De aquí procede que las primeras llamas del amor son inocentes, y sus nuevos ardores excitan el valor a generosas empresas, despiertan el ánimo de la torpeza de la ociosidad a la invención de las artes, y producen los mismos efectos que dicen haberse esparcido con la luz en el antiguo Caos. En estos principios el amor se satisface de sí mismo, sin más fin que el de amar; sus movimientos no se emancipan de la razón sino por algún exceso que descubre divinidad en el objeto amado, y la deja en una suspención de las potencias, como si poseyera el Soberano Bien... Así que, despierta el alma al atractivo halago de la belleza corpórea, suspira interiormente por un bien más verdadero, y aunque no tiene dél sino una confusa idea, no deja de sentir la vehemente inclinación de buscarle más allá de lo material de los cuerpos, y si habiendo tenido este impulso, la detienen en los objetos sensibles las pasiones de la porción inferior, padece un secreto dolor de ver estorbados sus deseos... Las llamas del amor, apetecibles en la luz, templadas en el calor, parecen tan puras y tan conformes a nuestros deseos, que al principio nos prometen todo género de felicidad; mas si nos detenemos a este esplendor, que hechiza los sentidos, si damos el corazón a un sujeto que no debe servir sino a los ojos... el alma, despechada de la infelicidad del suceso, padece más que el hambriento entre las pinturas de los manjares de que está [p. 60] deseando la sustancia. Esto nos da a conocer que la hermosura corporal no es más que una sombra, un borrón de la divina (verdadero objeto de nuestro amor), la cual, siendo perfección infinita puede satisfacer a todas las potencias...»  «Cuando los amantes figuran la hermosura adonde no la hay, muestran moverse por otro objeto que el que ven... Los términos que les son tan comunes, de divinidad, adoración, ofrenda y sacrificio, explican el sujeto a que se debe el amor, y cuando protestan que ha de ser eterno, le niegan a una beldad caduca y sujeta a infinitas mudanzas...»

Todo en este discurso es apacible y sereno; todo aspiración a la paz del espíritu: veamos con cuánta gracia lo dice el autor: «Pues la mar contiene sus ondas por no inquietar nuestro sosiego, quietemos las de nuestros afectos, por no alterar el que Dios quiere tener en nuestras almas.....» «Aunque haya estado (el alma) largo tiempo en la esclavitud destas bellezas mortales, el divino auxilio le puede restituir enteramente su libertad; que no hay prescripción contra el derecho de esta soberanía, y al menor movimiento de nuestros afectos está Dios, como un centro inmóvil, dispuesto siempre a recibirnos; llamemos, pues, los deseos de la diversidad de objetos en que se reparten, y, despreciando las cosas materiales, recójanse nuestras almas al punto de su esencia para unirse al indivisible... ¿Y para qué le andamos a buscar en otras criaturas? Nosotros le traemos en el interior de nuestras almas... dejémonos conducir de la luz interior de los favores de su gracia, y gozaremos más feliz paz de la que podremos imaginar. El mundo nos parecerá diferente de lo que solía; respiraremos un aire más agradable, como al salir de una apacible primavera, y juzgaremos que se ha renovado la naturaleza... Si la hermosura consiste en una justa proporción de partes, y en un cierto esplendor que les da vida, como la luz a los colores, el alma tiene su hermosura, cuando sus potencias no obran sino por disposición de la razón, y recibe contentos superiores al orden natural, como la belleza excede a la común condición de los cuerpos. No es de admirar que nuestra alma represente mejor la divina Beldad, que una fuente o espejo la del sol, pues es efecto propio del amor conformar lo amante y amado: corta queda cualquiera semejanza, pues se hace una feliz transformación que los sabios admiran y los buenos experimentan, de la cual la naturaleza nos enseña un rasgo, cuando hace pasar [p. 61] especie menos perfecta a otra más eminente. El hombre se vuelve Dios en cierta manera: ¿quién osara formar tal pensamiento, si no procediera del cielo, si el oráculo de la verdad no le confirmara, y los santos no le hicieran creíble con sus éxtasis y la perfección de su vida, que parece libre de toda materia?... Si les culpan, como al filósofo Anaxarco, el menosprecio demasiado absoluto de las cosas del mundo, responden, mostrando el cielo, que trabajan por descansar en su patria, y que dirigen sus deseos a procurar una felicidad, que no ha de tener fin: gózanla en cuanto la condición desta vida lo permite, y si la transformación del amor no les da toda la gloria de los bienaventurados, a lo menos les concede gran ventaja sobre todos los contentos ordinarios de la naturaleza, que sus almas atraídas de los halagos de una soberana hermosura inteligible, se anegan en los abismos infinitos de perfecciones, y en el origen del bien, adonde hallan la satisfacción de todos sus deseos... Juzguemos si en estos éxtasis en que el alma posee más que puede, y espera más que posee; si en una vida que excede a todos los contentos naturales y anticipa los de la gloria; si entre los ejercicios de los ángeles podrá inclinar su afición a la beldad de los cuerpos y al placer de los brutos..... Como el amor ocupa sólo a la unión, cuya perfección no se halla sino en el centro y último fin, el del hombre racional no puede aspirar sino a Dios».

El Conde de Rebolledo confiesa llanamente el origen platónico de esta doctrina: «La Academia parece que la tomó de la Escritura, para restituirla a San Hierotheo y San Dionisio, [1] pues la pone Platón en boca de la docta Diótima». Y yo, por mi parte, añadiré que hay también en el Discurso de la hermosura un eco remoto de León Hebreo, y una reminiscencia más directa y señalada de los tratados místicos de que luego hablaré. Así es que a la gran construcción ontológica de Judas Abarbanel prefiere Rebolledo el procedimiento subjetivo y psicológico, como si presintiese la transformación que las ideas acerca de lo bello iban a experimentar en el siglo XVIII. Pero no cabe duda que el término esencial de su doctrina es platónico: sólo que el platonismo aparece ya muy empobrecido de sustancia filosófica, hasta el punto de haberse convertido las sublimes metafísicas de Diótima en una bien [p. 62] intencionada exhortación piadosa. La forma es elegante todavía; pero más elegante y graciosa que bella. Ha perdido la amplitud, el número y la arrogancia con que se movía en las páginas de Boscán, del Inca, y hasta de Calvi, y se ha afeminado, cayendo en la monotonía sin nervio y en las flores contrahechas. Si se lee el discurso de Rebolledo antes de conocer las obras de los grandes platónicos del siglo XVI, agrada y aun encanta; pero, a pesar de la felicidad inmejorable de algunas expresiones, no resiste el cotejo con ninguno de ellos. La frase es pura; pero las más veces muelle, oscilante y poco precisa. Es la prosa enervada de muchos ascéticos jesuítas de la última época, dulcedumbre empalagosa derramada con uniformidad por todas las partes de la obra, y a la larga tan insoportable como el culteranismo. Por otra parte, no hay escuela alguna, por alta, por noble que sea, cuya vitalidad no se agote, cuando sus sectarios ruedan eternamente en el mismo círculo durante dos siglos. A la larga todo se convierte en fórmula vacía, y llega a repetirse mecánicamente como una lección aprendida de coro. Entonces se cae en el amaneramiento científico, hermano gemelo del amaneramiento literario. Es señal cierta de que aquel modo de pensar ha dado de sí cuanto podía dar, y que es necesario cambiar de rumbo, y tomar en cuenta otros datos del problema, olvidados hasta entonces. Tal aconteció a la estética idealista y platónica, cuya juventud tan vigorosa y tan audaz hemos admirado en León Hebreo. Sucumbió, pues, primero por el agotamiento de fuerzas, y luego por el silencio, no interrumpido en todo el siglo XVIII, sino por la voz extranjera de Mengs, a quien refutaron sus amigos españoles. Y cuando el idealismo volvió a imperar, no fué ya bajo su forma antigua, sino transfigurado enteramente por Hegel.

Pero en los dos siglos que había durado la dominación de la estética platónica, su huella está donde quiera, lo mismo en Italia que en España, pretendiendo imponerse soberanamente, lo mismo al arte plástico que a la poesía lírica. Platónico es el sentido de aquella cierta idea que venía a la mente de Rafael, y le servía de modelo para sus creaciones. Platónicos son los sonetos de Miguel Angel y los de Victoria Colonna, y las elegías del Divino Herrera, y los diálogos del Tasso y sus sonetos, y los cantos de innumerables poetas eróticos, que juntaron a los recuerdos de la antigua casuística [p. 63] amorosa de la Edad Media, tal como el Petrarca la había interpretado y tal como Ausías March la había depurado e idealizado, las enseñanzas de la nueva Academia Florentina y las de aquel judío español cuya influencia no era menos honda, aunque se confesase menos. Es cierto que para la mayor parte de los poetas y hombres de letras no era el platonismo otra cosa que un recurso semejante a la mitología: un florilegio de frases hechas y de lugares comunes, medio paganos y medio cristianos, sobre el Bien Sumo, y la belleza Una en Dios, y derramada difusamente en las criaturas. Era una retórica, en suma, más o menos socorrida; como lo fué la filantropía en el siglo pasado. Ángelo Policiano había escrito a Marsilio Ficino: «Tú buscas la verdad, yo busco la belleza en los escritos de los antiguos: nuestras obras se completan, y son dos partes en un mismo todo». Pero realmente la verdad la buscaban pocos, aun dando por supuesto que fuera el platonismo el camino de encontrarla. La mayor parte se contentaban con las flores, y dejaban el fruto. La historia de la Academia Platónica se reduce a la biografía de Marsilio Ficino. Entre sus amigos, sólo Cristóbal Landino, autor de las Disputationes Camaldulenses, y el célebre polígrafo León Battista Alberti, merecen alguna consideración como filósofos. Pero la popularidad y la importancia histórica de la doctrina son innegables: lo que de ella queda flotando en la atmósfera es el concepto del «gran Cosmos físico y moral, creado por el Amor Divino, e imagen del Dios que lo habita».

El principio orgánico de esta Philographía o Teología Platónica (como la llamaba Marsilio Ficino), sólo León Hebreo le formuló con claridad; pero las consecuencias están en todas partes, y están, sobre todo, en los poetas. «Era un nuevo modo de ver el mundo», como dice Pascual Villari. [1] Era una tentativa para concebirle armónicamente, añadiré yo.

Los artistas del siglo XVI valen mucho más que los filósofos; pero esos artistas son platónicos. Tomemos por ejemplo a Miguel Angel. De él escribe su antiguo y candoroso biógrafo Ascanio [p. 64] Condivi, que muchas veces le oyó razonar y discurrir sobre el amor: «y me dijeron los que me oían, que no hablaba de otro modo que como se lee en los escritos de Platón: yo por mi no se lo que Platón dice sobre esto, pero sé que habiéndole tratado tan larga e íntimamente, nunca oí salir de su boca sino palabras honestísimas, que tenían fuerza de extinguir en la juventud todo descompuesto y desenfrenado deseo..... Amaba, con todo eso, la belleza humana, como aquel que óptimamente la conoció, y universalmente toda cosa bella». [1] El mismo Buonarrotti declara en cualquiera de sus sonetos su filiación filosófica:

       «Ma non potea se non somma bellezza
       Accender me, che da lei sola tolgo
       A fer mie opre eterne lo splendore».

Sería largo recorrer la literatura castellana del siglo de oro para enumerar a todos los que corrieron en pos de esta «Somma bellezza», desde el momento en que Boscán «se atrevió (como dice ásperamente Herrera) a traer las joyas del Petrarca en su mal compuesto vestido». La poesía erótica del siglo XVI es un filtro quintesenciado de Platón, del Petrarca y de Ausías March, diversamente combinados. Así se hacían las églogas y las canciones, así las elegías y los sonetos. Todos estos platónicos enamorados estimaban, o fingían estimar, la belleza corpórea de sus amadas, como escala para levantarse al movedor primero, peregrinando antes por una y otra imagen suya; viaje agradable, aunque largo, y no muy seguro ni muy directo, porque suele acontecer quedarse en el camino.

Pudieran llenarse muchas páginas con los rasgos que la estética platónica y la filosofía amatoria derivada de ella han inspirado a nuestros poetas clásicos de la edad de oro; pero por lo mismo que la materia es rica, conviene reducirla a términos estrechos, mucho más si se tiene en cuenta que lo esencial aquí no son las múltiples variaciones sobre un mismo tema, sino el punto común de arranque, que es la doctrina de Platón y de Plotino; y el grado de difusión y de influjo popular que esta doctrina logró durante el siglo XVI, no ya en los centros universitarios, sino entre los poetas [p. 65] del amor, entre los ingenios más independientes y más ajenos de enseñanzas de escuela, entre los escritores legos, como se decía en el siglo XVI.

Por consiguiente, aunque la expresión más alta y más bella del sistema estético de Platón haya de buscarse en la oda verdaderamente incomparable de Fr. Luis de León, A la música de Salinas, la expresión popular y más difundida y vulgarizada aparece todavía más de resalto, por lo mismo que es menos metafísica, en los poetas eróticos, tales como Camoens, Herrera y Cervantes, los cuales, como que no procedían discursiva sino intuitivamente, y no aspiraban al lauro de fundadores de ninguna escuela metafísica, ni cifraban su gloria en la contemplación especulativa, sino que tomaban sus ideas del medio intelectual en que se educaban y vivían, nos dan mucho mejor que los filósofos de profesión, ya escolásticos, ya místicos, ya independientes, el nivel de la cultura estética de su edad, mostrándonos prácticamente y con el ejemplo, cómo depuraban y transformaban estas ideas la manifestación poética del amor profano, y cómo al pasar éste por la red de oro de la forma poética, perdía cada vez más de su esencia terrena, y llegaba a confundirse en la expresión con el amor místico, como si el calor y la intensidad del afecto depurase y engrandeciera hasta el objeto mismo de la pasión.

Con todo eso, ninguno de los cantores del amor en el siglo XVI, aun los más pulcros y más tersos, pueden compararse, ni en la sinceridad del sentimiento, ni en profundidad de psicología íntima, con el poeta íntimo por excelencia, con Ausías March. Sólo que, aleccionados por el mismo Ausías (a quien Garcilaso copia e imita), y por el Petrarca; y por los antiguos, funden armoniosamente los caracteres de las diversas escuelas, produciendo un son de nunca igualada dulzura, en el cual la Edad Media y el Renacimiento armoniosamente conspiran para el efecto total.

Tal es el carácter de la expresión erótica en Camoens, sea quien fuese la dama objeto de su fervor espiritualista, por más que los antiguos biógrafos convengan en llamarla Doña Catalina de Atayde. Camoens, fiel a la tradición petrarquista, se enamora en Viernes Santo, como el maestro, y como Ausías; pero sabe menos que ellos de la esencia recóndita de su pasión. Ha aprendido en el gran poeta de Valencia,

           [p. 66] «Que como o accidente em seu sogeito
       Assi com. a alma minha se conforma:
       Está no pensamento como idea,
       
E o vivo e puro amor de que son feito
       Como a materia simples busca a forma». [1]

Pero al afirmar la naturaleza ideal del amor, sabe tan poco y tan confusamente acerca de su esencia, que no acierta a designarle sino con los términos que arguyen más confusión:

           «Hu nâo sei que, que nasce naõ sey onde;
       Vem nâo sey como, e doe nâo sei porque». [2]

Sabe que esta belleza ideal bajó del cielo

       « Fermosura do Ceo a nos descida... » [3]

Pero se limita a afirmar la rudimentaria noción platónica de que la idea reside en el Empíreo y que desde allí lo rige y gobierna todo:

           «Agora embebecido estés mirando
       Allá sobre el Empyreo aquella idea,
       Que el mundo enfrena y rige con su mando». [4]

El amor es siempre para él

      «Aquelle nâo sey que,
       Qeaspira nâo sey como;
       Qeinvisivel saindo a vista o ve
       Mas para o comprender nâo lhe acha tomo;
       E que toda a Toscana Poesia,
       Que mais Phebo restaura,
       Em Beatriz, nem Laura nunca via». [5]

[p. 67] El Divino Herrera, patriarca e ídolo de la escuela sevillana, fué más riguroso y más didáctico. No se limitó a decir en versos inmortales, para expresar su adoración más o menos platónica, por la bella condesa de Gelves:

       «Un divino esplendor de la belleza,
       Pasando dulcemente por mis ojos,
       Mi afán cuidoso causa y mi tristeza»,
       ....................................................................

sino que en alas de extática contemplación, llegó a ver en el rostro de Doña Leonor de Milán una como revelación anticipada de la suprema hermosura, celebrando, verbigracia:

       «La virtud generosa, lumbre mía,
       De vuestra eterna angélica belleza».

O exclamando con reconcentrada fruición:

           «Inmenso ardor de eterna hermosura
       
En vuestra dulce faz se me aparece,
       ....................................................................
       Que yo en esa belleza que contemplo,
       Aunque a mi flaca vista ofende y cubre,
        La inmensa busco, y voy siguiendo el cielo». [1]

Herrera ha dogmatizado este erotismo platónico en sus Comentarios a Garcilaso, [2] declarando la naturaleza del amor en las anotaciones al soneto, 7.º y la esencia de la hermosura en las anotaciones [p. 68] al soneto 22, sin otras mil observaciones esparcidas por todo el contexto de aquel precioso y rarísimo libro.

Confiesa Herrera que «de este argumento están llenos los libros de los filósofos, y que los italianos no han querido dejar algún lugar desocupado en esta materia». Limítase, pues, como los restantes, a extractar el Simposio, con las interpretaciones alegóricas de los alejandrinos y mucha pedantesca erudición tomada de Hesiodo, del falso Orfeo, de Simónides, de Apolonio, de Xenophonte, de Aristófanes, de Acusilao, de Safo, de Plotino, de Museo, de Marco Tulio, de Alejandro de Afrodisia, de Julio César Escalígero y de otros autores innumerables. «Y así hay, según los platónicos, tres especies de amor: el contemplativo, que es el divino, porque subimos de la vista de la belleza corporal a la consideración de la espiritual y divina; el activo, que es el humano, es deleite de ver y conversar; el tercero, que es pasión de corrompido deseo y deleitosa lascivia, es el pésimo y bestial... El primero destos es altísimo, el segundo medio entre los dos, el postrero terreno y bajo que no se levanta de viles consideraciones y torpezas. Y aunque todo amor nace de la vista, el contemplativo sube della a la mente el activo y moral, como simple y corpóreo, para en la vista y pasa adelante; el deleitable desciende della al tocamiento. A estas especies responden otras tres suertes de belleza. Por opinión común tienen todos, siguiendo a Platón, que el amor es deseo de gozar la hermosura, y siendo deseo, es afecto... Luego que los ojos son heridos de la belleza, se resiente todo el espíritu sensitivo, y juntamente toda lánima sensitiva..., y atrae a sí con herviente espíritu los traspasamientos o transmigraciones de los amores... Porque la vista pinta y figura otras imágenes, como en cosas líquidas, las cuales se deshacen y desvanecen presto... mas las imágenes de los que aman, esculpidas en ella como inmixtiones hechas con fuego, dejan impresas en la memoria formas que se mueven, y viven, y hablan, y permanecen en otro tiempo; porque, siendo representada a nuestros ojos alguna imagen bella y agradable, pasa la efigie della, por medio de los sentidos exteriores, al sentido común; del sentido común va a la parte imaginativa, y della entra en la memoria..., y allí no se detiene, porque enciende al enamorado en deseo de gozar de la belleza amada, y al fin lo transforma en ella...»

[p. 69] Herrera como todos los platónicos del siglo XVI, manifiesta grandes tendencias a la conciliación aristotélica, y quiere embeber la doctrina del Estagirita en la de su maestro. Así lo notamos principalmente cuando desarrolla su concepto de la belleza, buscándole en la proporción y simetría penetradas por el divino aliento de la vida:

«La belleza corporal, que los filósofos estiman en mucho, no es otra cosa que proporcionada correspondencia de miembros con agradable color y gracia, o esplendor en la hermosura y proporción de colores y líneas... Dice Aristóteles en el III de la Retórica y en el de la Poética, que la hermosura, así en lo que es animado como en todas las cosas compuestas, consta de orden y conveniente grandeza. Y así quiere que, no sólo proceda y nazca de la misma belleza y gracia, pero de dignidad, y grandeza, y veneración, con una nota de severidad. [1] Sin contradicción y repugnancia alguna, entre todos los cuerpos elementados, es la más perfecta belleza la del cuerpo humano, y de todo él la más bella parte es el rostro, a quien concurre a formar más variedad de miembros que a otra alguna. Y si cada uno destos miembros es por sí hermoso y bien compuesto, lo hacen bellísimo. Y de todas estas partes son bellísimos los ojos, por la diversidad y diferencia y belleza de colores, y porque son asiento de todo el esplendor que puede recibir el cuerpo humano, y porque por ellos trasluce la hermosura del ánimo... Pero no está solamente la belleza en suaves y lindos ojos, en hermoso rostro, y bellísimo y encendido color de mejillas de hermosa dama, en la alegría de la vista, en la verdura de la edad juvenil, en el agradable aplazamiento de modos y gestos del cuerpo...; mas también está en las acciones y obras, donde se hacen claras y visibles las virtudes del ánimo, porque hay tres suertes de belleza: de entendimiento, de ánimo y de cuerpo... [2] Parece que la hermosura corpórea proviene de... cierta venustidad, que llaman Charita los griegos y Leggiadria los toscanos, que no es otra cosa que elegancia y ornamento, la cual agrada alguna vez, no tanto por la perfecta disposición y buena proporción del cuerpo, cuanto por una cierta [p. 70] conformidad que tiene con los ojos, a los cuales contenta y deleita... y esto todo es objeto y juicio de los ojos, porque solos ellos conocen y aun gozan solos de la hermosura corporal...

«Así como nace aquella agradable y hermosa belleza, que embebece y ceba los ojos dulcemente, de la elección de buenos colores, que, colocados en lugares convenientes, hacen escogida proporción de miembros, así del considerado escogimiento de voces para imitar las diferencias sustanciales de las cosas, procede aquella suave hermosura que suspende y arrebata nuestros ánimos con maravillosa violencia, y no sólo es necesario el escogimiento, sino mucho más la composición».

¡Y cuán amplio, magnífico y generoso concepto del arte había derivado Herrera de las fuentes del idealismo platónico! Oigámosle en las notas a la égloga 2.ª, y juzgaremos lo que fué aquel espléndido  clasicismo español del siglo XVI, antítesis perfecta del preceptismo de Boileau: «Es la poesía abundantísima y exuberante, y rica en todo, libre de su derecho y jurisdicción, sola, sin sujeción alguna..., y maravillosamente idónea para manifestar todos los pensamientos del ánimo, y el hábito que representare, y obra, y efecto, y grandeza, y todo lo que cae en sentimiento humano».

Y para Herrera no es la lengua poética una cristalización en formas regulares y muertas, sino agua que eternamente fluye y se mueve: «En tanto que vive la lengua y se trata, no se puede decir que ha hecho curso, porque siempre se alienta a pasar y dejar atrás lo que antes era estimado, y cuando fuera posible persuadirse alguno que había llegado al supremo grado de su grandeza, era flaqueza indigna de ánimos generosos desmayar, imposibilitándose con aquella desesperación de merecer la gloria debida al trabajo y perseverancia de la nobleza destos estudios, pues sabemos que en los simulacros de Fidias pudieron los que vinieron después imaginar más hermosas cosas, y más perfectas... Debemos procurar con el entendimiento modos nuevos y llenos de hermosura. Y como aquel grande artífice, cuando labro la figura de Júpiter o la de Minerva, no contemplaba otra de que imitasse y trajesse la semejanza, pero tenía en su entendimiento impresa una forma o idea maravillosísima de hermosura, en que, mirando atento, enderezaba la mano y el artificio a la semejanza della, así conviene que siga el poeta la idea [p. 71] del entendimiento, formada de lo más aventajado que puede alcanzar la imaginación, para imitar della lo mas hermoso y excelente».

Y ahora (dejando para otro lugar la exposición de las doctrinas de Herrera, relativas al arte literario), séanos lícito admirarnos de que la escuela más artificiosa y refinada de todas las peninsulares, la más amiga de las frases estériles y marchitas, haya aclamado por maestro suyo al hombre que de tal manera pensaba, y que, sin cesar, estimulaba a sus contemporáneos a buscar modos nuevos y llenos de hermosura. ¿Y cómo no había de pensar de esa manera quien tenía del genio poético la idea, no ya platónica, sino alejandrina y taumatúrgica, llena de religioso terror y misterio, que revelan las palabras siguientes, donde de un modo claro se afirma la inconsciencia del artista en los momentos de fiebre estética? «No erraría mucho quien pensase que el entendimiento agente de Aristóteles es el mismo que el genio platónico. Es él quien se ofrece a los genios divinos y se mete dentro, para que descubran con su luz las intelecciones de las cosas secretas que escriben. Y sucede muchas veces que, resfriándose después aquel calor celeste en los escritores, ellos mesmos, o admiren o no conocan sus mesmas cosas, y alguna vez no las entiendan en aquella razón a la cual fueron enderezadas y dictadas dél...» [1]

Es una aberración sostener, como lo ha hecho no sé qué cervantista moderno, que Cervantes en la Galatea no se propuso otro fin que la difusión de las doctrinas platónicas; pero es cierto que en el libro IV de esa novela pastoril, primicias del juvenil ingenio del rey de nuestros escritores, se intercala una controversia de amor y de hermosura (enteramente escolástica hasta en la forma) entre el discreto Tirsi y el desamorado Lenio, y que el sentido de esta controversia es enteramente platónico y derivado de León Hebreo, hasta en las palabras, de tal suerte, que podríamos suprimirlas, a no ser por la reverencia debida a todas las que salieron de la pluma de Cervantes; puesto que nada original se descubre en ellas, y aun [p. 72] la forma no es por cierto tan opulenta y pródiga de luz, como la de El Cortesano.

«El amor (dice el Lenio de Cervantes, siguiendo a Judas Abarbanel), es deseo de belleza... Cual fuere la belleza que se ama, tal será el amor con que se ama. Y porque la belleza es de dos maneras, corpórea e incorpórea, el amor que la belleza corporal amare como, último fin suyo, este tal amor no puede ser bueno, y este es el amor de quien yo soy enemigo; pero como la belleza corpórea se divide asimismo en dos partes, que son en cuerpos vivos y en cuerpos muertos, también puede haber amor de belleza corporal que sea bueno. Muéstrase la una parte de la belleza corporal en cuerpos vivos de varones y de hembras, y ésta consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que todas juntas hagan un todo perfecto, y formen un cuerpo proporcionado de miembros y suavidad de colores. La otra belleza de la parte corporal no viva, consiste en pinturas, estatuas, edificios, la cual belleza puede amarse, sin que el amor con que se amare se vitupere. La belleza incorpórea se divide también en dos partes, en las virtudes y ciencias del ánima; y el amor que a la virtud se tiene necesariamente ha de ser bueno, y ni más ni menos el que se tiene a las virtuosas ciencias y agradables estudios. Pues como sean estas dos suertes de belleza la causa que engendra el amor en nuestros pechos, síguese que en el amar la una o la otra consista ser el amor bueno o malo; pero como la belleza incorpórea se considera con los ojos del entendimiento limpios y claros, y la belleza corpórea se mira con los ojos corporales, en comparación de los incorpóreos, turbios y ciegos, y como sean más prestos los ojos del cuerpo a mirar la belleza presente corporal que agrada, que no los del entendimiento a considerar la ausente incorpórea que glorifica, síguese que más ordinariamente amen los mortales la caduca y mortal belleza que los destruye, que la singular y divina que los mejora...» «La causa de los males que el amor produce está en que toda la felicidad del amante consiste en gozar la belleza que desea, y esta belleza es imposible poseerla y gozarla eternamente..., porque no está en manos del hombre gozar cumplidamente cosa que esté fuera de él....»

Contesta Tirsi que «amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama... [p. 73] Como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que la ama... Y así, por esta razón, el amor y el deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad... Verdad es que amor es padre del deseo. Amor es aquella primera mutación que sentimos nacer en nuestra mente por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí, y nos deleita y aplace, y aquel placer engendra movimiento en el ánimo, el cual movimiento se llama deseo... El objeto del deseo es el bien, y como se hallan diversas especies de deseos, el amor es una especie de deseo, que atiende y mira al bien que se llama bello ».

División del amor en honesto, ütil y deleitable.

«El amor siempre es bueno, pero no los accidentes que se le allegan, como vemos que acaece en algún caudaloso río, el cual tiene su nacimiento de alguna líquida y clara fuente, que siempre claras y frescas aguas le va ministrando; y a poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas en amargas y turbias son convertidas por los muchos y no limpios arroyos que de una y otra parte se le juntan... La belleza, conocida por tal, es casi imposible que de amarse deje; y tiene la belleza tanta fuerza para mover nuestros ánimos, que ella sola fué parte para que los antiguos filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la razón natural y traídos de la belleza que en los estrellados cielos, y en la máquina y redondez de la tierra contemplaban..., fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primer causa de las causas.

»...'En la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes della se reparte».

Cervantes llama al amor:

           «De todas ciencias sin igual maestro,
       Fuego, que, aunque de hielo un pecho sea,
       En él las llamas de virtud le enciende.
       ............................................................................
       Flor que crece entre espinas y entre abrojos,
       ............................................................................
       Escala por do sube el que se atreve,
       A la dulce región del cielo santo.
       ............................................................................
        [p. 74] Pintor que en nuestras ánimas ostenta
       Con apacibles sombras y colores,
       Ora mortal, ora inmortal belleza».
       .....................................................................

Bien conoció el buen sentido de Cervantes que las razones y argumentos de Lenio y Tirsi, «más parecían de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de aquellos que entre pajizas cabañas son crecidos...» Y recelando que alguien pudiera admirarse de «que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos se puedan aprender las ciencias, que apenas saben disputarse en las nombradas universidades, aunque el amor por todos se extiende y a todos se comunica...» tuvo que confesar que Lenio, [1] «los más floridos años de su edad gastó, no en el ejercicio de guardar cabras en los montes, sino en las riberas del claro Tormes en loables estudios y discretas conversaciones... » No es éste pastor, sino muy discreto cortesano, pudiéramos decir con el cura en el escrutinio de los libros; pero el hecho mismo de la inserción de tales teorías en un libro de amena literatura, destinado a correr en el castillo de labor de las doncellas, demuestra palmariamente el vigoroso empuje de la corriente platónica en el siglo XVI. Puede decirse que las lecciones de Diótima estaban entonces en la atmósfera, y que todo el mundo las respiraba, sin darse cuenta de ello, en todas partes, en los libros místicos las almas piadosas, en los de erudición y preceptiva los doctos, en los de apacible entretenimiento los mundanos.

La estética platónica fué la filosofía popular en España y en Italia, durante todo el siglo XVI. ¡Y cuántos y cuántos rasgos admirables ha inspirado a la poesía, desde aquel madrigal de Lope de Vega:

           «Miré, Señora, la ideal belleza,
       Guiándome el amor por vagarosa
       Senda de nueve cielos...»

[p. 75] hasta la oda de Fr. Luis de León A la música del ciego Salinas, la cual quiero transcribir casi integra, para cerrar con llave de oro este capitulo, en el cual he procurado engarzar, como en hilo de perlas, las más exquisitas sentencias de esta escuela, insigne y afortunada entre todas por el número y por la calidad de sus intérpretes, en los cuales no parece sino que, a través de los siglos, se fijaba amorosamente la mirada de Platón, infundiéndoles luz y entendimiento de soberana hermosura! No sólo del mismo Platón, en el Fedro y en el Convite, sino de Plotino, del Areopagita, de San Buenaventura y de Boecio, en su tratado de música (tan aprovechado por el mismo Salinas, a quien esta oda divina va dedicada), hay reminiscencias en las aladas estrofas de Fr. Luis de León, donde la efusión y el arranque del sentimiento lírico no dañan a la limpieza del pensamiento especulativo, ni éste enturbia ni aridece la concepción poética: de tal manera se compenetran ciencia y arte en aquellos conceptos ontológicos superiores, que son a un mismo tiempo luz para el entendimiento y regalo para la fantasía.

           «El aire se serena,
       Y viste de hermosura y luz no usada,
       Salinas, cuando suena
       La música extremada,
       Por vuestra sabia mano gobernada.
           A cuyo son divino,
       Mi alma, que en olvido está sumida,
       Torna a cobrar el tino
       Y memoria perdida
       De su origen primera esclarecida.
           Y como se conoce,
       En suerte y pensamientos se mejora:
       El oro desconoce
       Que el vulgo ciego adora,
       La belleza caduca engañadora,
           Traspasa el aire todo,
       Hasta llegar a la más alta esfera,
       Y oye allí otro modo
       De no perecedera
       Música, que es la fuente y la primera.
           Ve cómo el gran maestro
       A aquesta inmensa citara aplicado,
       Con movimiento diestro,
        [p. 76] Produce el son sagrado,
       Con que este eterno templo es sustentado.
           Y como esté compuesta
       De números concordes, luego envía
       Consonante respuesta,
       Y entrambos a porfía
       Mezclan una dulcísima armonía.
           Aquí el alma navega
       Por un mar de dulzura, y finalmente
        En él así se anega,
       Que ningún accidente
       Extraño o peregrino oye o siente.
           ¡Oh desmayo dichoso,
       Oh muerte que das vida, oh dulce olvido!
       ¡Durara en tu reposo,
       Sin ser restituido
       Jamás a aqueste bajo y vil sentido
       ...........................................................................
           ¡Oh, suene de continuo,
       Salinas, vuestro son en mis oídos,
       Por quien el bien divino
       Despiertan los sentidos,
       Quedando a lo demás adormecidos!»

Todo está expresado aquí con frase de insuperable serenidad y belleza; el poder aquietador del arte (sophrosyne), sus efectos purificadores, la escala que forman las criaturas, para que se levante el entendimiento desde la contemplación de las bellezas naturales y artísticas hasta la contemplación de la suma increada hermosura, la armonía viviente que en el universo rige y resplandece, armonía de números concordes, que los pitagóricos oían con los ojos del alma; música celeste, a la cual responde débil y flacamente la música humana.... Con razón ha llamado Milá y Fontanals a esta oda (tan admirada por él, y que todos sus discípulos sabemos de memoria) «bella paráfrasis cristiana de la estética de Platón».

Notas

[p. 9]. [1] . Marsilio / Ficino sopra 1' / amore o ver Convito / di Platone. / In Firenze per Neri Dortelata. / Con privile / gio di N. S. di Novembre 1544, 8.º, 251 páginas de texto.

Es traducción del comento latino que antes había compuesto Marsilio sobre El Convite, de Platón, y que luego él mismo vertió al italiano.

[p. 11]. [1] . La mejor noticia biográfica de este filósofo es la de Munk en sus Mélanges de philosethie arabe et juive, página 522 (*) [(*). Dos años después de la primera edición de este tomo de la Historia de las ideas estéticas (1884), el docto israelita de Breslau, Dr. Zimmels, ha publicado una interesantísima monografía sobre este filósofo español, llena de curiosidades biográficas y críticas: —Leo Hebraeus, ein jüdischer Philosoph der Renaissance; seine Werke und seine Lehren... Breslau, 1886.]

[p. 11]. [2] . Las ediciones que yo poseo de León Hebreo son las siguientes:

—Dialogi di amore, composti / per Leone Medico, di Na / tione Hebreo, et di- / poi fatto Chris- / tiano. / Aldus (con la enseña del áncora aldina) / M. D. XLI / 1 hoja sin foliar y 261 pp. dobles. Al fin dice: «In Vinegia, nell anno M. D. XXXXI. In casa de' Figliuoli di Aldo .» No tiene más preliminares que una dedicatoria de Mariano Lenzi «alla valorosa Madonna Aurelia Petrucci», sin ninguna noticia biográfica del autor.

(Munk se valió de otra edición posterior, también de Venecia, «appreso Nicolo Bevilaqua» 1562, 8º, 246 folios.)

Posterior es la siguiente:

—Dialoghi d'amore di Leone Hebreo medico. Di nuovo corretti e ristampati, Venecia, presso Giorgio de' Cavalli, 1565.

« Leonis /Hebraei, Doctissimi / atque sapientissimi / viri / De amore dialogi tres, / nuper a Joanne Carolo / Saraceno, purissima conditissimaque / Latinitate donati. / Necnon ab eodem et singulis Dialogis argumenta sua praemissa, et marginales. / Annotationes suis quibusque locis insertae, / Alphabetico et locupletissimo Indice / his tandem adjuncto, fuerunt / Venetiis, apud Franciscum / Senensem, M. D. L. XIIII. (1564)».

8.º 59 hs. preliminares, 422 de texto. El traductor dedica su obra al cardenal Granvela, y la encabeza con un copiosísimo índice, al modo de los que suelen tener los libros escolásticos. La latinidad de Sarasin es tersa y agradable. Tradujo este libro, porque, a su entender, abarcaba «casi toda la filosofía platónica y aristotélica, juntamente con lo más recóndito de los sagrados  libros». Por el índice, por los argumentos y por las notas, es ésta la mejor edición de los Diálogos,  la que pone más de manifiesto su trabazón dialéctica. Fué reimpresa por Juan Pistorius en la colección titulada: Artis cabalisticae, hoc est, reconditae theologiae et philosophiae scriptorum, tomo I (Basilea, 1587).

—« La traduzion / del Indio de los Tres / Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha de / Italiano en Español por Garcilaso Inca de / la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, / cabeça de los Reynos y Provincias / del Perú, / Dirigidos a la Sacra / Católica Real Magestad del Rey don Felipe nuestro señor. / En Madrid. / En casa dePedro Madrigal / M.D.XC . (1590)». 4.º, 2 hs. prels. y 313 folios, más 30 de tabla.

Preliminares: Tassa.—Aprobación de Fr. Fernando Xuárez.—Privilegio del Rey —Carta del Inca a don Maximiliano de Austria, Abad Mayor de Alcalá la Real, del Consejo del Rey N. Sr.—Respuesta de don Maximiliano.—Dedicatoria a Felipe IIº   (con noticias biográficas muy curiosas del traductor).—Nueva carta a don Maximiliano de Austria.—Otra al Rey.

Tiene esta obra la singularidad de haber sido probablemente la primera que salió (a lo menos impresa) de manos de un hijo del Perú, nacido del conquistador Garcilaso (que pasó allí con Pedro de Alvarado en 1531), y de una india principal (la Palla D.ª Isabel, descendiente de Huayna Capac). Este inca Garcilasso es más conocido que como traductor de León Hebreo, como autor de los Comentarios Reales del Perú y de la Historia de la Florida y del adelantado Hernando de Soto, obras de capital importancia histórica, aunque tachadas de falta de veracidad en algunas partes, sobre todo en lo relativo a las costumbres y ritos de los indígenas peruanos antes de la Conquista.

Por más que el inca Garcilasso se preciase más «de arcabuzes y de criar   y hazer caballos que de escribir libros», su traducción resulta mucho más amena de estilo que las otras dos que tenemos en castellano, a saber:

—«Los / Diálogos / de Amor / de Mestre León / Abarbanel Médico / y Filósofo /   excellente. / De nuevo traduzidos / en lengua castellana, y deregidos a la Magestad / del Rey Filippo. / Con privilegio della Illustrissima Señoria. / En Venetia, / con licenza dei Superiori. / M. D. LXVIII. » 2 hs. prels. y 127 folios de texto.

Dedicatoria: «Al muy alto y muy poderoso Sennor Don Phelippe, por la gracia de Dios, Rey d'Espanna, Cathólico Defensor de la feé, Guedella Yahía, salud y perpetua felicidad».

En la pág. 116 empieza otro tratado, que se rotula:

«Opiniones sacadas de los más auténticos y antiguos philosophos que sobre la alma escribieron y sus diffiniciones. Por el peritíssimo doctor Aron Afía, Philósopho y Médico excellentíssimo, con diligencia y brevedad admirable a comun utilidad de los curiosos de venir en conocimiento de tan ardua materia».

—«Philographia / Vniversal de todo el / mundo, de los Diálogos de León Hebreo, tra- / duzida de Italiano en Español, corregi- / da y / añadida, por Micer Carlos Montesa, / Ciudadano de la insigne ciu- / dad de Çaragoça. / Es obra / utilíssima y muy provechosa, assi para / seculares como religiosos. / Visto y examinado por órden de los Señores del / Consejo Real. / Con licencia y privilegio. / En Çaragoça a costa de Angelo Tavanno, / Año MDII». 4.º, 27 hs. de prels., más 263 hojas dobles de texto, y una de colofón, que dice así:

«Acabóse de imprimir esta presente Philographia Universal de todo el mundo, de los Diálogos de León Hebreo, traduzidos de Italiano en Español, y corregidos y añadidos por el excellente letrado Micer Carlos Montesa, ciudadano Çaragoçano. En casa de Lorenço y Diego de Robles, hermanos, impressores en çaragoça, el año de la corrección, a 22 días del Mes de Deziembre, día de Solsticio Hyemal de 1582.

Aprobación de Fr. Hieronymo de Guadalupe.—Privilegio de Felipe II.º —Licencia.—Tassa.—Prólogo, y en él estas rarísimas noticias, sobre las cuales llamo la atención del lector: «La otra ocasión que me ha podido mover, dejando aparte la sutileza de la obra, ha sido considerar que mi padre, el señor Hernando de Montesa, estando en compañía del Illustríssimo don Diego de Mendoça , en la embaxada de Roma, en tiempo de nuestro sancto Padre Julio tercero, quiso hacer esta traducción de lengua Latina en Española, en que fué escrita originalmente del autor, con tan elegante estilo que dió ocasión a que qualquier nazión desease traduzilla en su propio vulgar para participar de la amorosa philosophia que el libro contenía, porque fué en el tiempo que salió a luz de manos del autor la materia más celebrada que en aquellos tiempos en Roma se vió ni oyó, por el buen crédito que el autor tenía. El autor fué médico y muy docto en todas facultades, a quien los Pontífices que alcançó, siempre hicieron mucha merced porque residiese en Roma, y pudiessen gozar de su buena doctrina y dulce conversación».

Micer Carlos Montesa encabezó su trabajo con una Apología en alabança del amor, pieza enteramente platónica, de la cual hablaremos luego.

Según Nicolás Antonio, también el cronista aragonés Iuan Costa, autor del Gobierno del Ciudadano, había traducido los Diálogos de León Hebreo, pero no llegó a imprimirlos.

La Inquisición puso en su Indice la traducción del Inca, pero no las demás. Sin duda fué por algunos rasgos de cabalismo y teosofía, que Montesa atenuó o suprimió. Sin embargo la traducción del Inca había sido examinada y aprobada, según él dice, por tan doctos y piadosos varones como el jesuíta Jerónimo de Prado, comentador de Ezequiel, y el agustino Fr. Hernando de Zárate, autor de los Discursos de la Paciencia Christiana.

He visto además la traducción francesa del señor Du Parc (Denys Sauvage): «Philosophie d'amour de M. Leon Hébreu, traduicte d' italien en françois, par le Seigneur Du Parc, Champenois, Lyon, 1559, 12.º

Al frente del comentario de Isaac Abarbanel a los profetas menores, hay un poema hebreo de nuestro Judá en alabanza de su Padre.

[p. 24]. [1] . Lo mismo mismo defiende Miguel Servet en su libro famoso De  la   Restauración del Christianismo, y con él  otros platónicos españoles. En el fondo es doctrina de Plotino.

[p. 31]. [1] . León Hebreo sostiene la extrañísima tesis de que Adán, en el momento de su creación, contenía en si los dos sexos.

[p. 40]. [1] . Nótese la extraordinaria analogía de esta concordia con la que propone el sevillano Fox Morcillo en su libro famosísimo De naturae philosophia: «Plato formam illam, sive ideam., quam affert, a rerum corporearum concretione sejungit, et in Dei mente veluti exemplar cujusque effectionis collocat: Aristoteles eam  rebus conjungit, tanquam alteram corporeae substantiae partem».

(Vid. Sebastiani Foxii Morzilli Hispalensis. De Naturae philosophia, seu de Platonis et Aristotelis consensione, Libri V. Witembergae, sumptibus haeredum Bartolomaei Vogelii et Andreae Hoffmanni, 1594, pág. 32).

[p. 42]. [1] . «Porque la materia primera naturalmente desea y apetece las formas elementales, como a más hermosas y más perfectas que ella, y las formas elementales a las mixtas y vegetables, y las vegetables a las sensibles, y las sensibles aman con amor sensual la forma intelectiva, la cual con amor intelectual sube de un acto de inteligencia, de un inteligible menos hermoso al de otro más hermoso, hasta el último acto intelectivo del Sumo inteligible divino, con el último amor de su hermosura suma, con el cual se integra el cerco amoroso, en el sumo bien, último amado, que fué primer amante como padre criador.»

[p. 44]. [1] .  La única edición que conozco de Gli Asolani traducidos en castellano es la siguiente:

«Los / A solanos de M. Pe- / tro Bembo, nuevamente / traduzidos de Iengua / Toscana en roman / ce castellano. / Dirigidos al muy Magnifico S. don Pedro Rodríguez Nieto / de Fonseca. / En Salamanca. /1551» .

Del colofón se deduce que fué impresa en casa de Andrea de Portonariis. 12.º sin foliatura, signaturas A—X. El traductor es anónimo, aunque algunos han querido atribuírsela a Portonariis mismo.

[p. 44]. [2] . La primera edición de El Cortesano en nuestra lengua es de 1534. «Los cuatro libros del Cortesa- / no, compuestos en italiano por el Conde Baltasar / Castellón, y agora nuevamente traducidos en len- / gua Castellana por Boscán.

Colof... Imprimidos en la muy noble ciudad de Barcelona por Pedro Monpezat, imprimidor. A dos del presente mes de Abril, Mil y quinientos y treynta y cuatro»

Es un tomo en folio gótico de 113 folios. Posee dos ejemplares la Biblioteca Nacional. Hay por lo menos otras ocho ediciones antiguas. (Toledo,1539; Salamanca , 1540; otra sin año ni lugar; Amberes, 1544; Zaragoza, 1553; Amberes, 1561; Valladolid, 1569; Amberes, 1574). Unicamente ha sido reproducido con mucha elegancia tipográfica y eruditas ilustraciones del señor Fabié, en la colección de los Libros de antaño (Madrid, Durán, 1873), pág. 508 y siguientes.

[p. 50]. [1] . Vid. Tratado / en loor de las / mugeres, / y de la castidad, honestidad, constancia, silen- / cio y Iusticia, con otras muchas particu- / laridades, y varias Historias. / Dirigido a la Sereníssima Sennora Infanta Donna / Catalina d'Austria. / Por Christóval / Acosta Affricano... In Venetia MDXCII. / Presso Giacomo Cornetti. 4.º, 148 hojas. (De mi biblioteca), página 5.

[p. 53]. [1] . Vid. Primera parte / de las obras que hasta agora se han / podido / hallar / del Capitán Francisco de Aldana, / Alcayde de S. Sebastián, / el qual murió peleando en la jornada de Africa. / Agora nuevamente puestas en luz por su hermano / Cosme de Aldana, gentilhombre del Rey / Don Phelippe nuestro Señor &.  / En Milán, por Pablo Gotardo Poncio. 8.º 104 hojas.

En el fol. 101 de la segunda parte de las obras del Capitán Aldana, impresas en Madrid por Pedro de Madrigal, 1591, se halla la lista de las obras que Aldana perdió en la guerra.

[p. 53]. [2] . Poseo ejemplar de este peregrino opúsculo:

—«Diálogo / de Amor / intitulado Dorida. / En que se trata de las causas por donde puede / justamente un amante (sin ser notado / de inconstante) retirarse de / su amor. / Nuevamente sacado a luz, corregido y / enmendado por Iuan de Enzi- / nas, vecino de Burgos / Con Privilegio. / En Burgos. / En la imprimería de Philippe de Iunta / y Iuan Baptista Varésio. / 1593».

12.º, 8 hs. sin foliar, 102 de texto, con un soneto laudatorio de don Luis Salazar de Frías.

De los preliminares inferimos que algunos atribuían este diálogo al mismo León Hebreo. Así lo indica Tomás Gracián Dantisco en la aprobación. Juan de Espinosa no es más que el editor.

[p. 54]. [1] . En realidad, el Tractado de la hermosura consta de tres tomos en folio, muy delgados; pero generalmente se encuentran juntos, y así lo están en el ejemplar que poseo. Su descripción bibliográfica, es la siguiente:

—«Del / Tractado / de la hermosura / y del amor. / Compuesto / por Maximiliano / Calvi. / Libro Primero. / El qual tracta de la Hermosura, dirigido a la / C. S. R. Magestad de la Reyna / Doña Ana nuestra / Señora. / En Milán / Por Paulo Gotardo Poncio, el Año / MDLXXVI».

56 folios, sin contar 6 de preliminares, que contienen, además de la licencia y privilegio, una advertencia del autor, un soneto italiano de Juliano Gosselini, y otros dos del mismo autor.

—«Del / Tractado / de la Hermosura / y del Amor, / compuesto / por Maximiliano / Calvi. Libro Segundo. / El qual tracta del Amor dirigido a la S. C. R. Magestad del Rey de las Españas / Don Philippe segundo / nuestro Señor. / En Milán, / Por Paulo Gotardo Poncio, el Año / MDLXXVI».

4 hs. de preliminares, y 67 folios. A la vuelta de la portada nuevo soneto del autor.

« Del / Tractado &... / Libro Tercero. / El qual tracta contra Cupido, dirigido al / Sereníssimo Señor Don Iuan de / Austria. / En Milán, / Por Paulo Gotardo Poncio, el Año  / 1576».

A la vuelta de la portada, nuevo soneto del autor.

5 hs. prels. 35 páginas.

No he podido adquirir noticias de la vida de este insolente plagiario. Sólo nos dice que emprendió su tarea «para evitar la ociosidad mientras los negocios en la corte me vacaban, antes que yo fuese de Su Cathólica Majestad empleado en su Magistrado de Milán».

[p. 56]. [1] . Vid. Augustini Niphi Medici / libri duo. / De Pulchro, / primus. / De amore, / Secundus. / Lugduni, / Apud Godefridium et Marcellum / Beringios fratres, / 1549, 8.º, 277 páginas.

Pedro Bayle se pregunta lleno de admiración, cómo se las habría compuesto el docto Nipho para adquirir tan puntuales noticias de las perfecciones recónditas del cuerpo de Juana de Aragón.

[p. 56]. [2] . Calvi, para dar más claridad a la doctrina de León Hebreo, reproduce gráficamente, y por medio de schemas, el Cerco de la comunidad del amor por sus grados, y el Arbol de la división del amor.

 

[p. 61]. [1] . Este San Dionisio es el falso Areopagita.

[p. 63]. [1] . En su reciente y eruditísima obra Niccolo Machiavelli e i suoi tempi... Firenze, successori Le Monnier, 1877, tomo I, páginas 172 a 191.

Vid. además la Historia de la filosofía del Renacimiento, de Schultze (Jena, 1874), y la Historia de la Academia Platónica de Florencia, de Sieveking (Hamburgo, 1844).

[p. 64]. [1] . Rime e Lettere di Michelagnolo Buonarrotti, precedute dalla vita dell´autore, scritta da Ascanio Condivi. Firenze, G. Barbera, 1858, pág. 151.

[p. 66]. [1] . Soneto 10.

[p. 66]. [2] . Soneto 15.

[p. 66]. [3] . Soneto 66.

[p. 66]. [4] .  Monólogo (castellano) de Aonia, en la égloga I

[p. 66]. [5] . Oda 6.ª Cito siempre las Rimas de Camoens por la edición de Lisboa, 1621, Antonio Alvarez, dividida en dos tomos, y realzada por versos latinos de Fr. Luis de Sousa. Acerca de la dama objeto de  los poéticos fervores de Camoens, pueden consultarse los modernos libros que  han publicado, acerca de aquel maravilloso poeta, los dos eruditos portugueses, Theóphilo Braga y Latino Coelho.

[p. 67]. [1] . Respecto del carácter platónico de la adoración de Herrera por la bella Eliodora, pueden caber algunas dudas (con paz sea dicho de los críticos sevillanos) a quien lea la bellísima elegía que principia:

       «No bañes en el mar sagrado y cano»,

o aquella otra, donde se encuentra este verso incomparable de pasión y de verdad:

       «¡Ya pasó mi dolor: ya sé qué es vida!»

[p. 67]. [2] . Obras de / Garci Lasso de la Vega / con anotaciones de / Fernando de Herrera, / Al Ilustríssimo i Ecelen- / tíssimo Señor Don Antonio de Guzmán, / Marqués de Ayamonte, Governador del estado / de Milán i Capitán General de Italia / En Sevilla, por Alonso de la Barrera / Año de 1580, 691 folios, sin contar los preliminares y la Tabla.

[p. 69]. [1] . No parece sino que Herrera describía con estas palabras su propio carácter poético.

[p. 69]. [2] . Equivale a la moderna y autorizada división de belleza física, intelectual y moral.

[p. 71]. [1] . Herrera define el ingenio, que él distingue del genio (sépanlo los que tienen esta última palabra por galicismo), «aquella fuerza y potencia natural, y aprehensión fácil y nativa en nosotros, por la cual somos dispuestos a las operaciones peregrinas y a la noticia sutil de las cosas altas» Procede del buen temperamento del ánimo y del cuerpo.

[p. 74]. [1] . Personaje real como Tirsi y Damón y casi todos los que intervienen en la Galatea, aunque la personalidad de Lenio (¿Pedro Liñán?) no haya podido identificarse hasta ahora tan claramente como lo están las de Francisco de Figueroa (Tirsi), o Pedro Láynez (Damón), o don Diego de Mendoza (Meliso), o el mismo Cervantes (Elycio).