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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO XV : VIDA ACADÉMICA Y POLÍTICA

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De pie, en actitud reverente y sombrero en
mano, debe hablarse del hombre que encarna
en sí la doble realeza o magnificencia del saber
y del talento.
Ricardo Palma en su libro Recuerdos de España.

PROYECTO DE UNA GRAN HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA.—INGRESO Y ACTUACIÓN EN LAS ACADEMIAS DE LA HISTORIA, DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS Y DE BELLAS ARTES.— DIPUTADO, SENADOR, CONSEJERO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA, ATENEÍSTA, DECANO DE LETRAS.—MAESTRO DE LA HISPANIDAD.—LA POPULARIDAD DE MENÉNDEZ PELAYO.

Antes hemos dicho que era costumbre entre los profesores de Historia de la Literatura dar como preliminares de su asignatura unas nociones de Estética. Éstas eran las lecciones que explicaba Milá y Fontanals en su clase y que tanto contribuyeron para orientar a Menéndez Pelayo en tales materias. Ahora, catedrático ya, quiere él, como sus compañeros, escribir un tratado sobre la Estética y su historia en España, tratado que ha de ser el fundamento filosófico de la obra grandiosa sobre Historia de la Literatura Española que como maestro en tal disciplina, se cree en la obligación de escribir.

Conviene que dejemos bien aclarada y fija esta afirmación indudable: La Historia de las Ideas Estéticas en España no es más que los preliminares y el comienzo de la Historia General [p. 244] de la Literatura Española, que, como un gran proyecto acaricia Menéndez Pelayo desde que es nombrado profesor de la asignatura, proyecto para el cual, en una u otra forma, estuvo siempre reuniendo datos y escribiendo capítulos, unos concluidos y otros que desgraciadamente quedaron por terminar. Si se tuviera esto en cuenta no se hablaría, creo que sin ningún fundamento, de los cambios y nuevas orientaciones que los estudios de Menéndez Pelayo experimentan al morir D. Gumersindo Laverde.

En la correspondencia con Miguel Antonio Caro habla Menéndez Pelayo, muy tempranamente y con extensión, de su grandioso plan para escribir la Historia de nuestra Literatura. Pero eran tantos los estudios previos que se necesitaban, los materiales que había que reunir, los períodos enteros aún inexplorados, o que había que rehacer, que iba dilatando sine die la empresa. Aquí es cuando D.ª Emilia Pardo Bazán actúa con toda su travesura femenina para lanzarle a la tarea. Va a visitar a D. Gumersindo en Santiago y le habla de que tiene en proyecto escribir una Historia de la Literatura española , y el inocente Laverde pica en el anzuelo y se apresura a dar la noticia a D. Marcelino. Éste lo toma en serio y se alarma pensando que se le va a anticipar la escritora gallega. Ella se comunica ya directamente con Menéndez Pelayo en 5 de mayo de 1883 y le hace creer que está escribiendo la proyectada obra. «¡Sabe Dios —añade muy ladinamente— si el convencimiento de mi escasez de fuerzas me impulsará a romper las empezadas cuartillas!» Y en la misma carta va también este halagador párrafo: «Sólo un hombre, decía yo a D. Gumersindo Laverde no hace dos meses, puede continuar y mejorar la obra de Amador de los Ríos, sólo Marcelino tiene hombros para soportar ese peso».

Menéndez Pelayo no cayó en la tentación de escribir un manual más ad usum scholarum, pues quería hacer la gran historia crítica y documentada de nuestra literatura, como en parte la dejó hecha por géneros en sus estudios posteriores. Pero las insinuaciones le vienen entonces de todas partes. El mismo Laverde le dice: «¿Sabes cuánto gana, según noticias, el buen Mudarra con su mal pergeñado Curso de Literatura? Pues diz que no baja de siete u ocho mil pesetas anuales. Esto y algo más, bien [p. 245] podrías ganarlo tú, si dedicases un verano a componer una obra acerca del mismo asunto, haciendo a la vez un buen servicio a la enseñanza, muy necesitada de un buen libro de texto de Literatura General y Española». También de Hispano-América le llegan voces amigas que le proponen esta publicación como un bien y como un gran negocio; pero D. Marcelino era inconmovible; él quería llevar adelante su grandiosa empresa, sin recortes ni mutilaciones, no hacer manuales, aunque le diesen mucho más dinero; compendia sunt dispendia, solía decir. Y a su honradez y conciencia no pudieron rendirlas ni aquel representante de una editorial catalana, que con plenos poderes se presentó a él en su biblioteca de Santander, y después de proponerle que escribiera para su Casa el consabido manual, con la extensión que tuviera por conveniente, creyéndole ya decidido, le dio un cheque firmado en blanco para que pusiera la cantidad que juzgase conveniente por su trabajo. ¡Allí fue ella! Si no interviene prontamente su hermano Enrique sale a empellones de la biblioteca aquel buen señor, que seguramente, no por ofenderle, sino como muestra de consideración de la editorial, le ofrecía el cheque en blanco. Y todavía nervioso y excitado, cuando ya se había ido el comisionado catalán, decía D. Marcelino a su hermano: «¡Me querían comprar, Enrique; me querían comprar!» La anécdota no puede ser más aleccionadora, y huelga todo comentario.

La idea de escribir un texto extenso sobre nuestra Historia de la Literatura no la abandonó Menéndez Pelayo hasta muchos años después, cuando por los innumerables trabajos que consideraba como previos para ese estudio y tenía sin terminar aún, veía ya agotadas sus fuerzas y la imposibilidad de meterse en tan gran tarea. Todavía en 22 de abril de 1899 escribe al historiador canario Agustín Millares Torres: «Tengo firme propósito de escribir la Historia de nuestra Literatura Española, si Dios me da vida y salud para ello. Todos mis trabajos hasta ahora no han sido más que preparativos para esta empresa».

El prestigio de Menéndez Pelayo entre los hombres de letras va creciendo a medida que se aparta de la vida social y mundana para entregarse al estudio. No hacía el año que había ingresado en la Academia Española y ya se piensa en nombrarle [p. 246] académico de la Historia. En 24 de febrero de 1882 moría en Madrid José Moreno Nieto, aquel hombre que «tuvo la ambición de todo saber, pero no la avaricia de ninguno [83] », y todos los académicos pensaron en que fuera Menéndez Pelayo su sucesor. La elección es tan segura, que ya en 16 de marzo le escribe Valera desde Portugal: «Me parece bien que en la Academia de la Historia le conteste a usted Aureliano.» Y precisamente en este día, 16 de marzo, firmaban la propuesta de elección D. Antonio Cánovas, el Marqués de Molíns, Barrantes y D. Pascual Gayangos.

Laverde, como gran jefe de programación, que diríamos ahora, le había enviado una serie de temas para su discurso: El Monacato en España, Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, La Filosofía rabínica española, Raimundo Lulio, Fox Morcillo, Piquer, Jovellanos, El P. Cevallos, Importancia de los estudios demológicos para la historia, Doctrinas que acerca de la composición histórica han sido profesadas en España. Don Marcelino estaba decidido por el primero de estos temas, algo más limitado y concreto en su enunciado, y en 18 de marzo de 1882 le dice a Valera: «Además del terna que el otro día indiqué a usted se me ocurre otro para el discurso de entrada en la Academia de la Historia: Del monacato español desde el siglo VI al XII, materia de las más embrolladas y oscuras que hay en nuestra Historia. No sé si acertaría yo a desarrollarle, pero me parece argumento grande, trascendental y hasta poético, que se presta a investigaciones inauditas y a cuadros históricos de gran novedad. Podríamos enlazar diestramente la historia eclesiástica con la social y la literaria, haciendo resaltar el carácter civilizador de aquellos Institutos. Así, verbigracia, la fuga del monje Donato y la fundación del monasterio Servitano, nos daría ocasión para describir la invasión del África por los vándalos. Alrededor del monasterio Dumiense agruparíamos toda la peregrina historia de la conversión de los suevos por San Martín y del reino independiente que fundaron en Galicia. Con ocasión de hablar del monasterio Agaliense y de San Ildefonso, entraba naturalmente la apreciación de la cultura visigoda; y luego, ¡cuánto podríamos [p. 247] decir de San Valerio, abad del Vierzo, y de sus visiones dantescas; de San Rosendo, cuya vida está mezclada con las invasiones de los normandos, etc., etc.! Este trabajo urge más cuanto que Montalembert anduvo pobre, superficial y mal informado, en lo poco que dice de nuestras cosas en sus Monjes de Occidente. El límite que yo pondría a mi trabajo sería la venida de aquellos funestos monjes cluniacenses que a Montalembert le agradan tanto.» Fue D. Juan quien le inclinó a tratar del tema de que antes le había hablado su amigo Menéndez es decir, el De la Historia, considerada como obra artística [84] .

El 5 de mayo de 1882 es elegido académico, según le comunica de oficio el secretario Pedro de Madrazo al día siguiente. Aprovechó el verano en Santander para escribir gran parte de su discurso, que por otras ocupaciones no dejó terminado y lo hizo en las vacaciones de Navidad de aquel año. El ingreso en la Corporación tuvo lugar el 13 de mayo de 1883. No fue una fiesta de sociedad, como el día de su entrada en la Academia de la Lengua; pero también el salón estaba abarrotado de público selecto y la prensa toda se ocupó del brillantísimo discurso del nuevo académico.

Miembro ya de las Academias de la Lengua y de la Historia conviene que digamos, aunque sea en pocas palabras, cómo fue recibido en ambas Corporaciones por sus compañeros, su actuación en ellas y los trabajos que lleva a cabo durante el período de su vida que estamos reseñando.

La acogida en la Academia de la Lengua no pudo ser, ya lo hemos dicho, ni más cordial ni más entusiasta. El acta de la sesión de ingreso, firmada por Tamayo, referiéndose al discurso pronunciado por el nuevo académico, dice: «Oyóle con reverente pasmo el concurso, y ardientes vítores y ruidosos aplausos halagaron con frecuencia el oído del extraordinario mancebo, a quien por lo mucho que sabe y por lo poco que aún ha vivido, pudiera creerse dotado de ciencia infusa; a quien sus émulos no envidian porque le consideran como ser excepcional, libre [p. 248] de las leyes a que el desarrollo de las facultades intelectuales está sometido en los demás hombres; y el cual ha merecido que pluma extranjera le llame: eximius adolescens, verum eruditionis miraculum».

Impropios parecen de la austeridad oficial de un acta todos estos elogios; pero ¿quién pone coto al dramaturgo Tamayo en sus entusiasmos por D. Marcelino? «Aceptó este cometido —dice en otra ocasión— el hombre para quien es fácil toda empresa literaria por ardua que sea»; y poco después, en nueva acta: «El Sr. Menéndez Pelayo, a quien por lo visto, ha concedido el cielo el privilegio exclusivo de saberlo todo.... Y estas frases del señor secretario de la docta Corporación tenían no sólo la aprobación, sino el aplauso de los señores académicos. Los cuales acumularon toda clase de cargos y comisiones sobre el Benjamín de la casa. Él daba informes de obras presentadas a concursos y premios, él sólo es quien puede coleccionar y comentar el teatro de Lope y La Antología de Poetas Hispano-Americanos, y él es el que contesta a la mayoría de los nuevos académicos entrantes y el que propone correspondientes, y, digámoslo claramente, Menéndez Pelayo, al poco tiempo de entrar en la Academia Española, era amo y señor de ella. Fernández-Guerra le dice a Baráibar en 4 de marzo de 1889, a propósito de una vacante de académico correspondiente para la que se presentaban dos candidaturas, una patrocinada por Saavedra y Echegaray, la otra por Menéndez Pelayo: «De seguro que triunfa la de Menéndez Pelayo. La juventud fogosa despotiza sobre la tierra».

La frase, y más por ser de D. Aureliano, que tanto le quería, parece indicar ya algún resquemor contra Menéndez Pelayo. Despotizaba en la Academia, es cierto; pero por varios motivos, y todos irreprensibles: porque su valer se había impuesto, sin él pretenderlo; porque trabajaba más que todos los académicos juntos, y, finalmente, porque estos señores acumularon sobre él con las cargas, que les molestaban o no querían llevar, los cargos. Don Marcelino llegó un momento en que lo era todo en la Academia, y lo fue todo de un modo muy honesto y beneficioso para la Corporación; pero, como no podía ser menos entre humanos, esta situación de preeminencia produjo algún malestar, que creará [p. 249] contra él una reacción que le causó después mucha amargura y de la que nos ocuparemos cuando llegue el momento.

En cuanto a la Academia de la Historia, aunque en menor grado, ocurrió también algo semejante. Aquí los ánimos eran más templados, como correspondía a los estudios que cultivaban los académicos, y la convivencia más fácil y duradera; pero tampoco se ha de quedar sin algún disgustillo. No era tan fácil perdonar a Menéndez Pelayo que «él solo trabajase por diez académicos juntos, que por voluntad de Dios fuese el guía y conductor de todos los círculos de estudios en nuestra patria», como dijo Farinelli en aquel sfogo de su carta a Menéndez Pidal, scorrenti le lacrime ancora.

Y aunque anticipemos los hechos, oportuno será hablar aquí del ingreso y actuación de Menéndez Pelayo en otras Academias.

Perteneció también a otras dos Reales Academias: la de Ciencias Morales y Políticas y la de Bellas Artes de San Fernando, pero si se exceptúan los hermosos discursos que en una y otra pronunció en las fechas de su ingreso, y el de contestación al señor Mena y Zorrilla en la de Ciencias Morales, poca es su colaboración y actividad en ellas.

Fue elegido para la de Ciencias Morales y Políticas el 19 de noviembre de 1889, en la vacante del Sr. Marqués de Molíns. El 30 de junio de 1890 aún no ha presentado su discurso, por lo que le recuerda la Academia que ha transcurrido el plazo reglamentario. Solicita una prórroga de cuatro mesas en 26 de septiembre (D. 19) y en 3 de febrero de 1891 entrega por fin su discurso, que trata, De Los orígenes del criticismo y del escepticismo, y especialmente de los precursores españoles de Kant. A este discurso contestó D. Alejandro Pidal en el acto de la recepción del nuevo académico, que tuvo lugar en el salón de sesiones de la Casa de los Lujanes, en la Plaza de la Villa, el día 15 de mayo de 1891.

Al felicitarle Luanco, le dice: «Ahora te falta pertenecer a la Academia de Nobles Artes de San Fernando, y no dudo que las Ideas Estéticas te abrirán esa puerta, aunque entonces no lleves por Paraninfo al Excmo. Sr. D. Alejandro Pidal y Mon, tu protector y amigo. Lo que no consentiré es que tengas pretensiones a colarte en la Academia de Ciencias, porque recuerdo bien que [p. 250] no sabías colocar debidamente los sumandos y tampoco acertabas a contar dos reales de vellón».

Y con sus bromas y dicharachos el caso es que acertaba su simpático y cariñoso extutor, pues las puertas de la Academia de San Fernando se le abrían al siguiente año, siendo electo académico el 29 de febrero de 1892.

Si la Academia de Ciencias Morales y Políticas tiene que concederle prórroga para la presentación de su discurso, figurémonos las excepcionales que hubo de darle la Academia de Bellas Artes en la que tarda, desde su elección en 29 de febrero de 1892, casi diez años en hacer el ingreso. En 30 de enero de 1900 se le dio un último plazo de cuatro meses, transcurrido el cual, en sesión de 24 de octubre de aquel año, se presentó una proposición para que se declarara de nuevo vacante la plaza de académico para la que había sido elegido el Sr. Menéndez Pelayo. Pero la proposición no se aceptó y el acuerdo que se debió tomar fue conceder otro nuevo plazo, atendiendo las razones que da de su tardanza el académico electo.

Bien se supo sacar éste la espina de su tardanza con aquel precioso discurso de ingreso que leyó en 31 de marzo de 1901, en el que se ocupa de La estética de la pintura y de la crítica pictórica en los tratadistas del Renacimiento, y al que contestó brevemente D. Ángel Avilés. Tal entusiasmo produjo, que estando vacante la Dirección de la Academia, pensaron algunos —y como lo pensaron lo hicieron— presentar la candidatura de Menéndez Pelayo para este cargo. Don Marcelino escribe muy gozoso a su hermano Enrique, en 7 de abril de 1901: «El tal discurso, contra todos mis temores, resultó un exitazo, como se dice en la jerga de entre bastidores. Y tanto, que mañana lunes (si no se atraviesa algún obstáculo imprevisto) seré elegido Director de dicha Academia, con lo que me quedaré convertido en un Cheste de las Bellas Artes, aunque sin el buen cocinero que él tiene y que sirve mucho para realizar los prestigios del cargo».

No fue elegido director a pesar de augurios tan halagadores y del entusiasmo con que le trabajaba la elección el músico Felipe Pedrell. Ésta es la primera desilusión y el primer disgusto que en [p. 251] las Academias sufre D. Marcelino; no han de ser los últimos, como veremos más adelante.

No tenía entonces, ni tuvo nunca, ambiciones políticas; pero ya sabemos que siguiendo a los Pidales y por creerlo un deber de conciencia, había ingresado en La Unión Católica. «Este círculo —dice Menéndez Pelayo a Morel-Fatio— no es propiamente político, sino de propaganda religiosa... La Unión admite individuos de todos los partidos, con tal que no se separen de lo que la Iglesia tiene definido».

En enero de 1884 había caído el Gobierno de Posada Herrera, sustituyéndole Cánovas del Castillo, que nombró ministro de Fomento a D. Alejandro Pidal, el cual aceptó la cartera poniendo como condición para su adhesión, el mantenimiento de los principios religiosos. Y así la mayoría de los miembros de la Unión Católica formaron con Pidal dentro del partido canovista.

Vinieron las consabidas disolución de Cortes y elecciones generales, y D. Marcelino fue encasillado como diputado gubernamental por Palma de Mallorca. Dominaba en Palma la política conservadora y el triunfo de la candidatura oficial era seguro. Formaban esta candidatura el Conde de Sallent, D. Juan Massanet y Ochando, ambos mallorquines, el Marqués de Casa Fuerte y Menéndez Pelayo. El día 20 de abril llegaban a Palma el Conde de Sallent, Casa Fuerte y D. Marcelino, en el correo de Barcelona. A Menéndez Pelayo le tenían preparado hospedaje en casa del Marqués de la Cenia, general D. Fernando Contoner, en la calle de San Jaime, esquina a la de Armengol; bibliófilo él y más aún su hijo Nicolás, que le sucedió en el título.

Dos días después de su llegada, hizo una excursión medio electorera, medio erudita y artística, por la isla. Los otros compañeros eran os encargados de las arengas; él pensaba en Lulio y visitaba su sepulcro y los lugares por donde había andado. El día 27 de abril fueron las elecciones y obtuvo el tercer lugar con una votación de 2.269 votos.

Es muy probable que D. Marcelino no se enterara ni de estos escuetos datos de su elección; la cual le trabajó principalmente el Conde de Sallent, con quien mantiene correspondencia; pero de lo [p. 252] que sí se informó puntualmente fue de los preciosos códices lulianos que existían en Mallorca y de los parajes en que se había desarrollado la vida del solitario del Monte Randa. Y pronunció un largo y precioso discurso el día 1 de mayo en el Instituto de Baleares; no un discurso político para hacer vanas promesas a los que le habían elegido, sino para hablarles de su Raimundo Lulio. «¡Hombre, es usted diputado a Cortes!», le dice unos meses después Morel-Fatio; y D. Marcelino le contesta: «Con efecto, soy diputado a Cortes, aunque muchas veces se me olvida. Pero siempre diré con el poeta: Mihi dulces ante omnia Musae. Todo lo demás es accidental y episódico».

El día 4 de mayo embarcaba de nuevo para regresar a la Península. En ese mismo día se le proclamaba por la Junta del Censo, diputado electo y el 9 de junio tomó asiento en el Congreso y juró el cargo.

Su estancia en Palma con motivo de estas elecciones sirvió para aumentar sus entusiasmos lulianos, y, sobre todo para ponerse en relación con el grupo literario de aquella isla, del que era la figura más destacada y como un venerable patriarca. D. José María Quadrado. En este primer círculo literario que se agrupa en torno a la persona del Maestro, brillan además de Quadrado, Mateo Obrador y Jerónimo Roselló, ambos conspicuos lulianos; Costa y Llobera, el inspirado vate del Pi de Formentor; Antonio María Alcover, gran estudioso de la lengua catalana, y el otro Alcover, Juan, buen poeta; José Luis Pons, temperamentalmente horaciano; Tomás Forteza, Mestre en Gay Saber; Gabriel Llabrés, Juan Bennasar, los Aguiló, los Amer y tantos otros. Y destacándose sobre todos la simpatía de Juan Luis Estelrich, hombre polifacético en sus estudios y en sus aspiraciones artísticas y vitales. Él viene a ser como el embajador de su gran amigo y condiscípulo Marcelino en la Isla Daurada.

En verdad que la actuación política de Menéndez Pelayo, aunque ya casi sin interrupción figura como diputado o como senador, se puede decir que fue nula, si se exceptúa el aspecto puramente intelectual. A él se debe especialmente que el Estado adquiriese la preciosa Biblioteca del Duque de Osuna, que entró a formar parte de los fondos de nuestra Biblioteca Nacional. [p. 253] Para ello hubo que dar una ley que se votó en el Congreso el día 10 de julio de 1884, y cuyo preámbulo, haciendo la historia de este tesoro bibliográfico, fue redactado por Menéndez Pelayo.

Intervino después en la elaboración de algunas reformas de la enseñanza y contestó en el Congreso, y es la única vez que allí habló, a Castelar con un precioso discurso sobre la libertad de la cátedra, pronunciado el 13 de febrero de 1885, a propósito de los disturbios estudiantiles del día de Santa Isabel en la Universidad de Madrid [85] . Discurso habilísimo y de profunda doctrina, que mereció grandes elogios hasta de la prensa liberal. Al reseñar la sesión, contaba Él Imparcial que Menéndez Pelayo cogió distraído el vaso de agua que tenía delante de su pupitre y sin llegar a beberlo continuaba accionando con él en la mano y poniendo en peligro de echar una rociada a los diputados vecinos. Algo debió exagerar en esto el cronista, buscando, como es costumbre en la prensa, lo pintoresco, llamativo y anecdótico.

Como todos los que polemizan y combaten contra él, Castelar terminó siendo amigo de D. Marcelino, a quien invita varias veces a comer en su casa, y por el que siente verdadera admiración. En frase muy suya, muy castelarina, dijo de Menéndez Pelayo que era «una de las cariátides de este siglo, sobre cuya frente descansan las glorias literarias de España».

En 25 de noviembre de 1885 fallecía Alfonso XII, y seguidamente se hizo el llamado Pacto del Pardo entre Cánovas y Sagasta, por el que vino éste al Poder.

Continuó Menéndez Pelayo siendo diputado durante los primeros meses de 1886, hasta que celebradas nuevas elecciones, a las que no se presentó como candidato, cesó al venir el nuevo Congreso en 8 de marzo de este año.

Durante casi cinco años que gobernaron los liberales no volvió a ser diputado; pero cuando en el establecido turno pacífico tocó la vez de gobernador a Cánovas en 5 de julio de 1890 y formó su Ministerio, en el que ya no era Pidal, sino Isasa, ministro [p. 254] de Fomento, también fue encasillado como diputado conservador; ahora por Zaragoza.

Entonces corrió la noticia, que recogieron varios períodicos, de que Menéndez Pelayo había sido nombrado director de Instrucción Pública. Laverde, Valmar, Valera y otros amigos le felicitan dando por hecho el nombramiento. A D. Juan Valera, después de aclarado ya el equívoco, le escribe D. Marcelino en 15 de agosto de 1890: «Yo también me alegro, como usted, de que no se hayan acordado de mí para la Dirección de Instrucción Publica. No es cargo que codicio. Allí no se puede hacer nada sin mucho dinero y mucho arrojo en el Ministerio para romper por todo y echar abajo de una vez tantísimas corruptelas, abusos y ranciedades como hay en nuestro sistema de estudios. Yo soy muy radical en esto, y para no poder hacer nada en provecho de la cultura general, prefiero quedarme tranquilamente en mi casa».

Si en Palma hay un Sallent que le hace la elección, en Zaragoza está D. Tomás Castellano, personaje muy influyente y diputado conservador desde hacía varias legislaturas, que le entrega el acta sin necesidad de que D. Marcelino aparezca por su distrito. Los aragoneses habían acogido con gran entusiasmo su candidatura y obtuvo con muy lucida votación el segundo puesto entre todos los elegidos por la circunscripción [86] . Las elecciones tuvieron lugar el día 1 de febrero de 1891. Tomó asiento en el Congreso y se posesionó del cargo el día 20 de abril.

Recordemos que en Palma de Mollorca pronunció este diputado liberal-conservador un discurso sobre Raimundo Lulio; pues ahora, para preparar la elección en Zaragoza, se dirige a sus electores en carta-manifiesto de 23 de enero de 1891, que contiene los siguientes párrafos, de cuyo sentido y espíritu liberal, puede juzgar el lector: «Ante todo, profeso íntegramente la doctrina católica, no sólo como absoluta verdad-religiosa, sino como perfección y complemento de toda verdad en el orden social, y como clave [p. 255] de la grandeza histórica de nuestra Patria. Los intereses de la Iglesia serán, pues, defendidos por mí antes que otros ningunos, con independencia de toda doctrina política [el subrayado lo hace el autor de esta biografía], como alguna vez lo procuré en mi primera diputación y como es notorio a cuantos conocen mi modo de pensar, indicado y aun razonado en mis libros».

Mas no se contentó con esto, sino que en el banquete que se les dió el día 9 de febrero a los diputados conservadores triunfantes, acto para el que se trasladó Menéndez Pelayo a Zaragoza, siendo huésped unos días de su amigo el Conde de la Viñaza, quiso remachar aún más el clavo y pronunció un discurso que lo hubiera firmado, sin duda, el más impertérrito tradicionalista: «Nadie como vosotros —les dice a los zaragozanos— siente el valor y el prestigio de la tradición en todos los órdenes de la vida; donde quiera que volváis la vista encontraréis el suelo poblado de ruinas gloriosas. El cuerpo de la Amazona del Ebro está sembrado de cicatrices de gloria, que con ser de ayer parece de aquellos tiempos en que la historia se confunde con la fábula. Vuestro suelo está regado y santificado con la sangre de innumerables mártires de la religión y de la patria; ante vuestras tapias, casi inermes, se estrelló el poder más formidable que han conocido las edades y surgió radiante y luminosa una sublimidad de martirio sólo comparable con la de las Termópilas. No en vano creéis y afirmáis que una protección especial y visible del cielo vela por vosotros y ha marcado en esta tierra sus huellas».

Y termina por fin de todo aquel alegato en pro de la tradición, abominando de los partidos políticos que no son más que banderías que aspiran al régimen de la cosa publica y queriendo meter de lleno a los conservadores en la tradición. «El partido conservador es, o debe ser [digna de notarse es la disyuntiva], algo más que esto; debe ser la congregación de todos los hombres de buena voluntad, que no han renegado de su tradición y de su casta y que sostienen y defienden la unidad del espíritu español y dentro de él la riquísima variedad de sus manifestaciones regionales...» [87]

[p. 256] No vamos a cansar aquí al lector transcribiendo discursos que puede leer en otra parte. Basta con esas muestras para conocer el auténtico y fuerte tradicionalismo político de Menéndez Pelayo, tradicionalismo de que está también inundada toda su obra literaria. Figuró siempre, primero con Cánovas y luego con Silvela y con Maura, dentro del partido conservador, por una serie de circunstancias de las que ya hemos explicado algunas; pero sus ideas fueron invariablemente tradicionalistas y del más puro tradicionalismo. No fue nunca carlista, ni mucho menos integrista, porque su tradicionalismo de más alta raigambre y fundamento filosófico y religioso estaba por cima de toda adhesión personal y pleitos dinásticos.

Y viene a cuento, ya que de su actitud política hablamos, decir algo sobre el sano regionalismo de Menéndez Pelayo, que se complacía en exaltar el amor al terruño nativo, como el mejor medio del amor a la patria común, no sólo entre sus paisanos los montañeses y entre sus electores aragoneses, como hemos visto en este discurso, sino entre los mallorquines y los valencianos y andaluces y catalanes y todos los demás grupos, porque él español de todas las regiones.

No podemos en una biografía, lo más ceñida a los hechos, como queremos sea la nuestra, extendernos en consideraciones sobre esta materia; pero sí conviene decir aquí algo del catalanismo de Menéndez Pelayo.

El amor de D. Marcelino a Cataluña es uno de los que más intensamente sintió y en muchos pasajes de sus obras y discursos lo expresa emocionalmente. En este período de su vida que estamos reseñando es cuando escribe preciosos estudios sobre Rubió y Ors, Coll y Vehí y Verdaguer y lee aquel hermoso discurso de exaltación de la lengua catalana en los Juegos Florales de Barcelona de 1888. Discurso que —aprovechemos la ocasión para decirlo— no fue compuesto en catalán por D. Marcelino, aunque sí leído por él en esta lengua. La traducción fue hecha por el canónigo Sr. Collell y por un primo de Jacinto Verdaguer. Algunos le criticaron como inoportuno halago del catalanismo insurgente y acto impolítico, el hablar a los catalanes en su propia lengua y en el tono en que lo hizo el antiguo alumno de la Escuela [p. 257] Barcelonesa; pero éstos no recuerdan o ignoran, la claridad y patriotismo con que se expresa Menéndez Pelayo sobre este punto en repetidas ocasiones. Copiemos aquí, por ser menos accesibles al lector, algunos textos de correspondencia. A Valera, en 7 de agosto de 1887: «El catalanismo, aunque es una aberración puramente retórica, contra la cual está el buen sentido y el interés de todos los catalanes que trabajan, debe ser perseguido sin descanso, porque puede ser peligroso si se apoderan de él los federales como Amirall, que ya han comenzado a torcerle y a desvirtuar el carácter literario que al principio tuvo».

A Narciso Oller, en 13 de diciembre de 1885: «Con ser yo gran de admirador de la gente catalana y sentir verdadera simpatía por el moderno renacimiento de su cultura, siempre experimenté verdadera repulsión hacia el carácter arcaico, romántico, trasnochado, falsamente trovadoresco que tuvo en sus primeros pasos, aun bajo la pluma de ingenios eminentes. Usted ha conocido por instinto o reflexivamente que una literatura que de tal modo comienza, ha de ser forzosamente un caput mortuum, y que el único modo de salvar la escuela catalana es hacerla entrar en las realidades vivas».

A José Ixart, en 25 de julio de 1890: «Por lo mismo que el movimiento literario catalán es cosa muy seria, hay que impedir a todo trance que degenere en romanticismo trasañejo, en patriotería, o en cierta ordinariez realista de mala ley, que a algunos les parece legítima poesía rústica. Los pageses empiezan a encocorarme tanto como el Gay saber y los Trovadores».

Durante esta legislatura, en 1892, es cuando, por encargo de la Facultad de Filosofía y Letras, presenta un proyecto de reforma de la Enseñanza, que firman también Salmerón y Sánchez de Castro. Es lo único que estos dos últimos hicieron, pues redactado el escrito por D. Marcelino ni una línea modifica ninguno de ellos, según consta por la correspondencia.

Y con esto puede decirse que termina toda la actuación política de Menéndez Pelayo, pues si más tarde es nombrado senador por la Universidad de Oviedo y luego por la Academia Española, fueron para él puestos honoríficos en los que nada hace, ni apenas [p. 258] aparece por la Alta Cámara, más que para despachar su abundante correspondencia. Pero digamos algo de sus elecciones senatoriales para terminar con esta rnateria de la vida política de D. Marcelino [88] .

Si en Palma tuvo un Sallent y en Zaragoza un Castellano, que le hacen la elección como diputado, en Oviedo, al presentarse como senador por aquella Universidad, tendrá un condiscípulo, Leopoldo Alas, que sin aparecer siquiera una vez por allí, le sacará triunfante en estas luchas electorales, que no por ocurrir entre doctas personas, son menos ardorosas y apasionadas.

Es el mismo Clarín quien, en 1893, propone a Menéndez Pelayo la idea de presentar su candidatura como senador por la Universidad de Oviedo. Venía siéndolo D. Francisco Valdés y Mon. Barón de Covadonga, y en aquellas elecciones se anunciaban ya otros competidores y entre ellos el republicano Pedregal. En cuanto D. Marcelino consintió en que se diera su nombre, los otros candidatos comenzaron a ceder y hasta el mismo barón terminó a última hora, por retirarse también de la contienda. Fue «una tregua de Minerva», como decía Alas. «No puede usted figurarse —escribía a D. Marcelino en 18 de febrero— el calor con que se toma hoy la candidatura de usted. Personas que apenas se hablaban, hoy están unidas en esa idea». Y llegó el 19 de marzo, fecha fijada para la elección. Los claustros se llenaron de electores, que como un solo hombre votaban a Menéndez Pelayo, que fue proclamado unánimemente, obteniendo la elevada cifra de 39 votos. Al siguiente día D. Marcelino, que está en Madrid, le dice a su amigo y muñidor electorero, Alas: «Ha sido un buen día para mí, y seguramente lo sea todavía más para mi padre en cuanto sepa la noticia».

Los asturianos quieren homenajearle después del triunfo y le [p. 259] invitan a que vaya a Oviedo, donde tendrán una fiesta en su honor, y Alas le dice que vaya también su padre, Pereda y Galdós. Todo parecía que marchaba por buen camino, se hacían ya los preparativos para recibir y agasajar a Menéndez Pelayo a finales del mes de septiembre; pero éste escribió a última hora que no podía ir por haber caído gravemente enfermo su padre. Se aplazó el homenaje para las vacaciones de Navidad, pero tampoco pudo D. Marcelino ir a Oviedo en esa época.

«Es puesto cómodo y que lleva aparejada la reelección con poco trabajo que uno se tome», escribía D. Marcelino a Valera; más ese poco trabajo, ¿de dónde lo sacaba él, que vivía absorbido por sus estudios?

Su desinterés por la política y el no haber aparecido ni una vez por Oviedo, tenía disgustados a algunos de sus electores y al llegar nuevas elecciones en 1896 los elementos más avanzados del claustro estuvieron a punto de darle un timo académico, como decía el diario ovetense El Carbayón. Hasta la misma víspera de la elección, ni prensa ni claustrales habían hablado de más candidatura digna de tomarse en consideración, que la de Menéndez Pelayo. En la reunión del claustro del día 9 de abril, todos los electores, incluso los republicanos, sigilosamente conjurados, mostraron su aquiescencia. Parecía que iba a ser una segunda elección sin lucha. La mañana de la elección, día 26 de abril, sólo acudieron a votar 21 electores; el mismo Leopoldo Alas, que estaba convaleciente de una enfermedad, se quedó en la cama, y otros amigos de D. Marcelino, que vivían fuera de Oviedo o estaban ocupados, tampoco creyeron necesario presentarse. Y ocurrió, que en el mismo acto presentaron algunos claustrales la candidatura de D. Juan Uña; que uno tras otro fueron depositando sus votos varios electores sospechosos y que se traslucía que no jugaban limpiamente. De esto cayeron en la cuenta ya algo tarde, los partidarios de Menéndez Pelayo, que dieron la voz de alarma, y a última hora, poco antes de cerrar la elección, llegaron dos rezagados amigos de D. Marcelino que aún pudieron votar; otro grupo de ellos, que vino detrás, ya no pudo depositar sus votos. A petición de un grupo de republicanos, que exigió el cumplimiento de la ley —por costumbre inveterada nunca [p. 260] hasta entonces llevada a la práctica, pues las elecciones venían durando hasta las doce de la mañana— hubo que cerrar la urna y proceder al escrutinio.

Hecho el recuento, obtuvo Menéndez Pelayo 11 votos y D. Juan Uña 10. ¿Quién era este candidato de quien nadie había hablado? Don Juan Uña era un significado hombre de izquierdas, amigo de Giner de los Ríos y que pasaba entre los krausistas españoles por hombre de gran talento y excepcionales dotes. Los liberales ovetenses, aprovechando la enfermedad de Leopoldo Alas, tramaron sigilosa conjura, sin que nadie se enterara hasta dar el golpe decisivo. «Hoy es usted senador de milagro — dice Clarín a Menéndez Pelayo— y para otra elección, siguiendo igual conducta, no lo será usted... Dicen que no ha hecho usted nada por la Universidad, ni iba nunca al Senado; cuando se le pidió no sé qué para una colonia escolar, no se movió, etc. etc.»

Don Marcelino contesta a su amigo reconociendo su falta de actividad en los asuntos políticos y añadiendo que si durante el período electoral cometió alguna desatención con él y otros claustrales, era porque en aquellos días su hermano Enrique se puso enfermo y «su estado nos infundía grandes temores»; pero aun con todo eso no cree justificado el solapado proceder de algunos claustrales. «De usted —añade—, ¿cómo he de quejarme? Cuando la amistad es tan antigua y probada como la que entre nosotros existe, no puede entibiarse, lo más mínimo, por cosas de tan poca importancia, como lo es para mí, en el fondo, el ser o dejar de ser senador o diputado».

Mal se presentaban las cosas en la nueva elección que se había de celebrar en el año 1898. Estaba Sagasta en el Poder y tenía interés en sacar un candidato gubernamental por la Universidad de Oviedo; continuaba, por otra parte, el disgusto de los catedráticos y principalmente de los afectos a la Institución Libre de Enseñanza, por la gestión nula o casi nula de Menéndez Pelayo como senador; hasta el mismo D. Alejandro Pidal parece que le abandona y se inclina a presentar por el partido conservador otro candidato. Alas le aconseja que no se presente por Oviedo, sino por la Universidad de Sevilla, donde le será más fácil el triunfo.

[p. 261] Don Marcelino, que ya hemos visto el poquísimo interés que tenía en la senaduría, hubiera probablemente renunciado a presentarse; pero al enterarse de que otra vez vuelve a ser su competidor Juan Uña, el krausista que le había últimamente hecho una jugarreta, no quiere renunciar a la lucha y toma con gran interés este asunto. «Mantengo mi candidatura —dice a Clarín, tres días antes de la elección— porque no creo digno ni decoroso retirarme delante de Uña, que en esta ocasión sólo representa el cerrado espíritu de un grupo de fanáticos a quienes nunca pude aguantar». Estaba entonces pasando las vacaciones de Semana Santa y Pascua en Murcia, y desde allí, con gran diligencia, escribe a varios amigos e incluso al Sr. Vigil, obispo de Oviedo, solicitando su apoyo.

El panorama lo cambió por completo con su prestigio en cuanto mostró un poco de interés en la contienda, y de una elección completamente perdida logró un triunfo, no rotundo, pues desde tan lejos como él estaba y contando ya con tan poco tiempo, era imposible; pero sí decoroso, dadas las circunstancias y todos los elementos contra él conjurados. Las elecciones se celebraron en 10 de abril. Don Marcelino obtuvo 27 votos y Uña, 22.

Su amigo D. Martín González del Valle, Marqués de la Vega de Anzo, le escribía en 12 de abril: «Supongo que Leopoldo le habrá enterado de todo. La lucha fue terrible. Posada, Sela y Buylla, como representantes de la Institución Libre de Enseñanza, hicieron una guerra crudísima apoyados por el gobernador, que decía seguir las órdenes del Gobierno. Ningún partido puede vanagloriarse de haberle dado el triunfo. Le votamos a usted carlistas como Cornejo, republicanos como Clarín y Aramburu y liberales como yo. Todos, sin distinción de colores, le dimos el voto al hombre ilustre, al sabio incomparable, al escritor genial, gala, honra y ornato de la patria. Los otros, los que le combatieron, son unos pobres fanáticos, sectarios, agradecidos ala influencia que acaso recibieron de la Intitución Libre de Enseñanza».

Una cosa le dolió en el alma en aquella contienda: la defección de Altamira, a quien él había ayudado tanto y que parecía mostrársele siempre como un incondicional amigo. Estos desengaños [p. 262] en los afectos amistosos, él que era la firmeza y la constancia personificadas, le producían heridas que tardaban en curar. Con Rafael Altamira rompió entonces sus relaciones, que no se reanudaron hasta algunos años después.

En 1899 cayó Sagasta y vino Silvela al Poder. Ahora le sería más fácil el triunfo a Menéndez Pelayo en las elecciones que iba a presidir el partido conservador. En 24 de marzo, le escribía su amigo D. Fermín Canella: «Los periódicos anuncian hoy la continuación de su candidatura senatorial por esta Universidad. Con mi voto y mi pequeñísimo apoyo ya habrá usted contado de antemano. No sé si ha escrito al rector, con el que estoy identificado, y a otras personas; pero conviene que lo haga y pronto, aunque ignoro, por las razones de mi reclusión en casa, si otra vez habrá lucha o candidato enfrente de usted».

Precisamente porque no la hubo, porque Uña ya no se presentó, y por tanto le faltó este acicate, D. Marcelino, que ya hemos visto que no le interesaba una senaduría, que para cumplir bien con el cargo tendría que abandonar muchas veces sus estudios y dedicarse a resolver triquiñuelas administrativas, se abstuvo aquel año de presentar su candidatura como senador.

Desde el año 1901, que hay nuevas elecciones y en sucesivas legislaturas hasta su muerte, representó ya a la Academia Española, que no le exigía gestión alguna en el Senado, y siempre le eligió por unanimidad y sin tener contrincante. Canalejas quiso darle una senaduría vitalicia y sin duda lo hubiera hecho si la cómoda y fácil representación de la Academia no hubiera sido siempre tan espontánea y constante.

Donde sí intervino activamente fue en el Consejo de Instrucción Pública, cargo para el que había sido nombrado en 13 de junio de 1884, a raíz de la elección como diputado por Palma de Mallorca y del que tomó posesión el 18 del mismo mes. Su labor principal en este alto organismo, se centró en los informes de obras cuyos autores pedían que se declararan de utilidad y mérito para la enseñanza. Han desaparecido la mayoría de estos trabajos, ya que sólo en pequeña parte y casi toda ella moderna, se conservan los papeles de este Consejo.

[p. 263] Continúa siendo consejero toda la vida, pero solamente actuó como miembro de este cuerpo consultivo hasta fines del año 1891, en el que, por un desagradable incidente, presentó la dimisión, que, a pesar de insistir en ella repetidas veces, no le fue admitida.

Había entonces tres categorías generales en el escalafón de catedráticos de Universidad: de entrada, de ascenso y de término. A mediados del año 1891 quedaron vacantes cuatro categorías de ascenso, sobre las que la sección primera del Consejo emitió informe de propuesta que había de pasar al pleno para su aprobación. Uno de los aspirantes a la categoría de ascenso era Menéndez Pelayo. Según carta del senador y consejero D. Julián Calleja a D. Marcelino, el pleno se reunió el día 5 de noviembre a las tres de la tarde, y el Sr. Calleja, que estaba en la sección tercera, aunque acudió pronto, se encontró con que la propuesta de ascensos había sido ya aprobada: tan precipitada y tal vez preconcebidamente, se procedió en este asunto. El Sr. Calleja solamente pudo hacer constar en el acta que él iba decidido a combatir el dictamen y a elevar un voto particular en el caso de que fuera aprobado.

Lo que había ocurrido lo cuenta el mismo Menéndez Pelayo en su nota autobiográfica a Clarín de 2 de junio de 1892. «Hará cosa de un año tuve que presentar mi dimisión de consejero de Instrucción Pública, a consecuencia de haber sido indignamente postergado en una provisión de categorías de ascenso. Después de catorce años de enseñanza con oposición directa, y catorce o veinte librotes que usted y mucha gente conoce, todo mi pecado era el no tener libro de texto recomendado por el Consejo; como si en el mero hecho de ser yo consejero desde hace ocho años, no me encontrase moralmente incapacitado para someter mi obra al juicio de una Corporación de que formo parte. De resulta de esta indecencia, cometida con todo género de circunstancias agravantes y alevosas, he venido a la quieta y cómoda situación de consejero honorario, puesto que el Gobierno no me ha aceptado, ni me aceptará la dimisión y yo no parezco por el Consejo». Pocos días después de enviar esta nota a Clarín, en 10 de junio de 1892, se firmaba una Real Orden, en la que se concedía a D. Marcelino Menéndez Pelayo «la categoría honorífica de ascenso [p. 264] como catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras con la antigüedad de 16 de julio de 1884»; y en 25 de junio de este año de 1892, certifica el secretario de la Universidad Central que toma posesión. No se trataba ya del huevo, sino del fuero, es decir, de la incorrección cometida por sus compañeros de Consejo.

Menéndez Pelayo, que no gustaba de airear asuntos de esta clase en la prensa y menos siendo propios, había callado. Los ministros Isasa, conservador, y los que le siguen, pretenden inútilmente convencerle para que vuelva al Consejo. Creo que con motivo de algún caso análogo, por los meses de mayo y junio de 1893, en El Imparcial y en El Liberal se inició una campaña contra el Consejo de Instrucción Pública, en la que salió a relucir el agravio inferido a D. Marcelino con gran escándalo y asombro de los incontables españoles, que tenían ya a Menéndez Pelayo como el prototipo del sabio genial y del escritor más fecundo de que había memoria en nuestra patria y a quien se comparaba con el mismo Alfonso de Madrigal, El Tostado.

El Consejo de Instrucción Pública se comnovió ante el revuelo de prensa y el tole-tole popular, y su presidente entonces, D. Alejandro Groizard, queriendo enmendar el acuerdo y deshacer los males pasos que otros habían dado, escribe a D. Marcelino, invitándole a una reunión en la que se le van a dar toda clase de satisfacciones. Menéndez Pelayo contesta en una carta muy digna quitando importancia a un asunto que él tiene ya olvidado y no sabe por qué saca ahora a la luz la prensa diaria. (D. 20).

En el capítulo XVI de sus Memorias de uno a quien no sucedió nada, hace alusión Enrique Menéndez Pelayo a este acontecimiento y añade la siguiente graciosa anécdota:

«Despacháronse a su gusto los diarios comentando ingeniosamente el caso y prodigando los chistes a costa de aquel Cuerpo Consultivo. Por aquellos días hubo de entrar Marcelino, una mañana, a limpiarse las botas en cierto salón de la calle de Preciados. Tocóle al dueño servirle, y, una vez terminada a conciencia la operación, aquel parroquiano, que jamás supo lo que costaba ninguna de las cosas que pagaba todos los días, preguntó al buen hombre: [p. 265] —¿Cuánto es?

—Nada, D. Marcelino —contestó el limpia, arrodillado todavía a los pies de su cliente—. Cuando a usted le den lo suyo, hablaremos.

He aquí un modesto industrial que sabía, mejor que algunas doctas Corporaciones, dar lustre a quien lo merece».

Aquel Madrid que tanto le había gustado en los primeros años, se le va haciendo cada día más insoportable. No tiene apenas tiempo libre para entregarse plenamente a sus tareas. Cuando no las ocupaciones oficiales propias de sus cargos de profesor y académico, vienen otras, que no puede rechazar, a perturbar su estudiosa soledad. En 16 de junio de 1886, el Ateneo de Madrid que acababa de trasladarse a la calle del Prado, le nombra presidente de la Sección de Literatura y organiza una serie de conferencias históricas sobre La España del siglo XIX, en las que pronuncia él una sobre D. Manuel José Quintana. En 23 de enero de 1892, figura ya D. Marcelino como vicepresidente primero del Ateneo, y como tal es el segundo de los firmantes de una preciosa Carta-circular que se envió a todos los países Hispano-Americanos, invitándoles a la suscripción para levantar un monumento a Zorrilla. Aun cuando el estilo no nos lo dijera tan claramente, por la correspondencia con Moret, presidente entonces del Ateneo, y por otras cartas con hispanoamericanos, se comprueba que ese documento, verdadera pieza de antología, es de Menéndez Pelayo [89] .

Al fundarse aquella Escuela de Estudios Superiores del Ateneo, comenzó a dar en ella, desde el curso de 1896 al 97, sus notables conferencias sobre Los grandes polígrafos españoles. Menéndez Pelayo había acudido con entusiasmo a explicar sus lecciones en aquella cátedra del Ateneo. Sus conferencias constituían una verdadera historia de la Filosofía española, expuesta en torno a las figuras de los hombres más representativos de ella en cada época. El aula se llenaba de selecto público [p. 266] siempre; pero no ocurría lo mismo en las de otros profesores. Algunas de éstas se convirtieron en tribuna de propaganda de ideas repudiables. Don Marcelino, que inocentemente y de buena fe había intervenido en todo aquel tinglado, y era el que más lo prestigiaba con su talento, al darse cuenta del mar de revuelto fondo que existía, se negó a continuar las lecciones en el curso de 1900 a 1901. La Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid fue languideciendo y desapareció pronto [90] .

Aunque en 28 de junio de 1905, se le confirma, por reelección, en el cargo de vicepresidente primero y después, en Junta General extraordinaria de 7 de diciembre de 1906, se le nombra por aclamación Socio de mérito, Menéndez Pelayo va ya poco por el Ateneo.

Comenzaban a dominar aquellos grupos izquierdistas que fueron convirtiendo la docta Casa en un centro amparador de ideas revolucionarias y la maldiciente Cacharrería era el alma del Ateneo de Madrid.

Evidentemente la vida oficial le asfixiaba; todo eran comisiones y encargos que no le permitían una labor seguida en aquellas grandes obras que traía entre manos; la magna edición de las Obras dramáticas de Lope, que le había encomendado la Academia Española; la Antología de Poetas Líricos, que con tanta ilusión trabajaba: aquella su Historia de las Ideas Estéticas, pórtico y fundamento de toda la labor literaria que como catedrático de Historia de nuestra literatura proyectaba.

Un gran esfuerzo tuvo que hacer, en el año 1892, suspendiendo de momento otros estudios, para escribir los prólogos, tan discretos en lo político, como en el aspecto literario, de la Antología de Poetas Hispano-Americanos, con que honrosamente le abruma también la Academia Española. De aquella obra quedó satisfecho y la tuvo siempre entre las suyas por una de las [p. 267] mejores, o menos imperfectas, como decía con toda humildad y sencillez.

Pero al fin y al cabo, todos éstos, aunque perturbadores en la marcha ordenada de sus estudios, eran trabajos preliminares que aprovecharía después; lo peor y más engorroso y entorpecedor eran aquellos tribunales de cátedras de latín, de literatura, hasta de historia del derecho, a que, como vocal o presidente, tenía que asistir, perdiendo un tiempo precioso. ¡Cuántas veces renunció a esos nombramientos!; pero volvían otros nuevos y los compromisos que le obligaban a ceder, aunque malhumorado siempre.

Y por otra parte las chinchorrerías y pegigueras propias de cargos de gestión administrativa, como el Decanato de la Facultad de Letras, para el que fue nombrado en 1 de junio de 1895 y del que tomó posesión el 7 del mismo mes; o el de Delegado del Ministerio en la Junta Organizadora del Instituto Lingüístico, en el que no estuvo más que un año, pues designado por Orden de 30 de junio de 1887, y no conforme con las tendencias que se manifestaban de convertir aquel organismo en un establecimiento de enseñanza libre, presenta la renuncia en 7 de abril de 1888 (D. 21): renuncia que es aceptada en 8 de julio. Estaban en el Poder los liberales con Sagasta.

Ni aun la misma cátedra le era ya grata. Los alumnos no traían la preparación necesaria para seguir sus lecciones, y don Marcelino, después de explicar unos cuantos cursos con entusiasmo, se iba convirtiendo, como tantos otros, en repetidor de la asignatura para adaptarse a la mentalidad de sus discípulos, labor que él mismo califica de mecánica y poco fructuosa.

Su vida en Madrid en estos últimos años de profesorado no es ya la de aquel mozo a quien en todas partes se veía; que frecuentaba los salones aristocráticos y se hacía acompañar por Asmodeo, el gran cronista de sociedad. Vive retirado, cuanto le es posible, dedicando muchas vigilias al estudio; se levanta tarde, come a la una en el hotel, y hacia las dos de la tarde se le ve cruzar por la Puerta del Sol y echar calle adelante por la Carrera de San Jerónimo hasta donde se encuentra hoy el Teatro Reina Victoria. Allí estuvo algún tiempo, y después en la calle del Príncipe, el Círculo Conservador, donde D. Marcelino solía entrar para dar [p. 268] un vistazo a la prensa diaria. Volvía sus últimos pasos, tomaba por la calle de Preciados y entraba en la de San Bernardo, para estar puntual, a las tres y media, en su clase. A las seis se encerraba en su habitación y ya no salía más que para bajar al comedor a la hora de la cena.

Claro que todo esto más que una realidad cotidiana de vida era una aspiración, un desideratum de aquel estudioso sin par; pero cuántos días en la semana tenía que sentarse a la mesa de amigos que le invitaban y cuántos amigos también, españoles y extranjeros, que llegaban a Madrid, se hospedaban en el Hotel de las Cuatro Naciones por convivir unos días con Menéndez Pelayo. Allí fueron Antonio Rubió, Juan Luis Estelrich, don Cayetano Fernández, el canónigo Sr. Taronji, Ramón Perés, Gonzalo Cedrún, y allí estuvieron también Morel-Fatio y Carlos Graux y Mario Schiff y Pío Rajna y Rubén Darío y muchísimos hombres de letras que sería muy largo enumerar. Bien podía el Sr. Durio mimar a aquel huésped, que era un reclamo para su hotel.

Sobre todo aquel año de 1892, cuarto centenario del descubrimiento de América, fue fatal en distracciones de sus estudios. Por un lado los festejos a que tenía que acudir, por otro, todos aquellos simpáticos hispanoamericanos que se encontraban en Madrid y no dejaban de asediarle. Rubén Darío, que convivió por entonces, como ya hemos dicho, en el mismo hotel con D. Marcelino, se le metía con frecuencia en su habitación —y no sin agrado del Maestro, que empezó ya a ver su genio poético y lo anuncia veladamente en la primera edición de su Antología de poetas Hispano-Americanos— para hacer tertulia, que pronto se veía animada con la presencia de otros amigos. De una de estas tertulias nos ha dejado el gran poeta nicaragüense el siguiente recuerdo:

«Y mis aficiones clásicas encontraban un consuelo con la amistosa conversación de cierto joven maestro, que vivía, como yo, en el Hotel de las Cuatro Naciones; se llamaba, y se llama hoy en plena gloria, Marcelino Menéndez y Pelayo. Él fue quien oyendo una vez a un irritado censor atacar mis versos del Pórtico a Rueda, como peligrosa novedad.

[p. 269]

..... y esto pasó en el reinado de Hugo,
emperador de la barba florida,

dijo: «Éstos son, sencillamente, los viejos endecasílabos de gaita gallega:

Tanto bailé con el ama del cura,
tanto bailé, que me dio calentura.

Y yo aprobé. Porque siempre apruebo lo correcto, lo justo y lo bien intencionado [91] ».

Otro poeta, el uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, gran orador y batallador periodista católico, que desde 1884 tenía gran amistad con D. Marcelino, se encontraba también en Madrid, como representante diplomático de su patria en España. Era miembro correspondiente de la Academia de la Lengua Española y allí entraba con frecuencia y departía con los compañeros y principalmente con Menéndez Pelayo, a quien invitaba muchas veces a comer en su casa, que estaba precisamente en la misma calle de Valverde y frente al edificio de la Corporación. La simpatía natural de Zorrilla de San Martín la veía aumentada D. Marcelino, porque aquel escritor, además de ser de ideas religiosas tan afines a las suyas, descendía —condición para él tan preciada— nada menos que.... de la Montaña de Santander.

Se destacaba también entre los que por entonces llegaron a España, otro gran escritor, maestro de estilo y no menos simpático y charlador que los anteriores, Ricardo Palma, el fino narrador, de las Tradiciones Peruanas, Don Marcelino no había tenido ni siquiera relación epistolar con el «picante y donosísimo cronista de la vida colonial de Lima»; pero nació entonces entre ambos una gran amistad, que se tradujo en extensa y muy interesante correspondencia.

Al regresar Ricardo Palma a Perú, publicó un libro, Recuerdos de España, en el que hace, entre otras, una semblanza de Menéndez Pelayo, que comienza así: «De pie, en actitud [p. 270] reverente y sombrero en mano, debe hablarse del hombre que encarna en sí la doble realeza o magnificencia del saber y del talento». [92]

También se encontraba en Madrid en este año de 1892, otro gran amigo de tertulias, D. Juan Valera, que después de sus años de embajador en Lisboa, en Washington y en Bruselas, había regresado a la patria para confortarse y descansar. «Tenho saudades de Madrid», le dice ya a D. Marcelino a los pocos meses de estar en Lisboa; por eso había vuelto con gran contento a su casa de la Cuesta de Santo Domingo, después de una larga ausencia, a fines del año 1887, y reanudó aquellas sus tertulias de los sábados por la noche; tertulias a las que asistían con Menéndez Pelayo algunos de los escritores hispanoamericanos que antes hemos nombrado. Pero ya no era el Valera de antes, salía poco de casa y gustaba menos de ir a las ajenas, estaba algo delicado de salud y se le iniciaba la enfermedad que le fue acortando la vista hasta llevarle, años después, casi a una completa ceguera. Poco antes había escrito a su amigo Menéndez desde Bruselas: «La vejez y los disgustos, me han quitado también toda afición a los amoríos. En esto estoy hecho un santo.»

Mas a pesar de tantas distracciones con todos aquellos amigos, los cuatro tomos de La Antología de Poetas Hispano-Americanos salieron pronto a luz. Pronto y bien; y la obra obtuvo grandes aplausos en España y en los países de habla hispánica. Las vigilias y esfuerzos que a su autor debió costar, y los cafés que debió tomar entonces... ¿quién lo sabe?

Pero no era sólo esa gran tarea de componer todas aquellas largas obras la que consumía su tiempo y sus energías. Siempre generoso con sus amigos y con todo hombre de valer, echaba también sobre sus hombros labores ajenas. Al morir en 1886 Milá y Fontanals le había dejado heredero de todos sus papeles, y D. Marcelino se hizo cargo de la edición de sus Obras Completas, labor ruda, porque parte de ellas estaban inéditas, y las publicadas siempre las estuvo puliendo y aumentando el docto profesor [p. 271] barcelonés, con innúmeras notas de letra pequeñita y garrapatosa, con tachaduras y enmiendas constantes. Y aún no había terminado esta empresa y ya estaba ordenando y prologando Las Obras de Quadrado, cuyos papeles también hereda; y poco más tarde se lanza a dar a la estampa, con la valiosa ayuda de Rodríguez Marín, la edición y estudio de las Obras de Quevedo, comenzadas por D. Aureliano Fernández-Guerra y para las que había reunido éste tanto material.

Se ha apartado de la sociedad, pero no ha perdido su popularidad; su figura está rodeada de un nimbo de prestigio, de sabiduría y de bondad. Todos son a honrarle, llueven los nombramientos honoríficos y las condecoraciones españolas y extranjeras, desde «Comendador d'antiga nobilisima e esclarecida Ordem de Sao Thiago», hasta presidente de honor del Centro de Dependientes de Comercio de Madrid; todos le consultan como a un oráculo, lo mismo el noble, a quien acaba de otorgarse un título y ha «de formar su blasón, que a ningún montañés debe faltar», que el erudito que necesita orientación y bibliografía para sus estudios; el empleado de telégrafos que ha discutido con su jefe sobre si mediodía es una palabra, como él ha tasado, o dos, como cree el otro; el escritor a quien se quiere acusar de plagiario y el industrial a quien el fisco pretende hacerle tributar por las aceitunas aliñadas como legumbres, siendo, como él sostuvo hasta en un pleito, solamente fruto; el pobre demente que quiere nombrarle «Ministro de Ciencia» en la Sociedad de Naciones que está organizando, y los ociosos discutidores que desde la misma mesa de café le piden que decida si el gerundio de concernir ha de ser concierniendo, concirniendo o concerniendo.

Porque para el pueblo español de entonces el saber de Menéndez Pelayo era proverbial e inagotable; de todo tenía que estar enterado, hasta de toros [93] En La Epoca de 13 de noviembre de 1896, con los títulos de Crónicas Ligeras, se le atribuye humorísticamente un documento taurino en el que el periodista trata de remedar la erudición y estilo del autor de las Ideas Estéticas.

[p. 272] «Entre los libros que tratan de re taurina, merece citarse el opúsculo de Ben Jumea, contemporáneo de Ben Gabirol; la Historia, inédita, de Rafael I, escrita en castellano, pero con caracteres aljamiados, por El Ropero; los Comentarios a la suerte de pica, escritos en flamenco por Pepelland; La Verónica, estudio anónimo del siglo XVII, y la Colección de Documentos compulsados por mí en mi Historia de las ideas taurinas».

Notas

[p. 246]. [83] . La frase es de Menéndez Pelayo en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia.

[p. 247]. [84] . Puede leerse este discurso en Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.) Estudios y Discursos de Crítica Histórica y Literaria, vol. VII., página 3.

[p. 253]. [85] . Pueden leerse este discurso y el preámbulo de la ley de adquisición de la Biblioteca de Osuna, en uno de los tomos de Varia, de la Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

 

[p. 254]. [86] . He aquí el número de votos de los seis candidatos que se presentaron a la elección por la circunscripción de Zaragoza-Borja: D. Tomás Castellano, 29.039; D. Marcelino Menéndez Pelayo, 10.336; D. Joaquín Gil Bergés, 8.471; D. Juan Salvador Herrando, 6.880; D. Santiago Duong, 3.805; D. Serafín Asensio, 3.435.

[p. 255]. [87] . Tanto el manifiesto electoral como este discurso de Menéndez Pelayo en Zaragoza, pueden leerse íntegros en los tomos de Varia de las Obras Completas de Menéndez Pelayo (Ed. Nac.).

[p. 258]. [88] . Para el estudio concreto del tema de Menéndez Pelayo como político, conviene consultar la siguiente bibliografía: Ángel Herrera, Ideas de política en Menéndez y Pelayo, en Almanaque de los amigos de Menéndez Pelayo; Florentino Pérez Embid, Menéndez Pelayo en la política activa, en Ateneo, número especial, en 1 de febrero de 1955. Y más ampliado este artículo en el Estudio Preliminar de su obra Marcelino Menéndez Pelayo. Textos sobre España. Ediciones Rialp. Madrid, 1955, página 75 y sig.

[p. 265]. [89] . Esta circular lleva muchas firmas prestigiosas, y, aunque en segundo término la de Menéndez Pelayo, es cosa probada que está redactada por él. Se publica esa circular o manifiesto en los tomos de Varia de las Obras Completas (Ed. Nac.).

[p. 266]. [90] . Las reseñas que se publicaron en la prensa de las Conferencias sobre Los Grandes Polígrafos Españoles, las he recogido en la revista Menéndez-Pelayismo, número 1. Santander, Aldus, 1944, y en edición aparte con el título Los Grandes Polígrafos, en Editorial Atlas, Madrid 1945. También en Varia, T. III, pág. 137 de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

 

[p. 269]. [91] . Ruben Darío en el prólogo de El Canto Errante, Madrid, «Colección Austral», número 516, págs. 20-21.

[p. 270]. [92] . Una selección de la correspondencia entre Menéndez Pelayo, Palma, Zorrilla de San Martín y Rubén Darío, está publicada en mi libro Menéndez Pelayo y la Hispanidad, 2.ª edición aumentada y publicada por la Junta Central del Centenario del nacimiento de Menéndez Pelayo. Santander. Impr. Hermanos Bedia, 1955.

[p. 271]. [93] . Rodríguez Marín escribió un artículo sobre El Saber de Menéndez Pelayo, en el número Homenaje de Ateneo a Menéndez Pelayo. Madrid, 1907.