Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO IX : EL DOCTORADO EN MADRID

Datos del fragmento

Texto

Ya que yo me he quedado en germen, consuélome con esperar que usted será el árbol completamente desarrollado.
Carta de Laverde a Menéndez Pelayo, en 4-julio-75.

NUEVOS MAESTROS.—CÓMO CONOCIÓ MENÉNDEZ PELAYO A CÁNOVAS.—LOS ACHAQUES DE LAVERDE.—SU CORRESPONDENCIA CON MENÉNDEZ PELAYO.— CONTINUA EL AMOR ROMÁNTICO A BELISA.—LA TESIS DOCTORAL.—LA FORMACIÓN UNIVERSITARIA DE D. MARCELINO.

Terminada la licenciatura salió Marcelino inmediatamente para Madrid, donde se matricula en las asignaturas del curso del doctorado: Estética, Historia Crítica de la Literatura Española e Historia de la Filosofía, de las que respectivamente eran catedráticos D. Francisco Fernández y González, D. José Amador de los Ríos y D. Francisco de Paula Canalejas.

De Fernández y González el mismo Menéndez Pelayo nos dejó trazada, años después, una perfecta semblanza, de la que entresacamos los rasgos más característicos: «Estudiante de por vida, tipo perfecto del estudiante de Letras, tal como en otras partes existe, aunque entre nosotros, con raras excepciones, sea planta exótica todavía. La robustez hercúlea de su temperamento intelectual le ha permitido cargar sobre sus hombros todo el peso y balumba de conocimientos diversos [p. 112] que integran el programa de nuestra Facultad, y por saberlo todo muy a fondo, no se le debe calificar de especialista en nada. Pasman la variedad de sus estudios y lecturas, las raras investigaciones a que se entrega, el número de lenguas antiguas y modernas, aun de las más exóticas y difíciles, que ha llegado a dominar para sus trabajos de comparación y análisis o para utilizar las fuentes históricas. La Estética, que es su cátedra oficial y universitaria, es quizá lo que le ha preocupado menos... Igual o mejor que estética podría enseñar árabe o hebreo o sánscrito, historia de la antigüedad o historia de los tiempos medios...

En estos últimos tiempos, el Sr. Fernández ha ampliado extraordinariamente el círculo de sus trabajos, haciéndolos versar con preferencia sobre épocas muy remotas y lenguas bárbaras y primitivas. Esta nueva dirección contribuirá sin duda a aumentar el crédito y fama de su saber; pero si he de decir lo que pienso, no puedo menos de deplorar que nuestro decano haya abandonado, aunque sin duda temporalmente, los senderos de la erudición semítica, en que tantas y tan buenas cosas puede enseñarnos, para enredarse en áridas disquisiciones sobre las lenguas indígenas de América o sobre el parentesco del vascuence con el turco... Es lástima que en España la mayor parte de los esfuerzos eruditos se pierdan en empresas que de puro arduas, remontadas e inaccesibles al vulgo, vienen a resultar casi estériles». [36] .

Retrato perfecto, acabado hasta en esos rasgos discretamente caricaturescos, es el que traza aquí Menéndez Pelayo de su maestro; quien esto escribe, que todavía alcanzó a conocer al Sr. Fernández y González —estaba ya próximo a cumplir los ochenta años— como maestro de Estética en el doctorado, responde de la fidelidad de las pinceladas. Aquel profesor debía haber explicado, como le gustaba a Unamuno, cuando era maestro de griego en Salamanca, una cátedra de cosas.

[p. 113] En la correspondencia de Valera y Menéndez Pelayo se hacen varias alusiones a Fernández y González, llamándole unas veces D. Hermógenes y otras nuestro muy amado hijo político, frase muy de D. José Amador de los Ríos, de quien era yerno, palabra esta vulgar, que Ríos debía tener prohibida para su pulcra oratoria.

Fernández y González sabía de todo y fue todo lo que podía ser un hombre de letras: profesor de Retórica y Poética, de Historia Crítica y Filosófica de España, de Lengua Griega, de Psicología, Lógica y Ética, de Literatura General y Española, de Metafísica y ampliación de Psicología y Lógica; hasta que por fin hizo asiento en la Estética. Fue también abogado y miembro de las cuatro Academias: de la Española, de la Historia, de Ciencias Morales y de San Fernando, decano de la Facultad, rector, senador, y aquí sí que vienen pintiparados los etc., etc., etc., que muchos se ponen después de agotar todos sus títulos; porque tanto éstos como la erudición del Sr. Fernández y González eran inagotables. Tal fue el maestro de Estética de Menéndez Pelayo, en Madrid, que nos hemos entretenido largamente en pintar, porque en alguna otra ocasión ha de volver a aparecer en nuestro relato.

Todo un curso de Estética estudió en Madrid con Fernández y González, D. Marcelino; mas a pesar de ello y de lo cumplidores que eran maestro y discípulo, ni huella queda en éste de su paso por tal cátedra. La dirección, ya que no la formación completa en la que es en buena parte autodidacto en esta disciplina, la debía, y así se complace en repetirlo, a D. Manuel Milá y Fontanals.

Con D. José Amador de los Ríos tenía ya conocimiento y amistad Menéndez Pelayo desde el curso anterior. El Sr. Ríos [37] era hombre afable y cariñoso. «Mis mejores recuerdos —escribe Menéndez Pelayo a Clarín, hablándole de los profesores que [p. 114] tuvo en Madrid— son de Camús y de Amador, a quien pongo en segundo lugar entre mis maestros literarios. Era menos profundo y estaba menos adelantado que Milá, pero tenía más condiciones de vulgarizador, aunque menos espíritu crítico y menos severidad de método». La comparación de Amador y Milá se le escapa muchas veces, en estos sus años mozos, algo indiscretamente. En octubre del 76, en algún artículo de La Ciencia Española, llamaba D. Marcelino a Milá el primero de nuestros críticos, frase que le borra Laverde, por lo que pudiera decir Amador de los Ríos y añade, imitando con su mica salis, el estilo almibarado del Sr. de los Ríos y recordando a aquel joven impetuoso los favores que le debe: «De seguro, en sus cartas comendaticias a esos literatos [los portugueses] le llamaría a usted mi muy amado discípulo y aun le presentaría como muestra de los granados estudios que se ministran en la Universidad Central.»

Pero Marcelino, aunque a su buen gusto repugne la afectación de su profesor, nunca dejó de reconocer sus talentos y sobre todo su laboriosidad. En 1901 escribía sobre él estas palabras refiriéndose a su monumental Historia crítica de la Literatura Española: «Pero los mismos adversarios de Amador tendrán que acudir siempre a su obra en busca de armas para impugnarle, rindiendo justo tributo a su labor inmensa y honrada, al tesón férreo de su voluntad, a la natural perspicacia y solidez de su espíritu, ya que no otorguen igual alabanza al estilo por demás enfático y pomposo con que solía abrumar sus doctas enseñanzas.»

Don Francisco de Paula Canalejas y Casas explicaba este curso de 1874 a 75, por primera vez, Historia de la Filosofía, en el doctorado, asignatura que se le había asignado por permuta de la de Principios generales de Literatura e Historia de la Literatura. Sin embargo, sus aficiones a la filosofía venían de antiguo y a estos estudios había dedicado algunos trabajos. Republicano conspicuo y muy amigo de Castelar, participaba también algo de su sonora oratoria y se le escuchaba con agrado. Tenía además para Marcelino el encanto de creer en la Filosofía Española y no haberse contagiado del Krausismo.

[p. 115] Estos tres maestros daban normalmente sus clases, y Marcelino asistía puntualmente a ellas; pero aun así sacaba tiempo para continuar sus Apuntes sobre traductores españoles en cuantas bibliotecas públicas y particulares podía visitar, pues aparte de que el preparar las lecciones de Estética y las de Literatura poco tiempo distraía al aprovechado alumno de Milá y Fontanals, hubo en aquel año varias intermitencias en el curso, que ya comenzó tarde y se suspendió algunos días con motivo de la proclamación de la Monarquía y la entrada de Alfonso XII en Madrid.

A fines de octubre o primeros de noviembre de este año 1874 es cuando debió ocurrir aquella anécdota tan conocida del primer encuentro entre Cánovas del Castillo y Menéndez Pelayo. Cuando don Antonio andaba más metido en cabildeos o conspiraciones políticas, hacía como que se entregaba a escribir un libro —que a veces escribía de verdad— y entraba mucho en las bibliotecas públicas para que le vieran dedicando sus afanes a la investigación, como si lo otro, es decir, la política, le interesara menos. Lo cierto es que en uno de estos momentos de euforia y deporte bibliográfico, fue un día a la Biblioteca Nacional preguntando por un libro antiguo del que ni en los ficheros, ni en la buena memoria de algunos bibliotecarios había constancia. Y D. Antonio afirmaba que él lo había tenido en sus manos. A algún bibliotecario se le debió de ocurrir preguntar a aquel chico tan asiduo y estudioso, y éste, sin vacilar, recordó que era uno de los volúmenes que había en la sección de raros, en tal sitio aproximadamente. Yo no sé si la cosa pasó más allá y si Cánovas habló o no con el estudiante, porque todos los que han contado la anécdota, en los periódicos, dejando volar la imaginación, dicen que Menéndez Pelayo hasta le explicó a Cánovas puntualmente de lo que trataba aquel libro respecto al tema que a él le interesaba; pero sí estoy seguro de que a D. Antonio le contaron los bibliotecarios quién era aquel estudiante y la cantidad de libros serios y de gran doctrina que devoraba y al parecer con provecho, pues no cesaba de tomar notas. Y digo que estoy seguro de ello, porque el mismo D. Antonio Cánovas del Castillo le contó meses después a Don Alfonso XII el caso que a él le había [p. 116] ocurrido con un jovencito que se había acercado modesto y algo cohibido a recoger de manos del nuevo Rey de España el premio del doctorado en la Facultad de Letras en el paraninfo de la Universidad de Madrid.

La Infanta Paz, en las Memorias de mi vida, cuenta que su hermano, Don Alfonso XII, le había referido esta anécdota, añadiendo que se encontraba dispuesto a favorecer, cuanto estuviese en su mano, a un joven tan inteligente y trabajador. D. Alfonso, como casi todos los que de esto hablan, refiere el hecho como ocurrido en la Biblioteca del Escorial, donde Menéndez Pelayo no estuvo en su vida de estudiante, o si estuvo alguna vez sería de pasada y por consiguiente no podía conocerla a fondo. Yo creo que fue el mismo Rey, para quien, tratándose de bibliotecas, la del Escorial debía saltar la primera en su imaginación, quien introdujo este pequeño error que tantos han seguido.

Pocos días después de llegar a Madrid Marcelino, se presentó allí también D. Gumersindo Laverde a gestionar una licencia de diez meses para escribir un Ensayo bibliográfico sobre Poemas Hispano-Latinos. En realidad, lo que buscaba era un descanso en el clima apacible de la tierra de sus mayores para ver de recobrar las perdidas fuerzas y poner un sedante a sus alborotados nervios. Como tenía buenos amigos en Madrid, el asunto se solucionó rápidamente, y D. Gumersindo, en los primeros días de diciembre, cuando se anunciaba el duro invierno en Valladolid, salió para Nueva, en Asturias, donde pasa todo el curso, y no regresa hasta el final del verano de 1875.

El padre de Marcelino, al tener la noticia de la comisión dada a Laverde, pone este significativo comentario en carta de 19 de octubre de 1874: «Mucho me alegro que al pobre Laverde le hayan concedido la licencia; supongo que lo de la comisión que le han dada haya sido un pretexto, pues su estado no es para dedicarse a esa clase de trabajos».

Don Gumersindo se aleja, pero no pierde el contacto con el extraordinario estudiante que acaba de conocer; él es el que mejor ha visto el talento precoz y genial de aquel muchacho; él se esfuerza en darle a conocer a todos los amigos que tiene [p. 117] en Madrid, él le ayuda como puede en todas sus empresas y hasta le sugiere otras nuevas, porque en su mente cansada, en su cerebro rendido de tantas fatigas y penalidades, quedaba aún el recuerdo vivo de los mil proyectos que había imaginado durante su vida anterior; él termina por nombrar a Marcelino su heredero literario y le va entregando las noticias que tenía recogidas, sus apuntes para una Biblioteca de escritoras españolas, que aún se conservan en la Biblioteca de Santander; sus poesías, todo cuanto tiene. «Ya que yo me he quedado en germen —le escribe en 4 de julio del 1875— consuélome con esperar que usted será el árbol completamente desarrollado». La correspondencia con Laverde es la más extensa y la más numerosa de todas las que sostuvo Menéndez Pelayo; más que la de Rubió, más que la de Valera, más que la de sus mismos padres y familiares. Como a éstos, escribe a D. Gumersindo todas las semanas, pero cartas largas y llenas de noticias. En 2 de noviembre de 1874, preparando ya su viaje a Nueva, y al recoger papeles, remite Laverde a Marcelino sus poesías para que haga éste «las correcciones que su buen gusto le sugiera», y en 27 de diciembre, le envía carta para D. Pedro Alcántara, secretario de la Universidad de Madrid, con el fin de que le publiquen en la Revista de aquella Universidad los Estudios bibliográficos sobre Pedro de Valencia y Cardillo de Villalpando; en 30 de mayo de 1875, le escribe: «Son muy justas sus observaciones sobre el Sófocles de Montengón. Espete usted una carta latina al Prefecto de la Biblioteca Real de Nápoles».Y la escribió. Es la elegante carta latina de Menéndez Pelayo que Bonilla transcribe en su biografía. «Acuda a Cueto y Valera que deben tener allí relaciones. Quizás al cónsul español... Supongo que ya habrá apelado a Gayangos». Y siempre lo mismo: hoy, visite usted a Caminero; mañana, vea usted al P. Zeferino; al otro, hable usted con Campoamor; así todo el curso, interesándose para que fuera conocido por sus amigos aquel despierto mozo y ayudándole en sus trabajos bibliográficos. Un padre no hubiese hecho más por su hijo. «Como los campos sedientos la lluvia, queda aguardando sus cartas su apasionado amigo, G. Laverde», termina una de estas primeras epístolas.

[p. 118] Las familiares son las de siempre: El padre: «que se alegra que se trate con Alonso Martínez, que es hombre que vale», y también con Campoamor, «pues además de lo que vale es asturiano»; que le enseñe a Valmar las versiones que ha hecho de las obras de Safo; que «no deje de leer a D. José Amador sus artículos bibliográficos»; que se alegra de que Medina y Navarro se decidan a publicar las traducciones de los hermanos Canga Argüelles con el estudio preliminar de Marcelino...

La madre: «que supone que se habrá afeitado y cortado el pelo y que en lo sucesivo debe hacerlo una vez al mes; que no debe escribir en papel de costeras, ni cuartillas tan pequeñas, y que lo haga todos los sábados», etc., etc.

Aquellos padres estaban preocupadísimos, porque Marcelino no tenía en este curso a Luanco que cuidara de él. A punto estuvo don José Ramón de ir trasladado a Madrid en aquel año, como querían algunos amigos suyos de la Corte, pero las cosas no salieron tan bien como soñaban D. Marcelino Menéndez Pintado y su hijo. Y para mayor desdicha el tío Baldomero había muerto en el verano último.

De todos modos Marcelino se iba hacienda ya un hombre; el 3 de noviembre de 1874 cumplía dieciocho años, era todo un señor licenciado en Letras, se relacionaba con muchos personajes de Madrid, y, la verdad, casi era vergonzoso que tuviera tutor que guiara todos sus pasos. Para cualquier apuro en que necesitara alguna persona mayor que le representase, estaba allí D. Magín Bonet y Bonfill, el catedrático de Química de la Central, amigo de su padre, que le había presentado en casa de los hermanos Pidal; y el dinero que fuera necesitando se lo entregaría el Sr. Pereda, corresponsal en Madrid de don Manuel Cabrero, el casero y amigo de D. Marcelino Menéndez Pintado. Así se arreglaron las cosas en aquel último año de la carrera, y parece ser que Marcelino, al adquirir más independencia, se dio más cuenta de su responsabilidad y comenzó a ser menos insensato. Por esto le dice su padre: «Tu mamá me encarga que te diga una porción de cosas que yo omito por creer que en tu edad y con tu buen criterio no se necesitan ciertas advertencias».

[p. 119] Y así era, efectivamente; Marcelino fue solo a Santander en las vacaciones de Navidad y solo volvió a Madrid; sin compañía hizo otro viaje de ida y vuelta en las vacaciones de Semana Santa y... ya no se distraía como antes. Además, hasta cumplía bien los encargos de comprar ciertas piezas de instrumental quirúrgico para su tío Juan, y algún libro de álgebra para su padre, y visitaba a D. Manuel Cabrero en el «Hotel de las Cuatro Naciones» y cumplía como un caballero con la señora de éste y amigas que la acompañaron en su viaje a la Corte en los días del Carnaval de 1875... Solamente se le había olvidado matricular en hebreo a Oscáriz, hijo del profesor de Retórica del Instituto de Santander, con lo que le partió por el eje, pues era una asignatura llave.

¿Y por qué haría tantos viajes a Santander en aquel curso? Si se lo pudiéramos preguntar a I. M., tal vez ella nos diera la explicación; pero aunque su celestial Belisa ya no lo pueda contar, los versos de Marcelino nos dicen bastante. En un cuaderno manuscrito que debió contener algunos sonetos amorosos y al que faltan varias hojas, aparece en la primera este soneto-dedicatoria, que lleva por fecha el 10 de enero de 1875:

                A I. M.
       DEDICATORIA
                                 Donec vivam.

   Recibe de mis versos el presente
debido a tu belleza soberana,
en tus aras tal vez ofrenda vana,
tal vez recuerdo de mi amor ardiente.
   Yo vi, señora, tu beldad riente
en la sonante playa laletana,
donde eleva Favencia la romana
hacia las nubes su murada frente.
   Te vi, te amé, mi corazón fue preso
[p. 120] entre los rayos de tus claros ojos,
entre las redes de tu crencha hermosa.
   ¡Feliz quien pueda, de tus labios rojos,
ebrio de amor, arrebatar un beso,
y venga sobre mí la muerte odiosa!

Seguía enamorado de su paisana, de aquella hermosa chiquilla, no vecina todavía, pero sí de su mismo barrio, que estaba a punto de romper el capullo y convertirse en mujer. ¿Le habló de sus amores, le envió toda aquella serie de sonetos de corte clásico encabezados con lemas latinos de amorosas alusiones? Todo está en el misterio y no ha quedado prueba epistolar que nos dé testimonio de estas relaciones. La discretísima Isabel Martínez, casada luego en Santander, jamás se ufanó, ni aun en la intimidad familiar, de los amores románticos que por ella sintió Menéndez Pelayo; ni mucho menos sabemos si en algún momento su corazón ardió en el mismo fuego que consumía el de su enamorado paisano.

Quizá padecía entonces Marcelino el mal del siglo, aquel dolor buscado por los poetas románticos, aquel agridulce gozo de sentirse desairados por alguna ingrata para poder exhalar sus quejas en dulces versos; o tal vez su Belisa no fue para él más que una Beatriz o una Laura a quien dirigir sus cantos. Lo cierto es que en las alas del lazo de su firma, alternando con el donec vivam, que ya había empleado en Barcelona, se lee ahora alguna vez esta otra sentencia: sustine et abstine y hasta en griego: ἀν e Χου και ἀπεΧου . Era una meta de moderación, de equilibrio a la que aspiraba para templar su carácter tan impetuoso y exaltado entonces.

Las circunstancias políticas que habían hecho retrasar la reanudación del curso, le favorecieron para demorar su estancia navideña en Santander. El golpe dado por Martínez Campos en Sagunto el 29 de diciembre al régimen político de la nación, sin conmociones ni derramamiento de sangre, caso insólito en España y más en aquel agitado siglo XIX, tranquilizó a muchos españoles e hizo concebir esperanzas de una paz duradera. El día 14 de enero de 1875 entraba en Madrid el nuevo Rey [p. 121] Don Alfonso XII; pocos días más tarde volvían los escolares a continuar tranquilamente sus tareas. El 18 de enero regresó Marcelino a Madrid.

En esta segunda mitad del curso es cuando asiste a la cátedra que explicaba García Blanco, que «era por lo tocante al hebreo, la antigua escuela española hecha hombre, con plena conciencia de sí misma y de su desarrollo histórico, con desdén visible y poco justificado a cuanto fuera de ella hubiera nacido... García Blanco era español de pies a cabeza y ni sus métodos, ni sus opiniones, ni sus hábitos se comprenden más que en España» [38] .

La asignatura que oficialmente profesaba García Blanco era la de Lenguas semíticas comparadas pero a pesar de tal título, sus explicaciones se limitaban al hebreo, que constituía su constante obsesión.

Menéndez Pelayo no estudió el árabe, pero sí debió aficionarse por entonces a los estudios arábigos, pues tanto D. José Amador de los Ríos, como aquel mare magnum o cajón de sastre de Fernández y González, citaban con frecuencia a filósofos, poetas y escritores judíos e islámicos; y aquel estudiante se percató de la importancia que para la historia de nuestra literatura y nuestra filosofía podían tener tales estudios.

A últimos de curso, con el fin de continuar en Madrid una vez terminada su carrera y proseguir sus investigaciones sobre traductores, anda gestionando que le den interinamente alguna plaza de bibliotecario en la Nacional o en otra Biblioteca; así se desprende de la correspondencia con sus padres y con D. Gumersindo Laverde.

Abelardo de Carlos comienza a publicar, por esta época, los tres artículos de Menéndez Pelayo seleccionados en el concurso de La Ilustración. En los números de 8 y 15 de marzo, aparece el primero de ellos: Páginas de un libro inédito: El Maestro Fernán Pérez de Oliva. Marcelino escribe al director del periódico pidiéndole que aplace el dar a las cajas su artículo sobre [p. 122] Horacio, asunto para el que tiene ya reunidos nuevos y preciosos datos. En realidad lo que pasaba era que proyectaba un estudio monográfico más extenso sobre los traductores españoles de Horacio, estudio que pronto se ha de convertir en el precioso libro Horacio en España. En la carilla blanca de una de las cartas de sus padres a principios de este curso, tiene el estudiante redactada esta nota que parece el comienzo del prólogo del ideado libro: «Doctrina es corriente entre los eruditos que nuestra nación es escasa de buenos traductores de poetas clásicos de la antigüedad. Algo de verdad hay en este juicio, más en parte no escasa paréceme exageración evidente. No puede llamarse pobre en traducciones una literatura que posee más de 80 intérpretes totales o parciales de Horacio, alguno de ellos digno de ser puesto en parangón con los más celebrados de otros países»... Y aquí pone esta interesante llamada: «El que esto escribe formó en 1872, [o sea, cuando estudiaba aún en Barcelona], una monografía con el título de: Apuntamientos crítico-bibliográficos sobre traductores castellanos de Horacio con noticias y observaciones sobre los principales comentadores y escoliastas españoles. En este trabajo resalta el número de traductores que dejamos indicado en el texto. Desde entonces he adquirido nuevos datos que aumentan y rectifican dicho catálogo».

De dónde lo sacaba, no es fácil explicarlo; pero aquel escolar tenía tiempo para todo: para traducir en verso los poetas griegos y latinos, para escribir sonetos amorosos a su Epicaris, para acopiar datos y más datos sobre traductores españoles [39] , [p. 123] para contestar largamente a Laverde sobre los proyectos que éste incesantemente le traza, para asistir puntualmente a las clases y entretener con recitaciones poéticas, o ayudar en los estudios a sus camaradas. Confirmando esto último, escribe Leopoldo Alas en Solos de Clarín: «Para entretener las horas de descanso en la Universidad, el entusiasta alumno solía recitarnos versos de Fray Luis de León (que prefiere a todos los poetas de aquel tiempo) y otras veces de Manzoni, o de algún poeta inglés, o portugués, o catalán... lo que se pedía. ¡Qué memoria!, y no quiero decir sólo cuánta memoria, sino ¡qué buena, qué selecta!... Jamás en mi carrera, ni en mi vida, encontré estudiante de tan peregrinas dotes. Más joven que todos sus condiscípulos, a todos nos enseñaba; al que necesitaba recordar los difíciles nombres de los poetas árabes para decírselos a Amador de los Ríos, Pelayo le servía de texto, mientras a otros nos encantaba recitando versos provenzales, italianos y hasta griegos».

También su entrañable amigo Juan Luis Estelrich, que estudiaba entonces en Madrid, le recuerda estos días de escolar al cumplirse los veinte años del profesorado de Menéndez Pelayo: «Parece que era ayer cuando recitabas tiradas de versos latinos en el Paraninfo de la Universidad Central. Que al cabo de otros, y otros tantos pueda felicitarte».

Como era natural en tan aventajado estudiante obtuvo al presentarse a examen sobresaliente en las tres asignaturas del doctorado, y a los pocos días, en los primeros de junio, hace los ejercicios para el premio ordinario en las mismas tres asignaturas, que se le conceden también (D. 7). Ni D. José Amador de los Ríos, ni D. Francisco Fernández y González, ni D. Francisco de Paula Canalejas eran sectarios a quienes cegase la pasión del modo que había cegado a D. Nicolás Salmerón en el curso anterior.

Terminados tan brillantemente los exámenes y la oposición a los premios de las asignaturas, presentose seguidamente al ejercicio del doctorado leyendo su tesis sobre La Novela entre los Latinos. Fueron jueces de este trabajo D. José Amador de los Ríos, D. Alfredo Adolfo Camús y D. Francisco [p. 124] Fernández y González, otorgándole la calificación de sobresaliente. Es un extenso trabajo de más de 60 páginas en la Edición Nacional de las Obras de Menéndez Pelayo, donde lo hemos insertado. En él no se sabe qué admirar más, si la erudición que en sus dieciocho años muestra ya el joven doctor, si la fluidez, elegancia y sencillez del estilo, si el tacto con que se juzgan libros de suyo tan escabrosos como El Satyricón, de Petronio y Las Metamorfosis o El Asno de Oro, de Apuleyo.

Al imprimir esta tesis doctoral la dedica «A D. José Ramón de Luanco, catedrático de la Universidad de Barcelona». Él había sido el tutor cariñoso, que supo emplear el corrige ridendo para contener su carácter impetuoso, el guía que paso a paso le introduce por la intrincada selva de la bibliofilia, el maestro de buen sentido que, con su ejemplo y sanos consejos, le ha ido abriendo los ojos en la difícil ciencia del vivir; grande era la deuda y muy merecida la paga. Y Marcelino, ya lo hemos visto en otros casos, no era mal pagador.

También Luanco quiso dejar consignado al frente de un libro su cariño paternal hacia aquel sabio estudiante tan gustosamente sometido siempre a su tutela. El libro La Alquimia en España, publicado en Barcelona, 1889, por D. José Ramón de Luanco y Riego, lleva la siguiente dedicatoria impresa:

«Al Ilmo. Sr. D. Marcelino Menéndez Pelayo, individuo de número de...

Querido Marcelino: Me dedicaste las primicias de tu ingenio, que es la admiración de cuantos te conocen, y yo te correspondo con las postrimerías del mío, que nunca fue privilegiado.

Bien sabes que en este libro doy a luz mis pasatiempos y no un estudio formal y completo de la Alquimia en España; pero tú has querido que se publicasen reunidos los escritos que fueron apareciendo, sin enlace y hasta sin orden, en la revista titulada Crónica Científica y no puedo negarme a tu deseo.

Queden, pues, estos entretenimientos de mi vida como un testimonio del cariño de tu apasionado.— José Ramón.»

[p. 125] Terminados ya sus estudios superiores bueno es que hagamos recapitulación de lo que aquel estudiante aprendió en la Universidad y de la formación que en ella recibió.

Al llegar a Barcelona a los catorce años llevaba del Instituto de Santander, además de extensos conocimientos sobre todas las asignaturas del bachillerato, una base de formación clásica que ha de imprimir carácter a todos sus estudios posteriores. No podemos decir que fuera ya un humanista; pero sí un saboreador de los autores clásicos latinos que estaban depurando su gusto, que habían puesto claridad y orden en su mente y le daban cierta facilidad y elegancia para manejar la pluma.

Con tal preparación pre-universitaria nada de particular tiene que la Escuela barcelonesa dejara, con algunas de sus enseñanzas y maestros, honda y duradera huella en su espíritu. Milá le aficiona a los estudios de estética con aquellas lecciones preliminares que daba como preparación o propedéutica, antes de entrar de lleno en la Historia de la Literatura. El fondo de la estética de Menéndez Pelayo es el mismo que el de Milá, expuesto con mucha más brillantez en el discípulo, con más rico caudal de ideas, con más extensos conocimientos, pero sustancialmente con las mismas líneas generales.

No se hace un medievalista como su maestro, pero sí aprende, él, entusiasta del renacimiento, a no mirar con desdén ni llamar bárbaras, como era la moda, las manifestaciones literarias o artísticas del pensamiento en los siglos medios; ya entonces, y por Milá también, que es uno de los españoles más conocidos fuera de su patria, empieza a enterarse de los métodos, teorías y sistemas sobre la investigación histórica y filosófica, que tienen más valor y prestigio en la Europa culta.

Más que del mismo Lloréns, a cuya clase muy poco tiempo pudo asistir, de sus discípulos predilectos y del mismo ambiente de que estaba imbuida entonces la Universidad de Barcelona, aprendió Menéndez Pelayo no una doctrina y dirección filosófica, siquiera se llame esta filosofía del sentido común, sino un método de investigación que tiene por base el testimonio de la propia conciencia; el no dar por definitivamente [p. 126] incorporado a nuestro acervo científico, aunque goze de gran autoridad, sino aquello que hemos vuelto a pensar. De aquí había de derivarse después su no adhesión exclusivista a ésta o la otra escuela; y de ese sello, que ha de imprimir carácter en su vida, han de surgir lo que se ha llamado su sincretismo filosófico, su vivismo, que también es para él método más que doctrina, y aquella libre ciudadanía en la república literaria, que siempre está reclamando para sí en todo lo que Dios ha entregado a las disputas de los hombres.

En Madrid aprendió además Menéndez Pelayo cosas de importancia formativa. Don José Amador de los Ríos era otro medievalista literario, aunque no al modo de Milá, pues su labor principal es de acarreo de datos, labor divulgadora más que dilucidadora de cuestiones.

Pero el principal maestro que tuvo en Madrid es Alfredo Adolfo Camús. Menéndez Pelayo conoce ya maravillosamente el latín y aprendió a dominar el mecanismo gramatical del griego con Bardón, que sabía enseñarlo; pero sólo Camús es el que le hizo aspirar «el aroma de la flor de la antigüedad, oculta en huerto cerrado y secretísimo... el perfume del azahar escondido»; a «poner las manos en las doradas toronjas del jardín de las Hespérides». Con Camús adquirió los fundamentos de aquel su humanismo que tan humano —permítaseme el pleonasmo— había de hacerle; y aquella risa franca, tan característica no sólo de aquel maestro, sino del mismo Menéndez Pelayo, de donde brotaba la sabia reflexión.

Notas

[p. 112]. [36] . Véase en Estudios de Crítica Histórica y Literaria, vol. I, pág. 193. Ed. Nac. de las Obras Completas de Menéndez Pelayo, el artículo que se titula: De las Influencias Semíticas en la Literatura Española.

 

[p. 113]. [37] . Es muy frecuente, aun entre nuestros críticos literarios, llamar a este ilustre historiador de nuestra literatura española el Sr. Amador de los Ríos; tan general llegó a ser esto en su tiempo, que hasta sus hijos eran conocidos, como Rodrigo, por ejemplo, por Amador de los Ríos, y el mismo D. José, tal vez por la costumbre de oírse llamar, llegó a firmar con el nombre Amador como apellido.

[p. 121]. [38] . Menéndez Pelayo, Ensayos de Crítica Filosófica, pág. 17 de la Edición Nacional.

[p. 122]. [39] . A su amigo, Antonio Rubió, le escribe en 11 de febrero de 1874: «Yo prosigo trabajando en mis papelotes sobre traductores castellanos, obrilla que tengo muy adelantada y para la cual he recogido muchos datos... Para esta obra, que no requiere ingenio ni disposición de ninguna clase, sino sólo paciencia y voluntad de trabajar, que a Dios gracias no me faltan, he tenido en Madrid muy buenas ocasiones de ver libros raros, que de otra suerte nunca hubieran llegado a mi noticia. Cuando esta obra esté concluída demostrará lo mucho que en España se han cultivado los nobilísimos estudios clásicos.»

En enero de 1875 tenía ya completamente redactados cuarenta artículos de su «Biblioteca de traductores», según dice a Laverde, y había revisado varias bibliotecas no sólo públicas, sino privadas, como la de los hermanos Pidal y la de Rico, de libros antiguos, que le gustó mucho, por lo que dice en carta a sus padres.