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Obras completas de Menéndez... > BIOGRAFÍA CRÍTICA Y... > CAPÍTULO VIII : MENÉNDEZ PELAYO EN VALLADOLID

Datos del fragmento

Texto

Vuelve a mis manos olvidada lira.
Ministra a un tiempo de guerrero canto.
Menéndez Pelayo en su poesía a Luis Eguílaz.

EL EXAMEN DE METAFÍSICA.—UN VERANEO TRISTE EN SANTANDER.—NUEVOS VERSOS A BELISA.—EXAMEN DE LA LICENCIATURA Y OPOSICIÓN AL PREMIO EXTRAORDINARIO.—LA AMISTAD DE LAVERDE.

Estaban a punto de terminar los exámenes en la Universidad de Valladolid; pero aún llegó a tiempo Marcelino para presentarse al de Metafísica.

Se hospedó en la casa que le había indicado su padre, en la calle de Santiago, pero se trasladó en seguida a la de Cantarranas, 52, principal, donde estaban unos estudiantes santanderinos.

Fueron sólo tres días los que estuvo en Valladolid en esta ocasión. Se presentó a examen, obtuvo aprobado en Metafísica y salió inmediatamente para Santander. Aquí se encontraba ya el 2 de julio, fiesta de la Visitación de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel y santo de Belisa, a quien dedica la versión de la Elegía primera de Albo Tibulo con estas iniciales, que no son ningún enigma: A I. M. —e. s. d., es decir, A Isabel Martínez, en su día.

[p. 102] En el expediente académico de Menéndez Pelayo, publicado por la Universidad de Valladolid [35] , consta sólo incidentalmente que aprobó allí la Metafísica, sin decir cuándo, ni con qué tribunal. Esta misma oscuridad y hasta alguna confusión existe entre los biógrafos, que generalmente dan a entender que el examen de Metafísica, el de la licenciatura y el del premio de fin de carrera, se hicieron en una solo convocatoria, la de septiembre.

Según datos, que cuando esto escribo acaban de aparecer en el Archivo de Secretaría de la Universidad de Valladolid, D. Marcelino se examinó de Metafísica el día 30 de junio de 1874. El tribunal estaba compuesto por el doctor D. Rafael Cano, como presidente, y por los vocales D. Francisco Herrero Bayona y el Sr. Salamanqués, ambos licenciados, según el acta. La Universidad de Valladolid debía tener entonces un cuadro deficiente de profesorado, puesto que sólo un doctor forma parte del tribunal, el Sr. Cano, catedrático no de Metafísica, que debía estar sin titular, sino de Literatura Española.

Indudable es de todos modos que en aquellos tres o cuatro días que pasó Menéndez Pelayo en Valladolid se examinó de Metafísica.

No he podido averiguar si ya entonces conoció a D. Gumersindo Laverde, catedrático de Literatura Latina de aquella Universidad. La correspondencia entre ambos no comienza hasta octubre de 1874, cuando Menéndez Pelayo se encuentra en Madrid estudiando el doctorado, lo cual induce a creer que aunque se conociesen en el mes de junio, la amistad no nació hasta que en septiembre volvió Marcelino a Valladolid a examinarse de la licenciatura e hizo oposición al premio de fin de carrera.

Fue un verano triste para Santander aquel de 1874; aunque la guerra carlista, que había estado tan cerca, se concentraba ahora en Navarra, aún estaba la ciudad llena de hospitales, que se habían improvisado en todas partes y en los que la caridad de las damas montañesas se desvivía por atender [p. 103] personalmente como enfermeras, a los soldados convalecientes y proporcionarles consuelo y ayuda. ¡Cuántas fueron amanuenses de aquellos infelices para calmar impaciencias de escribir a las madres o a las novias, ansiosas por tener noticias de ellos!

Tal vez Marcelino conoció, como Enrique, que nos lo cuenta en sus deliciosas Memorias, a aquel valiente mozo tan gravemente herido en una pierna que estuvieron a punto de cortársela. Sanó por fin sin mutilación alguna y se pudo ir a su pueblo, desde donde escribía a la gentil dama que cariñosamente le atendió como enfermera en su dolencia: «Mire usté, señora, tanto es lo agradecío que usté me tiene, que si no fuera porque cuando me fui al servicio quedé aquí apalabrado con una moza de junto a mi casa, lo que es Julián Gutiérrez no se casaba con otra persona que con la que yo me sé».

Aquella Belisa que tan nerviosillo traía a Marcelino, era muy jovencilla aún para ser enfermera; pero hasta los niños en aquella ocasión prestaban servicios de caridad. Por las noches, como se hacía en muchas casas, estaría deshilando blancos lienzos para obtener montoncitos de suave mullido, que empapasen las sanguinolentas heridas de los soldados. Y mientras iba punta por punta tirando de los hilillos quizás estaba recitando los últimos versos de aquella poesía que por entonces le había dedicado Marcelino:

Yo, mi dulce Epicaris, extasiado
Ante la gracia que en tu faz veía,
En ti adoré la plácida
armonía,
El
ritmo universal de lo creado.
...................................

Porque Marcelino continuaba románticamente enamorado de aquella niña montañesa, que, como una aparición que había llegado a consolarle en su ausencia de la tierruca, se presentó en la playas de Favencia la romana, cuando estaba allí de escolar. Y aquel verano debió de desahogar en muchos sonetos su encendido amor. Claro que tampoco olvidaba sus clásicos griegos y latinos y comenzó la traducción de las [p. 104] tragedias de Séneca, autor al que por entonces mostraba gran predilección, tal vez un poco contagiado de aquel su amigo y condiscípulo Jaime Gres, de Barcelona, que se propuso estudiar las relaciones de Séneca con San Pablo. Tradujo también poesías de autores latinos en verso castellano rimado, pues aún no había llegado a perfeccionarse en el verso libre, que después usó con tanta soltura y acierto.

El 24 de julio de este año de 1874, fallecía el dramaturgo Luis Eguílaz, cuya comedia La Cruz del matrimonio, siempre en los repertorios de aquella época, probablemente habría vista Marcelino representar en Madrid. Nuestro joven se siente inspirado y compone una poesía A la memoria del malogrado poeta dramático don Luis Eguílaz, que se publica en los primeros días de agosto en varios periódicos de Santander y en Torrelavega. La composición comienza con estos significativos versos:

Vuelve a mis manos, olvidada lira,
Ministra un tiempo de guerrero canto.
.......................................................

La alusión es bien transparente a su célebre y ya olvidado poema heroico de D. Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja.

Pero como aquel jovencillo tenía tiempo para todo, no sólo amaba y hacía versos a I. M. y vertía al castellano algunos poetas latinos y griegos, sino que dejó terminadas varias biografías para la Biblioteca de Traductores, y estudió y leyó muchísimo preparándose para recibir en Valladolid el grado de Licenciado en Letras en el mes de setiembre.

El 21 de este mes estaban ya en la ciudad del Pisuerga padre e hijo, pues en esta fecha firma Marcelino la solicitud pidiendo ser admitido a los ejercicios del grado. Se le señala el día 27, a las siete de la mañana, para tomar puntos, y a las diez para leer el ejercicio.

«Constituido el tribunal —dice el acta— se procedió al sorteo de puntos, extrayéndose tres bolas de una urna que contiene las ciento correspondientes a otros tantos temas de que se compone el cuestionario formado por la Facultad, y salieron [p. 105] las de los números 1, 2 y 77, de lo cual enterado el graduado eligió la del número 1, que contiene el siguiente tema: Examen y juicio crítico de los Concilios de Toledo.»

Este escrito juvenil y autógrafo de Menéndez Pelayo se conservaba, no sé por qué rara circunstancia, aún inédito en su Biblioteca, y consta de trece páginas en folio. En él, después de hacer un detallado relato de los Concilios en su aspecto histórico, con precisión de fechas y cánones, juzga muy certeramente aquellas asambleas que, conservando su carácter eclesiástico, adquieren desde el tercer Concilio un tinte político muy marcado. Habla de la influencia que ejercieron «por la preponderancia que siempre han tenido el saber y el talento, fortificados aquí por el principio religioso», y explica por qué los monarcas buscaban la protección de la Iglesia; afirma que los Concilios «suavizaron las costumbres de los germanos, pusieron límite a la autoridad real, dieron poderoso impulso a la civilización y a la cultura».

Es éste uno de los mejores escritos escolares de Menéndez Pelayo, en el que revela no sólo su grandísima erudición, sino el criterio seguro que se está formando en el futuro autor de la Historia de los Heterodoxos Españoles.

El tribunal compuesto por D. Gumersindo Laverde, como presidente, y los doctores D. Gregorio Martínez Gómez y D. José Muro, le otorgan la calificación de sobresaliente.

Podía aspirar, por tanto, al premio extraordinario de la Licenciatura que había establecido aquel año el Ayuntamiento de Valladolid y consistía en pagar todos los gastos del título. Así lo hizo inmediatamente, pues con fecha de 28 de setiembre firma la solicitud para optar al dicho premio y en este mismo día, a la una de la tarde, se le dan puntos, y a las siete hace la lectura, ante el mismo tribunal que le juzgó el día anterior, del tema que se le había señalado para desarrollar y que lleva el siguiente título: Conceptismo, Gongorismo y Culteranismo. Sus precedentes. Sus causas y efectos en la Literatura española.

Reunido seguidamente el tribunal «en sesión secreta y verificada la votación, resultó agraciado, por unanimidad —según [p. 106] dice el acta— el opositor D. Marcelino Menéndez Pelayo, con el premio extraordinario del grado de Licenciado en la Facultad de Filosofía y Letras».

El trabajo leído «fue tan excelente —dice García Romero—, que uno de los jueces hubo de preguntar al compañero que había propuesto el tema, si estaba de acuerdo con el opositor...». «No juzgo indiscreto hacer público este hecho —añade—, que muestra con irresistible elocuencia lo acabado y perfecto del discurso en cuestión». Y aunque algo haya que rebajar de este elogio apasionado del primer biógrafo de Menéndez Pelayo, pues el estudio no es completo y apenas sí se toca lo referente a los efectos del Gongorismo en la Literatura española, y ni casi habla del Conceptismo, lo cierto es que la erudición, la copia de datos, la memoria felicísima y la soltura de pluma que aquel alumno de tan pocos años reveló en esta ocasión, son realmente algo asombroso y más teniendo en cuenta que es un trabajo hecho sin libros, en unas horas de encierro, fatigado ya el examinando por los ejercicios del día anterior y con el nerviosismo propio de todo estudiante en circunstancias tales, nerviosismo que en Marcelino, que nunca presumió de sabelotodo, era no pequeño. No tuvo competidor en este certamen, como puede deducirse de los mismos documentos oficiales.

Estamos ahora en un momento de gran interés para el estudio de la vida y la obra de Menéndez Pelayo. Todos los biógrafos han concedido extraordinaria importancia al encuentro con Laverde, a la amistad íntima que entre ambos nace y a la colaboración que entre los dos se establece para varias empresas literarias.

«El nombre de D. Gumersindo Laverde —escribe Bonilla— nos pone en presencia de uno de los varones que mayor influencia ejercieron en los primeros trabajos de Menéndez Pelayo, y a quienes éste más entrañablemente amó. Su correspondencia, desde octubre de 1874 hasta fines de 1890, no sufrió interrupción, y en ella ponía el Maestro todas las efusiones de su alma, dándole además cuenta de todos sus proyectos y trabajos.

[p. 107] Todavía en 1911, recordaba Menéndez y Pelayo en un discurso suyo, a aquel «varón de dulce memoria y modesta fama, recto en el pensar, elegante en el decir, alma suave y cándida llena de virtud y patriotismo, purificada en el yunque del dolor hasta llegar a la perfección ascética». Llamábase este profesor D. Gumersindo Laverde; escribió poco, pero muy selecto, y su nombre va unido a todos los conatos de historia de la ciencia española, y muy especialmente a los míos, que acaso sin su estímulo y dirección no se hubiesen realizado.

No se puede ocultar, en efecto, a cualquiera que lea con atención los preciosos Ensayos críticos sobre filosofía, literatura e instrucción pública españolas, de D. Gumersindo Laverde (Lugo, Soto Freire, 1868), que allí está en germen La ciencia española. Ningún campeón tan infatigable ha habido de nuestra filosofía, como aquel venerable maestro. No sólo escribió notables artículos acerca de algunos de nuestros pensadores (v. gr., Fox Morcillo), sino que procuró determinar la filiación de sus escuelas, propuso la creación en nuestra Facultad de Filosofía de una cátedra de Historia de la filosofía ibérica y aun publicó, en 1850, el prospecto de una Biblioteca de filósofos ibéricos, que no llegó a ver la luz. Recorriendo las páginas de los Ensayos críticos, salen al paso nombres, indicaciones y proyectos que parecerán familiares al que haya leído La ciencia española».

Que el encuentro de Menéndez Pelayo con Laverde fue muy beneficioso para el primero, que los tiernos años del escolar aprendieron madurez y discreción de aquel profesor lleno de experiencia humana en una vida de trabajo y sufrimientos, que D. Gumersindo fue un gran acicate en muchas de las tareas asombrosas que aquel joven echó poco después sobre sus hombros, «que acaso sin su estímulo y dirección», y son palabras del mismo Menéndez Pelayo, no se hubieran escrito los estudios de éste sobre historia de la ciencia española, es innegable; mas a pesar de todo esto a D. Gumersindo no se puede llamar maestro de Menéndez Pelayo, ni señalar influencia alguna doctrinal que imprima sello sobre él, como la que ejercieron por ejemplo, Lloréns, Milá, Camús y hasta el mismo Sr. Ganuza, [p. 108] su profesor de Santander; ni tampoco afirmar, como hace el Sr. Bonilla, que a él debía «buena parte de su dirección espiritual»; ni mucho menos, «que muerto Laverde, el aspecto de la producción literaria de Menéndez Pelayo, cambia de un modo bastante notable». La influencia de Laverde sobre Menéndez Pelayo la significó Artigas en una frase certera y feliz: «Yo diría que Laverde, como se puede hacer con un reloj normal, le adelantó la hora».

Y efectivamente, cuando D. Marcelino conoce a D. Gumersindo Laverde en Valladolid, aunque no tenía éste más que treinta y nueve años, estaba avejentado, achacoso y minado ya por aquella terrible enfermedad nerviosa que le hizo ser varón de dolores durante el resto de su vida y le imposibilitó para todas las empresas que venía soñando; él ve en aquel joven un sucesor de sus campañas y anhelos filosóficos, un nuevo Garcilaso que acreditara sus innovaciones poéticas, como expresamente le dice en una carta. Le trasmite sus notas y apuntes, es su archivo viviente, porque aquel hombre había leído muchísimo, y conservaba una feliz memoria; es como una enciclopedia abierta en cada caso por la página que se necesita consultar; pero las ideas bailan y se escapan de su cerebro y la pluma se le cae de las manos cuando quiere escribir algo. Hasta para redactar el prólogo de La Ciencia Española tiene que pedir auxilio a Menéndez Pelayo. Poco después llegó a tal extremo su debilidad física y mental que D. Marcelino, a quien él acude angustiado, tiene que escribirle íntegramente aquel discurso sobre Fox Morcillo que antes nos citó Bonilla, que figura con el nombre de Laverde en La Ciencia Española y en el cual no hay suyo más que el párrafo primero, que es un elogio de su gran amigo Menéndez Pelayo.

Quizá sin Laverde no se hubiera escrito La Ciencia Española, al menos en la forma que hoy tiene, pero D. Marcelino hubiera polemizado lo mismo con los krausistas, como lo había hecho antes de conocer al profesor vallisoletano, como lo hizo después con Gavica de un modo espontáneo o movido por otros estímulos, que no procedían de D. Gumersindo. Y sin Laverde se hubiera hecho el Inventario de La Ciencia Española, que [p. 109] materialmente estaba encerrado en tantas y tantas notas de libros como venía tomando Marcelino para su Biblioteca de Traductores, para sus Heterodoxos y para otras obras que le bullían en la cabeza, o sencillamente para saciar sus afanes de bibliófilo. Y sin Laverde hubiera sido defensor e historiador de nuestra filosofía y de nuestra literatura y de nuestro arte; es decir, todo lo que fue Menéndez Pelayo. Sin Laverde y muerto ya éste, es cuando Menéndez Pelayo, depurado todo aquel caudal enorme de conocimientos que había acumulado con laboriosidad incesante y traspasando ya los límites de toda ciencia, va caminando solitario por la cumbre de la sabiduría, que es más que ciencia, que es sabor y regusto de ciencia, ciencia sin vanidad, ciencia quintaesenciada.

E insisto en esto anticipándome a acontecimientos que lo confirmarán en el relato que sigue en esta biografía, no por afán polémico o de contradecir opinión tan respetable como la de Bonilla San Martín, que muy de cerca trató a nuestro biografiado, sino porque esa opinión, precisamente por ser tan autorizada, se ha generalizado y desfigura bastante la vida intelectual del autor de La Ciencia Española, vida que, sobre todo desde que termina D. Marcelino sus estudios y con ellos su formación oficial, no está sometida a vaivenes ni influencia de ninguna especie, sino que después de los primeros rápidos tanteos fija ya su meta y a ella se encamina siempre derecho, con anhelos de perfeccionarse, pero por medio de una autoeducación que alcanza ya cumbres inmensas, casi inaccesibles, y continúa ascendiendo durante toda la existencia del gran Maestro. Don Gumersindo Laverde era un sabio, probablemente un santo también: D. Gumersindo presta grandes servicios y colaboración a Menéndez Pelayo; pero D. Gumersindo, volvemos a repetirlo, ni es su maestro, ni influye en él en el aspecto científico.

Notas

[p. 102]. [35] . Universidad Literaria de Valladolid. Expediente Académico de D. Marcelino Menéndez y Pelayo. Valladolid. Tip. Cuesta (1912).