Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > BIBLIOTECA DE TRADUCTORES... > III : (MALÓN - NOROÑA) > MENÉNDEZ Y PELAYO, MARCELINO

Datos del fragmento

Texto

[p. 157]

Nació en Santander, el 3 de noviembre de 1856. En 1875 recibió en la Universidad de Madrid el grado de Doctor en Filosofía y Letras. Ha publicado diversos opúsculos literarios. Es autor de las traducciones siguientes:

Estudios Poéticos. Esta colección ms., aparte de diversas composiciones originales, contiene las versiones que a continuación se expresan:

Del griego

Las dos Odas de Safo (publicadas por primera vez en El Comercio de Santander).

Oda de Erina de Lesbos a la Diosa de la Fuerza.

Olimpíaca XIV de Píndaro a Asópico Orcomenio. vencedor en el estadio.

Cinco anacreónticas (a la cigarra, a un disco que representaba a Venus saliendo de la espuma del mar, a una doncella, a la rosa, a la yegua de Tracia).

[p. 158] La Hechicera, idilio 2.º de Teócrito. El Oarystes del mismo.

Idilio 1.º de Bion (Epitafio de Adonis).

Idilio de Mosco a la muerte de Bion.

Oda teológica (himno 1.º) de Sinesio de Cirene, Obispo de Tolemaida.

Del latín

Invocación del poema de Lucrecio de rerum natura.

Epitalamio de Julia y Manlio, de Catulo.

De Catulo, al sepulcro de su hermano.

Elegía 1.ª de Tibulo.

Elegía de Ovidio a la muerte de Tibulo.

La Hechicera, égloga 8.ª de Virgilio.

Odas V y XII del libro 1.º de Horacio.

Fragmento del poema de Petronio De mutatione reipublicae romanae.

Himno de Prudencio en loor de los mártires de Zaragoza.

Cintra, poema latino de Luisa Sigea toledana.

Del italiano

Los sepulcros, poema de Hugo Fóscolo.

Del francés

El Ciego, idilio de Andrés Chenier.

El Joven Enfermo, idilio del mismo.

La Cautiva, oda de Andrés Chenier.

Neera, idilio del mismo.

Del ingles

Himno a Grecia, de Lord Byron (fragmento del canto 3.º del Don Juan).

En prosa ha traducido:

Los Cautivos, comedia de Plauto.

tragedias de Séneca.

Agamenón

Medea 

Hércules furioso

[p. 159] Tiene comenzada la versión de la Academica sive de judicio erga verum, tratado de Pedro de Valencia.

En el opúsculo titulado

La Novela entre los latinos | Tesis doctoral | leída | en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid | por | Don Marcelino Menéndez y Pelayo. | Santander- 1875 | Imp. y Lit. de Telesforo Martínez | Blanca, núm. 40. 78 pp. 4.º

Se insertan, además del fragmento del poema de Petronio arriba citado, diversos trozos de la prosa del Satyricon vertidos al castellano, entre ellos el cuento de La Matrona de Éfeso.

Prometeo, tragedia de Esquilo. Traducida en verso. Ms.

Los Siete sobre Tebas, tragedia, de Esquilo, traducida en verso. Manuscrito. [1]

[p. 160] DESCRIPCIÓN DE SANTANDER TRADUCIDA POR D. MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO DE LA QUE PUBLICÓ JORGE BRAUN EN SU OBRA «CIVITATES ORBIS TERRARUM» [1]

La ciudad que llaman Santander está situada en la España Tarraconense, en la costa del Océano Cantábrico, probablemente en el país que Tolomeo dice ser habitado por los Autrigones. Hoy la llaman Asturias de Santillana. Pero los indígenas dan el nombre particular de La Montaña al territorio de esta ciudad. Situada a la falda de una colina de suave pendiente, desciende al mar, cuyas aguas pasando por la derecha del castillo, se extienden más allá de la población; por la izquierda la tocan en su mayor parte, y penetran en su interior por un canal que llaman la Ribera, cuya entrada se conoce vulgarmente con el nombre de el boquerón.

Por otra parte hay un terraplén extendido a manera de brazo hacia las olas; llámenle muelle viejo, y tiene al extremo una máquina que facilita la carga y descarga de los navíos y es llamada comúnmente la grúa. Toda esta ensenada puede considerarse como un solo puerto. Aquí penetra el mar por un estrecho a manera de boca, y el puerto está naturalmente defendido y cerrado por todas las demás partes. Enfrente de la ciudad hay otro muelle, un poco encorvado para mayor comodidad del puerto; tiene dos objetos: defender la población de los furores del mar y ofrecer a las naves lugar para la descarga y el refugio. En la boca de este puerto hay un escollo llamado la Peña de Mogro. Aquí hacen sus nidos gran número de aves, y los habitantes de la ciudad se deleitan en cazarlas. Es tan famosa por su antigüedad esta población, entre las demás de aquella comarca, que los habitantes dicen haber sido fundada por Noé. Su forma es prolongada, en el interior llana, rodeada de muros por todas partes y por el lado de tierra es de difícil acceso, a consecuencia de la profundidad del foso, aunque sin agua. Disfruta este pueblo de muy saludable temperatura. Posee siete ricas fuentes, unas dentro de sus muros, otras fuera, de perpetuas y limpísimas [p. 161] corrientes, que dan a los ciudadanos cuanta agua necesitan para la necesidad o el recreo. En la misma plaza hay dos, la de Santa Clara y la de la Ciudad.

Fuera, cerca de la iglesia de S. Nicolás, brota de un elevado peñasco la más abundante y célebre de todas, llamada vulgarmente de Becedo. De ésta beben la mayor parte de los habitantes, así nobles como plebeyos, por la fama de sus excelentes y marallosas virtudes. Pues aseguran que en invierno está muy caliente, y muy fría en el verano.

La cuarta está cerca de S. Francisco, y se llama de la Bóveda; la quinta es la del río de la pila, y la sexta se llama de molinedo. Estas dos últimas sirven especialmente para los moradores de la calle de mar.

En ella habitan los que se dedican a la pesca, que son muchos, por hallarse en este puerto increíble y prodigiosa multitud de peces. Tiene esta ciudad siete puertas: San Nicolás, San Pedro, Atarazanas, San Francisco, La Sierra, Santa Clara y el Arcillero. Posee soberbios edificios, unos de piedra, otros de madera. Hay dos monasterios, ambos de la orden de S. Francisco, uno de frailes de S. Francisco, otro de monjas de Sta. Clara.

Tiene un gran templo, llamado de los Santos Cuerpos; es de primorosa estructura, y tan notable como digno de veneración por su santidad. Dicen que en el lugar donde está edificada la iglesia quedaron fijos e inmóviles dos cuerpos de mártires, aquí prodigiosamente venidos. Refieren que muy lejos de este país, dos santos varones se opusieron con increíble y singular constancia a los enemigos de la fe católica, y, martirizados al cabo y arrojados sus cadáveres al Duero, llevóles su corriente, tras largo rodeo, a este puerto, por sobrenatural decreto, y le eligieron por perpetua morada suya. Sobresalen por su piedad y su saber los canónigos de esta iglesia. Su forma es redonda. Dentro hay un hospicio del Espíritu Santo, donde se recibe y trata con la mayor caridad a cierto número de pobres. Ha ido aumentándose el templo con diversas capillas, adornadas muchas de ellas con las sepulturas de algunos varones nobles. En medio del edificio hay un amenísimo jardín, fragante siempre, con el gratísimo perfume de sus floridos árboles. Mirando al mar se encuentra un castillo antiquísimo, que domina, no sólo la ciudad, sino todo el puerto. pues desde el se descubre cuanto aparece en la bahía.

[p. 162] A la izquierda, por donde penetra el agua en la ciudad, se levantan en el mismo avieducto unos edificios sostenidos en arcos, que sirven de almacenes navales y se llaman las Atarazanas. Aquí se aprestan las naves y todo lo concerniente a ellas. Los ciudadanos son muy belicosos, como todos los habitantes de aquella región. Tienen un ayuntamiento compuesto de seis concejales, un secretario y procurador, que se eligen anualmente, en los primeros días de enero, en la capilla de S. Luis de la Iglesia de S. Francisco. Allí se reunen los principales de la ciudad en número indeterminado, y eligen por sus votos los magistrados para el año siguiente. Esta ciudad disfruta desde muy antiguo de grandes privilegios e inmunidades, hasta tal punto, que ni el Rey ni ningún otro señor de ella puede venderla o enajenarla por ninguna causa. Por aquí se exportan casi todas las lanas que salen del reino de Castilla. Tampoco está privada esta población de los dones de Baco. En ella abunda el vino; la tierra está rodeada de viñedos, entremezclados con vergeles, plantados tanto para la necesidad como para el deleite, que ofrecen hermosa vista y abundantes frutos. En las cercanías de la ciudad hay diversas aldeas, ricas en granos y en frutas, de tal suerte que, a no ser por un señalado castigo de Dios, nunca carecerá este pueblo de provisiones. En Suma, esta ciudad es rica de todas las cosas por a comodidad de su puerto. Todo esto es narración de los indígenas.

[p. 163] DEMOCRATES ALTER

DIÁLOGO SOBRE LAS JUSTAS CAUSAS DE LA GUERRA, POR JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA [1]

ADVERTENCIA PRELIMINAR

El tratado de Juan Ginés de Sepúlveda que por primera vez se imprime a continuación no es obra enteramente peregrina para los eruditos de las cosas de América, aunque hayan sido pocos hasta el presente los que han logrado la fortuna de leerla. Teníase bastante noticia de su contenido, así por los tratados de Fr. Bartolomé de las Casas como por el opúsculo que Juan Ginés de Sepúlveda compuso con el título de Apologia pro libro de justis belli causis, impreso por primera vez en Roma en 1550, y reimpreso en la colección de las obras de su autor publicada por nuestra Academia de la Historia en 1780, bajo la dirección de D. Francisco Cerdá y Rico, escritor curioso y diligente, que en la vida de Sepúlveda, con que encabeza la publicación, da muestras de haber tenido a la vista una de las copias del diálogo inédito que ahora publicamos, y aun extracta de él algunos párrafos.

Es verdaderamente digno de admiración, y prueba irrefragable del singular respeto con que todavía en el siglo XVIII se miraban en España las doctrinas y opiniones de Fr. Bartolomé de las Casas y de los teólogos de su Orden acerca del derecho de conquista y acerca de la condición de los indios, el que ni Cerdá y Rico, ni [p. 164] los demás académicos que intervinieron en la edición de las obras de Sepúlveda, se atraviesen a incluir en ella este opúsculo que, de cualquier modo que se le considere, no podía tener en el siglo pasado, no puede tener ahora, más que un valor histórico.

Pero este valor es grande. Fr. Bartolomé de las Casas, que tenía más de filántropo que de tolerante, procuró acallar por todos los medios posibles la voz de Sepúlveda, impidiendo la impresión del Democrates alter en España y en Roma, concitando contra su autor a los teólogos y a las universidades, y haciendo que el nombre de tan inofensivo y egregio humanista llegase a la posteridad con los colores más odiosos, tildado de fautor de la esclavitud y de apologista mercenario e interesado de los excesos de los conquistadores. En esta gran controversia, que tan capital importancia tiene en los orígenes del Derecho de Gentes, apenas ha sido oída hasta ahora más voz que la de Fr. Bartolomé de las Casas. Justo es que hable Sepúlveda, y que se defienda con su propia y gallarda elocuencia ciceroniana, que el duro e intransigente escolasticismo de su adversario logró amordazar para más de tres siglos. La Apologia de Sepúlveda la han leído pocos, y no era fácil de entender aislada como estaba de los antecedentes del asunto. El Democrates alter no le ha leído casi nadie, y es sin embargo la pieza capital del proceso. Quien atenta y desapasionadamente le considere, con ánimo libre de los opuestos fanatismos que dominaban a los que ventilaron este gran litigio en el siglo XVI, tendrá que reconocer en la doctrina de Sepúlveda más valor científico y menos odiosidad moral que la que hasta ahora se le ha atribuído. Fr. Bartolomé de las Casas trató el asunto como teólogo tomista, y su doctrina, sean cuales fueren las asperezas y violencias antipáticas de su lenguaje, es sin duda la más conforme a los eternos dictados de la moral cristiana y al espíritu de caridad. Sepúlveda, peripatético clásico, de los llamados en Italia helenistas o alejandristas, trató el problema con toda la crudeza del aristotelismo puro tal como en la Política se expone, inclinándose con más o menos circunloquios retóricos a la teoría de la esclavitud natural. Su modo de pensar en esta parte no difiere mucho del de aquellos modernos sociólogos empíricos y positivistas que proclaman el exterminio de las razas inferiores como necesaria consecuencia de su vencimiento en la lucha por la existencia. Los esfuerzos que Sepúlveda hace para conciliar [p. 165] sus ideas con la Teología y con el Derecho canónico no bastan para disimular el fondo pagano y naturalista de ellas. Pero no hay duda de que si en la cuestión abstracta y teórica, Las Casas tensa razón, también hay un fondo de filosofía histórica y de triste verdad humana en el nuevo aspecto bajo el cual Sepúlveda considera el problema.

De este diálogo existían a fines del siglo pasado dos copias, una en la biblioteca del famoso ministro de Carlos III, D. Manuel de Roda y Arrieta, y otra en la de D. Francisco Pérez Bayer, cuyos méritos eminentes como orientalista y anticuario no es del caso recordar. La primera debe conservarse en el Seminario de Zaragoza, con los demás libros de Roda. La segunda pereció probablemente en el incendio que en la Biblioteca de Valencia (a la cual Bayer había legado sus libros) causaron las bombas francesas en tiempo de la guerra de la Independencia.

La copia que ha servido para nuestra edición fué facilitada a la Academia por el Sr. D. Julián Pereda, cura párroco de Villadiego, que hubo de adquirirla tiempo atrás con otros papeles curiosos. En la traducción que va al frente hemos procurado seguir y remedar el peculiar estilo del Dr. Sepúlveda, sin que por eso creamos que nuestro trabajo (util tan sólo para dar alguna idea del original a quien no pueda leerle) se acerque ni con cien leguas a la exquisita corrección, pulcritud y generosa abundancia con que escribía siempre el autor del Democrates alter, discípulo a la vez que rival de los más refinados latinistas de Italia. Hemos procurado, sí, templar los defectos de excesiva amplificación, ociosa sinonimia y repeticiones inexcusables en que el autor se complace y regala demasiado, a ejemplo de su gran maestro Marco Tulio, atento más al placer de los oídos que al del entendimiento.

M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

Al ilustrísimo varón D. Luis de Mendoza, Conde de Tendilla y Marqués de Mondéjar.

PREFACIO

Si es justa o injusta la guerra con que los Reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter a su [p. 166] dominación aquellas gentes bárbaras que habitan las tierras occidentales y australes, y a quienes la lengua española comúnmente llama indios; y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes, es gran cuestión, como sabes, Marqués ilustre, y en cuya resolución se aventuran cosas de mucho momento, cuales son la fama y justicia de tan grandes y religiosos Príncipes y la administración de innumerables gentes. No es de admirar, pues, que sobre estas materias se haya suscitado tan gran contienda, ya privadamente entre varones doctos, ya en pública disputa ante el gravísimo Consejo Real establecido para la gobernación de aquellos pueblos y regiones; Consejo que tú presides y gobiernas por designación del César Carlos, nuestro Rey y al mismo tiempo Emperador de romanos, que quiso premiar así tu sabiduría y raro entendimiento. En tanta discordia, pues, pareceres entre los varones más prudentes y eruditos, meditando yo sobre el caso, hubieron de venirme a las mientes ciertos principios que pueden, a mi juicio, dirimir la controversia, y estimé que cuando tanto se ocupaban en este negocio público, no estaba bien que yo me abstuviera de tratarle, ni que yo solo continuase callado mientras los demás hablaban; especialmente cuando personas de grande autoridad me convidaban a que expusiese mi parecer por escrito, y acabase de declarar esta sentencia mía a la cual ellos habían parecido inclinarse cuando me la oyeron indicar en pocas palabras. Gustoso lo hice, y siguiendo el método socrático que en muchos lugares imitaron San Jerónimo y San Agustín, puse la cuestión en diálogo, comprendiendo en él las justas causas de la guerra en general y el recto modo de hacerla, y otras cuestiones no ajenas de mi propósito y muy dignas de ser conocidas. Este libro es el que te envío como prenda y testimonio de mi rendida voluntad y de la reverencia que de tiempo atrás tengo a tu persona, así por tus excelentes virtudes en todo género, como por tu condición humana y bondadosa. Recibirás, pues, este presente, exiguo en verdad, pero nacido de singular afición y buena voluntad hacia ti, y lo que importa más, acomodado en su materia al oficio e instituto que tú desempeñas. Porque habiéndote ejercitado tú por tiempo ya largo, y con universal aplauso, en públicos y honrosos cargos, ya de la toga, ya de la milicia, por voluntad y orden del César Carlos que tan conocidas tiene tu [p. 167] fidelidad y las condiciones que te adornan así para tiempo de paz como para trances de guerra, es opinión de todo el mundo que en tu administración a nada has atendido tanto como a la justicia y a la religión, en las cuales se contiene la suma de todas las virtudes. Y como no puede preciarse de poseerlas quien ejerza imperio injusto sobre ninguna clase de gentes, ni quien sea en algún modo prefecto y ministro del príncipe que la ejerza, no dudo que ha de serte grato este libro, en que con sólidas y evidentísimas razones se confirma y declara la justicia de nuestro imperio y de la administración confiada a ti: materia hasta ahora ambigua y oscura; y se explican muchas cosas que los grandes filósofos y teólogos han enseñado sobre el justo y recto ejercicio de la soberanía, fundándose ya en el derecho natural y común a todos, ya en los dogmas cristianos. Y como yo en otro diálogo que se titula Democrates I, que escribí y publiqué para convencer a los herejes de nuestro tiempo que condenan toda guerra como prohibida por ley divina, dije algunas cosas tocantes a esta cuestión, poniéndolas en boca de los interlocutores que presenté disputando en Roma, me ha parecido conveniente hacer disertar a los mismos personajes en mi huerto, orillas del Pisuerga, para que repitiendo necesariamente algunas sentencias, pongan término y corona a la controversia que hemos emprendido sobre el derecho de guerra. Uno de estos interlocutores, el alemán Leopoldo, contagiado un tanto de los errores luteranos, comienza a hablar de esta manera.

PERSONAS
DEMÓCRATES, LEOPOLDO

L.—Una y mil veces te dire, oh Demócrates, que no hay razón que baste a convencerme de que sea lícita la guerra, y mucho menos entre cristianos. Ya te acordarás que sobre esto tuvimos en Roma, en el Vaticano, una larga disputa de tres días.

D.—Es decir, que tú quisieras que la vida humana estuviese libre de tantas y tan varias y molestas calamidades como las que la afligen. Y ojalá que Dios inspirase ese mismo pensamiento a todos los reyes y a los príncipes de cualquier república para que todo el mundo estuviese contento con lo suyo, y no le moviese la [p. 168] avaricia a invadir a mano armada lo ajeno, ni con ambición impía y cruel pretendiera cimentar su gloria y fama en la destrucción de los demás. Uno y otro vicio, arrastró por camino extraviado a muchos príncipes, y los armó unos contra otros para ruina de muchos pueblos y gran menoscabo del linaje humano, despreciando la paz que es la felicidad más grande que puede caer sobre una ciudad, así como el carecer de ella es la mayor desdicha. Sólo podemos llamar dichosas y prósperas aquellas ciudades que viven virtuosa vida en el seno de la paz. Y no creo que pedimos cosa liviana o de poco precio, sino el bien más grande de todos, cuando exclamamos en el divino sacrificio con la voz de los ángeles: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres.

L.—Llena está de tales testimonios la Sagrada Escritura. ¿Qué otra felicidad mandó pedir Cristo a sus apóstoles cuando entrasen en alguna casa, sino la que indican aquellas palabras: la paz sea en esta casa; o aquellas otras: daré paz en vuestros confines: busca la paz y persíguela; ¿qué declaran todos estos lugares sino que la paz es el bien supremo? Siendo esto así, no puedo menos de admirarme de que algunos reyes cristianos no dejen nunca las armas, y hagan tan de continuo y tan empeñadamente la guerra, que parece que la misma discordia los deleita.

D.—Antes es muy necesario que quien emprende guerra por causas justas y necesarias, no la haga con ánimo abatido y remiso, sino con presencia y fortaleza de ánimo, y no dude en arrojarse a los peligros cuando su deber lo pida. Y aun el deleitarse con la guerra misma, sea cual fuere su causa, es indicio de ánimo varonil y esforzado, y prenda de valor ingénito y adulto, según enseñan grandes filósofos. Lo que es propio de hombres turbulentos y no solamente ajenos a la piedad cristiana, sino también al sentimiento de humanidad, es, como dice Homero y repite Aristóteles, el carecer de derecho, de tribu y de casa. La guerra nunca se ha de apetecer por sí misma, como no se apetece el hambre, la pobreza, el dolor, ni otro ningún género de males, por más que estas calamidades y molestias que nada tienen de deshonroso, hayan de ser toleradas muchas veces con ánimo recto y pío por los hombres más excelentes y religiosos, con la esperanza de algún bien muy grande. Por tal esperanza, y en otros [p. 169] casos por necesidad, se ven obligados los mejores príncipes a hacer la guerra, de la cual dicen los sabios que ha de hacerse de tal suerte que no parezca sino un medio para buscar la paz. En suma, la guerra nunca debe emprenderse, sino después de madura de liberación, y por causas justísimas. La guerra, dice San Agustín, debe ser de necesidad, para que de tal necesidad nos libre Dios y nos conserve en paz, porque no se busca la paz para ejercitar la guerra, sino que se hace la guerra por adquirir la paz.

L.—Verdad dices, oh Demócrates, pero yo creo que no hay ninguna causa justa para la guerra, o por lo menos que son rarísimas.

D.—Yo, por el contrario, creo que son muchas y frecuentes. Porque no nacen las causas de la guerra de la probidad de los hombres, ni de su piedad y religión, sino de sus crímenes y de las nefandas concupiscencias de que está llena la vida humana, y que continuamente la agitan. Pero es cierto que un príncipe bueno y humano no debe arrojarse a nada temerariamente ni por codicia, sino buscar todas las vías de paz y no dejar de intentar cosa alguna para repeler sin necesidad de guerra los ataques e injurias de los hombres inicuos e importunos, y mirar por la salud y prosperidad del pueblo que le está confiado, y cumplir lo que debe a su oficio. Esto es lo que piden la virtud, la religión, la humanidad. Pero si después de haberlo intentado todo, nada consigue, y ve que se sobrepone a su equidad y moderación la soberbia y la perversidad de los hombres injustos, no debe tener reparo en tomar las armas, y nadie dirá que hace guerra temeraria o injusta.

L. —¿Y no haría cosa más justa y más conforme a la piedad cristiana si cediese a la injusticia de los malvados, y sufriese con ánimo resignado las injurias, y pospusiera todas las costumbres y leyes humanas a la ley divina y evangélica, que nos manda por boca de Cristo amar a los enemigos y tolerar con paciencia todos los daños y afrentas?

D.—Vuelves a tus inepcias, oh Leopoldo, y según veo, perdimos el tiempo en aquella disputa nuestra del Vaticano sobre la honestidad o licitud del oficio militar, puesto que no pude persuadirte que algunas veces la ley evangélica no repugna la guerra.

L.—Más bien creo que aprovechamos el tiempo, puesto que en [p. 170] aquellos tres días se trató varia y copiosamente de la religión y de todo género de virtudes, especialmente de aquellas que tienen que ver con la milicia, y a mí que estaba seducido por el nuevo error de algunos de mis compatriotas alemanes, me obligaste a declarar que no todas las guerras están prohibidas a los cristianos, a lo menos aquellas que se emprenden en propia defensa. Tú me persuadiste que por derecho natural la defensa está permitida a todo hombre, y sobre el derecho de gentes dijiste muchas cosas interesantes y dignas de saberse, que ya en gran parte se me han ido de la memoria. Por lo cual me sería muy grato, ya que la fortuna nos ha reunido en esta ciudad celebérrima del reino de España, que ocupásemos la ociosidad de que disfrutamos hoy en estos amenos huertos de las riberas del Pisuerga, preguntándote yo algunas cosas que no son ajenas de aquella controversia; y no me será molesto que comiences por hacer un resumen de lo que más largamente disputamos en aquel coloquio de Roma.

D.—¿Y cuáles son las cosas nuevas que quieres preguntarme enlazadas con este punto del derecho de guerra?

L.—Pocas, pero no ciertamente despreciables. Hace pocos días, paseándome yo con otros amigos en el palacio del príncipe Don Felipe, acertó a pasar Hernán Cortés, marqués del Valle, y al verle comenzamos a hablar largamente de las hazañas que él y los demás capitanes del César habían llevado a cabo en la playa occidental y austral enteramente ignorada de los antiguos habitadores de nuestro mundo. Estas cosas, fueron para mi de grande admiración por lo grandes, nuevas e inesperadas; pero pensando luego en ellas me asaltó una duda, es a saber, si era conforme a la justicia y a la piedad cristiana el que los españoles hubiesen hecho la guerra a aquellos mortales inocentes y que ningún mal les habían causado. Quiero saber, pues, lo que piensas sobre esta y otras guerras semejantes que se hacen sin ninguna necesidad ni propósito, sino por mero capricho y codicia. Y quiero también que me expliques sumariamente con aquella claridad propia de tu singular ingenio y delicado entendimiento, todas las causas que puede haber para una guerra justa, y luego resuelvas la cuestión en pocas palabras.

D.—Haré gustoso lo que me mandas, confiado, no ciertamente en mi ingenio, sino en cierta facilidad de hablar que bien conozco [p. 171] cuán exigua sea, pero como tú dices, estamos ociosos y me encuentras no enteramente desprevenido para esta discusión. Ni eres tú el único ni tampoco el primero que me ha puesto esos mismos escrúpulos que a ti te solicitan. Pero, como tú hace poco decías, me parece conveniente repetir ante todo, aunque sea de un modo sumario, algunas cosas de aquella antigua disputa. Y en primer lugar hay que recordar un principio que es el fundamento de la presente cuestión y de otras muchas: todo lo que se hace por derecho o ley natural, se puede hacer también por derecho divino y ley evangélica; porque cuando Cristo nos manda en el Evangelio no resistir al malo, y que si alguien nos hiere en una mejilla presentemos la otra, y que si alguien nos quiere quitar la túnica, entreguemos la túnica y el manto, no hemos de creer que con esto quiso abolir la ley natural por la que nos es lícito resistir la fuerza con la fuerza dentro de los límites de la justa defensa, pues no siempre es necesario probar esa resignación evangélica de un modo exterior, sino que muchas veces basta que el corazón esté preparado, como dice San Agustín, para hacer tal sacrificio cuando una razón de piedad lo exija. Y de esta interpretación tenemos por autor, no solo a San Pablo, sino al mismo Cristo. San Pablo cuando le golpearon en el rostro por orden del Príncipe de los sacerdotes, lejos de presentar la otra mejilla, llevó muy a mal aquella injuria y reprendió a su autor con graves palabras. «Dios te abofeteará, le dijo, pared blanqueada (esto es, como San Agustín expone, hipócritas, tú estás sentado en el tribunal para juzgarme según ley, y contra ley mandas abofetearme.» Cristo, abofeteado del mismo modo, tampoco presentó la otra mejilla, sino que para que el agresor no extremase la injuria, le reprendió con graves razones, como el mismo San Agustín declara: «Si he hablado mal, dijo, da testimonio de lo malo; si he hablado bien, ¿por qué me hieres?» Esas palabras evangélicas no son leyes en el sentido obligatorio, sino consejos y exhortaciones que pertenecen no tanto a la vida común, cuanto a la perfección apostólica. San Gregorio lo enseña con estas palabras: «son mandato especial para los pocos que aspiran a la perfección más alta, y no general para todos, aquellas palabras que oyó el adolescente rico: vende lo que tienes y dalo a los pobres, que en el cielo tienes tu tesoro, y ven y sigueme». La vida común y civil se basa sólo en [p. 172] los preceptos del Decálogo y en las demás leyes naturales, y Cristo nos enseñó que en ellas había bastante auxilio para lograr la vida eterna. Preguntándole alguien:—Maestro, ¿qué cosa buena haré para lograr la vida eterna?—Si quieres llegar a esa vida, le dijo, guarda los mandamientos. —¿Qué mandamientos son?—replicó él: y Cristo le dijo:—No harás homicidio, no adulterarás, y fué prosiguiendo con los demás preceptos del Decálogo. Pero, añadió:—Si quieres ser perfecto, vete y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y sígueme.—Lo cual es muy semejante a las exhortaciones sobre la paciencia en las injurias de que antes hablábamos. Y al mismo propósito, dijo Cristo en otro lugar: «Todo lo que queréis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo vos otros con ellos. Esta es la Ley y los Profetas.» Palabras son éstas que los varones más prudentes y de mayor doctrina y piedad cristiana, interpretan como una confirmación hecha por Cristo de todas las leyes naturales. Así lo declaran también aquellas palabras que San Pablo escribió a los romanos: «El que ama a su prójimo cumple la ley, porque la ley dice: no adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y si algún otro mandamiento hay, contenidos están en esta sola palabra: amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Lo cual quiere decir que todas las leyes naturales y divinas se dirigen a contener a los hombres en el deber y conservar en esta vida la sociedad humana, que se funda principalmente en mutua caridad y benevolencia, para que esta vida sea como una escala y preparación para la otra vida eterna; y cuando hablamos de mutua caridad humana entendemos también la piedad y el amor de Dios, porque el amor de Dios se conoce principalmente en guardar las leyes de Dios. Cristo lo dice: «Si alguien me ama observará mis preceptos.» Y aunque entre los cristianos pueda haber no menores controversias que en otro tiempo hubo entre los romanos y para resolverlas con rectitud sean necesarias no menos leyes que las contenidas en las 12 Tablas y en los 50 libros del Digesto, Cristo, sin embargo, contentándose con repetir unas pocas leyes del Decálogo ha reducido éstas y todas las demás que pertenecen a las costumbres y a la vida, a una sola ley que confirma el derecho natural en el que la sociedad humana está fundada. Porque como dice Graciano, autor gravísimo, ninguna otra cosa prohibe el [p. 173] derecho natural, sino lo que el mismo Dios prohibe. De este derecho escribe San Cipriano: La ley divina escrita no difiere en cosa alguna de la ley natural, porque la reprobación del mal y la elección del bien están divinamente impresas en el alma racional, de tal modo que a nadie le falta ciencia para discernir lo bueno de lo malo, ni potencia para ejecutar el bien y huir del mal.»

Y tan verdad es esto, que siendo tres las formas de gobierno rectas y honestas: la monarquía, la aristocracia y la que, con vocablo común a todas, llamamos república, en ninguna de ellas puede hacerse ley que no sea conforme a la naturaleza, o por lo menos, ninguna que se aparte del orden natural. Porque todas ellas se proponen la salud y comodidad pública, esto es, la felicidad, la cual se entiende de dos modos. Hay una felicidad perfecta y última, y fin de todos los bienes, la cual resulta de la clara visíón y contemplación de Dios, y a la cual llamamos vida eterna. Hay otra imperfecta y deficiente, y es la única que pueden disfrutar los hombres en esta vida. Esta consiste en el uso de la virtud, como los filósofos declaran; y es el camino y como la escala para la felicidad perfecta. Por ésta, son bienaventurados los pacíficos, bienaventurados los limpios de corazón, y todos los demás que Cristo enumera en aquel lugar de su Evangelio. Siendo constante, pues, que en toda buena república todas las leyes deben encaminarse a la práctica de la virtud, conforme enseñan los mismos filósofos gentiles, no ya los religiosos y cristianos; y siendo la virtud natural apetecible principalmente respecto de Dios, resulta que las mejores leyes han de ser las más acomodadas a la naturaleza; y, ¿cuánto más no han de serlo en aquella república de que Dios es por sí mismo fundador y legislador?

L.—Abundante y copiosamente has establecido y confirmado, sobre fundamentos sólidos, la fuerza y autoridad de las leyes naturales. Pero todavía no has declarado lo que entiendes por ley natural.

D.—Los filósofos llaman ley natural la que tiene en todas partes la misma fuerza y no depende de que agrade o no. Los teólogos, con otras palabras, vienen a decir lo mismo: La ley natural es una participación de la ley eterna en la criatura racional. Y la ley eterna, como San Agustín la define, es la voluntad de Dios, que quiere que se conserve el orden natural y prohibe que se [p. 174] perturbe. De esta ley eterna es participe el hombre, por la recta razón y la probidad que le inclinan al deber y a la virtud, pues aunque el hombre, por el apetito, sea inclinado al mal, por la razón es propenso al bien. Y así la recta razón y la inclinación al deber y a aprobar las obras virtuosas, es y se llama ley natural. Ésta es aquella ley de que San Pablo hace mención cuando habla de aquellos hombres buenos, entre los paganos, que, naturalmente, obraban cosas rectas. Ellos son la ley para sí propios dice, porque muestran la obra de la ley escrita en sus corazones. Y por eso cuando se pregunta en un Salmo quién nos muestra el bien, se responde: Signada está sobre nosotros la lumbre de tu rostro, señor. Esta luz de la recta razón, es lo que se entiende por ley natural; ésta es la que declara, en la conciencia de los hombres de bien, lo que es bueno y justo, lo que es malo e injusto, y esto no sólo en los cristianos, sino en todos aquellos que no han corrompido la recta naturaleza con malas costumbres, y tanto más cuanto cada uno es mejor y más inteligente.

L.—Y ¿a dónde vas a parar con todo eso que dices de la ley natural y de los filósofos paganos?

D.—Quiero dar a entender que no debe buscarse sólo en los cristianos y en los escritos evangélicos, sino también en aquellos filósofos de quienes se juzga que más sabiamente trataron de la naturaleza y de las costumbres y del gobierno de toda república y, especialmente, de Aristóteles, cuyos preceptos, exceptuadas muy pocas opiniones referentes a cosas que excedan la capacidad del entendimiento humano y que el hombre sólo puede conocer por la divina revelación, han sido recibidos por la posteridad con aprobación tan unánune, que no parecen ya palabras de un solo filósofo, sino sentencias y opiniones comunes a todos los sabios.

L.—Vamos, pues, al asunto y expónme ya las causas, si algunas hay, por las cuales crees tú que, justa y piadosamente, puede emprenderse o hacerse la guerra.

D.—La guerra justa no sólo exige justas causas para emprenderse, sino legítima autoridad y recto ánimo en quien la haga, y recta manera de hacerla. Porque no es lícito a cualquiera emprender la guerra, fuera del caso en que se trate de rechazar una injuria dentro de los límites de la moderada defensa, lo cual es [p. 175] lícito a todos por derecho natural, o más bien, como atestigua el Papa Inocencio en el Concilio Lugdunense, todas las leyes y todos los derechos permiten a cualquiera defenderse y repeler la fuerza con la fuerza. Pero el declarar la guerra, propiamente dicha, ya la haga por sí, ya por medio de sus capitanes, no es lícito sino al príncipe o a quien tenga la suprema autoridad en la república, Por eso—dice San Agustín en su disputa contra Fausto—el orden natural, acomodado a la paz de los mortales, exige que la autoridad y el consejo para hacer la guerra, resida en los Príncipes. Y San Isidoro niega que sea justa guerra la que no se hace previa declaración; y el declarar la guerra, que es llamar públicamente los ciudadanos a las armas, pertenece a la suprema potestad de la república, por ser de aquellas cosas en que principalmente consiste la soberanía en una ciudad o reino. Y por príncipes han de entenderse los que presiden en una república perfecta y ejercen la suprema potestad sin apelación a un príncipe superior. Porque los demás que no presiden a todo un reino o república, sino a una parte de él, y están sujetos a lo prescrito por un superior, no deben ser llamados príncipes, sino más propiamente Prefectos. Dice también que para la guerra justa se requiere ánimo probo; esto es, buen fin y recto propósito, porque ésta es la condición de la virtud y del deber, según San Dionisio; y si no es enteramente perfecta, debe perder el nombre de virtud. El pecar en cualquier cosa puede ser de muchos modos, pero el obrar bien no puede ser más que de uno solo, tenidas en cuenta, sin embargo, todas aquellas que el vulgo de los filósofos llama circunstancias, así como los matemáticos declaran que, de un punto a otro, no se puede tirar más que una línea recta, pero oblicuas o curvas se pueden tirar infinitas; sólo de un modo pueden herir los flecheros el blanco, pero de infinitos pueden apartarse de él. El pecar, pues, como los filósofos enseñan, puede acaecer de muchos modos; el obrar bien, de uno solo. Entre las circunstancias, la razón de fin es la principal. Porque el fin en las acciones, según enseñan los mismos filósofos, es como las suposiciones en matemáticas, y por el fin es justo que todas las cosas se denominen, de tal modo, que quien comete adulterio por dinero, más bien debe ser llamado injusto y avaro que adúltero. Mucho importa, pues, para la justicia de la guerra, saber [p. 176] con qué ánimo la emprende cada cual; es a saber: qué fin se propone al guerrear. Por eso advierte San Agustín que el hacer la guerra no es delito, pero que el hacer la guerra por causa del botín, es pecado; ni el gobernar la república es cosa criminal, pero el gobernar la república para aumentar sus propias riquezas, parece cosa digna de condenarse.

En la guerra, como en las demás cosas, se ha de atender también al modo; de suerte que, a ser posible, no se haga injuria a los inocentes, ni se maltrate a los embajadores, a los extranjeros ni a los clérigos, y se respeten las cosas sagradas y no se ofenda a los enemigos más de lo justo, porque aun con los enemigos ha de guardarse la buena fe, y no ser duro con ellos sino en proporción a su culpa. Por eso dice San Agustín en otro lugar: «El deseo de ofender, la crueldad en la venganza, el ánimo implacable, la ferocidad, el ansia de dominación y otras cosas semejantes, son lo que ha de condenarse en la guerra.» Con estas palabras declara San Agustín que, tanto en el emprender como en el hacer la guerra, se requiere la moderación no menos que la buena voluntad. Porque el fin de la guerra justa es el llegar a vivir en paz y tranquilidad, en justicia y práctica de la virtud, quitando a los hombres malos la facultad de dañar y de ofender. En suma, la guerra no ha de hacerse más que por el bien público, que es el fin de todas las leyes constituídas, recta y naturalmente, en una república.

L.—Es decir que tú, exceptuando el caso de propia defensa contra una agresión presente, en cuyo caso la ley natural permite a todos repeler la injuria, sostienes que la autoridad de declarar la guerra pertenece solamente a los príncipes o a los magistrados de cualquier república, en quienes reside la potestad suprema; y aun de estos mismos niegas que, con justicia, puedan hacer la guerra sino por el bien público, y cuando éste no puede lograrse por otro camino.

D.—Así lo estimo.

L.—No dudaremos, pues, que una guerra, cualquiera que ella fuere, siempre que se haga con estas condiciones que has señalado, será una guerra justa. Y ¿qué sucederá si un príncipe, movido no por avaricia ni por sed de imperio, sino por la estrechez de los límites de sus Estados o por la pobreza de ellos, mueve la [p. 177] guerra a sus vecinos para apoderarse de sus campos como de una presa casi necesaria?

D.—Eso no sería guerra sino latrocinio. Justas han de ser las causas para que la guerra sea justa; pero esas causas son más para consideradas por los príncipes que por los soldados, porque el varón justo, como dice San Agustín, aunque milite bajo un rey sacrílego, puede lícitamente pelear a sus órdenes y cumplir las que se le den, siempre que no sean contra el precepto divino, o cuando puede dudarse que lo sean; y así en el rey estará la iniquidad de mandar y en el inocente soldado el mérito de obedecer, sí bien esto ha de entenderse cuando el soldado esté sometido a la potestad de la república o del princípe. Porque aquellos a quienes no excusa ninguna necesidad de obedecer, no pueden, sin pecado, militar al servicio de una república o de un príncipe que hace guerra injusta o de dudosa justicia, y deben restituir todo aquello de que se apoderaren, según varones doctísimos declaran. Confirma esta sentencia San Ambrosio, en su libro De officiis: «Si no se puede ayudar a uno sin ofender a otro, mejor es no auxiliar a ninguno de los dos que causar perjuicio a uno de ellos.» Entre las causas de justa guerra, la más grave, a la vez que la más natural, es la de repeler la fuerza con la fuerza, cuando no se puede proceder de otro modo; porque como he dicho antes con autoridad del Papa Inocencio, permítese a cada cual el rechazar la agresión injusta. Y para eso la naturaleza, que armó a todos los demás anímales con uñas, cuernos, dientes y otras muchas defensas, preparó al hombre para toda guerra, dándole las manos, que pueden suplir a las uñas, a los cuernos, a los colmillos, a la lanza y a la espada, porque pueden manejar todo género de armas. Dióle además talento e industria sagaz y diligente, facultades naturales del ánimo, que Aristóteles nombra prudencia y virtud en sentido lato; porque el mismo filósofo de ellas dice que pueden usarse en bien y en mal, siendo así que de la virtud, estrictamente considerada, no hay quien pueda abusar, como el mismo filósofo lo declara.

La segunda causa de justa guerra es el recobrar las cosas injustamente arrebatadas, y ésta fué la causa que obligó a Abraham a la guerra que hizo contra Codorlaomor, rey de los Elamitas, y contra los príncipes aliados suyos, que después de haber saqueado [p. 178] a Sodoma, se llevaban cautivo, con un gran botín, a Lot, hijo de su hermano. Lo cual indica que es lícito, no sólo el recobrar las cosas propias injustamente arrebatadas, sino también las de los amigos, y defenderlos y repeler sus injurias como las propias. La tercera causa de guerra justa es el imponer la merecida pena a los malhechores que no han sido castigados en su ciudad, o lo han sido con negligencia, para que de este modo, castigados ellos y los que con su consentimiento se han hecho solidarios de sus crímenes, escarmienten para no volver a cometerlos, y a los demás les aterre su ejemplo. Fácilmente podría aquí enumerar muchas guerras que los griegos y romanos hicieron por esta causa, con grande aprobación de los hombres, cuyo consenso debe ser tenido por ley de naturaleza. Tal fué aquella guerra que los Lacedemonios, por espacio de diez años, hicieron a los Mesenios, por haber éstos violado en un solemne sacrificio a ciertas vírgenes Espartanas, y aquella otra guerra que los Romanos hicieron a los Corintios, por haber afrentado a sus embajadores contra el derecho de gentes. Pero mejor es tomar ejemplos de la Historia Sagrada, donde se ve que por el estupro y muerte de la mujer del Levita, en la ciudad de Gabaá, de la tribu de Benjamín, los demás hijos de Israel hicieron guerra a esta tribu por haber consentido aquel atentado, y pasaron a cuchillo a casi todos los de la tribu, e incendiaron sus ciudades y talaron sus campos. Del mismo modo los Macabeos Jonatán y Sameón, para vengar la muerte de su hermano Juan, tomaron las armas, y acometiendo a los hijos de Jambro, hicieron en ellos espantoso estrago.

L.—¿Cómo dices que a los varones buenos y religiosos? ¿Qué fuerza tienen para ti aquellas divinas palabras que leemos en el Deuteronomio: Yo me reservaré mi venganza? ¿No se infiere de aquí que el derecho de vengarse pertenece solamente a Dios?

D.—No hay duda en ello; pero Dios no siempre ejerce la venganza por el mismo, sino muchas veces por sus ministros; esto es, por los príncipes y los magistrados. Porque el príncipe es ministro de Dios, como dice San Pablo, y vengador, en nombre de la ira de Dios, contra quien obra mal. Y por eso al hombre privado no le es lícito vengar sus propias injurias, sino solamente repeler las agresiones del momento, y para todo lo demás tiene el amparo de las leyes y de los magistrados, siempre que no [p. 179] acuda a ellos por satisfacer su odio, sino para poner límite a la injuria y para que los malvados escarmienten con el ejemplo de la pena. Pero en los que gobiernan la república, no es ya lícito sino necesario que persigan y castiguen, no sólo las injurias contra la misma república, sino también las de cada ciudadano particular; y sólo así cumplirán el deber que les impone el oficio que desempeñan, porque no sin causa llevan la espada. Éstas son, pues, las tres causas de justa guerra que San Isidoro enumera en las pocas palabras suyas que recordé antes, y éstas son las que reconoce el derecho eclesiástico, si bien comprende el castigo de las injurias en la recuperación de las cosas arrebatadas, porque realmente suelen andar juntas estas causas, aunque cada una de ellas puede existir por sí sola.

Hay otras causas de justa guerra menos claras y menos frecuentes, pero no por eso menos justas ni menos fundadas en el derecho natural y divino; y una de ellas es el someter con las almas, si por otro camino no es posible, a aquellos que por condición natural deben obedecer a otros y rehusan su imperio. Los filósofos más grades declaran que esta guerra es justa por ley de naturaleza.

L.— Opinión muy extraordinaria es ésa, ¡oh Demócrates! y muy apartada del común sentir de los hombres.

D.—Sólo pueden admirarse de ella los que no hayan pasado del umbral de la filosofía, y por eso me admiro de que un hombre tan docto como tú tenga por opinión nueva lo que es una doctrina tan antigua entre los filósofos y tan conforme al derecho natural.

L.— ¿Y quién nace con tan infeliz estrella que la naturaleza le condene a servidumbre? ¿Qué diferencia encuentras entre estar sometido por la naturaleza al imperio de otro y ser siervo por naturaleza? ¿Crees tú que hablan de burlas los jurisconsultos, que también atienden en muchas cosas a la ley natural, cuando enseñan que todos los hombres desde el principio nacieron libres, y que la servidumbre fué introducida contra naturaleza y por mero derecho de gentes?

D.—Yo creo que los jurisconsultos hablan con seriedad y con mucha prudencia; sólo que ese nombre de servidumbre significa para los jurisperitos muy distinta cosa que para los filósofos: [p. 180] para los primeros, la servidumbre es una cosa adventicia y nacida de fuerza mayor y del derecho de gentes, y a veces del derecho civil, al paso que los filósofos llaman servidumbre a la torpeza de entendimiento y a las costumbres inhumanas y bárbaras. Por otra parte, debes recordar que el dominio y potestad no es de un sólo género sino de muchos, porque de un modo, y con una especie de derecho, manda el padre a sus hijos, de otro el marido a su mujer, de otro el señor a sus siervos, de otro el magistrado a los ciudadanos, de otro el rey a los pueblos y a los mortales que están sujetos a su imperio, y siendo todas estas potestades tan diversas, todas ellas, sin embargo, cuando se fundan en recta razón, tienen su base en el derecho natural, que aunque parezca vario, se reduce, como enseñan los sabios, a un solo principio, es a saber: que lo perfecto debe imperar y dominar sobre lo imperfecto, lo excelente sobre su contrario. Y es esto tan natural, que en todas las cosas que constan de otras muchas, ya continuas, ya divididas, vemos que hay una que tiene el imperio, según los filósofos declaran.

Y así vemos que en las cosas inanimadas la forma, como más perfecta, preside y domina, y la materia obedece a su imperio; y esto todavía es más claro y manifiesto en los animales, donde el alma tiene el dominio, y es como la señora, y el cuerpo está sometido, y es como siervo. Y del mismo modo, en el alma, la parte racional es la que impera y preside, y la parte irracional la que obedece y le está sometida; y todo esto por decreto y ley divina y natural que manda que lo más perfecto y poderoso domine sobre lo imperfecto y desigual. Esto se ha de entender respecto de aquellas cosas que conservan incorrupta su naturaleza, y respecto de los hombres sanos de alma y de cuerpo, porque en los viciosos y depravados es cierto que muchas veces domina el cuerpo al alma y el apetito a la razón, pero esto es cosa mala y contra naturaleza. Y así, en un solo hombre se puede ver el imperio heril que el alma ejerce sobre el cuerpo, la potestad civil y regia que el entendimiento o la razón ejercen sobre el apetito, por donde se ve claramente que lo natural y justo es que el alma domine al cuerpo, que la razón presida al apetito, al paso que la igualdad entre los dos o el dominio de la parte inferior no puede menos de ser perniciosa para todos. A esta ley están sometidos el hombre y los [p. 181] demás animales. Por eso las fieras se amansan y se sujetan al imperio del hombre. Por eso el varón impera sobre la mujer, el hombre adulto sobre el niño, el padre sobre sus hijos, es decir, los más poderosos y más perfectos sobre los más débiles e imperfectos. Esto mismo se verifica entre unos y otros hombres; habiendo unos que por naturaleza son señores, otros que por naturaleza son siervos. Los que exceden a los demás en prudencia e ingenio, aunque no en fuerzas corporales, éstos son, por naturaleza, los señores; por el contrario, los tardíos y perezosos de entendimiento, aunque tengan fuerzas corporales para cumplir todas las obligaciones necesarias, son por naturaleza siervos, y es justo y útil que lo sean, y aun lo vemos sancionado en la misma ley divina. Porque escrito está en el libro de los Proverbios: «El que es necio servirá al sabio.» Tales son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas. Y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipes y naciones más cultas y humanas, para que merced a sus virtudes y a la prudencia de sus leyes, depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud. Y si rechazan tal imperio se les puede imponer por medio de las armas, y tal guerra será justa según el derecho natural lo declara. «Parece que la guerra nace en cierto modo de la naturaleza, puesto que una parte de ella es el arte de la caza, del cual conviene usar no solamente contra las bestias, sino también contra aquellos hombres que, habiendo nacido para obedecer, rehusan la servidumbre: tal guerra es justa por naturaleza.» Esto dice Aristóteles, y con él conviene San Agustín en su carta a Vincencio: «¿Piensas tú que nadie puede ser compelido a la justicia? ¿No has leído que el padre de familias dijo a sus siervos: obligad a entrar a todos los que encontréis.» Y en otro lugar añade: «Muchas cosas se han de hacer aún con los que se resisten: hay que tratarlos con cierta benigna aspereza, consultando la utilidad más bien que el gusto de ellos. Porque el padre que corrige a un hijo suyo, aunque lo haga ásperamente, no por eso pierde el amor paternal. Hágase lo que debe hacerse aunque a él le duela, porque este dolor es lo único que puede sanarle.» En suma: es justo, conveniente y conforme a la ley natural que los varones probos, inteligentes, virtuosos y humanos dominen sobre todos los que no tienen estas cualidades.

[p. 182] L.—Si por derecho natural ha de reservarse el imperio a los hombres más prudentes y virtuosos, supon tú que el reino de Túnez (quiero buscar ejemplos de calamidades entre los infieles más bien que entre los nuestros) ha recaído por herencia paterna y por derecho de edad en un príncipe menos prudente y menos virtuoso que sus hermanos menores. ¿No crees tú, conforme a tu doctrina, que el reino debe darse al mejor de todos ellos y no al que menos vale?

D.—Si buscamos la verdad, oh Leopoldo, y atendemos puramente a lo que piden la razón y el orden natural, habremos de decir que la soberanía debió estar siempre en poder de los más sabios y prudentes, porque sólo es verdadero reino aquel que es gobernado siempre por hombres prudentísimos y amantes del bien público. Es doctrina de los filósofos; y añaden que cuando este orden se perturba, el reino debe perder el nombre de tal. Por eso la república de los optimates es la más justa y natural de todas, porque allí los mejores y los más prudentes tienen el imperio, según lo manifiesta su propio nombre. Pero no es tal la felicidad de los hombres que siempre puedan hacerse sin grandes inconvenientes las cosas que son esencialmente mejores, De gran interés es, según los médicos, que los buenos humores dominen en el cuerpo humano, para que se conserve en su estado natural y en sana salud, y cuando sucede lo contrario y predominan los malos y corrompidos humores, no omiten ningún medio, sí es que le hay, para remediar este desorden y purgar los humores malos; pero si hay peligro de que haciéndolo se ha de producir mayor trastorno en todo el cuerpo, los médicos se abstienen con prudencia de emprender tan peligrosa curación, no porque ignoren que tal perversión de humores es mala y contra naturaleza, sino porque prefieren que el hombre viva aunque sea con mala salud, y no que perezca totalmente. Y esta sabiduría de los médicos la imitan los varones prudentes, que cuando ven un reino enfermo en su misma cabeza, toleran no obstante a los príncipes injustos, como el apóstol San Pedro recomienda; no porque no sea más justo y más natural el gobierno de los mejores, sino para evitar guerras y sediciones que son males mucho mayores. Y el mal menor como enseñan los filósofos, parece un bien, y le sustituye. Por eso dice San Agustín: «Se ha de tolerar a los malos por bien de paz, y no debemos apartarnos de ellos corporal, sino [p. 183] espiritualmente, y esto importa hacerlo para corrección de los malos en cuanto cabe y según el grado de cada uno, salva siempre la paz.

L.— Si por evitar calamidades hemos de contentarnos con el estado presente de la república aunque sea incómodo, ¿por qué no hemos de abstenernos de igual modo del imperio de los bárbaros para evitar guerras y mayores males? y si aquella guerra es impía, ¿por qué esta otra no se ha de considerar como vergonzasa?

D.—Porque el caso es muy diverso. Cuando un rey ocupa el trono por el derecho que le dan las leyes y las costumbres de su patria, aunque sea malo y poco idóneo, no se le ha de sufrir tan sólo por evitar las calamidades que resultarían si por medio de las armas intentásemos derribarle, sino también por no violar las leyes, en las cuales la salud de la república consiste, emprendiendo guerra contra el legítimo rey, la cual es guerra impía y nefanda. Primero, porque se hace sin autoridad del príncipe, que es condición necesaria para la guerra justa; segundo, porque se hace contra las leyes y costumbres de los antepasados, los cuales, para evitar competencias y discordias que muchas veces dividen los pueblos en facciones y engendran la guerra civil y en ocasiones la tiranía, acordaron prudentísimamente y sancionaron con gran unanimidad en las leyes que la sucesión al reino fuese siempre conforme a cierto derecho hereditario y de edad, y que el príncipe así designado gobernase sus pueblos y sus ciudades, parte por consejo propio y de sus ministros, parte con arreglo a las costumbres patrias y a leyes justas. Y casi siempre resultó lo que ellos pensaban; es a saber: que reinasen príncipes prudentes y justos, o a lo menos tolerables, como vemos que sucedió en Lacedemonia, dentro de la sola familia de los Heráclidas, y mucho más en España en la sola familia de los Pelágidas, si es que me permites designar con este nombre a los descendientes de Pelayo, el primero a quien después de la invasión y de los estragos de sarracenos y de moros eligieron sus compatriotas para el reino. Y desde este tiempo que ilustra nuestro rey Carlos, emperador de romanos, apenas en ochocientos años y más se encontrará en la continua sucesión de esta familia uno o dos reyes que no puedan ponerse entre los buenos. Y si alguna vez cae sobre un reino tal calamidad, que Dios permite a veces por [p. 184] los pecados de los pueblos y para castigarlos, primeramente ha de tolerarse al príncipe inicuo; después se ha de pedir a Dios que le dé buen entendimiento y le quite la temeridad, para que lo que acaso no podría llevar a cabo con su prudencia propia, lo haga con el consejo de varones rectos y prudentes y sometiéndose a las costumbres e instituciones de su patria. En suma, así como los filósofos enseñan que cuando las leyes no son enteramente rudas y bárbaras no conviene alterarlas sin grande y manifiesto bien de la república, aunque se encuentren otras mejores, así contra las leyes nada se ha de hacer o intentar sin un grande y muy positivo y muy seguro bien ni sin decreto del príncipe o de la república; sino que conviene sufrir el mal menor para que los hombes no se acostumbren a cambiar, derogar o desobedecer las leyes con cualquier pretexto, y de este modo venga a menoscabarse la fuerza de la ley que es la salvación de la república y que se apoya en la costumbre de obedecer. Y la gran diferencia que hay entre esta guerra de los bárbaros y esta otra guerra en la cual temerariamente se toman las armas contra un príncipe poco idóneo, consiste en que aquella guerra se hace sin autoridad del príncipe y contra el príncipe legítimo, ésta por orden y voluntad del príncipe; aquélla viola los juramentos, las leyes, las instituciones y costumbres de los mayores, con gran perturbación de la república, y ésta tiene por fin el cumplimiento de la ley natural para gran bien de los vencidos, para que aprendan de los cristianos la humanidad, para que se acostumbren a la virtud, para que con sana doctrina y piadosas enseñanzas preparen sus ánimos a recibir gustosamente la religión cristiana; y como esto no puede hacerse sino después de sometidos a nuestro imperio, los bárbaros deben obedecer a los españoles, y cuando lo rehusen pueden ser compelidos a la justicia y a la probidad. Y esto se confirma con las palabras de San Agustín que antes citábamos: «¿Crees tú que nadie puede ser obligado a la justicia, cuando se lee que el padre de familias dijo a sus siervos: obligad a entrar a todos los que encontréis?»

L.—Pero de esta guerra de los bárbaros se siguen grandes estragos y matanzas de hombres, las cuales deben ser causa no menos suficiente para evitar la guerra, que lo es el peligro de la disensión interna en una república.

[p. 185] D.—Al contrario; el peligro es tanto menor cuanto mayor es la diferencia que va entre una guerra justa y piadosa y discordias nefandas e intestinas; porque en la guerra injusta pagan muchas veces los inocentes, y aquí, por el contrario, los que son vencidos sufren justa pena, lo cual no es razón que deba apartar de sus propósitos a los príncipes constantes, fuertes y justos, según el parecer de San Agustín, que habla así a Fausto: «¿Qué es lo que se culpa en la guerra? Que mueren alguna vez los que han de morir para que dominen en paz los que han de vencer. Reprender esto es de hombres tímidos y poco religiosos.»

L.—Para que la guerra sea justa ¡oh Demócrates! se requiere según tu propia opinión, buen propósito y recta manera de obrar, pero esta guerra de los bárbaros, según tengo entendido, ni se hace con buena intención, puesto que los que la han emprendido no llevan más propósito que el granjearse por fas o por nefas la mayor cantidad posible de oro y de plata, contra el precepto de San Agustín que ya otra vez he citado: «La milicia no es delito; pero el militar por causa del botín es pecado.» Muy semejante es el parecer de San Ambrosio: «Los que tolerándolo Dios por sus ocultos juicios se ocupan con mala intención en perseguir a los malos y delincuentes, no para castigar sus pecados, sino para apoderarse de sus bienes y sujetarlos a su dominio, deben ser tenidos por criminales.» Y siendo así que esta guerra la hacen los españoles, no justa y racionalmente, sino con gran crueldad e injuria de los bárbaros, y a modo de latrocinio, es indudable que los españoles están obligados a restituir a los bárbaros las cosas que les han arrebatado, no menos que los ladrones las que quitan a los viajeros.

D.—El que aprueba ¡oh Leopoldo! el imperio de un príncipe o de una república sobre sus clientes y súbditos, no por eso se ha de creer que aprueba los pecados de todos sus prefectos y ministros. Por tanto, si hombres injustos y malvados han dado muestras de avaricia, de crueldad y de cualquier género de vicios, de lo cual hay muchos ejemplos según he oído, nada de esto hace peor la causa del príncipe y de los hombres de bien, a no ser que por negligencia o permiso de ellos se hayan perpetrado tales maldades, porque entonces los príncipes que las consienten incurren en la misma culpa que sus ministros, y con la misma pena [p. 186] serán castigados en el juicio de Dios. Piadosa y sabia es aquella sentencia de Inocencio III: «El error que no es resistido es aprobado, porque el descuidar el castigo de los perversos cuando está en nuestra mano, no es otra cosa que fomentarlos, y no puede dejar de sospecharse complicidad oculta en el que deja de oponerse a un delito manifiesto.» Si esa guerra, pues, se hace como tú has dicho ¡oh Leopoldo! diré siempre que es guerra impía y criminal, y que los que en ella toman parte deben ser castigados poco menos que como ladrones y plagiarios, porque de poco o nada sirve obrar cosas justas cuando se obran injustamente. El mismo Dios lo ha dicho en el Deuteronomio: «Lo que es justo cúmplelo justamente.» Pero tampoco es cierto que todos hayan hecho la guerra de ese modo, si son verdaderas ciertas relaciones de la conquista de Nueva España que hace poco he leído; ni nosotros disputamos aquí de la moderación ni de la crueldad de los soldados y de los capitanes, sino de la naturaleza de esta guerra referida al justo príncipe de las Españas y a sus justos ministros; y de tal guerra digo que puede hacerse recta, justa y piadosamente y con alguna utilidad de la gente vencedora y mucho mayor todavía de los barbaros vencidos. Porque tal es su naturaleza, que con poco trabajo y con muerte de pocos pueden ser vencidos y obligados a rendirse. Y si tal empresa se confiase a varones no sólo fuertes, sino también justos, moderados y humanos, fácilmente podría llevarse a cabo sin ninguna crueldad ni crimen alguno, y habría ciertamente algún bien para los españoles, pero mucho mayor y por muchas razones para los mismos bárbaros, como antes indiqué. Y en lo que decías antes de la restitución de las cosas robadas, si la guerra se hace por justas causas y por legítima autoridad del príncipe, aunque la haga un malvado no cuidadoso de la justicia sino de la presa, lo cual no está exento de torpeza y pecado, creen, no obstante, los grandes teólogos que esta depravada voluntad del soldado no le obliga a restituir la presa adquirida legítimamente sobre el enemigo, así como tampoco está obligado a la restitución el pretor avaro que legalmente se ha apropiado los bienes de aquel a quien legalmente, si bien con ánimo codicioso y depravado, ha condenado a que su hacienda sea sacada a venta pública. Porque la causa de haber sido despojado de sus bienes no ha sido la [p. 187] perversa intención del soldado ni del juez, sino que en el primer caso ha sido vencido un enemigo que combatía por una causa injusta, y en el segundo, el reo había cometido un crimen que estaba penado con la confiscación de bienes.

Téngase, pues, por cierto e inconcuso, puesto que lo afirman sapientísimos autores, que es justo y natural que los hombres prudentes, probos y humanos dominen sobre los que no lo son, y esta causa tuvieron los romanos para establecer su legítimo y justo imperio sobre muchas naciones, según dice San Agustín en varios lugares de su obra De Civitate Dei, los cuales cita y recoge Santo Tomás en su libro De Regimine Principum. Y siendo esto así, bien puedes comprender ¡oh Leopoldo! si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niñas a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres.

No esperarás de mí que haga al presente larga conmemoración de la prudencia e ingenio de los españoles; puesto que, según creo, has leído a Lucano, a Silio Itálico, a los dos Sénecas, y después de éstos a San Isidoro, no inferior a nadie en la teología, así como en la filosofía fueron excelentes Averroes y Avempace y en astronomía el rey Alfonso, para omitir otros muchos que sería prolijo enumerar. ¿Y quién ignora las demás virtudes de nuestra gente, la fortaleza, la humanidad, la justicia, la religión? Hablo solamente de los príncipes y de aquellos de cuya industria y esfuerzo ellos se valen para administrar la república: hablo, en suma, de los que han recibido educación liberal; porque si algunos de ellos son malos e injustos, no por eso sus torpezas deben empañar la fama de su raza, la cual debe ser considerada en los hombres cultos y nobles y en las costumbres e instituciones públicas, no en los hombres depravados y semejantes a siervos, a los cuales esta nación, más que otra alguna, odia y detesta, aunque haya ciertas virtudes comunes a casi todas las clases de nuestro pueblo, como la fortaleza y el esfuerzo bélico, del [p. 188] cual las legiones españolas han dado en todo tiempo ejemplos que exceden a toda credibilidad humana, como en otro tiempo en la guerra de Numancia y en aquellas que hicieron a las órdenes de Viriato y de Sertorio cuando grandes ejércitos romanos fueron deshechos y puestos bajo el yugo por pequeño número de españoles. Y en tiempo de nuestros padres, a las órdenes del Gran Capitán Gonzalo, y en este nuestro tiempo bajo los auspicios del César Carlos en Milán y en Nápoles, y dirigidos por el mismo Carlos en Túnez de África y ahora ha poco en la guerra de Bélgica y de las Galias, en todas partes, en fin las cohortes españolas dieron muestras de su valor con gran admiración de los hombres. Y ¿qué diré de la templanza, así en la gula como en la lascivia, cuando apenas hay nación ninguna en Europa que pueda compararse con España en frugalidad y sobriedad? Y si bien en estos últimos tiempos veo que por el comercio con los extranjeros ha invadido el lujo las mesas de los grandes, sin embargo, como los hombres de bien reprueban esto, es de esperar que en breve tiempo se restablezca la prístina e innata parsimonia de las costumbres patrias. Y en lo que pertenece a la segunda parte de la templanza, aunque enseñan los filósofos que los hombres belicosos son muy aficionados a los placeres de Venus, todavía los nuestros, ni aun en sus propios vicios y pecados, suelen ir contra las leyes de la naturaleza. Cuán arraigada está la religión cristiana en las almas de los españoles, aun de aquellos que viven entre el tumulto de las armas, lo he visto en muchos y clarísimos ejemplos, y entre ellos me ha parecido el mayor el que después del saco de Roma en el pontificado de Clemente VII, apenas hubo español ninguno entre los que murieron de la peste que no mandase en su testamento restituir todos los bienes robados a los ciudadanos romanos; y ninguno de otra nación, que yo sepa, cumplió con este deber de la religión cristiana, y eso que había muchos más italianos y alemanes; y yo que seguía al ejército lo noté todo puntualmente. Ya creo que hablamos de este hecho en nuestro coloquio del Vaticano. Y ¿qué diré de la mansedumbre y humanidad de los nuestros, que aun en las batallas, después de conseguida la victoria, ponen su mayor solicitud y cuidado en salvar el mayor número posible de los vencidos y ponerlos a cubierto de la crueldad de sus aliados?

[p. 189] Compara ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión, con las que tienen esos hombrecillos en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad, que no sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras ni conservan ningún monumento de su historia sino cierta oscura y vaga reminiscencia de algunas cosas consignada en ciertas pinturas, y tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras. Pues si tratamos de las virtudes, ¿qué templanza ni qué mansedumbre vas a esperar de hombres que estaban entregados a todo género de intemperancia y de nefandas liviandades, y comían carne humana? Y no vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos vivían en aquel pacífico reino de Saturno que fingieron los poetas, sino que por el contrario se hacían continua y ferozmente la guerra unos a otros con tanta rabia, que juzgaban de ningún precio la victoria si no saciaban su hambre monstruosa con las carnes de sus enemigos, ferocidad que entre ellos es tanto más portentosa cuanto más distan de la invencible fiereza de los escitas, que también se alimentaban de los cuerpos humanos, siendo por lo demás estos indios tan cobardes y tímidos, que apenas pueden resistir la presencia de nuestros soldados, y muchas veces, miles y miles de ellos se han dispersado huyendo como mujeres delante de muy pocos españoles, que no llegaban ni siquiera al número de ciento. Y para no dilatarme más en esto, puede bastar para conocer la índole y dignidad de estos hombres, el solo hecho y ejemplo de los mejicanos que eran tenidas por los más prudentes, cultos y poderosos de todos. Era rey de ellos Moctezuma, cuyo imperio se extendía larga y anchamente por aquellas regiones, y habitaba la ciudad de Méjico, situada en una vasta laguna, ciudad fortísima por su situación y por sus muros, semejante a Venecia según dicen, pero casi tres veces mayor, tanto en extensión como en población. Éste, pues, habiendo tenido noticia de la llegada de Hernán Cortés y de sus victorias, y de la voluntad que tenía de ir a Méjico a tener con él un coloquio, procuró con todo género de razones apartarle de tal propósito, y no pudiendo conseguirlo, lleno de terror le recibió en su ciudad con un escaso número de españoles que no pasaba de trescientos. Habiendo ocupado Cortés la ciudad de este modo, hizo tanto desprecio de la cobardía, inercia y rudeza de estos [p. 190] hombres, que no sólo obligó por medio del terror al rey y a los príncipes que le estaban sujetos a recibir el yugo y señorío de los reyes de España, sino que al mismo rey Moctezuma, por sospechas que tuvo de que en cierta provincia había tramado la muerte de algunos españoles, le puso en la cárcel, llenándose los ciudadanos de terror y sobresalto, pero sin atreverse siquiera a tomar las armas para libertar a su rey. Y así Cortés, varón como en muchas ocasiones lo demostró, de gran fortaleza de ánimo y de no menos prudente consejo, tuvo oprimida y temerosa durante muchos días con el solo auxilio de los españoles y de unos pocos indígenas a una multitud tan inmensa, pero que carecía de sentido común, no ya de industria y prudencia. ¿Puede darse mayor o más fehaciente testimonio de lo mucho que unos hombres aventajan a otros en ingenio, fortaleza de ánimo y valor, y de que tales gentes son siervos por naturaleza? Pues aunque algunos de ellos demuestran cierto ingenio para algunas obras de artificio, no es este argumento de prudencia humana, puesto que vemos a las bestias, y a las aves, y a las arañas hacer ciertas obras que ninguna industria humana puede imitar cumplidamente. Y por lo que toca al modo de vivir de los que habitan la Nueva España y la provincia de Méjico, ya he dicho que a éstos se les considera como los mas civilizados de todos, y ellos mismos se jactan de sus instituciones públicas, porque tienen ciudades racionalmente edificadas y reyes no hereditarios, sino elegidos por sufragio popular, y ejercen entre sí el comercio al modo de las gentes cultas. Pero mira cuanto se engañan y cuánto disiento yo de semejante opinión, viendo al contrario en esas mismas instituciones una prueba de la rudeza, barbarie e innata servidumbre de estos hombres. Porque el tener casas y algún modo racional de vivir y alguna especie de comercio, es cosa a que la misma necesidad natural induce, y solo sirve para probar que no son osos, ni monos, y que no carecen totalmente de razón. Pero por otro lado tienen de tal modo establecida su república, que nadie posee individualmente cosa alguna, ni una casa, ni un campo de que pueda disponer ni dejar en testamento a sus herederos, por que todo está en poder de sus señores que con impropio nombre llaman reyes, a cuyo arbitrio viven más que al suyo propio, atenidos a su voluntad y capricho y no a su libertad, y el hacer todo [p. 191] esto no oprimidos por fuerza de las armas, sino de un modo voluntario y espontáneo es señal ciertísima del ánimo servil y abatido de estos bárbaros. Ellos tenían distribuídos los campos y los predios de tal modo, que una parte correspondía al rey, otra a los sacrificios y fiestas públicas, y sólo la tercera estaba reservada para el aprovechamiento de cada cual, pero todo esto se hacía de tal modo que ellos mismos cultivaban los campos regios y los campos públicos y vivían como asalariados por el rey y a merced suya, pagando crecidísimos tributos. Y cuando llegaba a morir el padre, todo su patrimonio, si el rey no determinaba otra cosa, pasaba entero al hijo mayor, por lo cual era preciso que muchos pereciesen de hambre o se viesen forzados a una servidumbre todavía más dura, puesto que acudían a los reyezuelos y les pedían un campo con la condición no sólo de pagar un canon anual, sino de obligarse ellos mismos al trabajo de esclavos cuando fuera preciso. Y si este modo de república servil y bárbara no hubiese sido acomodado a su índole y naturaleza, fácil les hubiera sido, no siendo la monarquía hereditaria, aprovechar la muerte de un rey para obtener un estado más libre y más favorable a sus intereses, y al dejar de hacerlo, bien declaraban con esto haber nacido para la servidumbre, y no para la vida civil y liberal. Por tanto, si quieres reducirlos, no digo a nuestra dominación, sino a una servidumbre un poco más blanda, no les ha de ser muy gravoso el mudar de señores, y en vez de los que tenían, bárbaros, impías e inhumanos, aceptar a los cristianos, cultivadores de las virtudes humanas y de la verdadera religión. Tales son en suma la índole y costumbres de estos hombrecillos tan bárbaros, incultos e inhumanos, y sabemos que así eran antes de la venida de los españoles; y eso que todavía no hemos hablado de su impía religión y de los nefandos sacrificios en que veneran como Dios al demonio, a quien no creían tributar ofrenda mejor que corazones humanos. Y aunque esto pueda recibir sana y piadosa interpretación, ellos se atenían no al espíritu que vivifica, según las palabras de San Pablo, sino a la letra que mata, y entendiendo las cosas de un modo necio y bárbaro, sacrificaban víctimas humanas, y arrancaban los corazones de los pechos humanos, y los ofrecían en sus nefandas aras, y con esto creían haber aplacado a sus dioses conforme al rito, y ellos [p. 192] mismos se alimentaban con las carnes de los hombres sacrificados. Estas maldades exceden de tal modo toda la perversidad humana, que los cristianos las cuentan entre los más feroces y abominables crímenes. ¿Cómo hemos de dudar que estas gentes tan incultas, tan bárbaras, contaminadas con tantas impiedades y torpezas han sido justamente conquistadas por tan excelente, piadoso y justísimo rey como lo fué Fernando el Católico y lo es ahora el César Carlos, y por una nación humanísima y excelente en todo género de virtudes?

La segunda causa que justifica la guerra contra los bárbaros es que sus pecados, impiedades y torpezas son tan nefandos y tan aborrecidos por Dios, que ofendido principalmente con ellos, destruyó con el diluvio universal a todos los mortales exceptuando a Noé y a unos pocos inocentes. Porque aquellas palabras, de la Sagrada Escritura: «Corrompióse toda la tierra delante del Señor y llenase de iniquidad», las explica de esta manera un escritor antiquísimo llamado Beroso: «Eran antropófagos, procuraban el aborto, y se juntaban carnalmente con sus madres, hijas y hermanas y con hombres y con brutos.» Y añade que por estos crímenes vino aquella universal inundación. Y la misma Sagrada Escritura claramente manifiesta que por el pecado de torpeza nefanda cayó del cielo fuego y azufre y destruyó a Sodoma y a Gomorra y a toda la región circunvecina y a todos los habitantes de aquellas ciudades, a excepción de Lot con unos pocos criados justos. Y a los judíos intimó el Señor que persiguiesen con guerra severísima a los Cananeos, Amorreos y Fereceos y los exterminasen a todos con sus jumentos y sus rebaños. ¿Por qué pudo ser esta condenación sino por los crímenes antedichos y principalmente por el culto de los ídolos? Todos estos crímenes, dice, los aborrece el Señor y por ellos los destruiré en tu entrada: y en otro lugar añade: «Si el pueblo por negligencia y como menospreciando mis preceptos dejare en libertad algún hombre que haya hecho ofrenda de la semilla de Moloch, esto es, que haya sido adorador de los ídolos, y no quisiere matarle, pondré mi faz sobre aquel hombre y sobre su parentela, y le mataré a él y a todos los que hayan consentido con él para que fornicase con Moloch en medio de su pueblo.» Semejante a estas palabras son otras que se leen en el Deuteronomio en detestación de los ídolos: [p. 193] «Si oyeres decir a alguien en una de tus ciudades que han salido hijos de Belial en medio de tu pueblo y han pervertido a los habitadores de tu ciudad, y han dicho: vayamos y sirvamos a los dioses ajenos que ignoráis, inquiere solícito y diligente la verdad, y si encontrares que es cierto lo que se dice y que ha sido perpetrada tal abominación, herirás en seguida a los habitantes de aquella ciudad con el filo de la espada y la destruirás con todo lo que en ella hay, hasta las bestias.» Acordándose de este riguroso precepto degolló Matatías a aquel que se había acercado al ara para sacrificar, según leemos en el libro de los Macabeos.

Podemos creer, pues, que Dios ha dado grandes y clarísimos indicios respecto del exterminio de estos bárbaros. Y no faltan doctísimos teólogos que fundándose en que aquella sentencia dada ya contra los judíos prevaricadores, ya contra los Cananeos y Amorreos y demás gentiles adoradores de los ídolos, es no sólo ley divina, sino natural también que obliga no sólo a los judíos, sino también a los cristianos, sostienen que a estos bárbaros contaminados con torpezas nefandas y con el impío culto de los dioses, no sólo es lícito someterlos a nuestra dominación para traerlos a la salud espiritual y a la verdadera religión por medio de la predicación evangélica, sino que se los puede castigar con guerra todavía más severa. Con este parecer se conforma San Cipriano, el cual citando aquel lugar del Deuteronomio y otros semejantes añade: «Si antes de la venida de Cristo se han observado estos preceptos sobre el culto divino y en reprobación de la idolatría, ¿cuánto más deberán observarse después de la venida de Cristo, cuando él nos ha exhortado, no solamente con palabra, sino también con obras?»

L.—¿Cómo han podido, pues, otros teólogos de gran nombre negar a los príncipes cristianos la facultad de someter a su dominio a los paganos que habitan aquellas regiones donde nunca ha llegado a penetrar el imperio de los romanos ni el nombre de Cristo? Ellos dicen que la infidelidad no es bastante causa para hacer guerra a los infieles ni para despojarlos de sus bienes sin evidente injusticia.

D.— Cuando los paganos no son más que paganos y no se les puede echar en cara otra cosa sino el no ser cristianos, que es lo que llamamos infidelidad, no hay justa causa para castigarlos ni [p. 194] para atacarlos con las armas: de tal modo, que si se encontrase en el Nuevo Mundo alguna gente culta, civilizada y humana que no adorase los ídolos, sino al Dios verdadero, según la ley de naturaleza, y para valerme de las palabras de San Pablo, hiciera naturalmente y sin ley las cosas que son de la ley, aunque no conociesen el Evangelio ni tuviesen la fe de Cristo, parece que contra estas gentes sería ilícita la guerra, y en esto tienen razón los teólogos que antes citaste cuando dicen que no basta la infidelidad para que los príncipes cristianos lleven sus armas contra los que viven en ella; y en las Sagradas Historias no leemos de ninguna nación que haya sido destruída de mandato divino por la sola causa de infidelidad, al paso que vemos que muchas lo fueron por nefandas torpezas como Sodoma y Gomorra, y por estos y otros delitos y también por el culto de los ídolos, los Cananeos, Amorreos y Fereceos, según antes hemos advertido y puede comprobarse con muchos testimonios. Quiso Dios, dice San Ambrosio, castigar por medio de los hijos de Israel los pecados de los Amorreos y de otras gentes, y dió la posesión de su tierra a los israelitas, y dijo el mismo Dios: No os contaminéis con todas aquellas torpezas con que se han contaminado todas las gentes, las cuales yo arrojaré delante de vuestra presencia, porque con ellas se ha manchado la tierra, y yo visitaré sus maldades para que vomite a sus habitadores»; y poco después añade: «Todas estas execraciones hicieron los que habitaron esta tierra antes de vos otros y la contaminaron. Guardaos de hacer lo mismo que ellos porque os arrojará de sí como arrojó a la gente que hubo antes que vosotros.» Con estas palabras dió a entender claramente Dios que aquellos delitos, entre los cuales era el mayor el culto de los ídolos, debían ser castigados igualmente en el hombre fiel y en el pagano; y todavía más claramente lo indica en las palabras que luego añade. Y que tales abominaciones e impiedades deben ser castigadas con las mismas penas aun en los tiempos cristianos lo atestigua Cipriano, autor gravísimo, cuyas palabras hemos recordado antes. Y si antes de la llegada de Cristo se observaban estos preceptos acerca del culto de Dios y el desprecio de los ídolos, ¿cuánto más deberán observarse después de la venida de Cristo, puesto que él nos ha exhortado no solamente con palabras sino con obras?» Por consiguiente, si diferimos el castigar estos [p. 195] crímenes, de los cuales Dios tanto se ofende, provocamos la paciencia de la Divinidad, porque no hay cosa que a Dios ofenda más que el culto de los ídolos, según el mismo Dios declaró, mandando en el Éxodo que en castigo de tal crimen pudiese cualquiera matar a su hermano, a su amigo y a su prójimo, como hicieron los levitas. «Consagrasteis hoy, dijo Moisés, vuestras manos al Señor, cada uno en su hijo y en su hermano para que se os dé la bendición.» Y añade: «Por tanto, toda alma que haga alguna de estas abominaciones será quitada de en medio de mi pueblo.» De aquí dimanó aquella ley de Constantino, príncipe religioso y justísimo, contra los sacrificios de los paganos, esto es, contra el culto de los ídolos, imponiendo pena capital y confiscación de bienes, no sólo contra los que perpetraban estos impíos sacrificios, sino también contra los prefectos de las provincias que fuesen negligentes en castigar este crimen, y de esta ley dice San Agustín que fué aprobada, no solamente por todos los piadosos cristianos, sino también por los herejes. ¿Crees tú que estas penas sancionadas por la ley divina y natural se entienden únicamente con aquellos paganos que legalmente están sometidos al imperio de los cristianos? Afirmar esto sería cerrar los ojos a la luz del mediodía. San Gregorio, varón sapientísimo y religiosísimo, alaba en una de sus epístolas a Gennadio, gobernador de África que perseguía a los paganos por causa de religión, es a saber, para desterrar el culto de los ídolos y propagar la piedad cristiana. Y no se ha de entender que hacía esta guerra contra pueblos pacíficos y sujetos al imperio romano. No es doctrina temeraria, pues, sino muy racional y enseñada por varones eruditísimos y por la autoridad de un sueno pontífice el ser lícito a los cristianos perseguir a los paganos y hacerles guerra si no observan la ley natural, como pasa en lo tocante al culto de los ídolos.

L.—Pero de este modo no habría nación alguna a la cual no pudiera hacerse con justicia la guerra por haber violado la ley de naturaleza, pues ¿qué nación habrá que observe estrictamente la ley natural?

D.—Antes al contrario se hallarán muchas o más bien no hay ninguna de las que son y se llaman humanas que no observe la ley natural.

[p. 196] L.— No entiendo bien ¡oh Demócrates! qué es lo que llamas en este caso la ley natural a no ser que digas que la observan los que se abstienen del pecado nefando y de otras torpezas por el estilo por más que cometan otros crímenes graves. Aun de este modo encontrarás muy pocas gentes que observen la ley natural. Pero yo digo que los adulterios, homicidios y otros grandes crímenes con que a cada paso vemos contaminarse a los cristianos son también contra la ley natural; y tú si quieres ser consecuente contigo mismo no lo puedes negar puesto que hace poco definías la ley natural como una participación de la ley eterna en la criatura capaz de razón.

D.—No te molestes inútilmente, Leopoldo. Son sin duda los pecados más graves los que se cometen contra la ley de naturaleza, pero guárdate de sacar de aquí temerarias consecuencias contra todas las naciones en general y si en cualquiera de ellas pecan algunos contra las leyes naturales, no por eso has de decir que toda aquella nación no observa la ley natural; por que la causa pública no debe considerarse individualmente en cada hombre, sino en las costumbres e instituciones públicas. En aquellas naciones en que el latrocinio, el adulterio, la usura, el pecado nefando y los demás crímenes son tenidas por cosas torpísimas y están castigadas por las leyes y por las costumbres, aunque algunos de sus ciudadanos caigan en estos delitos, no por eso se ha de decir que la nación entera no guarda la ley natural, ni por el pecado de algunos que públicamente son castigados, deberá ser castigada la ciudad entera; del mismo modo que si algunos de una ciudad por voluntad propia y no por autoridad pública hiciesen una incursión hostil en los campos de sus vecinos, nadie tendría derecho a proceder contra la ciudad misma si sus leyes castigaban a estos ladrones y les obligaban a devolver la cosa robada. Pero si hubiese una gente tan bárbara e inhumana que no contase entre las cosas torpes todos o algunos de los crímenes que he enumerado y no los castigase en sus leyes y en sus costumbres o impusiese penas levísimas a los más graves y especialmente a aquellos que la naturaleza detesta más, de esa nación se diría con toda justicia y propiedad que no observa la ley natural, y podrían con pleno derecho los cristianos, si rehusara someterse a su imperio, destruirla por [p. 197] sus nefandos delitos y barbarie e inhumanidad, y sería un gran bien que aquellos hombres pésimos, bárbaros e impíos obedeciesen a los buenos, a los humanos y a los observadores de la verdadera religión, y mediante sus leyes, advertencias y trato se redujesen a humanidad y piedad, lo cual sería grandísima ventaja de la caridad cristiana. No está en la potestad del Sumo Sacerdote obligar con cristianas y evangélicas leyes a los paganos, pero a su oficio pertenece procurar, por todos los medios que no sean muy difíciles, apartar a los paganos de los crímenes e inhumanas torpezas, y de la idolatría y de toda impiedad, y traerlos a buenas y humanas costumbres y a la verdadera religión, lo cual hará con el favor de Dios, que quiere salvar a todos los hombres y traerlos al conocimiento de la verdad. Aquello que dice el Cremes terenciano: «Hombre soy y ninguna de las cosas humanas puede serme indiferente», significando, que el hombre debe favorecer a los demás hombres, en cuantas cosas pueda sin detrimento propio; es ley divina y natural, derivada de aquella lumbre del rostro de Dios que está signada sobre nosotros, esto es, nacida de la ley eterna y enseñada en el Eclesiástico, cuando dice: «Dios encargó a cada cual de los hombres de su prójimo.» Porque todos los mortales son prójimos y socios entre sí con aquel género de sociedad que se extiende a todos los hombres. Y si cualquier hombre particular esta obligado por la ley natural a cumplir este servicio, ¿cuánto más deben estarlo el Sumo Sacerdote de Dios y vicario de Cristo y los príncipes cristianos que también, aunque de otro modo, hacen las veces de Dios en la tierra, siendo y llamándose unos y otros pastores de la grey cristiana? Porque la obligación del pastor no consiste tan sólo en apacentar el rebaño que le está confiado, sino que cuando encuentra errante por las soledades alguna oveja de otro rebaño o de ajeno redil, debe no abandonarla, y si fácilmente puede hacerlo, conducirla a unos mismos pastos y a lugar más seguro para que así paulatinamente vaya habiendo un solo redil y un solo pastor.

No pueden los paganos por el solo hecho de su infidelidad ser castigados ni obligados a recibir la fe de Cristo contra su voluntad; porque el creer, como enseña San Agustín, es cosa propia de la voluntad, la cual no puede ser forzada; pero se pueden atajar sus maldades. «Ninguno, dice San Agustín, puede ser [p. 198] obligado a recibir la fe, pero por la severidad o más bien por la misericordia de Dios, suele ser castigada la perfidia con el azote de la tribulación.» Y prosigue el mismo santo hablando contra los herejes de su tiempo: «Conviene designar magistrados enérgicos y consejeros piadosos, que dejando vivos a los herejes no obstante ser tan grave su crimen, los castiguen y atemoricen con penas más leves, ya de destierro, ya de confiscación de bienes para que de este modo comprendan el sacrilegio en que han caído y se abstengan de él y se libren de la condenación eterna.» Esto que se dice contra los herejes vale del mismo modo contra los paganos; unos y otros son prójimos nuestros, por unos y otros debemos mirar según la ley divina y natural, para que se abstengan de sus crímenes, especialmente de aquellos que más ofenden a la naturaleza y a Dios autor de ella, siendo entre todos ellos el pecado más grave la idolatría.

A esto se añade que, como enseña San Juan Crisóstomo, no debemos tolerar ni aun de oídas las injurias de Dios, que principalmente se cometen por medio de estas abominaciones, porque si es laudable que cada cual sea paciente en sus propias injurias, es cosa impía disimular las injurias de Dios. Y si en los príncipes parece cosa laudable castigar, aun en las gentes extrañas, las ofensas hechas a sus amigos y parientes, como vemos en Abraham que peleó contra los cuatro reyes para vindicar las injurias que habían hecho a Lot y a sus amigos, ¿cuánto mejor parecerá el castigar las ofensas hechas a Dios, sea quien fuere el que las hace? Sobre todo si se tiene en cuenta (lo cual por sí solo es causa bastante justa para la guerra) el que por virtud de ella se libra de graves opresiones a muchos hombres inocentes, como vemos que pasa en la sumisión de estos bárbaros, de los cuales consta que todos los años, en una región llamada Nueva España, solían inmolar a los demonios más de 20.000 hombres inocentes. Y así, exceptuado la sola ciudad de Méjico cuyos habitantes hicieron por si vigorosa resistencia, fué reducida aquella tierra a la dominación de los cristianos con muerte de muchos menos hombres que los que ellos solían sacrificar todos los años. Es unánime enseñanza de los teólogos que todos los hombres son nuestros prójimos, con aquel género de sociedad que se dilata y extiende entre nosotros, y toman argumento de aquel ejemplo evangélico del samaritano [p. 199] que trató como prójimo al israelita despojado y herido por los ladrones y le amparó en sus grandes peligros y calamidades. Y el dar auxilio a su prójimo o a un compañero en todo lo que puedan, sin gran daño propio, es cosa que obliga a todos los hombres probos y humanos, conforme a este ejemplo del samaritano y al precepto divino que antes cité del Eclesiástico: «Dios dió al hombre el cargo de su prójimo.» Y la obligación será tanto mayor cuando el prójimo se halle expuesto a la muerte, sobre lo cual hay un precepto particular en los sagrados proverbios: «Compra a los que son llevados a la muerte»; es decir, a los que son llevados injustamente y sin culpa suya, como aquellos infelices a quienes sacrificaban estos barbaros ante sus impías aras. Defender, pues, de tan grandes injurias a tantos hombres inocentes, ¿qué hombre piadoso ha de negar que es obligación de un príncipe excelente y religioso? Porque, como enseña San Ambrosio, la ley de la virtud consiste, no en sufrir, sino en repeler las injurias. El que pudiendo no defiende a su prójimo de tales ofensas, comete tan grave delito como el que las hace; tales crímenes y las demás enormes abominaciones, como dice San Agustín, han de ser castigados más bien por los jueces del mundo; esto es, por los príncipes seculares que por los obispos y jueces eclesiásticos, porque son vengadores de la ira de Dios, como los llama San Pablo, contra los que obran mal. Por eso dice San Jerónimo: «El que hiere a los malos en aquello en que son malos y tiene instrumentos de muerte para matar a los peores, es ministro de Dios.» Con gran razón, por tanto, y con excelente y natural derecho pueden estos bárbaros ser compelidos a someterse al imperio de los cristianos, siempre que esto pueda hacerse sin gran pérdida de los cristianos mismos, como se puede en este caso en que son tan superiores en las armas. Y sometidos así los infieles, habrán de abstenerse de sus nefandos crímenes, y con el trato de los cristianos y con sus justas, pías y religiosas advertencias, volverán a la sanidad de espíritu y a la probidad de las costumbres, y recibirán gustosos la verdadera religión con inmenso beneficio suyo, que los llevará a la salvación eterna. No es, pues, la sola infidelidad la causa de esta guerra justísima contra los bárbaros, sino sus nefandas liviandades, sus prodigiosos sacrificios de víctimas humanas, las extremas injurias que hacían a muchos [p. 200] inocentes, los horribles banquetes de cuerpos humanos, el culto impío de los ídolos. Pero como la ley nueva y evangélica es más perfecta y suave que la ley antigua y mosaica, porque aquélla era ley de temor y ésta es de gracia, mansedumbre y caridad, las guerras se han de hacer también con mansedumbre y clemencia, y no tanto para castigo como para enmienda de los malos, si es verdad, como ciertamente lo es, lo que San Agustín dice: «Es muy útil para el pecador quitarle la licencia de pecar, y nada hay más infeliz que la felicidad de los pecadores.» ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libidinosos, en probos y honrados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios? Ya comienzan a recibir la religión cristiana, gracias a la próvida diligencia del César Carlos, excelente y religioso príncipe; ya se les han dado preceptores públicos de letras humanas y de ciencias, y lo que vale más, maestros de religión y de costumbres. Por muchas causas, pues, y muy graves, están obligados estos bárbaros a recibir el imperio de los españoles conforme a la ley de naturaleza, y a ellos ha de serles todavía más provechoso que a los españoles, porque la virtud, la humanidad y la verdadera religión son más preciosas que el oro y que la plata. Y si rehusan nuestro imperio, podrán ser compelidos por las armas a aceptarle, y será esta guerra, como antes hemos declarado con autoridad de grandes filósofos y teólogos, justa por ley de naturaleza; mucho más justa todavía que la que hicieron los romanos para someter a su imperio todas las demás naciones, así como es mejor y más cierta la cristiana religión que la antigua de los romanos; siendo además tan grande la ventaja que, en ingenio, prudencia, humanidad, fortaleza de alma y de cuerpo y toda virtud, hacen los españoles a estos hombrecillos como la que hacían a las demás naciones los antiguos romanos. Y todavía resulta más evidente la justicia de esta guerra, si se considera que la ha autorizado el sumo Pontífice, que hace las veces de Cristo. Porque sí las guerras que con autoridad del mismo Dios han sido emprendidas, como muchas de que se [p. 201] habla en las Sagradas Escrituras, no pueden ser injustas, según dice San Agustín, también hemos de tener por justas las que se hacen con el consentimiento y aprobación del sumo sacerdote de Dios y del senado apostólico, especialmente las que se dirigen a cumplir un evangélico precepto de Cristo, porque esta es otra causa, y ciertamente justísima, para hacer la guerra a los bárbaros. «Si encontrares, dice Dios en el Éxodo, errante al buey o al asno de tu enemigo, vuélvesele a su dueño.» Si Dios nos manda volver al camino recto y a lugar seguro a los mismos brutos y hacer este servicio a nuestros propios enemigos, ¿como hemos de dudar cuando vemos a otros hombres, prójimos nuestros, errando tan peligrosamente, en traerlos, si podemos, al camino de la verdad? Y ¿cómo ha de sernos gravoso el tomar este cuidado, no por atender al bien de nuestros enemigos, sino por cumplir la voluntad de Dios, amantísimo señor de todas las cosas, que quiere salvar a todos los hombres y hacerlos venir al conocimiento de la verdad? Así como estamos obligados a mostrar el camino a los hombres errantes, así la ley de naturaleza y de caridad humana nos obliga a traer a los paganos al conocimiento de la verdadera religión. ¿Quién que esté en su sano juicio no ha de desear que, si alguna vez llega a perder el recto camino y perdido en las tinieblas se acerca imprudentemente al precipicio, cualquier hombre le retire de él y le haga volver al buen camino, aun contra su voluntad? Y como no podemos dudar que todos los que andan vagando fuera de la religión cristiana están errados y caminan infaliblemente al precipicio, no hemos de dudar en apartarlos de él por cualquier medio y aun contra su voluntad, y de no hacerlo no cumpliremos la ley de naturaleza ni el precepto de Cristo, que nos manda hacer con los demás hombres lo que quisiéramos que hiciesen con nosotros; precepto del cual dijo el mismo Cristo que era el compendio de todas las leyes divinas.

L.—¿Crees tú, por consiguiente, que los paganos pueden ser compelidos a recibir la fe, a pesar de que San Agustín lo niega en el mismo texto que me has citado antes?

D.—Aunque yo lo creyera así, no me faltarían grandes autoridades con que confirmar mi parecer, y aun sostendría que era éste un grande oficio de caridad, pues ¿qué mayor beneficio puede [p. 202] hacerse a un hombre infiel que comunicarle la fe de Cristo? Pero como la voluntad, según yo indicaba antes, sin la cual no hay lugar alguno a la fe, no puede ser forzada, no agrada a San Agustín ni a otros grandes teólogos que se tome ese trabajo tan grande y a veces tan pernicioso de obligar a bautizarse a los que rechazan el bautismo o a sus hijos, que en su mayor parte suelen seguir la voluntad de los padres. No digo yo, pues, que se los bautice por fuerza, sino que en cuanto depende de nosotros se los retraiga del precipicio y se les muestre el camino de la verdad por medio de piadosas enseñanzas y evangélica predicación, y como esto no parece que puede hacerse de otro modo que sometiéndolos primero a nuestro dominio, especialmente en tiempos como éstos en que es tanta la escasez de predicadores de la fe y tan raros los milagros, creo que los bárbaros pueden ser conquistados con el mismo derecho con que pueden ser compelidos a oír el Evangelio. Porque el que pide algún fin en justicia, pide con el mismo derecho todas las cosas que pertenecen a aquel fin, y el que se predique el Evangelio a los infieles es como otras veces he dicho, ley de naturaleza y de caridad humana enseñada por Cristo, no sólo en los términos universales que antes recordé, sino también y más expresamente en otro lugar en que, hablando con sus apóstoles, dice: «Predicad el Evangelio a toda criatura.» Y yo creo que este precepto no se dió tan sólo para los que vivieron con Cristo, sino también para los apóstoles de aquel tiempo y de cualquiera otro en que se muestre camino para la propagación de la fe. También ahora hay apóstoles y los habrá hasta la consumación de los siglos, como San Pablo atestigua: «Él nos dió ciertos apóstoles, ciertos profetas, evangelistas, pastores y doctores, hasta la consumación de los santos, en la obra del mínisterio, en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos nos reduzcamos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios.» Son, pues, los apóstoles, sucesores de los apóstoles; esto es, obispos y rectores de las iglesias y predicadores en todo lo que pertenece al oficio de predicar. Y ¿cómo han de predicar a estos bárbaros si no son enviados a ellos como San Pablo dice, y cómo han de ser enviados sí antes no se ha conquistado a esos bárbaros?

L. —¿Y cómo fueron enviados aquellos primeros que, sin [p. 203] armas, con la sola ayuda de Dios, recorrieron la mayor parte del mundo predicando el Evangelio?

D.—Fueron hasta sin báculo ni alforjas. Pero da tú a los apóstoles de nuestro tiempo aquella perfección de fe, aquella virtud de milagros y don de lenguas con que sometían y dominaban a los enemigos más impíos, y no faltarán, créeme, predicadores apostólicos que recorran el Nuevo Mundo predicando el Evangelio. Ahora, como por nuestras culpas no vemos milagro ninguno o son rarísimos, debemos proceder con prudencia y moderación, porque haciéndolo de otro modo parecería que tentábamos a Dios, lo cual es contra la ley divina. Porque, según declaran los teólogos, tienta a Dios el que en los peligros no toma las precauciones necesarias, sino que todo lo confía del favor divino, como si quisiese poner a prueba su justicia o su poder. «Nadie, dice San Agustín, debe tentar a su Dios, mientras pueda obrar por su propio y racional consejo.» Y el sumo Pontífice Nicolás, añade: «Parece que tienta a Dios el hombre que no mira por su propia salud y por la de los otros.» Enviar, pues, predicadores y evangelistas a gentes bárbaras y no pacificadas, es cosa difícil y llena de peligros, y que por los grandes obstáculos con que ha de tropezar puede producir muy poco o ningún fruto.

L.—Libre voluntad dió al hombre Dios, y como se lee en el Eclesiástico, le dejó en manos de su consejo. ¿Por qué nosotros hemos de ser más imperiosos e insistir tanto en negocios ajenos y no permitir a cada uno vivir a su manera sin injuria de otro?

D.—Reconozco en tus palabras las quejas del hereje Donato; pero oye lo que le respondió San Agustín, no yo: «¿Quién ignora, dice, que el hombre no se condena sino por su mala voluntad, ni se salva sino por su voluntad buena? Pero de ningún modo hemos de tener la crueldad de dejar a nuestros prójimos entregados a su mala voluntad, sino que debemos obligarlos al bien.»

L.—Pues yo no he leído que Cristo ni sus Apóstoles obligasen a nadie por fuerza a recibir la fe ni a oir el Evangelio, sino que meramente los invitaban a ello.

D.—Cuando San Pablo perseguía a la Iglesia, Cristo le refrenó con una sola palabra y con su potestad le derribó por tierra, y le forzó a la fe; y el mismo Cristo echó a latigazos del templo a los que compraban y vendían en él. Pero puesto que aquí [p. 204] tratamos solo de la guerra a los perversos idólatras, ¿crees tú que porque una cosa no se haya hecho en los pregoneros tiempos de la Iglesia, no se ha de poder hacer en ningún tiempo, y más ahora que la Iglesia está fortalecida con la potestad temporal de los reyes y de los príncipes?

L.—No comprendo la diferencia.

D.—Pues la comprendió San Agustín, que, haciéndole los herejes este mismo argumento, les respondía: «No consideráis que entonces comenzaba a germinar la Iglesia y que aún no se había cumplido aquella profecía: la adorarán y la servirán todos los reyes de la tierra; pues cuanto más se va cumpliendo tanto más va creciendo la potestad de la Iglesia, no sólo para invitar, sino también para obligar al bien, y esto quería significar el Señor que teniendo gran potestad prefirió sin embargo recomendar primero la humildad.»

Y para confirmar San Agustín este parecer suyo con la doctrina evangélica añade: «Esto mostró con bastante evidencia Cristo en aquella parábola del convite: los invitados no quisieron venir y el padre de familias dijo al siervo: sal con presteza y recorre las plazas y las calles de la ciudad y trae a los pobres, y a los débiles, y a los ciegos, y a los cojos, y dijo el siervo al Señor: ya está hecho como lo has ordenado y todavía hay lugar: y dijo el Señor al siervo: sal por los caminos y por los campos y obliga a las gentes a entrar hasta que se llene mi casa. Repara cómo de los primeros que habían de venir se dice: introdúcelos y de los últimos se dice, oblígalos, significándose así los dos períodos de la Iglesia, el de su origen y el de su progreso en que ya se puede emplear la fuerza para compeler a los infieles a entrar.» A estos bárbaros, pues, violadores de la naturaleza, blasfemos e idólatras sostengo que no sólo se los puede invitar, sino también compeler para que recibiendo el imperio de los cristianos oigan a los apóstoles que les anuncian el Evangelio.

L.— Pero qué, ¿no hay ningún otro camino seguro para la predicacíón del Evangelio que el conquistar por fuerza de armas aquellas regiones?

D.—Y aún me temo que ni aun siquiera este medio es bastante seguro.

L.— ¿Como así? ¿Crees que algún predicador del Evangelio se ha visto en peligro entre los bárbaros?

[p. 205] D.—¿Acaso no ha llegado a tus oídos que en muchos lugares los frailes predicadores, en cuanto se retiraba la guarnición de los españoles, han sido muertos por los mal pacificados bárbaros? Y ¿no has oído que Pedro de Córdoba, fraile dominico, insigne por su piedad, provincial de la isla Española, ha sido sacrificado, juntamente con sus compañeros, a la vista de la isla de Cubagua por los bárbaros enemigos de la religión cristiana? Pues yo sé también que en las regiones interiores de Nueva España, Juan de Padilla y Antonio Llares y otros religiosos solitarios, han sido degollados, y que los bárbaros han destruído allí un templo o iglesia y han profanado las vestiduras sagradas, haciendo ludibrio de las ceremonias del santo sacrificio de la misa. Pues si esto ha sucedido a nuestros apóstoles cuando los bárbaros habían recibido ya nuestro imperio y ha podido cometerse un atentado semejante ocupando nuestros soldados el país, aunque estuviesen un poco distantes, ¿qué no sucedería si enviábamos predicadores a instruir a aquellos bárbaros, a quienes ningún temor de nuestros ejércitos pudiera contener en sus desmanes impíos? Y eso que yo no solo digo que debemos conquistar a los bárbaros para que oigan a nuestros predicadores, sino también que conviene añadir a la doctrina y a las amonestaciones las amenazas y el terror, para que se aparten de las torpezas y del culto de los ídolos; y tengo sobre esto la autoridad de San Agustín, que escribe así a Vincencio contra los donatistas: «Si se los aterra y no se les enseña, la dominación parecerá inicua; pero al revés, si se les enseña y no se les infunde terror, se endurecerán en la costumbre antigua y se harán más lentos y perezosos para entrar en el cammo de salvación; porque yo he conocido muchos que después que se les mostraba la verdad fundada en los divinos testimonios, respondían que ellos deseaban entrar en la comunión de la Iglesia católica, pero que temían las enemistades de los hombres violentos. Cuando se añade, pues, al terror útil la doctrina saludable, de modo que no sólo la luz de la verdad ahuyente las tinieblas del error, sino que también la fuerza del temor rompa los vínculos de las malas costumbres, podremos alegrarnos, como antes dije, de la salvación de muchos.» Lo que San Agustín dice de los herejes, nosotros, con igual verdad, podemos afirmarlo de los bárbaros; muchos de los cuales, que gracias al terror unido a [p. 206] la predicación han recibido la religión cristiana, hubieran resistido a la predicación sola por temor a sus sacerdotes y a sus príncipes, de quienes es muy probable que por interés propio y mirando la nueva religión como novedad sospechosa, se hubieran opuesto a ella. Había que desterrar, pues, de los ánimos del vulgo este temor, y en cambio infundirles el de los cristianos; porque como está escrito en los sagrados Proverbios: «Con palabras no se enmendará el siervo duro, porque si no las en tiende no las obedecerá.» «No porque, como dice San Agustín, un hombre bueno pueda ser injusto, sino porque temiendo los males que no quiere padecer, o bien depone la animosidad y la ignorancia en que vivía y se ve compelido por el temor a conocer la verdad, o bien, rechazando lo falso que defendía, emprende buscar la verdad que ignoraba y acepta gustoso y sin violencia lo que antes rechazaba.» Y esta sentencia la confirma, no sólo con el ejemplo de muchos hombres particulares, sino también con el de muchas ciudades que habiendo sido antes donatistas eran ya católicas. «Con ocasión del terror, la Iglesia, como dice el mismo San Agustín, corrige a los que puede tolerar, tolera a los que no puede corregir», y esto se, extiende no sólo a los herejes, sino también a los paganos que nunca han recibido la fe de Cristo. Y que a estos también es lícito obligarlos con penas y amenazas por lo menos, a apartarse del culto de los ídolos, lo declara el mismo San Agustín, que alaba en términos expresos y testifica que fué alabada por todos los hombres piadosos, la ley del justísimo y religioso emperador Constantino, que castigaba con pena capital el crimen de idolatría. Y esta universal aprobación de las personas piadosas tiene, para mí, casi la fuerza de ley divina, aunque también es cierto que la misma ley positiva de la ley divina emana, como antes he mostrado.

L.—Sea así como lo dices, ¡oh Demócrates! y sea lícito a los cristianos someter a su imperio las naciones bárbaras e impías y apartarlos de sus torpezas y nefandas religiones. Y nada tengo que decir en contra de esto. Pero si la superioridad de prudencia, virtud y religión da ese derecho a los españoles sobre los bárbaros, ¿por qué no del mismo modo y con derecho igual hubieran podido vindicar este dominio los franceses o los italianos; [p. 207] en suma, cualquiera nación cristiana que sea más prudente, poderosa y humana que los bárbaros?

D.—Yo creo que la cuestión, en principio, puede ser materia de duda o disputa, aunque sea cierto que en esta causa el mejor derecho está de parte de la nación que sea más prudente, mejor, más justa y más religiosa, y en todas estas cosas, si vamos a decir la verdad, muy pocas naciones son las que pueden compararse con España. Pero hoy ya por el derecho de gentes, que da el derecho de las tierras desiertas a los que las ocupen, y por el privilegio del Pontífice máximo se ha conseguido que el imperio de estos bárbaros pertenezca legítimamente a los españoles. No porque aquellas regiones carecieran de legítimos señores que hubieran podido, con perfecto derecho, excluir a los extranjeros y prohibirles la explotación de las minas de oro y de plata y la pesca de las margaritas cada cual en su reino; pues así como los campos y los predios tienen sus dueños, así toda la región y cuanto en ella hay y los mares y los ríos, son de la república o de los príncipes, como enseñan los jurisconsultos, aunque para ciertos usos sean comunes; sino porque los hombres que ocupaban aquellas regiones carecían del trato de los cristianos y de las gentes civilizadas, y además por el decreto y privilegio del sumo sacerdote y vicario de Cristo, a cuya potestad y oficio pertenece sosegar las disensiones entre los príncipes cristianos, evitar las ocasiones de ellas y extender por todos los caminos racionales y justos la religión cristiana. El sumo Pontífice, pues, dió este imperio a quien tuvo por conveniente.

L.—Nada tengo ya que replicar, ¡oh Demócrates! sobre la justicia de esta guerra y conquista, que me has probado con fuertes razones sacadas de lo íntimo de la filosofía y de la teología y derivadas de la misma naturaleza de las cosas y de la eterna ley de Dios. Te confieso que después de haber oído tu disertación he salido de todas las dadas y escrúpulos en que estaba. Reduciendo, pues, a breve suma toda la doctrina que has expuesto, cuatro son las causas en que fundas la justicia de la guerra hecha por los españoles a los bárbaros.

La primera es que siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir la dominación de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que [p. 208] ellos; dominación que les traería grandísimas utilidades, siendo además cosa justa, por derecho natural, que la materia obedezca a la fauna, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, los hijos al padre, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien universal de todas las cosas. Este es el orden natural que la ley divina y eterna manda observar siempre. Y tal doctrina la has confirmado no solamente con la autoridad de Aristóteles, a quien todos los filósofos y teólogos más excelentes veneran como maestro de la justicia y de las demás virtudes morales y como sagacísimo intérprete de la naturaleza y de las leyes naturales, sino también con las palabras de Santo Tomás, a quien puede considerarse como el príncipe de los teólogos escolásticos, comentador y émulo de Aristóteles en explicar las leyes de la naturaleza, que como tú has declarado, son todas leyes divinas y emanadas de la ley eterna.

La segunda causa que has alegado es el desterrar las torpezas nefandas y el portentoso crimen de devorar carne humana, crímenes que ofenden a la naturaleza, para que no sigan dando culto a los demonios en vez de dárselo a Dios, provocando con ello en altísimo grado la ira divina con estos monstruosos ritos y con la inmolación de víctimas humanas. Y después añadiste una cosa que para mí tiene gran fuerza, y es de mucho peso para afirmar la justicia de esta guerra, es decir, el salvar de graves injurias a muchos inocentes mortales a quienes estos bárbaros inmolaban todos los años. Y tú probaste que la ley divina y el derecho natural obligan a todos los hombres a castigar y repeler, si pueden, las injurias hechas a otros hombres.

En cuarto lugar probaste con adecuadas razones que la religión cristiana debe ser propagada por medio de la predicación evangélica siempre que se presente ocasión para ello, y ahora está abierto y seguro el camino a los predicadores y maestros de las costumbres y de la religión; y tan seguro está que no sólo pueden predicar por donde quieran la doctrina evangélica, sino que se ha desterrado de los pueblos bárbaros todo temor de sus príncipes y sacerdotes para que puedan libre e impunemente recibir la religión cristiana, desterrados en lo posible todos los obstáculos y especialmente el culto de los ídolos, renovando la piadosa y justísima ley del emperador Constantino contra los paganos y la idolatría; todo [p. 209] lo cual has probado con autoridad de San Agustín y de San Cipriano, y es evidente que nada de esto hubiera podido hacerse sino sometiendo a los bárbaros con guerra o pacificándolos de cualquier otro modo.

Y en apoyo de todas estas razones has traído el ejemplo de los romanos, cuyo imperio sobre las demás naciones es justo y legítimo, y eso que tú has declarado que para esto hubo muy menores causas. Y tampoco creíste deber pasar en silencio el decreto y autoridad del Sumo Sacerdote y Vicario de Cristo. Pero al afirmar la justicia de esta guerra y de este dominio no has tenido reparo en condenar la temeridad, crueldad y avaricia de muchos, y añadiste que la culpa de estos crímenes perpetrados por los soldados o por los capitanes recae en los príncipes mismos, y que serán responsables de ellos ante el juicio de Dios, si no procuran con mucho ahinco y por todos los medios posibles que los hombres injustos no cometan semejantes atentados, ¿Crees que he recopilado bien, aunque en pocas palabras, las razones que tú largamente has expuesto para defender la justicia de esta guerra?

D.—Perfectamente las has compendiado.

L.—Lleguemos, pues, si te place, a otra cuestión que suele disputarse con no menor variedad de pareceros entre los hombres buenos y piadosos. Porque estos hombres sean bárbaros y siervos por naturaleza, y aunque se añada a esto el pecado nefando y la idolatría ¿será justo que los hombres inteligentes, rectos y probos vayan a despojarlos de sus campos y ciudades y de todos sus bienes y su libertad civil, lo cual, según tengo entendido, han hecho muchos con grande avaricia y crueldad? ¿Y porque esos infelices hayan nacido para servir y no para mandar, deberán carecer de libertad civil? ¿Porque sean viciosos y no profesen la religión cristiana, dejarán de ser legítimos dueños de sus casas y de sus predios?

D.—Las cosas que de suyo son pésimas o que se hacen con pésima intención, nadie que no sea un perverso puede aprobarlas. Pero andas muy equivocado, ¡oh Leopoldo! si crees que no ha habido ninguna causa justa para que algunos de ellos hayan sido despojados de sus bienes y de su libertad, no porque sean, como por naturaleza son, siervos y a causa de esto no tengan libertad ninguna. Pensar esto sería cosa pueril, porque vemos aun entre [p. 210] las gentes más cultas algunos siervos por nacimiento que no sólo disfrutan de la libertad civil, sino que son tenidas por nobilísimos y poseen grandes patrimonios e innumerables servidores, algunos de los cuales en estricto derecho natural podrían imperar sobre ellos. Ni tampoco es razón el que su vida sea viciosa ni el que sean idólatras, porque no hay vicio ni error alguno que pueda impedir que cada cual sea verdadero señor de aquellas cosas que ha adquirido y posee con justo título; y si alguno comete un crimen que esté castigado con pena de confiscación de bienes, no por eso deja inmediatamente de ser dueño de su patrimonio, y no puede ser condenado sin formación de causa, ni despojado de sus bienes sin que preceda la sentencia.

L.—¿Qué derecho, qué ley, pues, es la que autoriza para despojar a un pueblo o a un hombre de su libertad o de sus bienes?

D.—Una bien obvia, que ponen en ejecución a cada paso los hombres más buenos y justos, porque está apoyada en el derecho natural y en el derecho de gentes; es a saber, que las personas y los bienes de los que hayan sido vencidos en justa guerra pasan a los vencedores. De aquí nació la esclavitud civil. Y aunque éste sea un derecho común a todas las guerras justas, todavía cuando la guerra se hace sólo para rescatar las cosas que han sido arrebatadas, enseñan los varones sabios y religiosos que los daños que se causen al enemigo deben estar en rigurosa proporción con las injurias y perjuicios recibidos. Pero cuando por mandamiento o ley de Dios se persiguen y se quieren castigar en los hombres impíos los pecados y la idolatría, es lícito proceder más severamente con las personas y los bienes de los enemigos que hagan contumaz resistencia. Y esto lo enseñan muchos ejemplos de la Sagrada Escritura, y lo declara un autor tan grave como San Ambrosio por medio de estas palabras: «Cuando por mandamiento divino se levantan los pueblos para castigar los pecados, como fué suscitado el pueblo judaico para ocupar la tierra de promisión y destruir las gentes pecadoras, puede derramarse sin culpa la sangre de los pecadores, y lo que ellos malamente poseen pasa al derecho y dominio de los buenos.» Esta razón prueba también que la guerra que los nuestros hacen a esos bárbaros no es contraria a la ley divina y está de acuerdo con el derecho natural y de gentes, que ha autorizado la servidumbre y la ocupación de los bienes de los enemigos.

[p. 211] L.—¿Cómo puedes sostener que el derecho de gentes no es contrario a la naturaleza precisamente en una cosa que tanto se aparta del derecho natural? ¿Qué quiere decir la doctrina que afirma que en un principio todos los hombres fueron libres? ¿Hemos de creer el absurdo de que pueden existir dos leyes justas y naturales que sean contrarias entre sí?

D.—Nunca puede haber dos leyes naturales, ni siquiera civiles, que sean totalmente contrarias, porque nada es contrario a lo justo sino lo injusto, ni lo bueno tiene otro contrario que lo malo. Y así como todas las verdades tienen consonancia entre sí, según enseñan los filósofos, así también lo justo concuerda con lo justo y lo bueno con lo bueno. Pero puede haber alguna ocasión en que de dos leyes justísimas y naturales obligue la misma naturaleza a prescindir de la una y a observar la otra. Callar el crimen oculto de un amigo es ley natural: mirar por los intereses de la patria y por su salvación es ley natural también; si un hombre bueno y religioso sabe que su amigo conspira contra la salud de la patria y no puede por ningún otro camino apartarle de su mal propósito, debe anteponer la salvación de la patria al interés y a la ambición de su amigo y delatar al príncipe o al magistrado sus impíos proyectos; y en esto cumplirá el precepto de Dios y de la naturaleza que en este conflicto de dos leyes manda preferir aquella que tenga menores inconvenientes, como lo declararon los santos y gravísimos padres del octavo Concilio Toledano en estas palabras: «Aunque conviene evitar con toda cautela dos males, no obstante si la necesidad y el peligro nos obliga a tolerar uno de ellos, debemos preferir la obligación mayor a la menor. Cuál sea lo más leve, cuál lo más grave, ha de decirlo la discreta piedad y el recto juicio de la razón.» Y San Gregorio dice: «Entre el pecado mayor y el menor, cuando no hay medio de evitar el pecado, debe elegirse el menor.» Aunque sea, pues, justo y conforme a la naturaleza que cada cual use de su libertad natural, la razón, sin embargo, y la natural necesidad de los hombres, ha probado, con tácita aquiescencia de todos los pueblos, que cuando se llega al trance de las armas, los vencidos en justa guerra queden siervos de los vencedores, no solamente porque el que vence excede en alguna virtud al vencido, como los filósofos enseñan, y porque es justo en derecho natural que [p. 212] lo imperfecto obedezca a lo más perfecto, sino también para que con esta codicia prefieran los hombres salvar la vida a los vencidos (que por esto se llaman siervos, de servare) en vez de matarlos: por donde se ve que este género de servidumbre es necesario para la defensa y conservación de la sociedad humana. Pues como enseñan los filósofos y muchas veces he repetido, hay cierta sociedad de todos los hombres entre sí. Lo que es necesario para la defensa de la sociedad natural, ha de ser justo por ley de naturaleza, según testifican los varones más sabios. Los filósofos enseñan que todo lo que ha sido introducido por necesidad humana se funda en el derecho natural.

Perdida la libertad, ¿cómo han de retenerse los bienes? El pasar éstos a poder de los vencedores hará que éstos procedan con mayor templanza y se abstengan de incendiar los edificios y devastar los campos. Salvados así los hombres, los edificios y los árboles, todavía no resulta pésima la condición de los vencidos, y siempre queda la esperanza de que la clemencia de los vencedores pueda restituirles la libertad y aun los bienes, si no con las condiciones más favorables, a lo menos con tolerables condiciones, como vemos que muchas veces lo hacen hasta hombres no enteramente humanos, cuando a ello no se opone la dureza y pertinacia con que hayan resistido los vencidos. Fundado en esta razón de necesidad humana, juzgo que esta ley de la guerra ha sido sancionada y aprobada por el derecho de gentes, y que habiendo sido confirmada por las costumbres y el asentimiento de todo el género humano, no es lícito dudar de su justicia, porque el consenso común de los hombres sobre alguna cosa es interpretado por los varones sabios como voz o juicio de la naturaleza. Pero ¿a qué deternernos en razones humanas cuando podemos invocar testimonios de los Apóstoles, o más bien de Cristo que habla por boca de los Apóstoles? San Pablo, en la epístola a los Colosenses, no solamente no reprueba la esclavitud contraída por el derecho de gentes, sino que da preceptos y explica las obligaciones de los señores para con los siervos y de los siervos para con los señores. Dice a los siervos: «Obedeced en todo a vuestros señores temporales; servidlos no con vano deseo de agradar a los hombres; pero en la simplicidad de vuestro corazón temed a Dios.» Con cuyas palabras declara que no teme a Dios, esto es, [p. 213] que peca gravemente, aquel que siendo siervo no sirve y obedece a su señor. Y a los señores les dice: «Haced con vuestros siervos lo que sea justo y equitativo, porque también vosotros tenéis vuestro dueño, que está en los cielos.» No les dice: manumitid a vuestros siervos, ponedlos en libertad, como hubiera dicho si la ley divina condenase la esclavitud humana; sino que les dice: tratad con justicia y humanidad a vuestros siervos. Y con el mismo sentido dice en otra parte: «Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y temblor, y vosotros, dueños, no los aterréis con amenazas.» También San Pedro, príncipe de los Apóstoles, manda en una de sus epístolas que los siervos obedezcan a los señores, no sólo a los buenos y modestos, sino también a los duros y difíciles. Pero aunque por el derecho de gentes los cautivos hechos en justa guerra pasen a poder de los vencedores, sin embargo, dentro de las costumbres cristianas, los cautivos son únicamente despojados, pero no reducidos a servidumbre, y solamente a los ricos se les obliga a un rescate. Por consiguiente, la justa guerra es causa de justa esclavitud, la cual, contraída por el derecho de gentes, lleva consigo la pérdida de la libertad y de los bienes. Pero por lo que toca a estos bárbaros, hay que hacer distinción entre aquellos que resistieron con las armas a los españoles y fueron vencidos por ellos, y aquellos otros que por prudencia o por temor se entregaron a merced y potestad de los cristianos. Así como de la fortuna y libertad de aquellos puede decidir a su arbitrio el vencedor, así el reducir los otros a servidumbre y despojarlos de sus bienes, me parece acción injusta, por no decir impía y nefanda. Solamente es lícito tenerlos como estipendiarios y tributarios según su naturaleza y condición. La diferencia que hay entre la causa de los rendidos y la de los que han sido domeñados por la fuerza, el mismo Dios la declaró cuando daba preceptos a los hijos de Israel sobre el modo de hacer la guerra: «Cuando te acerques a expugnar una ciudad la ofrecerás primero la paz, y si la aceptare y te abriere las puertas, todo el pueblo que haya en ella será salvado y te servirá con tributo; pero si no quiere la alianza contigo y emprende hacerte guerra, la combatirás, y cuando el Señor Dios tuyo la entregue en tus manos, pasarás al filo de la espada todo lo que pertenezca al género masculino, [p. 214] reservando sólo las mujeres y los niños y las bestias de carga que haya en la ciudad, y dividirás toda la presa entre tu ejército, y comerás de los despojos de tus enemigos.» Y para que no se crea que Dios no hablaba de estas naciones remotas, sino tan solamente de aquellas ciudades que entregaba a los hijos de Israel para su habitación, añadió en seguida: «Harás lo mismo con todas aquellas ciudades que están muy lejos de ti y no son de aquellas que has de recibir para tu posesión; pero en las ciudades que se te entregaren, a nadie dejarás con vida, sino que a todos los pasarás al filo de la espada.» Es obligación de un príncipe bueno y religioso tener cuenta en los rendidos con la justicia, en los vencidos con la humanidad, y no consentir crueldades ni contra unos ni contra otros, considerando también que así como los españoles, si llevaban buen propósito, tenían justa y piadosa causa para hacer la guerra, así también ellos tuvieron causa probable para rechazar la fuerza con la fuerza, no habiendo conocido todavía la justicia y la verdad que no podía ser conocida en pocos días ni por la sola afirmación de los cristianos, y que sólo después de largo tiempo y por las obras mismas podía hacerse manifiesta; y así ni ha de culparse a los españoles porque llevando tan honrosa empresa les concediesen tiempo breve para deliberar, sin perder el tiempo en inútiles dilaciones, ni tampoco se ha de acusar a los bárbaros porque juzgasen cosa dura hacer tal mutación en su modo de vivir, solo porque se lo dijesen hombres ignorados y extraños. Sería, pues, contra toda equidad el reducir a servidumbre a estos bárbaros por la sola culpa de haber hecho resistencia en la guerra, a no ser aquellos que por su crueldad, pertinacia, perfidia y rebelión se hubiesen hecho dignos de que los vencedores los tratasen más bien según la rigurosa equidad que según el derecho de la guerra.

L.—De manera que te parecería disposición muy humana y liberal el que aquellos bárbaros que han recibido la religión cristiana y no rechazan el señorío del príncipe de España, disfrutasen de iguales derechos que los demás cristianos y que los españoles que están sometidos al imperio del rey.

D.—Por el contrario, me parecería cosa muy absurda, pues nada hay más contrario a la justicia distributiva que dar iguales derechos a cosas desiguales, y a los que son superiores en [p. 215] dignidad, en virtud y en méritos igualarlos con los inferiores, ya en ventajas personales, ya en honor, ya en comunidad de derecho. Esto es lo que el Aquiles de Homero decía como la mayor injuria a los legados del rey Agamemnón, y no con poco fundamento según Aristóteles lo confirma; es a saber: que daba iguales bienes y honores a los buenos y a los malos, a los esforzados y a los cobardes; lo cual se ha de evitar no sólo en los hombres tomados particularmente, sino también en la totalidad de las naciones, porque la varia condición de los hambres produce varias formas de gobierno y diversas especies de imperio justo. A los hombres probos, humanos e inteligentes, les conviene el imperio civil, que es acomodado a hombres libres, o el poder regio, que imita al paterno; a los bárbaros y a los que tienen poca discreción y humanidad les conviene el dominio heril y por eso no solamente los filósofos, sino también los teólogos más excelentes, no dudan en afirmar que hay algunas naciones a las cuales conviene el dominio heril más bien que el regio o el civil; y esto lo fundan en dos razones: o en que son siervos por naturaleza, como los que nacen en ciertas regiones y climas del mundo, o en que por la depravación de las costumbres o por otra causa, no pueden ser contenidos de otro modo dentro de los términos del deber. Una y otra causa concurren en estos bárbaros, todavía no bien pacificados. Tanta diferencia, pues, como la que hay entre pueblos libres y pueblos que por naturaleza son esclavos, otra tanta debe mediar entre el gobierno que se aplique a los españoles y el que se aplique a estos bárbaros: para los unos conviene el imperio regio, para los otros el heril. El imperio regio, como dicen los filósofos, es muy semejante a la administración doméstica, por que en cierto modo la casa viene a ser un reino, y viceversa, el reino es una administración doméstica de una ciudad y de una nación o de muchas. Al modo, pues, que en una casa grande hay hijos y siervos, y mezclados con unos y otros, ministros o criados de condición libre, y sobre todos ellos impera el justo y humano padre de familias, pero no del mismo modo ni con igual género de dominio, digo yo que a los españoles debe el rey óptimo y justo, si quiere, como debe, imitar a tal padre de familias, gobernarlos con imperio casi paternal; y a los bárbaros tratarlos como ministros o servidores, pero de condición libre, con cierto [p. 216] imperio mixto y templado de heril y paternal, según su condición y según lo exijan los tiempos. Y cuando el tiempo mismo los vaya haciendo más humanos y florezca entre ellos la probidad de costumbres y la religión cristiana, se les deberá dar más libertad y tratarlos más dulcemente. Pero como esclavos no se los debe tratar nunca, a no ser a aquellos que por su maldad y perfidia, o por su crueldad y pertinacia en el modo de hacer la guerra, se hayan hecho dignos de tal pena y calamidad. Por lo cual no me parece contrario a la justicia ni a la religión cristiana el repartir algunos de ellos por las ciudades o por los campos a españoles honrados justos y prudentes, especialmente a aquellos que los han sometido a nuestra dominación, para que los eduquen en costumbres rectas y humanas, y procuren iniciarlos e imbuirlos en la religión cristiana, la cual no se trasmite por la fuerza, sino por los ejemplos y la persuasión, y en justo premio de esto se ayuden del trabajo de los indios para todos los usos, así necesarios como liberales, de la vida. «Todo operario es digno de su salario», dice Cristo en el Evangelio. Y San Pablo añade: «Si los gentiles se han hecho partícipes de las obras espirituales, deben también prestar su auxilio en las temporales.» Pero todos deben huir la crueldad y la avaricia, porque estos males bastan a convertir los imperios más justos en injustos y nefandos. Porque los reinos sin justicia, como clama San Agustín, no son reinos, sino latrocinios. Por eso aquel pirata, cuando Alejandro de Macedonia le increpaba: «¿Por qué tienes infestado el mar?», le respondió: «¿Y tú, por qué infestas la tierra? Porque yo hago mis robos en un pobre barco me llaman ladrón; a ti porque los haces con un gran ejército te llaman emperador.» Esto que se dice de los reinos tiene mucha más extensión y puede aplicarse a todos los imperios y prefecturas que son administradas injusta y cruelmente. Éstos son los males que en primer término deben evitarse, como nos lo manda San Pablo cuando dice: «Vosotros, señores, haced lo que es justo y equitativo con vuestros siervos.» No hay ninguna razón de justicia y humanidad que prohiba, ni lo prohibe tampoco la filosofía cristiana, dominar a los mortales que están sujetos a nosotros, ni exigir los tributos que son justo galardón de los trabajos, y son tan necesarios para sostener a los príncipes, a los magistrados y a los soldados, ni que prohiba tener [p. 217] siervos, ni usar moderadamente del trabajo de los siervos, pero sí prohiben el imperar avara y cruelmente y el hacer intolerable la servidumbre, siendo así que la salud y el bienestar de los siervos debe mirarse como una parte del bienestar propio. El siervo, como declaran los filósofos, es como una parte animada de su dueño, aunque esté separada de él. Éstos y otros semejantes crímenes los detestan no sólo los hombres religiosos, sino también los que son únicamente hombres buenos y humanos. Porque si, como dice San Pablo, «el que no tiene cuidado de los suyos niega la fe y es peor que los infieles», ¿cuánto peor y más detestable hemos de llamar a aquel que no solamente no se cuida de los que han sido confiados a él, sino que los atormenta y aniquila con exacciones intolerables o con servidumbre injustísima o con asiduos e intolerables trabajos, como dicen que en ciertas islas han hecho algunos con suma avaricia y crueldad? Un príncipe justo y religioso debe procurar por todos los medios posibles que tales enormidades no vuelvan a perpetrarse, no sea que por su negligencia en castigar ajenos delitos merezca infamia en este siglo y condenación eterna en el otro. Nada importa, como dice aquel pontífice, no ser castigado por pecados propios si ha de serlo por pecados ajenos, pues sin género de duda, tiene la misma culpa que el que comete el pecado el que puede corregirle y no lo hace por negligencia. Y el papa San Dámaso escribe: «El que puede atajar las maquinaciones de los perversos y no lo hace, peca lo mismo que si favoreciera la impiedad.»

Resumiendo ahora en pocas palabras lo que siento, diré que a todos estos males hay que ponerles adecuado remedio para que no se defraude el justo premio a los que sean beneméritos de la república, y se ejerza sobre los pueblos dominados un imperio justo, clemente y humano, según la naturaleza y condición de ellos. En suma, un imperio tal como conviene a príncipes cristianos, acomodado no solamente a la utilidad del imperante, sino al bien de sus súbditos y a la libertad que cabe en su respectiva naturaleza y condición.

[p. 218] APROBACIONES

Leí esta obra y en ella nada encuentro que no se ajuste a la verdad; sino, al contrario, muchas cosas dignas de ser leídas, por lo cual no sólo recomiendo, sino admiro la obra y a su autor.

FR. DIEGO DE VICTORIA.

Yo también he leído esta obra, doctamente elaborada, y nada encuentro en ella que, a mi juicio, carezca de probabilidad. Al contrario, los argumentos que aquí se alegan, tomados de las sagradas letras y de los Doctores de la Iglesia, favorecen de tal modo el sentir de su autor, que nadie, por protervo que sea, se atreverá a afirmar lo contrario.

MOSCOSO.
[p. 219] MARCO TULIO CICERÓN

CUESTIONES TUSCULANAS

VERSIÓN CASTELLANA DE D. MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO [1]

LIBRO PRIMERO

Del desprecio de la muerte

Apenas me encontré, si no totalmente, a lo menos en gran parte, desembarazado de los trabajos forenses y de los oficios senatoriales, me dediqué, movido principalmente por exhortaciones, tuyas, oh Bruto, a aquellos estudios que siempre amé, pero que había tenido que suspender por largo intervalo. Y como el fundamento de todas las artes que se encaminan al perfecto modo de vivir consiste en el estudio de la filosofía, ésta es la que me propuse ilustrar en lengua latina. No porque la filosofía no pudiera aprenderse por medio de las letras y preceptores griegos, sino porque fué siempre opinión mía que los nuestros, o lo habían inventado todo por si más sabiamente que los Griegos, o en las artes que recibieron de ellos habían mejorado cuanto creyeron digno de sus trabajos. En cuanto a las costumbres y hábitos de la vida y a los negocios domésticos y familiares, es cierto que nosotros los administramos y conservamos mejor que ellos; y por lo que hace a la República, es evidente que nuestros mayores la gobernaron con mejores instituciones y leyes que las suyas. Y ¿para qué he de hablar de la milicia, en la cual los nuestros se [p. 220] aventajaron por la disciplina, tanto o más que por el valor? Lo que en las ciencias consiguieron, guiados por la naturaleza y no por las letras, aventaja con mucho a todo aquello de que puede gloriarse la Grecia o cualquiera otra nación. ¿Dónde encontraremos tanta gravedad, tanta constancia, magnanimidad, probidad y buena fe, dónde virtud tan excelente, de cualquier género, que pueda ser comparadas con la de nuestros mayores? La Grecia nos aventajaba antiguamente en doctrina y en todo género de letras, y fácil era que nos venciese en esto, puesto que nosotros no resistimos el dejarnos vencer. En Grecia es antiquísima la poesía, puesto que Homero y Hesiodo florecieron antes de la fundación de Roma, y Arquíloco bajo el reinado de Rómulo; nosotros hemos aprendido mucho más tarde la poética. Casi habían pasado cuatrocientos diez años después de la fundación de Roma, cuando Livio Andrónico hizo representar su primera fábula, en el consulado de Marco Tuditano y de Cayo Claudio, hijo del Ciego, un año antes del nacimiento de Ennio, que fué mayor en edad que Plauto y Nevio.

Tarde, pues, fueron conocidos o admitidos entre nosotros los poetas, por más que diga Catón en sus Orígenes que era costumbre en los convites celebrar al son de la flauta las glorias de los varones esclarecidos. Pero que no se tributaba honor alguno a esta arte, bien claro nos lo indica aquel discurso de Marco Catón, en que echa en cara como una afrenta a Marco Nobilior el haber llevado poetas a su provincia, porque, como sabemos, aquel Cónsul había conducido a la Etolia a Ennio. Siendo pequeño el honor que se tributaba a los poetas, no debía ser grande la afición a tal estudio. Pero si algunos grandes ingenios se ejercitaron en él, no dejaron de competir bastante con la gloria de los Griegos. ¿Por qué no hemos de creer que si en Fabio, hombre nobilísimo, se hubiese estimado por cosa gloriosa el pintar, no hubiesen florecido entre nosotros muchos Polycletos y Parrhasios? El honor alimenta las artes, y con él se encienden todos en ansia de gloria; y, por el contrario, decaen todos los estudios que son desestimados. Los Griegos hacían consistir gran parte de su cultura en el canto y en la música. Por eso se dice que Epaminondas, que fué, a mi juicio, el hombre más ilustre de Grecia, tocaba admirablemente la flauta. Y algunos años antes, Temístocles [p. 221] pasó por rudo e indocto porque en un convite rehusó tocar la lira. En Grecia, pues, florecía la música, y todos la aprendían, y no pasaba por varón ilustrado quien la ignorase. También estaba en sumo honor entre los Griegos la geometría, y nadie había más ilustre que los matemáticos. Pero nosotros hemos reducido estas ciencias al arte de medir y al arte de calcular.

Por el contrario, oradores los tuvimos pronto, y aunque al principio no eran eruditos, tenían facilidad para hablar; con el tiempo no les faltó tampoco erudición. Sabemos que Galba, Scipión el Africano y Lelio fueron doctos; sabemos que fué muy estudioso Catón, que era más viejo que ellos, y en tiempos posteriores Lépido, Carbón, los Gracos, y después otros varones ilustres, hasta nuestra edad, en términos que nada o muy poco nos dejaron que envidiar a los Griegos. Pero la filosofía yació abandonada hasta nuestra edad, sin recibir luz alguna de las letras latinas. Por eso yo me he propuesto elevarla y despertarla, para que si en la vida pública fuimos de algún provecho a nuestros conciudadanos, les seamos también útiles en el ocio. Y en esto hemos de trabajar tanto más, cuanto que se dice que existen ya muchos libros latinos compuestos por varones excelentes, pero no muy eruditos. Bien puede suceder que pensando bien no se acierte a expresar con elegancia y cultura lo que se piensa. Pero entregar cualquiera a la escritura sus pensamientos, sin saber disponerlos ni ilustrarlos, ni atraer con ningún género de deleite a los lectores, es propio de hombres que abusan destempladamente de la ociosidad y de las letras. Así es que tales libros sólo los leen los autores entre sus amigos, y nadie se atreve a hojearlos, fuera de aquellos que quieren que se les permita igual licencia en el escribir. Por lo cual, si nuestra elocuencia ha traído alguna utilidad a la oratoria, con tanto o mayor estudio abriremos y mostraremos la fuente de la filosofía, de donde toda aquella doctrina civil emanaba.

Pero así como Aristóteles, varón de sumo ingenio, ciencia y abundancia en el decir, movido por la fama del orador Isócrates, empezó a exhortar a los jóvenes a que uniesen la filosofía con la elocuencia, así yo no quiero abandonar aquel antiguo amor mío a la palabra, al mismo tiempo que me ejercito en esta ciencia mayor y más compleja. Siempre estimé que el perfecto [p. 222] filósofo era el que podía tratar con abundancia y ornato las más altas cuestiones. Y con tanto ahinco me he ejercitado en esto, que he llegado a tener escuela al modo de los Griegos, y así lo intenté en el Tusculano, después de tu partida, estando allí muchos amigos míos. Pues así como he solido declamar en las causas, lo cual nadie hacía antes que yo, así me ocupo ahora en esta especie de declamación senil. Acostumbraba, pues, poner alguna cuestión y disputar sobre ella, sentado o andando.

Las controversias, o escuelas como los Griegos dicen, las reduje a otros tantos libros. Sucede también que, después de haber expuesto alguien su parecer, yo defiendo el parecer contrario. Este es, como sabes, el antiguo método socrático, de disputar contra la opinión de otro. Sócrates creía que éste era el modo más fácil y breve de encontrar lo verosímil. Pero para que se entienda mejor nuestra disputa, la expondré en acción y no en narración. Comenzaremos por el exordio.

OYENTE.—Me parece que la muerte es un mal.

MARCO.—¿Un mal para los muertos, o para los que han de morir?

OYENTE.—Para unos y otros.

MARCO.—Será una desdicha, puesto que es un mal.

OYENTE.—Ciertamente.

MARCO.—Por tanto, los que han muerto ya y los que han de morir son desdichados.

OYENTE.—Así lo creo.

MARCO.—¿Ninguno, pues, deja de ser desdichado?

OYENTE.—Ninguno, en verdad.

MARCO.—Si quieres ser consecuente, tendrás que decir que todos los nacidos no sólo son desdichados, sino que han de serlo siempre. Si sólo llamaras desdichados a los que han de morir, no exceptuarías a ninguno de los vivos, puesto que todos han de morir, y el fin de su miseria sólo se encontraría en la muerte. Pero siendo también infelices los muertos, es claro que nacemos condenados a miseria sempiterna. Necesario es, pues, que sean infelices todos los que han muerto durante cien mil años, o más bien todos los que han nacido.

OYENTE.—Así lo creo.

MARCO.—Dime, ¿acaso te llenan de terror esas fábulas que se cuentan del Cerbero de tres cabezas que está a las puertas del [p. 223] infierno, del estruendo del Cocito, de la travesía del Aqueronte, de Tántalo sediento y sin poder acercar el agua a la boca? ¿Por ventura te causa espanto aquel peñasco que Sísifo está empujando siempre con sudor y sin arribar a la cumbre? ¿Temes quizá a los inexorables jueces Minos y Radamanto, contra los cuales no te podrá defender ni Lucio Craso, ni Marco Antonio, ni el mismo Demóstenes, sino que tendrás tú mismo que defenderte en un foro amplísimo? Sin duda temes todas estas cosas, y por eso has dicho que la muerte es un mal eterno.

OYENTE.—¿Tan delirante me juzgas, que crea yo todas esas fábulas?

MARCO.—¿No las crees?

OYENTE.—No, absolutamente.

MARCO.—Haces mal en decirlo.

OYENTE.—Y ¿Por qué?

MARCO.—Porque podría yo mostrar elocuencia combatiendo esas fábulas.

OYENTE.—Y ¿quién no ha de ser elocuente en tal asunto, o qué necesidad hay de demostrar que son falsas las invenciones de los poetas y de los pintores?

MARCO.—Llenos están los libros de los filósofos de disertaciones contra esas fábulas.

OYENTE.—Necedad grande me parece impugnarlas. Pues ¿quién es tan insensato que se deje persuadir semejantes cuentos?

MARCO.—Si en los infiernos no hay desdichas, no habrá nadie en los infiernos.

OYENTE.- Así lo creo.

MARCO.—¿Dónde están, pues, los que llamas infelices, o qué lugar habitan, porque, si existen, en alguna parte han de estar?

OYENTE.—Yo creo que no están en ninguna parte.

MARCO.—Por consiguiente no existirán.

OYENTE.—Ciertamente que no existen; y sin embargo, son infelices por lo mismo que no existen.

MARCO.—Más quisiera yo que temieses al Cerbero que no que dijeses cosas tan inconsideradas.

OYENTE.- Y ¿Por qué?

MARCO.—¿Te parece poco absurdo decir a un mismo tiempo que un ser existe y no existe? ¿Dónde está tu agudeza? Al [p. 224] llamarle desdichado, confiesas que existe el mismo cuya existencia niegas.

OYENTE.—No soy tan necio que diga semejante cosa.

MARCO.—¿Qué quieres decir, pues?

OYENTE.—Que es infeliz, por ejemplo, Marco Craso, que perdió toda su fortuna con su muerte; infeliz Cneo Pompeyo, que se vió privado de tanta dignidad y tanta gloria como tenía; infelices, finalmente, todos los que carecen de la luz de esta vida.

MARCO.—Siempre vuelves a lo mismo. Peto tú negabas hace un momento que existiesen de ningún modo los que habían muerto. Si no existen, nada pueden ser, y por consiguiente tampoco pueden ser infelices.

OYENTE.—No me explico acaso con bastante claridad. Yo tengo por la felicidad suprema el dejar de existir después de haber existido.

MARCO.—¿Y qué cosa más infeliz que no haber existido nunca? Por consiguiente, los que no han nacido son ya infelices por que no existen, y nosotros mismos, si después de la muerte hemos de ser infelices, desdichados fuimos antes que nacidos. Pero yo no me acuerdo de haber sido infeliz antes de haber nacido. Quisiera que me dijeses tú si te acuerdas algo de esto, puesto que tienes mejor memoria.

OYENTE.—Te burlas de mí, como si yo hubiera dicho que eran infelices los que no han nacido. Yo afirmaba que lo eran los muertos, a quien por lo mismo que existieron y no existen ya, los tengo por infelices.

MARCO.—¿No ves que dices cosas contradictorias? ¿Y cuál puede serlo más que el aplicar el calificativo de desdichado u otro cualquiera al que no existe? ¿Acaso cuando sales por la puerta Capena y ves los sepulcros de Calatino, de los Scipiones, de los Servilios, de los Metelos, los tienes por infelices?

OYENTE.—Ya que tanto me apuras, no te diré de aquí en adelante que son infelices, sino que me contentaré con llamarlos así, por lo mismo que no existen.

MARCO.—No dirás, pues, infeliz a Marco Craso, sino que dirás: Marco Craso infeliz.

OYENTE.—Así es.

MARCO.—Como si no fuese necesario el verbo ser, ora lo [p. 225] pronuncies, ora lo omitas. ¿Acaso no has aprendido la dialéctica? Uno de sus primeros preceptos es que todo axioma envuelve una declaración de verdad o de falsedad. Cuando dices, pues, ¡infeliz Marco Craso! o quieres decir Marco Craso es infeliz, para que podamos juzgar si esta proposición es verdadera o falsa, o no quieres decir absolutamente nada.

OYENTE.—Bueno: te concedo que no son infelices los que han muerto, ya que me has obligado a confesar que los que no existen no pueden ser ni siquiera infelices. Pero ¿no somos desdichados los que vivimos sabiendo que hemos de morir? ¿Qué alegría puede haber en la vida cuando tenemos que pensar de día y de noche en la muerte?

MARCO.—No comprendes qué mal has quitado de la condición humana.

OYENTE.—¿De qué modo?

MARCO.—Porque si morir fuese una desdicha para los muertos, tendríamos un infinito y sempiterno mal en la vida.

OYENTE.—Ahora ya veo el puerto, y cuando lleguemos a él, nada puede infundirnos ya temor.

MARCO.—Paréceme que sigues la sentencia de Epicarmo, hombre agudo y donoso como buen siciliano.

OYENTE.—¿Qué opinión es ésa?

MARCO.—Te la diré en latín, si puedo. Porque ya sabes que yo no suelo usar palabras latinas cuando hablo en griego, ni palabras griegas cuando hablo en latín.

OYENTE.—Y haces bien en eso. Pero ¿cuál es esa opinión de Epicarmo?

MARCO.—Dice así: «No quieras morir, pero no estimes en nada la muerte.»

OYENTE.—Ya comprendo lo que dirá en griego. Pero puesto que me has obligado a conceder que los muertos no son infelices, veamos si me pruebas que la muerte misma no es una infelicidad.

MARCO.—No me costará mucho trabajo eso. Pero ahora quiero esclarecer antes otra cuestión más importante.

OYENTE.—¿Y cuál puede serlo más?

MARCO.—La siguiente: Si después de la muerte no hay mal alguno, la muerte misma no es tampoco un mal, puesto que está cercana a un tiempo en que tú mismo concedes que no se da mal alguno. Tendremos, pues, que confesar que no es un mal.

[p. 226] OYENTE.—Quisiera que me lo explicases más, porque esto es más espinoso, y antes me obligarás a confesarlo que a asentir a ello. ¿Cuáles son las cosas de más importancia de que tú hablabas?

MARCO.—Quiero probarte no sólo que la muerte no es un mal, sino que es un bien.

OYENTE.—No te pido esto, pero me alegraré de oírlo. Por mucho que hagas, no probarás que la muerte no sea un mal. Pero no te interrumpiré; prefiero que hables en un razonamiento seguido.

MARCO.—Y qué, si te pregunto alguna cosa, ¿no me responderás?

OYENTE.—Esto sería indicio de soberbia, pero te suplico que no me preguntes más de lo que sea necesario.

MARCO.—Procuraré complacerte y te responderé a lo que me preguntes lo mejor que yo pueda. Pero no hablaré como el oráculo Pitio, ni te diré las cosas como ciertas y evidentes, sino como probables conjeturas que expone un hombre semejante a tantos y tantos otros. No tengo fundamento ni razones para pasar más allá de lo verosímil. La certeza sólo la hallarán aquellos que dicen conocer la esencia de las cosas y que se arrogan el nombre de sabios.

OYENTE.—Di lo que quieras; estoy dispuesto a escucharte.

MARCO.—Lo primero que hemos de considerar es en qué consiste la muerte, la cual a primera vista parece una cosa tan conocida. Hay algunos que creen que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Otros opinan que no hay separación alguna, sino que mueren juntas el alma y el cuerpo y que el alma se extingue en el cuerpo. De los que creen que el alma se retira, unos opinan que se disipa, otros que permanece largo tiempo, otros que dura siempre. Hay luego gran división sobre el alma misma, sobre su origen y sobre el lugar que ocupa. Unos confunden el alma con el corazón, y de ahí las palabras excordes, vecordes, concordes, etc., y por eso Scipión Nasica, que fué dos veces cónsul, llamaba a Elio Sexto: «Egregie cordatus homo.» Empédocles creía que el alma era inseparable de la sangre. Otros han creído que algunas partes del cerebro eran el asiento de las principales facultades del alma. A otros no les parece bien que ni [p. 227] el corazón ni una parte del cerebro sean el alma misma; pero unos colocan en el corazón y otros en el cerebro el asiento propio y lugar del alma. Algunos creen que el alma y el aliento vital son la misma cosa. Zenón, estoico, confundió el alma con el fuego. Estas opiniones que he dicho del corazón, del cerebro, de la respiración y del fuego, son las vulgares. Hay otras opiniones singulares, profesadas por muchos filósofos antiguos. En tiempos no muy remotos Aristoxeno, músico y filósofo, enseñó que había en la naturaleza y disposición del cuerpo cierto movimiento armónico, como el de los sonidos en el canto y en la música. Casi todo lo que él dijo había sido explanado mucho tiempo antes por Platón. Xenócrates negó que el alma tuviera figura semejante al cuerpo, y la consideró como un verdadero número, cuyo poder era grande en la naturaleza, como ya antes había advertido Pitágoras. Su maestro Platón fingió un alma triple, cuyo principado, es decir, la razón, puso en la cabeza como en su alcázar, y separó de ella otras dos partes: la ira y el apetito, alojando la ira en el pecho y el apetito bajo las entrañas. Dicearco, en aquel razonamiento que hizo en Corinto y que desarrolló en tres diálogos, introduce en el primer libro a un cierto Pherecrates, anciano de Phtía, a quien supone descendiente de Deucalión, el cual sostiene que el alma no existe y que es un nombre totalmente vacío, lo mismo que el de animal y animado, y que ni en el hombre ni en la bestia hay alma, y que la fuerza, por medio de la cual nos movemos y sentimos, obra con igual energía en todos los cuerpos vivos, y no se separa del cuerpo, como que por sí misma no es nada, ni existe otra cosa que el cuerpo uno y simple, dispuesto de tal modo que vegeta y siente obedeciendo a la fuerza de la naturaleza.

Aristóteles, muy superior a todos los otros, exceptuando a Platón, en ingenio y elocuencia, después de haber señalado aquellos cuatro principios de las cosas naturales tan conocidos de todo el mundo, pone por quinto principio cierto género de naturaleza de la cual procede el alma. El pensar, el prever, el aprender, el enseñar, el inventar algo, y también el acordarse, el amar, el aborrecer, el desear, el temer, el angustiarse, el alegrarse: estas y otras cosas semejantes no las deriva de ninguno de los cuatro principios que primero establece. Añade un quinto principio sin [p. 228] nombre, aunque alguna vez le llama entelechia, como si quisiera decir movimiento continuo y perenne.

Si no me engaño, éstas son las principales opiniones acerca del alma. Omitiré las de Demócrito, varón ilustre ciertamente, pero que supuso formada el alma por el concurso de leves y rotundos átomos. No hay cosa alguna que los Epicúreos no expliquen por medio de los átomos. ¿Cuál de estas opiniones es la verdadera? Sólo un Dios podrá decirlo. ¿Cuál es la más verosímil? Puede disputarse mucho. ¿Qué quieres más, que sentenciemos entre ellas o que volvamos a nuestro propósito?

OYENTE.—Desearía, ciertamente, entrambas cosas si fuese posible; pero me parece difícil que no nos confundamos. Lo esencial sería librarnos del miedo de la muerte, si pudiéramos. Pero si no hay otro medio que dilucidar antes esta cuestión del alma, tratémosla ahora si te parece.

MARCO.—Para mí será siempre lo más cómodo lo que tú prefieras. No importa que sea verdadera una u otra de estas opiniones. La razón probará que la muerte no es un mal, o, por mejor decir, que es un bien. Si el alma es el corazón, o la sangre, o el cerebro, como es cuerpo morirá con el resto del cuerpo; si es espíritu, quizá se disipará; si es fuego, se apagará; si es la armonía de Aristoxeno, se disolverá. ¿Qué dirás de Dicearco, que negaba absolutamente la existencia del alma?

Según todos estos pareceres, nada puede temerse después de la muerte, puesto que juntamente con la vida se pierde el sentido. Y el no sentir no es cosa alguna. Las opiniones de los demás, si acaso las prefieres, nos dan la esperanza de que puede el alma, cuando se separa del cuerpo, subir al cielo, como a domicilio suyo.

OYENTE.—En verdad que las prefiero: en primer lugar, porque así es la verdad, y después porque, aun no siéndolo, quisiera persuadirme de ella.

MARCO.—¿Para qué me necesitas? ¿Puedo yo vencer en elocuencia a Platón? Registra con cuidado su libro sobre el alma, y nada te quedará que desear.

OYENTE.—Ciertamente que le he recorrido muchas veces, pero no sé lo que me pasa: mientras le leo me convenzo; pero cuando dejo el libro y empiezo a pensar en mi interior sobre la mortalidad del alma, todo este asenso se destruye y desaparece.

[p. 229] MARCO.—¿Qué quieres decir con eso? ¿Concedes que el alma dura después de muerta, o que perece con la misma muerte?

OYENTE.—Lo primero.

MARCO.—Y ¿qué sucederá si el alma persiste?

OYENTE.—Será feliz.

MARCO.—¿Y si perece?

OYENTE.—No será feliz, porque no existirá. Ya me obligaste antes a conceder esto.

MARCO.—¿Qué razón te mueve a considerar la muerte como un mal, puesto que la muerte nos hace felices si el alma persiste, o no nos hace infelices si carecemos de sentido?

OYENTE.—Expónme, si no te es molesto, en primer lugar si el alma puede vivir después de la muerte: en segundo lugar, y si no consigues esto, porque es difícil, pruébame, a lo menos, que la muerte está exenta de dolor. Yo temo mucho que sea un mal, no el carecer de sentido, sino el haber de carecer.

MARCO.—Ciertamente que para comprobar esta opinión puedo valerme de los mejores autores, lo cual en todos los casos debe y suele influir mucho. Y primeramente, puedo invocar el testimonio de toda la antigüedad, que cuanto más se acercaba a su origen y divina progenie, tanto mejor conocía lo que era verdadero. Y así, la opinión de todos aquellos antiguos, que Ennio llama Cascos, era que en la muerte cabe sentido, y que al salir de la vida no desaparece totalmente el hombre. Y esto puede colegirse, entre otras muchas cosas, del derecho pontificio y de las ceremonias de los sepulcros, que no hubiesen sido tan respetados por varones de tan preclaro ingenio, ni hubiesen éstos castigado con tan inexplicable rigor su violación, si hubiesen dudado, ni por un momento, que la muerte era una aniquilación que lo destruye y borra todo, y no más bien una especie de emigración y cambio de vida, el cual sirve para guiar al cielo a los ilustres varones y mujeres, y para retener a los demás en la tierra, sin que desaparezcan del todo. Por eso, según la opinión de los nuestros, Rómulo vive con los dioses en el cielo, según dijo Ennio, siguiendo la fama; y entre los Griegos, que nos comunicaron este culto, y hasta los últimos límites del Océano, Hércules es venerado siempre como presente y como dios. La misma gloria obtuvieron el dios Baco, hijo de Semele, y los dos [p. 230] hermanos Tindáridas, de quienes se dice que no sólo ayudaron en la batalla al pueblo romano, sino que también fueron nuncios de su victoria. Y qué, a Ino, hija de Cadmo, ¿no la llamaron los Griegos Leucothea, y los nuestros Matuta? Y qué más: todo el cielo ¿no está henchido por el género humano?

Y si quieres escudriñar los escritos de los antiguos, y principalmente de los Griegos, tendrás que confesar que aquellos mismos dioses que se llaman majorum gentium, pasaron desde la tierra al cielo. Pregunta por los sepulcros suyos que hay en Grecia; acuérdate de las historias en que has sido iniciado; consulta la tradición universal. Los que todavía no alcanzaban ninguna noticia de la física, que sólo muchos años después empezó a enseñarse, no llegaban a persuadirse sino de aquello que la naturaleza les indicaba; no comprendían las causas y razones de los dioses, y se dejaban guiar principalmente por las visiones nocturnas que les indicaban que aun vivían los que habían pasado de esta vida.

Y es razón muy firme para creer que existen dioses el que no hay ningún pueblo tan salvaje ni tan bárbaro en cuyo entendimiento no haya penetrado esta opinión de los dioses. Muchos tienen de ellos falsas y viciosas ideas, y suele ser vicioso el culto que se les tributa; pero todos confiesan que hay una fuerza y naturaleza divina. Y esta creencia no es nacida de la sociedad de los hombres o del consentimiento común. No ha sido confirmada por las instituciones ni por las leyes, y eso, que en todo caso vale mucho el consentimiento universal y se debe tener por ley de la naturaleza. ¿Quién es el que no llora la muerte de los suyos, porque los cree privados de las comodidades de esta vida? Quita esta opinión y quitarás el luto. Nadie se entristece por su calamidad propia; y cuando nos dolemos y angustiamos, aquella lúgubre lamentación y aquel llanto procede de que creemos que los amigos queridos yacen privados de las comodidades de la vida y que lo sienten. Y este sentimiento nos le inspira la naturaleza, sin ciencia ni doctrina alguna.

Grande argumento es también de la inmortalidad del alma el que la naturaleza nos da tácitamente por el cuidado que todos tienen de las cosas que han de suceder después de su muerte. Los que siembran árboles que sólo en otro siglo han de florecer, [p. 231] como dice Stacio en sus Synephebos, ¿cómo habían de hacerlo si no creyeran que también los siglos futuros les pertenecen? ¿Cómo había de sembrar árboles el diligente labrador que no había de ver de ellos flor ni fruto alguno? ¿Cómo había de sembrar el gran ciudadano leyes ni instituciones en la república? ¿Qué significan la procreación de los hijos, la propagación del nombre, la adopción, los testamentos, los mismos monumentos sepulcrales y los elogios, sino que es natural en nosotros el pensamiento de lo futuro? ¿Dudas acaso que la muestra y el dechado y ejemplo de la naturaleza humana debe tomarse de las naturalezas más excelentes? Y ¿cuál hallarás mejor entre los hombres que la de aquellos que se creen nacidos para ayudar, defender y conservar a sus semejantes? Hércules entró en el número de los dioses. Nunca hubiera llegado si no se hubiese abierto él mismo el camino mientras vivía entre los hombres. Todo esto es ya antiguo y consagrado por la religión universal.

Y en esta nuestra república, ¿qué es lo que pensaron tantos y tan excelentes varones como se sacrificaron por ella? ¿Imaginaron acaso que su nombre se encerraba en los mismos términos que su vida? Nadie, jamás, sin grande esperanza de la inmortalidad, se ofrecería a la muerte por su patria. ¿Pudo estar ocioso Temístocles, pudo Epaminondas, pude yo mismo, para no ir a buscar ejemplos antiguos y extraños? Pero no sé de qué suerte vive siempre en el alma una especie de agüero o presagio de los siglos futuros; y esta sed de inmortalidad existe y aparece más en los grandes ingenios y en las almas elevadas. Y si quitas esto, ¿quién ha de ser tan loco que viva siempre en trabajos y peligros?

Hablamos ahora de los grandes ciudadanos; pero qué piensas de los poetas? ¿No crees tú que después de la muerte desean ennoblecerse? ¿Qué es lo que inspiró aquel epitafio?

Mirad la imagen del antiguo Ennio,
Que los hechos cantó de vuestros padres.

Pedía premio de gloria a aquellos cuyos padres había celebrado. Y el mismo Ennio añade:

Nadie riegue con llanto mi sepulcro,
Que vivo siempre en boca de los hombres.
[p. 232] Pero ¿para qué hablar de los poetas? También los artífices quieren ennoblecerse después de la muerte. ¿Por qué puso Fidias su imagen en el escudo de Minerva, donde no era lícito escribir? ¿Y qué hacen nuestros filósofos? ¿Por ventura no escriben su nombre en esos mismos libros que componen sobre el desprecio de la gloria?

Por tanto, si el consentimiento universal es voz de la naturaleza y todos los hombres que en cualquiera parte existen convienen que hay algo que puede importar a los que ya han salido de esta vida, claro es que nosotros debemos creer lo mismo.

Y si juzgamos que aquellos hombres que se aventajan en ingenio o en valor, como que son de condición más excelente, conocen mejor las fuerzas de la naturaleza, verosímil es que siendo los mejores los que más atienden al cuidado de la posteridad, debe haber algo que ellos puedan sentir después de la muerte. Y así como naturalmente opinamos que existen los dioses y conocemos por razón cuáles sean, así afirmamos, por el consentimiento universal de todas las naciones, que el alma subsiste, aunque sólo la razón puede decirnos en qué morada habita o cuál es su paradero después de la muerte. La ignorancia de esto produjo la invención de los infiernos, y aquellos terrores que tú pareces despreciar, no sin causa. Creían los antiguos que cuando el cuerpo caía en la tierra y era cubierto por ella e inhumado, pasaba bajo tierra el resto de la vida de los muertos. De esta opinión nacieron grandes errores, que luego acrecentaron los poetas. Siempre hace grande efecto en el teatro, en cuyo auditorio abundan las mujeres y los niños, aquellos tan resonantes versos:

Vengo del Aqueronte, por camino
Áspero y duro, por horrendas grutas,
De peñas escarpadas y pendientes,
Do oculta densa noche los infiernos.

Y tanto prevaleció este error, que ya me parece desterrado, que sabiendo que los cuerpos se quemaban, fingieron, sin embargo, que ocupaban lugar en el infierno, lo cual no puede entenderse si suprimimos el cuerpo. No podían comprender que el alma viviera por sí misma; buscaban siempre alguna forma o figura. De aquí nacieron las evocaciones fúnebres que Homero llama [p. 233] νεκυια , aquella ciencia nigromántica que mi amigo Apio ejercitaba, la fama que en estas cercanías alcanzó el lago Averno,

Donde en las puertas de Aqueronte abiertas,
Andan las almas en oscura sombra,
Con falsa sangre y engañosa imagen.

Y suponen que estas imágenes hablan, lo cual es imposible sin lengua, sin paladar y sin fuerza y figura de las fauces y de los pulmones.

Los primeros hombres no podían entender cosa alguna espiritual: todo lo referían a los ojos. Indicio es de grande entendimiento apartar la mente de los sentidos y el pensamiento de la costumbre. Creo ciertamente que en tantos siglos, otros muchos disputarían sobre el alma; pero de lo que yo he leído resulta que Pherecides Sirio fué el primero que dijo que las almas de los hombres eran sempiternas; porque floreció reinando mi antepasado Numa.

Acreditó esta opinión entre sus discípulos Pitágoras, el cual vino a Italia reinando Tarquino el Soberbio, y administró la magna Grecia, con grande honor, autoridad y disciplina, floreciendo luego por muchos siglos el nombre de los pitagóricos, de tal modo, que ninguno parecía más docto que ellos.

Pero vuelvo a los antiguos. No solían dar razón alguna de su opinión, sino que la explicaban por medio de números o figuras. Cuentan que Platón vino a Italia para conocer a los pitagóricos, y que en ella trató, entre otros muchos, a Architas y a Timeo, y que aprendió todos los dogmas de Pitágoras, y que no sólo creyó lo mismo que él acerca de la inmortalidad del alma, sino que fué el primero en dar la razón, la cual omitiremos, si no se te ocurre algo más, y dejaremos toda esta esperanza de la inmortalidad.

OYENTE.—¡Y ahora me abandonas, después de haberme dado tan grandes esperanzas! Prefiero equivocarme con Platón, a quien yo sé cuánto estimas y a quien por causa tuya admiro tanto, más bien que seguir lo verdadero con todos esos que me has nombrado.

MARCO.—Ten valor. También yo me resignaría a equivocarme con Platón. Aunque en esto creo que no me equivoco, [p. 234] porque los matemáticos nos persuaden que situada la tierra en medio del mundo, es como el punto céntrico de todo el cielo, y que es tal la naturaleza de los cuatro elementos engendradores de todos los cuerpos, que lo terreno y lo humano por su propio peso se dirige en ángulo recto a la tierra y al mar; las otras dos partes son: la primera ígnea, y la otra animal; y así como aquellos dos elementos superiores se inclinaban por su gravedad y por su peso al centro del mundo, así estos otros dos ascienden por línea recta al cielo, ora sea que por su naturaleza apetecen lo superior, ora que una fuerza natural repela lo grave de lo leve. Siendo esto averiguado, se deduce que el alma, cuando sale del cuerpo, ora sea un espíritu animal, ora respirable, ora ígneo, tiende hacia lo alto. Y si el alma es un número (opinión más sutil que clara), o bien aquella quinta naturaleza de tan pocos entendida, y que no tiene nombre, tanto mayor será su integridad y pureza, y tanto más se alejará de la tierra. El alma es, pues, alguna de estas cosas, porque un entendimiento tan enérgico no puede yacer sumergido en el corazón, en el cerebro o en la sangre, como pretendía Empédocles.

Omitamos la opinión de Dicearco y de su condiscípulo Aristoxeno, hombres doctos, sin duda, de los cuales el uno ni siquiera parece haberse lamentado de no tener alma, según su opinión, y el otro de tal manera se deleita con su canto, que quiere referirlo todo a la música. Podemos conocer la armonía por el intervalo de los sonidos, cuya varia composición produce un efecto armónico; pero no sé cómo la posición de los miembros y la figura del cuerpo inanimado puede producir ningún género de armonía. Pero Aristoxeno, aunque sea erudito, como lo es, tiene que conceder la palma en esta materia de la filosofía a su maestro Aristóteles. En cuanto a él, debe limitarse a enseñar la música. Bien dice el proverbio de los Griegos: «Ejercítese cada cual en aquella arte que conoce.»

Lo que debemos rechazar totalmente es el concurso fortuito de los átomos leves y redondos que Demócrito, sin embargo, supuso dotados de calor y de respiración, y por consiguiente, animados. Este espíritu animado, que ha de pertenecer a alguno de los cuatro elementos de quienes todas las cosas proceden, es necesario que comprenda todas las cosas superiores, como le [p. 235] pareció a Panecio. Ni el fuego ni el aire tienen inclinación alguna hacia lo inferior, y al contrario, tienden siempre hacia arriba. Por eso, si se disipan, pasa esto lejos de la tierra, y si permanecen y conservan su modo de ser, es necesario que se dirijan al cielo y que rompan y dividan esta atmósfera gruesa y pesada próxima a la tierra. Es mucho más cálida y más ardiente el alma que este aire que he llamado craso y espeso. Y así puede entenderse como nuestro cuerpo, formado de elementos terrenos, se calienta con el ardor del alma. Para que el alma más fácilmente traspase y rompa este aire que llamo craso, hemos de tener en cuenta que nada es más veloz que el alma y que no hay rapidez alguna que pueda compararse con la suya. Y si el alma permanece incorrupta e idéntica a sí misma, es necesario que penetre y divida todo este cielo en que se congregan las nubes, las lluvias y los vientos, el cual es húmedo y caliginoso por las exhalaciones de la tierra. Y cuando el alma ha traspasado esta región y ha alcanzado y conocido una naturaleza semejante a la suya, júntase con un espíritu tenue y templado por el ardor del sol, domina el fuego y cumple su fin, elevándose todavía más. Cuando ha alcanzado una ligereza y un calor semejante al suyo, se encuentra como en balanza y no se mueve ni a una parte ni a otra. Entonces es su natural asiento cuando penetra en una atmósfera semejante a la suya, en la cual, no careciendo de cosa alguna, se alimentará y se sustentará con los mismos elementos con que se nutren y sustentan las almas.

Y así como el ardor del cuerpo suele inflamarnos para todo género de apetitos y nos mueve a emulación contra los que poseen las cosas que nosotros deseamos, así nuestra felicidad será completa cuando, abandonando el cuerpo, nos veamos libres de estos apetitos y deseos, y lo que ahora alguna vez hacemos cuando estamos libres de cuidados, es decir, el dedicarnos a la contemplación, entonces lo podremos hacer mucho más libremente, y pondremos todo nuestro empeño en examinar y penetrar de cerca todas las cosas, ya que por naturaleza hay en nuestros entendimientos un insaciable amor a la verdad; y los mismos lugares a donde llegaremos, al darnos más fácil el conocimiento de las cosas celestiales, tanta mayor codicia nos infundirán de conocerlas. Esta misma hermosura hizo nacer en la tierra aquella [p. 236] filosofía patria y antigua de que habla Teofrasto, encendida por el amor del conocimiento. Y principalmente gozaron de ella los que, aun cuando habitaban esta tierra, cercados como estaban de opacas nieblas, sin embargo deseaban por alteza de entendimiento abandonar y despreciar lo terreno.

Por lo cual, si ahora juzgan haber conseguido algo los que vieron las bocas del Ponto y aquellos estrechos por donde penetró la nave que llamaron Argos, porque embarcados en ella los varones escogidos de Argos, buscaron la dorada piel del Vellocino; o los que han visto aquel estrecho del Océano, donde la onda rapaz divide a Europa de la Libia, ¿qué espectáculo será el nuestro cuando podamos contemplar toda la tierra y su situación, forma y límites, y las regiones habitables y las que carecen de toda cultura, por exceso del calor o del frío?

Nosotros ahora ni siquiera vemos con los ojos lo que tenemos delante de ellos. Porque el cuerpo mismo no tiene sentido, y como nos enseñan no sólo los físicos, sino también los médicos, que ven todos los órganos manifiestos y patentes, hay ciertos caminos que, perforados desde el cerebro o asiento del alma, van a dar a los ojos, a los oídos, a las narices. Por eso cuando el pensamiento o alguna enfermedad nos lo impiden, aunque tengamos abiertos e íntegros los ojos y los oídos, ni vemos ni oímos; por donde fácilmente puede entenderse que es el alma la que ve y la que oye, y no aquellos órganos que son como las ventanas del alma, por las cuales, sin embargo, nada puede llegar al entendimiento, si el entendimiento mismo no asiste a su obra.

Y ¿no vemos que con el mismo entendimiento comprendemos cosas tan desemejantes como el color, el sabor, el calor, el olor, el sonido, que el alma no podría conocer por intermedio de los cinco sentidos, si todo ello no se refiriese a la conciencia, que es el único juez de todas las sensaciones? Y estas cosas se verán más puras y claras cuando, libre el alma, llegue a donde la naturaleza la guía. Pues ahora, aunque la naturaleza haya fabricado con sutilísimo artificio aquellas ventanas del cuerpo hacia el alma, sin embargo están en cierto modo interceptadas por cuerpos terrenos y espesos. Pero cuando nada quede sino el alma, no habrá ningún objeto que la impida percibir las cosas tales como son en sí.

[p. 237] Si el asunto lo reclamase, fácil nos sería declarar copiosamente cuántos, cuán varios y cuáles espectáculos ha de disfrutar el alma en las regiones celestiales. Pensando en esto, suelo admirarme mucho de la jactancia de algunos filósofos que tanto se extasían con el conocimiento de la naturaleza, y a su inventor y príncipe le veneran tanto, que llegan a considerarle como dios, puesto que se dicen libertados por él de dos pesadísimos tiranos: un terror sempiterno, y un miedo continuo de noche y de día. ¿De qué terror y de qué miedo? ¿Qué vieja hay tan delirante que tema estas cosas que vosotros mismos temeríais si no hubieseis aprendido física: los templos del Aqueronte, las profundidades del Orco, la pálida muerte y las mansiones caliginosas y cercadas de eterna niebla? ¿No es vergüenza para un filósofo gloriarse de que no teme estas cosas y de que ha conocido que son falsas? De donde puede inferirse cuán sagaces son por naturaleza los que creen estas cosas sin doctrina. No pienso que sea gran descubrimiento el haber aprendido que cuando el tiempo de la muerte llega, el hombre ha de perecer totalmente.

Y aun cuando esto sea verdad, lo cual no afirmo ni tampoco niego, ¿qué hay en ello de alegre ni de glorioso? Así que yo no veo razón alguna que pruebe ser falsa la sentencia de Pitágoras y de Platón. Y aunque Platón no alegara razón alguna, su misma autoridad, que yo respeto tanto, me haría mucha fuerza. Pero tantas razones da, que me parece que desea persuadir a los demás de aquello de que él no se había persuadido con certeza.

Muchos lo combaten, e imponen al alma pena capital; y no tienen otra razón para que les parezca increíble la eternidad del alma, sino la de no poder explicar cómo el alma, privada del cuerpo, puede entender y pensar. Como si supieran lo que es el mismo cuerpo, y cuál es su forma, su magnitud y el lugar que ocupa; como si pudieran en un hombre verse todos los órganos que ahora están ocultos, o como si fuese tal su delicadeza que escapase del análisis.

En buen hora crean esto los que niegan que el alma, sin el cuerpo, pueda conocerse a sí misma. Ellos verán cómo la conciben obrando dentro del mismo cuerpo. A mí, cuando considero la naturaleza del alma, mucho más difícil y mucho más oscura me parece la consideración de cómo el alma puede existir en el cuerpo, mansión tan ajena de ella, que el pensar como ha de [p. 238] existir cuando salga del cuerpo y vuele al libre cielo como a su propia casa. Si no podemos entender cómo es lo que nunca vimos, ciertamente que no podremos abrazar con el pensamiento al mismo Dios y al alma divina libertada del cuerpo. Dicearco y Aristoxeno, por serles difícil de entender la esencia o la cualidad del alma, declararon que absolutamente no existía.

Gran cosa es, sin duda, contemplar el alma con el alma misma; y esta fuerza tiene el precepto de Apolo, que nos exhorta a que cada cual se conozca a sí mismo. No nos manda, según creo, que conozcamos nuestros miembros, estatura o figura, ni nosotros somos cuerpos; y cuando yo te hablo a ti, no hablo, a tu cuerpo. Cuando se nos dice, pues, conócete a ti mismo, lo que se quiere decir es: conoce a tu alma. Porque el cuerpo es como un vaso o receptáculo del alma. Lo que tu alma hace, aquello haces tú. Este conocimiento si no fuese divino no sería precepto de altísima sabiduría, de tal manera que pudiera atribuirse a un dios.

Gran cosa es conocerse a sí mismo. Pero si el alma misma ignora lo que el alma es, dime, te lo ruego: ¿ni siquiera sabrá que existe, ni siquiera sabrá que se mueve? De aquí nació aquella razón platónica que Sócrates explica en el Fedro, y que yo he puesto en el libro VI De República:

«Lo que siempre se mueve es eterno. Lo que imprime movimiento a otra cosa y lo que se mueve por sí mismo cuando este movimiento acaba, es necesario que tengan un fin de vida. Por consiguiente, sólo lo que se mueve a sí mismo, como nunca está abandonado por sí mismo, nunca deja tampoco de moverse, y es fuente y principio de movimiento para todas las demás cosas que se mueven. El principio no tiene origen alguno, porque del principio nace todo; pero él mismo no puede nacer de otra cosa, porque no sería principio si se engendrase de otra parte. Si no nace nunca, tampoco puede morir jamás. Extinguido el principio no puede renacer de otro, ni crear de sí propio otro principio, siendo así que es necesario que del principio nazca todo. De aquí se infiere que es principio del movimiento porque se mueve a sí mismo. No puede nacer ni morir, o será necesario que todo el cielo se pare o que se detenga el curso de la naturaleza, sin que obtenga fuerza alguna para moverse como antes. Siendo evidente [p. 239] que es eterno lo que se mueve a sí mismo, ¿quién habrá que deje de conceder esta naturaleza a las almas? Inanimado es todo lo que se agita por impulso exterior. Lo que es animal se mueve por movimiento interior y propio suyo, porque ésta es la fuerza y naturaleza propia del alma. Y si hay uno entre todos los seres que se mueva siempre a sí mismo, no hay que dudar que jamás ha nacido y que es eterno.»

Aunque se nos opongan todos los filósofos plebeyos (llamo así y así debe ser llamado el que se separa de Platón, de Sócrates y de su escuela), nunca podrán explicar con tanta elocuencia la razón ni entender siquiera la sutileza de esta conclusión. Siente el alma que se mueve, y cuando lo siente, siente al mismo tiempo que se mueve por fuerza propia y no ajena, y no puede suceder que el alma se abandone a sí misma. De aquí nace la eternidad, si esta conclusión no te parece violenta.

OYENTE.—A mí, en verdad, no se me ocurre cosa ninguna en contra, y así, me inclino de toda voluntad a tu razón.

MARCO. —¿Y a qué viene eso? ¿Crees tú que son de menos fuerza las opiniones que declaran que hay en el alma del hombre una inteligencia divina? Y si yo pudiese ver cómo nace, podría declarar también cómo muere. Me parece que puedo decir cómo se han formado la sangre, la bilis, la pituita, los huesos, los nervios, las venas y toda la disposición y figura de los miembros y de todo el cuerpo. En cuanto al alma misma, si ninguna otra cualidad tuviese sino el que vivimos por ella, creería yo que tan posible era a la naturaleza sustentar la vida del hombre como la de la vid o la del árbol, de los cuales también decimos que viven. Y si ninguna otra cualidad tuviese el alma del hombre sino la de apetecer o rechazar, también ésta le sería común con las bestias. Pero, en primer lugar, el hombre tiene memoria infinita de innumerables cosas; la cual Platón tiene por reminiscencia de una vida anterior. En el diálogo que llama Menón, introduce a Sócrates preguntando a un muchacho sobre la dimensión geométrica de un cuadrado. Le responde como niño que es, pero tan fáciles son las interrogaciones, que respondiendo gradualmente llega al mismo resultado que si hubiese aprendido la geometría. De donde quiere inferir Sócrates que el aprender no es otra cosa sino recordar. Y esto lo explica mucho mejor en aquel razonamiento que [p. 240] tuvo el mismo día que salió de esta vida: pues en él enseña que cualquier hombre que no sea del todo rudo y responda a quien le interrogue bien, declarará que no aprende entonces las cosas, sino que las conoce por reminiscencia, y no podría suceder en modo alguno que los niños adquiriesen tantas nociones si el alma, antes de entrar en el cuerpo, no hubiese alcanzado algún conocimiento en otra existencia. Y no siendo el cuerpo nada, como en muchos lugares enseña Platón, puesto que él no considera como verdadero ser al que nace y muere, ni admite otra existencia que la de la idea o especie que permanece siempre idéntica a sí misma, no puede el alma, encerrada en el cuerpo, conocer estas cosas: conocidas las trajo, y así se destierra la admiración de tal conocimiento. Y todo esto no lo ve el alma cuando de repente emigra a un domicilio tan insólito y tan perturbado, sino que lo reconoce y recuerda cuando se recoge dentro de sí. El aprender, pues, no es cosa distinta del recordar.

Pero yo admiro todavía más la memoria. ¿Qué instinto es este con el cual nos acordamos, o qué fuerza tiene, o de dónde ha nacido? No hablo de aquella memoria asombrosa que tuvo Simónides, o Theodectes, o aquel Cineas que fué enviado por Pirro de embajador al Senado, o Carneades, o Scepsio Metrodoro, que murió hace poco, o la que tiene ahora nuestro Hortensio; hablo de la memoria común de todos, y principalmente de la de aquellos que se ejercitan en algún estudio y arte, cuya memoria es tan honda que es difícil determinar hasta dónde llega.

¿A dónde va a parar este razonamiento? Fácil me parece declarar qué fuerza es ésa y de dónde viene. No es ciertamente del corazón, ni de la sangre, ni del cerebro, ni de los átomos. No sé si el alma es aire o fuego, y no me avergüenzo como esos filósofos de confesar que lo ignoro. Pero si pudiese afirmar alguna cosa en negocio tan oscuro, juraría que el alma es divina, ya la consideremos como aire, ya como fuego.

Y qué opinas tú, ¿que el poder maravilloso de la memoria ha sido engendrado, o nacido en la tierra, o en ese nebuloso y caliginoso cielo? Aunque no conozcas su esencia, ves sus efectos. Y si no puedes juzgar de la cualidad, a lo menos juzgarás de la cantidad. ¿Hemos de creer que hay en nuestra alma una capacidad en la cual se derraman como en un vaso las cosas que son [p. 241] objeto de la memoria? Absurdo me parece esto, porque ¿cómo entiendes ese fondo, o esa figura del alma, o esa capacidad? ¿Crees que en el alma se imprime como en cera, y que la memoria guarda las huellas de los casos pasados en la mente? ¿Qué huellas pueden dejar las palabras en las cosas mismas? Y ¿dónde tan inmenso número de objetos ha de dejar tan inmenso número de huellas? Y ¿qué diremos de aquellas facultades que investigan lo oculto y que llamamos invención y cogitación? ¿Te parecen de naturaleza terrena, mortal y caduca? ¿Qué te parece del primero que impuso nombres a todas las cosas, lo cual a Pitágoras le parecía el término de la sabiduría, o del primero que congregó en sociedad a los hombres dispersos, o del que redujo a pocas letras los sonidos de la voz, que parecían infinitos, o del que notó el curso y la progresión de las errantes estrellas? Todos estos fueron grandes hombres, y todavía mayores los que inventaron el arte de cultivar los campos, los vestidos, las edificaciones de las casas, la cultura de la vida, la defensa contra las fieras, los que amansaron y civilizaron la especie humana, llevándola desde las artes necesarias hasta las artes más agradables. Entonces se inventó el arte de agradar a los oídos por la naturaleza de los sonidos y su armónica variedad, y el conocimiento de los astros, ya de los que permanecen fijos, ya de los que llamamos errantes, aunque no lo sean. El que pudo entender sus conversiones y sus movimientos, bien claro probó que su alma era semejante a la de aquel que había fabricado el mismo cielo. Cuando Arquímedes aprisionó en su esfera el movimiento de la Luna, del Sol y de los cinco planetas, hizo lo mismo que aquel dios de Platón en el Timeo, al crear el mundo y regir por una misma ley de tardanza y de celeridad movimientos tan desemejantes. Y así como este mundo no hubiera podido hacerse sin intervención de un dios, así Arquímedes no hubiera podido imitar aquel movimiento en la esfera sin su ingenio divino.

Ni aun las cosas más conocidas y sencillas me parecen posibles sin esta fuerza divina; y así, yo no concibo el canto grave y numeroso del poeta, sin algún celeste ardor de su mente, ni entiendo que la elocuencia pueda sin este divino impulso correr abundante en palabras y copiosa en sentencias. La filosofía misma, madre de todas las artes, ¿qué es, según el parecer de Platón, [p. 242] sino un don, o por mejor decir, una invención de los dioses? Ésta nos enseñó primero a venerarlos, y nos educó después en el derecho humano, base del vínculo social, y en la modestia y magnanimidad, y disipó las tinieblas del alma, como las de los ojos, para que conociésemos todo lo creado, lo superior y lo inferior, lo primero, lo último y lo medio.

Ciertamente me parece divina esta fuerza que produce tantos y tan excelentes resultados. ¿Qué es la memoria de las cosas y de las palabras? ¿Qué es la invención? Sin duda es cosa tan excelente, que ni siquiera en Dios la podemos imaginar mayor. Yo creo que los dioses no se alegran ni con la ambrosía, ni con el néctar, ni con la Juventud que les administra la copa. Ni hago caso de Homero el cual refiere que Ganimedes por su extraordinaria hermosura fué arrebatado por los dioses para servir a Jove el néctar. No me parece bastante causa ésta para que se hiciese a Laomedonte tal injuria. Tales eran las ficciones de Homero, trasladando lo humano a lo divino. Más valía que lo divino se trasladase a nosotros. Y ¿qué entendemos por cosas divinas? Vivir, saber, inventar, acordarse. Por consiguiente, el alma es divina, y Eurípides se atreve a llamarla Dios; y si Dios es espíritu, o fuego, también lo es el alma del hombre. Pues así como la naturaleza celeste carece de tierra y de agua, así también el alma. Pero si hay una quinta naturaleza, introducida por Aristóteles, es común a los dioses y al alma.

Siguiendo nosotros este parecer, hemos dicho lo mismo en nuestra Consolación: «No podemos encontrar en la tierra el origen del alma.» Porque nada hay en el alma mixto ni concreto, ni que parezca formado y nacido de la tierra; nada húmedo, estable o ígneo. Nada hay en la naturaleza que tenga la facultad de la memoria, de la razón, del pensamiento; nada que conserve lo pasado y prevea lo futuro y pueda abrazar lo presente; todo lo cual es obra divina. Nadie encontrará jamás el origen de estas cosas, si no las referimos a un dios.

Es, pues, singular la naturaleza y facultades del alma, muy distintas de esas otras naturalezas conocidas y vulgares. Cualquiera que sea este principio, que siente, que sabe, que quiere, que vive, necesariamente es celestial y divino, y así es preciso que sea eterno. Ni el dios mismo que nosotros entendemos puede [p. 243] ser concebido de otro modo que como un entendimiento separado y libre, segregado de toda concreción mortal, sintiéndolo todo y dotado de un movimiento sempiterno. Esto en general; y de la misma naturaleza es el entendimiento humano. Dónde reside, pues, o cómo es este entendimiento ¿puedes decirlo tú? Si no tengo para entender todos los instrumentos que yo quisiera, no me será lícito usar de los que tengo. No tiene tanta fuerza el alma que pueda contemplarse a sí misma; pero el alma, lo mismo que los ojos, no se ve a sí misma y ve otras cosas distintas. Me dirás que no ve su forma, lo cual importa poco. Quizá sea verdad, aunque yo creo que también la ve; pero conoce su fuerza, su sagacidad, su memoria, su movimiento, su rapidez. Grandes, divinas, sempiternas son estas cosas. Qué rostro tiene o dónde habita, no es punto que debe preocuparnos.

Pero cuando vemos el azul del cielo; la rapidez de su con versión, que es mayor que cuanto nosotros podemos imaginar; la sucesión de los días y de las noches; las cuatro estaciones, tan admirablemente ordenadas para la madurez de los frutos y para la templanza de los cuerpos; el Sol, que es guía y moderador de todos estos movimientos; y la Luna, con el crecimiento y decrecimiento de su luz, como notando y significando la sucesión de los días; y el movimiento arreglado y constante de los cinco planetas del zodíaco, dividido en doce partes, pero teniendo cada cual de los planetas movimientos tan diversos entre sí; y las nocturnas apariencias del cielo, ornado por dondequiera de estrellas; y el globo de la tierra, dominando el mar y fijo en medio del universo, habitable y cultivado en dos zonas, una de las cuales, la que nosotros habitamos, está puesta bajo el eje y dominada por las siete estrellas, de donde el horrible aquilón congela con estruendo sus hielos y sus nieves, y la otra, la región austral, desconocida para nosotros, la que los Griegos llaman anticthona; y las demás partes incultas por el exceso de frío o de calor, y vemos que en esta tierra donde habitamos jamás deja en su debido tiempo de brillar el cielo, de florecer los árboles, de vegetar la vid, alegre con el peso de los pámpanos, de encorvarse las ramas de los árboles cargadas de fruto, de derramarse abundantemente las nieves, de florecer todas las cosas, de correr las fuentes, de cubrirse de hierba los prados, como dijo Ennio, y vemos [p. 244] luego la multitud de bestias útiles, unas para el alimento, otras para el cultivo de los campos, otras para tirar del carro, otras para vestir los cuerpos; y, finalmente, consideramos al hombre mismo contemplador del cielo y de los dioses y venerador de ellos, y tendemos la vista a los campos y a los mares, que obedecen todos a la utilidad del hombre: cuando vemos todas estas y otras innumerables cosas, ¿podemos dudar que preside a ellas algún artífice supremo, hacedor y moderador, ora hayan tenido las cosas principio, como Platón juzgó, ora hayan sido eternas, como opina Aristóteles? Así al entendimiento humano, aunque no lo ves en sí mismo, como no ves a Dios, sin embargo le conoces como Dios; y así, por la memoria de las cosas, por la invención, por la celeridad del movimiento y por la hermosura de la virtud, tienes que reconocer la fuerza divina del entendimiento.

¿En qué lugar reside el alma? Creo que en la cabeza, y puedo dar razones para ello; pero de esto más adelante trataremos. Ahora sólo debo decir que dondequiera que esté el alma, ciertamente está en ti. Y ¿cuál es su naturaleza? La propia y peculiar suya. Aunque la supongas ígnea, aunque la supongas aérea, nada tiene que ver esto con lo que tratamos. Ahora sólo debes considerar que así como conoces a Dios, aunque ignores el lugar que ocupa y su forma, así debes conocer el alma, aunque ignores su forma y su lugar. Y en el conocimiento del alma no podemos dudar, a no ser que seamos totalmente rudos en la física, que nada hay en el alma mezclado, nada concreto, nada compuesto, nada aglomerado, nada doble. Siendo esto así, es evidente que el alma no puede separarse, ni dividirse, ni disgregarse, ni morir por consiguiente. Porque la muerte es como una división y separación de aquellas partes que antes de ella tenían entre sí alguna unión

Movido por estas y semejantes razones, Sócrates ni buscó abogado para su juicio capital ni suplicó a los jueces, sino que, al contrario, mostró libre contumacia, nacida de magnanimidad y no de soberbia, y en el último día de su vida disertó largamente sobre estas mismas cosas; y pocos días antes de morir, pudiendo fácilmente haberse escapado de la cárcel, no quiso, y teniendo ya en la mano la copa mortífera, habló de tal manera que no pareció que caminaba hacia la muerte, sino que quería subir al cielo.

[p. 245] Creía, pues, y enseñó que hay dos caminos para el alma cuando sale del cuerpo. Los que se han contaminado con los vicios humanos y se han entregado de todo punto a la liviandad, encenagándose en los vicios domésticos y en las afrentas, o los que han cometido fraudes inexpiables contra su república, siguen un camino torcido y que los lleva más lejos del concilio de los dioses. Pero los que se han mantenido íntegros y castos, y los que no han tenido contagio alguno con el cuerpo, y los que se han apartado siempre de ellos y han imitado en los cuerpos humanos la vida de Dioses, tienen fácil la vuelta a aquel punto de donde han procedido. Y así, advierte que todos los buenos y los doctos deben hacer lo mismo que los cisnes, que no sin causa son dedicados a Apolo, ya porque parece que han recibido de él el don de la adivinación, ya porque, previendo el bien que van a recibir con la muerte, mueren entre cantos y alegrías. Y de esto no podría dudar nadie si no nos aconteciese, cuando pensamos con mucho ahinco sobre el alma, lo mismo que suele suceder a los que fijan sus ojos en el sol moribundo, perdiendo a veces totalmente la vista. Así la vista del alma, que se contempla a sí misma, se fatiga a veces, y por esta causa perdemos la diligencia de la contemplación. Y así nuestro razonamiento, dudando, mirando hacia una parte y otra, vacilando, considerando las razones en pro y en contra, fluctúa como una nave en medio del inmenso Océano.

Pero todos estos ejemplos son antiguos y tomados de los Griegos. Catón salió de esta vida de tal modo que se alegraba de haber alcanzado justa causa de morir.

El Dios que domina en nosotros nos prohibe salir de esta vida sin voluntad suya. Pero cuando este Dios nos ha dado causa justa, como se la dió entonces a Sócrates, y ahora a Catón, y después a otros muchos, ciertamente que el varón sabio saldrá alegre desde estas tinieblas a la luz. No romperá las cadenas de su cárcel, porque las leyes se lo prohiben; pero saldrá llamado por el Dios, como si algún magistrado o potestad legítima le llamase. «Toda la vida de los filósofos, dice él mismo, es una preparación para la muerte.»

¿Y qué otra cosa hacemos cuando apartamos nuestra alma del deleite corporal, o del cuidado de la hacienda, que es ministra del cuerpo, o de la república, o de todo negocio y ocupación? ¿Qué hacemos cuando llamamos al alma a sí misma y la [p. 246] obligamos a estar consigo y la apartamos del cuerpo? Separar el alma del cuerpo no es otra cosa que aprender a morir. Acordémonos, pues, de esto, amigo mío, y separémonos del cuerpo, y acostumbrémonos a la idea de la muerte. Este modo de vivir mientras estamos en la tierra, será semejante a la vida celestial, y cuando hayamos roto estas cadenas, menos se retardará el curso de nuestra alma. Los que han estado mucho tiempo en grillos, hasta cuando los sueltan, caminan con tardío paso. Cuando llegamos a soltarlos del todo, entonces se puede decir que vivimos. Esta misma vida que hoy vivimos es verdadera muerte y digna de lamentarse.

OYENTE.—Bastante la has lamentado en tu Consolación. Cuando la leo, nada deseo tanto como abandonar el mundo; y ahora, después de oírte, lo deseo muchísimo más.

MARCO.—Tiempo vendrá, y muy pronto, en que lo desees de veras, o en que te arrepientas de haberlo deseado. El tiempo vuela. Tan lejos está de ser la muerte un mal, como antes te parecía, que yo temo que no haya ningún otro bien para el hombre, si es cierto que hemos de ser dioses o hemos de vivir con los dioses.

OYENTE.—Y ¡qué importa! no falta quien deje de aprobar estas opiniones.

MARCO.—Pero yo no dejaré este razonamiento sin haberte probado que de ningún modo puede ser la muerte un mal.

OYENTE.—Y ¿cómo puedo creerlo ya después de haberte oído?

MARCO.—¡Cómo puedes! ¿y me lo preguntas? Hay legiones de filósofos que sostienen lo contrario; y no sólo los Epicúreos, a quienes yo no desprecio, pero a quienes no sé por qué razón casi todos los doctos estiman poco, sino que también mi amigo Dicearco disertó vigorosamente contra la inmortalidad, escribiendo tres libros, que llamó los Lesbiacos, porque pasa la escena en Mitylene, en los cuales quiere probar que el alma es mortal. Los Estoicos nos conceden el uso de la vida como a las cornejas: afirman que el alma permanecerá largo tiempo, pero niegan que dure siempre.

¿Quieres que te pruebe que, aunque esto sea así, la muerte no debe considerarse como un mal?

[p. 247] OYENTE.—Así me parece; pero nadie puede convencerme de que no es verdadera la inmortalidad.

MARCO.—Te alabo este propósito, aunque no conviene confiar demasiado. Siempre persuade alguna conclusión aguda: vacilamos y mudamos de parecer aun en las cosas más claras, porque aun en ellas cabe oscuridad. Debemos, pues, estar preparados para todo evento.

OYENTE.—Así es; pero yo procuro que tal defensa no sea necesaria.

MARCO.—¿Por qué hemos de abandonar a nuestros amigos los Estoicos, los cuales conceden que el alma vive después de haberse separado del cuerpo, pero que no vive eternamente? Conceden lo más difícil, esto es, que el alma puede vivir separada del cuerpo, y no conceden que sea inmortal, lo cual es mucho más fácil de creer y es consecuencia forzosa de lo que conceden.

OYENTE.—Bien haces en reprenderlos; pero de este modo van las cosas.

MARCO.—¿Creeremos, pues, a Panecio, que disiente de su maestro Platón, a quien en todas partes llama divino, sapientísimo, santísimo, Homero de los filósofos, pero en el cual reprueba sólo su opinión acerca de la inmortalidad del alma? Sostiene lo que nadie niega: que todo ser nacido muere. Es así que el alma nace, como lo declara la semejanza de la procreación, la cual es no sólo de los cuerpos, sino del entendimiento; luego el alma no es inmortal. Otra razón da, es a saber: que no hay dolor alguno que no suponga alguna enfermedad. Es así que todo el que padece alguna enfermedad ha de morir; luego el alma, que tiene dolor, ha de morir forzosamente.

Todo esto puede refutarse. Es una ignorancia, cuando se habla de la eternidad del alma, no entenderla del entendimiento, que está libre de todo movimiento desordenado, sino de aquellas partes que están sujetas a la enfermedad, a la ira y al apetito, las cuales el mismo filósofo contra quien disputamos supone separadas y distintas del alma. Y esta semejanza se ve todavía más en las bestias, que carecen de razón.

La semejanza de los hombres consiste principalmente en su figura corporal, e importa mucho, para conocer el alma misma, saber en qué cuerpo está colocada. Mucho contribuye el cuerpo [p. 248] a aguzar el entendimiento; mucho a entorpecerle. Aristóteles dice que todos los ingeniosos son melancólicos, y así no me descontenta el ser rudo. Después de enumerar muchos ejemplos, quiere dar la razón de este fenómeno. Y si tanta fuerza para el mental tienen las facultades corporales, nada prueba esta semejanza para que creamos que el alma ha nacido.

Dejo aparte muchos ejemplos. Quisiera dirigir una pregunta a Panecio, que vivió con Scipión el Africano. Yo le preguntaría a cuál de los suyos se pareció el nieto de Scipión el Africano: en el rostro a su padre; en la vida a todos los perdidos, de tal modo que podía pasar por el peor de todos ellos. ¿A quién se pareció el sobrino de Publio Craso, hombre sabio y elocuente, o los hijos y los nietos de muchos otros varones esclarecidos a quienes no es preciso nombrar ahora? Pero ¡a qué hemos de tratar de esto! ¿Nos hemos olvidado de que nuestro propósito era, después de haber disertado bastante sobre la eternidad, probar que aunque el alma perezca, no hay mal alguno en la muerte?

OYENTE.—Yo me acordaba de esto; pero fácilmente consentí que, tratando de la eternidad, te apartases algo de tu propósito.

MARCO.—Veo que tus miras son altas, y que quieres remontarte al cielo.

OYENTE.—Espero que así nos sucederá a todos. Pero supongamos, como éstos quieren, que las almas no persisten después de la muerte. Si esto es así, quedamos privados de la esperanza de mejor vida.

MARCO.—Pero ¿qué mal hay en esta opinión? Supón tú que el alma muere juntamente con el cuerpo. ¿Por ventura cabe después de la muerte algún dolor o algún sentido en el cuerpo? Nadie se atreve a decirlo, y aunque Epicuro acusa a Demócrito, los discípulos de Demócrito lo niegan. Tampoco en el alma queda sentido alguno, puesto que las almas no existen en ninguna parte. ¿Dónde está, pues, el mal, ya que no hay una tercera sustancia en la cual pueda recaer? Me dirás que la separación misma del alma y del cuerpo no se verifica sin dolor. Aunque yo lo crea así, ¡cuán pequeño será este dolor! Y aun creo que esto sea falso, porque la mayor parte de las veces se verifica sin sentido, y algunas hasta con deleite, y de todas maneras es cosa de poco momento, puesto que dura un instante solo.

[p. 249] OYENTE.—Esto mismo me angustia y atormenta, el dejar todos los bienes de la vida.

MARCO.—Y ¿por qué no dices mejor el apartarte de todos los males? ¿Cuántas razones hay para deplorar la vida humana? Con verdad y justicia puedes hacerlo. Pero ¿qué necesidad hay de hacer más miserable la vida con el pensamiento de que hemos de ser infelices después de la muerte? Lo contrario hicimos en aquel libro en el cual me he consolado a mí mismo cuanto he podido. Si queremos apurar la verdad, es lo cierto que la muerte nos separa de los males, no de los bienes. Esto lo disputaba tan copiosamente el Cirenaico Hegesias, que el rey Ptolomeo le prohibió enseñarlo en las escuelas, porque muchos, en oyéndole, se daban a sí propios la muerte. He leído también cierto epigrama de Calímaco contra Cleombroto de Ambracia, del cual dice que, sin otra razón alguna que haber leído los libros de Platón, se arrojó desde la muralla al mar. Del mismo Hegesias queda un libro llamado ᾿Αποκαρτερῶν , en el cual un personaje que quiere morirse por hambre, responde a sus amigos que quieren disuadirle, enumerando todos los inconvenientes de la vida humana. Quizá yo podría hacer lo mismo, aunque no extremaría las cosas tanto como él, que absolutamente pretende que a nadie le con viene vivir. Omito a otros. ¿Y por ventura la muerte no nos conviene a nosotros mismos, que privados de los negocios forenses y domésticos, si hubiésemos muerto antes, nos hubiéramos salvado con la muerte, de los males y no de los bienes?

Supongamos uno que no tenga mal alguno, que no haya recibido ningún revés de la fortuna: sea; v. gr., aquel Metelo tan honrado por sus cuatro hijos, o aquel Príamo que tuvo cincuenta, de ellos diez y siete legítimos. En uno y otro tuvo la fortuna igual poder, pero en uno y otro usó de sus derechos. A Metelo le llevaron a la hoguera muchos, hijos, hijas, nietos, nietas; a Príamo, privado de su numerosa progenie, le inmoló una mano enemiga cuando se refugiaba ante las aras. Si éste hubiese muerto cuando sus hijos vivían y su reino estaba incólume en todo el esplendor de su bárbara opulencia, y cuando brillaban sus cincelados artesones, como dijo el poeta, ¿hubiere salido de los bienes o de los males? Parece a primera vista que de los bienes. Pero es cierto que para él hubiera sido mejor que no se hubiera podido [p. 250] cantar tan tristemente: «Vi a Troya inflamada; vi a Príamo rendir la vida al hierro enemigo; vi el ara de Jove profanada con sangre.» Aun entonces no le pudo acontecer cosa mejor que esta muerte violenta. Si hubiera muerto antes, habría evitado tales desgracias; pero muriendo perdió el sentido de los males.

Mejor fué la suerte de nuestro familiar Pompeyo, cuando estuvo gravemente enfermo en Nápoles. Los Napolitanos coronados hacían sacrificios para obtener su salud, y los de Puzol rogativas en sus ciudades. Manifestaciones ciertamente pueriles y griegas, pero en suma honrosas para él. Si entonces hubiera muerto, ¿podríamos decir de él que había dejado en el mundo su felicidad o su desdicha? Ciertamente su desdicha. No habría tenido que hacer la guerra a su suegro; no habría tenido que tomar las armas cuando no estaba preparado; no se hubiera visto obligado a abandonar su casa, ni a huir de Italia, ni perdido su ejército y despojado de todo, hubiera caído bajo el hierro y las manos de sus siervos, ni habría tenido que llorar la pérdida de sus hijos, ni habría dejado toda su fortuna en poder de los vencedores. De haber muerto entonces, hubiera muerto en el esplendor de su fortuna, y, por el contrario, con alargársele la vida, ¡cuántas y cuán increíbles calamidades tuvo que devorar! Todo esto se evita con la muerte; pues aunque no haya sucedido todo ello, puede suceder, siquiera los hombres lo tengan siempre por imposible o por remoto. Cada cual espera para sí la fortuna de Metelo, como si fuesen más los afortunados que los infelices, o como si hubiera algo seguro en las cosas humanas, o como si el esperar fuese más prudente que el temer. Pero concedamos que la muerte priva a los hombres de todos los bienes de la vida. ¿Por ventura es esto una infelicidad? Lo que no existe ya, ¿puede carecer de cosa alguna? Triste es la palabra misma carecer, porque lleva consigo esta afirmación: tuvo y ya no tiene; desea, busca, necesita. Estas son las incomodidades del que carece. La carencia de los ojos se llama ceguera, la carencia de los hijos se llama orfandad. Esto sólo puede aplicarse a los vivos: en cuanto a los muertos, no sólo carecen de los bienes de la vida, sino de la vida misma. ¿Quién dirá que los hombres son infelices porque carecen de cuernos o de plumas? Ciertamente que no lo dirá nadie. El no tener lo que no sirve para. nada ni es propio de la naturaleza, no es carecer, aun cuando se sienta no tenerlo.

[p. 251] Todavía hemos de confirmar más y más este argumento, que es irrecusable para los que afirman que el alma es mortal. Quiero probar que si esto es así, de tal manera se extingue todo con la muerte, que no queda ni el menor vislumbre de sentido. Si esto es verdad innegable, sólo nos resta determinar qué quiere decir la palabra carecer, para que no quede ningún error en el vocablo. Carecer, significa estar privado de alguna cosa que quisiera uno tener. En el carecer interviene siempre voluntad. También se llama impropiamente carecer el no tener alguna cosa y sentir no tenerla, aunque fácilmente se tolere su ausencia. Nadie dice que carece de mal, ni nadie se lamenta de esto. Se dice sólo carecer del bien, y esto es un mal. Pero ni siquiera los vivos carecen del bien cuando no lo necesitan. Cuando se dice: carece del reino, no puede decirse con propiedad de ti: podía decirse de Tarquino cuando fué expulsado de su reino. A un muerto no puede aplicársele sin evidente absurdo. El carecer es propio del que siente: en un muerto no hay sentido; luego el carecer no es propio de un muerto. Pero ¿a qué conduce filosofar sobre esto cuando semejante verdad para nada requiere el asenso de la filosofía? ¿Cuántas veces, no sólo nuestros capitanes, sino ejércitos enteros han corrido a una muerte no dudosa? Si hubiesen temido la muerte, ni Lucio Bruto habría perecido en la batalla para evitar la vuelta de aquel tirano a quien él mismo había desterrado, ni los tres Decios se hubiesen ofrecido al golpe de las armas enemigas, peleando el padre con los latinos, el hijo con los Etruscos, el nieto con Pirro; ni en una sola guerra se hubiera visto perecer por la patria en España a los dos Scipiones, en Cannas a Paulo y a Gémino, en Venusia a Marcelo, en el Lacio a Alvino, en la Lucania a Graco.

¿Quién de éstos puede llamarse infeliz hoy? Ni entonces siquiera, después de haber exhalado el último aliento; porque nadie puede ser infeliz después de la pérdida de los sentidos. Me dirás que esto mismo es odioso, el carecer de sentido. Lo sería si esto pudiera llamarse carecer. Pero siendo cosa evidente que ningún accidente puede recaer en un sujeto que no existe, ¿qué puede haber de odioso en un ser que ni carece ni siente? Sólo nos detiene el miedo de la muerte; pero el que haya visto más claro que el sol que, después de consumida el alma y el cuerpo y destruído todo [p. 252] el animal, aquel ser que antes existió se ha convertido en nada, comprenderá sin duda que no hay diferencia alguna entre el Hippocentauro, que nunca existió, y el rey Agamenón, y que Marco Camilo no tiene hoy más cuidado de esta guerra civil que el que tendría yo de la conquista de Roma por los Galos en su tiempo. ¿Cómo había de cuidarse Camilo de lo que no había de suceder sino trescientos cincuenta años después de él, y por qué me he de lamentar yo de que cualquiera nación extraña se haya apoderado de nuestra ciudad? ¿Es tanto el amor de la patria, que no le midamos por nuestros sentidos, sino atendiendo sólo a su salvación?

Y así al sabio no le aterra nunca la muerte, la cual por la incertidumbre de los sucesos le amenaza siempre, y por la brevedad de la vida nunca puede estar muy lejana, y no le aparta esta consideración de morir en todo tiempo por la república y por los suyos, y de mirar como cosa propia, a la posteridad que él no ha de conocer nunca. Por lo cual, aunque el alma sea mortal, tiende a lo eterno y se mueve no por codicia de la gloria que no ha de sentir, sino por amor a la virtud, a la cual necesariamente ha de seguir la gloria. La naturaleza ha dispuesto las cosas de tal modo, que así como el nacimiento es para nosotros el principio de todas las cosas, así la muerte es el término de todo; y así como nada nos pertenece antes del nacimiento, así nada nos pertenecerá después de la muerte. Y en esto ¿qué mal puede haber, cuando la muerte no dice relación ni a los vivos ni a los muertos? Los unos no son nada, a los otros nada les alcanza. El que la hace más leve la supone muy parecida al sueño, como si nadie consintiera en vivir noventa años, viviendo dormido después de los sesenta. Ni los cerdos consentirían en esto. Endimión, si hemos de creer a la fábula, no sé cuándo se quedó dormido en el monte Latmo de Caria, y todavía no se ha despertado. Y ¿crees tú que le importan los besos que le da la Luna en sueños después de haberle adormecido? ¿Cómo se ha de cuidar de esto si no siente nada? Tienes el sueño por una imagen de la muerte, y cada día te entregas a él. Y dudas que en la muerte no haya sentido alguno, siendo así que en su simulacro no le encuentras.

Abandonemos esas inepcias de viejas, como es el decir que la muerte antes de tiempo es una desgracia. ¿Qué tiempo es ese? [p. 253] ¿El de la naturaleza? La naturaleza te dió el usufructo de la vida como se da el del dinero, sin señalar día para el pago. ¿Por qué te quejas cuando te reclama lo que es suyo? Con esa condición lo habías recibido. Y esos mismos, si un niño pequeño muere, lo llevan con paciencia, y si está en la cuna, ni siquiera se lamentan de ello; y sin embargo, a éstos les exige la naturaleza con mucha más crueldad el tributo que la deben. Dicen que aun no había gustado la suavidad de la vida. Y sin embargo, ya había empezado a gozar de ella. De todas las cosas se tiene por mejor alcanzar alguna parte que ninguna; ¿por qué no sucede así en la vida? No dice mal Calímaco, que muchas más veces lloró Príamo que Troilo. Se alaba sin razón la fortuna del que muere en edad avanzada. ¿Por qué? A ninguno le parecería muy agradable la vida si fuese más larga. Nada hay tan dulce para el hombre como la prudencia, y ésta la trae consigo la vejez, aunque quite otras cosas. Pero ¿qué edad puede llamarse larga? ¿o qué cosa es larga para el hombre? ¿No alcanza la muerte en su rápida carrera a los niños y a los adolescentes, siguiéndolos por la espalda y acometiéndolos de súbito? Pero como después de este breve espacio nada más tenemos, la consideramos larga. Todo esto se llama largo o breve según la parte que ha tocado a cada uno. Dice Aristóteles que en las orillas del río Hipanis, que desemboca en el Ponto, nacen ciertas bestezuelas que viven un solo día. Entre ellas, la que muere a las ocho horas es tenida por muy anciana; la que muere con el sol pasa por decrépita, y mucho más si alcanza un día completo. Compara tú la vida humana con la eternidad, y la encontrarás tan breve como la de aquellas bestezuelas.

Despreciemos todas estas inepcias, ya que cosas tan leves no merecen otro nombre, y hagamos consistir toda la fuerza del recto vivir en la fortaleza del alma, en el desprecio de las cosas humanas y en toda virtud. Pero ahora nos afeminamos con molestísimos pensamientos, de tal manera que si la muerte llega antes de haber alcanzado lo que nos promete el astrólogo caldeo, nos creemos despojados de algún bien muy grande y engañados y frustrados en nuestras esperanzas. Y si con estas esperanzas y deseos vivimos angustiados y atormentados, ¡oh dioses inmortales, cuán agradable debe ser aquel camino tras del cual no [p. 254] resta ni cuidado ni solicitud alguna! ¡Cuánto me deleita Theramenes; cuánta fué la elevación de su ánimo! Pues aunque lloramos cuando leemos su muerte, no murió miserablemente aquel varón esclarecido, el cual, encerrado en la cárcel por decreto de los treinta tiranos, después de haber bebido el veneno, arrojó de la copa lo que quedaba, haciéndolo resonar contra el pavimento, y dijo al mismo tiempo, sonriéndose: «Ofrezco esta copa al hermoso Critias», que había sido el más feroz con él. Es costumbre de los Griegos pronunciar en los convites el nombre de aquel a quien hacen pasar la copa. Todavía jugaba ingeniosamente con las palabras aquel varón egregio, próximo a dar el último aliento, cuando ya la muerte estaba apoderada de sus entrañas, y fatídicamente anunciaba a quien le dió el veneno, la muerte que muy en breve le alcanzó. ¿Quién alabaría esta magnanimidad en la muerte, si juzgásemos la muerte misma un mal? Va a la misma cárcel, y algunos años después acerca sus labios a la misma copa, Sócrates, condenado con igual iniquidad por sus jueces que Theramenes por los tiranos. ¿Qué discurso es el que pone en sus labios Platón, cuando, después de condenado a muerte, se dirige a sus jueces?

«Grandes esperanzas tengo, oh jueces, que ha de ser para mí un bien el caminar hacia la muerte. Necesario es que suceda una de dos cosas: o que la muerte me quite todo sentido, o que me traslade de este mundo a otro. Si el sentido se extingue y la muerte es semejante a un sueño placentero y sin visiones, ¡qué ventaja es morir! ¡Oh! ¿cuántos días se pueden contar que deban anteponerse a semejante noche, la cual ha de durar por toda una eternidad? ¿Quién más feliz que yo? Si es verdad lo que se dice, que la muerte es una emigración a los países que habitan los que salieron de esta vida, es mucha mayor felicidad para ti abandonar el tribunal de los que se llaman tus jueces y presentarte ante aquellos jueces verdaderos, Minos, Radamanto, Eaco, Triptolemo, e ir a encontrar las almas de los que han vivido con justicia y buena fe. ¿Os parece poco agradable esta peregrinación? ¿Estimáis en poco el hablar con Orfeo, con Museo, con Homero, con Hesiodo? Cien veces quisiere morir, si fuera posible, por ver todas estas cosas. ¡Cuánto deleite sería para mí el ir a encontrar a Palamedes, a Ayax y a tantos otros inicuamente sentenciados. [p. 255] Tentaría la prudencia del sumo rey que llevó numerosos ejércitos contra Troya, y la de Ulises, y la de Sísifo, y no me condenarían capitalmente, como aquí en la tierra ha sucedido. Ni vosotros, jueces que me absolvisteis, temeríais allí la muerte. A ningún bueno le puede suceder mal alguno, en vida ni en muerte, porque nunca le olvidan los dioses inmortales. Ni estas cosas han acontecido fortuitamente. No tengo razón alguna para estar enojado con los que me acusaron ni con los que me condenaron, aunque creyeron perderme.» Así dijo, pero todavía es mejor el fin de su razonamiento: «Ya es tiempo de que salgamos de aquí: yo, para morir; vosotros, para vivir. ¿Cuál de las dos cosas es la mejor? Los dioses inmortales lo saben, pero creo que todo hombre lo ignora.»

Ciertamente que yo estimaría mucho más el valor de estos hombres que la fortuna de todos aquellos que le sentenciaron. Y aunque Sócrates niega que nadie sepa cuál es el mejor, sino los dioses, la verdad es que él lo sabía, porque lo dijo antes; pero quiso conservar hasta el término de su vida aquella costumbre suya de no afirmar nada resueltamente. Tengamos nosotros por cosa establecida que no es mala ninguna de las condiciones que la naturaleza ha impuesto a toda vida humana, y entendamos que si la muerte es un mal, ha de tenerse por un mal eterno. Porque la muerte parece ser el fin de una vida miserable; pero si la muerte es una infelicidad, tiene que ser una infelicidad eterna. ¿Para qué he de recordar a Sócrates o a Theramenes, varones excelentes en virtud y sabiduría, cuando un Lacedemonio, cuyo nombre ni siquiera consta, despreció de tal manera la muerte, que cuando le llevaban a ella, por sentencia de los ephoros, iba con rostro alegre y contento, y diciéndole un enemigo suyo: «¿Desprecias las leyes de Licurgo?» él le respondió: «Al contrario, le agradezco mucho el haberme castigado con esta pena, que puedo sufrir sin alteración ni trastorno.» ¡Oh varón digno de Esparta! me parece que quien con tan grande ánimo iba al suplicio debía ser inocente.

Hombres semejantes los tuvo innumerables nuestra ciudad. Pero ¡para qué he de nombrar a los jefes y a los capitanes, cuando Catón escribió que las legiones iban muchas veces llenas de animosidad a un sitio de donde sabían que no habían de volver! [p. 256] Con igual valor murieron los Lacedemonios en las Termópilas, y en honor suyo cantó Simónides:

«Huésped, di a Esparta que nos has visto caer aquí, obedeciendo las santas leyes de la patria.» ¿Y qué les dijo su capitán Leónidas? «Combatid con valor, oh Lacedemonios; quizás hoy iremos a cenar en los infiernos.» Fortísima fué esta gente mientras estuvieron en vigor las leyes de Licurgo. Gloriándose un Persa de que la multitud de las saetas de los suyos eran capaces de oscurecer el sol, le respondió un Espartano: «Entonces pelearemos a la sombra.» Y no fueron sólo los hombres. Acuérdate de aquella Espartana que, habiendo enviado su hijo a la pelea y sabedora de que en ella había muerto, respondió: «Para eso le había engendrado, para que hubiese alguien que no dudara en morir por su patria.»

Me dirás que era fuerte y dura la raza espartana y que tenía gran fuerza la disciplina de aquella república. Pero qué, ¿no te admiras de Teodoro de Cirene, filósofo nada oscuro, a quien el rey Lysímaco amenazó con la cruz, y le respondió: «Puedes amenazar con ese suplicio a tus cortesanos, cubiertos de púrpura; en cuanto a Teodoro, nada le importa pudrirse en la tierra o en la horca.» Esta observación me mueve a decir algo del entierro y de la sepultura, materia no difícil, en especial conocida la teoría que antes expuse sobre la falta de sentimiento después de la muerte.

Lo que Sócrates pensó sobre esto, bien claro aparece del Fedón, del cual ya hemos hablado antes. Después de haber discurrido sobre la inmortalidad del alma, y cuando ya se acercaba el tiempo de la muerte, le preguntó Critón de qué manera quería ser enterrado, y él respondió: «Amigos, he perdido en balde mi trabajo, puesto que no he podido persuadir a nuestro Critón que yo voy a salir de este mundo y que nada mío va a quedar aquí. Critón, si puedes conservar algo de mí, como tú crees, sepúltame. Pero créeme, ninguno de vosotros me seguirá cuando salga de aquí.» Admirable respuesta, porque consintió con la piedad de su amigo, y al mismo tiempo dió a entender que no se cuidaba de esto. Más duro anduvo Diógenes, como buen cínico, aunque en el fondo sentía lo mismo, cuando prohibió que se le enterrase. Dijéronle sus amigos: «¿Hemos de dejarte expuesto a las aves [p. 257] y a las fieras?—Nada de eso, respondió, poned cerca de mí un báculo para que las ahuyente.—Y ¿cómo has de poder ahuyentarlas, le preguntaron, si no tendrás sentido?—Y si no siento nada, respondió, ¿qué me importa que me devoren las fieras?» Mejor fué la respuesta de Anaxágoras, al cual, moribundo en Lampsaco, le preguntaron sus amigos si quería que llevasen su cuerpo a Clazomene, y él respondió: «No es necesario; desde cualquiera parte se puede viajar a las regiones infernales.» En suma, sobre la sepultura lo que debe pensarse es una cosa sola, a saber: que solamente el cuerpo puede ser enterrado, ora muera el alma con él, ora siga viviendo, porque es evidente que en el cuerpo, después de la separación del alma, no queda sentido alguno.

Pero el mundo está lleno de errores. Aquiles arrastró a Héctor atado a su carro, pensando sin duda que Héctor sentía que destrozasen sus miembros. ¡Sin duda le parecía que con esto se vengaba! Y Andrómaca con tristísimas voces se lamentaba así: «Vi la cosa más horrenda de todas; vi a Héctor arrastrado por la cuadriga.» ¿Como había de ver a Héctor, ni dónde estaba entonces Héctor? Mejor lo dijo Accio, cuando puso en boca de Aquiles, que entonces a lo menos tuvo buen sentido: «Maté a Héctor y entregué su cuerpo a Príamo.» No arrastraste, pues, a Héctor, sino el cuerpo que había sido de Héctor. Mira a otro personaje trágico levantarse de la tierra y no dejar dormir a su madre con esta querella: «A ti invoco, oh madre, que con el sueño suspendes los cuidados. ¿Por qué no tienes piedad de mí? Levántate y sepulta a tu hijo.» Cuando estas palabras resuenan con aquel tono triste y lamentable que hace derramar lágrimas a los espectadores de un teatro, es difícil que los hombres no tengan por infelices a los que están enterrados. Y cuando prosigue diciendo: «Entiérrame antes que las fieras y las aves me devoren», es muy singular que tema que sus miembros sean devorados, y no tenga reparo en que sean quemados. «¡Ay! las reliquias del Rey medio abrasadas, sus huesos descarnados, serán desparramados y confundidos feamente por la tierra.» No entiendo cómo este héroe de tragedia se lamenta tanto, cuando al mismo tiempo pronuncia tan elegantes septenarios al son de la flauta. Digamos, pues, que no hay cuidado alguno después de la muerte, aunque hay enemigos que ni a los muertos perdonan. En elocuentes versos execra el Tyestes [p. 258] de Ennio a Atreo, deseándole que perezca en un naufragio. Duro es esto, porque semejante muerte va siempre acompañada de grave dolor. Pero es cosa buena decir: «Él, suspendido de un escarpado peñasco, desgarradas sus entrañas, tiñendo las piedras con su negra sangre, y con los rotos pedazos de su carne.» No serían más insensibles aquellos peñascos que el hombre pendiente de ellos, muerto ya, y cuyos tormentos se describen. Cuando no hay sentido, no cabe tormento alguno, por duro que sea. Y todavía es mayor vanidad el decir: «Ni tendrá sepulcro que sirva de puerto a su cuerpo, donde descanse de los males de la vida humana.» Mira cuán grande es este error. Imagina el poeta que el sepulcro es el puerto del cuerpo, y que en él descansa el que murió. Gran culpa es la de Pelops, que no instruyó a su hijo, ni le enseñó cuán poca cuenta había de hacer de todas estas vanidades. Pero ¿a qué he de referir opiniones singulares cuando tenemos a la vista los varios errores de cada nación?

Los egipcios entierran a sus muertos y los guardan en su casa. Los Persas los rodean de cera para que duren más; los Magos no acostumbran a enterrar los cuerpos de los suyos si no han sido antes destrozados por las fieras. En Hyrcania, la plebe alimenta perros públicos: los grandes y nobles perros domésticos. Ya sabes que en aquellas tierras se da una de las mejores castas de perros. Y estos perros los crían, cada uno según sus facultades, para que después de la muerte los devoren, y creen que ésta es la mejor sepultura. Otros muchos ejemplos recogió Crisipo, como curioso que era en todo género de historias. Pero algunos ejemplos son tan horribles que se resiste la palabra a referirlos.

Todo este cuidado de la sepultura debemos abandonarlo en cuanto a nosotros mismos, pero no en cuanto a los nuestros, partiendo siempre del principio de que los cuerpos muertos nada sienten de lo que sentían cuando vivos. Cuiden los vivos de lo que se debe a la costumbre y a la fama, pero de tal modo que entiendan que nada de esto toca ni dice relación a los muertos. Sólo se arrostra con valor la muerte cuando la vida, al caer, puede consolarse con su propia gloria. No se puede decir que vivió poco el que cumplió con el oficio de la virtud perfecta. Muchas ocasiones he tenido de morir; ¡ojalá hubiera podido sucumbir en cualquiera de ellas! Nada tenía ya que ganar: cumplidos estaban [p. 259] todos los deberes de mi vida: la fortuna sólo podría traerme guerra. Si la razón no puede persuadirnos a que despreciemos la muerte, a lo menos que la vida bien vivida haga que juzguemos haber vivido bastante. Pues aunque falte el sentido, no carecen por eso los muertos del justo galardón de la gloria y de las alabanzas. Y aunque la gloria nada tenga de apetecible, sin embargo es como una sombra que sigue constantemente a la virtud. Con todo, más debemos elogiar el juicio de la multitud cuando alaba a los buenos, que llamarlos a éstos felices por tal alabanza.

Pero de cualquiera manera que lo entendamos, no puedo decir que Licurgo y Solón carecieran de la gloria de las leyes y de la disciplina pública, y Temístocles y Epaminondas de la gloria de las armas y de la virtud bélica. Antes Neptuno sepultará la misma Salamina que la memoria del trofeo salaminio se borre, y antes desaparecerá Leuctra del suelo de Beocia que la gloria de la batalla de Leuctra. Mucho más tardará la fama en abandonar a Curio, a Fabricio, a Calatino, a los dos Scipiones, a los dos Africanos, a Máximo, a Marcelo, a Paulo, a Catón, a Lelio y a otros innumerables. Todos los que sigan su ejemplo, guiándose no por la fama popular, sino por el verdadero criterio de lo justo, irán a la muerte, si es preciso, con fe, valor y constancia, y encontrarán en ella el sumo bien, o no encontrarán mal alguno. Y en la cumbre de la mayor prosperidad querrán morir, porque nunca puede ser tan dulce la acumulación de los bienes, como triste y molesta su pérdida.

Esto parece que quiso significar aquella voz de un Lacedemonio, que cuando Diágoras de Rodas vió en un día a sus dos hijos vencedores en Olimpia, se acercó al anciano, y dándole la enhorabuena, le dijo: «Puedes morir, oh Diágoras, porque ya no has de subir al cielo.» Gran cosa era este triunfo según la estimación de los Griegos, o más bien según la que tenían entonces; y el que dijo esto a Diágoras, estimando por la mayor gloria del mundo haber visto salir de una sola casa tres triunfadores en los juegos olímpicos, tenía por cosa inútil el que se dilatase más su vida.

Creo haber respondido en pocas palabras a todo lo que me preguntabas. Ya me habías concedido que los muertos no estaban sujetos a mal alguno, pero he querido desarrollar esta verdad, porque es el mayor consuelo en la pérdida de una persona querida. Nuestro dolor y el que otros sufren por causa nuestra [p. 260] debemos tolerarle con resignación, para que no parezca que nos amamos demasiadamente a nosotros mismos. Horrible dolor nos atormentará, si creemos que aquellos seres de quienes estamos privados conservan algún sentido de los que el vulgo llama males. He querido arrancar de raíz esta opinión, y quizá me he dilatado excesivamente en ello.

OYENTE.—¿Largo tú? De ningún modo. La primera parte de tu discurso me infundía el deseo de la muerte. La segunda me obligaba unas veces a aceptarla, otras veces a no trabajar por ella. El resultado de todo el razonamiento es que no cuento la muerte en el numero de los males.

MARCO.—¿Y no deseas el epílogo retórico, o es que has olvidado enteramente este arte?

OYENTE.—Tú haces bien en no abandonar ese arte que has cultivado siempre y que ha sido tu gloria. Pero ¿qué epílogo es ése? Deseo oírlo, sea cual fuere.

MARCO.—Suelen citarse en las escuelas algunas sentencias de los dioses inmortales acerca de la muerte, y no todas fingidas, sino fundadas en la autoridad de Herodoto y de otros. Cuéntase primero la historia de Cleobis y Bitón, hijos de la sacerdotisa Argía. Es una fábula bien conocida. Iba la sacerdotisa en carro, según costumbre, a un solemne sacrificio en un templo bastante lejos de la ciudad: detuviéronse las bestias que le conducían, y entonces los jóvenes que antes nombré, deponiendo sus vestiduras, ungieron sus cuerpos con el óleo y se sujetaron al yugo. Y así la sacerdotisa, apenas llegó al templo en el carro tirado por sus hijos, rogó a la diosa que les diese por su piedad el premio mayor que pudiese dar a un hombre; y así, después que los adolescentes comieron con su madre, se entregaron al sueño, y por la mañana los encontró muertos. La misma plegaria hicieron Trophonio y Agamedes, los cuales, habiendo edificado un templo a Apolo Délfico, pidieron al dios les concediese una merced no pequeña por su trabajo, y no le pidieron ninguna merced determinada, sino la que más conviniese al hombre. Apolo les prometió que se la concedería a los tres días; y cuando el día tercero amaneció, los dos aparecieron muertos. Juicio fué de un dios, y de un dios tal, que los demás le conceden a él solo el poder de la adivinación.

También se cuenta cierta fábula de Sileno, el cual, sorprendido por el rey Midas, le concedió un gran favor para que le [p. 261] pusiese en libertad, y fué enseñar el rey que para el hombre lo mejor de todo sería no nacer, y caso de nacer, morir cuanto antes. Y en la misma opinión estaba Eurípides, puesto que nos dice en el Cresphonte que conviene en una casa festejar con llanto la venida de un hombre a la vida, si consideramos los infinitos males de ella; y que, por el contrario, al que se había librado con la muerte de tan áspero dolor, debían acompañarle sus amigos con festejos y alegrías.

Algo semejante se lee en la Consolación de Crantor, pues cuenta que un cierto Tereneo Elysio, lamentando mucho la muerte de su hijo, fué a un evocador de espíritus preguntándole cuál sería el remedio de su calamidad, y los espíritus le dieron por única respuesta estos tres versos escritos en una tabla:

«Vano es el pensamiento de los hombres. Euthynoo ha alcanzado el don más precioso de los hados, la muerte. Para él y para ti fué una gran dicha el morir.»

Con estas y otras autoridades se prueba que los dioses inmortales han sentenciado ya esta causa.

Alcidamas, retórico antiguo y muy ilustre, escribió también un panegírico de la muerte, enumerando todos los males humanos. Faltáronle las exquisitas razones que los filósofos dan, pero no le faltó abundancia en el discurso. Las gloriosas muertes por la patria no suelen ensalzarlas los retóricos como gloriosas, sino también como felices. Recuerdan el ejemplo de Erecteo, cuyas hijas se arrojaron a la muerte por la vida de sus conciudadanos; de Codro, que se lanzó en medio de sus enemigos, vestido con el traje de un siervo, para que no le pudieran conocer por sus vestiduras reales, porque el oráculo había dicho que si el Rey era muerto, los Atenienses serían vencedores. No omito a Meneceo, que oída la sentencia del oráculo ofreció a la patria su sangre. Ifigenia se ofreció al sacrificio en Aulide, por comprar con su propia sangre la de los enemigos.

Y llegando a ejemplos más cercanos, todo el mundo tiene en la boca los nombres de Harmodio y Aristogitón, de Leónidas el Lacedemonio y del Tebano Epaminondas. Y no recuerdan a los nuestros, a los cuales sería largo enumerar, porque son infinitos los que alcanzaron muerte envidiable y llena de gloria. Con ser esto así, todavía hay que emplear grande elocuencia y [p. 262] hablar como desde una cátedra, para que los hombres empiecen a desear la muerte, o a lo menos a no temerla. Porque si el último día trajese, no la extinción, sino un cambio de lugar, ¿qué cosa habría más apetecible? Y si del todo destruye y aniquila, ¿qué cosa mejor puede haber que dormirse en medio de los trabajos de la vida, y sepultarse así en un sueño sempiterno? Si esto es así, mejor es el parecer de Ennio que el de Solón. Dijo nuestro Ennio: «Nadie acompañe mi funeral con lágrimas.» Y dijo aquel sabio ateniense: «No carezca mi muerte de lágrimas: dejemos a los amigos la tristeza para que celebren mis funerales con gemidos.»

Nosotros, pues, cuando los dioses nos ordenen salir de esta vida, démosles las gracias con entera alegría, y pensemos que vamos a salir de la cárcel y a romper nuestras cadenas, emigrando a una casa eterna, y que con todo rigor podemos llamar nuestra, donde careceremos de todo sentido y molestia. Y aunque los dioses no nos den ningún aviso ni prevención anterior, estemos siempre en la persuasión de que aquel día, horrible para otros, debe ser fausto y alegre para nosotros; y no contemos en el numero de los males nada que proceda de los dioses o de la naturaleza, madre común. Porque no hemos sido nacidos ni engendrados por la casualidad, sino que hay cierta fuerza que vela por el género humano, y que no le hubiera engendrado, ni alimentado, ni hecho sufrir tantos trabajos, para sepultarlo luego en los males sempiternos de la muerte. Considerémosla más bien como un puerto y refugio preparado para nosotros, y ¡ojalá que nos sea lícito llegar a él a velas llenas! Pero si nos aparta de allí la fuerza de los vientos, con todo eso será necesario llegar, aunque tarde. Y lo que es necesario para todos, ¿hemos de considerarlo desgraciado para uno solo?

Este es el epílogo, para que veas que nada hemos omitido ni olvidado.

OYENTE.—Ciertamente que este epílogo me ha dado más fortaleza.

MARCO.—Está muy bien, pero concedamos algo al descanso.

Mañana y todos los días que estemos en el Tusculano trataremos principalmente de las razones que pueden desterrar el dolor, el temor y el apetito, lo cual es el fruto saludable de toda la filosofía.

[p. 263] EL MERCADER DE VENECIA

DRAMA DE GUILLERMO SHAKESPEARE

TRADUCCIÓN DE D. M. MENÉNDEZ PELAYO [1]

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Sale a luz este primer tomo de la versión de Shakespeare, sin la biografía y juicio del autor que debían encabezarle. Ocupaciones y tareas de todo género, falta de reposo, y aun obstáculos literarios que fuera largo enumerar, nos hacen diferir para remate del último volumen lo que debió ir en el primero. Quizá con la tardanza resulte menos imperfecto nuestro estudio.

En la traducción he procurado, ante todo, conservar el sabor del original, sin mengua de la energía, propiedad y concisión de nuestra lengua castellana. Muchas veces he sido más fiel al sentido que a las palabras, creyendo interpretar así la mente de Shakespeare mejor que aquellos traductores que crudamente reproducen hasta los ápices del estilo del original, y las aberraciones contra el buen gusto, en que a veces incurría el gran poeta. Como la gloria de Shakespeare, el más grande de los dramáticos del mundo, aunque entren en cuenta Sófocles y Calderón, no consiste en estas pueriles menudencias, sino en el vigor y verdad de la expresión, y sobre todo en el maravilloso poder de crear caracteres y fisonomías humanas, reales y vivas, que es entre todas las facultades artísticas la que más acerca al hombre a su divino Hacedor, parecería mezquindad y falta de gusto entretenerse en recoger las migajas de la mesa del gran poeta, cuando nos brindan en el centro de ella los más sabrosos y fortificantes manjares. Mi traducción no es literal o interlineal, como puede [p. 264] hacerla quienquiera que sepa inglés, con seguridad o de no ser entendido o de adormecer a lectores españoles. Yo he querido hacer, bien o mal, una traducción literaria, en que comprendiendo a mi modo los personajes de Shakespeare, colocándome en las situaciones imaginadas por el gran poeta, y sin omitir a sabiendas ninguno de sus pensamientos, ninguno de los matices de pasión o de frase, que esmaltan el diálogo, he procurado decir a la española y en estilo de nuestro siglo lo que en inglés del siglo XVI dijo el autor. No he añadido ni un vocablo de mi cosecha, ni creo haber suprimido nada esencial, característico y bello. En conservar las rudezas de expresión y las brutalidades de color he puesto especial ahinco, como quiera que forman parte y muy esencial de la índole del poeta. Algo he moderado el pródigo lujo de su expresión, sobre todo cuando degenera en antítesis, conceptillos y phebus extravagante. Sírvame de disculpa el que lo mismo han hecho los alemanes que han traducido a Calderón, y por análogas razones los extraños que sólo ven en el gran poeta la alteza del pensamiento, y no la expresión casi siempre falsa y desconcertada, ponen a Calderón sobre su cabeza mucho más que los nuestros. Quizá me haya llevado demasiado lejos mi amor a la sencillez, a la sobriedad y al nervio del estilo. Por si fuese así, anticipadamente pido perdón, declarando que mi principal objeto ha sido hacer una traducción que pueda leerse seguida con facilidad y sin tropiezo de notas y comentarios, en suma, popularizar a Shakespeare en España.

De las cuatro obras dramáticas incluídas en este tomo hay excelentes traducciones castellanas. El Macbeth fué puesto en versos castellanos, algo duros y parafrásticos, pero fidelísimos y robustos, por D. José García de Villalta, que escribía el inglés con tanta facilidad como el castellano, y silbada estrepitosamente (para vergüenza nuestra debe decirse, aunque muy bajo y de modo que no lo oigan los extranjeros) por el público del teatro del Príncipe en 1835. Después le ha traducido con mayor fluidez y armonía D. Guillermo Macpherson, a quien debemos otra elegante versión de Julieta y Romeo. Villalta publicó también un fragmento de Otelo, y así ésta como el Mercader de Venecia y Julieta y Romeo fueron bien interpretadas, con ciertas escabrosidades de dicción, pero con mucho sabor shaksperiano, por el [p. 265] malogrado Jaime Clark. También hemos oído aplaudir, aunque sin llegar a verlas, las traducciones del Marqués de Dos Hermanas.

De todas las demás nos hemos aprovechado en la interpretación de los pasajes difíciles, así como de la comparación de algunos textos ingleses y de varios comentadores.

M. M. P.

[p. 266] PERSONAS DEL DRAMA

EL DUX.

EL PRÍNCIPE DE MARRUECOS: Pretendientes de Porcia.

EL PRÍNCIPE DE ARAGÓN: Pretendientes de Porcia.

ANTONIO, mercader de Venecia.

BASANIO, su amigo.

SALANIO: Amigos de Antonio

SALARINO: Amigos de Antonio

GRACIANO: Amigos de Antonio

SALERIO: Amigos de Antonio

LORENZO, amante de Jéssica.

SYLOCK, judío.

TUBAL, otro judío, amigo suyo.

LANZAROTE GOBBO, criado de Sylock.

EL VIEJO GOBBO, padre de Lanzarote.

LEONARDO, criado de Basanio.

BALTASAR: Criados de Porcia

ESTÉFANO: Criados de Porcia

PORCIA, rica heredera.

NERISSA, doncella de Porcia.

JÉSSICA, hija de Sylock.

SENADORES de Venecia, OFICIALES del Tribunal de Justicia, CARCELEROS, CRIADOS Y otros,

La escena es parte en Venecia, parte en Belmonte, quinta de Porcia, en el continente.

[p. 267] ACTO I

ESCENA PRIMERA

Venecia.—Una calle

ANTONIO, SALARINO y SALANIO

ANTONIO

No entiendo la causa de mi tristeza. A vosotros y a mí igual mente nos fatiga, pero no sé cuándo ni dónde ni de que manera la adquirí, ni de qué origen mana. Tanto se ha apoderado de mis sentidos la tristeza, que ni aun acierto a conocerme a mí mismo.

SALARINO

Tu mente vuela sobre el Océano, donde tus naves, con las velas hinchadas, cual señoras o ricas ciudadanas de las olas, dominan a los pequeños traficantes, que cortésmente les saludan cuando las encuentran en su rápida marcha.

SALANIO

Créeme, señor; si yo tuviese confiada tanta parte de mi fortuna al mar, nunca se alejaría de él mi pensamiento. Pasaría las horas en arrancar el césped, para conocer de dónde sopla el viento; buscaría continuamente en el mapa los puertos, los muelles y los escollos, y todo objeto que pudiera traerme desventura me sería pesado y enojoso.

SALARINO

Al soplar en el caldo, sentiría dolores de fiebre intermitente, pensando que el soplo del viento puede embestir mi bajel. Cuando viera bajar la arena en el reloj, pensaría en los bancos de arena en que mi nave puede encallarse desde el tope a la quilla, como besando su propia sepultura. Al ir a misa, los arcos de la iglesia [p. 268] me harían pensar en los escollos donde puede dar de través mi pobre barco, y perderse todo su cargamento, sirviendo las especias orientales para endulzar las olas, y mis sedas para engalanarlas. Creería que en un momento iba a desvanecerse mi fortuna. Sólo el pensamiento de que esto pudiera suceder me pone triste. ¿No ha de estarlo Antonio?

ANTONIO

No, porque gracias a Dios no va en esa nave toda mi fortuna, ni depende mi esperanza de un solo puerto, ni mi hacienda de la fortuna de este año. No nace del peligro de mis mercaderías mi cuidado.

SALANIO

Luego estás enamorado.

ANTONIO

Calla, calla.

SALANIO

¡Conque tampoco estás enamorado! Entonces diré que estás triste porque no estás alegre, y lo mismo podías dar un brinco, y decir que estabas alegre porque no estabas triste. Os juro por Jano el de dos caras, amigos míos, que nuestra madre común la Naturaleza se divirtió en formar seres extravagantes. Hay hombres que al oír una estridente gaita, cierran estúpidamente los ojos y sueltan la carcajada, y hay otros que se están tan graves y serios como niños, aunque les digas los más graciosos chistes. (Salen Basanio, Lorenzo y Graciano.)

SALANIO

Aquí vienen tu pariente Basanio, Graciano y Lorenzo. Bien venidos. Ellos te harán buena compañía.

[p. 269] SALARINO

No me iría hasta verte desenojado, pero ya que tan nobles amigos vienen, con ellos te dejo.

ANTONIO

Mucho os amo, creedlo. Cuando os vais, será porque os llama algún negocio grave, y aprovecháis este pretexto para separaros de mí.

SALARINO

Adiós, amigos míos.

BASANIO

Señores, ¿cuándo estaréis de buen humor? Os estáis volviendo agrios e indigestos. ¿Y por qué?

SALARINO

Adiós: pronto quedaremos desocupados para serviros. (Vanse Salarino y Salanio.)

LORENZO

Señor Basanio, te dejamos con Antonio. No olvides, a la hora de comer, ir al sitio convenido.

BASANIO

Sin falta.

GRACIANO

Mala cara pones, Antonio. Mucho te apenan los cuidados del mundo. Caros te saldrán sus placeres, o no los gozarás nunca. Noto en ti cierto cambio desagradable.

[p. 270] ANTONIO

Graciano, el mundo me parece lo que es: un teatro, en que cada uno hace su papel. El mío es bien triste.

GRACIANO

El mío será el de gracioso. La risa y el placer disimularán las arrugas de mi cara. Abráseme el vino las entrañas, antes que el dolor y el llanto me hielen el corazón. ¿Por qué un hombre, que tiene sangre en las venas, ha de ser como una estatua de su abuelo en mármol? ¿Por qué dormir despiertos, y enfermar de capricho? Antonio, soy amigo tuyo. Escúchame. Te hablo como se habla a un amigo. Hombres hay en el mundo tan tétricos que sus rostros están siempre, como el agua del pantano, cubiertos de espuma blanca, y quieren con la gravedad y el silencio adquirir fama de doctos y prudentes, como quien dice: «Soy un oráculo. ¿Qué perro se atreverá a ladrar, cuando yo hablo?» Así conozco a muchos, Antonio, que tienen reputación de sabios por lo que se callan, y de seguro que si despegasen los labios, los mismos que hoy los ensalzan serían los primeros en llamarlos necios. Otra vez te diré más sobre este asunto. No te empeñes en conquistar por tan triste manera la fama que logran muchos tontos. Vámonos, Lorenzo. Adiós. Después de comer, acabaré el sermón.

LORENZO

En la mesa nos veremos. Me toca el papel de sabio mudo ya que Graciano no me deja hablar.

GRACIANO

Si sigues un año más conmigo, desconocerás hasta el eco de tu voz.

ANTONIO

Me haré charlatán, por complacerte.

[p. 271] GRACIANO

Harás bien. El silencio solo es oportuno en lenguas en conserva, o en boca de una doncella casta e indomable. (Vanse Graciano y Lorenzo.)

ANTONIO

¡Vaya una locura!

BASANIO

No hay en toda Venecia quien hable más disparatadamente que Graciano. Apenas hay en toda su conversación dos granos de trigo entre dos fanegas de paja: menester es trabajar un día entero para hallarlos, y aun después no compensan el trabajo de buscarlos.

ANTONIO

Dime ahora, ¿quién es la dama, a cuyo altar juraste ir en devota peregrinación, y de quien has ofrecido hablarme?

BASANIO

Antonio, bien sabes de qué manera he malbaratado mi hacienda en alardes de lujo no proporcionados a mis escasas fuerzas. No me lamento de la pérdida de esas comodidades. Mi empeño es sólo salir con honra de los compromisos en que me ha puesto mi vida. Tú, Antonio, eres mi principal acreedor en dineros y en amistad, y pues que tan de veras nos queremos, voy a decirte mi plan para librarme de deudas.

ANTONIO

Dímelo, Basanio: te lo suplico; y si tus propósitos fueren buenos y honrados, como de fijo lo serán, siendo tuyos, pronto estoy a sacrificar por ti mi hacienda, mi persona y cuanto valgo.

[p. 272] BASANIO

Cuando yo era muchacho, y perdía el rastro de una flecha, para encontrarla disparaba otra en igual dirección, y solía, aventurando las dos, lograr entrambas. Pueril es el ejemplo, pero lo traigo para muestra de lo candoroso de mi intención. Te debo mucho, y quizá lo hayas perdido sin remisión; pero puede que si disparas con el mismo rumbo otra flecha, acierte yo las dos, o lo menos pueda devolverte la segunda, agradeciéndote siempre el favor primero.

ANTONIO

Basanio, me conoces y es perder el tiempo traer ejemplos, para convencerme de lo que ya estoy persuadido. Todavía me desagradan más tus dudas sobre lo sincero de mi amistad, que si perdieras y malgastaras toda mi hacienda. Dime en qué puedo servirte, y lo haré con todas veras.

BASANIO

En Belmonte hay una rica heredera. Es hermosísima, y además un portento de virtud. Sus ojos me han hablado, más de una vez, de amor. Se llama Porcia, y en nada es inferior a la hija de Catón, esposa de Bruto. Todo el mundo conoce lo mucho que vale, y vienen de apartadas orillas a pretender su mano. Los rizos, que cual áureo vellocino penden de su sien, hacen de la quinta de Belmonte un nuevo Colcos ambicionado por muchos Jasones. ¡Oh, Antonio mío! Si yo tuviera medios para rivalizar con cualquiera de ellos, tengo el presentimiento de que había de salir victorioso.

ANTONIO

Ya sabes que tengo toda mi riqueza en el mar, y que hoy no puedo darte una gran suma. Con todo eso, recorre las casas de comercio de Venecia; empeña tú mi crédito hasta donde alcance. Todo lo aventuraré por ti: no habrá piedra que yo no mueva, [p. 273] para que puedas ir a la quinta de tu amada. Ve, infórmate de dónde hay dinero. Yo haré lo mismo y sin tardar. Malo será que por amistad o por fianza no logremos algo.

ESCENA II

Belmonte.—Gabinete en la quinta de Porcia

PORCIA y NERISSA

PORCIA

Por cierto, amiga Nerissa, que mi pequeño cuerpo está ya bien harto de este inmenso mundo.

NERISSA

Eso fuera, señora, si tus desgracias fueran tantas y tan prolijas como tus dichas. No obstante, tanto se padece por exceso de goces como por defecto. No es poca dicho atinar con el justo medio. Lo superfluo cría muy pronto canas. Por el contrario, la moderación es fuente de larga vida.

PORCIA

Sanos consejos, y muy bien expresados.

NERISSA

Mejores fueran, si alguien los siguiese.

PORCIA

Si fuera tan fácil hacer lo que se debe, como conocerlo, las ermitas serían catedrales, y palacios las cabañas. El mejor predicador es el que, no contento con decantar la virtud, la practica. Mejor podría yo enseñársela a veinte personas, que ser yo una de las veinte y ponerla en ejecución. Bien inventa el cerebro [p. 274] leyes para refrenar la sangre, pero el calor de la juventud salta por las redes que le tiende la prudencia, fatigosa anciana. Pero si discurro de esta manera, nunca llegaré a casarme. Ni podré elegir a quien me guste ni rechazar a quien me enoje: tanto me sujeta la voluntad de mi difunto padre.

NERISSA

Tu padre era un santo, y los santos suelen acertar, como inspirados, en sus postreras voluntades. Puedes creer que sólo quien merezca tu amor acertará ese juego de las tres cajas de oro, plata y plomo, que él imaginó, para que obtuviese tu mano el que diera con el secreto. Pero, dime, ¿no te empalagan todos esos príncipes que aspiran a tu mano?

PORCIA

Vete nombrándolos, yo los juzgaré. Por mi juicio podrás conocer el cariño que les tengo.

NERISSA

Primero, el príncipe napolitano.

PORCIA

No hace más que hablar de su caballo, y cifra todo su orgullo en saber herrarlo por su mano. ¿Quién sabe si su madre se encapricharía de algún herrador?

NERISSA

Luego viene el conde Palatino.

PORCIA

Que está siempre frunciendo el ceño, como quien dice: «Si no me quieres, busca otro mejor.» No hay chiste que baste a [p. 275] distraerle. Mucho me temo que quien tan femenilmente triste se muestra en su juventud, llegue a la vejez convertido en filósofo melancólico. Mejor me casaría con una calavera que con ninguno de ésos. ¡Dios me libre!

NERISSA

¿Y el caballero francés, Le Bon?

PORCIA

Será hombre, pero sólo porque es criatura de Dios. Malo es burlarse del prójimo, pero de éste... Su caballo es mejor que el del napolitano, y su ceño todavía más arrugado que el del Palatino. Junta los defectos de uno y otro, y a todo esto añade un cuerpo que no es de hombre. Salta en oyendo cantar un mirlo, y se pelea hasta con su sombra. Casarse con él, sería casarse con veinte maridos. Le perdonaría si me aborreciese, pero nunca podría yo amarle.

NERISSA

¿Y Falconbridge, el joven barón inglés?

PORCIA

Nunca hablo con él, porque no nos entendemos. Ignora el latín, el francés y el italiano. Yo, puedes jurar que no sé una palabra de inglés. No tiene mala figura, pero ¿quién ha de hablar con una estatua? ¡Y qué traje más extravagante el suyo! Ropilla de Italia, calzas de Francia, gorra de Alemania, y modales de todos lados.

NERISSA

¿Y su vecino, el lord escocés?

[p. 276] PORCIA

Buen vecino. Tomó una bofetada del inglés, y juró devolvérsela. El francés dió fianza con otro bofetón.

NERISSA

¿Y el joven alemán, sobrino del duque de Sajonia?

PORCIA

Mal cuando está en ayunas, y peor después de la borrachera. Antes parece menos que hombre, y después más que bestia. Lo que es con ése, no cuento.

NERISSA

Si él fuera quien acertase el secreto de la caja, tendrías que casarte con él, por cumplir la voluntad de tu padre.

PORCIA

Lo evitarás, metiendo en la otra caja una copa de vino del Rhin: no dudes que, andando el demonio en ello, la preferirá. Cualquier cosa, Nerissa, antes que casarme con esa esponja.

NERISSA

Señora, paréceme que no tienes que temer a ninguno de esos encantadores. Todos ellos me han dicho que se vuelven a sus casas, y no piensan importunarte más con sus galanterías, si no hay otro medio de conquistar tu mano que el de la cajita dispuesta por tu padre.

PORCIA

Aunque viviera yo más años que la Sibila, me moriría tan virgen como Diana, antes que faltar al testamento de mi padre. [p. 277] En cuanto a esos amantes, me alegro de su buena resolución, porque no hay entre ellos uno solo cuya presencia me sea agradable. Dios les depare buen viaje.

NERISSA

¿Te acuerdas, señora, de un veneciano docto en letras y armas que, viviendo tu padre, vino aquí con el marqués de Montferrato?

PORCIA

Sí. Pienso que se llamaba Basanio.

NERISSA

Es verdad. Y de cuantos hombres he visto, no recuerdo ninguno tan digno del amor de una dama como Basanio.

PORCIA

Mucho me acuerdo de él, y de que merecía bien tus elogios. (Sale un criado.) ¿Qué hay de nuevo?

EL CRIADO

Los cuatro pretendientes vienen a despedirse de vos, señora y un correo anuncia la llegada del príncipe de Marruecos que viene esta noche.

PORCIA

¡Ojalá pudiera dar la bienvenida al nuevo, con el mismo gusto con que despido a los otros! Pero si tiene el gesto de un demonio, aunque tenga el carácter de un ángel, más quisiera confesarme que casar con él. Ven conmigo, Nerissa. Y tú, delante (al criado). Apenas hemos cerrado la puerta a un amante, cuando otro llama.

[p. 278] ESCENA III

Plaza en Venecia

BASANIO y SYLOCK

SYLOCK

Tres mil ducados. Está bien.

BASANIO

Sí, por tres meses.

SYLOCK

Bien, por tres meses.

BASANIO

Fiador, Antonio.

SYLOCK

Antonio, fiador. Está bien.

BASANIO

¿Podéis darme esa suma? Necesito pronto contestación.

SYLOCK

Tres mil ducados por tres meses: fiador, Antonio.

BASANIO

¿Y qué decís a eso?

[p. 279] SYLOCK

Antonio es hombre honrado.

BASANIO

¿Y qué motivos tienes para dudarlo?

SYLOCK

No, no: motivo ninguno: quiero decir que es buen pagador, pero tiene muy en peligro su caudal. Un barco para Trípoli, otro para las Indias. Ahora me acaban de decir en el puente de Rialto, que prepara un navío para Méjico y otro para Inglaterra. Así tiene sus negocios y capital esparcidos por el mundo. Pero, al fin, los barcos son tablas y los marineros hombres. Hay ratas de tierra y ratas de mar, ladrones y corsarios, y además vientos, olas y bajíos. Pero repito que es buen pagador. Tres mil ducados... creo que aceptaré la fianza.

BASANIO

Puedes aceptarla con toda seguridad.

SYLOCK

¿Por qué? Lo pensaré bien. ¿Podré hablar con él mismo?

BASANIO

Vente a comer con nosotros.

SILOCK

No, para no llenarme de tocino. Nunca comeré en casa donde vuestro profeta, el Nazareno, haya introducido sus diabólicos sortilegios. Compraré vuestros géneros: me pasearé con vosotros; pero comer, beber y orar... ni por pienso. ¿Qué se dice en Rialto? ¿Quién es éste? (Sale Antonio.)

[p. 280] BASANIO

El señor Antonio.

SYLOCK

(Aparte.) Tiene aire de publicano. Le aborrezco porque es cristiano, y además por el necio alarde que hace de prestar dinero sin interés, con lo cual está arruinando la usura en Venecia. Si alguna vez cae en mis manos, yo saciaré en él todos mis odios. Sé que es grande enemigo de nuestra santa nación, y en las reuniones de los mercaderes me llena de insultos, llamando vil usura a mis honrados tratos. ¡Por vida de mi tribu, que no le he de perdonar!

BASANIO

¿Oyes, Sylock?

SYLOCK

Pensaba en el dinero que me queda, y ahora caigo en que no puedo reunir de pronto los tres mil ducados. Pero ¿qué importa? Ya me los prestará Tubal, un judío muy rico de mi tribu. ¿Y por cuántos meses quieres ese dinero? Dios te guarde, Antonio. Hablando de ti estábamos.

ANTONIO

Aunque no soy usurero, y ni presto ni pido prestado, esta vez quebranto mi propósito, por servir a un amigo. Basanio, ¿has dicho a Sylock lo que necesitas?

SYLOCK

Lo sé: tres mil ducados.

[p. 281] ANTONIO

Por tres meses.

SYLOCK

Ya no me acordaba. Es verdad... Por tres meses... Pero antes decías que no prestabas a usura ni pedías prestado.

ANTONIO

Sí que lo dije.

SYLOCK

Cuando Jacob apacentaba los rebaños de Labán... Ya sabes que Jacob, gracias a la astucia de su madre, fué el tercer poseedor después de Abraham... Sí, el tercero.

ANTONIO

¿Y Jacob prestaba dinero a usura?

SYLOCK

No precisamente como nosotros, pero fíjate en lo que hizo. Pacto con Labán que le diese como salario todos los corderos manchados de vario color que nacieran en el hato. Llegó el otoño, y las ovejas fueron en busca de los corderos. Y cuando iban a ayuntarse los lanudos amantes, el astuto pastor puso unas varas delante de las ovejas, y al tiempo de la cría todos los corderos nacieron manchados, y fueron de Jacob. Éste fué su lucro y usura, y por él le bendijo el cielo, que bendice siempre el lucro honesto, aunque maldiga el robo.

ANTONIO

Eso fué un milagro que no dependía de su voluntad sino de la del cielo, y Jacob se expuso al riesgo. ¿Quieres con tan santo [p. 282] ejemplo canonizar tu abominable trato? ¿o son ovejas y corderos tu plata y tu oro?

SYLOCK

No sé, pero procrean como si lo fueran.

ANTONIO

Atiende, Basanio. El mismo demonio, para disculpar sus maldades, cita ejemplos de la Escritura. El espíritu infame, que invoca el testimonio de las santas leyes, se parece a un malvado de apacible rostro o a una hermosa fruta comida de gusanos.

SYLOCK

Tres mil ducados... Cantidad alzada, y por tres meses... Suma la ganancia...

ANTONIO

¿Admitís el trato: sí o no, Sylock?

SYLOCK

Señor Antonio, innumerables veces me habéis reprendido en el puente de Rialto por mis préstamos y usuras, y siempre lo he llevado con paciencia, y he doblado la cabeza, porque ya se sabe que el sufrimiento es virtud de nuestro linaje. Me has llamado infiel y perro: y todo esto sólo por tu capricho, y porque saco el jugo a mi hacienda, como es mi derecho. Ahora me necesitas, y vienes diciendo: «Sylock, dame dineros.» Y esto me lo dice quien derramó su saliva en mi barba, quien me empujó con el pie como a un perro vagabundo que entra en casa extraña. ¿Y yo qué debía responderte ahora? «No: ¿un perro cómo ha de tener hacienda ni dinero? ¿Cómo ha de poder prestar tres mil ducados?» o te diré en actitud humilde y con voz de siervo: «Señor, ayer te plugo escupirme al rostro: otro día me diste un puntapié y me llamaste perro, y ahora, en pago de todas estas cortesías, te voy a prestar dinero.»

[p. 283] ANTONIO

Volveré a insultarte, a odiarte y a escupirte a la cara. Y si me prestas ese dinero, no me lo prestes como amigo, que si lo fueras, no pedirías ruin usura por un metal estéril e infecundo. Préstalo, como quien presta a su enemigo, de quien puede vengarse a su sabor si falta al contrato.

SYLOCK

¡Y qué enojado estáis! ¿Y yo que quería granjear vuestra amistad, olvidando las afrentas de que me habéis colmado? Pienso prestaros mi dinero sin interés alguno. Ya veis que el ofrecimiento no puede ser más generoso.

ANTONIO

Así parece.

SYLOCK

Venid a casa de un escribano, donde firmaréis un recibo prometiendo que si para tal día no habéis pagado, entregaréis en cambio una libra justa de vuestra carne, cortada por mí del sitio de vuestro cuerpo que mejor me pareciere.

ANTONIO

Me agrada el trato: le firmaré, y diré que por fin he encontrado un judío generoso.

BASANIO

No firmarás, en ventaja mía, esa escritura; prefiero no salir nunca de mi desesperación.

[p. 284] ANTONIO

No temas que llegue el caso de cumplir semejante escritura. Dentro de dos meses, uno antes de expirar el plazo, habré reunido diez veces más de esa suma.

SYLOCK

¡Oh, padre Abraham! ¡Qué mala gente son los cristianos! Miden a todos los demás con la vara de su mala intención. Decidme: si Antonio dejara de pagarme en el plazo convenido, ¿qué adelantaba yo con exigirle que cumpliera el contrato? Después de todo, una libra de carne humana vale menos que una de buey, carnero o cabra. Creedme, que si propongo tal condición, es sólo por ganarme su voluntad. Si os agrada, bien: si no, no me maltrates, siquiera por la buena amistad que te muestro.

ANTONIO

Cierro el trato y doy la fianza.

SYLOCK

Pronto, a casa del notario. Dictad ese chistoso documento. Yo buscaré el dinero, pasaré por mi casa, que está mal guardada por un holgazán inútil, y en seguida soy con vosotros. (Se va.)

ANTONIO

Vete con Dios, buen judío. Éste se va a volver cristiano. Me pasma su generosidad.

BASANIO

Sospechosas su me antojan frases tan dulces en boca de semejante malvado.

[p. 285] ANTONIO

No temas. El plazo es bastante largo, para que vuelvan mis navíos antes de cumplirse.

ACTO II

ESCENA PRIMERA

Sala en la quinta de Porcia

Salen el PRÍNCIPE DE MARRUECOS y su servidumbre: PORCIA, NERISSA y sus doncellas.

EL PRÍNCIPE

No os enoje, bella Porcia, mi color moreno, hijo del sol ardiente bajo el cual nací. Pero venga el más rubio de los hijos del frío Norte, cuyo hielo no deshace el mismo Apolo: y ábranse juntamente, en presencia vuestra, las venas de uno y otro, a ver cuál de los dos tiene más roja la sangre. Señora, mi rostro ha atemorizado a los más valientes, y juro por el amor que os tengo que han suspirado por él las doncellas más hermosas de mi tierra. Sólo por complaceros, dulce señora mía, consintiera yo en mudar de semblante.

PORCIA

No es sólo capricho femenil quien me aconseja y determina: mi elección no depende de mi albedrío. Pero si mi padre no me hubiera impuesto una condición y un freno, mandándome que tomase por esposo a quien acertara el secreto que os dije, tened por seguro, ilustre príncipe, que os juzgaría tan digno de mi mano como a cualquier otro de los que la pretenden.

[p. 286] EL PRÍNCIPE

Mucho os lo agradece mi corazón. Mostradme las cajas: probemos el dudoso empeño. ¡Juro, señora, por mi alfanje, matador del gran Sofí y del príncipe de Persia, y vencedor en tres batallas campales de todo el poder del gran Solimán de Turquía, que con el relámpago de mis ojos haré bajar la vista al hombre más esforzado, desafiaré a mortífera lid al de más aliento, arrancaré a la osa o a la leona sus cachorros, sólo por lograr vuestro amor! Pero ¡ay! si el volver de los dados hubiera de decidir la rivalidad entre Alcides y Licas, quizá el fallo de la voluble diosa seria favorable al de menos valer, y Alcides quedaría siervo del débil garzón. Por eso es fácil que, entregada mi suerte a la fortuna, venga yo a perder el premio, y lo alcance otro rival que lo merezca mucho menos.

PORCIA

Necesario es sujetarse a la decisión de la suerte. O renunciad a entrar en la prueba, o jurad antes que no daréis la mano a otra mujer alguna si no salís airoso del certamen.

EL PRÍNCIPE

Lo juro. Probemos la ventura.

PORCIA

Ahora a la iglesia, y luego al festín. Después entraréis en la dudosa cueva. Vamos.

EL PRÍNCIPE

¿Qué me dará la fortuna: eterna felicidad o triste muerte?

[p. 287] ESCENA II

Una calle de Venecia

Sale LANZAROTE GOBBO

LANZAROTE

¿Por qué ha de remorderme la conciencia cuando escapo de casa de mi amo el judío? Viene detrás de mí el diablo gritándome: «Gobbo, Lanzarote Gobbo, buen Lanzarote, o buen Lanzarote Gobbo, huye, corre a toda prisa.» Pero la conciencia me responde: «No, buen Lanzarote, Lanzarote Gobbo, o buen Lanzarote Gobbo, no huyas, no corras, no te escapes»; y prosigue el demonio con más fuerza: «Huye, corre, aguija, ten ánimo, no te detengas.» Y mi conciencia echa un nudo a mi corazón, y con prudencia me replica: «Buen Lanzarote, amigo mío, eres hijo de un hombre de bien...» o más bien, de una mujer de bien, porque mi padre fué algo inclinado a lo ajeno. E insiste la conciencia: «Detente, Lanzarote.» Y el demonio me repite: «Escapa.» La conciencia: «No lo hagas.» Y yo respondo: «¡Conciencia, son buenos tus consejos!... Diablo, también los tuyos lo son.» Si yo hiciera caso de la conciencia, me quedaría con mi amo el judío, que es, después de todo, un demonio. ¿Qué gano en tomar por señor a un diablo en vez de otro? Mala debe de ser mi conciencia, pues me dice que guarde fidelidad al judío. Mejor me parece el consejo del demonio. Ya te obedezco y echo a correr. (Sale el viejo Gobbo.)

GOBBO

Decidme, caballero: ¿por dónde voy bien a casa del judío?

LANZAROTE

Es mi padre en persona; pero como es corto de vista más que un topo, no me distingue. Voy a darle una broma.

[p. 288] GOBBO

Decidme, joven, ¿dónde es la casa del judío?

LANZAROTE

Torced primero a la derecha: luego a la izquierda: tomad la callejuela siguiente, dad la vuelta, y luego torciendo el camino, toparéis la casa del judío.

GOBBO

A fe mía, que son buenas señas. Difícil ha de ser atinar con el camino. ¿Y sabéis si vive todavía con él un tal Lanzarote?

¡Ah, sí, Lanzarote, un caballero joven? ¿Habláis de ése?

GOBBO

Aquel de quien yo hablo no es caballero, sino hijo de humilde padre, pobre aunque muy honrado, y con buena salud, a Dios gracias.

LANZAROTE

Su padre será lo que quiera, pero ahora tratamos del caballero Lanzarote.

GOBBO

No es caballero, sino muy servidor vuestro, y yo también.

LANZAROTE

Ergo, oídme por Dios, venerable anciano... ergo habláis del joven Lanzarote.

GOBBO

De Lanzarote sin caballero, por más que os empeñéis, señor.

[p. 289] LANZAROTE

Pues sí, del caballero Lanzarote. Ahora bien, no preguntéis por ese joven caballero, porque en realidad de verdad, el hado, la fortuna o las tres inexorables Parcas le han quitado de en medio, o dicho en términos más vulgares, ha muerto.

GOBBO

¡Dios mío! ¡Qué horror! Ese niño que era la esperanza y el consuelo de mi vejez.

LANZAROTE

¿Acaso tendré yo cara de báculo, arrimo o cayado? ¿No me conoces, padre?

GOBBO

¡Ay de mí! ¿qué he de conoceros, señor mío? Pero decidme con verdad qué es de mi hijo, si vive o ha muerto.

LANZAROTE

Padre, ¿pero no me conoces?

GOBBO

No, caballero; soy corto de vista: perdonad.

LANZAROTE

Y aunque tuvieras buena vista, trabajo te había de costar conocerme, que nada hay más difícil para un padre que conocer a su verdadero hijo. Pero en fin, yo os daré noticias del pobre viejo. (Se pone de rodillas.) Dame tu bendición: siempre acaba por descubrirse la verdad.

[p. 290] GOBBO

Levantaos, caballero. ¿Qué tenéis que ver con mi hijo Lanzarote?

LANZAROTE

No más simplezas: dame tu bendición. Soy Lanzarote, tu hijo, un pedazo de tus entrañas.

GOBBO

No creo que seas mi hijo.

LANZAROTE

Eso vos lo sabéis, aunque no sé qué pensar; pero en fin, conste que soy Lanzarote, criado del judío, y que mi madre se llama Margarita, y es tu mujer.

GOBBO

Tienes razón: Margarita se llama. Luego, si eres Lanzarote, estoy seguro de que eres mi hijo. ¡Pero qué barbas, más crecidas que las cerdas de la cola de mi rocin! ¡Y qué semblante tan diferente tienes! ¿Qué tal lo pasas con tu amo? Llevo para él un regalo.

LANZAROTE

No está mal. Pero yo no pararé de correr hasta verme en salvo. No hay judío más judío que mi amo. Una cuerda para ahorcarle, y ni un regalo merece. Me mata de hambre. Dame ese regalo, y se lo llevaré al señor Basanio. ¡Ese sí que da flamantes y lucidas libreas! Si no me admite de criado suyo, seguiré corriendo hasta el fin de la tierra. Pero ¡felicidad nunca soñada! aquí está el mismísimo Basanio. Con él me voy, que antes de volver a servir al judío, me haría judío yo mismo. (Salen Basanio, Leonardo y otros,)

[p. 291] BASANIO

Haced lo que tengáis que hacer, pero apresuraos: la cena para las cinco. Llevad a su destino estas cartas, apercibid las libreas. A Graciano, que vaya luego a verme a mi casa. (Se va un criado.)

LANZAROTE

Padre, acerquémonos a él.

GOBBO

Buenas tardes, señor.

BASANIO

Buenas. ¿Que se os ofrece?

GOBBO

Señor, os presento a mi hijo, un pobre muchacho.

LANZAROTE

Nada de eso, señor: no es un pobre muchacho, sino criado de un judío opulentísimo, y ya os explicará mi padre cuáles son mis deseos.

GOBBO

Tiene un empeño loco en serviros.

LANZAROTE

Dos palabras: sirvo al judío... y yo quisiera... mi padre os lo explicará.

[p. 292] GOBBO

Su amo y él (perdonad, señor, si os molesto) no se llevan muy bien que digamos.

LANZAROTE

Lo cierto es que el judío me ha tratado bastante mal, y esto me ha obligado... pero mi padre que es un viejo prudente y honrado, os lo dirá.

GOBBO

En esta cestilla hay un par de pichones, que quisiera regalar a vuestra señoría. Y pretendo...

LANZAROTE

Dos palabras: lo que va a decir es impertinente al asunto... Él, al fin, es un pobre hombre, aunque sea mi padre.

BASANIO

Hable uno solo, y entendámonos. ¿Qué queréis?

LANZAROTE

Serviros, caballero.

GOBBO

Ahí está, señor, todo el intríngulis del negocio.

BASANIO

Ya te conozco, y te admito a mi servicio. Tu amo Sylock te recomendó a mí hace poco, y no tengas esto por favor, que nada [p. 293] ganas en pasar de la casa de un hebreo opulentísimo a la de un arruinado caballero.

LANZAROTE

Bien dice el refrán: mi amo tiene la hacienda, pero vuestra señoría la gracia de Dios.

BASANIO

No has hablado mal. Vete con tu padre: di adiós a Sylock, pregunta las señas de mi casa. (A los criados.) Ponedle una librea algo mejor que las otras. Pronto.

LANZAROTE

Vámonos, padre. ¿Y dirán que no sé abrirme camino, y que no tengo lindo entendimiento? ¿A qué no hay otro en toda Italia que tenga en la palma de la mano rayas tan seguras y de buen agüero como éstas. (Mirándose las manos.) ¡Pues no son pocas las mujeres que me están reservadas! Quince nada menos: once viudas y nueve doncellas... bastante para un hombre solo. Y además sé que he de estar tres veces en peligro de ahogarme y que he de salir bien las tres, y que estaré a punto de romperme la cabeza contra una cama. ¡Pues no es poca fortuna! Dicen que es diosa muy inconsecuente, pero lo que es conmigo, bien amiga se muestra. (Vanse Lanzarote y Gobbo.)

BASANIO

No olvides mis encargos, Leonardo amigo. Compra todo lo que te encargué, ponlo como te dije, y vuelve en seguida para asistir al banquete con que esta noche obsequio a mis íntimos. Adiós, no tardes.

LEONARDO

No tardaré. (Sale Graciano.)

[p. 294] GRACIANO

¿Dónde está tu amo?

LEONARDO

Allí está patente.

GRACIANO

¡Señor Basanio!

BASANIO

¿Qué me queréis, Graciano?

GRACIANO

Tengo que dirigiros un ruego.

BASANIO

Tenle por bien acogido.

GRACIANO

Permíteme acompañarte a Belmonte.

BASANIO

Vente, si es forzoso y te empeñas. Pero a la verdad, tú, Graciano, eres caprichoso, mordaz y libre en tus palabras: defectos que no lo son a los ojos de tus amigos, y que están en tu modo de ser, pero que ofenden mucho a los extraños, porque no conocen tu buena índole. Echa una pequeña dosis de cordura en tu buen humor: no sea que parezca mal en Belmonte, y vayas a comprometerme y a echar por tierra mi esperanza.

[p. 295] GRACIANO

Basanio, oye: si no tengo prudencia, si no hablo con recato, limitándome a maldecir alguna que otra vez aparte; si no llevo, con aire mojigato, un libro de devoción en la mano o el bolsillo; si al dar gracias después de comer, no me echo el sombrero sobre los ojos, y digo con voz sumisa: «amén»: si no cumplo, en fin, todas las reglas de urbanidad, como quien aprende un papel para dar gusto a su abuela, consentiré en perder tu aprecio y tu cariño.

BASANIO

Allá veremos.

GRACIANO

Pero no te fíes de lo que haga esta noche, porque es un caso excepcional.

BASANIO

Nada de eso: haz lo que quieras. Al contrario, esta noche conviene que alardees de ingenio más que nunca, porque mis comensales serán alegres y regocijados. Adiós: mis ocupaciones me llaman a otra parte.

GRACIANO

Voy a buscar a Lorenzo y a los otros amigos. Nos veremos en la cena.

ESCENA III

Habitación en casa de Sylock

JÉSSICA y LANZAROTE

JÉSSICA

¡Lástima que te vayas de esta casa, que sin ti es un infierno! Tú, a lo menos, con tu diabólica travesura la animabas algo. [p. 296] Toma un ducado. Procura ver pronto a Lorenzo. Te será fácil, porque esta noche come con tu amo. Entrégale esta carta con todo secreto. Adiós. No quiero que mi padre nos vea.

LANZAROTE

¡Adiós! Mi lengua calla, pero hablan mis lágrimas. Adiós, hermosa judía, dulcísima gentil. Mucho me temo que algún buen cristiano venga a perder su alma por ti. Adiós. Mi ánimo flaquea. No quiero detenerme más, adiós.

JÉSSICA

Con bien vayas, amigo Lanzarote. (Se va Lanzarote.) ¡Pobre de mi! ¿qué crimen habré cometido? ¡Me avergüenzo de tener tal padre, y eso que sólo soy suya por la sangre, no por la fe ni por las costumbres. Adiós, Lorenzo, guárdame fidelidad, cumple lo que prometiste, y te juro que seré cristiana y amante esposa tuya.

ESCENA IV

Una calle de Venecia

GRACIANO, LORENZO, SALARINO y SALANIO

LORENZO

Dejaremos el banquete sin ser notados: nos disfrazaremos en mi casa, volveremos dentro de una hora.

GRACIANO

Mal lo hemos arreglado.

SALARINO

Todavía no tenemos preparadas las hachas.

[p. 297] SALANIO

Para no hacerlo bien, vale más no intentarlo.

LORENZO

No son más que las tres. Hasta las seis sobra tiempo para todo. (Sale Lanzarote.) ¿Qué noticias traes, Lanzarote?

LANZAROTE

Si abrís esta carta, ella misma os lo dirá.

LORENZO

Bien conozco la letra, y la mano más blanca que el papel en que ha escrito mi ventura.

GRACIANO

Será carta de amores.

LANZAROTE

Me iré, con vuestro permiso.

LORENZO

¿A dónde vas?

LANZAROTE

A convidar al judío, mi antiguo amo, a que cene esta noche con mi nuevo amo, el cristiano.

LORENZO

Aguarda. Toma. Di a Jéssica muy en secreto, que no faltaré. (Se va Lanzarote.) Amigos, ha llegado la hora de disfrazarnos para esta noche. Por mi parte, ya tengo paje de antorcha.

[p. 298] SALARINO

Yo buscaré el mío.

SALANIO

Y yo.

LORENZO

Nos reuniremos en casa de Graciano dentro de una hora.

SALARINO

Allá iremos. (Vanse Salarino y Salanio.)

GRACIANO

Dime, por favor. ¿Esa carta no es de la hermosa judía?

LORENZO

Tengo forzosamente que confesarte mi secreto. Suya es la carta, y en ella me dice que está dispuesta a huir conmigo de casa de su padre, disfrazada de paje. Me dice también la cantidad de oro y joyas que tiene. Si ese judío llega a salvarse, será por la virtud de su hermosa hija, tan hermosa como desgraciada por tener de padre a tan vil hebreo. Ven, y te leeré la carta de la bella judía. Ella será mi paje de hacha.

ESCENA V

Calle donde vive Sylock

Salen SYLOCK y LANZAROTE

SYLOCK

Ya verás, ya, la diferencia que hay de ese Basanio al judío.— Sal, Jéssica.—Por cierto que en su casa no devorarás como en [p. 299] la mía, porque tiene poco.—Sal, hija.—Ni te estarás todo el día durmiendo, ni tendrás cada mes un vestido nuevo.—Jéssica, ven, ¿cómo te lo he de decir?

LANZAROTE

Sal, señora Jéssica.

SYLOCK

¿Quién te manda llamar?

LANZAROTE

Siempre me habíais reñido, por no hacer yo las cosas hasta que me las mandaban. (Sale Jéssica.)

JÉSSICA

Padre, ¿me llamabais? ¿qué me queréis?

SYLOCK

Hija, estoy convidado a comer fuera de casa. Aquí tienes las llaves. Pero, ¿por qué iré a ese convite? Cierto que no me convidan por amor. Será por adulación. Pero no importa, iré, aunque sólo sea por aborrecimiento a los cristianos, y comeré a su costa. Hija, ten cuidado con la casa. Estoy muy inquieto. Algún daño me amenaza. Anoche soñé con bolsas de oro.

LANZAROTE

No faltéis, señor. Mi amo os espera.

SYLOCK

Y yo también a él

[p. 300] LANZAROTE

Y tienen un plan. No os diré con seguridad que veréis una función de máscaras, pero puede que la veáis.

SYLOCK

¿Función de máscaras? Oye, Jéssica. Echa la llave a todas las puertas, y si oyes ruido de tambores o de clarines, no te pongas a la ventana, ni saques la cabeza a la calle, para ver esas profanidades de los cristianos que se untan los rostros de mil maneras. Tapa, en seguida, todos los oídos de mi casa: quiero decir, las ventanas, para que no penetre aquí ni aun el ruido de semejante bacanal. Te juro por el cayado de Jacob, que no tengo ninguna gana de bullicios. Iré, con todo eso, al convite. Tú delante para anunciarme.

LANZAROTE

Así lo haré. (Aparte a Jéssica.) Dulce señora mía, no dejes de asomarte a la ventana, pues pasará un cristiano que bien te merece.

SYLOCK

¿Qué dirá entre dientes ese malvado descendiente de Agar?

JÉSSICA

No dijo más que adiós.

SYLOCK

En el fondo no es malo, pero es perezoso y comilón, y duerme de día más que un gato montés. No quiero zánganos en mi colmena. Por eso me alegro de que se vaya, y busque otro amo, a quien ayude a gastar en pocos días su improvisada fortuna. [p. 301] Ve dentro, hija mía. Quizá pueda yo volver pronto. No olvides lo que te he mandado. Cierra puertas y ventanas, que nunca está más segura la joya que cuando bien se guarda: máxima que no debe olvidar ningún hombre honrado. (Vase.)

JÉSSICA

Mala ha de ser del todo mi fortuna para que pronto no nos encontremos yo sin padre y tú sin hija. (Se va.)

ESCENA VI

GRACIANO y SALARINO, de máscara

GRACIANO

A la sombra de esta pared nos ha de encontrar Lorenzo.

SALARINO

Ya es la hora de la cita. Mucho me admira que tarde.

GRACIANO

Sí, porque el alma enamorada cuenta las horas con más presteza que el reloj.

SALARINO

Las palomas de Venus vuelan con ligereza diez veces mayor cuando van a jurar un nuevo amor, que cuando acuden a mantener la fe jurada.

GRACIANO

Necesario es que así suceda. Nadie se levanta de la mesa del festín con el mismo apetito que cuando se sentó a ella. ¿Qué caballo muestra al fin de la rápida carrera el mismo vigor que al  principio? Así son todas las cosas. Más placer se encuentra en el [p. 302] primer instante de la dicha que después. La nave es en todo semejante al hijo pródigo. Sale altanera del puerto nativo, coronada de alegres banderolas, acariciada por los vientos, y luego torna con el casco roto y las velas hechas pedazos, empobrecida y arruinada por el vendaval. (Sale Lorenzo.)

SALARINO

Dejemos esta conversación. Aquí viene Lorenzo.

LORENZO

Amigos: perdón, si os he hecho esperar tanto. No me echéis la culpa: echádsela a mis bodas. Cuando para lograr esposa, tengáis que hacer el papel de ladrones, yo os prometo igual ayuda. Venid: aquí vive mi suegro Sylock. (Llama.)

(Jéssica disfrazada de paje se asoma a la ventana.)

JÉSSICA

Para mayor seguridad decidme quién sois, aunque me parece que conozco esa voz.

LORENZO

Amor mío, soy Lorenzo, y tu fiel amante.

JÉSSICA

El corazón me dice que eres mi amante, Lorenzo. Dime, Lorenzo, ¿y hay alguno, fuera de ti, que sospeche nuestros amores?

LORENZO

Testigos son el cielo y tu mismo amor.

JÉSSICA

Pues mira: toma esta caja, que es preciosa. Bendito sea el oscuro velo de la noche que no te permite verme, porque tengo [p. 303] vergüenza del disfraz con que oculto mi sexo. Pero al amor le pintan ciego, y por eso los amantes no ven las mil locuras a que se arrojan. Si no, el Amor mismo se avergonzaría de verme trocada de tierna doncella en arriscado paje.

LORENZO

Baja: tienes que ser mi paje de antorcha.

JÉSSICA

¿Y he de descubrir yo misma, por mi mano, mi propia liviandad y ligereza, precisamente cuando me importa más ocultarme?

LORENZO

Bien oculta estarás bajo el disfraz de gallardo paje. Ven pronto, la noche vuela, y nos espera Basanio en su mesa.

JÉSSICA

Cerraré las puertas y recogeré más oro. Pronto estaré contigo. (Vase.)

GRACIANO

¡A fe mía que es gentil, y no judía!

LORENZO

¡Maldito sea yo sino la amo! Porque mucho me equivoco, o es discreta, y además es bella, que en esto no me engañan los ojos, y es fiel y me ha dado mil pruebas de constancia. La amaré eternamente por hermosa, discreta y fiel. (Sale Jéssica.) Al fin viniste. En marcha, compañeros. Ya nos esperan nuestros amigos . (Vanse todos menos Graciano.) (Sale Antonio.)

[p. 304] ANTONIO

¿Quién?

GRACIANO

¡Señor Antonio!

ANTONIO

¿Solo estáis, Graciano? ¿y los demás? Ya han dado las nueve, y todo el mundo espera. No habrá máscaras esta noche. El viento se ha levantado ya, y puede embarcarse Basanio. Más de veinte recados os he enviado.

GRACIANO

¿Qué me decís? ¡Oh felicidad! ¡Buen viento! Ya siento ganas de verme embarcado.

ESCENA VII

Quinta de Porcia en Belmonte

PORCIA y el PRÍNCIPE DE MARRUECOS

PORCIA

Descorred las cortinas, y enseñad al príncipe los cofres; él elegirá.

EL PRÍNCIPE

El primero es de oro, y en él hay estas palabras: «Quien me elija, ganará lo que muchos desean.» El segundo es de plata, y en él se lee: «Quien me elija, cumplirá sus anhelos.» El tercero es de vil plomo, y en él hay esta sentencia tan dura como el metal: «Quien me elija, tendrá que arriesgarlo todo.» ¿Cómo haré para no equivocarme en la elección?

[p. 305] PORCIA

En uno de los cofres está mi retrato. Si le encontráis, soy vuestra.

EL PRÍNCIPE

Algún dios me iluminará. Volvamos a leer con atención los letreros. ¿Qué dice el plomo? «Todo tendrá que darlo y arriesgarlo el que me elija.» ¡Tendrá que darlo todo! ¿Y por qué?... Por plomo... ¿Aventurarlo todo por plomo? Deslucido premio en verdad. Para aventurarlo todo, hay que tener esperanza de alguna dicha muy grande, porque a un alma noble no la seduce el brillo de un vil metal. En suma, no doy ni aventuro nada por el plomo. ¿Qué dice la plata del blanco cofrecillo? «Quien me elija logrará lo que merece...» Lo que merece... Despacio, Príncipe: pensémoslo bien. Si atiendo a mi conciencia, yo me estimo en mucho. No es pequeño mi valor, aunque quizá lo sea para aspirar a tan excelsa dama. De otra parte, sería poquedad de ánimo dudar de lo que realmente valgo... ¿Qué merezco yo? Sin duda esta hermosa dama. Para eso soy de noble nacimiento y grandes dotes de alma y cuerpo, de fortuna, valor y linaje; y sobre todo la merezco porque la amo entrañablemente. Sigo en mis dudas. ¿Continuaré la elección o me pararé aquí? Voy a leer segunda vez el rótulo de la caja de oro: «Quién me elija logrará lo que muchos desean.» Es claro: la posesión de esta dama: todo el mundo la desea, y de los cuatro términos del mundo vienen a postrarse ante el ara en que se venera su imagen. Los desiertos de Hircania, los arenales de la Libia se ven trocados hoy en animados caminos, por donde acuden innumerables príncipes a ver a Porcia. No bastan a detenerlos playas apartadas, ni el salobre reino de las ondas que lanzan su espuma contra el cielo. Corren el mar, como si fuera un arroyo, sólo por el ansia de ver a Porcia. Una de estas cajas encierra su imagen, pero ¿cuál? ¿Estará en la de plomo? Necedad sería pensar que tan vil metal fuese sepulcro de tanto tesoro. ¿Estará en la plata que vale diez veces menos que el oro? Bajo pensamiento sería. Sólo en oro puede engastarse [p. 306] joya de tanto precio. En Inglaterra corte una moneda de oro, con un ángel grabado en el anverso. Allí está sólo grabado, mientras que aquí es el ángel mismo quien yace en tálamo de oro. Venga la llave: mi elección está hecha, sea cual fuere el resultado.

PORCIA

Tomad la llave, y si en esa caja está mi retrato, seré vuestra esposa.

EL PRÍNCIPE (abriendo el cofre)

¡Por vida del demonio! sólo encuentro una calavera, y en el hueco de sus ojos este papel: «No es oro todo lo que reluce: así dice el refrán antiguo: tú verás si con razón. ¡A cuántos ha engañado en la vida una vana exterioridad! En dorado sepulcro habitan los gusanos. Si hubieras tenido tanta discreción y buen juicio como valor y osadía, no te hablaría de esta suerte mi hueca y apagada voz. Vete en buen hora, ya que te ha salido fría la pretensión.» Sí que he quedado frío y triste. Toda mi esperanza huyó, y el fuego del amor se ha convertido en hielo. Adiós, hermosa Porcia. No puedo hablar. El desencanto me quita la voz. ¡Cuán triste se aleja el que ve marchitas sus ilusiones!

PORCIA

¡Oh felicidad! Quiera Dios que tengan la misma suerte todos los que vengan, si son del mismo color que éste.

ESCENA VIII

Calle en Venecia

SALARINO y SALANIO

SALARINO

Ya se ha embarcado Basanio, y con él va Graciano, pero no Lorenzo.

[p. 307] SALANIO

El judío se quejó al Dux, e hizo que le acompañase a registrar la nave de Basanio.

SALARINO

Pero cuando llegaron, era tarde, y ya se habían hecho a la mar. En el puerto dijeron al Dux que poco antes habían visto en una góndola a Lorenzo y a su amada Jéssica, y Antonio juró que no iban en la nave de Basanio.

SALANIO

Nunca he visto tan ciego, loco, incoherente y peregrino furor como el de este maldito hebreo. Decía a voces: «¡Mi hija, mi dinero, mi hija... ha huído con un cristiano... y se ha llevado mi dinero... mis ducados... Justicia... mi dinero... una bolsa... no... dos, llenas de ducados... Y además joyas y piedras preciosas... Me lo han robado todo... Justicia... Buscadla... Lleva consigo mi dinero y mis alhajas.

SALARINO

Los muchachos le persiguen por las calles de Venecia, gritando como él: «Justicia, mis ducados, mis joyas, mi hija.»

SALANIO

¡Pobre Antonio si no cumple el trato!

SALARINO

Y fácil es que no pueda cumplirlo. Ayer me dijo un francés que en el estrecho que hay entre Francia e Inglaterra había naufragado un barco veneciano. En seguida me acordé de Antonio, y por lo bajo hice votos a Dios para que no fuera el suyo.

[p. 308] SALANIO

Bien harías en decírselo a Antonio, pero de modo que no le hiciera mala impresión la noticia.

SALARINO

No hay en el mundo alma más noble. Hace poco vi cómo se despedía de Basanio. Díjole éste que haría por volver pronto, y Antonio le replicó: «No lo hagas de ningún modo, ni eches a perder, por culpa mía, tu empresa. Necesitas tiempo. No te apures por la fianza que di al judío. Estáte tranquilo, y sólo pienses en alcanzar con mil delicadas galanterías y muestras de amor el premio a que aspiras.» Apenas podía contener el llanto al decir esto. Apartó la cara, dió la mano a su amigo, y se despidió de él por última vez.

SALANIO

Él es toda su vida, según imagino. Vamos a verle, y tratemos de consolar su honda tristeza.

SALARINO

Vamos.

ESCENA IX

Quinta de Porcina en Belmonte

NERISSA

(A un criado.) Anda, descorre las cortinas, que ya el Infante de Aragón ha hecho su juramento y viene a la prueba. (Salen el Infante de Aragón, Porcia y acompañamiento. Tocan cajas y clarines.)

[p. 309] PORCIA

Egregio Infante: ahí tenéis las cajas: si dáis con la que contiene mi retrato, vuestra será mi mano. Pero si la fortuna os fuere adversa, tendréis que alejaros sin más tardanza.

EL INFANTE

El juramento me obliga a tres cosas: primero, a no decir nunca cuál de las tres cajas fué la que elegí. Segundo, si no acierto en la elección, me comprometo a no pedir jamás la mano de una doncella. Tercero, a alejarme de vuestra presencia, si la suerte me fuere contraria.

PORCIA

Esas son las tres condiciones que tiene que cumplir todo el que viene a esta dudosa aventura, y a pretender mi mano indigna de tanta honra.

EL INFANTE

Yo cumpliré las tres. Fortuna, dame tu favor, ilumíname. Aquí tenemos plata, oro y plomo. «Quien me elija, tendrá que darlo todo y aventurarlo todo.» Para que yo dé ni aventure nada, menester será que el plomo se haga antes más hermoso. ¿Y qué dice la caja de oro? «Quien me elija, alcanzará lo que muchos desean.» Éstos serán la turba de necios que se fía de apariencias, y no penetra hasta el fondo de las cosas: a la manera del pájaro audaz que pone su nido en el alero del tejado, expuesto a la intemperie y a todo género de peligros. No es mío pensar como piensa el vulgo. No elegiré lo que muchos desean. No seré como la multitud grosera y sin juicio. Vamos a ti, arca brillante de precioso metal: «Quien me elija, alcanzará lo que merece.» Está bien, ¿qué alma bien nacida querrá obtener ninguna ventaja ni triunfar del hado, sin un mérito real? ¿A quién contentará un honor inmerecido? ¡Dichoso aquel día en que no por subterráneas intrigas, [p. 310] sino por las dotes reales del alma, se consigan los honores y premios! ¡Cuántas frentes, que ahora están humilladas, se cubrirán de gloria entonces! ¡Cuántos de los que ahora dominan querrían ser entonces vasallos! ¡Qué de ignominias descubriríamos al través de la púrpura de reyes, emperadores y magnates! ¡Y cuánta honra encontraríamos soterrada en el lodo de nuestra edad! Siga la elección: «Alcanzará lo que merece.» Mérito tengo. Venga la llave, que esta caja encierra sin duda mi fortuna.

PORCIA

Mucho lo habéis pensado para tan corto premio como habéis de encontrar.

EL INFANTE

¿Qué veo? La cara de un estúpido que frunce el entrecejo y me presenta una carta. ¡Cuán diverso es su semblante del de la hermosísima Porcia! Otra cosa aguardaban mis méritos y esperanzas! «Quien me elija, alcanzará lo que merece.» ¿Y no merezco más? ¿La cara de un imbécil? ¿Ese es el premio que yo ambicionaba? ¿Tan poco valgo?

PORCIA

El juicio no es ofensa: son dos actos distintos.

EL INFANTE

¿Y que dice ese papel? (Lee.) «Siete veces ha pasado este metal por la llama: siete pruebas necesita el juicio para no equivocarse. Muchos hay que toman por realidades los sueños: natural es que su felicidad sea sueño también. Bajo este blanco metal has encontrado la faz de un estúpido. Muchos necios hay en el mundo que se ocultan así. Cásate a tu voluntad, pero siempre me tendrás por símbolo. Adiós.» Todavía sería estupidez mayor, no irme ahora mismo. Como un necio vine a galantear, y ahora llevo dos cabezas nuevas, la mía y otra además. Quédate con Dios, Porcia: no faltaré a mi juramento.

[p. 311] PORCIA

Huye, como la mariposa que se quema las alas escapa del fuego. ¡Qué necios son por querer pasarse de listos!

NERISSA

Bien dice el proverbio: Sólo su mala fortuna lleva al necio al altar o a la horca.

UN CRIADO

¿Dónde está mi señora?

PORCIA

Aquí.

EL CRIADO

Se apea a vuestra puerta un joven veneciano, anunciando a su señor, que viene a ofreceros sus respetos y joyas de gran valía. El mensajero parece serlo del amor mismo. Nunca amaneció en primavera, anunciadora del ardiente estío, tan risueña mañana como el rostro de este nuncio.

PORCIA

Silencio. ¡Por Dios! tanto me lo encareces, que recelo si acabarás por decirme que es pariente tuyo. Vamos, Nerissa: quiero ver a tan gallardo mensajero.

NERISSA

Su señor es Basanio, o mucho me equivoco.

[p. 312] ACTO III

Calle de Venecia

SALANIO y SALARINO

SALANIO

¿Qué se dice en Rialto?

SALARINO

Corren nuevas de que una nave de Antonio, cargada de ricos géneros, ha naufragado en los estrechos de Goodwins, que son unos escollos de los más temibles, y donde han perecido muchas orgullosas embarcaciones. Esto es lo que sucede, si es que no miente la parlera fama, y se porta hoy como mujer de bien.

SALANIO

¡Ojalá que por esta vez mienta como la comadre más embustera de cuantas comen pan! Pero la verdad es, sin andarnos en rodeos ni ambages, que el pobre Antonio, el buen Antonio... ¡Oh si encontrara yo un adjetivo bastante digno de su bondad!

SALARINO

Al asunto, al asunto.

SALANIO

¡Al asunto dices? Pues el asunto es que ha perdido un barco.

SALARINO

¡Quiera Dios que no sea más que uno!

[p. 313] SALANIO

¡Ojalá! No sea que eche a perder el demonio mis oraciones, porque aquí viene en forma de judío. (Sale Sylock.) ¿Como estás, Sylock? ¿Qué novedades cuentan los mercaderes?

SYLOCK

Vosotros lo sabéis. ¿Quién había de saber mejor que vosotros la fuga de mi hija?

SALARINO

Es verdad. Yo era amigo del sastre que hizo al pájaro las alas con que voló del nido.

SALANIO

Y Sylock no ignoraba que el pájaro tenía ya plumas, y que es condición de las aves el echar a volar en cuanto las tienen.

SALARINO

Por eso la condenarán.

SALANIO

Es claro: si la juzga el demonio.

SYLOCK

¡Ser infiel a mi carne y sangre!

SALANIO

Más diferencia hay de su carne a la tuya que del marfil al azabache, y de su sangre a la tuya que del vino del Rhin al vino tinto. Dinos: ¿sabes algo de la pérdida que ha tenido Antonio en el mar?

[p. 314] SYLOCK

¡Vaya otro negocio! ¡Un mal pagador, que no se atreve a comparecer en Rialto! ¡Un mendigo que hacía alarde de lujo, paseándose por la playa! A ver cómo responde de su fianza. Para eso me llamaba usurero. Que responda de su fianza. Decía que prestaba dinero por caridad cristiana. Que responda de su fianza.

SALARINO

De seguro que si no cumple el contrato, no por eso te has de quedar con su carne. ¿Para qué te sirve?

SYLOCK

Me servirá de cebo en la caña de pescar. Me servirá para satisfacer mis odios. Me ha arruinado. Por él he perdido medio millón: él se ha reído de mis ganancias y de mis pérdidas: ha afrentado mi raza y linaje, ha dado calor a mis enemigos y ha desalentado a mis amigos. Y todo ¿por qué? Porque soy judío. ¿Y el judío no tiene ojos, no tiene manos ni órganos ni alma, ni sentidos ni pasiones? ¿No se alimenta de los mismos manjares, no recibe las mismas heridas, no padece las mismas enfermedades y se cura con iguales medicinas, no tiene calor en verano y frío en invierno, lo mismo que el cristiano? Si le pican ¿no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿No se muere si le envenenan? Si le ofenden, ¿no trata de vengarse? Si en todo lo demás somos tan semejantes, ¿por qué no hemos de parecernos en esto? Si un judío ofende a un cristiano ¿no se venga éste, a pesar de su cristiana caridad? Y si un cristiano a un judío, ¿qué enseña al judío la humildad cristiana? A vengarse. Yo os imitaré en todo lo malo, y para poco he de ser, si no supero a mis maestros.

UN CRIADO

Señores: mi amo Antonio os espera en su casa, para hablaros de negocios importantes.

[p. 315] SALARINO

Largo tiempo hace que le buscamos. (Sale Túbal.)

SALANIO

He aquí otro de su misma tribu: no se encontraría otro tercero que los igualase como no fuese el mismísimo demonio. (Vanse.)

SYLOCK

Túbal, ¿qué noticias traes de Génova? ¿qué sabes de mi hija?

TÚBAL

Oí noticias de ella en muchas partes, pero nunca la vi.

SYLOCK

Nunca ha caído otra maldición igual sobre nuestra raza. Mira: se llevó un diamante que me había costado dos mil ducados en la feria de Francfort. Dos mil ducados del diamante, y además muchas alhajas preciosas. Poco me importaría ver muerta a mi hija, como tuviera los diamantes en las orejas, y los ducados en el ataúd. ¿Pero nada, nada has averiguado de ellos? ¡Maldito sea yo! ¡Y cuánto dinero he gastado en buscarla! ¡Tanto que se llevó el ladrón, y tanto como llevo gastado en su busca, y todavía no me he vengado! Cada día me trae una nueva pérdida. Todo género de lástimas y miserias ha caído sobre mí.

TÚBAL

No eres tú el solo desgraciado. Me contaron en Génova que también Antonio...

SYLOCK

¿Qué, qué? ¿le ha sucedido alguna desgracia?

[p. 316] TÚBAL

Se le ha perdido un barco que venía de Trípoli.

SYLOCK

¡Bendito sea Dios! ¿Pero eso es cierto?

TÚBAL

Me lo han contado algunos marineros escapados del naufragio.

SYLOCK

¡Gracias, amigo Túbal, gracias! ¡Qué felices nuevas! ¿Conque en Génova, eh, en Génova?

TÚBAL

Dicen que tu hija ha gastado en Génova ochenta ducados en una noche.

SYLOCK

¡Qué daga me estas clavando en el corazón! ¡Pobre dinero mío! ¡En una noche sola ochenta ducados!

TÚBAL

Varios acreedores de Antonio, con quienes vengo desde Génova, tienen por inevitable su quiebra.

SYLOCK

¡Oh, qué felicidad! Le atormentaré. Me he de vengar con creces.

[p. 317] TÚBAL

Uno de esos acreedores me mostró una sortija, con que tu hija le había pagado un mono que compró.

SYLOCK

¡Cállate, maldecido! ¿Quieres martirizarme? Es mi turquesa.Me la regaló Lía, cuando yo era soltero. No la hubiera yo cedido por todo un desierto henchido de monos.

TÚBAL

Pero no tiene duda que Antonio está completamente arruinado.

SYLOCK

Eso me consuela. Eso tiene que ser verdad. Túbal, avísame un alguacil para dentro de quince días. Si no paga la fianza, le sacaré las entrañas; si no fuera por él, haría yo en Venecia cuantos negocios quisiera. Túbal, nos veremos en la sinagoga. Adiós, querido Túbal.

ESCENA II

Quinta de Porcia

BASANIO, PORCIA, GRACIANO, NERISSA y criados

PORCIA

Os ruego que no os deis prisa. Esperad siquiera un día o dos, porque si no acertáis en la elección, os pierdo para siempre. Hay en mi alma algo que me dice (no sé si será amor) que sería para mí un dolor que os fueseis. Odio ya veis que no puede ser. Si no os parecen bastante claras mis palabra, porque una doncella sólo puede hablar de estas cosas con el pensamiento, os suplicaría que permanecieseis aquí uno o dos meses. Con esto tendré [p. 318] bastante tiempo para enseñaros el modo de no errar. Pero ¡ay! no puedo, porque sería faltar a mi juramento, y no he de ser perjura aunque os pierda. Si erráis, haréis que me lamente mucho de haber faltado a mi juramento. ¡Ojalá nunca hubiera yo visto vuestros ojos! Su fulgor me ha partido el alma: sólo la mitad es mía, la otra mitad vuestra... He querido decir mía, pero no es mía, vuestra es también, y toda yo os pertenezco. Este siglo infeliz en que vivimos pone obstáculos entre el poseedor y su derecho. Por eso, y a la vez, soy vuestra y no lo soy. El hado tiene la culpa, y él es quien debe pagarla e ir al infierno, yo no. Hablo demasiado, pero es por entretener el tiempo, y detenerle, y con él vuestra elección.

BASANIO

Permitid que la suerte decida. Estoy como en el tormento.

PORCIA

¿Basanio en el tormento? pues qué, ¿hay algún engaño en vuestro amor?

BASANIO

Hay un recelo, que me presenta como imposible mi felicidad. Antes harán alianza el fuego y el hielo, que mi amor y la traición.

PORCIA

Me temo que estéis hablando desde el tormento, donde el hombre, bien contra su voluntad, confiesa lo cierto.

BASANIO

Porcia, mi vida consiste en vos. Dádmela, y os diré toda la verdad.

PORCIA

Decídmela y viviréis.

[p. 319] BASANIO

Mejor hubierais dicho: «Decídmela y amad», y con esto sería inútil mi confesión, ya que mi único crimen es amar, delicioso tormento en que sólo el verdugo puede salvar al reo. Vamos a las cajas, y que la suerte nos favorezca.

PORCIA

A las cajas, pues. En una de ellas está mi efigie. Si me amáis la encontraréis de seguro. Atrás, Nerissa: atrás, todos vosotros y mientras elige, resuene la música. Si se equivoca, morirá entre armonías como el cisne, y para que sea mayor la exactitud de la comparación, mis ojos le darán sepulcro en las nativas ondas. Si vence (y no es imposible), oirá el son agudo de las trompetas, semejante al que saluda al rey que acaba de ser ungido y coronado, o a las alegres voces que, al despuntar la aurora, penetran en los oídos del extasiado novio. Vedle acercarse con más amor y más vigorosos alientos que Hércules, cuando fue a salvar a Troya del nefando tributo de la doncella que tenía que entregar a la voracidad del monstruo marino, en luctuoso día. Yo soy la víctima. Vosotros sois como las matronas dárdanas que con llorosos ojos han salido de Troya a contemplar el sacrificio. Adelante, noble Alcides: sal vencedor de la contienda. En tu vida está la mía. Todavía tengo yo más interés en el combate, que tú que vas a pelear, dando celos al mismo Ares. (Mientras Basanio elige, canta la música): «¿Dónde nace el amor, en los ojos o en el alma? ¿Quién le da fuerzas para quitarnos el sosiego? Decídnoslo, decídnoslo.—El amor nace en los ojos, se alimenta de miradas, y muere por desvíos en la misma cuna donde nace. Cantemos dulces himnos en alabanza del amor. ¡Viva el amor, viva el amor!»

BASANIO

Muchas veces engañan las apariencias. ¿Ha habido causa tan mala que un elocuente abogado no pudiera hacer probable, buscando disculpas para el crimen más horrendo? ¿Hay alguna [p. 320] herejía religiosa que no tenga sectarios, y que no pueda cubrirse con citas de la Escritura o con flores retóricas que disimulen su fealdad? ¿Hay vicio que no pueda disfrazarse con la máscara de la virtud? ¿No habéis visto muchos cobardes, tan falsos y movedizos como piedra sobre arena, y que por fuera muestran la belicosa faz de Hércules y las híspidas barbas de Marte, y por de dentro tienen los hígados tan blancos como la leche? Fingen valor, para hacerse temer. Medid la hermosura: se compra al peso, y son más ligeras las que se atavían con los más preciados arreos de la belleza. ¡Cuántas veces los áureos rizos, enroscados como sierpes alrededor de una dudosa belleza, son prenda de otra hermosura que yace en olvidado sepulcro! Los adornos son como la playa de un mar proceloso: como el velo de seda que oculta el rostro de una hermosura india: como la verdad, cuya máscara toma la fraude para engañar a los más prudentes. Por eso desdeño los fulgores del oro, alimento y perdición del avaro Midas, y también el pálido brillo de la mercenaria plata. Tu quebrado color, oh plomo que pasas por vil y anuncias más desdichas que felicidad, me atrae más que todo eso. Por ti me decido. ¡Quiera Dios cumplir mi amoroso deseo!

PORCIA

(Aparte.) Como el viento disipa las nubes, así huyen de mi alma todos los recelos, tristezas y desconfianzas. Cálmate, amor; ten sosiego: templa los ímpetus del alma, y dame el gozo con tasa, porque si no, el corazón estallará de alegría.

BASANIO

(Abre la caja de plomo.) ¿Qué veo? El mismo rostro de la hermosa Porcia. ¿Qué pincel sobrehumano pudo acercarse tanto a la realidad? ¿Pestañean estos ojos, o es que los mueve el reflejo de los míos? Exhalan sus labios un aliento más dulce que la miel. De sus cabellos ha tejido el pintor una tela de araña para enredar corazones. ¡Ay de las moscas que caigan en ellos! ¿Pero cómo habrá podido retratar sus ojos, sin cegar? ¿Cómo pudo acabar el uno sin que sus rayos le cegaran de tal modo que dejase sin [p. 321] acabar el otro? Toda alabanza es poca, y sería afrentar al retrato tanto como el retrato al original. Veamos lo que dice la letra, cifra breve de mi fortuna. (Lee.) «Tú a quien no engañan las apariencias, consigues la rara fortuna de acertar. Ya que tal suerte tuviste, no busques otra mejor. Si te parece bien la que te ha dado la fortuna, vuélvete hacia ella, y con un beso de amor tómala por tuya, siguiendo los impulsos de tu alma.» ¡Hermosa leyenda! Señora, perdón. Es necesario cumplir lo que este papel ordena. A la manera que el gladiador, cuando los aplausos ensordecen el anfiteatro, duda si es a él a quien se dirigen, y vuelve la vista en torno suyo; así yo, bella Porcia, dudo si es verdad lo que miro, y antes de entregarme al gozo, necesito que lo confirmen vuestros labios.

PORCIA

Basanio, tal cual me veis, vuestra soy. No deseo para mí suerte mayor, pero en obsequio vuestro quisiera ser veinte veces más hermosa de lo que soy, y diez mil veces más rica. Yo quisiera exceder a todas en virtud, en belleza, en bienes de fortuna y en amigos, para que me amaseis mucho más. Pero valgo muy poco; soy una niña ignorante y sin experiencia; sólo tengo una cosa buena, y es que todavía no soy vieja para aprender; y otra aún mejor, que no fué tan mala mi educación primera que no pueda aprender. Y aun tengo otra felicidad mejor, y es la de tener un corazón tan rendido que se humilla a vos como el siervo a su señor y monarca. Mi persona, y la hacienda que fué mía, son desde hoy vuestras. Hace un momento era yo señora de esta quinta y de estos criados, y de mí misma, pero desde ahora yo y mi quinta y mis criados os pertenecemos. Todo os lo doy con este anillo. Si algún día le destruís o perdéis, será indicio de que habéis perdido mi amor, y podré reprenderos por tan grave falta.

BASANIO

Señora, me habéis quitado el habla. Sólo os grita mi sangre alborotada en las venas. Tal trastorno habéis producido en mis sentidos, como el tumulto que estalla en una muchedumbre [p. 322] cuando oye el discurso de un príncipe adorado. Mil palabras incoherentes se confunden con gritos que no tienen sentido alguno, pero que expresan un júbilo sincero. Cuando huya de mis dedos ese anillo, irá con él mi vida, y podréis decir que ha muerto Basanio.

NERISSA

A nosotros, mudos espectadores de tal drama, sólo nos toca daros el parabién. Sed dichosos, amos y señores míos.

GRACIANO

Basanio, señor mío; y tú, hermosa dama, disfrutad cuanta ventura deseo para vosotros, ya que no ha de ser a mi costa. Y cuando os preparéis a cerrar solemnemente el contrato, dadme licencia para hacer lo mismo.

BASANIO

Con mucho gusto, si encuentras mujer.

GRACIANO

Mil gracias, Basanio. A ti lo debo. Mis ojos son tan avizores como los tuyos. Tú los pusiste en la señora; yo en la criada: tú amaste; yo también. Tu amor no consiente dilaciones; tampoco el mío. Tu suerte dependía de la buena elección de las cajas; también la mía. Yo ardiendo en amores perseguí a esta esquiva hermosura con tantas y tantas promesas y juramentos, que casi tengo seca la boca de repetirlos. Pero al fin, si las palabras de tal hermosura valen algo, me prometió concederme su amor, si tú acertabas a conquistar el de su señora.

PORCIA

¿Es verdad, Nerissa?

[p. 323] NERISSA

Verdad es, señora, si no lo lleváis a mal.

BASANIO

¿Lo dices de veras, Graciano?

GRACIANO

De veras, señor.

BASANIO

Vuestro casamiento aumentará los regocijos del nuestro.

GRACIANO

¡Pero quién viene! ¿Lorenzo y la judía? ¿y con ellos mi amigo, el veneciano Salerio? (Salen Lorenzo, Jéssica y Salerio.)

BASANIO

Con bien vengáis a esta quinta, Lorenzo y Salerio, si es que mi recién nacida felicidad me autoriza para saludaros en este lugar. ¿Me lo permites, bellísima Porcia?

PORCIA

Y lo repito: bien venidos sean.

LORENZO

Gracias por tanto favor. Mi intención no era visitarte, pero Salerio, a quien encontré en el camino, se empeñó tanto, que al cabo consentí en acompañarle.

[p. 324] SALERIO

Lo hice, es verdad, pero no sin razón, porque te traigo un recado del señor Antonio. (Le da una carta.)

BASANIO

Antes de abrir esta carta, dime cómo se encuentra mi buen amigo.

SALERIO

No está enfermo más que del alma; por su carta verás lo que padece.

GRACIANO

Querido Salerio, dame la mano. ¿Qué noticias traes de Venecia? ¿Qué hace el honrado mercader Antonio? ¡Cómo se alegrará al saber nuestra dicha! Somos los Jasones que han encontrado el vellocino de oro.

SALERIO

¡Ojalá hubierais encontrado el áureo vellocino que él perdió en hora aciaga!

PORCIA

Malas nuevas debe traer la carta. Huye el color de las mejillas de Basanio. Sin duda acaba de saber la muerte de un amigo muy querido, porque ninguna otra mala noticia podría abatir un ánimo tan constante; malo, malo. Perdóname, Basanio, pero soy la mitad de tu alma, y justo es que me pertenezcan la mitad de las desgracias que anuncia ese pliego.

[p. 325] BASANIO

¡Amada Porcia! Leo en esta carta algunas de las frases más tristes que se han escrito nunca sobre el papel. ¡Porcia hermosísima, cuando por primera vez te confesé mi amor, no tuve reparo en decirte que yo no tenía otra hacienda que la sangre de mis venas, pero que era noble y bien nacido, y te dije la verdad. Pero así y todo hubo jactancia en mis palabras, al decirte que mis bienes eran ningunos. Para ser enteramente veraz, debí añadir que mi fortuna era menos que nada, porque la verdad es que empeñé mi palabra a mi mejor amigo, dejándole expuesto a la venganza del enemigo más cruel, implacable y sin entrañas: todo para procurarme dineros. Esta carta me parece el cuerpo de mi amigo: cada línea es a modo de una herida, que arroja la sangre a borbotones. Pero ¿es cierto, Salerio? ¿Todo, todo lo ha perdido? ¿Todos sus negocios le han salido mal? ¿Ni en Trípoli, ni en Méjico, ni en Lisboa, ni en Inglaterra, ni en la India, ni en Berbería, escapó ningún barco suyo de esos escollos tan fatales al marinos

SALERIO

Ni uno. Y aunque a Antonio le quedara algún dinero para pagar al judío, de seguro que éste no le recibiría. No parece ser humano: nunca he visto a nadie tan ansioso de destruir y aniquilar a su prójimo. Día y noche pide justicia al Dux, amenazando, si no se le hace justicia, con invocar las libertades del Estado. En vano han querido persuadirle los mercaderes más ricos, y el mismo Dux y los patricios. Todo en balde. Él persiste en su demanda, y reclama confiscación, justicia y el cumplimiento de su engañoso trato.

JÉSSICA

Cuando vivía yo con él, muchas veces le vi jurar a sus amigos Túbal y Chus que prefería la carne de Antonio a veinte veces el valor de la suma que le debía, y si las leyes y el gobierno de Venecia no protegen al infeliz Antonio, mala será su suerte.

[p. 326] PORCIA

¿Y en vuestro amigo recaen todas esas calamidades?

BASANIO

En mi amigo, el mejor y más fiel, el de alma más honrada que hay en toda Italia. En su pecho arde la llama del honor de la antigua Roma.

PORCIA

¿Qué es lo que debe al judío?

BASANIO

Tres mil ducados que me prestó.

PORCIA

¿No más que tres mil? Dale seis mil, duplica, triplica la suma, antes que consentir que tan buen amigo pierda por ti ni un cabello. Vamos al altar, despidámonos, y luego corre a Venecia a buscar a tu amigo; no vuelvas al lado de Porcia hasta dejarle en salvo. Llevarás lo bastante para pagar diez veces más de lo que debe al hebreo. Págalo, y vuelve en seguida con tu fiel amigo. Mi doncella Nerissa y yo viviremos entretanto como viudas y como doncellas. Es necesario que partas el día mismo de nuestras bodas. Piensa en nuestros comensales; no arrugues el ceño, muestra la faz alegre. Ya que tan caro te he comprado, reflexiona cuánto he de amarte. Pero léeme antes la carta.

BASANIO

«Querido Basanio: mis barcos naufragaron: me acosan mis acreedores; he perdido toda mi hacienda; ha vencido el plazo de mi escritura con el judío, y claro es que si se cumple la cláusula [p. 327] del contrato, tengo forzosamente que morir. Toda deuda entre nosotros queda liquidada, con tal que vengas a verme en la hora de mi muerte. Sin embargo, haz lo que quieras; si nuestra amistad no te obliga a venir, tampoco te hará fuerza esta carta.»

PORCIA

Amor mío, vete en seguida.

BASANIO

Volaré, si me lo permites. Entretanto que vuelvo, el reposo y la soledad de mi lecho serán continuos estímulos para que yo vuelva.

ESCENA III

Calle en Venecia

SYLOCK, SALANIO, ANTONIO y el CARCELERO

SYLOCK

Carcelero, no apartes la vista de él. No me digas que tenga compasión... Éste es aquel insensato que prestaba su dinero sin interés. No le pierdas de vista, carcelero.

ANTONIO

Oye, amigo Sylock.

SYLOCK

Pido que se cumplan las condiciones de la escritura. He jurado no ceder ni un ápice de mi derecho. En nada te había ofendido yo cuando ya me llamabas perro. Si lo soy, yo te enseñaré los dientes. No tienes escape. El Dux me hará justicia. No sé, perverso alcaide, por qué has consentido con tanto gusto en sacarle de la prisión,

[p. 328] ANTONIO

Óyeme: te lo suplico.

SYLOCK

No quiero oírte. Cúmpleme el contrato. No quiero oírte. No te empeñes en hablar más. No soy un hombre de buenas entrañas, de los que dan cabida a la compasión, y se rinden al ruego de los cristianos. No volváis a importunarme. Pido que se cumpla el contrato. (Vase.)

SALANIO

Es el perro más abominable de los que deshonran el género humano.

ANTONIO

Déjale. Nada de ruegos inútiles. Quiere mi vida y no atino por qué. Más de una vez he salvado de sus garras a muchos infelices que acudieron a mí, y por eso me aborrece.

SALARIO

No creo que el Dux consienta jamás en que se cumpla semejante contrato.

ANTONIO

El Dux tiene que cumplir la ley, porque el crédito de la República perdería mucho si no se respetasen los derechos del extranjero. Toda la riqueza, prosperidad y esplendor de esta ciudad depende de su comercio con los extranjeros. Ea, vamos. Tan agobiado estoy de pesadumbres, que dudo mucho que mañana tenga una libra de carne en mi cuerpo, con que hartar la sed de sangre de ese bárbaro. Adiós, buen carcelero. ¡Quiera Dios que [p. 329] Basanio vuelva a verme y pague su deuda! Entonces moriré tranquilo.

ESCENA IV

Quinta de Porcia en Belmonte

PORCIA, NERISSA, LORENZO, JÉSSICA y BALTASAR

LORENZO

Señora (no tengo reparo en decirlo delante de vos), alta idea tenéis formada de la santa amistad, y buena prueba de ello es la resignación con que toleráis la ausencia de vuestro marido. Pero si supierais a quién favorecéis de este modo, y cuán buen amigo es del señor Basanio, más os enorgulleceríais de vuestra obra que de la natural cualidad de obrar bien, de que tantas muestras habéis dado.

PORCIA

Nunca me arrepentí de hacer el bien, ni ha de pesarme ahora. Entre amigos que pasan y gastan juntos largas horas, unidos sus corazones por el vínculo sagrado de la amistad, ha de haber gran semejanza de índole, afectos y costumbres. De aquí infiero que siendo Antonio el mejor amigo del esposo a quien adoro, ha de parecerse a él necesariamente. Y si es así, ¡qué poco me habrá costado librar del más duro tormento al fiel espejo del amor mío! Pero no quiero decir más, porque esto parece alabanza propia. Hablemos de otra cosa. En tus manos pongo, honrado Lorenzo, la dirección y gobierno de esta casa hasta que vuelva mi marido. Yo sólo puedo pensar en cumplir un voto que hice secretamente, de estar en oración, sin más compañía que la de Nerissa, hasta que su amante y el mío vuelvan. A dos leguas de aquí hay un convento, donde podremos encerrarnos. No rehuséis el encargo y el peso que hoy me obliga a echar sobre vuestros hombros mi confianza y la situación en que me encuentro.

[p. 330] LORENZO

Lo acepto con toda voluntad, señora, y cumpliré todo lo que me ordenéis.

PORCIA

Ya saben mi intención los criados. Vos y Jéssica seréis para ellos como Basanio y yo. Quedad con Dios. Hasta la vuelta.

JÉSSICA

¡Ojalá logréis todas las dichas que mi alma os desea!

PORCIA

Mucho os agradezco la buena voluntad, y os deseo igual fortuna. Adiós, Jéssica. (Vanse Jéssica y Lorenzo.) Oye, Baltasar. Siempre te he encontrado fiel. También lo has de ser hoy. Lleva esta carta a Padua, con toda la rapidez que cabe en lo humano, y dásela en propia mano a mi amigo el Dr. Belario. Él te entregará dos trajes y algunos papeles: llévalos a la barca que hace la travesía entre Venecia y la costa cercana. No te detengas en palabras. Corre. Estaré en Venecia antes que tú.

BALTASAR

Corro a obedecerte, señora. (Vase.)

PORCIA

Oye, Nerissa: tengo un plan, que todavía no te he comunicado. Vamos a sorprender a tu esposo y al mío.

NERISSA

¿Sin que nos vean?

[p. 331] PORCIA

Nos verán, pero en tal arreo que nos han de atribuir cualidades de que carecemos. Apuesto lo que queráis a que cuando estemos vestidas de hombre, yo he de parecer el mejor mozo, y el de más desgarro, y he de llevar la daga mejor que tú. Hablaré recio, como los niños que quieren ser hombres y tratan de pendencias cuando todavía no les apunta el bozo. Inventaré mil peregrinas historias de ilustres damas que me ofrecieron su amor, y a quienes desdeñé, por lo cual cayeron enfermas y murieron de pesar.—¿Qué hacer entonces?—Sentir en medio de mis conquistas cierta lástima de haberlas matado con mis desvíos. Y por este orden ensartaré cien mil desatinos, y pensarán los hombres que hace un año he salido del colegio y revuelvo en el magín cien mil fanfarronadas, que quisiera ejecutar.

NERISSA

Pero, señora,¿tenemos que disfrazarnos de hombres?

PORCIA

¿Y lo preguntas? Ven, ya nos espera el coche a la puerta del jardín. Allí te lo explicaré todo. Anda de prisa, que tenemos que correr seis leguas.

ESCENA V

Jardín de Porcia en Belmonte

LANZAROTE y JÉSSICA

LANZAROTE

Sí, porque habéis de saber que Dios castiga en los hijos las culpas de los padres: por eso os tengo lástima. Siempre os dije la verdad, y no he de callarla ahora. Tened paciencia, porque [p. 332] a la verdad, creo que os vais a condenar. Sólo os queda una esperanza, y esa a medias.

JÉSSICA

¿Y qué esperanza es esa?

LANZAROTE

La de que quizás no sea tu padre el judío.

JÉSSICA

Esa sí que sería una esperanza bastarda. En tal caso pagaría yo los pecados de mi madre.

LANZAROTE

Dices bien: témome que pagues los de tu padre y los de tu madre. Por eso huyendo de la Scyla de tu padre, doy en la Caribdis de tu madre, y por uno y otro lado estoy perdido.

JÉSSICA

Me salvaré por el lado de mi marido, que me cristianizó.

LANZAROTE

Bien mal hecho. Hartos cristianos éramos para poder vivir en paz. Si continúa ese empeño de hacer cristianos a los judíos, subirá el precio de la carne de puerco y no tendremos ni una lonja de tocino para el puchero. (Sale Lorenzo.)

JÉSSICA

Contaré a mi marido tus palabras, Lanzarote. Mírale, aquí viene.

[p. 333] LORENZO

Voy a tener celos de ti, Lanzarote, si sigues hablando en secreto con mi mujer.

JÉSSICA

Nada de eso, Lorenzo: no tienes motivo para encelarte, porque Lanzarote y yo hemos reñido. Me estaba diciendo que yo no tendría perdón de Dios, por ser hija de judío, y añade que tú no eres buen cristiano, porque, convirtiendo a los judíos, encareces el tocino.

LORENZO

Más fácil me sería, Lanzarote, justificarme de eso, que tú de haber engruesado a la negra mora, que está embarazada por ti, Lanzarote.

LANZAROTE

No me extraña que la mora esté más gorda de lo justo. Siempre será más mujer de bien de lo que yo creía.

LORENZO

Todo el mundo juega con el equívoco, hasta los más tontos... Dentro de poco, los discretos tendrán que callarse, y sólo merecerá alabanza en los papagayos el don de la palabra. Adentro, pícaro: di a los criados que se dispongan para la comida.

LANZAROTE

Ya están dispuestos, señor: cada cual tiene su estómago.

LORENZO

¡Qué ganas de broma tienes! Diles que pongan la comida.

[p. 334] LANZAROTE

También está hecho. Pero mejor palabra sería «cubrir»

LORENZO

Pues que cubran.

LANZAROTE

No lo haré, señor: sé lo que debo.

LORENZO

Basta de juegos de palabras. No agotes de una vez el manantial de tus gracias. Entiéndeme, ya que te hablo con claridad. Di a tus compañeros que cubran la mesa y sirvan la comida, que nosotros iremos a comer.

LANZAROTE

Señor, la mesa se cubrirá, la comida se servirá, y vos iréis a comer o no, según mejor cuadre a vuestro apetito. (Vase.)

LORENZO

¡Oh, qué de necedades ha dicho! Tiene hecha sin duda provisión de gracias. Otros bufones conozco de más alta ralea, que por decir un chiste, son capaces de alterar y olvidar la verdadera significación de las cosas. ¿Qué piensas, amada Jéssica? Dime con verdad: ¿Te parece bien la mujer de Basanio?

JÉSSICA

Más de lo que puedo darte a entender con palabras. Muy buena vida debe hacer Basanio, porque tal mujer es la bendición de Dios y la felicidad del Paraíso en la tierra, y si no la estima en la tierra, no merecerá gozarla en el cielo. Si hubiera contienda [p. 335] entre dos divinidades, y la una trajese por apuesta una mujer como Porcia, no encontraría el otro dios ninguna otra que oponerla en este bajo mundo.

LORENZO

Tan buen marido soy yo para ti, como ella es buena mujer.

JÉSSICA

Pregúntamelo a mí.

LORENZO

Vamos primero a comer.

JÉSSICA

No: déjame alabarte, mientras yo quiera.

LORENZO

No: déjalo: vamos a comer: a los postres dirás lo que quieras, y así digeriré mejor. (Vanse.)

ACTO IV

ESCENA PRIMERA

Tribunal en Venecia

DUX, SENADORES, ANTONIO, BASANIO, GRACIANO, SALARINO y SALANIO

DUX

¿Y Antonio?

[p. 336] ANTONIO

A vuestras órdenes, Alteza.

Dux

Te tengo lástima, porque vienes a responder a la demanda de un enemigo cruel y sin entrañas, en cuyo pecho nunca halló lugar la compasión ni el amor, y cuya alma no encierra ni un grano de piedad.

ANTONIO

Ya sé que V. A. ha puesto empeño en calmar su feroz encono, pero sé también que permanece inflexible, y que no me queda, según las leyes, recurso alguno para salvarme de sus iras. A ellas sólo puedo oponer la paciencia y la serenidad. Mi alma tranquila y resignada soportará todas las durezas y ferocidades de la suya.

DUX

Decid que venga el judío ante el tribunal.

SALARINO

Ya viene, señor. Está fuera, esperando vuestras órdenes. (Entra Sylock.)

DUX

¡Haceos atrás! ¡Que se presente Sylock! Cree el mundo, y yo con él, que quieres apurar tu crueldad hasta las heces, y luego cuando la sentencia se pronuncie, haces alarde de piedad y mansedumbre, todavía más odiosas que tu crueldad primera. Cree la gente que en vez de pedir el cumplimiento del contrato que te concede una libra de carne de este desdichado mercader, desistirás de tu demanda, te moverás a lástima, le perdonarás la mitad [p. 337] de la deuda, considerando las grandes pérdidas que ha tenido en poco tiempo, y que bastarían a arruinar al más opulento mercader monarca, y a conmover entrañas de bronce y corazones de pedernal, aunque fuesen de turcos o tártaros selváticos, ajenos de toda delicadeza y buen comedimiento. Todos esperamos de ti una cortés respuesta.

SYLOCK

Vuestra Alteza sabe mi intención, y he jurado por el sábado lograr cumplida venganza. Si me la negáis, ¡vergüenza eterna para las leyes y libertades venecianas! Me diréis que ¿por qué estimo más una libra de carne de este hombre que tres mil ducados? Porque así se me antoja. ¿Os place esta contestación? Si en mi casa hubiera un ratón importuno, y yo me empeñara en pagar diez mil ducados por matarle, ¿lo llevaríais a mal? Hay hombres que no pueden ver en su mesa un lechón asado, otros que no resisten la vista de un gato, animal tan útil e inofensivo, y algunos que orinan, en oyendo el son de una gaita. Efectos de la antipatía que todo lo gobierna. Y así como ninguna de estas cosas tiene razón de ser, yo tampoco la puedo dar para seguir este pleito odioso, a no ser el odio que me inspira hasta el nombre de Antonio. ¿Os place esta respuesta?

BASANIO

No basta, cruel hebreo, para disculpar tu fiereza increíble.

SYLOCK

Ni yo pretendo darte gusto.

BASANIO

¿Y mata siempre el hombre a los seres que aborrece?

SYLOCK

¿Y quién no procura destruir lo que él odia?

[p. 338] BASANIO

No todo agravio provoca a tanta indignación desde luego.

SYLOCK

¿Consentirás que la serpiente te muerda dos veces?

ANTONIO

Mira que estás hablando con un judío. Más fácil te fuera arengar a las olas de la playa cuando más furiosas están, y conseguir que se calmen; o preguntar al lobo por qué devora a la oveja, y deja huérfano al cordero; o mandar callar a los robles de la selva, y conseguir que el viento no agite sus verdes ramas; en suma, mejor conseguirías cualquier imposible, que ablandar el durísimo corazón de ese hebreo. No le ruegues más, no le importunes; haz que la ley se cumpla pronto, a su voluntad.

BASANIO

En vez de los tres mil ducados toma seis.

SYLOCK

Aunque dividieras cada uno de ellos en seis, no lo aceptaría. Quiero que se cumpla el trato.

DUX

¿Y quién ha de tener compasión de ti, si no la tienes de nadie?

SYLOCK

¿Y qué he de temer, si a nadie hago daño? Tantos esclavos tenéis, que pueden serviros como mulos, perros o asnos en los oficios más viles y groseros. Vuestros son; vuestro dinero os han costado. Si yo os dijera: dejadlos en libertad, casadlos con [p. 339] vuestras hijas, no les hagáis sudar bajo la carga, dadles camas tan nuevas como las vuestras y tan delicados manjares como los que vosotros coméis, ¿no me responderíais: «son nuestros?». Pues lo mismo os respondo yo. Esa libra de carne que pido es mía, y buen dinero me ha costado. Si no me la dais, maldigo de las leyes de Venecia, y pido justicia. ¿Me la dais? ¿si o no?

DUX

Usando de la autoridad que tengo, podría suspender el consejo, si no esperase al Dr. Belario, famoso jurisconsulto de Pisa, a quien deseo oír en este negocio.

SALARINO

Señor: fuera aguarda un criado que acaba de llegar de Padua con cartas del doctor.

DUX

Entregádmelas, y que pase el criado.

BASANIO

¡Valor, Antonio! Te juro por mi nombre, que he de dar al judío toda mi carne, y mi sangre, y mis huesos, antes que consentir que vierta una sola gota de la sangre tuya.

ANTONIO

Soy como la res apartada en medio de un rebaño sano. La fruta podrida es siempre la primera que cae del árbol. Dejadla caer: tú, Basanio, sigue viviendo, y con eso pondrás un epitafio sobre mi sepulcro. (Sale Nerissa, disfrazada de pasante de procurador.)

DUX

¿Vienes de Padua? ¿Traes algún recado del Dr. Belario?

[p. 340] NERISSA

Vengo de Padua, señor. Belario os saluda. (Le entrega la carta.)

BASANIO

Sylock, ¿por qué afilas tanto tu cuchillo?

SYLOCK

Para cortar a Antonio la carne que me debe.

GRACIANO

Ningún metal, ni aún el hierro de la segur del verdugo, te iguala en dureza, maldecido hebreo. ¿No habrá medio de amansarte?

SYLOCK

No, por cierto, aunque mucho aguces tu entendimiento.

GRACIANO

¡Maldición sobre ti, infame perro! ¡Maldita sea la justicia que te deja vivir! Cuando te veo, casi doy asenso a la doctrina pitagórica que enseña la transmigración de las almas de los brutos a los hombres. Sin duda tu alma ha sido de algún lobo, inmolado por homicida, y que desde la horca fué volando a meterse en tu cuerpo, cuando aún estabas en las entrañas de tu infiel madre: porque tus instintos son rapaces, crueles y sanguinarios como los del lobo.

SYLOCK

Como no logres quitar el sello del contrato, nada conseguirás con tus destempladas voces sino ponerte ronco. Graciano, modera tus ímpetus y no pierdas la razón. Yo sólo pido justicia.

[p. 341] DUX

Belario en esta carta recomienda al Consejo un joven bachiller, buen letrado. ¿Dónde está?

NERISSA

Muy cerca de aquí, aguardando vuestra licencia para entrar.

DUX

Y se la doy de todo corazón. Vayan dos o tres a recibirle de la manera más respetuosa. Entre tanto, leamos de nuevo la carta de Belario: «Alteza: cuando recibí vuestra carta me hallaba gravemente enfermo, pero dió la casualidad de que, en el momento de llegar el mensajero, estaba conmigo un joven doctor de Padua llamado Baltasar. Le conté el pleito entre Antonio y el judío: repasamos pronto muchos libros: le dije mi parecer, que es el que os expondrá, rectificado por su inmenso saber, para el cual no hay elogio bastante. Él hará lo que deseáis. No os fijéis en lo mozo que es, ni creáis que por eso vale menos, pues nunca hubo en cuerpo tan juvenil tan maduro entendimiento. Recibidle, pues, y más que mi recomendación, han de favorecerle sus propias acciones.» Esto es lo que Belario dice. Aquí viene el Doctor, si no me equivoco. (Sale Porcia, de abogado.) Dadme la mano. ¿Venís por encargo de Belario?

PORCIA

Sí, poderoso señor.

DUX

Bien venido seáis. Tomad asiento. ¿Estáis enterado de la cuestión que ha de sentenciar el tribunal?

PORCIA

Perfectamente enterado. ¿Quiénes son el mercader y el judío?

[p. 342] DUX

Antonio y Sylock: acercaos.

PORCIA

¿Sois vos Sylock?

SYLOCK

Ése es mi nombre.

PORCIA

Raro litigio tenéis: extraña es vuestra demanda, y no se os puede negar, conforme a las leyes de Venecia. Corre mucho peligro vuestra víctima. ¿No es verdad?

ANTONIO

Verdad es.

PORCIA

¿Confesáis haber hecho ese trato?

ANTONIO

Lo confieso.

PORCIA

Entonces es necesario que el judío se compadezca de vos.

SYLOCK

¿Y por qué? ¿Qué obligación tengo? Decídmelo.

[p. 343] PORCIA

La clemencia no quiere fuerza: es como la plácida lluvia del cielo que cae sobre un campo y le fecunda: dos veces bendita porque consuela al que la da y al que la recibe. Ejerce su mayor poder entre los grandes: el signo de su autoridad en la tierra es el cetro, rayo de los monarcas. Pero aun vence al cetro la clemencia, que vive, como en su trono, en el alma de los reyes. La clemencia es atributo divino, y el poder humano se acerca al de Dios, cuando modera con la piedad la justicia. Hebreo, ya que pides no más que justicia, piensa que si sólo justicia hubiera, no se salvaría ninguno de nosotros. Todos los días, en la oración, pedimos clemencia, pero la misma oración nos enseña a perdonar como deseamos que nos perdonen. Te digo esto, sólo para moverte a compasión, porque como insistas en tu demanda, no habrá más remedio, con arreglo a las leyes de Venecia, que sentenciar el pleito en favor tuyo y contra Antonio.

SYLOCK

Yo cargo con la responsabilidad de mis actos. Pido que se ejecute la ley, y que se cumpla el contrato.

PORCIA

¿No puede pagar en dinero?

BASANIO

Yo le ofrezco en nombre suyo, y duplicaré la cantidad, y aun la pagaré diez veces, si es necesario, y daré en prenda las manos, la cabeza y hasta el corazón. Si esto no os parece bastante, será porque la malicia vence a la inocencia. Romped para este solo caso esa ley tan dura. Evitaréis un gran mal con uno pequeño, y contendréis la ferocidad de ese tigre.

PORCIA

Imposible. Ninguno puede alterar las leyes de Venecia. Sería un ejemplar funesto, una causa de ruina para el Estado. No puede ser.

[p. 344] SYLOCK

¡Es un Daniel quien nos juzga! ¡Sabio y joven juez, bendito seas!

PORCIA

Déjame examinar el contrato.

SYLOCK

Tómale, reverendísimo doctor.

PORCIA

Sylock, te ofrecen tres veces el doble de esa cantidad.

SYLOCK

¡No! ¡no!: lo he jurado, y no quiero ser perjuro, aunque se empeñe toda Venecia.

PORCIA

Ha expirado el plazo, y dentro de la ley puede el judío reclamar una libra de carne de su deudor. Ten piedad de él: recibe el triplo, y déjame romper el contrato.

SYLOCK

Cuando en todas sus partes esté cumplido. Pareces juez íntegro, conoces la ley, has expuesto bien el caso, sólo te pido que con arreglo a esa ley, de la cual eres fiel intérprete, sentencies pronto. Te juro que no hay poder humano que me haga dudar ni vacilar un punto. Pido que se cumpla la escritura.

ANTONIO

Pido al tribunal que sentencie,

[p. 345] PORCIA

Bueno: preparad el pecho a recibir la herida.

SYLOCK

¡Oh sabio y excelente juez!

PORCIA

La ley no tiene duda ni admite excepción en cuanto a la pena.

SYLOCK

¡Cierto, cierto! ¡Oh docto y severísimo juez! ¡Cuánto más viejo eres en jurisprudencia que en años!

PORCIA

Apercibid el pecho, Antonio.

SYLOCK

Sí, sí, ése es el contrato. ¿No es verdad, sabio juez? ¿No dice que ha de ser cerca del corazón?

PORCIA

Verdad es. ¿Tenéis una balanza para pesar la carne?

SYLOCK

Aquí la tengo.

PORCIA

Traed un cirujano que restañe las heridas, Sylock, porque corre peligro de desangrarse.

[p. 346] SYLOCK

¿Dice eso la escritura?

PORCIA

No entra en el contrato, pero debéis hacerlo como obra de caridad.

SYLOCK

No lo veo aquí: la escritura no lo dice.

PORCIA

¿Tenéis algo que alegar, Antonio?

ANTONIO

Casi nada. Dispuesto estoy a todo y armado de valor. Dame la mano, Basanio. Adiós, amigo. No te duelas de que he perecido por salvarte. La fortuna se ha mostrado conmigo más clemente de lo que acostumbra. Suele dejar que el infeliz sobreviva a la pérdida de su fortuna y contemplar con torvos ojos su desdicha y pobreza, pero a mí me ha libertado de esa miseria. Saluda en mi nombre a tu honrada mujer, cuéntale mi muerte, dile cuánto os quise, sé fiel a mi memoria; y cuando ella haya oído toda la historia, podrá juzgar y sentenciar si fuí o no buen amigo de Basanio. No me quejo del pago de la deuda, pronto la habré satisfecho toda, si la mano del judío no tiembla.

BASANIO

Antonio, quiero más a mi mujer que a mi vida, pero no te amo a ti menos que a mi mujer y a mi alma y a cuanto existe, y juro que lo daría todo por salvarte.

[p. 347] PORCIA

No te había de agradecer tu esposa tal juramento, si estuviera aquí.

GRACIANO

Ciertamente que adoro a mi esposa. ¡Ojalá que estuviese en el cielo para que intercediera con algún santo que calmase la ira de ese perro!

NERISSA

Gracias que no te oye tu mujer, porque con tales deseos no podría haber paz en vuestra casa.

SYLOCK

¡Qué cónyuges! ¡Y son cristianos! Tengo una hija y preferiría que se casase con ella un hijo de Barrabás antes que un cristiano. Pero estamos perdiendo el tiempo. No os detengáis: prosiga la sentencia.

PORCIA

Según la ley y la decisión del tribunal, te pertenece una libra de su carne.

SYLOCK

¡Oh juez doctísimo! ¿Has oído la sentencia, Antonio? Prepárate.

PORCIA

Un momento no más. El contrato te otorga una libra de su carne, pero ni una gota de su sangre. Toma la carne que es lo que [p. 348] te pertenece; pero si derramas una gota de su sangre, tus bienes serán confiscados, conforme a la ley de Venecia.

GRACIANO

¿Lo has oído, Sylock?

SYLOCK

¡Oh juez recto y bueno! ¿Eso dice la ley?

PORCIA

Tú mismo lo verás. Justicia pides, y la tendrás tan cumplida como deseas.

GRACIANO

¡Oh juez íntegro y sapientísimo!

SYLOCK

Me conformo con la oferta del triplo: poned en libertad al cristiano.

BASANIO

Aquí está el dinero.

PORCIA

¡Deteneos! Tendrá el hebreo completa justicia. Se cumplirá la escritura.

GRACIANO

¡Qué juez tan prudente y recto!

[p. 349] PORCIA

Prepárate ya a cortar la carne, pero sin derramar la sangre, y ha de ser una libra, ni más ni menos. Si tomas más, aunque sea la vigésima parte de un adarme, o inclinas, por poco que sea, la balanza, perderás la vida y la hacienda.

GRACIANO

¡Es un Daniel, es un Daniel! Al fin te hemos cogido.

PORCIA

¿Qué esperas? Cúmplase la escritura.

SYLOCK

Me iré si me dais el dinero.

BASANIO

Aquí está.

PORCIA

Cuando estabas en el tribunal, no quisiste aceptarlo. Ahora tiene que cumplirse la escritura.

GRACIANO

¡Es otro Daniel, otro Daniel! Frase tuya felicísima, Sylock.

SYLOCK

¿No me daréis ni el capital?

PORCIA

Te daremos lo que te otorgue el contrato. Cóbralo, si te atreves, judío.

[p. 350] SYLOCK

¡Pues que se quede con todo, y el diablo le lleve! Adiós.

PORCIA

Espera, judío. Aun así te alcanzan las leyes. Si algún extraño atenta por medios directos o indirectos contra la vida de un súbdito veneciano, éste tiene derecho a la mitad de los bienes del reo, y el Estado a la otra media. El Dux decidirá de su vida. Es así que tú directa e indirectamente has atentado contra la existencia de Antonio; luego la ley te coge de medio a medio. Póstrate a las plantas del Dux, y pídele perdón.

GRACIANO

Y suplícale que te conceda la merced de que te ahorques por tu mano; aunque estando confiscados tus bienes, no te habrá quedado con qué comprar una cuerda, y tendrá que ahorcarte el pueblo a su costa.

EL DUX

Te concedo la vida, Sylock, aun antes que me la pidas, para que veas cuánto nos diferenciamos de ti. En cuanto a tu hacienda, la mitad pertenece a Antonio y la otra mitad al Estado, pero quizá puedas condonarla mediante el pago de una multa.

PORCIA

La parte del Estado, no la de Antonio.

SYLOCK

¿Y para qué quiero la vida? ¿Cómo he de vivir? Me dejáis la casa, quitándome los puntales que la sostienen.

[p. 351] PORCIA

¿Qué puedes hacer por él, Antonio?

GRACIANO

Regálale una soga, y basta.

ANTONIO

Si el Dux y el tribunal le dispensan del pago de la mitad de su fortuna al Erario, yo le perdono la otra media, con dos condiciones: la primera, que abjure sus errores y se haga cristiano; la segunda, que por una escritura firmada en esta misma audiencia instituya herederos de todo a su hija y a su yerno Lorenzo.

DUX

Juro que así lo hará, o, si no, revocaré el poder que le he concedido.

PORCIA

¿Aceptas, judío? ¿Estás satisfecho?

SYLOCK

Estoy satisfecho y acepto.

PORCIA

Hágase, pues, la donación en forma.

SYLOCK

Yo me voy, si me lo permitís, porque estoy enfermo. Enviadme el acta, y yo la firmaré.

[p. 352] DUX

Vete, pero lo harás.

GRACIANO

Tendrás dos padrinos, cuando te bautices. Si yo fuera juez, habías de tener diez más, para que te llevasen a la horca y no al bautismo. (Se va Sylock.)

DUX

(A Porcia.) Os convido con mi mesa.

PORCIA

Perdone V. A., pero hoy mismo tengo que ir a Padua, y no me es lícito detenerme.

DUX

¡Lástima que os detengáis tan poco tiempo! Antonio, haz algún obsequio al forastero que, a mi entender, algo merece. (Vase el Dux, y con él los Senadores.)

BASANIO

Digno y noble caballero, gracias a vuestra agudeza y buen entendimiento, nos vemos hoy libres mi amigo y yo de una calamidad gravísima. En pago de tal servicio, os ofrecemos los 3.000 ducados que debíamos al judío.

ANTONIO

Y será eterno nuestro agradecimiento en obras y en palabras.

[p. 353] PORCIA

Bastante paga es para mí el haberos salvado. Nunca fué el interés norte de mis acciones. Si alguna vez nos encontramos, reconocedme: no os pido más. Adiós.

BASANIO

Yo no puedo menos de insistir, hidalgo. Admitid un presente, un recuerdo, no como paga. No rechacéis nuestras ofertas. Perdón.

PORCIA

Necesario es que ceda. (A Antonio.) Llevaré por memoria vuestros guantes. (A Basanio.) Y en prenda de cariño vuestra sortija. No apartéis la mano: es un favor que no podéis negarme.

BASANIO

¡Pero si esa sortija nada vale! Vergüenza tendría de dárosla.

PORCIA

Por lo mismo la quiero, y nada más aceptaré. Tengo capricho de poseerla.

BASANIO

Vale mucho más de lo que ha costado. Os daré otra sortija, la de más precio que haya en Venecia. Echaré público pregón para encontrarla. Pero ésta no puede ser... perdonadme.

PORCIA

Sois largo en las promesas, caballero. Primero me enseñasteis a mendigar, y ahora me enseñáis cómo se responde a un mendigo.

[p. 354] BASANIO

Es regalo de mi mujer ese anillo, y le hice juramento y voto formal de no darlo, perderlo ni venderlo.

PORCIA

Pretexto fútil, que sirve a muchos para negar lo que se les pide. Aunque vuestra mujer fuera loca, me parece imposible que eternamente le durara el enojo por un anillo, mucho más sabiendo la ocasión de este regalo. Adiós. (Se van Porcia y Nerissa.)

ANTONIO

Basanio, dale el anillo, que tanto como la promesa hecha a tu mujer valen mi amistad y el servicio que nos ha prestado.

BASANIO

Corre, Graciano, alcánzale, dale esta sortija, y si puedes, llévale a casa de Antonio. No te detengas. (Vase Graciano.) Dirijámonos hacia tu casa, y mañana al amanecer volaremos a Belmonte. En marcha, Antonio.

ESCENA II

Una calle de Venecia

PORCIA y NERISSA

PORCIA

Averigua la casa del judío, y hazle firmar en seguida esta acta. Esta noche nos vamos, y llegaremos así un día antes que nuestros maridos. ¡Cuánto me agradecerá Lorenzo la escritura que le llevo!

GRACIANO

Grande ha sido mi fortuna en alcanzaros. Al fin, después de haberlo pensado bien, mi amo el señor Basanio os manda esta sortija, y os convida a comer hoy.

[p. 355] PORCIA

No es posible. Pero acepto con gusto la sortija. Decídselo así, y enseñad a este criado mío la casa de Sylock.

GRACIANO

Así lo haré.

NERISSA

Señor, oídme un instante. (A Porcia.) Quiero ver si mi esposo me da el anillo que juró conservar siempre.

PORCIA

De seguro lo conseguirás. Luego nos harán mil juramentos de que a hombres y no a mujeres entregaron sus anillos, pero nosotras les desmentiremos, y si juran, juraremos más que ellos. No te detengas, te espero donde sabes.

NERISSA

Ven, mancebo, enséñame la casa.

ACTO V

ESCENA PRIMERA

Alameda que conduce a la casa de campo de Porcia en Belmonte.

Salen LORENZO y JÉSSICA

LORENZO

Qué hermosa y despejada brilla la luna! Sin duda en una noche como ésta en que el céfiro besaba mansamente las hojas [p. 356] de los árboles, escaló el amante Troílo las murallas de Troya, volando su alma hacia las tiendas griegas donde aquella noche reposaba Créssida.

JÉSSICA

Y, en otra noche como ésta, Tisbe, con temerosos pasos, fué marchando sobre la mojada yerba, y viendo la espantosa sombra del león, se quedó aterrada.

LORENZO

Y en otra noche como ésta, la reina Dido, armada su diestra con una vara de sauce, bajó a la ribera del mar, y llamó hacia Cartago al fugitivo Eneas.

JÉSSICA

En otra noche así, fué cogiendo Medea las mágicas yerbas con que rejuveneció al viejo Eson.

LORENZO

Y en otra noche por el mismo estilo, abandonó Jéssica la casa del rico judío de Venecia, y con su amante huyó a Belmonte.

JÉSSICA

En aquella noche juró Lorenzo que la amaba con amor constante, y la engañó con mil falsos juramentos.

LORENZO

En aquella noche, Jéssica, tan pérfida como hermosa, ofendió a su amante, y él le perdonó la ofensa.

JÉSSICA

No me vencerlas en esta contienda, si estuviéramos solos; pero viene gente. (Sale Esteban.)

[p. 357] LORENZO

¿Quién viene en el silencio de la noche?

ESTEFANO

Un amigo.

LORENZO

¿Quién? Decid vuestro nombre.

ESTÉFANO

Soy Esteban. Vengo a deciros que, antes que apunte el alba, llegará mi señora a Belmonte. Ha venido arrodillándose y haciendo oración al pie de cada cruz que hallaba en el camino, para que fuese feliz su vida conyugal.

LORENZO

¿Quién viene con ella?

ESTÉFANO

Un venerable ermitaño y su doncella. Dime, ¿ha vuelto el amo?

LORENZO

Todavía no, ni hay noticia suya. Vamos a casa, amiga, a hacer los preparativos para recibir al ama como ella merece. (Sale Lanzarote.)

LANZAROTE

¡Hola, ea!

[p. 358] LORENZO

¿Quién?

LANZAROTE

¿Habéis visto a Lorenzo o a la mujer de Lorenzo?

LORENZO

No grites. Aquí estamos.

LANZAROTE

¿Dónde?

LORENZO

Aquí.

LANZAROTE

Decidle que aquí viene un nuncio de su amo, cargado de buenas noticias. Mi amo llegará al amanecer. (Se va.)

LORENZO

Vamos a casa, amada mía, a esperarlos. ¿Pero ya para qué es entrar? Esteban, te suplico que vayas a anunciar la venida del ama, y mandes a los músicos salir al jardín. (Se va Esteban.) ¡Qué mansamente resbalan los rayos de la luna sobre el césped! Recostémonos en él: prestemos atento oído a esa música suavísima, compañera de la soledad y del silencio. Siéntate, Jéssica: mira la bóveda celeste tachonada de astros de oro. Ni aun el más pequeño deja de imitar en su armonioso movimiento el canto de los ángeles, uniendo su voz al coro de los querubines. Tal es la armonía de los seres inmortales; pero mientras nuestro [p. 359] espíritu está preso en esta oscura cárcel, no la entiende ni percibe. (Salen los músicos.) Tañed las cuerdas, despertad a Diana con un himno, halagad los oídos de vuestra señora y conducidla a su casa entre música.

JÉSSICA

Nunca me alegran los sones de la música.

LORENZO

Es porque se conmueve tu alma. Mira en el campo una manada de alegres novillos o de ardientes y cerriles potros: míralos correr, agitarse, mugir, relinchar. Pero en llegando a sus oídos son de clarín o ecos de música, míralos inmóviles, mostrando dulzura en sus miradas, como rendidos y dominados por la armonía. Por eso dicen los poetas que el tracio Orfeo arrastraba en pos de sí árboles, ríos y fieras: porque nada hay tan duro, feroz y selvático que resista al poder de la música. El hombre que no siente ningún género de armonía, es capaz de todo engaño y alevosía, fraude y rapiña; los instintos de su alma son tan oscuros como la noche, tan lóbregos como el Tártaro. ¡Ay de quién se fíe de él! Oye, Jéssica. (Salen Porcia y Nerissa.)

PORCIA

En mi sala hay luz. ¡Cuán lejos llegan sus rayos! Así es el resplandor de una obra buena en este perverso mundo.

NERISSA

No hemos visto la luz, al brillar los rayos de la luna.

PORCIA

Así oscurece a una gloria menor, otra más resplandeciente. Así brilla el ministro hasta que aparece el monarca, pero entonces desaparece su pompa, como se pierde en el mar un arroyo. ¿No oyes música?

[p. 360] NERISSA

Debe de ser en tu puerta.

PORCIA

Suena aun más agradable que de día.

NERISSA

Efecto del silencio, señora.

PORCIA

El cantar del cuervo es tan dulce como el de la alondra, cuando no atendemos a ninguno de los dos, y de seguro que si el ruiseñor cantara de día, cuando graznan los patos, nadie le tendría por tan buen cantor. ¡Cuánta perfección tienen las cosas hechas a tiempo! ¡Silencio! Duerme Diana en brazos de Endimión, y no tolera que nadie turbe su sueño. (Calla la música.)

LORENZO

Es voz de Porcia, o me equivoco mucho.

PORCIA

Me conoce como conoce el ciego al cuco: en la voz.

LORENZO

Señora mía, bien venida seáis a esta casa.

PORCIA

Hemos rezado mucho por la salud de nuestros maridos. Esperamos que logren buena fortuna gracias a nuestras oraciones. ¿Han vuelto?

[p. 361] LORENZO

Todavía no, pero delante de ellos vino un criado a anunciar su venida.

PORCIA

Nerissa, vete y di a los criados que no cuenten nada de nuestra ausencia. Vosotros haced lo mismo, por favor.

LORENZO

¿No oís el son de una trompa de caza? Vuestro esposo se acerca. Fiad en nuestra discreción, señora.

PORCIA

Esta noche me parece un día enfermo: está pálida: parece un día anubarrado. (Salen Basanio, Antonio, Graciano y acompañamiento.)

BASANIO

Si amanecierais vos, cuando él se ausenta, sería de día aquí al mismo tiempo que en el hemisferio contrario.

PORCIA [1]

¡Dios nos ayude! ¡Bien venido seáis a esta casa, señor mío!

BASANIO

Gracias, señora. Esa bienvenida dádsela a mi amigo. Éste es aquel Antonio a quien tanto debo.

[p. 362] PORCIA

Grande debe ser la deuda, pues si no he entendido mal, por vos se vió en gran peligro.

ANTONIO

Por grande que fuera, está bien pagada.

PORCIA

Con bien vengáis a nuestra casa. El agradecimiento se prueba con obras, no con palabras. Por eso no me detengo en discursos vanos.

GRACIANO

(A Nerissa.) Te juro por la luna, que no tienes razón y que me agravias. Ese anillo se lo di a un pasante de letrado. ¡Muerto le viera yo, si hubiera sabido que tanto lo sentirías, amor mío!

PORCIA

¿Qué cuestión es ésa?

GRACIANO

Todo es por un anillo, un mal anillo de oro que ella me dió, con sus letras grabadas que decían: «Nunca olvides mi amor.»

NERISSA

No se trata del valor del anillo, ni de la inscripción, sino que cuando te lo di, me juraste conservarlo hasta tu muerte y llevarlo contigo al sepulcro. Y ya que no fuera por amor mío, a lo menos por los juramentos y ponderaciones que hiciste, debías haberlo guardado como un tesoro. Dices que lo diste al pasante de un [p. 363] letrado. Bien sabe Dios que a ese pasante nunca le saldrán las barbas.

GRACIANO

Sí que le saldrán, si llega a ser hombre y a tenerlas. Con esta mano se le di. Era un rapazuelo, sin bozo, tan bajo como tú, pasante de un abogado, grande hablador. Me pidió el anillo en pago de un favor que me había hecho, y no supe negárselo.

PORCIA

Pues hiciste muy mal, si he de decirte la verdad, en entregar tan pronto el primer regalo de tu esposa, que ella colocó en tu dedo con tantos juramentos y promesas. Yo di otro anillo a mi esposo, y le hice jurar que nunca le perdería ni entregaría a nadie. Estoy segura que no lo hará ni por todo el oro del mundo. Graciano, mucha razón tiene tu mujer para estar enojada contigo. Yo me volvería loca.

BASANIO

¿Qué podré hacer? ¿Cortarme la mano izquierda y decir que perdí el anillo defendiéndome?

GRACIANO

Pues también a mi amo Basanio le pidió su anillo el juez, y él se lo dió. Luego, el pasante, que nos había servido bien en su oficio, me pidió el mío, y yo no supe cómo negárselo, porque ni el señor ni el criado quisieron recibir más galardón que los dos anillos.

PORCIA

¿Y tu qué anillo le diste, Basanio? Creo que no sería el que yo te entregue.

[p. 364] BASANIO

Si yo tuviera malicia bastante para acrecentar mi pecado con la mentira, te lo negaría, Porcia. Pero ya ves, mi dedo está vacío. He perdido el anillo.

PORCIA

No: lo que tienes vacía de verdad es el alma. Y juro a Dios que no he de ocupar tu lecho, hasta que me muestres el anillo.

NERISSA

Ni yo el de éste, hasta que me presente el suyo.

BASANIO

Amada Porcia, si supieras a quién se lo di, y por qué, y con cuánto dolor de mi alma, y sólo porque no quiso recibir otra cosa que el anillo, tendrías lástima de mí.

PORCIA

Y si tú supieras las virtudes de ese anillo, o el valor de quién te lo dió, o lo que te importaba conservarle, nunca le hubieras dado. ¿Por qué había de haber hombre tan loco, que defendiéndolo tú con alguna insistencia, se empeñara en arrebatarte un don tan preciado? Bien dice Nerissa: ella está en lo cierto; sin duda diste el anillo a alguna dama.

BASANIO

¡No, señora! Lo juro por mi honor, por mi alma, se lo di a un doctor en derecho que no quería aceptar 3.000, ducados y que me pidió el anillo. Se lo negué, bien a pesar mío, porque se fué desairado el hombre que había salvado la vida de mi mejor amigo. ¿Y qué he de añadir, amada Porcia? Tuve que dárselo: la gratitud y la [p. 365] cortesía me mandaban hacerlo. Perdóname, señora; si tú misma hubieras estado allí, pongo por testigos a estos lucientes astros de la noche, me hubieras pedido el anillo para dárselo al juez.

PORCIA

¡Nunca se acerque él a mi casa! Ya que tiene la prenda que yo más quería, y que me juraste por mi amor guardar eternamente, seré tan liberal como tú: no le negaré nada, ni siquiera mi persona ni tu lecho. De seguro que le conoceré. Ten cuidado de dormir todas las noches en casa, y de velar como Argos, porque si no, si me dejas sola, te prometo por mi honra, pues todavía la conservo, que he de dormir con ese abogado.

NERISSA

Y yo con el pasante. ¡Conque, ojo!

GRACIANO

Bueno, haz lo que quieras, pero si cojo al pasante, he de cortarle la pluma.

ANTONIO

Por mí son todas estas infaustas reyertas.

PORCIA

No os alarméis, pues, a pesar de todo, seréis bien recibido.

BASANIO

Perdón, Porcia, si te he ofendido, y aquí, delante de estos amigos, te juro por la luz de esos divinos ojos en que me miro...

[p. 366] PORCIA

¡Fijaos bien! Dice que se mira en sus ojos, que ve un Basanio en cada uno de ellos. Juras por la doblez de tu alma, y juras con verdad.

BASANIO

¡Perdóname, por Dios! Te juro que en mi vida volveré a faltar a ninguna palabra que te dé.

ANTONIO

Una vez empeñé mi cuerpo en servicio suyo, y hubiera yo perdido la vida, a no ser por el ingenio de aquel hombre a quien vuestro marido galardonó con el anillo. Yo empeño de nuevo mi palabra de que Basanio no volverá a faltar a sus promesas, a lo menos a sabiendas.

PORCIA

Está bien. Saldréis por fiador suyo. Dadle la joya, y pedidle que la tenga en más estima que la primera.

ANTONIO

Toma, Basanio, y jura que nunca dejarás este anillo.

BASANIO

¡Dios santo! ¡El mismo que di al juez!

PORCIA

Él me lo entregó. ¡Perdón, Basanio! Yo le concedí favores por ese anillo.

[p. 367] NERISSA

¡Perdón, Graciano! El rapazuelo del pasante me gozó ayer, en pago de este anillo.

GRACIANO

Esto es como allanar las sendas en verano. ¿Ya tenemos cuernos, sin merecerlos?

PORCIA

No decís mal. Pero voy a sacaros de la duda. Leed esta carta cuando queráis. En ella veréis que el letrado fué Porcia y el pasante Nerissa. Lorenzo podrá dar testimonio de que apenas habíais pasado el umbral de esta casa, salí yo, y que he vuelto ahora mismo. Bien venido seas, Antonio. Tengo buenas nuevas para ti. Lee esta carta. Por ella sabrás que tres de tus barcos, cargados de mercaderías, han llegado a puerto seguro. No he de decirte por qué raros caminos ha llegado a mis manos esta carta.

ANTONIO

No sé qué decir.

BASANIO

¿Tú, señora, fuiste el letrado, y yo no te conocía?

GRACIANO

¿Y tu, Nerissa, el pasante?

NERISSA

Sí, pero un pasante que no piensa engalanar tu frente, mientras fuere tu mujer.

[p. 368] BASANIO

Amado doctor, partiréis mi lecho, y cuando yo falte de casa, podréis dormir con mi mujer.

ANTONIO

Bellísima dama, me habéis devuelto la salud y la fortuna. Esta carta me dice que mis bajeles han llegado a puerto de salvación.

PORCIA

Y para ti, Lorenzo, también tiene alguna buena noticia mi pasante.

NERISSA

Y se la daré sin interés. Toma esta escritura. Por ella os hace donación el judío de toda su hacienda, para cuando él fallezca.

LORENZO

Tus palabras, señora, son como el maná para los cansados israelitas.

PORCIA

Ya despunta el alba, y estoy segura de que todavía no os satisface lo que acabo de deciros. Entrémonos en casa y os responderé a cuanto me preguntéis.

GRACIANO

Sea. Y lo primero a que me ha de responder Nerissa, es si quiere más acostarse ahora o esperar a la noche siguiente, puesto que ya está tan cercana la aurora. Si fuera de día, yo sería el primero en desear que apareciese la estrella de la tarde, para acostarme con el pasante del letrado. Lo juro por mi honor: mientras viva, no perderé el anillo de Nerissa.

Notas

[p. 159]. [1] . Nota del Colector.— La nota autobiobibliográfica que aquí inserta Menéndez Pelayo no lleva fecha, pero indudablemente está escrita antes de 1878 en que se imprimen los Estudios Poéticos que él dice tiene aún en manuscrito, y probablemente a principios de 1877, data la más avanzada de alguna de las poesías que cita. Tenía, pues, veinte años, y ya había traducido en verso castellano varias poesías griegas, latinas, italianas, francesas e inglesas. La Elegía primera del libro I de Tibulo lleva la fecha de 9 de enero de 1874, es decir, que la tradujo a los diecisiete años de edad, y las versiones de Safo, de Erina, de Píndaro, de Anacreonte, de Teócrito, de Bión, de Sinesio, de Catulo, de Ovidio, de Petronio, de Prudencio, de Hugo Fóscolo y de Byron, son anteriores al 3 de noviembre de 1875, o sea, cuando aquel muchacho no contaba más que dieciocho años.

Creemos muy instructivo consignar estos curiosos datos.

No es necesario dar muestras de estas versiones poéticas de Menéndez Pelayo; quien desee conocer todas las que en este artículo se citan puede acudir al tomo de Estudios Poéticos o al de Odas, Epístolas y Tragedias que prontamente encontrará el lector reunidos en un volumen de esta Edición Nacional de las Obras Completas de Menéndez Pelayo.

Pero D. Marcelino hizo en otras ocasiones varias traducciones en prosa de las que en este lugar, por ser el más apropiado, insertamos íntegras las dos menos conocidas y más difíciles de hallar (la Descripción de Santander, por Jorge Braun, y el Democrates Alter, diálogo de Juan Ginés de Sepúlveda), y algunos trozos de versiones de Cicerón y Shakespeare, que respectivamente se publicaron en la Biblioteca Clásica y en la de Arte y Letras.

 

[p. 160]. [1] . Nota del Colector.— Únicamente se ha publicado en el número 1, enero de 1930, de La Revista de Santander.

 

[p. 163]. [1] . Nota del Colector.— Publicó Menéndez Pelayo esta versión, acompañada del texto latino, en el Boletín de la Academia de la Historia de octubre de 1892, tomo XXI, cuaderno IV. Recientemente el Instituto de Estudios Políticos, cotejando el manuscrito latino, que se conserva en la Biblioteca de Menéndez Pelayo, con otros ha hecho un estudio crítico de esta obra debido a la pluma del vicerrector de la Universidad de Salamanca, D. Teodoro Andrés Marcos, hace poco fallecido, estudio para el que se ha tenido en cuenta esta versión del Maestro. El título de la obra es el siguiente: Teodoro Andrés Marcos. Los Imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su «Democrates Alter». Instituto de Estudios Políticos, 1947.

 

[p. 219]. [1] . Nota del Colector.— Se publicó en el tomo LXXIII de la Biblioteca Clásica, volumen V, de las Obras Completas de Marco Tulio Cicerón. Tradujo también Menéndez Pelayo los tratados que aparecen en los tomos I, II y III de la mencionada colección de Obras Completas del orador romano. El tomo IV está traducido todo él por Manuel Valbuena y del V solamente tradujo D. Marcelino las Cuestiones Tusculanas, de las que reproducimos aquí como ejemplo la primera (Del desprecio de la muerte), no apareciendo ya en los tomos siguientes su nombre.

[p. 263]. [1] . Nota del Colector.— Editada por la Biblioteca Arte y Letras comenzó a publicarse en 1881, la traducción de los Dramas de Guillermo Shakespeare. Menéndez Pelayo tradujo El Mercader de Venecia, que como muestra insertamos aquí, Macbet, Romeo y Julieta y Otelo.

 

[p. 361]. [1] . Suprimo un juego de palabras intraducible.