Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > LA HISTORIA EXTERNA E INTERNA DE ESPAÑA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

Datos del fragmento

Texto

I

DESDE  1808 A 1830

El autor de la obra alemana que aquí se estampa traducida, ha referido, aunque con harta brevedad, los sucesos externos de nuestra nación en el período comprendido desde 1808 a 1830.

Rápidamente, porque no consentía otra cosa el plan de su obra, mucho más atenta al desarrollo interior de los pueblos que a sus triunfos o desgracias exteriores, ha narrado los principales sucesos de nuestra heroica guerra de la Independencia, el despertar súbito de nuestra raza después de tantos años de postración y abatimiento; los días inmortales de Bailén, de Zaragoza y de Gerona, trasunto de los de Numancia, y las luchas sucesivas y de especie menos gloriosa, en que unos contra otros, lidiamos los españoles, ya en defensa de un régimen político nuevo, ya por conservar el antiguo.

Pero del estado interno de España durante tantos años, nada dice el autor que comentamos, ya por falta de noticias, ya por la atención preferente, y a nuestro entender desmedida, que consagra a su patria alemana. Es lo cierto que, tratando tan largamente de literatura, de artes, de ciencias, de costumbres, de inventos y artefactos, de la prensa periódica y hasta de la organización del correo en otras naciones, nada se digna decir de España y de sus colonias: omisión gravísima siempre, y mucho más para lectores españoles. [p. 234] Y comenzando por la literatura es, desde luego, muy extraño que no haya llegado a los oídos de nuestro historiador más nombre que el de Arriaza, cuando precisamente florecieron en ese período de la guerra de la Independencia dos grandes líricos, muy dignos de ponerse al lado de los mejores de otras partes, aunque entren en cuenta Andrés Chenier y Schiller, Fóscolo y Monti.

Los dos poetas a que nos referimos salieron de la escuela salmantina, grupo literario, sobre cuyas tendencias y carácter ya se ha dicho algo en una nota anterior. Era el primero de ellos don Manuel José Quintana, ingenio varonil y adusto, con cierta rudeza espartana y estoica, que llegaba a degenerar en afectación, mezclada siempre con verdadera grandeza. Fué el patriarca del liberalismo español, y el eco más robusto y sonoro que tuvo entre nosotros la filosofía del siglo pasado. Hombre verdaderamente de una sola pieza, recio y entero, tuvo la fortuna singular y envidiable de que en su frente reverdeciesen los lauros de Tirteo. Poeta de escuela y de academia por la forma, fué eminentemente nacional y aún popular por el sentimiento. Las bellezas de sus odas suelen ser más oratorias que líricas: carece de la sobriedad y pureza de otros poetas clásicos: a veces le extravían el énfasis y la declamación, pero, cuando acierta con el verdadero tono de la oda, es otro Píndaro. Su lira tiene pocas cuerdas. Carece en absoluto del sentimiento de la naturaleza; y así, v. gr., cuando contempla el mar, nada admira tanto en él como la audacia del hombre que le surca. En la expresión de los afectos amorosos suele ser frío y lánguido, aunque tributa verdadero culto a la belleza plástica del modo que lo manifiestan sus bellas odas a la hermosura y a la danza. Incrédulo como su siglo, la nota religiosa falta en su canto. Pero es grande y sublime poeta de la patria, de la humanidad y de la civilización. Sus odas a la vacuna y a la invención de la imprenta, sus odas a Trafalgar y a Juan de Padilla, su poética fantasía de El Panteón del Escorial (tan llena, por otra parte, de iniquidades históricas), demuestran una vena lírica, enérgica y poderosa, que levanta y mueve el ánimo hasta del lector más prevenido, y le arrastra en el torrente de los versos encendidos, nerviosos y vehementes del poeta, cuyo carácter propio es cierto género de grandeza tribunicia. Y aunque la forma no sea siempre intachable, siempre será gloria de Quintana haber sacado nuestra [p. 235] poesía de la soledad del gabinete, y del convencionalismo de las escuelas, y de los asuntos triviales y baladíes, y haberla levantado con majestad no usada, trayéndola al polvo y a la arena, y avezándola al estruendo de la plaza pública.


       Y si quereis que el universo os crea
       Dignos del lauro en que ceñís la frente,
       Que vuestro canto enérgico y valiente,
       Digno también del universo sea.
       

Ciertos defectos de amplificación y pompa retórica, visibles en los versos y aún en la prosa del gran Quintana, afean también a trechos las valientes y al mismo tiempo acicaladas y primorosas composiciones de don Juan Nicasio Gallego, superior a él en la corrección, aunque poeta de no tan alto vuelo. Maestro casi siempre seguro en la versificación y en el lenguaje, Gallego ha llevado a sus últimos límites las cualidades brillantes y pomposas de nuestra poesía y de nuestra lengua, halagando más que otro alguno los oídos y los ojos con profusión de colores, de luz y de armonía. La marcha de sus odas no es rápida, sino más bien majestuosa y solemne, con cierta gallardía de dama patricia y de generosa alcurnia. Dejó pocos versos, porque limaba todos los suyos con esmero indecible, y aunque a veces la corrección interna, es decir, la absoluta sinceridad de la inspiración lírica, y la perfecta adecuación del pensamiento y de la forma, no lleguen en él al mismo punto de perfección que la externa, serán, con todo eso, gloria inmortal de su nombre, la oda a la defensa de Buenos Aires, y las elegías al Dos de Mayo, y a la muerte de la Duquesa de Frías. Esta última es, a nuestro juicio, la más inspirada de todas las suyas, y la más personal y la más sentida.

Poeta lírico de especie muy distinta que los anteriores, aunque también obedeció a la musa patriótica, y cantó nuestros triunfos y reveses de la guerra de la Independencia, es don Juan Bautista Arriaza. La facilidad, soltura y desenfado de improvisador es su carácter, así como la grandeza es el de Quintana y la brillantez el de Gallego. Arriaza, ingenio de poca cultura, aunque no enteraramente indocto, brillaba, sobre todo, en la que pudiéramos llamar poesía de sociedad. La pasión amorosa suele ser en sus versos mera galantería, v. g. en la famosa Despedida a Silvia, imitada de Metastasio. [p. 236] La guerra nacional enardeció su numen, y le dictó himnos de guerra y cantos de victoria, escritos a veces con verdadera pasión patriótica, pero generalmente con más ingenio y habilidad rítmica que estro poderoso. Sus mejores composiciones en este género son la elegía al Dos de Mayo, en cuyas estrofas algo incorrectas palpita un verdadero sentimiento de indignación que quizá no se encuentre en igual grado en la espléndida oda de Gallego; y la Profecía del Pirineo que tiene dos o tres estrofas de mano maestra. Afiliado luego en el bando realista y enemigo de las innovaciones, mortificó a los liberales con sátiras acerbas. Pero el verdadero campo de su gloria fué la poesía ligera y festiva.

En ella compartió sus lauros otro poeta marino como Arriaza, pero más docto que él y todavía más conocido por sus investigaciones históricas que por sus composiciones en verso, si se le exceptúa una sola. Este poeta es don José Vargas Ponce, y la poesía suya a que aludimos, su Sátira, titulada Proclama de un solterón, escrita con viveza y hechicero desenfado. Don Juan Nicasio Gallego, amigo del autor, mejoró en muchos pasajes la versificación de esta Proclama, que en la primera edición pareció algo dura y escabrosa.

En versos políticos ligeros y de circunstancias alcanzaron cierta dudosa celebridad, durante la temporada de las Cortes gaditanas, don Cristóbal de Beña y don Pablo Jérica, autor el primero de fábulas políticas y de himnos, donde no es de aplaudir otra cosa que la soltura del versificador, y conocido el segundo por algunos epigramas y cuentecillos, de trivial intención.

Mucho más que estos y otros escritores olvidados vale don José Somoza, que pertenece a la escuela de Salamanca y fué grande amigo de Quintana. Sus versos, especialmente los más ligeros y picarescos, tienen sabor muy nacional y castizo. En sus obras en prosa, que son por la mayor parte cuadros de costumbres, se inclinó al humorismo sentimental y benévolo de Sterne.

También procedía de la escuela salmantina el célebre humanista don Francisco Sánchez Barbero, elegantísimo en sus versos latinos, cuanto flojo e incorrecto en los castellanos. Las tormentas políticas de su tiempo le arrojaron al presidio de Melilla, donde murió joven aún, dejando un nombre ilustre en la historia de los estudios clásicos en España [p. 237] Vida mucho más larga alcanzó el erudito y maldiciente bibliófilo don Bartolomé José Gallardo, que ya en la época que vamos recorriendo se había dado a conecer por varios folletos personales y venenosos, y por el escándalo que promovió en Cádiz su volteriano Diccionario crítico burlesco, obra de escaso gracejo y pésima tendencia, y muy inferior a otra sátira del mismo Gallardo, intitulada Apología de los palos.

Con Gallardo tenía mucha semejanza, así por lo erudito como por lo atrabiliario y violento, el filólogo catalán don Antonio Puigblanch, que hizo en Cádiz no menos ruido que Gallardo, publicando contra la Inquisición un libro famoso. Era hombre de no vulgares conocimientos en la gramática y propiedad de nuestra lengua, como lo mostró en obras posteriores.

La escuela sevillana se ufanaba por este tiempo con los nombres de Arjona, de Reinoso, de Lista, de Blanco y de Marchena. Seguían todos ellos, con más o menos decisión, el sistema poético consagrado por los grandes modelos hispalenses del siglo XVI, especialmente por el Divino Herrera, de donde venía a resultar un género de poesía sobremanera artificioso. Sin embargo, el penitenciario Arjona modificó en gran parte su gusto, por haber residido largos años en Roma, y se mostró más inclinado al estilo y manera de los poetas italianos contemporáneos suyos que al de sus compañeros de escuela. En algunas poesías cortas, v. g. en la oda A la Memoria, en La Diosa del Bosque, etc., se mostró poeta verdaderamente clásico y horaciano. Era hombre de profunda y varia erudición en ciencias sagradas y profanas, como lo manifiestan diversas obras suyas inéditas, entre las cuáles descuellan sus disertaciones sobre la Historia de la Iglesia Bética.

Lista ha dejado un recuerdo dulce aún más que glorioso, como maestro y como crítico. Tuvo aptitud para muchos ramos del saber, desde las ciencias exactas hasta la poesía lírica. Menos sobrio y nutrido de ciencia que Arjona y más dado que él a la pompa y aparato de la escuela, excedió, con todo eso, a sus compañeros en la suavidad y apacible halago del estilo, que se mueve sin esfuerzo en una esfera de luz serena, donde imperan los afectos religiosos o los de humanidad y beneficencia. Su poesía más celebrada es La Muerte de Jesús, cuyas bellezas son oratorias aún más que líricas. Pero yo prefiero las liras de El canto de la esposa, felicísima [p. 238] imitación del tono de San Juan de la Cruz. En las odas morales de Lista, especialmente en la de La Beneficencia, se encuentran rasgos de verdadero poeta lírico, deslustrados, no obstante, por cierta facilidad desleída y amplificadora, que se complace en exornar lugares comunes. En cambio, los versos del himno Al sueño, nacidos en un momento de espontánea y no calculada inspiración, son rápidos, brillantes, y casi perfectos por la forma. En la crítica no tuvo Lista alto vuelo, ni se apartó, en lo sustancial, de los cánones literarios que dominaban en su juventud; pero gracias a su espíritu tolerante, benévolo y algo ecléctico, no rechazó sistemáticamente las innovaciones literarias, y hasta propagó algunas de ellas con el prestigio de su enseñanza; tuvo antes que otros muchos, palabras de aprecio para el teatro español, y llegó en sus últimos años, hasta disculpar y aún aplaudir en algunos de sus discípulos más queridos, v. g. en Espronceda, las mismas extremosidades románticas.

Naturaleza mucho menos simpática y abierta fué la de su grande amigo don Félix José Reinoso, poeta escabroso, afectado y duro, aunque en algunas octavas de La Inocencia perdida (temeraria tentativa de rehacer el poema de Milton) y en algunos trechos de sus odas consigue cierta perfección visiblemente artificial. El verdadero campo de su talento robusto y discutidor, pero algo sofístico, fué la controversia política, en la cual quedó su nombre eternamente manchado por el famoso Examen de los delitos de infidelidad a la patria, que viene a ser una apología de los afrancesados; verdadero crimen de lesa nación, que ni siquiera se hace perdonar por los méritos del estilo que es buena y limpia prosa francesa con palabras castellanas. También escribió algo de filosofía y de estética con sentido cuasi materialista o por lo menos sensualista y empírico de lo más crudo. Reinoso, aunque eclesiástico, era hombre de su siglo, y profesaba la ideología de Destutt-Tracy, de la cual eran legítima consecuencia sus teorías de política utilitaria.

Blanco, llamado en Inglaterra White, debe su mayor celebridad a los escritos de polémica teológica y política que publicó en lengua inglesa, después que abandonó su patria y su religión. Fué hombre de carácter débil y tornadizo, que negaba cada día lo que había afirmado el día antes. Así divagó por todas las [p. 239] sectas protestantes, parando, al fin, en unitario o sociniano. Escribía la prosa con desembarazo y amenidad notables, y hay en sus Letters from Spain maravillosas pinturas de costumbres españolas, escritas en una lengua digna de Addisson. Un soneto de Blanco, A la noche, pasa por el mejor soneto que hay en inglés, así como no tienen rival en castellano algunas traducciones suyas de fragmentos shakespirianos, especialmente la del monólogo de Hamlet.

Todavía más azarosa y turbulenta que la vida de Blanco fué la vida de su paisano el abate Marchena, que fugitivo de la Inquisición, tomó parte en la revolución francesa, mostrándose al principio furibundo jacobino y colaborando con Marat en El Amigo del pueblo, y pasándose luego al bando de los girondinos, cuyas persecuciones, destierros y cárceles soportó con estoica entereza. Más adelante sirvió al Imperio, y volvió a España como secretario del general Murat, el verdugo del Dos de Mayo. Marchena, aunque personaje extravagantísimo, no carecía de altas prendas intelectuales. Era, sobre todo, notable humanista, tradujo con vigor a Lucrecio, y engañó a la culta Alemania publicando en latín un supuesto fragmento de Petronio, aunque no fué tan feliz cuando quiso repetir el fraude con unos versos que atribuía a Catulo. Del francés y del inglés tradujo mucho y muy desigualmente (es primorosa su versión de los Cuentos de Voltaire) y fué en España el más activo propagandista de la impiedad francesa. Pero a pesar de su triste notoriedad como ateo desalmado, la composición suya más digna de recuerdo y la que el mismo autor prefería a todas, es precisamente de asunto religioso, la Oda a Cristo crucificado, remedo valiente del estilo de Herrera.

Casi simultáneamente con la escuela sevillana se había ido formando en Granada cierto grupo literario, que después de varios poetas oscuros, produjo, al fin, dos literatos de primer orden: Burgos y Martínez de la Rosa. Aunque uno y otro tomaron parte no secundaria en la historia política y ocuparon su actividad en muy variados géneros, la reputación de don Francisco Javier Burgos no se funda en sus comedias ni en sus escritos políticos y económicos, sino en su célebre Horacio, obra de inmenso estudio, donde el comentario es todavía superior a la traducción, pero donde la misma traducción, a pesar de inevitables desigualdades [p. 240] y de cierto color demasiado moderno en algunos pasajes, vence con mucho a la mayor parte de las interpretaciones del lírico venusino que corren por Europa, sin exceptuar la italiana de Gargallo. Los versos originales de Burgos son correctos y ricos de ideas, pero fríos.

De Martínez de la Rosa aún tendremos que decir bastante en otro lugar, porque fué destino de su naturaleza blanda y ecléctica enterrar una época literaria y ser heraldo de una escuela nueva, sin aceptar ni mucho menos todas sus tendencias. Por la época que vamos examinando aún permanecía aferrado al clasicismo francés, como lo demuestra su Poética y las notas y apéndice que la acompañan, impreso todo ello en París, en 1829, es decir, cuando la revolución literaria corría triunfante por Inglaterra y Alemania, y estaba a punto de dar en Francia decisiva batalla; a pesar de lo cual Martínez de la Rosa, como si no tuviera ojos ni oídos para lo que a su lado pasaba, escribe con arreglo a los preceptos de Boileau, y los expone y comenta con elegancia suma. ¡Él que iba a ser autor del primer drama romántico español! Sus versos líricos son en general medianos: suelen pertenecer a la escuela anacreóntica y pastoril de Meléndez, ya anacrónica cuando el autor escribía, aunque Martínez de la Rosa trata de renovarla con cierto sentimentalismo, las más de las veces amanerado y falso. Sólo en la bella y sentida elegía A la muerte de la Duquesa de Frías, en el epitalamio de La novia de Portici, y en algunos pedazos del poema de Zaragoza , pasa Martínez de la Rosa los límites que separan al talento de ejecución del verdadero ingenio. Exceptúo por de contado sus obras dramáticas, donde hay bellezas de orden todavía más alto.

De Moratín el hijo, considerado como poeta lírico, queda ya hecho el debido elogio en otro lugar. Tuvo algunos discípulos, entre los cuales merece citarse el elegante hablista y versificador don Dionisio Solís, de quien hay algunos sonetos primorosos; el acerbo e intransigente crítico aunque hábil helenista don José Giménez Hermosilla, insigne hoy por su fiel traducción de la Ilíada , y célebre en su tiempo por el código literario que formuló con el título de Arte de hablar en prosa y en verso , última expresión del despotismo retórico. Y también, aunque más remota e indirectamente, puede enlosarse con el grupo de Moratín, al insigne y [p. 241] malogrado lírico catalán, don Manuel Cabanyes (muerto en 1832), si bien el clasicismo de Cabanyes, aunque muy latino, es un clasicismo a su manera, y con una interpretación propia, personal y viva del espíritu de la antigüedad: algo parecido en suma al helenismo de Andrés Chénier.

A todo esto se juntan en Cabanyes grandes novedades y audacias de lengua y ritmo, construcción de nuevas estrofas y adopción sistemática del verso suelto. Ni está exenta su poesía de ciertos elementos románticos y byronianos que, sin alterar su fondo clásico, contribuyen a darle una fisonomía original y nueva.

También fué audacísimo versificador, aunque por distinto camino, el malagueño Maury, conocedor profundo de los misterios de nuestra prosodia y versificación, y, juntamente con esto, verdadero poeta, aunque más bien de color y de estilo que de sentimiento. Su poema juvenil La Agresión Británica, aunque pomposo y redundante, contiene octavas que son modelo de esplendidez y de número. Algunas poesías breves, v. g., la canción de la florista ciega y el romance de la Timidez tienen, con menos artificio, más perfección verdadera. En las obras de su vejez (que en parte son románticas), y especialmente en el largo poema Esvero y Almedora (verdadero logogrifo, que vale, no obstante, la pena de ser leído y descifrado por cuantos amen la buena poesía castellana) llevó al último extremo los defectos de su manera, que venía a ser una mezcla de gongorismo mitigado y de latinismo conciso y elíptico. Hacía versos franceses con igual primor que versos castellanos, y tradujo a la lengua de nuestros reinos las mejores producciones de nuestro Parnaso. Verdadero artífice de estilo, y bastante indiferente en cuanto al fondo de las escuelas literarias, imitó de igual modo a Virgilio y al Ariosto, a Dryden y a Pope, con todo el fervor de un ingenio solitario.

Corta es la historia de la dramática en este período. Redúcese a algunas tragedias más o menos declamatorias y enfáticas, cortadas en general sobre el patrón de las de Alfieri. De ellas la más notable por la elocuente y vigorosa entonación con que está escrita , aunque no ciertamente por los afectos trágicos ni por el color local, es el Pelayo de Quintana. A falta de tragedias originales, hubo algunas traducciones bellísimas del teatro francés e italiano, superiores algunas de ellas a sus mismos originales. [p. 242] La Virginia, el Orestes y la Camila de don Dionisio Solís, el Bruto Primero o Roma libre y Los Hijos de Edipo de Saviñón, el Oscar de don Juan Nicasio Gallego y el Agamenon de Tapia, popularizaron en nuestra escena las creaciones de Alfieri, y hasta las de Legouvé, Arnault, Lemercier y otros poetas medianos, dándoles nuevo realce por la valentía y sonoridad de los endecasílabos asonantados. A la misma época pertenecen algunas tragedias originales, del mismo corte que las de Alfieri; obras de insignes poetas, aunque en aquel caso ninguno de ellos acertase con su inspiración verdadera. Entre ellas merece citarse La Viuda de Padilla de Martínez de la Rosa, el Lanuza de don Angel Saavedra, y el Caton de Trueba y Cosío. Por el mismo tiempo se popularizaron los arreglos shakespirianos de Ducis, ya en traducciones elegantes como la Julieta y Romeo de don Dionisio Solís, ya en detestables parodias como el Otelo de don Teodoro de la Calle; y volvió a estar en boga el antiguo teatro español, principalmente el de Tirso de Molina, gracias al hábil esfuerzo del mismo don Dionisio Solís, apuntador y consejero de Máiquez. De todo esto volverá a hablarse entre los preliminares del romanticismo.

La comedia moratiniana apenas tuvo más continuadores dignos de loa que Burgos, autor de dos comedias muy endebles aunque elegantes (Los Tres Iguales y Un Baile de Máscaras), Martínez de la Rosa, que con igual cultura y discreción que su maestro, pero sin su vena cómica, y propendiendo más que él al fin moral, escribió La Niña en casa y la Madre en la Máscara, Las Bodas y el Duelo, y Los Zelos infundados; y finalmente el americano Gorostiza, que se abrevió a introducir la rima perfecta y algún mayor movimiento y animación en la fábula, mostrándose con esto digno predecesor de Bretón. Sus piezas más celebradas son Indulgencia para todos, Don Dieguito y Contigo pan y cebolla.

En cuanto a la interpretación escénica, de que también trata nuestro autor, viénese desde luego a los labios el gran nombre de Isidoro Máiquez (muerto en 1817), de quien escribió Moratín el hijo:


       Tú solo el arte adivinar supiste
       Que los afectos acalora y calma.
        [p. 243] Y fué sin duda actor insigne (si hemos de estar al unánime testimonio de sus contemporáneos), y lo fué no sólo en la interpretación de la tragedia francesa, en que siguió las huellas de Talma, sino también en la del antiguo teatro español que adquirió por él nueva vida. ¡Qué mucho, si hasta en el Otelo de Ducis traducido en pésimos versos por don Teodoro la Calle, producía el más intenso terror trágico, dando vida a débiles frases con el solo prestigio del ademán y la mirada!

De otros géneros literarios no hay para qué hablar. La novela no existía, y apenas puede hacerse mención de una muy mala imitación del Werther publicada con el título de Serafina por el extravagante escritor aragonés don José Mor de Fuentes, que también tradujo del alemán la obra de Goethe.

La Historia, considerada como arte, levantó un monumento imperecedero por la pluma del Conde de Toreno, en la que escribió del levantamiento, guerra y revolución de España en 1808 , obra en que lo arcaico y severo del estilo no desdice de la majestad de los hechos que se narran. No conozco ninguna historia moderna que se acerque tanto a los modelos clásicos, especialmente en el primer volumen, al cual pertenecen las admirables descripciones del Dos de Mayo, de la batalla de Bailén y del primer cerco de Zaragoza, dignas de la pluma de Tito Livio o de Mariana.

Continuó al mismo tiempo el movimiento de investigación histórica, que tanto lustre había dado al siglo anterior, Navarrete escribió la vida de Cervantes y publicó su riquísima colección de documentos relativos a las navegaciones de los españoles y al descubrimiento de América. Clemencin escribió con castiza frase y académica elegancia el Elogio de la Reina Católica, principal fundamento de la historia del mismo reinado publicada por el norteamericano Prescott. Llorente investigó, aunque con mala fe y poco arte, los anales de la Inquisición. La Academia Española hizo una edición crítica del Fuero-Juzgo. La Biblioteca Real publicó la colección de los Concilios Españoles. El archivero de Simancas don Tomás González imprimió hasta cinco o seis volúmenes de cédulas y cartas reales y el archivero de Barcelona don Próspero Bofarull rehizo, por decirlo así, la historia del antiguo Principado, corrigiendo innumerables yerros cronológicos, en su nunca bien apreciado libro los Condes de Barcelona vindicados [p. 244] Casi al mismo tiempo, González Carvajal (que tradujo con pureza de lengua, digna de los tiempos de Fray Luis de León, los Salmos y los Libros poéticos de la Escritura) ponía término a la excelente Biografía de Arias Montano. La historia de las artes se enriquecía con los trabajos de Ceán Bermúdez.

En honor de los últimos gobiernos de Fernando VII, por otra parte tan desdichados, debe decirse que no pusieron obstáculos a este movimiento histórico, antes protegieron y costearon la edición de algunas obras de erudición tan notables como los Orígenes del teatro español de Moratín. Otras obras de utilidad pública ilustraron también los últimos años de aquel monarca, especialmente la fundación del Museo de Pinturas del Prado, la fundación de la Escuela de Farmacia, la promulgación del Código de Comercio que aún rige, y la primera exposición de la Industria Española.

En las ciencias hay nombres gloriosos pero aislados. La guerra de la Independencia fué funesta al progreso de los estudios, y estuvo a punto de tender sobre la Península una densísima niebla de atraso e ignorancia. En la Botánica, Rojas Clemente y Lagasca continuaron la tradición del siglo anterior, con observaciones propias, hoy mismo apreciadas. En las ciencias matemáticas y sus aplicaciones brillaron, aunque escribiendo en tierra y lengua extraña, don José Lanz y su amigo Betancourt, autores del primer tratado de Cinemática industrial o teoría general de las máquinas. En Química sólo puede mencionarse el nombre de Carbonell, profesor de Barcelona. De inventos no se hable, como no sea de los primeros ensayos de telegrafía eléctrica hechos por don Francisco Salvá a principios de este siglo.

Nunca fué mayor la decadencia de nuestros estudios filosóficos que en la primera mitad del siglo XIX. El escolasticismo decadente, todavía daba alguna muestra de vigor en los libros de Amat, del P. Puigservet, y sobre todo en las Cartas del P. Alvarado (El Filósofo Rancio), azote de las teorías políticas e ideológicas de los constituyentes gaditanos, y pensador de robusta fibra, aunque escritor trivial y chabacano. Pero nada iguala a la pobreza de los escritos en que se desarrollaban las doctrinas sensualistas de Condillac y Destutt Tracy, o el utilitarismo, única filosofía de los llamados entonces liberales, y de los afrancesados, que en esto y en otras cosas se daban la mano con ellos. Reinoso en sus tratados [p. 245] estéticos, Hermosilla en su Gramática General, Salas en su Curso de derecho natural, Núñez y otros son los principales representantes de aquel empirismo filosófico, que llegó a su extremo en el Sistema de la moral, de don Prudencio María Pascual, a quien puede contarse entre los secuaces del Barón de Holbach. Y es lo singular que no el materialismo de Cabanis o lo que entonces llamaban ideología, pero sí el sensualismo condillaquista, influye hasta en pensadores ortodoxos y cristianísimos como el P. Muñoz, autor de La Florida.

Teólogos españoles, apenas los había en esta fecha, y ninguno de primer orden (hablo de los que publicaron algún escrito), pero como canonista debe hacerse particular elogio del cardenal Inguanzo, uno de los oradores más elocuentes de las Cortes de Cádiz y el primero que rompió con la tradición galicana y jansenista dominante en nuestras escuelas durante el siglo pasado. Así lo testifican no sólo sus discursos, sino su libro sobre la confirmación de los obispos y otro que compuso sobre el dominio de la Iglesia en sus bienes temporales, refutación docta del Tratado de la Regalía de Amortización de Campomanes.

Para completar esta reseña, conviene decir algo del periodismo, que es otro de los extremos tocados por el autor en los capítulos que adicionamos. Aparte de las Gacetas y Mercurios, la primera colección periodística de verdadera importancia que apareció en España fué el Diario de los Literatos, verdadero monumento de sensatez crítica, en el cual trabajaron Salafranca, Puig y don Juan de Iriarte, a medidados del reinado de Felipe V. Componíase de largos extractos y juicios de los libros que iban apareciendo; método seguido aún hoy en las revistas inglesas. Aunque el régimen absoluto no permitió en el siglo XVIII desarrollarse la prensa política, abundaron en tiempo de Carlos III y Carlos IV los periódicos de costumbres y de reformas sociales, a veces con marcado espíritu revolucionario, como El Pensador , que redactaba Clavijo y Fajardo, El Censor , dirigido por Cañuelo, el Correo de los Ciegos, y otros. Y abundaron todavía más los periódicos de crítica y amena literatura, entre los cuales brillan el Memorial Literario (donde alguna vez escribió Capmany) y las Variedades de Ciencias, Literaturas y Artes, eco de la tertulia de Quintana y sus amigos. [p. 246] La libertad de imprenta decretada por las Cortes de Cádiz produjo un verdadero aluvión de hojas políticas, la mayor parte efímeras y de poco fuste. Recordamos el Tribuno, órgano de Muñoz Torrero, el Conciso, en el cual escribió bastante Sánchez Barbero, el Robespierre Español, redactado por una mujer, etc., etc.

La reacción absolutista mató toda esta prensa (sin grave detrimento de la buena literatura) y apenas dejó subsistir más publicación periódica importante que la Crónica Científica y Literaria, que dirigía don Jose Joaquín de Mora, asistido por Alcalá Galiano y otros, que fervorosos adictos (en aquella fecha) de la escuela clásica, sostuvieron acerbas polémicas con el docto alemán Böhl de Faber, vindicador de nuestro antiguo teatro. ¡Cuán lejanos estaban sus contradictores de creer que había de llegar un día en que más o menos resueltamente se convirtiesen a la escuela romántica!

La temporada constitucional del 20 al 23 vió nacer y morir infinitos periódicos, entre los cuales son los más literarios y mejor hechos los que publicaron los afrancesados, especialmente la Miscelánea, el Imparcial y la revista titulada El Censor , en que trabajaron Lista, Hermosilla, Miñano y otros. Por lo demás liberales y serviles rivalizaban en desentonos, ferocidades y desvergüenzas. Las mayores que hoy vemos impresas, apenas llegan a las que encontramos en cada número de El Zurriago o de La Atalaya de la Mancha.

La nueva reacción absolutista de 1823 fué época de absoluto silencio, no sólo para la prensa política, sino hasta para la literaria, en términos que nada encontramos digno de memoria desde la desaparición de El Europeo de Barcelona, en que Aribau y López Soler habían proclamado por primera vez la doctrina romántica hasta la aparición de las Cartas Españolas, ya muy a fines del reinado de Fernando VII.

En cambio, los emigrados en Londres publicaron revistas de suma importancia literaria, v. g. El Español y las Variedades o Mensajero de Londres, de Blanco (White), los Ocios de españoles emigrados, en que colaboraban principalmente Salvá y los hermanos Villanueva, y finalmente el Repertorio Americano , dirigido por el insigne filólogo y poeta de Venezuela Andrés Bello.

La historia de las bellas artes en este período puede reducirse [p. 247] a muy breves lineas. Hubo, sí, algún compositor notable de música religiosa, como el salmantino Doyagüe. En la pintura, el gran nombre de Goya pertenece todo al siglo XVIII. Aquel artista original y solitario no dejó discípulos ni podía tenerlos, porque todo se imita, menos lo que es genial y desgarrado. Después de él sólo encontramos la académica elegancia de don Vicente López, aventajado retratista, y las rapsodias del falso clasicismo de David, debidas a algunos jóvenes, que hicieron fuera de España su educación pictórica. En la escultura sólo puede mencionarse el nombre de Alvarez, partidario también de lo que entonces se llamaba clasicismo, y cuyo más egregio representante en dicha época es Canova.

Las costumbres españolas, si alguna modificación experimentaron en este tiempo, fué para acercarse cada día más al tipo francés, aún en los años en que combatíamos a aquella nación en guerra santa y de independencia.

II

DESDE 1833 A 1848

En el largo período que va desde 1833 a 1848, el autor, aunque se olvida menos que antes de las cosas de España, las trata con ligereza e inexactitud tales, que forzosamente han de sorprender y descontentar a cualquier lector español. Por eso nos hemos visto obligados a corregir, aunque con la brevedad exigida por la índole de la obra, la misma relación de los hechos externos, presentando una especie de resumen cronológico de ellos, antes de entrar en la exposición del desarrollo intelectual de nuestra patria durante este período.

Al fallecimiento de Fernando VII se encontraron frente a frente los dos irreconciliables partidos que con sus odios habían ensangrentado la era anterior. Estaba de un lado el partido absolutista o realista, cuyas fracciones más intransigentes habían acudido ya a las armas en 1827, promoviendo un alzamiento en Cataluña, [p. 248] apenas creyeron notar en el rey tendencias o aficiones a los antiguos afrancesados, y a ciertos realistas de ideas templadas. Los exaltados tomaron entonces el nombre de apostólicos , y ahogada en sangre aquella sublevación, se prepararon para nuevas empresas, tomando por bandera al infante D. Carlos, hermano del rey y presunto heredero de la corona.

La boda del rey con María Cristina de Nápoles y el nacimiento de las dos infantas, y la abolición de la pragmática de Felipe V que, extendiendo a España la ley sálica, excluía a las hembras de la sucesión, vinieron a desbaratar estos proyectos, y, avivados los odios de los realistas contra Cristina, no encontró ésta medio más seguro de salvar la sucesión de su hija, que conquistarse el apoyo del bando liberal, identificando la causa de éste con la suya. Dió, pues, aún en vida del rey una amplia amnistía, y con este decreto y con el de abrir las universidades que Calomarde había cerrado por algún tiempo, considerándolas como focos de liberalismo, dió relativa expansión a las nuevas ideas, y acabó de lanzar a los realistas a la guerra civil, que estalló apenas el rey había expirado, en 29 de septiembre de 1833, a tiempo que en Portugal, cuyos sucesos están en aquella época íntimamente trabados con los nuestros, iba muy de vencida la causa del pretendiente don Miguel, una y otra vez rechazado de las lineas de Oporto.

El testamento de Fernando VII declaraba a Cristina regente y gobernadora. Su primer acto fué dar un manifiesto, obra del mismo Cea Bermúdez, en que al paso que se prometían, para contentar a los liberales, amplias reformas administrativas, se ofrecía, para satisfacción de los amigos del régimen antiguo, mantener en su integridad los principios católicos y monárquicos.

Era Cea partidario de lo que entonces se llamaba despotismo ilustrado, sistema del cual fueron primeros campeones los afrancesados, aborrecidos igualmente de realistas y liberales. Así es que el manifiesto no contentó a nadie, pareciendo a los unos tímido, y demasiado avanzado a los otros. Comenzaron a levantarse los carlistas sin organización todavía y sin jefes en pequeñas partidas, que fácilmente fueron desarmadas, lo mismo que los voluntarios realistas, milicia demagógica del absolutismo, la cual, [p. 249] contra lo que pudiera creerse, opuso resistencia escasa, y fué de muy poco auxilio en aquella guerra. Pero tras de unas partidas se levantaban otras, y cuando los grupos fueron algo más numerosos, apareció, como por encanto, un genio organizador, que convirtió aquellas masas sin educación militar ni disciplina en verdadero y formidable ejército, que dominando el territorio de las provincias vascas, puso a pique de ruina el trono de la Reina. Tal fué la obra de Zumalacárregui.

Entretanto, la revolución avanzaba en Madrid por días. Los emigrados habían vuelto de Londres con las mismas ideas que llevaron y encruelecidos además por los odios y rencores que habían engendrado la que llamaban década ominosa. Conforme crecía la intensidad de la guerra, iba haciéndose más forozoso para la Reina Gobernadora el llamarlos a sus consejos.

Hízolo así en 1834, pero eligiendo al más moderado de ellos, al que por carácter y por delicadeza de gusto lo había sido desde sus mocedades, arrostrando por ello en 1834 las iras y los puñales de los exaltados, al dulce y simpático Martínez de la Rosa, literato de áurea medianía y político bien intencionado. Martínez de la Rosa dió, a nombre de la Gobernadora, cierta especie de constitución llamada el Estatuto Real, con dos cámaras, una de próceres y otra de procuradores, y ciertas reminiscencias arquealógicas de las antiguas Cortes y libertades de Castilla. Acompañaron al Estatuto un decreto sobre libertad de imprenta y otro de organización de la fuerza ciudadana.

Pero la revolución no se daba por satisfecha con tales concesiones, que más bien mostraban la debilidad del gobierno, que plan o sistema político alguno, y prosiguió en las sociedades secretas meditando sangrientas venganzas contra los partidarios del régimen antiguo. Entretanto, el pretendiente don Carlos, obligado a salir de Portugal después de la derrota de don Miguel y del convenio de Evora Monte (27 de mayo de 1834) se había presentado en Navarra, dando ocasión a la célebre frase de Martínez de la Rosa: «Un faccioso más». Con esto y con las primeras victorias de Zumalacárregui, la guerra adquirió un carácter cada vez más intenso y feroz, sin cuartel ni misericordia: verdadera guerra de bárbaros, que, con escándalo de la Europa culta, prosiguió hasta el convenio ajustado por Lord Elliot. [p. 250] Pero aún más horribles y repugnantes que los fusilamientos en el campo, fueron los asesinatos espantosos perpetrados a sangre fría en las ciudades. No hay hecho que más afrente nuestra historia contemporánea que el degüello de los frailes de Madrid el 17 de julio de 1834. El gobierno, desprestigiado y falto de fuerza moral, nada hizo o nada pudo hacer para impedir aquel nefando crimen y al Capitán General de Madrid hasta se le acusó de tácita connivencia con los amotinados. Horrores semejantes se repitieron en otras ciudades de España, y especialmente en Zaragoza.

Entretanto la Reina Gobernadora, desafiando los rigores del cólera, que se abatía, juntamente con el hierro de los asesinos, sobre la mísera población de Madrid, había abierto los Estamentos o cámaras, convocadas según el Estatuto. Pronto se manifestó en ellas el espíritu reformador, pidiendo y obteniendo los procuradores liberales, entre los cuales figuraban en primera línea el orador don Joaquín María López y el luego por tantos conceptos insigne don Fermín Caballero, una declaración o tabla de dererechos individuales.

Votóse después la abolición del voto de Santiago, y la exclusión de don Carlos y de toda su familia, de la sucesión al trono.

La guerra en el Norte se presentaba favorable a los carlistas. Zumalacárregui hacía prodigios de valor y de habilidad en las Améscuas, burlando todas las combinaciones del general Rodil, que le perseguía, y unas veces vencedor, otras vencido, marchaba y contramarchaba, sin perder un palmo de terreno, y obteniendo decisivas ventajas en las peñas de San Fausto, en Eraul y en Viana. A punto estuvo de arrojar a sus contrarios al otro lado del Ebro, pero fué rechazado de Villarcayo, y encontró en Elizondo un adversario digno de él en don Luis Fernández de Córdoba, el jefe de más talento que tuvo en aquella guerra el bando isabelino.

A Rodil sustituyó Mina en el mando de las provincias del Norte. Esperábase que la reputación del antiguo guerrillero, y su carácter duro y tenaz, bien acreditado así en la guerra de la Independencia, como en el período constitucional del 20 al 23, habían de inclinar de su parte la fortuna. Pero ni el prestigio de Mina, ni su actividad ya rendida por los años y por las dolencias, pudieron mejorar mucho el aspecto de la guerra. Zumalacárregui fué rechazado heroicamente por la milicia urbana de Cenicero, pequeña [p. 251] villa de la Rioja, pero los descalabros parciales no impedían que sus fuerzas se aumentasen y disciplinasen más cada día y que por otra parte numerosas bandas de partidarios levantasen simultáneamente el estandarte del príncipe insurrecto en Cataluña y Aragón, y hasta en Castilla y la Mancha. Zumalacárregui penetró en Villafranca del Arga, fusilando inhumanamente a sus defensores, después de una increíble resistencia, y venció junto a Arquijas las tropas de Córdoba, que le habían hecho perder, pocos días antes, seiscientos hombres cerca de Mendoza. Indecisa quedó la sangrienta acción de Ormáistegui. Mina fue herido y estuvo a punto de caer prisionero en Larramear, cuando iba al socorro de Elizondo, pero consiguió penetrar en el Baztán, y se vengó ferocísimamente, asolando y quemando el pueblo de Lecaroz, como en otro tiempo había hecho con el de Castellfullit. Córdoba dirigía entretanto una expedición audacísíma por el lado de las Améscuas, penetrando en el mismo cuartel real de don Carlos, que tuvo que huir precipitadamente.

Agravándose los achaques de Mina, hubo éste de renunciar al mando, y le sustituyó Valdés, que con infeliz éxito intentó otra expedición a las Améscuas, volviendo sus tropas casi a la desbandada, hacia Estella, que los liberales abandonaron al poco tiempo. Este fué el punto culminante de la fortuna carlista en aquella campaña. Zumalacárregui se proponía pasar el Ebro y marchar sobre la capital, pero el gobierno de don Carlos, exhausto de recursos, se empeñó en que tomase a Bilbao. Zumalacárregui le puso cerco, muy contra su voluntad, y encontró una resistencia digna del ataque. Una bala le hirió de muerte el 15 de junio de 1835, y con la muerte de aquel insigne caudillo, la estrella de los absolutistas comenzó a descender a su ocaso. Su sucesor, González Moreno, fué completamente derrotado por Córdoba en la batalla de Mendigorría. Igual suerte tuvo su sucesor Eguía en Arlabán, aunque la pérdida de hombres fué menor del lado de los carlistas. A pesar del sistema de bloqueo iniciado desde entonces por Córdoba, numerosas expediciones carlistas osaron salir de las provincias vascas, y recorrer casi triunfalmente la mayor parte de España, señalándose entre ellas, la de Gómez, que atravesando Asturias y Galicia y los puertos de León y la mayor parte de Castilla, sin que fuera parte a detenerlos la derrota de Villarrobledo, en que [p. 252] tan bizarramente cargó con la caballería el luego famoso e infortunado Diego León, llegaron a Andalucía, entraron en Córdoba, se internaron por la serranía de Ronda y no pararon hasta Algeciras. Entretanto, comenzaba a sonar con terror en Aragón y en Valencia el nombre de Cabrera, guerrillero audaz y despiadado, que se había hecho dueño del Maestrazgo, teniendo por centro de sus operaciones la plaza de Morella. Los bárbaros que inmolaron a su madre le lanzaron a feroces represalias, que dieron un carácter singular de salvajismo a la guerra en aquellas provincias, donde no imperaba el convenio de Lord Elliot.

Pero en el Norte la causa carlista había sufrido un descalabro casi decisivo en el segundo sitio de Bilbao, donde Villarreal y Eguía fueron derrotados por Espartero en la sangrienta batalla del puente de Luchana, donde perecieron más de 8.000 hombres de ambos ejércitos el 24 de diciembre de 1836.

Mientras estas cosas pasaban en el campo de batalla, la revolución política iba consumándose en las ciudades, que se hallaban de hecho en estado de anarquía semifederal. Proseguían los asesinatos de frailes y los incendios de sus conventos. Cayó el gabinete de Martínez de la Rosa, y le sustituyó otro de cáracter más liberal, el de Toreno, antiguo doceañista, convertido ya al doctrinarismo francés. Toreno quiso detener el torrente con algunos decretos revolucionarios, con el de expulsión de los jesuitas, y supresión de todo convento cuyos frailes no llegasen a doce, pero los exaltados no se dieron por contentos con tales concesiones y levantaron contra el gobierno central el gobierno de las juntas provinciales. Prosiguieron las matanzas y los incendios en Reus, Barcelona y Murcia. La revolución buscaba un hombre, y le encontró al fin en la persona de don Juan Álvarez Mendizábal, ministro de Hacienda con Toreno, y único que se alzó sobre las ruinas de aquella situación.

Mendizábal, famoso arbitrista y hombre que en las grandes crisis sabía imponerse presentándose como dueño de maravillosos secretos para conjurar la tormenta, se propuso de una parte arbitrar recursos para el tesoro exhausto, levantar de algún modo el crédito nacional y crear al mismo tiempo una legión de propietarios al servicio de la revolución y del trono de la Reina. Lanzó, pues, al mercado, y vendió por ínfimo precio los bienes del clero [p. 253] secular y regular, saltando por todas las leyes españolas que amparaban la propiedad de la Iglesia; declaró abolidas las órdenes monásticas, y ordenó simultáneamente una quinta de cien mil hombres.

Los decretos de Mendizábal y sobre todo el pan de la desamortización que repartió casi gratuitamente, acallaron por de pronto las iras de los patriotas cuyo grito era la constitución de 1812, pero a poco tiempo, divididos los liberales en una cuestión parlamentaria, cayó Mendizábal, sustituyéndole el ministerio relativamente moderado de Istúriz y Galiano, que sucumbió sin gloria ante el motín de La Granja, dirigido por el sargento García en 12 de agosto de 1835. La Reina Gobernadora tuvo que consentir en el restablecimiento de la constitución del año 12, impuesta tumultuariamente por un pronunciamiento militar, que costó la vida al general Quesada.

Volvieron al poder los hombres del año 12, presididos por Calatrava, pero aun a ellos mismos pareció impracticable la constitución de Cádiz, y convocaron unas Constituyentes que la reformasen. Las nuevas Cortes, que se abrieron el 24 de octubre, se componían en su mayor parte de hombres nuevos pertenecientes casi todos a lo que ya se llamaba partido progresista, en oposición al moderado. Con todo eso, la ley del 37, que aquellas Cortes elaboraron, fué en general menos democrática que la del 12, excepto en el punto de tolerancia religiosa y en algunos otros. Admitía dos Cámaras, daba al Rey el veto absoluto, y restringía el derecho electoral. Por lo demás el espíritu de aquellas constituyentes era tan radical como el de los decretos de Mendizábal, cuya obra de revolución social completaron, aboliendo el diezmo y dando el golpe de muerte a la aristocracia con una serie de leyes desvinculadoras.

En el Norte continuaba la guerra con varia fortuna, pero en definitiva beneficiosa para la causa de la Reina, apoyada por las legiones extranjeras, que se unieron a nuestro ejército a consecuencia del tratado de la cuádruple alianza. El general Ewans fué rechazado en Hernani por los carlistas, que también se hicieron dueños de Lerín. Las expediciones continuaron con audacia y fortuna. Una de ellas en que iba el mismo don Carlos, entró en el reino de Aragón, triunfó en la batalla de Huesca, pasó el Cinca por [p. 254] Barbastro, se internó en Cataluña y Valencia y aunque sufrió graves descalabros en las dos batallas de Grá y de Chiva, logró, apoyada por las fuerzas de Cabrera, presentarse amenazadora delante de Madrid, de donde se retiró al acercarse Espartero. Igual suerte tuvo otra expedición mandada por Zariátegui que había entrado triunfante en Valladolid. Más afortunado Cabrera, entremezclando triunfos y horrores, vencía en Plá de Pou, y se hacía dueño de Cantavieja y San Mateo. Pequeñas partidas más bien de foragidos que de carlistas, infestaban al mismo tiempo la Mancha.

Indisciplinados algunos Cuerpos del ejército del Norte, habían cometido en Miranda de Ebro y en otras partes sangrientos excesos, pero Espartero restableció la disciplina y desde entonces la guerra en las provincias cambió de aspecto. Faltos los carlistas de un genio militar como el de Zumalacárregui, y hondamente divididos además por una serie de intrigas que llevaron el desaliento y la desconfianza al cuartel real, no bastaban los triunfos parciales que aquel bizarro ejército obtenía aún para ocultar a los ojos de los más prudentes la desorganización interna que le trabajaba. En vano, durante todo el año 38, nuevas expediciones como la de don Basilio intentaron avivar el espíritu realista en las comarcas centrales. La guerra iba reduciéndose cada vez más al territorio en que nació, donde todavía la fortuna solía seguir los estandartes carlistas, como aconteció en Puente la Reina. Pero en la Mancha, Narváez organizó un ejército de reserva y con él exterminó de todo punto, y en pocos meses, las numerosas facciones de aquella tierra. Pero Cabrera, a quien nadie podía desalojar de su formidable nido del Maestrazgo, se paseaba vencedor por la huerta de Valencia, derrotaba completamente a Pardiñas haciendo sangrienta hecatombe con los prisioneros, conquistaba a Morella y a Benicarló, rechazaba a Oráa de los muros de la primera de estas plazas y hacía que muchos carlistas esperanzados viesen en el caudillo tortosino un nuevo Zumalacárregui. En Cataluña Tristany y otros sostenían enhiesta la bandera del pretendiente contra la cual lidiaba el barón de Meer que por este tiempo recobraba a Solsona, y llevaba a cabo su expedición al valle de Arán.

Pero el foco y la verdadera importancia de la guerra estaban en el Norte, y conociéndolo hábilmente el gobierno de Madrid, trató de aprovechar las intestinas divisiones de los sublevados [p. 255] separando en lo posible la causa de don Carlos de la de los fueros de las provincias vascongadas, que andaba mezclada con ella. Apoyó, pues, la absurda intentona del escribano Muñagorri, que había levantado la bandera de paz y fueros , y entró más adelante en negociaciones con el general carlista Maroto, profundamente enemistado con los consejeros de don Carlos, especialmente con Arias Teixeiro. Maroto dió comienzo a sus planes, pasando por las armas en Estella el 19 de febrero de 1839 a los seis jefes carlistas que más podían oponerse a la combinación cuyos hilos iba tejiendo. Don Carlos declaró traidor a Maroto, pero Maroto se impuso a su rey, aterrado por tanta audacia.

Desde entonces la autoridad moral de don Carlos quedó anulada de hecho, y como al mismo tiempo fuese de vencida su causa con los triunfos de Espartero en Ramales y Guardamino, y de León en Belascoaín, encontró Maroto los ánimos dispuestos para secundar su defección, y pactó en 31 de agosto el convenio de Vergara, que prometía el reconocimiento de sus grados a todos los jefes del ejército carlista, y la conservación de los fueros.

No todas las fuerzas sublevadas se sometieron al convenio: muchas entraron con su rey en Francia, y otras prolongaron inútilmente la resistencia en la corona de Aragón. Pero conquistadas Segura y Morella por los liberales, el mismo Cabrera tuvo que abandonar el teatro de sus hazañas y pasar a Cataluña, donde fué derrotado en Berga por Espartero, teniendo que internarse en Francia con 20.000 hombres. Así terminó aquella horrible contienda entre la España vieja y la nueva.

Pero no la contienda entre la revolución y el trono. Los moderados estaban en el Poder, y la actitud de Espartero, a quien habían dado extraordinario prestigio sus campañas, no se había acentuado todavía. No así la de Narváez, que había intentado, de acuerdo con don Luis de Córdoba, un movimiento en 1838. La ley municipal y la discusión sobre los fueros de las provincias vascas, contribuyeron a enconar más los ánimos. Espartero se declaró resueltamente por los progresistas en el manifiesto de Mas de las Matas, y desatados los vientos revolucionarios, estalló en Madrid el pronunciamiento de 1.º de septiembre de 1840, que obligó a la regente a abdicar y a emigrar a Francia, sustituyéndola en el poder un ministerio-regencia, presidido por el Duque de la Victoria, cuyo [p. 256] prestigio militar y político, de espada popular y vencedora, no se había empañado todavía.

Apenas se vió la regente en tierra extranjera lanzó contra la nueva situación el manifiesto de Marsella, que fué contestado por los gobernantes progresistas con alardes de fuerza y nuevas y estrepitosas violencias, dirigidas, sobre todo, contra las cosas y personas eclesiásticas, expulsando al Nuncio apostólico, cerrando el tribunal de la Rota, y presentando a las Cortes proyectos de cisma que obligaron al Papa Gregorio XVI a levantar su voz en la encíclica Afflictas in Hispania res.

Divididos los progresistas en la cuestión de regencia una o trina, triunfó por muy pocos votos la candidatura de Espartero, que fué proclamado regente por 179 votos contra 103, que obtuvo Argüelles. Éste fué nombrado tutor de la reina, y maestro de ella el gran poeta Quintana y aya la viuda de Mina.

Gobernó el Duque de la Victoria no con todo el partido progresista, sino con una fracción de él, que por befa llamaban sus enemigos ayacucha. Conjuráronse contra él elementos de muy diversa índole, que antes de tres años vinieron a derribarle. Los generales moderados, partidarios de la regencia de Cristina, se sublevaron en octubre de 1841 invocando en apoyo de su causa la causa fuerista. El pronunciamiento fué ahogado en sangre, siendo pasados por las armas Diego León, Borso, Montes de Oca, y otros de los más bizarros jefes del ejército español que en él tomaron parte. En cambio Barcelona, amenazada en su industria por la adhesión que se suponía en el regente a los intereses materiales de Inglaterra y por su oposición al derribo de las murallas, fué teatro de la primera insurrección republicana que Espartero castigó con un espantoso bombardeo.

Este sistema terrorista en mal hora iniciado, y la disolución ab irato de las Cortes que le habían dado la regencia, amotinó más y más voluntades contra el Duque, y produjo la famosa coalición, a la cual Olózaga dió la señal de combate en mayo de 1843 con el famoso grito: «¡Dios salve al país, Dios salve a la reina!» Prim se pronunció en Reus, Concha en Málaga y Narváez, con las hábiles evoluciones de Torrejón de Ardoz, decide la contienda, y entra en Madrid, mientras el regente se refugia en Cádiz a bordo de un buque inglés. [p. 257] Tarde conocieron los progresistas y demócratas que habían tomado parte en la coalición lo que habían contribuído al triunfo de sus adversarios. Entonces intentaron levantar su propia bandera, y en Barcelona y en otras partes dieron el grito de junta central, reclamando una especie de convención. Pero los centralistas fueron ametrallados, y el país pareció por algún tiempo en calma, cuando las Cortes declararon la mayoría de la reina.

Pero esta calma era engañosa. El primer ministerio fué todavía de coalición, y le presidió Olózaga, uno de los prohombres del bando progresista, famoso por su elocuencia. Los moderados encontraron pronto ocasión de derribarle por medio de una intriga palaciega, y le sustituyó González Bravo, conocido antes por su entusiasmo demagógico, y bien avenido ya con el trono. Los centralistas volvieron a sublevarse en Alicante y Cartagena, pero su grito no halló eco en el país, como tampoco el del antiguo guerrillero Zurbano, que levantó en la Rioja la misma bandera y fué pasado por las armas, juntamente con varios individuos de su familia.

A González Bravo sustituyó en 1844 don Ramón María Narváez, carácter férreo e indomable, varón digno de otros tiempos, tal, en suma, que hizo respetar el nombre español en tierras extrañas. A la sombra de su espada pudo desarrollar ampliamente el partido moderado su sistema de gobierno calcado en general sobre el régimen francés, con bastante olvido de las tradiciones nacionales. Reformó en 1845 la constitución del año 37, en sentido más conservador. Adelantaron mucho las negociaciones con Roma y los preparativos de un concordato. Publicó Pidal una serie de leyes orgánicas que introdujeron el espíritu centralizador en todos los ramos de la administración, y un plan de estudios que remedió la anarquía universitaria, y dió estabilidad e importancia social al cuerpo docente. Arregló Mon la Hacienda por medio del sistema tributario, que fué planteado con valentía, a pesar de algunos conatos de oposición.

Los partidos revolucionarios, sin embargo, no se daban por vencidos, y la verdad es que se conspiraba activamente contra Narváez y contra el nuevo sistema de contribuciones. Las tendencias democráticas que por primera vez habían fermentado bajo el dominio del regente, dieron cuerpo y calor a la insurrección de Galicia en 1846, atribuida generalmente a manejos de la francmasonería [p. 258] ibérica. El grito de los pronunciadores era el de Cortes Constituyentes, pero aún permanecen en la oscuridad los verdaderos móviles de aquella singular intentona, que estuvo a punto de triunfar, malográndose sólo por la detección de algunos jefes. El general Concha dominó el país, y en la aldea de Carral fueron pasados por las armas Solís y Velasco, principales caudillos del alzamiento.

Surgió luego la cuestión de las bodas reales, nueva manzana de discordia, y semillero de intrigas, que sería largo e inútil referir en una historia general. Los conatos de intervención de Francia e Inglaterra en este asunto doméstico hirieron en lo vivo el orgullo nacional, y dieron gran popularidad a la candidatura española del conde de Montemolín, hijo del infante don Carlos y heredero de sus pretensiones con el título de Carlos VI. Montemolín, en quien su padre había abdicado, dió un manifiesto en sentido conciliador, y se manifestó desde luego dispuesto a la fusión de los derechos sostenida elocuentemente por Balmes en su periódico El pensamiento de la Nación , y apoyada entre los mismos moderados por la fracción que acaudillaba el marqués de Viluma. Frustróse aspiración tan generosa por la oposición de Narváez, quien presentó e hizo aceptar como candidato al infante don Francisco, al paso que la infanta Luisa Fernanda, hermana de la Reina, contrajo matrimonio con el duque de Montpensier, uno de los hijos de Luis Felipe (10 de octubre de 1846).

Los carlistas, irritados con tal solución, se lanzaron de nuevo a la guerra civil, apareciendo en Cataluña numerosas bandas, con el título de matinés o madrugadores , guiadas por Tristany y otros cabecillas famosos en la guerra anterior. Al año siguiente (1848) se presentó Cabrera a dirigirlos, y por más de catorce meses sostuvo la guerra con sin igual denuedo, hasta que abandonado y vendido por algunos de los suyos, y acosado en todas direcciones por más de 30.000 hombres, tuvo que refugiarse en Francia cuando supo que Montemolín, que intentaba penetrar en el teatro de la guerra, había sido preso por las autoridades francesas. Nuestro Gobierno, que ya había adquirido cierto prestigio en Europa con la intervención en Portugal, supo conservarle durante el periodo de revoluciones de 1848, y fué entre todos los gobiernos monárquicos de Europa el único que se mantuvo constantemente [p. 259] firme ante los amagos republicanos. No sólo venció Narváez a la revolución que se le presentó armada en las calles de Madrid en las jornadas de 26 de marzo y de 7 de mayo, no sólo atajó el movimiento centralista que se presentaba amenazador en algunas partes de Cataluña, ya tan agitada por las facciones que acaudillaba Cabrera, sino que tuvo la muy española y casi temeraria osadía de dar los pasaportes al embajador inglés Mr. Bulwer, que públicamente conspiraba con los descontentos.

* * *

Las letras españolas habían experimentado una transformación profundísima durante este período. Sin desaparecer del todo la escuela clásico francesa, que dominaba entre nosotros a principios del siglo, vegetaba oscura y pobremente al lado de la grande eflorescencia de la poesía romántica, bajo cuyo nombre algo vago se comprendían todos los movimientos de independencia literaria, ya tuviesen carácter histórico y tradicional, ya siguiesen las tendencias de la poesía moderna de Inglaterra y Francia, y también, de un modo remoto y menos directo, las de Alemania.

No encontró en España la invasión romántica los elementos de resistencia con que hubo de tropezar forzosamente en Francia, donde el elemento que llamaban clásico estaba profundamente arraigado en la literatura y en las costumbres y había llegado a formar parte integrante del modo de ser nacional. En España, al contrario, lo antiguo era la libertad y aún la indisciplina romántica, y lo moderno la disciplina y el régimen francés.

De aquí que en España, el grito romántico no sólo encontrase calurosas simpatías, y fuese considerado como grito nacional, sino que triunfase casi sin resistencia, mirándole con ojos benévolos los mismos hombres que habían sido educados con las tradiciones y las teorías estéticas del siglo décimo octavo, v. g. Martínez de la Rosa y don Juan Nicasio Gallego, y mucho más que ellos, Lista.

Generalmente se confunden los orígenes de la moderna literatura romántica con su triunfo definitivo. Este no se cumplió hasta 1834 ó 1835, pero desde principios del siglo y aún desde fines del anterior, venían notándose en España síntomas de rebelión contra el falso clasicismo, importado de Francia; ¿y cómo [p. 260] no, si para encontrar una forma más amplia y simpática, sólo tenían nuestros artistas que volver los ojos a los monumentos olvidados del arte nacional?

En tal concepto puede decirse que, sin saberlo ni quererlo, puesto que no los guiaba en sus publicaciones interés estético sino de arqueología literaria, prepararon los caminos para futuras innovaciones algunos eruditos del siglo pasado desenterrando del polvo importantísimos monumentos de la Edad Media; especialmente don Tomás Antonio Sánchez con su colección de Poesías castellanas anteriores al siglo XV, donde incluyó, entre otras cosas, la inmortal canción de Gesta del Cid. Al mismo tiempo, el romancero castellano, aunque no en su parte más primitiva y genuina, sino en la remozada y artificiosa, volvía a estar en boga, gracias a los extractos que publicó Quintana en la colección de poetas antiguos españoles, que se imprimía a nombre de don Ramón Fernández.

Por entonces, también comenzaron a difundirse los estudios estéticos, a cuyo desarrollo contribuyeron, no en pequeña parte, algunos españoles del siglo XVIII, especialmente el ex jesuíta Arteaga, y el diplomático don José Nicolás de Azara. Aunque estas miras generales sobre la filosofía del arte adolecían del influjo de la pobre ideología sensualista, que entonces reinaba, representaban con todo eso, un adelanto evidente sobre el antiguo empirismo de los preceptistas, limitado a lo más externo y superficial de la parte técnica.

Al mismo tiempo las traducciones directas de algunas obras épicas, dramáticas y líricas de la antiguedad griega, y los estudios críticos que sobre ellas hacían algunos helenistas, v. g. Estala, sobre las tragedias de Sófocles y Berguizas sobre las odas de Píndaro, iban distinguiendo el verdadero clasicismo del falso y peinado de los franceses.

El teatro español de la edad de oro encontraba de vez en cuando apologistas menos doctos que resueltos y arrojados, como Huerta por ejemplo, y puede decirse que algo del sabor de la antigua poesía lírica se encuentra hasta en aquellos poetas del siglo XVIII que hacían más profesión y alarde de seguir el gusto francés, v. g. en algunos romances y quintillas de don Nicolás Fernández de Moratín, en otros de Meléndez y en versos ligeros y picarescos de Iglesias [p. 261] La misma corriente francesa que nos inclinaba a la servidumbre de Corneille y de Molière, solía traernos de vez en cuando gérmenes de revuelta y de romanticismo. Entre ellos puede contarse el conocimiento imperfectísimo de las obras de Shakespeare, por medio de Voltaire, de Letourneur, y principalmente de Ducis, dado a conocer en nuestra escena por don Ramón de la Cruz, primer traductor del Hamlet, por La Calle, que lo fué del Otelo (uno de los más señalados triunfos de Máiquez), y por don Dionisio Solís, que en buenos y robustos versos dió a conocer el Romeo y Julieta .

Casi al mismo tiempo que algunos dramas de Shakespeare arreglados y recortados a la francesa, comenzaron a aparecer en nuestros teatros las comedias sentimentales o lacrimosas, que en Francia puso de moda Diderot, a quien siguió Beaumarchais en La Madre culpable. Este género, poco afortunado en su propio país, a pesar de la Poética que Diderot fabricó expresamente para defenderle, tuvo más éxito en Alemania, donde Lessing, con sus miras más hondas, renovó en su Dramaturgia Hamburguesa los principios de verdad dramática, proclamados por Diderot, llevándolos luego a la práctica en Mina de Barnhelm y en otras obras suyas oscurecidas luego por Intriga y amor de Schiller, la obra maestra de este género de tragedia urbana y moderna, que en España produjo el Delincuente honrado de Jovellanos y dejó alguna muestra de sí en el mismo teatro de Moratín el hijo, más inclinado a la imitación de Terencio que a la de Moliere.

También llegó a España, alcanzando éxito pasajero, la falsificación ossiánica de Mac Pherson, traducida por Montengón y otros, e imitada, muy cerca todavía de nuestros tiempos, por Espronceda.

De la literatura alemana sólo nos llegaban rumores muy vagos, y alguno que otro melodrama de Kotzebue que había pasado antes por la aduana de Francia, v. g. el titulado Misantropía y arrepentimiento. Sólo una obra clásica de la literatura alemana se tradujo entonces directamente: el Werther de Goethe, que puso en castellano Mor de Fuentes, imitándola luego de un modo harto desdichado en la Serafina.

Más adelante las obras de Chateaubriand con su ensayo de poética cristiana; las de Mad. Stael, y especialmente su libro de [p. 262] la Literatura, en que por primera vez se la consideraba en relación con las demás instituciones sociales, y por último, las novelas de Walter Scott, fueron acumulando combustible para la hoguera romántica, cuyas llamas tardaron sin embargo, en levantarse, por causa del marasmo intelectual, en que dejaron a España la guerra de la Independencia y las turbulencias políticas que la sucedieron.

No fueron, sin embargo, estériles para la modificación de las ideas literarias estos años del 14 al 33. Conviene recoger cuidadosamente los pocos vestigios que manifiestan el trabajo interior que preparó el advenimiento de las nuevas formas artísticas.

Ya en 1817 un alemán, cónsul de su nación en Cádiz, entusiasta de nuestra literatura, bibliófilo afortunado, colector de las antiguas rimas castellanas y del teatro anterior a Lope, tuvo la gloria de reivindicar el primero los méritos de la antigua escuela dramática española, traduciendo, glosando y defendiendo las lecciones de Guillermo Schlegel. Llamábase este ilustre germano don Juan Nicolás Böhl de Faber, que publicó antes del año 20 diversos folletos de acerba polémica contra algunos literatos españoles decididos defensores entonces de la Poética de Boileau, y convertidos más tarde a las ideas críticas modernas. Tales fueron don Antonio Alcalá Galiano y don José Joaquín de Mora, acérrimos enemigos entonces de Bohl de Faber que defendía con singular ardor la causa de Calderón, mostrándose en esto más español que los españoles mismos (Hispanis hispaniorem).

En 1823 comenzó a publicarse en Barcelona una revista intitulada El Europeo de la cual fueron principales redactores Aribau y López Soler, asistidos por varios emigrados italianos. En esta publicación sonó por primera vez entre nosotros la palabra estética y se insertaron traducidos el estudio de Schiller sobre las pasiones dramáticas, y algunos pedazos del Giaur de Byron.

Poco después algunos emigrados españoles en Inglaterra, los cuales no sólo conocían la literatura inglesa, sino que escribían en ella con rara pureza y corrección, se declararon abiertamente románticos , aunque en obras escritas por la mayor parte en inglés, inclinándose con preferencia a la imitación de las novelas históricas de Walter Scott. Brillaron especialmente, entre los escritores de este grupo, el santanderino Trueba y Cosío (don Telesforo), que [p. 263] ya en la época constitucional del 20 al 23 había escrito un drama calderoniano, y que durante su emigración, publicó asociado con Lockart, el yerno de Walter Scott, una colección de leyendas españolas basadas principalmente en los romances, y además varias novelas de grandes dimensiones, v. g. Gómez Arias, El Príncipe Negro en España, etc., que de ninguna suerte revelaban la pluma de un extranjero. Fué Trueba colaborador de la Revista de Edimburgo, a cuyas ideas de crítica templada y conciliadora se inclinaron también Herrera Bustamante, santanderino como Trueba, y autor de un estudio inédito sobre Shakespeare, y más adelante Mora y Alcalá Galiano, ya convertidos al romanticismo. También el Duque de Rivas recibió, aunque indirectamente, y por la autoridad que en su ánimo tenía Alcalá Galiano, la influencia de este grupo, al cual tampoco fueron extraños Espronceda y García Villalta, por más que en el primero predomine la imitación de Byron, y en el segundo el entusiasmo por Shakespeare.

Del progreso crítico que iba verificándose en las ideas de los emigrados portadores luego a España de la nueva escuela, nos dan testimonio casi todos los periódicos publicados entonces en Londres, muy especialmente los Ocios de españoles emigrados que redactaban los dos hermanos Villanueva, Salvá, Mendíbil y Canga-Arguelles, las Variedades o el Mensajero de Londres, escritas casi exclusivamente por el famoso clérigo apóstata Blanco-White, que publicó en ellas traducciones de Shakespeare, y, finalmente, el Repertorio Americano, del cual fué director y alma el insigne filólogo y poeta venezolano Andrés Bello, que en crítica aplicada a los monumentos de la Edad Media se adelantó mucho a todas las ideas de su tiempo.

No parece haber sido tan notable la fermentación de ideas literarias en el grupo de emigrados que residía en París. Entre ellos daba el tono Martínez de la Rosa, naturaleza elegante, ecléctica y tímida, conocida hasta entonces sólo por ensayos clásicos, como el poema de Zaragoza, la tragedia de La Viuda de Padilla y la comedia de La niña en casa y la madre en la máscara. Todavía en su Poética impresa en 1827, cuando la invasión romántica había triunfado ya en Inglaterra y Alemania y estaba muy cerca de su última y definitiva victoria en Francia, Martínez de la Rosa se limita a exponer y desarrollar con tímida discreción los preceptos [p. 264] de Boileau, especialmente lo relativo al teatro, como si todavía no hubiesen escrito Lessing su Dramaturgia, Schlegel sus Lecciones de literatura dramática y Manzoni su Carta sobre las tres unidades.

Pero Martínez de la Rosa no era un espíritu intolerante y estrecho, ni propendía, como en España Hermosilla y los de su escuela, a condenar acerbamente todo lo que se apartase de las reglas técnicas, que ellos tenían por infalibles. Al contrario, su índole sinceramente artística le movía a gustar de lo bello aun en las escuelas más opuestas a la suya. Así es que miró con generosa simpatía los esfuerzos de los románticos, y si no se pasó resueltamente a sus filas a lo menos modificó en parte considerable sus opiniones sobre el drama histórico, y manteniéndose en una posición ecléctica muy semejante a la de Casimiro Delavigne en Francia, abrió la puerta al romanticismo con dos dramas suyos, escritos uno en francés para el teatro de la Porte St. Martin , y no representado en España sino muchos años después, e impreso el otro en la colección de las obras de su autor, antes que el público de Madrid le aplaudiera en las tablas, lo cual sólo se verificó el año de 1834, cuando el autor se hallaba al frente de los negocios públicos. Fácilmente se comprenderá que aludo a los dos dramas Aben-Humeya y La Conjuración de Venecia, más rico el primero de color local que de interés dramático, y notabilísimo el segundo por lo patético de las situaciones y la sencillez, a veces un tanto afectada, de la expresión. Es La conjuración de Venecia una de las obras más notables de nuestro moderno teatro, y a nuestro entender la primera entre las de su autor, el cual hasta en su imitación del Edipo de Sófocles, procuró, con más éxito que otros imitadores, acercarse a la pureza de la forma antigua, y comprender la antigüedad de otra manera que los franceses, aunque no lo consiguió en el fondo, por estorbárselo su educación primera.

En España la transformación literaria caminaba mucho más despacio. Algunos editores de Barcelona y de Valencia publicaron por aquellos tiempos traducciones de las novelas de Walter Scott, mezcladas con algunas imitaciones que más bien eran plagios , v. g. El caballero del cisne de López Soler, especie de extracto del Ivanhoe.

En el teatro nada nuevo se intentaba, y en realidad ni autores había. La escena cómica estaba representada por el mejicano [p. 265] Gorostiza de quien ya se habló, autor de Indulgencia para todos, de Contigo pan y cebolla, de un arreglo del Jugador de Regnard, y de algunos juguetes, en los cuales procuraba seguir siempre las huellas de Moratín, con menos vis cómica, menos estudio de caracteres y menos pureza de lengua. Su mayor atrevimiento fué usar alguna vez la rima perfecta. A esto se limitaban también las audacias de don Francisco Javier de Burgos, quien, no obstante, se preciaba de haber unido en su comedia Los tres iguales la corrección del teatro francés con la gala y abundancia de nuestros antiguos dramáticos. Fuera de alguna que otra comedia, tan pálida y descolorida como las anteriores, nuestro teatro vivía de traducciones o arreglos del francés, mejor o peor hechos por Enciso Castrillon, Carnerero, Grimaldi y otros. Algún ensayo trágico de Solís, gran versificador y grande hablista, sobre todo en la Camila, era el eco postrero de la escuela ya anticuada de Alfieri.

En tal postración se hallaba el teatro a fines del reinado de Fernando VII, cuando simultáneamente aparecieron dos poetas jóvenes, el primero de los cuales, distinguido desde sus primeros ensayos por cualidades hacía mucho tiempo olvidadas en España, fácilmente se apoderó del cetro de la monarquía cómica, y la rigió e ilustró muchos años con fertilidad de ingenio extraordinaria. Eran estos poetas, muy desiguales en mérito, don Manuel Bretón de los Herreros y don Antonio Gil y Zárate, ni uno ni otro poetas románticos, aunque los dos sirvieron de puente o de transición a la nueva era.

Bretón, poeta riojano, de singular facilidad y rica vena, versificador maravilloso, como, desde Lope, no había producido otro igual España, se presentaba tímidamente en sus primeras obras (a la vejez viruelas, Los dos sobrinos, etc ., etc.), como imitador de Moratín, hasta el punto de escribir alguna vez en prosa, él cuya lengua natural parecían las más difíciles y revesadas combinaciones métricas. Pero pronto se dejó llevar de su propio genio, y voló con alas propias, comenzando por hacer triunfar en las tablas la rima perfecta, que parecía desterrada por el asonante. En la Marcela , obra por lo demás sencillísima y poco menos que candorosa en su estructura, agotó Bretón los primores métricos y desde entonces pudo considerarse en su elemento propio. Dueño de todos los recursos de la lengua, fecundísimo en chistes de dicción, mucho [p. 266] más que en los que nacen de la situación y del carácter, hábil para trazar figuras grotescas, y dotado de cierto espíritu de observación no profundo, Bretón avasalló el teatro con más de cien comedias originales, sin contar un número no menor de traducciones, algunas de ellas verdaderos modelos. Se le ha comparado con Scribe, a quien es tan inferior en el enredo y en la intención, como superior en el estilo. Leído o visto representar por españoles, Bretón es un venero de gracia inagotable, y suple siempre con el chiste del diálogo lo que le falta de trascendencia y jugo poético. Ha pintado la clase media de su tiempo, aunque extremando los rasgos hasta la caricatura. Felicísimo en la elección de asuntos, no suele serlo tanto en el modo de desarrollarlos. En muchos casos ve la verdad humana y dramática, pero no hace más que arañar la superficie. De este pecado de superficialidad, único grave de todos los suyos y bien compensado con otras excelencias, hay que salvar siempre algunas obras suyas de mérito excepcional, como las tituladas Muérete y verás, La Batelera de Pasajes, El pelo de la dehesa, Quién es ella, y alguna otra, que trabajó con más esmero. Sus ensayos dramáticos de género superior al de la comedia no fueron afortunados, pero, en cambio, su traducción de Los Hijos de Eduardo de Delavigne, es un portento de habilidad y de elegancia, que vale por muchos dramas de cosecha propia. La carrera dramática de Bretón fué larguísima, y se ha dilatado, siempre con nueva gloria y nuevo encariñamiento del público, hasta nuestros días.

Don Antonio Gil y Zárate, que estrenó en el teatro casi al mismo tiempo que Bretón, recorrió con éxito desigual muy varias sendas, sin que pueda decirse a punto fijo cuál fué su vocación dominante. En la época anterior al 34, tuvo que lidiar con los estorbos que le oponía la censura, entonces asperísima, y dirigida por un P. Carrillo, de proverbial ignorancia y gusto estrafalario. Las obras que Gil y Zárate dió al teatro o a la imprenta en aquel período son todas, o tragedias clásicas, o comedias al modo de Gorostiza, v. g. El entremetido, Cuidado con las novias y Un año después de la boda , escritas la primera en prosa, y las dos últimas en romance asonantado, para seguir aún en esto la tradición de Moratín.

Derrocado el gobierno absoluto, y rotas las trabas de la censura [p. 267] Gil y Zárate fluctuó entre el sistema clásico y el romántico sin pasar de la medianía en el uno ni en el otro, aunque su inclinación más le llevaba al primero. Y realmente para tasar su valor dramático, más caso debe hacerse de sus tragedias Blanca de Borbón, Rosmunda y Guzmán el Bueno , que de su famoso melodrama Carlos el Hechizado , conjunto de escenas horripilantes, con que se propuso su autor halagar el estragado gusto de las masas populares, que por aquel entonces paseaban la tea y el puñal por las casas de las órdenes religiosas. El autor sintió en su vejez amargos remordimientos a consecuencia de este drama, y le reprobó y condenó muchas veces. Aunque hay siempre algo de duro y soñoliento en el estilo de Gil y Zárate, las tragedias ya enumeradas, a las cuales puede añadirse el Guillermo Tell , imitado de Schiller, son obras de mucho estudio y de verdadera conciencia literaria que era lo que principalmente caracterizaba a Gil y Zárate, ingenio mediano y de escasa fuerza creadora, pero hombre honrado y laboriosísimo.

En tanto que Bretón y Gil y Zárate sostenían casi solos el honor de la escena española, preparábase lenta y calladamente, en otras esferas menos ruidosas, la aparición de la moderna crítica, y la renovación de la antigua poesía popular española. A decir verdad, no había comenzado en España este movimiento. En Alemania, es donde debemos buscar sus orígenes con los Bouterweck, Herder, Grimm y Depping, a los cuales pueden añadirse algunos ingleses como Southey y Lockhart, colectores o traductores de los romances españoles. El nombre de Grimm sobre todo (verdadero coloso en filología) debe ser inmortal entre nosotros, porque a él debemos la fundamental distinción de los romances viejos y nuevos, que en España misma tardó mucho en penetrar, y hoy mismo no es comprendida por muchos, como tampoco lo es la teoría del antiguo verso épico, que Grimm formuló el primero.

Influído en parte por los trabajos de estos extranjeros (aunque sólo muy someramente los conocía entonces) acometió entre nosotros la misma empresa el inolvidable don Agustín Durán, iniciador de la crítica moderna en España por lo que hace a los romances y al teatro. De los primeros había publicado ya antes de 1833 cuatro volúmenes, con un notable discurso preliminar, digno de consideración y respeto hasta en lo que yerra, y lleno de [p. 268] verdaderas adivinaciones, como lo está el Discurso sobre el influjo de la crítica moderna en la decadencia del teatro, que publicó en 1828 para divulgar los resultados de la crítica de Schlegel, y abrir el camino al drama romántico.

En otros escritos de aquellos años, v. g. en el discurso pronunciado por Donoso Cortés para inaugurar su cátedra de Humanidades en Cáceres, se afirman ya resueltamente los principios de la nueva escuela, pero puede decirse que ésta no tomó oficialmente puesto en el campo, ni combatió con armas propias, hasta la aparición de El Moro Expósito, poema del Duque de Rivas, impreso en 1832, con un discreto prólogo o más bien manifiesto literario escrito por su grande amigo don Antonio Alcalá Galiano, que sustancialmente profesaba y defendía en él, aunque con mesurada cautela, exenta de toda extremosidad, los principios de la escuela de Walter Scott, que pudiéramos llamar romanticismo histórico o legendario.

Ya antes de imprimirse El Moro Expósito, primera obra de genio que producía la escuela romántica española, se habían ensayado en el cultivo de la leyenda, ora en prosa, ora en verso, ya en prosa entremezclada de versos, ya en inglés, ya en castellano, Trueba y Cosio y don José Joaquín de Mora, mezclando el segundo con la narración de los hechos pasados reflexiones de un humorismo byroniano; pero ni Trueba ni Mora, a pesar de ser ingenios fáciles y amenos, tenían los alientos poéticos que el Duque de Rivas, a quien la posteridad saluda ya como gran poeta, y sobre todo, como poeta genuinamente español, siendo este españolismo la clave y la raíz de su grandeza. Si otros le vencen como poeta estrictamente lírico, lo que es como narrador no tiene rival en nuestro Parnaso moderno. Él ha reanudado la cadena de nuestro Romancero, y puede decirse que es el último poeta nacional sin mezcla ni levadura extraña. Facilísimo y abundante hasta la prodigalidad y el despilfarro, rico en colores más que en ideas, hábil como ningún otro para poner a los ojos del lector, armas, vestiduras y jaeces de remotos siglos, pintor extraordinario de cuanto hiere y afecta los sentidos, pomposo y lozano como legítimo hijo de escuela cordobesa, triunfa en la descripción de todo lo exterior, y sin llegar nunca muy adentro del alma, puesto que no había nacido para sondear sus profundidades, [p. 269] triunfa y se regala en la descripción con un brío y un desenfado que enamoran, y transportan a quien lee a una España encantada, llena de prestigios y maravillas, de escenas galantes y caballerescas, de lances de amor y fortuna. Si el Duque de Rivas valiera por el sentimiento (del cual apenas vibra una nota en sus versos, brillantes siempre pero siempre exteriores), nadie podría negarle entre los poetas españoles de este siglo, el primer puesto, que ahora sólo se le puede conceder con restricciones. En cuanto a la forma, su defecto mayor es el prosaismo, en el cual cae voluntariamente, siempre que el asunto no le sostiene.

Las observaciones anteriores sobre los escritos de este grande y simpático poeta se refieren por igual a todas sus obras narrativas y dramáticas, que son el verdadero fundamento de su gloria, lo mismo al Moro Expósito , novela poética de grandes dimensiones, escrita en endecasílabos asonantados, que a las leyendas y a los romances históricos , a D. Alvaro que a los Solaces de un prisionero. El Duque de Rivas había nacido para contar , y el género que cultivó siempre, en medio de diferencias accidentales, es el cuento. Poeta épico de decadencia, último eco de una España que se transforma, hasta en sus obras dramáticas da poderosa entrada al elemento novelesco y legendario.

Tres de estas obras son deliciosas imitaciones de nuestro teatro antiguo: otra es un drama simbólico o alegórico (El Desengaño de un sueño) , que tiene bellísimos detalles, aunque no se recomienda por la novedad del pensamiento. Sobre todas estas obras se levanta D. Alvaro con majestad soberana.

D. Alvaro es, a no dudarlo, el primero y más excelente de los dramas románticos, el más amplio en la concepción, y el más castizo y nacional en la forma. Inmenso como la vida humana, rompe los moldes comunes de nuestro teatro, aún en la época de su mayor esplendor, y alcanza un desarrollo tan vasto como el que tiene el drama en manos de Shakespeare o de Schiller. Una fatalidad no griega sino española es el Dios que guía aquella máquina, y arrastra al protagonista, personaje de sombría belleza. Todavía más que lo principal del asunto valen los detalles y los episodios en los cuales triunfa el pintor de costumbres y el hombre del pueblo, como lo era en lo más íntimo de su alma el Duque de Rivas, a [p. 270] pesar de su larga y nobilísima prosapia. Estos cuadros, escritos por lo general en prosa (el aguaducho, la posada de Hornachuelos, etcétera) como ejemplos de diálogo picaresco y sazonado, rebosando gracia y malicia, no tienen igual desde Cervantes.

Cuando D. Alvaro apareció triunfante en 1835 sobre las tablas donde sólo le había precedido la tímida Conjuración de Venecia, el escándalo debió de ser enorme. Aquel drama rompía con todo lo conocido, y quizá ni el mismo Duque poeta más espontáneo que reflexivo, veía toda la trascendencia de él. Hoy mismo se le confunde con obras muy inferiores, pero, en realidad, se alza como un monumento aislado, y no ha tenido ni discípulos ni secuaces.

Y sin embargo, fué muy gloriosa para el teatro aquella época, y en él más que en ningún otro de los géneros literarios se mostró el empuje y la vitalidad que aquella juventud romántica traía consigo. Tres nombres merecen especial mención después del Duque de Rivas.

Es el primero don Mariano José de Larra, cuyas obras poéticas han envejecido mucho y no pasan de la medianía, pero que fué grande y original escritor de prosa satírica y crítica. Larra había dado al teatro varias imitaciones de piezas francesas, y un drama original, Macías, obra helada y hecha a compás, aunque con pretensiones revolucionarias, bien poco justificadas en verdad, pues sólo tiene del género romántico la variación de metros. Casi al mismo tiempo y sobre el mismo asunto, escribió Larra una novela, El Doncel de D. Enrique el Doliente, tibia imitación de las de Walter Scott.

Por estas obras, y por los extraños sucesos de su vida galante y amatoria, que antes de los 28 años de su edad pusieron en sus manos la pistola del suicida, le llamaron algunos el moderno Macías, imaginindole como un tipo sentimental y lacrimoso, víctima de pasiones profundas y misteriosas. Nada más lejos de la verdad: la amargura de Larra no procedía de pasión amorosa, sino de escepticismo y de soberbia. Tuvo, sobre toda pasión, la adoración de sí propio, y junto con esto, una ausencia completa de disciplina moral y científica. En ello influyeron los trastornos de su tiempo, e influyó también la brevedad de su carrera. Era grande ingenio, pero sabía poco y nunca se dió cuenta de su ignorancia. [p. 271] Lo que no sabía lo adivinaba a veces, pero con toda la diferencia que media entre la adivinación y el conocimiento pleno y científico. En todos los artículos hay gérmenes de ideas luminosas y muy aventajadas sobre las de su tiempo, pero rara vez pasan de gérmenes. Acierta intuitivamente, porque Dios le había dotado de una razón clarísima, y de un buen gusto ingénito, pero rara vez se detiene a profundizar lo que ha encontrado. Escribió mucho de crítica artística y teatral, aunque en artículos breves: cuando uno los repasa hoy, se asombra de encontrar tantas ideas de que su propio autor no se daba cuenta, verdaderas germinaciones espontáneas, y aforismos inconcusos para la Estética futura. Celebraron muchos a Larra como articulista de costumbres: nosotros le encontramos pobre de color y de estilo, inferior no sólo a Estébanez Calderón, sino a Mesonero Romanos. No es en la observación de la vida exterior ni en las descripciones en lo que triunfa Larra. Donde no tiene igual es en los artículos personales o subjetivos, y humorísticos, tales como Mi criado y yo, El día de difuntos, etc. El humorismo de Larra no es benévolo como el de Sterne, sino triste, negro y misantrópico como el de Swift.

Apenas había pasado un año de D. Alvaro y de Macías, cuando se presentaba un nuevo poeta dramático, joven y de grandes esperanzas, García Gutiérrez. El Duque de Rivas había vencido a la antigua escuela académica en una sola batalla: los que vinieron después de él, no encontraron resistencia, y caminaron por senda de flores. García Gutiérrez, que había escrito un drama en la modesta condición de soldado voluntario, logró, antes que ningún otro poeta español, ser llamado a las tablas, distinción luego tan malamente prodigada. El Trovador se llamaba la obra que le dió el triunfo, obra llena de pasión juvenil, fresca, ardorosa y viva, y escrita en versos de extraordinaria suavidad y halago. Para el vulgo, el teatro de García Gutiérrez se limita al Trovador; no así para el crítico que encuentra mayores bellezas en otros dramas que en su madurez compuso, y que injustamente yacen olvidados. Tales son en primer término, Simón Bocanegra y Juan Lorenzo, dos joyas indisputables, a las cuales nuestros nietos darán más precio que nosotros. Entre las dos no sé por cuál decidirme: Simón Bocanegra tiene mayor grandeza, Juan Lorenzo más perfección de detalle.

En pos de El Trovador ocuparon la escena Los Amantes de [p. 272] Teruel. Tras el triunfo de García Gutiérrez, el triunfo de Hartzenbusch, ingenio paciente y reflexivo, alma alemana en cuerpo castellano. Los Amantes de Teruel sólo en la forma es drama romántico; en la esencia es drama de pasión y de sentimiento, y por eso conserva su valor universal y absoluto. Hartzenbusch, profundo en la concepción y minucioso en el trabajo, aspiraba siempre a lo perfecto: tres veces volvió al yunque sus Amantes, para mejorarlos siempre. Tal como los leemos hoy, la pareja aragonesa puede alternar sin desdoro con la de Verona.

Hartzenbusch, nacido en condición pobre y humilde, hijo de un ebanista extranjero, consideró siempre el trabajo como ley de vida. De ello dan testimonio sus numerosas obras, nacidas casi todas, no de frívolo solaz, sino de asidua y laboriosa consagración. En su primera época dramática propendía al exceso de acción, que a veces ahogaba el pensamiento y los personajes, llevándole además su sangre germánica a buscar intenciones trascendentales, no siempre comprensibles para nuestro público. De este defecto adolece su drama Primero yo , y algo también Doña Mencía . A pesar de la erudición del autor, los dramas históricos de su juventud, especialmente Alfonso el Casto, La jura en Santa Gadea y La Madre de Pelayo , más que por el color local y arqueológico, que es en ellos muy disputable, se señalan por la expresión verdadera y profunda de los afectos humanos.

Con el lindo juguete Juan de las Viñas pareció cambiar Hartzenbusch de sistema, y realmente las obras que desde entonces dió a la escena forman un nuevo grupo, con caracteres distintos, y muy superiores a los de las obras de su primera época, si se exceptúan Los Amantes de Teruel, superiores en definitiva a cuanto produjo el poeta. Después de este esfuerzo sublime hay que colocar, sin duda, los dos dramas históricos titulados Vida por honra y La ley de raza, y la discretísima comedia moratiniana Un sí y un no . Nada hay aquí de confuso ni de embrollado en la concepción; todo es natural, fácil y humano, y la expresión llega al último límite de tersura y de pureza. Sin fantasear conflictos exóticos y contra natura, logra Hartzenbusch herir las fibras del alma más profundamente que ningún otro de nuestros autores modernos; y si hubiéramos de buscar la fórmula perfecta del romanticismo español, quizá la encontraríamos en la unión de la brillantez descriptiva [p. 273] y del sabor español del Duque de Rivas, y del íntimo y reposado sentimiento de Hartzenbusch.

Hartzenbusch no dió culto solamente a las musas del teatro. Hizo versos líricos, pocos pero buenos, y algunas traducciones tan bellas como la de La Campana de Schiller y las de algunas fábulas de Lessing. Dió a conocer en España, antes que ningún otro, la literatura alemana, en que era doctísimo, y fundió, por decirlo así, en su persona, los caracteres de las dos razas. Erudito infatigable, principalmente en cosas de teatro, volvió a imprimir las obras de Lope, Calderón, Tirso y Alarcón, ilustrándolas con prólogos y notas que se han de juzgar conforme al estado de la crítica en su tiempo, pero que valen ciertamente menos que sus dramas, sus fábulas y sus cuentos.

Otro autor dramático de primer orden florecía por estos tiempos, aunque malgastando fuerzas en arreglos, como entonces se decía, o séase refundiciones de piezas extranjeras, fácil tarea, más lucrativa que honrosa, a la cual le arrastraba su incurable pereza, y su mismo amor a lo exquisito de la forma externa, de la cual difícilmente quedaba contento, siendo por esto tan escaso el número de sus obras originales. Me refiero a don Ventura de la Vega, que desde los últimos años del reinado de Fernando VII traía gran fama de poeta, no justificada hasta entonces más que por algunas composiciones líricas, más correctas que inspiradas, y por el buen gusto de que hacía gala hasta en su conversación. No era el ingenio de Vega de gran profundidad ni alcance, ni brillaba su cultura por lo extenso, pero había recibido muy sana educación clásica en el colegio de don Alberto Lista que le prefería entre todos sus discípulos, y le comparaba con nuestros poetas clásicos. Era el clasicismo de Vega un clasicismo de segunda mano, más francés e italiano que latino, y más latino que griego, pero era lo bastante para salvarle de los extravíos del mal gusto a que se arrojaban muchos en la época romántica. De todos modos, no pertenecen a este período las obras más insignes de Ventura de la Vega, ni su comedia El Hombre de Mundo, ni su drama D. Fernando el de Antequera, ni su tragedia La Muerte de César. El Hombre de Mundo pasa en el juicio general por comedia perfecta, quizá demasiado perfecta, es decir, demasiado artificiosa. Vega sobresalía, ante todo, en la factura dramática, y bien lo mostró en esta [p. 274] comedia, que es un primor de estructura y de sobriedad en el diálogo, siempre culto y acicalado, como perteneciente al género que llaman los franceses alta comedia. No hay muestra mejor de él en castellano.

Sería empresa casi imposible dar noticia de todos los autores que en este floreciente período romántico escribieron alguna obra para la escena. Séanos lícito, sin embargo, mencionar, con más brevedad de lo que su mérito exige, los nombres de don Mariano Roca de Togores (hoy Marqués de Molins) que, además de algunos bellísimos romances y otras poesías líricas, compuso el drama de Doña María de Molina , asunto ya tratado por Tirso en el suyo de La Prudencia en la Mujer; de don Joaquín Francisco Pacheco, mucho más ventajosamente conocido por sus trabajos de jurisconsulto y publicista que por sus olvidados dramas románticos Alfredo y Bernardo; de don Patricio de la Escosura, autor de Bárbara Blomberg y de La corte del Buen Retiro, obras de ingenio ameno y dispuesto para muchas cosas y para ninguna con perfección, como lo era el suyo. De otros que por entonces comenzaron a darse a conocer, como Rodríguez Rubí, por ejemplo, no se hablará hasta el período siguiente, al cual pertenecen sus obras principales.

En la poesía lírica propiamente dicha dejó la escuela romántica muchos menos monumentos duraderos que en el teatro. Tres ingenios poderosos la personificaron sin embargo durante este período: Espronceda, Zorrilla y Tasara.

Sus ideas políticas y su vida tormentosa condujeron a Espronceda a la emigración en años juveniles, obligándole al estudio de la lengua inglesa, de donde resultó el gustar de sus poetas, y aficionarse sobre todo a Byron, de quien se declaró imitador resuelto. De aquí que el romanticismo que algunos llaman subjetivo y otros impropiamente fisiológico , cuyo más alto representante entre nosotros es Espronceda, difiera profundamente del romanticismo histórico o legendario del Duque de Rivas y de Zorrilla, inspirado a medias en Walter Scott y en los romances. La poesía de Espronceda tiene un carácter más moderno y más fracamente revolucionario, así en la esfera de las ideas como en la de las formas. Pocos años vivió aquel ilustre poeta, y no le fué dado dejarnos más que fragmentos y obrillas breves, pero bien puede rastrearse por ellos lo que hubiera sido: ex ungue leonem. Pertenecía, sin duda, [p. 275] a la esfera de los ingenios soberanos, y quizá no había en él menos virtudes poéticas que en su modelo, para acercarse al cual sólo le faltaba una cultura más varia y mayor respeto al arte y a sí mismo. Afeados su corazón y su inteligencia por los errores y las pasiones malsanas de aquellos años de transición en que floreció y por las agitaciones de su vida aventurera, había llegado a imaginarse como otros muchos que el poeta era un ser de especie singular y semi divina, libre y exento de la disciplina moral que obliga a los demás mortales, orgulloso de su propia ignorancia, y haciéndose de ella un título de gloria (cosa sólo vista en España) y juntamente con esto, escéptico sin base filosófica, Tenorio de profesión, ídolo de una juventud ligera y mal inclinada. Pero ésta es en Espronceda la corteza de su tiempo: penetrando más allá, se encuentra el gran poeta, y no tan grande en lo que imita o traduce de Byron, con quien tenía semejanzas reales de carácter y otras artificiales y buscadas, como en aquellos versos, pocos pero muy inspirados, en que ha hecho resonar las cuerdas de su propia alma. No hay canto amoroso en castellano que iguale al Canto a Teresa; nunca el desencanto que sigue al placer ha sido deplorado en tan amargos versos como los de la canción A Jarifa. Aun imitando, pone Espronceda en lo que imita el sello de su genio: en vano se dice que la primera idea de El Cosaco es de Béranger, que la carta de Elvira es un remedo de la de doña Julia, y que los primeros versos de El Corsario byroniano han dejado su huella en la canción de El Pirata. Espronceda entra alguna vez por las obras ajenas, pero entra como conquistador y como rey, tratando de igual a igual con los grandes poetas, a quienes, en último caso, saquea mucho menos de lo que se dice. Fué injusticia notoria aquella frase del Conde de Toreno, de la cual tan amargamente y con igual iniquidad tomó represalias el poeta. Preguntaban al Conde si había leído a Espronceda, y él respondió: «No, pero he leído a Lord Byron». Injusticia no perdonable, repito, porque si pueden señalarse en las obras de Espronceda dos docenas de versos, más o menos próximos a los del lord inglés, y además cierta semejanza general de fisonomía, ésta es de la que existe entre hermanos, que se parecen por el aire de familia, sin confundirse, no obstante: Facies non omnibus una, nec diversa tamen; como se parece a Byron Alfredo de Musset, hasta cuando es más original; como se [p. 276] parecen todos los poetas que han sentido los estragos de la enfermedad moral del siglo, de la enfermedad de Werther y de René. La obra maestra de Espronceda, su leyenda fantástica de El Estudiante de Salamanca, tiene poco de Byron, y vale tanto como cual quiera de los poemas cortos de Byron. La inspiración es allí genuinamente española, y si la parte fantástica no corresponde a la afectiva, culpa es también de nuestro carácter nacional, que brilla mucho más en lo segundo que en lo primero. Quizá Espronceda no acertó tampoco a utilizar todos los elementos estéticos que encerraba la bellísima leyenda de El estudiante Lisardo, pero tal como es, vence mucho esta leyenda a un poema simbólico y de pretensiones trascendentales que comenzó a publicar Espronceda, a quien ciertamente no llamaba Dios por los caminos de la filosofía. Hay en el Diablo Mundo, sobre todo en sus primeros cantos, gran número de bellezas aisladas, trozos de ejecución brillantísima superiores a cualesquiera otros del mismo poeta, verdadero lujo y aun derroche de galas poéticas, de imaginación y de estilo, espléndida vestidura que hace vivir una obra de pensamiento raquítico y endeble, una especie de Fausto, pero vulgar y sin grandeza. Espronceda caminaba a ciegas, y está plenamente probado que los altos designios que sus admiradores le prestan, sólo han existido en la dócil imaginación de éstos. Nada más lejano de la ligereza improvisadora de Espronceda y de cualquier otro poeta español de la época romántica, que los simbolismos, alegorías, sutilezas e intenciones arcanas en que se complace el arte alemán, por ejemplo. ¿Qué poema social hubiera escrito Espronceda con tan pocas, tan vagas y tan mal definidas ideas como las que él y sus contemporáneos tenían? Apenas toda la sabiduría y todo el talento sintético del gran Goethe hubieran bastado para llevar a buen fin la arrogante máquina de El Diablo Mundo. Tal como Espronceda nos lo dió, todo es allí descosido e incoherente, todo nace como por casualidad y se extingue lo mismo: hasta la trama languidece y decae visiblemente en los últimos cantos, donde nada se encuentra que recuerde, v. g. Ias pompas de la inmortailidad del canto primero. Puede decirse que si en El Diablo Mundo la cabeza es de oro, los pies son de barro o de otra materia más ínfima. Lo que empezó con dejos de Fausto o de Manfredo acaba míseramente en vulgar novela patibularia. [p. 277] Sobre la tumba de Larra, y en cierto sentido, sobre la tumba de Espronceda, se levantó Zorrilla, antítesis viva de uno y otro. Zorrilla no es lírico en el rigor de la frase. Poeta enteramente exterior , como el Duque de Rivas, narra, describe, cuenta maravillosamente. No se le pidan profundos análisis ni disquisiciones sutiles sobre los misterios del alma. Apenas se detiene a mirarla. Su vocación o, como él decía, su misión, es otra: hablar a los ojos y a los oídos, y halagarlos con pompa de luz y de colores, y con raudales de mágica armonía. El cuento, la conseja, la tradición de moros y cristianos, el libro de caballerías, la devoción infantil y popular más que el sentimiento religioso profundo, la España antigua en su parte menos íntima y más brillante... eso es Zorrilla, y por eso solo gusta y será leído y querido y admirado, mientras lata un corazón español, y mientras no se extinga la última reliquia del espíritu de raza. Sus dramas no son más que enormes leyendas dialogadas. Hasta qué punto ha sido poeta Zorrilla, sólo lo apreciarán en su justo valor los venideros. Su obra es inmensa, confusa, desordenada, y varía como la misma naturaleza; mezcla de soledades bravías y espantosos eriales y de jardines deleitosos, frescas sombras y rumor de encantadas aguas. Con las perlas que Zorrilla ha derrochado con imperdonable abandono y prodigalidad, había para enriquecer a muchos poetas. Zorrilla es el poeta de la tradición castellana, y en tal sentido vive, no por sus versos líricos, donde la ausencia de reflexión y de ideas abstractas le hace caer en lucubraciones incoherentes, y aun en verdaderos logogrifos. ¿Pero todo esto qué importa para su gloria? Asentada está tan firmemente que no lograrán los mayores desaciertos antiguos o modernos del poeta reducirla ni empañarla en un ápice, porque siempre saldrán por fiadores de ella A buen juez mejor testigo, Margarita la Tornera, El Capitán Montoya, la Leyenda de Alhamar , y todo ese collar de innumerables leyendas, verdadero cuerpo poético de las tradiciones esparcidas en Valladolid y en Burgos, en Toledo y en Granada.

Originalidad poética muy distinta tuvo el sevillano don Gabriel García Tassara, que en algunas composiciones de su juventud (v.g. la oda al P. Sotelo y la titulada Leyendo a Horacio) pareció inclinarse a la antigua escuela literaria de su ciudad natal, aunque muy pronto la abandonó para seguir la dirección romántica, dentro [p. 278] de la cual tiene carácter propio. Tassara es uno de los mayores poetas españoles de este siglo. Alguna vez pareció acercarse a Espronceda, pero su verdadera originalidad está en las poesías políticas y en aquellas otras en que expone sus ideas sobre filosofía de la historia. La entonación en sus cantos es siempre vigorosa y varonil, altas las ideas, y robusta hasta con exceso la expresión. El conjunto adolece de cierta monotonía enfática y grandilocuente. En sus mejores momentos la poesía de Tassara se da la mano con el estilo oratorio, apocalíptico, generalizador y pesimista del gran Donoso.

Otros poetas líricos, inferiores a los tres citados, pero clarísimos ingenios todos, lograron fama en el período romántico. Es claro que una historia universal no puede recodar los nombres de todos: bastará citar algunos. El que más se da la mano con Tassara es su amigo y paisano Bermúdez de Castro, gran cultivador de las octavas en agudos, que de su nombre llamaron algunos bermudinas. En cambio, Enrique Gil y Pastor Díaz, gallego el segundo y leonés el primero, pero de aquella parte del reino de León que confina con Galicia, presentaron ciertos rasgos comunes de poesía septentrional, melancólica, nebulosa, y elegíaca, como es de ver, por ejemplo, en la Sirena del Norte del primero, y en la Violeta del segundo. El amaneramiento romántico y quejumbroso llegó a su último extremo en don Gregorio Romero Larrañaga, de quien todavía se recuerda una oriental, El de la cruz colorada , que logró por lo menos tanta fama como El bulto vestido de negro capuz , de don Patricio Escosura. Arolas, escolapio de Valencia, hombre de lozana y sensual fantasía descriptiva, aunque incorrectísimo en el lenguaje, derramó en sus cantos los perfumes y los aromas del Oriente, siguiendo las huellas de Victor Hugo y de Zorrilla. En Madrid escribían infinitos que nadie recuerda ya: sus poesías llenan la colección de El Artista (publicado por Ochoa y Madrazo) y la del No me olvides , que dirigía don Jacinto de Salas y Quiroga, otro tipo del romanticismo lúgubre y desmelenado.

Otros escritores, aunque en pequeño número, seguían direcciones propias en la lírica, y se movían independientes de la escuela romántica. Unos pertenecían a la generación anterior, como don José Joaquín de Mora, grande hablista y gran versificador, que introdujo entre nosotros el humorismo inglés en leyendas y poemas [p. 279] poco serios, entremezclados de digresiones a lo Byron. Otros proseguían haciendo versos clásicos, v. g. el Solitario (don Serafín Estébanez Calderón), cuyos lindos romances tienen mucho de Meléndez y algo de Góngora. Bretón cultivaba alternativamente la sátira en tercetos a lo Argensola, y la canción o letrilla política a lo Béranger. En donaire de versificación y pureza de lengua nadie le ganaba la palma. Ventura de la Vega seguía las tradiciones de Lista. Miguel de los Santos Alvarez, grande amigo y continuador de Espronceda, hacía muestra en sus escritos, tan breves y raros como ingeniosos, de un humorismo optimista en fuerza de ser escéptico. Rodríguez Rubí cultivaba la narración de costumbres andaluzas y, finalmente, Campoamor empezaba a darse a conocer como poeta galante y amoroso, con sus Ternezas y Flores que no dejaban adivinar todavía los rumbos que siguió luego la inspiración del autor de las Doloras. De muchos de los autores hasta aquí citados era terror y azote el punzante y despiadado satírico don Juan Martínez Villegas. Por lo demás, nunca desde el siglo XVII se habían hecho tantos versos en España como se hicieron en diez o doce años escasos, y no será pequeña tarea la de los futuros bibliógrafos e historiadores literarios, cuando intenten catalogarlo todo, y separar de aquel inmenso fárrago de arrebatadas producciones lo que merezca vivir.

Con los mejores ingenios entre los ya citados, compitió la ilustre poetisa cubana doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. De ella escribió don Juan Nicasio Gallego el juicio más exacto en breves líneas: «Las cualidades que más caracterizan sus composiciones son la gravedad y elegancia de los pensamientos, la abundancia y propiedad de las imágenes y una versificación siempre igual, armoniosa y robusta. Todo en sus cantos es nervioso y varonil: así cuesta trabajo persuadirse que sean obra de mujer.» El ingenio de Carolina Coronado, otra famosa poetisa de aquellos días, es mucho más femenino y se distingue por la ternura e intensidad del sentimiento.

No se formaría idea completa del profundo movimiento de esta época de renovación literaria el que fijase su atención exclusivamente en el círculo de los literatos y poetas de Madrid. En otras capitales de la península, especialmente en Barcelona, era el arte, si no tan rico en producciones, más reflexivo y mas severo. Dominaban [p. 280] entre los poetas catalanes las ideas estéticas de los Schlegel, el entusiasmo por la Edad Media, por la poesía popular, por las novelas de Walter Scott, y por la tragedia idealista de Schiller. Don Pablo Piferrer, hombre de poderosa intuición artística, juzgaba con este criterio y estas aficiones sanas y robustas, no sólo las producciones del arte literano, sino las de la arquitectura y de la música. Con los Recuerdos y bellezas de España, que luego continuaron Quadrado y otros, transportó a la arqueología la emoción poética y fundó entre nosotros una nueva manera de ver los monumentos, antítesis viva de la de los Ponz y Bosarte del siglo pasado. Sus poesías líricas son muy pocas, pero bellísimas tres o cuatro de ellas: la Canción de la primavera, la de la Feria, la balada del Ermitaño de Montserrat, etc. Piferrer tenía un sentido tan profundo de la poesía y de la música populares, que cuando no las conocía en sus detalles históricos, puede decirse que las adivinaba. A su lado se agrupan, entre otros ingenios clásicos, segados casi todos por muerte temprana, Carbó, autor de encantadoras baladas, y Semis, poeta incorrecto y durísimo, pero de verdadero, aunque desigual estro lírico. Por entonces publicaron también sus primeras obras, así en prosa como en verso, don Manuel Milá y Fontanals (gloria la más alta de la literatura catalana contemporánea), don Joaquín Rubió y Ors, don Jose María Quadrado, y otros ilustres varones, cuya mayor notoriedad corresponde al período siguiente.

Fuera de la poesía lírica y dramática, los demás géneros tienen historia harto breve. Cultivóse la novela histórica cortada por el patrón de las de Walter Scott, como es de ver en las tituladas Doña Isabel de Solís , de Martínez de la Rosa; El Doncel de D. Enrique el Doliente , de Larra; Sancho Saldaña , de Espronceda; El Golpe en vago , de Villalta (incomparable traductor del Macbeth shakespiriano); Ni rey ni Roque de Escosura; El Primogénito de Alburquerque de López Soler; El Señor de Bembibre de Enrique Gil; Cristianos y Moriscos, de don Serafín Estébanez Calderón; Blanca de Navarra , del señor Villoslada. Hay en todas estas obras conciencia y esmero literario indudables, pero suelen carecer de interés en la fábula, y de originalidad y viveza en los caracteres, y todavía más de verdadero color local y arqueológico, sustituido con reminiscencias de una civilización feudal distinta de la nuestra. [p. 281] Sólo pueden salvarse de esta censura los pocos capítulos de Cristianos y Moriscos, que dejó escritos el españolísimo Estébanez; y también algunos de El Golpe en vago, narración de costumbres andaluzas del siglo pasado debida a la pluma de Villalta. El Señor de bembibre, de Enrique Gil, obra dulce y simpática, tiene extraordinaria verdad en el paisaje y en los sentimientos, más que en las costumbres.

Los ensayos que se hicieron en otros géneros son escasos y poco afortunados. En el cuento fantástico puede mencionarse al general Ros de Olano, prosista de singulares rarezas de concepción y de estilo. Su Doctor Lañuela es un verdadero logogrifo, que parece visión de sonámbulo, con chispazos de ingenio, en medio de un diluvio de arcaísmos, neologismos y retorceduras de frase. La Avellaneda pareció seguir en sus primeras novelas (Sab. Las dos Mujeres) el estilo de Jorge Sand; después, cambió de rumbo para dedicarse a la novela histórica, sin pasar en una ni en otra de mediana altura, ni producir nada comparable a sus cantos líricos, o a sus obras dramáticas, especialmente Saúl, Baltasar y Alfonso Munio. Registrando las colecciones periódicas de aquel tiempo pueden encontrarse otras tentativas más o menos originales.

Mucho más floreció el breve cuadro de costumbres y de género, documento histórico de la transformación social que España iba experimentando. En este género se distinguieron, en primera línea don Serafín Estébanez Calderón (El Solitario) y don Ramón de Mesonero Romanos (El Curioso Parlante) . E. Calderón es un erudito de lenguaje trabajado y arcaico, grande artífice de palabras, y conocedor profundo de nuestro antiguo vocabulario picaresco. Mesonero Romanos, muy inferior en la pureza de lengua y en el poder de estilo, obtuvo más fácilmente el aplauso de la generalidad por ser más vario y ameno, aunque, en definitiva, menos artista que su rival.

Los estudios históricos sufrieron notable retroceso. Ya se ha hablado del Conde de Toreno, que por la fecha de su libro no pertenece a esta época sino a la anterior. La historia como arte no la cultivaba nadie. ¿Quién se acuerda hoy de la de Felipe II, escrita por el general San Miguel? Apenas podemos mencionar otra narración que tenga algunas condiciones de estilo que la biografía de Massaniello, bosquejada con fácil y amena pluma por el Duque de Rivas. [p. 282] Los estudios de la historia como ciencia, es decir los trabajos de investigación crítica, estaban en palpable retroceso respecto de lo que eran entre nosotros a principios del siglo. Sólo podemos mencionar algunos trabajos y memorias de la Academia de la Historia, y los excelentes libros de don Próspero Bofarull sobre Los Condes de Barcelona vindicados, del archivero Yanguas y Miranda sobre las antigüedades del reino de Navarra, de don Tomás Muñoz y Romero, sobre los fueros y cartas pueblas, y de don Martín Fernández de Navarrete, sobre la marina y descubrimientos de los españoles. Gayangos imprimió en inglés su traducción incompleta de las dinastías mahometanas de Al-Makkari, por no hallar en España ni editor ni compradores. Él con Estébanez Calderón y algún otro mantenían la llama de los estudios arábigos, que parecía muy próxima a extinguirse. García Blanco imprimía una excelente gramática hebrea, y a esto se reducían nuestros progresos filológicos.

Las aficiones románticas, aunque ligeras y superficiales, contribuyeron a despertar cierto interés en favor de la arqueología, principalmente de la arqueología de la Edad Media, hasta entonces la más descuidada por nuestros críticos. Para ilustrarla aparecieron sucesivamente los Recuerdos y bellezas de España, ya citados, el Album artístico de Toledo, de Assas; el Ensayo sobre la historia de la arquitectura española, de Caveda; la Toledo pintoresca, de Amador de los Ríos, y una multitud de artículos y dibujos esparcidos en los periódicos ilustrados de aquel tiempo, tales como El Artista y el Semanario Pintoresco. La tosquedad que tenía en España el grabado en madera impidió muchas veces que los resultados correspondieran al entusiasmo de los que exhumaban estas reliquias de nuestra pasada grandeza, tan comprometidas entonces por el vandalismo revolucionario, al cual sirvieron providencialmente de dique estos trabajos, y otros de individuos de la Academia de San Fernando, y de colectores infatigables como don Valentín Carderera.

Coincidía con estos trabajos un como retoñar de la pintura española, que rompiendo los lazos del clasicismo académico de David, entraba resueltamente en la senda romántica, aprovechándose con más o menos acierto de las novedades de Gros, Gericault, Delacroix y Decamps. No fué, con todo eso, la nueva era [p. 283] pictórica tan rica, ni con mucho, como la poética, aunque dejó sembrados los gérmenes del florecimiento que hoy alcanzamos a ver. Había aún por los años del 35 al 52 mucha indecisión y vaguedad en las tendencias. Un pequeño grupo de artistas catalanes, que habían recibido en Roma las enseñanzas de Owerbeck, se inclinaban al purismo pre-rafaelesco y especialmente a la imitación del Beato Angélico. Otros, especialmente los nacidos y educados en Sevilla, propendían a remedar la manera de nuestras antiguas escuelas pictóricas. Alenza imitaba a Goya, Madrazo y Rivera se mostraban eclécticos. Espalter seguía la enseñanza de Gros.

En otras artes nada se hizo digno de particular mención. Por cada edificio vulgar y prosaico que en estos años se levantó es seguro que se destruían una docena de ellos, que eran verdaderas joyas artísticas. Escultores no volvió a haberlos, desde la muerte de Álvarez y de Solá, hasta que en estos últimos años aparecieron los que hoy florecen.

En ciencias exactas, físicas y naturales, nuestro atraso o más bien nuestra nulidad era evidente. Sólo para los españoles tiene interés el saber que se escribieron varios tratados de matemáticas elementales, mereciendo entre ellos el mayor aprecio los de Vallejo, Lista y Odriozola. En física experimental sonaba con aplauso el nombre de don Antonio Gutiérrez, de quien no conocemos ningún trabajo. En botánica, aún no habían encontrado sucesores los Lagasca, los Cavanilles y los Ortega.

La filosofía, más afortunada, se reduce a dos grandes nombres: Balmes y Donoso. Ellos compendian el movimiento católico en España desde 1834 a 1852. Entre ellos no hay más que un punto de semejanza, la causa que defienden. En todo lo demás, son naturalezas diversísimas y aún opuestas, reflejando fielmente uno y otro los caracteres, también opuestos, de sus respectivas razas. Balmes es el genio catalán, paciente, metódico, sobrio, mucho más analítico que sintético, iluminado por la antorcha del sentido común, y asido siempre a la realidad de las cosas, de la cual toma fuerzas, como Anteo del contacto de la tierra. Con él no hay peligro de extraviarse, porque tiene en grado eminente el don de la precisión y de la seguridad. No es escritor elegante, pero es escritor macizo. Donoso es la impetuosidad extremeña, y trae en sus venas [p. 284] todo el ardor de sus patrias dehesas en estío. No es analítico sino sintético, y procede siempre por fórmulas. No siempre convence, pero arrebata, suspende, maravilla y arrastra tras de sí en toda ocasión. Aún más que filósofo, es discutidor y polemista; aún más que polemista, orador. No es escritor correcto, pero es maravilloso escritor, y habla su lengua propia, ardiente y tempestuosa unas veces, y otras seca y acerada. En ocasiones parece un sofista y es porque su genialidad literaria le arrastra a vestir la razón con el manto del sofisma. Todo en él es obsoluto, decisivo y magistral; no entiende de atenuaciones ni de distingos; jamás conceda nada al adversario. No sabe odiar ni amar a medias: es de la raza de Tertuliano y de José de Maistre.

Balmes y Donoso han cumplido obras distintas, pero igualmente necesarias. Donoso, el hombre de la palabra de fuego, especie de vidente de la tribuna, fué el martillo del eclecticismo y del doctrinarismo. Balmes, el hombre de la severa razón y del método, sin brillo de estilo, pero con el peso ingente de la certidumbre sistemática, ha comenzado la restauración de la filosofía española, ha renovado la savia del árbol de nuestra cultura con jugo de nuevas ideas, ha popularizado más que otro alguno las ciencias especulativas en España, ha fijado en un libro imperecedero las leyes de la lógica práctica, y ha vindicado a la Iglesia católica en sus relaciones con la civilización de los pueblos. La obra de Balmes es más extensa, más completa, más metódica, menos de ocasión, y por esto mismo más duradera. Su Protestantismo comparado con el catolicismo es, a nuestro entender, el primer libro español de este siglo. A pesar del título que lleva, y que parece indicar una refutación directa de la herejía, lo que Balmes ha hecho es una verdadera filosofía de la historia, a la cual dieron pie ciertas afirmaciones de Guizot, en sus lecciones sobre la civilización de Europa. Otro libro de Balmes, El criterio, puede estimarse como una higiene del espíritu, amenizada con rasguños de caracteres, dignos a veces del lápiz de La Bruyère.

Lo mismo Balmes que Donoso sacaron la política del empirismo grosero y del utilitarismo infecundo, y la hicieron entrar en el cauce de las grandes ideas éticas y sociales, volviéndole su antiguo carácter de ciencia. Balmes pensó y creyó siempre lo mismo. Donoso procedía del campo ecléctico, y hasta después [p. 285] de 1848 no se fijaron en él las ideas tradicionalistas y ultramontanas, que profesó hasta el fin, y cuya más alta expresión ha de buscarse en sus apocalípticos discursos del Congreso de 1849, y en su famoso Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo , obra de extraordinaria elocuencia, afeada sólo por un desprecio sistemático a la razón humana, y por opiniones ideológicas inadmisibles, aprendidas en los libros de Bonald y otros franceses.

Fuera de estos pensadores católicos, la esterilidad filosófica de España en este período es evidente y tristísima. La revolución vivía las últimas heces de Condillac, Destutt Tracy y Bentham. Comparado con tal degradación intelectual debió de parecer un progreso el eclecticismo de Cousin, que fué popularizado por García Luna y otros autores de manuales, y todavía más por los políticos y publicistas de la escuela doctrinaria.

Con más desinterés científico y más rigor de análisis, procedía el pequeño círculo de psicólogos catalanes, partidarios de la filosofía escocesa; los cuales, no contentos con seguir y comprobar los pacientes análisis de la escuela de Edimburgo, habían llegado a las últimas consecuencias de la doctrina de William Hamilton (antes de conocerle), considerando la conciencia humana en toda su integridad como único criterio de verdad filosófica. El Curso de filosofía elemental de Martí de Eixalá fué la primera manifestación de esta doctrina, acrisolada luego en las lecciones orales del inolvidable Dr. Llorens, hombre nacido para la observación interna.

Notas

[p. 233]. [1] . Nota del Colector. - Son Adiciones de Menéndez Pelayo a la obra Nuestro Siglo de Otto von Leixner. Crit. Lit. vol. IV. pág. 3. - Ed. Nac.

No coleccionado hasta ahora en Estudios de Crítica Literaria.