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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > INTRODUCCIÓN.— RESEÑA HISTÓRICA DEL DESARROLLO DE LAS DOCTRINAS ESTÉTICAS DURANTE EL SIGLO XVIII.—CAMBIO DE PROCEDIMIENTO EN LA ESTÉTICA, TRAÍDO POR EL CARTESIANISMO.—MÉTODO SUBJETIVO.—P. ANDRÉ Y SU «ENSAYO SOBRE LO BELLO».—PRIMER ENSAYO DE UNA TEORÍA DE

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La gran revolución filosófica, preparada por los pensadores italianos y españoles del siglo XVI, estalló en el XVII con inusitado brío, llevando su influencia a todos los órdenes del conocimiento [p. 8] humano. Roto por Descartes el cetro de la autoridad tradicional, y erigida la afirmación de propia conciencia en base y fundamento de toda filosofía, cambió de pronto y bruscamente el punto de partida de la ciencia, y con él cambiaron los procedimientos todavía más que las soluciones. Los filósofos de la antigüedad, de la Edad Media o del Renacimiento, aun los que más se distinguieron por sus tendencias al análisis psicológico, convenían, sin embargo, en admitir una base ontológica, una realidad externa y superior que daban como supuesto. Procedían casi siempre de fuera a dentro, razonando y legitimando lo psicológico por lo ontológico, y no al contrario. Para los platónicos la Idea no era de ninguna suerte la noción de las cosas tal como se da en el entendimiento humano, sino una realidad más alta, inmutable en medio de lo transitorio y fugaz, viva, inmortal y divina, de la cual era sombra y reflejo distantísimo la idea o noción humana. Para los aristotélicos, así griegos como árabes y escolásticos, si las ideas no alcanzaban tal realidad substancial e independiente, si no eran ya la luz iluminante que baña y aclara los objetos y hace posible la misteriosa cópula del conocimiento, nadie dudaba, en cambio, del valor absoluto y real de los principios naturales, especialmente del de la forma, y sobre tal fundamento construían el edificio de su cosmología, lo mismo que el de su psicología, dando a una y a otra un carácter exclusivarnente metafísico, puesto que no venían a ser más que determinaciones y aplicaciones parciales de los gérmenes contenidos de una manera abstracta y generalísima en la ontología pura. Esta concepción se mantuvo enhiesta durante el Renacimiento, y hasta los más audaces reformadores se inclinaron ante ella, sancionada, como estaba, por el unánime consenso de la filosofía de la antigüedad, de la cual en esto, como en tantas otras cosas, era una prolongación la filosofía escolástica.

Pero llegó un día en que la ola rebasó el límite que hasta entonces la había contenido, y Descartes (que hacía alarde de despreciar la historia y la antigüedad), apoderándose de un razonamiento ya formulado por otros, pero sin carácter exclusivo ni sistemático, invirtió los términos del procedimiento, hizo tabla rasa de cuanto la humanidad había especulado hasta entonces, y comenzó a proceder de dentro a fuera, de lo subjetivo a lo objetivo, [p. 9] de lo psicológico a lo ontológico, de la afirmación de la propia conciencia a la afirmación de la substancia.

Extraordinarias fueron las consecuencias de esta revolución. Por más que Descartes fuese metafísico y de su sistema salieran, por derivación más o menos legítima, concepciones tan ontológicas como el espinosismo, y en cierta medida el idealismo subjetivo, el resultado más positivo e inmediato de la escuela cartesiana, sobre todo en Francia, donde nació, fué el abandono y la ruina de la antigua metafísica, sustituída primero con un espiritualismo superficial e inconsistente, y después con un empirismo sensualista, no basado, como el positivismo actual, en el método propio de las ciencias naturales, sino en una teoría arbitraria de la sensación.

Las ciencias particulares hubieron de resentirse muy luego de este cambio de frente, y no fué la que historiamos la última en sentir sus efectos, los cuales, hasta cierto punto, favorecieron su desarrollo, y en parte también le torcieron y esterilizaron. Hasta entonces había dominado en las escuelas, sin contradicción notable, la teoría estética de los platónicos, que afirmaba el valor absoluto, eterno y substancial, de la idea de belleza, a la cual daban unos existencia de idea separada, mientras otros la consideraban como uno de los atributos o perfecciones del Ser, pero conformes todos en suponerla independiente del entendimiento humano que la concebía o que llegaba a vislumbrarla. De donde por consecuencia forzosa se deducía que esta belleza no depende del arbitrio ni de la convención humana, ni está sujeta a los límites en que nuestra razón se mueve; y que, por tanto, deben ser eternos y de indestructible verdad y fortaleza los principios generales de las artes, cuando se prenden y aferran a esta roca viva. De aquí el carácter absoluto, dogmático, imperativo, que ostentaba la antigua preceptiva.

No así la moderna. Adoptado el criterio psicológico, la belleza descendía desde el alcázar de lo objetivo a la humilde región de los subjetivo. Trocábase de absoluta en relativa; de noción ontológica en noción psicológica, cuyo valor se ponía en tela de juicio, pidiéndola sus títulos y sometiéndola al análisis. Así nació la estética analítica y subjetiva del siglo XVIII, que hasta en su nombre mismo lleva la huella de una escuela sensualista, para la [p. 10] cual lo más digno de estudio en la belleza era la impresión agradable que en el contemplador producía.

Pero antes que la Estética, mirada bajo este aspecto adquiriese nombre y verdadera independencia, ya un jesuíta francés, ardiente cartesiano y no bien mirado entre los suyos por esta razón, había compuesto sobre lo Bello un agradable tratado, que por su extensión e importancia relativa y por la influencia que ejerció en el pensamiento de muchos preceptistas del siglo pasado, entre ellos nuestro Luzán, merece análisis algo detenido. [1]

El Ensayo del P. André sobre lo Bello (1711) conserva todavía reminiscencias platónicas, pero es evidente que pertenece a otra dirección y a otra escuela, en que la savia del idealismo se iba extinguiendo gradualmente. Lo que preocupa al autor, más que la belleza en sí, es la belleza en los objetos visibles y la belleza moral. La cuestión de la esencia de lo bello puede decirse que la escamotea hábilmente en las primeras páginas de su libro. Empieza por preguntar, como Platón en el Hipias Mayor: «La ¿belleza, es algo absoluto, o es cosa relativa? ¿Existe una belleza esencial e independiente de toda convención, una belleza fija e inmutable, una belleza que puede agradar a las naciones salvajes tanto como a las más cultas, una belleza suprema que sea la regla y el modelo de la belleza subalterna que acá en el mundo contemplamos, o la belleza es algo que depende del capricho de los hombres, de la opinión o del gusto?» Y contesta: «Hay en todos los espíritus una idea de lo bello, una idea de excelencia, de agrado, de perfección».

Esta idea corresponde a tres grados de belleza, una esencial e independiente de toda institución, aun la divina; otra belleza natural e independiente de la opinión de los hombres, y finalmente, una especie de belleza de institución humana, que, hasta cierto punto, es arbitraria. A esta división agrega el P. André otra, admitida por casi todos los tratadistas posteriores, aunque no le corresponde a él la invención, ni muchísimo menos; belleza sensible y belleza inteligible, belleza del cuerpo y belleza del espíritu. Pero ni una ni otra pueden ser percibidas más que por la razón, [p. 11] aplicándose ésta, en el caso de la belleza sensible, a las ideas que recibe por medio de los sentidos, y en el caso de la belleza inteligible, a las ideas del espíritu puro.

La belleza sensible o visible, como el P. André la llama, se subdivide en belleza óptica y belleza acústica.

El orden, la regularidad, la proporción, la simetría, son para nuestro jesuíta las cualidades en que la belleza esencialmente consiste: una figura será tanto más elegante, cuanto que sus contornos sean más regulares: una obra será tanto más perfecta, cuanto más brille el orden en la distribución de sus partes, resultando de ellas un todo, donde nada se confunda y nada se oponga a la unidad del plan. Los principios de esta doctrina están en San Agustín, y el P. André ingenuamente lo confiesa, citando y traduciendo largos pasajes de los libros de musica y de vera religione, especialmente el consabido Omnis porro pulchritudinis forma unitas est, principio que él adopta en toda su extensión literal.

Donde comienza la originalidad del P. André es cuando distingue esta especie de belleza geométrica «que agrada a la razón más que a los ojos», y que es independiente hasta de la institución divina, de otro género de belleza natural, dependiente de la voluntad del Creador, pero independiente de nuestras opiniones y gustos. Este segundo género de belleza, por lo que toca a los objetos de la vista, consiste en el color, o más bien en la luz, reina y madre de los colores, y único criterio para juzgar del respectivo valor estético de cada uno de ellos. El más bello es el que se acerca más a la luz, es decir, el blanco, que en realidad es ausencia de color: el más feo el que se acerca más a las tinieblas, es decir, el negro. Los restantes se colocan por este orden: anaranjado, rojo, verde, azul, violado. Reconoce, no obstante, con mejor acuerdo, que cada uno de los colores tiene su belleza propia y singular: el azul en el cielo, el verde en la tierra, etc., y que no habría monotonía igual a la de un solo color, por brillante que fuese. En la infinita variedad de los colores compuestos consiste una gran parte de la belleza con que el Creador ha decorado la escena del universo. Hay colores que parecen buscarse y atraerse, mientras que otros se huyen entre sí como enemigos declarados; pero sabe todo artífice diestro reconciliarlos por mediación de algún otro.

Estas ideas sobre los colores son, ciertamente, vulgares; pero [p. 12] no lo es el entusiasmo sincero y el calor comunicativo con que el P. André sentía las bellezas de la naturaleza y del arte, y que infunde a su libro una amenidad muy rara en libros de filósofos. Así, por ejemplo, le vemos definir, en términos de verdadera elocuencia, la belleza humana, que él llama belleza espiritual, y cuya esencia busca, no ya sólo en la regularidad y en el color, sino también en la vida y en la expresión.

Tercera especie de belleza es la que podemos llamar arbitraria o artificial, de sistema, de moda o de costumbre. Así, la arquitectura tiene dos especies de reglas: unas fundadas en los principios de la geometría, otras en las observaciones particulares que los maestros del arte han hecho en diversos tiempos sobre las proporciones que más agradan a la vista por su regularidad verdadera o aparente. Las reglas de la primera especie son tan invariables como la ciencia que las prescribe (v. gr., la simetría de los miembros, la unidad del plan, etc.). Pero no lo son las que se han establecido para determinar las proporciones de las partes de un edificio en los cinco órdenes de arquitectura..., reglas fundadas muchas de ellas en observaciones incompletas o en ejemplos equívocos. Este género de reglas, que responden a un tipo de belleza arbitrario, pueden ser de alguna utilidad en las artes, pero nunca deben mirarse como una barrera para el genio, que puede saltarla siempre que de esa irregularidad aparente resulten mayores bellezas. La arquitectura, la pintura, la escultura, todas las artes, la naturaleza misma, nos ofrecen abundantes ejemplos de estas felices irregularidades.

¡Cuán lejana está la fecunda y amplia doctrina del P. André, del intolerante preceptismo que por entonces tenía su eco en la elegante musa de Boileau, y cuán cierto es que los principios de la Estética, cualquiera que ella sea, en el mero hecho de ser principios filosóficos y generales, serán siempre la piedra de toque en la cual se prueben los bajos quilates de toda doctrina literaria exclusiva, de todo antojo o capricho de la moda, de todo lo que es relativo y accidental, o meramente histórico! Todo sistema estético propenderá siempre a la libertad literaria, al paso que todo conjunto de reglas técnicas y mecánicas propenderá siempre a coartarla y a decirla: «No pasarás más allá».

Esta belleza de convención humana puede dividirse todavía, [p. 13] según el P. André, en belleza de genio, belleza de gusto y belleza de puro capricho. La belleza de genio supone un conocimiento de la belleza esencial, bastante extenso para formarse un sistema particular en la aplicación de las reglas generales.

Con el nombre de belleza en las costumbres, reúne el P. André lo que en las Estéticas modernas suele andar separado bajo las dos rúbricas de belleza moral y belleza intelectual, considerando esta última como fuente de la belleza artística.

La idea del orden entra necesariamente en la noción de la belleza moral. Pero hay que distinguir tres especies de orden: un orden esencial, absoluto e independiente de toda voluntad, aun la divina; otro orden natural, independiente de nuestras opiniones y gustos, pero que depende esencialmente de la voluntad del Creador; y, finalmente, un orden civil y político, establecido por el consenso de los hombres, para mantener a los Estados y a los individuos en sus derechos naturales o adquiridos. Todas las consideraciones que sucesivamente desarrolla el P. André sobre estas tres especies de orden pertenecen a la Ética mucho más que a la Estética, y tienen un sabor muy pronunciado de sermón o plática moral, ora exponga el origen y valor de la simpatía, buscándole en la unidad primitiva del género humano (Homo sum, etc.), ora deduzca que, así como hay en nuestros entendimientos un orden de ideas, que es la regla de nuestros deberes esenciales respecto de los tres géneros de entidades que conocemos en el universo, así también hay en nuestros corazones un orden de sentimientos que es la regla de nuestros deberes naturales respecto de los demás hombres.

La belleza moral consiste, pues, en una constante, plena y entera conformidad del corazón con el orden moral en sus distintas especies, esencial, natural, civil, ley universal de las inteligencias, ley general de la naturaleza humana, ley común social. En el orden moral, como en el físico, una especie de unidad es siempre la ley esencial de lo bello, y aquí hemos de buscarla en el imperio de la razón eterna, que es una y que da unidad a cuanto toca. Las costumbres que no tienen unidad podrán ser buenas, pero nunca serán bellas, porque siempre nos ofenderá una discordancia entre la persona y el papel que quiere representar.

En el tercero de sus discursos o conferencias llega, por fin, [p. 14] a tratar el P. André de lo que entiende por belleza en las obras del ingenio, y cuál es la forma precisa de lo bello en el total de una composición. «Entiendo por belleza, responde, no lo que a primera vista agrada a la imaginación en ciertas disposiciones particulares de las facultades del alma o de los órganos del cuerpo, sino lo que tiene el derecho de agradar a la razón y a la reflexión por su excelencia, por su luz propia, y, si se me permite esta expresión, por su agrado intrínseco». La razón y la reflexión son, pues, para el P. André, como para todos los cartesianos, el único criterio de la belleza, que en su sistema nunca sale de la esfera del intelectualismo, a pesar de las salvedades que veremos después.

Aquí, como en todas partes, nuestro teórico distingue tres especies de belleza: una esencial, que agrada al puro espíritu, independientemente de toda institución, aun la divina; otra natural, que agrada al espíritu en tanto que está unido al cuerpo, independientemente de nuestras opiniones y de nuestros gustos, pero con necesaria dependencia de las leyes del Creador, que son el orden de la naturaleza; y, por último, otra belleza artificial, que agrada al espíritu por la observancia de ciertas reglas, que los sabios de la república de las letras han establecido, guiándose por la razón y la experiencia.

Existe, pues, un gusto general, fundado en la esencia misma del espíritu humano, grabado en todos los corazones, no por institución arbitraria, sino por necesidad de la naturaleza, y este gusto es, por consecuencia, seguro e infalible en sus decisiones.

La belleza de las imágenes consiste en lo grande o en lo gracioso, y, mejor aún, en la unión de lo gracioso y de lo grande. La nobleza o la delicadeza, y, mejor todavía, la alianza de lo delicado y de lo noble, constituye la belleza del sentimiento. La fortaleza y la ternura, ya juntas, ya separadas, son la fuente de la belleza dramática y oratoria. Pero ni las imágenes son bellas sino en tanto que adornan a la verdad, ni puede reconocerse belleza sino en el sentimiento virtuoso. El P. André es, en esta parte, digno precursor del P. Jungmann, y siente, como él, la más fervorosa y declamatoria indignación contra las artes que el segundo llama pseudo-bellas.

En cambio, muestra la más penetrante sagacidad cuando discurre sobre la belleza arbitraria o convencional, es decir, la que [p. 15] resulta del genio de las lenguas, del gusto de los pueblos, de las reglas de los preceptistas, y, más todavía, del talento particular de los autores. Para él la belleza de la expresión consiste únicamente en traducir de una manera luminosa nuestro pensamiento, ya en términos propios, ya en términos figurados, ya en términos patéticos; pero éstos no han de buscarse en los libros, porque las expresiones trasplantadas de un espíritu a otro degeneran las más veces, como los árboles cuando cambian de tierra. Es preciso que cada cual las encuentre en su propio fondo, o se las asimile de tal manera que las haga carne y sangre suya. La verdad, aun siendo la misma en su fondo, se diversifica de mil maneras, según las disposiciones de los espíritus que la reciben, amoldándose a su entendimiento, coloreándose en su imaginación, animándose en su corazón. Cada pueblo tiene su carácter y su estilo propios; cada grande escritor tiene también el suyo, entendiendo por estilo cierta unidad de expresiones y de giros continuada durante todo el curso de la obra. El P. André, que todavía pertenece a la buena escuela literaria del siglo XVII, truena contra ese estilo «descosido, licencioso, vagabundo, desigual, sin número, sin medida, sin proporción entre las cosas ni entre las palabras», que fué luego el estilo del siglo XVIII.

La unidad, ley del mundo de la belleza sensible y del mundo de la belleza espiritual, dilata su acción y dominio al mundo de la belleza artística: unidad de relación entre todas las partes que la componen, unidad de proporción entre el estilo y la materia de que se trata, unidad de conveniencia entre la persona que habla, las cosas que dice y el tono que adopta para decirlas. Es el precepto horaciano

Denique sit quodvis simplex dumtaxat et unum.

Por ligeras y superficiales que parezcan hoy algunas de las explicaciones teóricas del P. André, sobre todo en lo relativo a la estética de la Música, que trató muy de propósito y que colocaba en jerarquía superior a la de las artes plásticas; la aparente unidad lógica con que están enlazadas todas las partes de su tratado; el estilo florido y caluroso con que está escrito; la ausencia de tecnicismo, y más que todo el simpático calor de alma y el amor a todo lo bello y virtuoso que en él se respira, le dieron una popularidad [p. 16] extraordinaria, que ha durado más de un siglo. Tenía todas las condiciones del espiritu francés: lucidez perpetua, animación comunicativa, y un solo defecto, aunque grave: el de pasar sobre las dificultades, dándolas por resueltas, sin penetrarlas verdaderamente.

Muy inferiores al ingenioso ensayo del P. André, que supo hablar graciosamente de las gracias, son el Tratado de lo bello, de Crousaz (Amsterdam, 1724), y las Reflexiones, del abate Du-Bos, sobre la Poesía y la Pintura (1714). Ni uno ni otro se distinguen por su genio inventivo, aunque en su tiempo lograron cierto crédito, y aquí deben citarse, por haber sido muy leídos en España. Crousaz, a quien en esta parte sigue nuestro Luzán paso a paso, dilató en dos volúmenes las especulaciones del P. André, dando como él, por cualidades de la belleza, la variedad, la unidad, la regularidad, el orden y la proporción. Variedad reducida a unidad, viene a ser su fórmula, que coincide con la de nuestro gran teólogo Domingo Báñez « differentia cum unitate » . De la variedad y unidad proceden la regularidad, el orden y la proporción, o sea, la adecuación al fin. Es también notable en Crousaz la observación acerca del carácter inmediato de la percepción de la belleza, y la eficacia con que rinde y avasalla la voluntad antes que el entendimiento, aunque reconoce que esta eficacia puede ser mayor o menor, según la disposición de nuestro ánimo, resultando de aquí la aparente variedad de gustos. Y no merece menos consideración el haber contado entre las cualidades que contribuyen a la eficacia de la belleza, pero que no la producen, la grandeza, la novedad y la diversidad, doctrina que, lo mismo que las anteriores, ha hecho luego singular fortuna. El abate Du-Bos tiene el mérito de haber sido uno de los primeros en indagar, aunque superficialmente, las causas del progreso y decadencia de las artes, y en su crítica pueden notarse aciertos como el de recomendar a los poetas que prefieran los asuntos nacionales. Voltaire le estimaba como el libro más útil que hubiese aparecido sobre estas materias hasta su tiempo. Hoy nos parece vago, superficial y falto de método.

Por entonces apareció una tentativa mucho más original y digna de memoria, sobre lo sublime. Boileau había traducido en 1674 el célebre tratado griego sobre esta materia, que corre [p. 17] vulgarmente a nombre de Longino. La traducción era, y no podía menos de ser, muy libre y muy imperfecta. Boileau era mediano helenista, y además, en su tiempo apenas era conocido ni estudiado el estilo técnico de los retóricos de Alejandría, a cuya escuela pertenece el llamado Longino, ni el texto de éste había pasado por más recensiones dignas de memoria que la de Tannegui Le Fevre, que dejó en él innumerables vacíos y oscuridades. Por otra parte, las observaciones o remarques que Boileau añadió a su traducción, no hacían adelantar un paso la cuestión de lo sublime, advirtiéndose en él, todavía más que en el autor griego que traducía, la perpetua confusión entre lo sublime y lo elevado, la cual llevaba a uno y a otro hasta encontrar sublimidad en el uso de las figuras de dicción y en la composición magnífica de las palabras.

Un abogado del Parlamento de París, llamado Silvain, hombre de espíritu verdaderamente filosófico, leyó a Longino, leyó las observaciones de Boileau, y ni una cosa ni otra le satisficieron. A fuerza de meditar sobre el problema, creyó haber dado con otra solución, y se la dirigió al mismo Boileau, que no parece haberse hecho cargo de ella (1708). Desalentado con tal indiferencia Silvain, tuvo por veinticuatro años inédito y olvidado su manuscrito; y cuando, por fin, llegó a publicarse, no fué leído ni entendido por nadie. A nuestra edad estaba reservado el exhumarle, como lo ha hecho Michiels, [1] notando singulares coincidencias entre las teorías de Silvain y las de Kant en su Crítica del juicio. Estas coincidencias no van tan lejos, sin embargo, como el crítico francés supone, interpretando a Silvain a la moderna y haciendo decir a sus frases más de lo que realmente entrañan. Falta, por completo, en Silvain la idea fundamental kantiana del poder de resistencia de la voluntad contra la naturaleza: falta la distinción de lo sublime matemático y dinámico: falta, sobre todo, la idea de la discordancia entre nuestra facultad de estimar la magnitud de las cosas del mundo sensible, y la idea de la absoluta totalidad, que en nosotros es real. Pero hay que confesar [p. 18] que Silvain dijo de lo sublime algo que hasta entonces no había vislumbrado pensador alguno: algo que se eleva extraordinariamente sobre las consideraciones retóricas y externas de Longino y de Boileau. A él se debe el haber distinguido por primera vez la sublimidad de las otras nociones con que andaba confundida, especialmente de la grandeza y de lo patético. A él haber buscado en lo infinito la raíz de lo sublime: a él (y en esto es en lo que más se aproxima a Kant) haber mostrado el carácter subjetivo de la impresión de lo sublime y de lo bello. «Lo sublime (escribe) es lo que levanta el alma sobre sus ideas ordinarias de grandeza, y llevándola con admiración a lo más elevado que hay en la naturaleza, la infunde una alta idea de sí propia... Lo sublime es efecto de una grandeza extraordinaria. En lo grande caben grados, pero en lo sublime parece que sólo cabe uno. Se puede decir que lo grande desaparece a la vista de lo sublime, como los astros se obscurecen en presencia del sol... No puede haber más que dos especies de sublimidad: una que hace relación a los sentimientos, otra que mira a las cosas. Llamaré a la primera de estas especies sublime de sentimientos, a la segunda, sublime de imágenes » .

Propiamente hablando, Silvain no estudia lo sublime en la impresión producida por los objetos de la naturaleza: no se fija ni en lo sublime de espacio ni en lo sublime de tiempo: reserva toda su admiración para lo sublime moral, que consiste en las acciones y sentimientos heroicos. No admite tampoco, como Longino y Boileau, que la sublimidad pueda encontrarse en las palabras solas.  «Las palabras no son más que imágenes del pensamiento, y, por tanto, la verdadera elevación del discurso procede tan sólo de las cosas que en él se expresan. Pero lo sublime literario se encuentra a un tiempo en las cosas y en las palabras escogidas y colocadas de cierta manera ».

El subjetivismo, que iba siendo forzosamente el molde en que se vaciaba el pensamiento de los filósofos del siglo XVIII, domina en las siguientes frases, que son realmente lo más kantiano del tratado:  «Es verdad que lo sublime consiste en las cosas y en las imágenes, pero mediante la impresión de los objetos en el espíritu del orador... Entonces el alma se penetra de admiración y concibe alta opinión de sí misma... Estos momentos son raros y cortos, porque el espíritu, cansado de tan grandes esfuerzos y arrastrado [p. 19] por la costumbre, pierde pronto su actividad; pero mientras esos momentos duran, el alma se despliega en toda su extensión y marcha con paso noble, seguro y rítmico... Diríase que lo sublime de las imágenes está en el alma del orador, y parece que así como no somos grandes sino por nuestra unión con Dios, así el hombre da valor y comunica excelencia a las cosas a que se une, y las más grandes no hacen impresión en sus discursos, sino por el efecto que antes han producido en él».

En el estudio de lo sublime, moral o trágico, Silvain parece anticiparse también a Schiller y levantarse sobre su propia doctrina, haciéndolo consistir en la lucha o conflicto entre la pasión y el deber, vencida y dominada por el triunfo de la ley moral. «Quiero que la pasión sacrificada haga padecer, pero no que abata; quiero que un hombre aparezca lleno de una pasión tan grande, que otro menos magnánimo no podría domarla, no podría realizar tal sacrificio; y quiero, sin embargo, que lo haga con tan plena voluntad como si careciese de pasión». El entusiasmo por la libertad humana, la apoteosis estoica de la ley imperativa y absoluta es tan grande en Silvain como en Schiller o en cualquier otro de los kantianos.

Tan luminosas adivinaciones quedaron por de pronto perdidas para Francia. Dominaba allí una técnica literaria estrecha e inflexible, fundada en la admiración de ciertas obras de la antigüedad, mal entendidas por lo común, pero fundada todavía más en propensiones nativas de la raza, por donde vino a ser allí nacional, en el más riguroso sentido de la palabra, lo que en otras naciones, más clásicas de origen que Francia, pareció siempre artificial e importado. Dióse, pues, el fenómeno, a primera vista singular, de encontrarse una preceptiva falsa o incompleta (y de todas suertes opresora de la libertad artística y del arranque genial), sostenida y confirmada por una larga serie de obras maestras, que dieron tono y color a una literatura, con la circunstancia no menos extraña de haber sido la mayor parte de estas obras verdaderamente populares, es decir, aceptadas y comprendidas desde su aparición por todo un pueblo. La docilidad con que los ingenios más poderosos y más audaces, y hasta los espíritus más rebeldes a cualquier otro linaje de disciplina, amoldaron su inspiración a una serie de reglas que hoy nos parecen menudas, [p. 20] pueriles y de colegio, sin que esta esclavitud les perjudicase totalmente ni helase su inspiración, prueba hasta qué punto el genio y la índole de las razas imprime su sello en la literatura, haciéndola a su imagen y semejanza, a despecho de reglas y modelos, resultando de aquí que en unas partes se sequen y mueran las plantas, que en otras crecen vivaces y lozanas, por encontrar en la tierra jugos que las sustenten. Es la gente francesa inclinada de suyo a lo que algunos historiadores apellidan espíritu clásico , no ciertamente en el sentido de espíritu helénico, sino en el sentido de espíritu de orden intelectual, de disciplina literaria comprensible para todos, y que hace pasar como un nivel sobre todas las inteligencias, espíritu de educación uniforme, de pensamiento en común, de ideas y autoridades recibidas por todos, de claridad y lucidez en el pensamiento y en la frase, de algo que se respira en las escuelas, en los colegios, en las clases, de donde viene tal nombre. Si este sistema contribuye, a no dudarlo, a derramar entre los espíritus medianos, que en todas partes son los más, cierta especie de buen gusto, encerrado voluntariamente, en estrechos canceles, tampoco puede negarse que a la larga acaba por desecar esas mismas formas tan exquisitas y ponderadas y, entretanto, coarta el desarrollo de individualidades tan potentes y enérgicas como las que admiramos en las dos grandes literaturas del Norte y en las dos grandes literaturas del Mediodía.

Lo cierto es, que la llamada poética clásica, poética ciertamente muy lejana de los preceptos y mucho más de los ejemplos de la antigüedad, en ninguna parte ha llegado a ser racional sino en Francia, y eso que no fueron los franceses sus inventores. La unidad de tiempo, que erigió en precepto lo que Aristóteles se limitaba a consignar como un hecho, está en todos los comentadores latinos, italianos y españoles de la Poética, que pulularon en el Renacimiento. La unidad de lugar la inventó Castelvetro, según parece, y lo singular era el poner semejantes ideas en cabeza de Aristóteles, el cual había declarado, como cumplía a su grande entendimiento, que la duración conveniente de la fábula sería aquella que se requiriese para pasar de la infelicidad a la felicidad, según el curso verisímil y necesario de las cosas humanas.

Pedro Corneille, dos veces español, educado en la imitación [p. 21] de nuestro teatro y en la imitación de Lucano y de Séneca, e inclinado, por consiguiente, a la independencia literaria y a la forma romántica, se encontró con semejante tiranía, establecida ya por consenso universal, y en vez de atacarla de frente, prefirió unas veces eludirla con inocentes artificios, y otras someterse a ella, vindicándose a sí propio en los prefacios y exámenes que añadía a sus piezas, hasta que acabó por doblar la frente en sus Discursos del poema dramático, de la tragedia y de las tres unidades. Da pena ver a tan vigoroso poeta perseguido aun en su vejez de escrúpulos escolásticos, que le llevan a encontrar altos sentidos hasta en las que luego han resultado erratas de la Poética de Aristóteles, y buscar en la tragedia francesa las partes de cantidad de la tragedia griega, desde el prólogo hasta el éxodo; o bien pedir, como por favor, que se le concedan algunas horas o algunos palmos más de tierra para desarrollar sus fábulas, sin caer en la licencia de algunos que hacían viajar a sus personajes desde París a Ruan.

El ejemplo de la sumisión de Corneille, que fué gran poeta, no en virtud de las supuestas reglas, sino a pesar de ellas, vino a dar extraordinaria autoridad a los infinitos libros de teoría literaria, casi todos inútiles y farragosos, que en gran número abortaron en el siglo XVII y el siguiente. Así la Poética de La Mesnardière (1640), la Práctica del teatro del abate D'Aubignac (1657), el Tratado del poema ético del P. Le Bossu (1675), las Reflexiones del P. Rapin (1674). De ellos, D'Aubignac y Le Bossu fueron los más leídos, aunque uno y otro eran solemnísimos pedantes. El primero califica de monstruosos el teatro italiano, el español y el antiguo francés, y cuando no encuentra en Aristóteles sus absurdos y caprichosos preceptos, lo atribuye a que el Estagirita los tenía por tan evidentes, que ni siquiera juzgó necesario hacer mérito de ellos. En este género, nada hay tan cómico como la controversia entre D'Aubignac y Ménage (Trissotin y Vadius como si dijéramos), en la cual el primero sostenía que la acción del Heautontimorumenos dura quince horas, y el segundo que dura diez; el primero, que pasa en Atemas, y el segundo en un lugarejo próximo a aquella ciudad.

Pero a todos excedió el P. Le Bossu, cuyo tratado del poema épico tuvo seis ediciones, y mereció que Pope le calificase de [p. 22] admirable, y que Mad. de Sevigné tuviese a su autor por el hombre más sabio del mundo. He aquí el concepto que el P. Le Bossu tenía de la epopeya: «discurso inventado con arte para reformar las costumbres por instrucciones cubiertas con el manto de la alegoría de una acción importante, que se cuenta en verso de una manera verisímil, divertida y maravillosa». Consecuente a esta barroca definición es el resto de la teoría. El P. Le Bossu emprende probar que «la Odisea no ha sido compuesta, como la Ilíada, para instruir a todos los Estados de Grecia reunidos y confederados en un solo cuerpo, sino para cada Estado en particular». A él se debe también la peregrina idea de considerar la epopeya como una obra de especial utilidad para los reyes y generales de grandes ejércitos. Raro público, en el cual de seguro no habían pensado ni Homero, ni Dante, ni Milton.

A Boileau, espíritu lógico, exacto y preciso, pero espíritu negativo al cabo, como todos los satíricos en quienes no se mezcla la nota lírica, le salvó de caer en tales aberraciones el profundo sentimiento que tenía de lo ridículo; pero el fondo de su doctrina difiere poco, salva la felicidad incomparable de la expresión, del que D'Aubignac y Rapin preconizaban. Dió a muchas verdades de sentido común eternidad de proverbios; «dijo agradablemente cosas verdaderas y útiles», como Voltaire reconoce; tuvo el mérito singular de adivinar y alentar el genio de sus más famosos contemporáneos (Racine, Pascal, Molière); enterró toda una literatura pésima, fanfarrona y bastarda; no fué extraño de ninguna manera a la poesía, y sobre todo a la poesía de dicción, que puede coexistir con pensamientos vulgares...; pero en el fondo no tiene su Arte Poética (1674) ni un solo principio que trascienda sobre el vulgar mecanismo, ni que arguya comprensión de las grandes leyes del arte. La forma es admirable: casi todos los preceptos pueden calificarse de racionales y sensatos, pero el espíritu estético es el de un procurador o el de un comerciante de paños. No confundamos por un espíritu de reacción, quizá justificada en parte, lo que es gloria de la lengua francesa, con lo que no es ni puede ser el código literario de los que no nos hemos educado en ningún colegio francés. La importancia pueril concedida a la rima, que, en lenguas como la italiana y la nuestra, tiene un valor tan secundario y discutible; el empeño de considerar la poesía [p. 23] como un arte de razón y de buen sentido; la absoluta ignorancia de la poesía de la Edad Media, calificada de « arte confuso de nuestros viejos romanceros » ; la ignorancia todavía mayor del teatro español, anatematizado como « espectáculo grosero » ; la proscripción absoluta de lo maravilloso cristiano; el riguroso precepto de una acción sola en un lugar y un día; la concepción radicalmente falsa de la poesía épica, «que se sostiene por la fábula y vive por la ficción», son intolerancias y errores de la crítica de Boileau, en los cuales no se insiste aquí por ser tan manifiestos, y además porque nos detiene aquel dicho de Voltaire: «Es de mal agüero (porte malheur) hablar mal de Nicolás». [1] Fué el intérprete de la razón y de la verdad, pero la razón y la verdad solas, no son la poesía.

No todos se sometieron sin protesta a la férula del ceñudo dictador. No en balde había difundido el cartesianismo cierto espíritu de hostilidad contra la tradición en todas las esferas. Espíritus insurrectos iniciaron de un modo desordenado, pero con singular tenacidad, la guerra contra los modelos clásicos, formulando principios muy análogos a los que han sido en nuestro siglo la bandera del más intransigente romanticismo. Así estalló la famosa cuestión de los antiguos y los modernos, que duró más de noventa años, y que produjo una montaña de libros. [2] El origen cartesiano de este motín es indudable. Descartes había hecho gala de despreciar la historia y las lenguas clásicas, afirmando que un sabio tenía tan poca obligación de conocer el griego y el latín como el dialecto de la Baja Bretaña, o el de los grisones. Él fué de los primeros que echaron a volar la idea, tantas veces reproducida por Perrault y sus secuaces, de que nosotros somos los verdaderos antiguos, puesto que el mundo [p. 24] es hoy más viejo y posee mayor experiencia. El P. Malebranche tenía por pequeño mal que el fuego viniese a consumir las obras de los poetas y de los filósofos antiguos, y se enojaba de que un amigo suyo encontrase placer en la lectura de Tucídides.

De tales antipatías se hicieron eco Colletet, Desmarests de Saint-Sorlin, Charpentier, Carlos Perrault, Fontenelle y La Motte, principales héroes de las tres campañas contra los antiguos, en las cuales tuvieron por principales antagonistas a Boileau y a Mad. Dacier. Sería inútil y prolijo en esta introducción enumerar todos los incidentes de la contienda. Basta fijarnos en el principal argumento de los innovadores, que, más o menos explícito, más o menos bien declarado, no era otro que el principio de la perfectibilidad humana, o sea, la ley del progreso, aplicada por igual y en línea recta al arte, a la ciencia y a la industria. Colletet afirmaba, en plena Academia francesa, que la imaginación del hombre es infinita, y que no hay belleza que no pueda ser oscurecida por otra más rara, principalmente en estos nuestros siglos, que podemos considerar como la vejez del mundo; pues así como se han visto lucir nuevas estrellas y descubrirse nuevos mares y nuevos pueblos, así podrán encontrarse cada día modos nuevos de belleza. Arnauld D'Andilly y el obispo Godeau (1635,— Discurso sobre la poesía cristiana) hacían resueltamente la apología del elemento poético del cristianismo, enseñando que «el Helicón no es enemigo del Calvario, y que la Palestina oculta tesoros de que la Grecia misma no puede gloriarse», y añadían que «era lícito pasar por Atenas y por Roma, pero que se debía hacer morada en Jerusalén, sacrificándola los despojos de sus enemigos y reedificándola de sus ruinas».

Desmarets de Saint-Sorlin, poeta infeliz, pero recalcitrante y obstinadísimo, publicaba en dos volúmenes (1658), con el título de Las delicias del ingenio, un virulento ataque contra la mitología, y un desarrollo de esta tesis: «No hay belleza que pueda compararse con la de las Sagradas Escrituras». En otro libro suyo, Comparación de la lengua y de la poesía francesa con la griega y la latina, Desmarests de Saint-Sorlin declara inmutables los elementos poéticos que suministra la naturaleza, pero variables y perfectibles hasta lo infinito los que resultan de nuestro modo, cada vez más perfecto, de concebir la naturaleza de las cosas. No contento [p. 25] con esto, escribió un Discurso para probar que los argumentos cristianos son los únicos propios de la poesía heroica, censurando, sobre todo, enérgicamente a los que en asuntos modernos hacían intervenir a los dioses de la Fábula, y asentando el principio indisputable de que lo maravilloso y lo sobrenatural debe estar fundado sobre la religión del héroe de quien se canta.

Demasrests bajó al sepulcro en 1676, pero dejando por ejecutor de sus voluntades literarias a Carlos Perrault, cuyo nombre vive, no por estas polémicas, sino por sus encantadores cuentos para la niñez. Perrault era un sabio en muchas artes y ciencias, pero sentía poco y mal la poesía, y sobre Homero y sobre Píndaro dijo garrafales desatinos. Su mérito y su error fundamental consiste en la aplicación sistemática de la teoría del progreso, entre cuyos primeros apóstoles quiere alistarle con razón Pedro Leroux. Los cuatro tomos de su Paralelo de los antiguos y de los modernos (1696), ampliación de otros escritos suyos anteriores sobre la misma materia, pueden considerarse como un perpetuo desarrollo de esa idea de perfectibilidad continua y paralela. Perrault compara las edades de la humanidad con las de un solo hombre, e infiere de aquí que los antiguos eran niños, y que nosotros debemos ser considerados como los verdaderos antiguos. [1]

Exalta el siglo de Luis XIV, como la edad de oro de la humanidad, y concede grande eficacia a la gobernación de los príncipes en el desarrollo de las letras y de las artes. No le espantan los eclipses parciales de la civilización, porque en esos períodos, al parecer de barbarie y de tinieblas, la ciencia corre como río subterráneo, para salir de nuevo a la superficie más abundante y caudaloso que nunca. La naturaleza no ha perdido nunca su fecundidad para producir grandes hombres; sólo que en cada época engendra cierto número de hombres excepcionales, que son como el tipo y la gloria de ella.

Donde Perrault flaquea es en la aplicación de estos grandes principios a cada una de las artes. La idea del progreso es, a un tiempo, el mérito mayor y el punto más flaco de su sistema. No [p. 26] acertó a comprender que esta ley, como toda ley histórica, no puede aplicarse en iguales términos a lo que de suyo es relativo y mudable, como las ciencias experimentales y las industrias (en que cada día representa un adelanto nuevo), y a lo que puede alcanzar en cualquier momento histórico un valor propio y absoluto, como sucede con las grandes creaciones artísticas. La verdad y la belleza son eternamente admirables, sea cualquiera la época y la civilización que las producen o comprenden, y no cabe el más ni el menos tratándose de obras perfectas y acabadas cada cual en su línea, sin que esto excluya en modo alguno la persuasión en que debemos estar de que los siglos venideros producirán otras obras igualmente perfectas, aunque de orden distinto, ni implique tampoco la negación del progreso estético, que en otro sentido se cumple siempre, en cuanto va siendo cada día mayor la suma de goces estéticos que la humanidad atesora, y mayor asimismo el número de hombres llamados a participar de estas espirituales fruiciones. Ni entendía tampoco Perrault, esclavo más que otro alguno del arte convencional y académico de su tiempo, que pueden haberse producido en pueblos y en épocas favorecidas de un modo singular por la naturaleza, tipos y formas de arte que luego han desaparecido, y que es en vano emular, porque virtualmente están muertos, aunque gozan de la perennidad incorruptible que la perfección y la hermosura les comunican: así, por ejemplo, la estatuaria griega y también su tragedia; así también la epopeya de los pueblos primitivos, y pudiéramos añadir la arquitectura gótica, y la pintura italiana del Renacimiento, sustituídas luego por otros modos y formas, que a su manera tienen también singular hermosura, v. gr., el drama shakespiriano, la pintura realista holandesa y española, etcétera, etcétera. Entendido de esta manera el progreso artístico, quizá se hallará que están bien compensadas las pérdidas con los hallazgos, mucho más si se tiene en cuenta que cada día va siendo más profunda la crítica que se aplica a las obras maestras, y mayor la penetración de sus recónditas bellezas.

Otro de los méritos de Perrault consiste en haber distinguido, antes que el P. André, dos géneros de bellezas, unas transitorias y locales, otras universales y eternas, infiriendo de aquí que era gran prueba de esterilidad someterse a un estilo único e [p. 27] inmutable. Pero su falta de sentido estético salta a los ojos cuando confunde los adelantos de la construcción con los del corte de piedras y maderas, o cuando dirige a Homero las más pedestres censuras por no haberse sometido a la etiqueta y ceremonial de la corte de Luis XIV, aunque por otra parte dió singular muestra de adivinación histórica, negando la personalidad del poeta y considerando las dos epopeyas homéricas como un conjunto de rapsodias: opinión idéntica, hasta en su temeridad, a la de la escuela wolfiana, reducida hoy a más razonables términos, y anunciada también por Vico (1715), que consideraba a Homero como una Idea o un carácter heroico más bien que como persona real.

En suma: no hay escritor alguno de su siglo que lanzara a la arena tal número de opiniones nuevas y paradójicas, unas verdaderas, otras falsas, pero destinadas todas a hacer gran ruido en el mundo. Hasta cuando se equivoca nos parece muy superior en ingenio a sus rivales, especialmente a Boileau, el cual en la polémica que con él sostuvo no acertó a salir de la injuria personal o de los lugares comunes retóricos. Boileau tenía razón en admirar a los antiguos, y es mérito suyo esta admiración; pero no puede darse cosa más pobre que las razones en que la fundaba. Al fin Perrault, desatinando y todo, por su afán de aplicar a la crítica las leyes y el método de las ciencias positivas, abría siempre perspectivas y horizontes nuevos, y era digno heraldo y nuncio de lo por venir.

Casi el mismo elogio hay que conceder a otros espíritus paradojales que seguían la misma bandera, muy señaladamente a Fontenelle y a La Motte. Fontenelle, hábil vulgarizador de los descubrimientos científicos, escéptico templado, y no mucho más sensible que Perrault a los encantos de la verdadera poesía, inventó un género de églogas urbanas o áulicas, pesadísimo y absurdo, en que los pastores hablaban como discretos cortesanos, e hizo la apología de esta invención en un Discurso sobre la naturaleza de la égloga, donde declara que los antiguos, especialmente Teócrito, no supieron idealizar la naturaleza, y que sus personajes carecen de educación y buen tono. El mismo idealismo de salón, mezclado con ingeniosos epigramas y fórmulas dubitativas, resalta en la Digresión sobre los antiguos y los modernos (1688), donde, sin embargo, aparece, quizá por primera vez, formulada la teoría [p. 28] de la influencia de los climas, con aplicación a la literatura y a las artes, así como Montesquieu la aplicó a la legislación algunos años adelante. Admite la ley del progreso en las ciencias: la niega en la literatura. Ya en su vejez (1742) publicó unas Reflexiones sobre la Poética, encaminadas principalmente a establecer la superioridad de su tío Corneille contra los admiradores exclusivos de Racine. Esta Poética es curiosa, puesto que en ella se manifiesta por primera vez el conato de derivar las reglas del drama de las primeras fuentes de lo bello, indagando cuál sea la naturaleza de las acciones que son propias para agradar en el teatro, y de qué manera estas mismas acciones se modifican por las condiciones de la escena. Fontenelle se contenta con exponer el plan de esta Poética filosófica, pero le declara inmenso y casi inasequible, y se limita a hacer algunas observaciones sueltas, pensadas con más ingenio que novedad. Ni siquiera tiene aliento para rechazar la doctrina de las tres unidades, sin duda por respeto a la memoria de su tío, que había querido mostrarse, a lo menos en teoría, tan rígido observador de ellas.

No así La Motte Houdard, otro escritor de los que se empeñaban en que la discreción y la agudeza sustituyesen a todo, hasta al sentimiento poético. Tradujo a Homero sin entenderle ni saber griego, excitando con esto las iras de la sabia madama Dacier, que le aplicó el látigo con que los humanistas de los siglos XV y XVI solían flagelarse brutalmente unos a otros; y no fué lo peor que le tradujera, sino que se empeñó en refundirle, abreviarle y acomodarle al uso y estilo moderno, con impertinentes correcciones y censuras y versos tan duros y áridos, que acabó por hacer aborrecible a Homero entre los indiferentes, hastiados ya de estas cuestiones. La Motte no negaba que Homero fuese un gran poeta con relación al tiempo bárbaro en que nació; pero estaba tan persuadido de que el poeta mismo hubiera aceptado sus correcciones, que en una oda titulada La sombra de Homero, osó hacer bajar al divino ciego a la tierra para recomendarle a él (La Motte) en versos de piedra berroqueña, que se dignara revestir la Ilíada con las gracias de su estilo, respetando las conveniencias sociales y el gusto de las edades cultas.

Los admiradores y los enemigos de Homero estaban a la misma altura en cuanto a no comprender la epopeya primitiva. [p. 29] Boileau, no sabiendo cómo explicarse las malas costumbres y flaquezas de los dioses de la Ilíada, había confiado, muy en secreto, a La Motte la idea de que la Ilíada debía de ser una especie de tragicomedia, en que tocaba a los dioses el papel de bufones o graciosos para divertir al lector después de las escenas serias. Se quería a viva fuerza que los primitivos helenos tuviesen las mismas ideas morales y teológicas que nosotros, o se les reprendía por no haberlas tenido. Tal es el sentido del prólogo de La Motte a su traducción (1714) y de sus Reflexiones sobre la Crítica (1715), a las cuales contestó con más erudición que talento madama Dacier en su libro De las causas de la corrupción del gusto (1714), y en el prefacio y en las notas de su Odisea (1716), donde generalmente adopta las fórmulas épicas del P. Le Bossu, ensalzando la Ilíada como un discurso en verso, inventado para representar en forma alegórica los males que la división de los jefes ocasiona en un partido, y la Odisea como otro discurso alegórico moral, cuyo intento es probar los males que la ausencia de los príncipes causa en los Estados. ¡Haberse pasado la vida sobre Homero, haberle traducido con tanto amor, y, en general, con bastante exactitud, aunque dándole un color falso y moderno, y venir a los sesenta y tres años a sacar por fruto de su admiración tales consecuencias! ¡Cuánto mejor lo sentía aquel escultor que, sin saber palabra de griego, exclamaba, según nos refiere D'Alembert: «Hace pocos días he tropezado con un libro francés viejo, que yo no conocía: se llama la Ilíada de Homero. Desde que le he leído, me parece que tengo delante hombres de quince pies, y no puedo dormir». 

Otras paradojas de La Motte valen más, mucho más de lo que pudieran inducirnos a creer este bárbaro atentado suyo contra Homero o su Discurso sobre la poesía en general y sobre la oda en particular (1706), notable tan sólo por el desconocimiento perfecto de lo que constituye la esencia del genio lírico, en el cual no ve más que el número, la cadencia, la ficción y las figuras. Pero aun en ese mismo discurso tiene el mérito de haberse rebelado contra los que daban por fin de la poesía la utilidad, «a no ser (añade) que en lo útil se comprenda el placer, que es, en efecto, una de las mayores necesidades del hombre», y de haber proclamado, contra un rigorismo importuno, la libertad de la poesía que [p. 30] «canta lo que quiere, dispone sus asuntos como bien le parece, no se preocupa de la virtud ni del vicio, y cuando nos agrada, puede decir que ha cumplido con su misión»; proposiciones que los más rígidos teólogos de su tiempo dejaron pasar sin nota de censura, adoctrinados como estaban por la escolástica, de que el arte, como tal arte, no mira a la bondad o malicia del operante, sino a la perfección de la obra.

Mayores son los aciertos de La Motte en su Discurso sobre la tragedia, donde no duda en atacar de frente el sistema de las tres unidades, que califica de regla pueril y contraria a la verisimilitud; en sustituir a la unidad de acción la de interés, y en reprobar el uso de los confidentes, plaga del teatro francés. ¿Qué mas? Llegó a recomendar el uso de la prosa para la tragedia y hasta para la oda, extravagancia esta última que creíamos nacida en nuestros días.

Si los defensores de los antiguos pecaron por espíritu de rutina, y los defensores de los modernos por falta de erudición y de discernimiento, no cabe duda que unos y otros dieron impulso a un gran movimiento intelectual, y que entonces quedaron proclamadas por primera vez la mayor parte de las ideas, cuya trama constituye la moderna historia de la preceptiva literaria. De la nube de escritos que tal polémica abortó, pocos son leídos hoy, y pocos merecen serlo, si se exceptúan una epístola de La Fontaine (que sentía a los antiguos como ningún otro poeta de su tiempo), algunas páginas muy sensatas y de elegancia mundana de Saint Évremond; y, sobre todo, la hermosa carta de Fénelon acerca de las ocupaciones de la Academia francesa, y sus Diálogos sobre la eloquencia, expresión de un sabio y simpático eclecticismo, en el cual domina el cariño gracioso y familiar a los antiguos, pero cariño tan ilustrado que le hace preferir la austeridad de Demóstenes a la pompa de Cicerón. Ni tampoco pareció esquivo a algunas de las más razonables paradojas de La Motte, mostrando declarada aversión a la rima y al sistema prosódico de la lengua francesa, aversión bien natural en quien se había mostrado verdadero poeta en prosa en su Aristonóo y en las buenas partes del Telémaco.

Aparte de esta grande y fundamental cuestión, todavía pueden citarse en Francia muchos escritos de principios del siglo XVIII, [p. 31] que más o menos se refieren a la estética. Indicaremos sólo los que contienen alguna novedad digna de recordarse. El abate Terrasson, autor de una soporífera novela científica titulada Sethos, intentó aplicar a la teoría de las artes la duda metódica de los cartesianos, he hizo alarde de buscar las leyes de la poesía en la esencia de la poesía misma, y no en la tradición ni en el análisis de algunos volúmenes griegos y romanos. Tal es el sentido de su Disertación crítica sobre la ILÍADA de Homero (1715). El P. Bouhours, jesuíta algo mundano y muy estimado en la conversación, erigió en teoría (en sus Diálogos de Aristo y Eugenio— 1671, y en su Manera de juzgar bien las obras de ingenio— 1687) una especie de estilo brillante y conceptuoso y al mismo tiempo florido, que él llamaba adornado, y que era, por decirlo así, una renovación del conceptismo de las preciosas; y para defenderle, cual otro Gracián, inventó la teoría estética de la verdad embellecida que él daba por fórmula del arte. Su libro tiene profundas semejanzas con la Agudeza y arte de ingenio, aunque él no lo confiesa. Exageró sus ideas el abate Trublet, que compilaba, compilaba, compilaba..., según el sangriento verso de Voltaire. Trublet había inventado una receta para convertir lo bueno en bello por medio de la elegancia, la vivacidad y la delicadeza.

Todas estas genialidades están olvidadas; pero no les faltaron secuaces. Mejor fué la suerte del Tratado de Rollin (rector de la Universidad de París) sobre los estudios (1726-28), que en su parte literaria es una paráfrasis bien hecha de Quintiliano, una especie de Quintiliano cristianizado, pero que tiene, entre otras originalidades, la de haber proscrito, en nombre de la religión y del sentido común y de la verdad, «cuyos derechos son eternos y no prescriben nunca», el uso de la mitología en los asuntos modernos, afirmando que si el cristiano no cree en las divinidades gentiles, es pronunciar palabras inútiles el invocarlas. En este punto Rollin, como Desmarests de Saint-Sorlin, es verdadero predecesor del Genio del cristianismo. El mismo sentido que en esta parte del libro de Rollin, predomina en otros métodos de educación cristiana que por entonces se publicaron, especialmente en el Triunfo de la Academia cristiana sobre la profana, por el P. Félix Dumas, religioso recoleto (1640), que sólo mencionamos por haber sido traducido al castellano; y con más libertad y amplitud en los [p. 32] voluminosos tratados del sabio teólogo oratoriano P. Thomasin, especialmente en el que se rotula Método de estudiar y de enseñar cristianamente las letras humanas con relación a las letras divinas y a las Sagradas Escrituras (1681-1682), donde su autor, lejos de proscribir el estudio de los libros gentiles, quiere, como San Basilio, que vengan a exornar el trofeo de la verdad cristiana, dando a las fábulas una interpretación alegórica, y exprimiendo el jugo de la verdad moral que en ellas se encierra.

Todas estas discusiones críticas y pedagógicas contribuían, sin duda, a dar amplitud a las ideas literarias; pero la Estética general adelantaba poco después de los trabajos de Silvain, del P. André y de Crousaz. En los cincuenta primeros años del siglo XVIII sólo podemos registrar un ensayo de psicología estética, y otro de sistema o clasificación general de las artes.

El Ensayo sobre el gusto no es más que un artículo que Montesquieu, a ruegos del caballero Jaucourt, había empezado a escribir para la Enciclopedia, y que se publicó incompleto y sin la postrera lima, después de su muerte. Es, por tanto, un borrador, bueno para probar la variedad de aptitudes del ilustre Presidente, pero no para rivalizar con el Espíritu de las leyes, ni siquiera con las Cartas persas. Su utilidad para el estudioso de la Estética es hoy muy pequeña. Montesquieu se propone investigar las causas del placer que excitan en nosotros las obras de ingenio y las producciones de las bellas artes, y lo hace, en general, siguiendo las huellas del P. André; esto es, con mucha superficialidad. Como él, acepta la división tripartita, distinguiendo tres especies de placeres: los que el alma saca del fondo de su esencia, los que resultan de su unión con el cuerpo, los que se fundan en las preocupaciones o en el hábito. Estos diferentes placeres son los objetos del gusto. El mérito principal del análisis de Montesquieu consiste en haber establecido duramente la distinción entre lo bueno y lo bello, (forma con uso y forma sin uso): «Cuando encontramos placer en ver alguna cosa que tiene utilidad para nosotros, decimos que es buena; cuando encontramos placer en verla, sin consideración ninguna a su utilidad, decimos que es bella».

Los principios estéticos de Montesquieu son tan subjetivos como los de Silvain o los de Kant. «Las fuentes de lo bello, de lo bueno, de lo agradable (escribe) están en nosotros mismos, e [p. 33] indagar sus razones es lo mismo que buscar las causas de los placeres de nuestra alma». De aquí nace el carácter completamente psicológico de este breve tratado: «Examinemos nuestra alma, estudiémosla en sus acciones y en sus pasiones...» Define el gusto «facultad de descubrir con delicadeza y prontitud la medida del placer que cada cosa puede producir a los hombres». Como placeres propios del alma, enumera los que se fundan en la curiosidad, en las ideas de grandeza y perfección, en la idea que el alma tiene de su existencia, opuesta al sentimiento de la nada, en la facultad de comparación y asociación de las ideas, etc. El gusto natural que discierne estos placeres no es cuestión de teoría, es una aplicación pronta y exquisita de las mismas reglas que no se conocen. Lo que Montesquieu no decide claramente es, si el gusto pertenece a la sensibilidad o a la inteligencia, aunque más bien parece inclinarse a lo primero. El sabor general del tratado es sensualista, pero con gran vaguedad de términos. En él leemos esta singular proposición: «El alma conoce por sus ideas y por sus sentimientos», dando a entender que el elemento sensible va envuelto en todo conocimiento, y que éste no viene a ser más que la misma sensación transformada. Aún van más allá proposiciones tan materialistas como ésta: «El talento consiste en tener los órganos bien constituídos relativamente a las cosas a que se aplica».

Es singular que la mayor parte de expresiones bellas y sublimes que cita Montesquieu en este tratadillo las saque de autores tan oscuros y de tan dudoso gusto como el compendiador Floro, que es el preferido. En general, no demuestra gran tino artístico, ni es maravilla que de su pluma salieran las pueriles afectaciones del Templo de Gnido. De los edificios góticos dice que «son una especie de enigma para los ojos que los ven, y que el alma se queda confusa delante de ellos, como cuando se le presenta un poema obscuro». ¡Cuánto mejor sentía la arquitectura ojival nuestro Jove-Llanos, jurisconsulto también y escritor de ciencias sociales como Montesquieu! En el uno imperaba la preocupación dogmática; el otro, por el sentimiento, casi llegaba a librarse de ella.

En suma: Montesquieu considera como principales fuentes del placer estético la curiosidad, el orden, la variedad, la simetría, los contrastes, la sorpresa, la asociación accidental de ideas..., y, [p. 34] sobre todo, el no sé qué (así le llama, lo mismo que nuestro padre Feijóo), que consiste principalmente en lo inesperado, «y es la razón por qué las mujeres feas tienen muchas veces gracia, y es raro que las bellas la tengan; porque una persona bella hace ordinariamente lo contrario de lo que hubiéramos podido esperar de ella». Cuando la sorpresa va en progresión ascendente, llega la belleza a su colmo: «se pueden comparar las grandes obras con los Pirineos, donde la vista que creía medirlos al principio descubre montañas detrás de las montañas, y se pierde cada vez más en lo infinito». Montesquieu analizó con mucha sagacidad algunas de las impresiones estéticas, particularmente las que resultan de la diferencia entre lo que el alma ve y lo que el alma sabe, así como también los distintos grados y maneras de la gracia. Tampoco se mostró muy intolerante en la cuestión de las reglas, que estima verdaderas siempre en tesis, pero falsas a menudo en la hipótesis, pues aunque todo efecto dependa de una causa general, se mezclan con ellas tantas causas particulares, que cada efecto tiene, en al guna manera, una causa distinta... «Así, el arte da las reglas, y el gusto las excepciones: el gusto nos descubre en qué ocasiones el arte debe imperar, y en qué ocasiones debe ser sometido». A este tenor podrían entresacarse del ensayo de Montesquieu algunas sentencias sueltas muy dignas de alabanza, pero nada que se parezca a un sistema. Parecen notas lanzadas al acaso sobre el papel, para un tratado que no llegó a escribirse. La parte conocida termina con algunas observaciones sobre lo cómico (cuya raíz encuentra en la malignidad natural) y sobre el elemento estético que cabe en los juegos de azar.

Lo que falta a los apuntes de Montesquieu en aparato sistemático y científico, le sobra a otro libro francés de la misma época, que tuvo un éxito enorme, más bien fuera de Francia que en Francia misma, siendo traducido al inglés, al alemán, al holandés, al italiano y al castellano, discutido por Diderot, apreciado por Mendelssohn, y finalmente, acatado como código en muchas partes de Europa hasta el advenimiento de Winckelmann y de Lessing, Esta obra, nada vulgar, escrita no sin talento lógico, y sobre todo con mucho espíritu de sistema, es la quinta esencia de todas las malas y torcidas interpretaciones que se venían dando al texto de la Poética de Aristóteles, extendidas y dilatadas, no ya sólo por [p. 35] los campos de la poesía y del arte literario, sino por todas las demás bellas artes, que el autor aspiraba a reducir a un principio. Fué autor de esta tentativa el abate Batteux (1713-1780), conocido además por su edición de las Cuatro Poéticas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau, que se esmeró en concordar y anotar, y por varios escritos no despreciables, concernientes a varios puntos de la filosofía griega. Su obra fundamental se titula Principios de Literatura, y a ella sirve de introducción el célebre tratado De las Bellas Artes reducidas a un principio. Nunca se ha visto contracción más endeble, a pesar de su apariencia de solidez, ni nunca se ha fabricado una teoría con menos elementos. Su especiosa facilidad seduce: una vez aprendida, no se va nunca de la memoria, y el siglo XVIII la aprendió en seguida, sin perjuicio de olvidar pronto a quién la debía.

El principio único del abate Batteux es la imitación de la naturaleza, entendida tal y como suena, en el mismo sentido grosero en que hoy la entienden los naturalistas y realistas; doctrina que dista toto coelo, como en otra parte hemos indicado, de la verdadera doctrina de Aristóteles, el cual se guardó bien de formular un principio único para todas las artes, y dió por objeto a la poesía la imitación de lo universal y de lo necesario, infiriendo de aquí la mayor dignidad y excelencia de la poesía respecto de la historia.

El abate Batteux, separándose de este sentido idealista, e imbuído hasta los tuétanos del empirismo de su tiempo, nos dice lisa y llanamente que «imitar es copiar un modelo», si bien extiende el concepto de Naturaleza, haciendo que abarque, no sólo lo existente, sino también lo posible.

Aceptando el abate Batteux la generalísima definición del arte, «colección de reglas para hacer bien lo que puede hacerse bien o mal», y la clasificación de las artes en útiles, bellas y bello-útiles, refiere al tercero de estos grupos la elocuencia y la arquitectura, y al segundo la música, la poesía, la pintura, la escultura y la danza pantomímica; difiriendo entre sí las tres especies de artes, no sólo por su fin inmediato, sino además porque las primeras emplean la naturaleza tal como es en sí, las bello-útiles la modifican, y las bellas no la usan ni la mejoran, sino que la imitan. El oficio del ingenio «consiste, no en imaginar lo que puede [p. 36] ser, sino en hallar lo que es; no en dar existencia a un objeto, sino en reconocerle tal cual es». La Naturaleza contiene todos los planes de las obras regulares, y las reglas del Arte están invariablemente trazadas por el ejemplar de la naturaleza. «¿Qué es la pintura? Imitación de objetos visibles...; su perfección no pende sino de la semejanza con la realidad. ¿Qué son la música y el baile? Un retrato artificial de las pasiones humanas. En suma: todas las artes no son otra cosa que entes fingidos, copiados o imitados de los verdaderos».

No nos engañemos, sin embargo, dando a la doctrina del abate Batteux más alcance naturalista que el que realmente tiene. Su imitación no es la copia servil de cuanto se ofrece a los ojos, sino la imitación de la Bella Naturaleza, esto es, de la Naturaleza en el más alto grado de perfección con que la puede concebir el espíritu. Para alcanzar esta separación de la naturaleza, el abate Batteux no acude ciertamente a la idea platónica, pero recomienda y encarece el procedimiento de selección, que dicen que practicó Zeuxis con las muchachas de Crotona, haciendo un cuadro que fué verisímil y poético en su totalidad, y no verdadero e histórico sino en las partes tomadas separadamente. No obsta esto para que lo verdadero y lo real puedan ser materia de las artes, siempre que reúnan por sí mismos las condiciones necesarias para poder ser materia de un poema o de un cuadro; pero entonces el arte usa de sus derechos, edificando sobre los cimientos de la verdad, y mezclando tan diestramente la verdad con la mentira que de ambas resulte un todo de la misma naturaleza.

Es fácil concebir la aplicación de este sistema a la pintura, a la escultura, a la poesía narrativa y a la dramática, pero lo curioso es ver los esfuerzos de ingeniosidad a que el autor apela para extenderle a la música, a la poesía lírica y a la arquitectura. De esta última fácilmente se descarta, con decir que es un arte bello-útil, que emplea grandes masas, sin modificarlas. A las dos artes idealistas por excelencia las considera como imitaciones de la pasión humana, sin hacerse cargo de que la música tiene su valor estético propio, independiente de la pasión que expresa o que puede excitar, la cual muchas veces depende, más que de la música misma, de la situación de ánimo de quien la oye. Por el contrario, el abate Batteux mira la música bajo un aspecto que pudiéramos [p. 37] llamar exclusivamente literario, y afirma en términos rotundos que «toda Música y todo Bayle debe tener un sentido y una significación», y que «no hay sonido alguno que no tenga su modelo en la naturaleza».

Batteux no vacila, como Montesquieu, en declarar que «el gusto es un sentimiento», pero nota con mucha precisión que este sentimiento va siempre acompañado de un juicio. «Aunque parece que el gusto procede a ciegas y toscamente, la verdad es que va precedido siempre de un rayo de luz».

Todavía pudieran entresacarse de este olvidado libro aforismos estéticos de verdad tan incontrastable como el siguiente: «No basta para las Artes que el objeto que elijan sea interesante, sino que debe tener toda la perfección de que es susceptible». Batteux no quería que los artistas se contentasen con lo bueno, sino que aspirasen sin tregua a lo excelente, singular y nuevo. En su tendencia sintética, llegaba a concebir el ideal de un espectáculo en que la Pintura, la Música, el Baile, la Declamación y la Poesía se diesen armoniosamente la mano, excitando a un tiempo todos los sentimientos y todas las facultades de nuestra alma. Afirmaba que hay en las obras de arte una lógica fatal, y que «nada hay menos libre que el arte después que ha dado el primer paso». Aspiraba a la unión de lo bello y de lo bueno, pero considerándolos como ideas y realidades distintas, por mirar lo bueno a la conservación y perfección de nuestro ser, y tener lo bello su finalidad en sí propio, como manifestación sensible de lo perfecto. Admitía muchos modos y diferencias de arte, todos igualmente legítimos, según las épocas, los gustos, los genios, los gobiernos, los climas, las costumbres y los idiomas, y todos los creía legítimos, siempre que convinieran en imitar con selección la naturaleza. Para la perfecta imitación exigía dos condiciones: la exactitud y la libertad franca e ingenua, que borrase en el arte las huellas de la esclavitud. Admitía que el sentimiento pudiese adivinar las reglas del arte de un modo más fino y seguro que la inteligencia. En cuanto a imaginar posibles nuevos modos y formas de arte, llegaba donde los más audaces. «La Naturaleza (dice) tiene una infinidad de tipos y sistemas que conocemos, pero tiene muchísimos más que ignoramos». La crítica de los defectos es fácil: la alta crítica consiste en ver las bellezas de que una obra es capaz, [p. 38] pero que su autor no ha puesto en ella. Identificaba, en su esfera más alta, el buen gusto con el amor habitual del orden. Todas estas graves enseñanzas están desfiguradas, a la verdad, por una continua preocupación del elemento didáctico y moral de la poesía, que quiere encontrar, no ya sólo en los poemas homéricos, los cuales interpreta como Mad. Dacier, sino hasta en las odas anacreónticas, v. gr., en la del Amor picado por la abeja. «Anacreonte (dice) colocó sus lecciones entre rosas».

Brilla el discernimiento del abate Batteux cuando aconseja preferir el elemento humano en la poesía al elemento del paisaje que considera como accesorio respecto de las acciones morales y libres: «Por eso los grandes pintores jamás dejan de poner, aun en los paisajes más desnudos, algunos vestigios de humanidad, como algún sepulcro antiguo o algunas ruinas de un vetusto edificio». Expresión felicísirna la de vestigios de humanidad, y muy para notada en un crítico del siglo XVIII. Su concepto de la epopeya era también muy elevado y harto superior al que hemos visto en el P. Le Bossu y en los restantes tratadistas. La definía como un «poema que en una misma acción abraza todo el universo, el cielo que rige los destinos, y la tierra donde se cumplen»; y añadía, adelantándose a conceptos generales y sintéticos que creemos engendrados por la filosofía del primer tercio de nuestro siglo, que «la Epopeya es a un tiempo la historia de la Humanidad y de la Divinidad», definición verdaderamente maravillosa y aplicable a todas las epopeyas primitivas. Con tales iluminaciones geniales, mal podía ser hostil a la poesía de Milton, que «supo reemplazar lo maravilloso de la fábula con lo maravilloso de nuestra santa religión», aunque reconoce una ventaja en las antiguas teogonías, es a saber: que, suponiéndose a sus héroes hijos de Dioses, se los podía creer también en comunicación continua con sus padres, estableciéndose así el lazo entre lo humano y lo divino. No concebía la máquina como algo externo a la acción del poema mismo, sino como algo que penetrase en sus entrañas «conciliando la acción de la Divinidad con la de los Héroes». Y aun inclinándose ante la autoridad del P. Le Bossu en lo del fin moral, no aceptaba que el poeta épico comenzara por proponerse en abstracto la máxima que luego había de desarrollar, «porque la esencia de la acción no pide más que un objeto, sea el que fuere», [p. 39] pudiendo, a lo sumo, la máxima resultar del conjunto del poema. ¿Cómo reducir a un apólogo la Musa Épica, que «está tanto en el cielo como en la tierra, y aparece toda penetrada de la Divinidad, y semeja mas bien el éxtasis de un profeta que el verídico testimonio de un historiador»?

En cuanto al precepto de las unidades trágicas, manifiesta una tolerancia muy rara en preceptistas franceses: «Se debe observar este precepto cuando se pueda, y acercarse a él lo más que sea posible».

Tantos y tan luminosos rasgos de espíritu crítico, unidos a la generosa tentativa de construir por primera vez una teoría general de las artes, explican y justifican el alto concepto que en su tiempo alcanzó Batteux, aun en la pensadora Alemania, y dejan patente la injusticia que con él cometen los críticos de su nación, aun los mejor informados, y los que han tomado por principal argumento la historia de las ideas literarias en su patria, omitiendo del todo su nombre, o postergándole a otros muchos que de ninguna manera tenían su intuición estética. Con todos sus defectos, Batteux ocupa entre los iniciadores franceses de esta ciencia un lugar semejante al de Burke entre los ingleses, o al de Arteaga entre los nuestros. Le perjudicó, sin duda, la aridez extraordinaria y la falta de gracia de su estilo, y le perjudicó también no poco el haberse mostrado adversario acérrimo de Voltaire, así en lo dogmático como en lo literario, publicando una crítica dura y punzante de la Henriada. Padeció, pues, la suerte común a todos los enemigos del famoso patriarca y dictador del siglo XVIII, de quien ya es hora de decir algo.

Voltaire no era estético, ni parece haber hecho mucho caso de las disquisiciones sobre filosofía del arte. En la crítica literaria, como en todo lo demás, tiene prodigioso ingenio, conocimiento de la técnica, buen gusto de detalles, cierta vivacidad e impaciencia muy agradables, capacidad de entusiasmarse (intelectualmente, se entiende) con los buenos versos y con la buena prosa; una amenidad perpetua, algo que vive, que se mueve, que chispea; un estilo que es todo nervio, antítesis perfecta del estilo sanguíneo y exuberante de Diderot. Estos son los méritos, y aun hay que añadir algunos más. Voltaire dió a conocer en Francia la literatura inglesa, extendiendo así las ideas y presentando nuevos [p. 40] términos de comparación. De Inglaterra trajo, no solamente el funesto escepticismo a que ha dado su nombre, no sólo un arsenal de argumentos irreligiosos tomados de las armerías de Herbert, Toland, Tindal, Collins, Shaftesbury, Wollaston y Boligbroke (los cuales le inspiraron tanto o más que el diccionario de Bayle), sino también el conocimiento de la física de Newton, de la filosofía sensualista de Locke, de la poesía filosófica de Pope, del espíritu satírico de Swift, del dulce espíritu de observación moral de Addison. Y, además, había descubierto un tesoro que no acertó a explotar: el teatro de Shakespeare. ¡Qué asombro debieron de producir aquellas Cartas sobre los ingleses, donde por primera vez apareció traducido el monólogo de Hamlet! En su primer acceso de entusiasmo, tampoco dudó Voltaire en llevar a la escena francesa, con su timidez habitual, es cierto, de una manera raquítica, recortándolas y desflorándolas, pero llevar, en suma, algunas de las bellezas más sublimes que había admirado en el sublime bárbaro. Así, de Otelo nació Zaira; de la sombra de Hamlet, Semíramis; del JuIio César, la Muerte de César. Unas pocas gotas de vino shakespiriano bastaron para salvar estos dramas, para entusiasmar al público y para iniciar una nueva tendencia, que por pasos lógicos hubiera llevado al romanticismo, adelantándole en medio siglo. Pero Voltaire no tuvo valor; Voltaire se asustó de su obra, porque en medio de sus alardes de independencia era un espíritu francés por excelencia, y conservaba mucho de la rutinaria disciplina de colegio. Y; ademas, tenía celos de Shakespeare. Un tal Laplace, en 1746, y luego Letourneur, en 1776, habían traducido a Shakespeare, muy mal entrambos, sobre todo el primero; pero Shakespeare tiene una virtud misteriosa y oculta, aun en las peores traducciones; así es que se apoderó del ánimo del público, y pronto comenzaron las imitaciones. El presidente Hénault, «famoso por sus comidas y por su cronología», se arrojó a escribir (1747) una especie de crónica dramática titulada Francisco II; escogiendo, es verdad, un reinado que no pasó de diez y siete meses, pero en suma conculcando las unidades, inclusa la de acción, que todos respetaban. Más adelante Ducis, hombre primitivo, rústico y patriarcal, mens sana in corpore sano, comparado por sus contemporáneos con una vieja encina, se enamoró de Shakespeare con un amor casi religioso, como quien adora a un Dios [p. 41] desconocido, puesto que en su vida llegó a saber inglés, teniendo que contentarse con festejar todos los años el natalicio de Shakespeare y coronar de flores su busto, ya que no podía leerle. Ducis profanó las obras maestras del trágico inglés: Otelo, Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, El Rey Lear..., convirtiéndolas en tragedias a la francesa, débilmente escritas por añadidura, pero por las cuales siempre cruzaba algún relámpago del genio shakespiriano, que, como no está adherido a las palabras, sino a las situaciones y a los caracteres, es de esencia inmortal e indestructible.

Voltaire no lo pudo resistir: llamaba a Ducis poeta ostrogodo, y a Shakespeare salvaje ebrio; y su indignación llegó al delirio cuando Letourneur, en los preliminares de su versión, dedicada solemnemente al Rey de Francia, declaró, con no menor solemnidad, que Shakespeare era el Dios del teatro, y que ningún hombre de genio había penetrado tanto como él en los abismos del corazón humano, ni hecho hablar mejor a las pasiones el lenguaje de la naturaleza, sorprendiendo a la humanidad en todos sus antros y sinuosidades, mezclando lo cómico con lo trágico y encontrando las leyes del arte en su propio genio. La ira de Voltaire no tuvo límites, y estalló en su carta a la Academia Francesa, leída en nombre suyo por D'Alembert en sesión pública de 25 de agosto de 1776 . A duras penas concede que «ese Shakespeare, tan salvaje, tan bajo, tan desenfrenado y tan absurdo, tenía algunos chispazos de genio», y que en ese «obscuro caos, compuesto de asesinatos y de bufonadas, de heroísmo y de torpezas, hay algunos rasgos naturales y enérgicos». Y acaba conminando a los académicos para que no toleren que la nación que produjo la Ifigenia y la Atalía, las abandone por las contorsiones de un saltibanqui, «trocándose nuestra corte, tan famosa por su buen gusto, en una taberna o en una cervecería». Tal es el tono general de la polémica shakespiriana de Voltaire; y aun llega más allá en su parodia, tan inícua como graciosa, del Hamlet, publicada a nombre de Jerónimo Carré. Nuestro Moratín reprodujo a la letra la mayor parte de estas censuras.

Pero las parodias no son razones, y, además, podía contestarse a Voltaire con Voltaire mismo, que en las Cartas sobre los ingleses había llamado a Shakespeare «genio lleno de fuerza, de fecundidad y de sublimidad, aunque sin el menor conocimiento [p. 42] de las reglas», y a la tragedia del Moro de Venecia, « pieza muy patética». En su juventud, Voltaire era accesible al puro sentimiento del arte; en su vejez, su alma calcinada, escéptica y corrompida, ya no respondía más que a las solicitaciones de la vanidad, de la envidia y del amor propio. La polémica infernal en que se había empeñado contra el cristianismo, estrechaba cada día más sus ideas, le aridecía el espíritu, le apartaba de la comprensión de la historia, y daba cierto sabor de fanatismo a sus opiniones hasta sobre las materias más indiferentes. Su odio a la Biblia y al pueblo judío no era sólo odio teológico, sino odio sanguinario, bárbaro y ciego; una especie de antipatía de raza y de sangre, que le hacía abominar, no ya del contenido moral y religioso de la Biblia, sino de sus bellezas literarias incomparables. Es el único escritor impío de alguna importancia que no ha llegado a sentirlas, o que ha cerrado los ojos para no verlas; el único que ha tenido el valor de parodiarlas cínicamente.

Todas las monstruosidades contra el orden intelectual y moral llevan en sí propias su castigo. Así es que Voltaire, el Voltaire de la vejez, el de Ferney, el de los libelos anónimos y pseudónimos que como flechas envenenadas corrían por Europa, no perdió su gusto, no perdió su corrección, no olvidó los cánones de la retórica ni los preceptos de la gramática francesa, pero cada día se fué haciendo más académico (en el mal sentido que suele darse a la palabra), cada día se fué volviendo más incapaz de comprender toda poesía sencilla, espontánea y ruda, ni de dar entrada en su espíritu a ninguna de las grandes admiraciones que bastan para embellecer la vida; y cada día fué extremando sus tendencias reaccionarias en el arte, como si hubiera querido imponerse allí el freno y la ley que había quebrantado en otras esferas más altas. ¡Tan natural es al espíritu humano la ley y la disciplina! Los que más alardean de quebrantarla en lo máximo, suelen ser los más supersticiosos observadores de ella en lo mínimo.

Grandes, enormes son las lagunas que pueden señalarse en el talento crítico de Voltaire. No sólo desconoció, calumnió y parodió la poesía de los hebreos y la poesía de Shakespeare, y poco más o menos la de Calderón; no sólo escribió, por todo elogio de Dante, la singular impertinencia de que «hay en la Divina Comedia unos treinta versos que no deshonrarían al Ariosto», sino que de [p. 43] los griegos mismos, a quienes hacía profesión de imitar en su Edipo y en su Electra, sabía tan poco y tenía tan escasa estimación de ellos, que osaba escribir a Horacio Walpole: «Todas las tragedias griegas me parecen obras de estudiante en comparación con las sublimes escenas de Corneille y las perfectas tragedias de Racine». Añádase a esto una ignorancia profunda de la Estética general (véase el artículo Belleza, en su Diccionario filosófico), y la más absoluta incapacidad para comprender ni las bellezas del paisaje ni las bellezas de las artes plásticas.

Y, sin embargo, con todas estas deficiencias, absurdos y ceguedades, Voltaire es el mejor retórico de su tiempo, el mejor preceptista dentro de la escuela francesa. De sus libros, especialmente del Ensayo sobre el poema épico, de los prefacios de las tragedias, de los diálogos y misceláneas, del Diccionario filosófico, donde están contenidos también los artículos que escribió para la Enciclopedia, y de otros varios escritos sueltos, los mejores de ellos de corta extensión, puede formarse un compendio de poética, para uso de los franceses, muy sensata en todo lo que es accidental y menudo: arte de la versificación, propiedad y pureza de términos, teoría del estilo; y en todo lo que es crítica negativa, crítica de defectos palpables. Pero ideas nuevas de literatura, él, que removió tantas ideas en todos los órdenes, no las tiene más que en algunos escritos de su juventud, y allí están como arrojadas al acaso, sin ilación, sin verdadera conciencia muchas veces, o, por lo menos, sin atender a las consecuencias que lógicamente se deducen de ellas. Así, en el Ensayo sobre el poema épico, que acompaña a la Henriada, y que primitivamente fué escrito en inglés, se siente correr cierto airecillo de libertad literaria, que viene de las costas de Inglaterra. En él leemos que «todas las artes están oprimidas por un número prodigioso de reglas, la mayor parte inútiles o falsas»; que «las poéticas son leyes de tiranos, que han querido someter a sus leyes una nación libre, cuyo carácter desconocen»; que «Homero, Virgilio, el Tasso y Milton no obedecieron a otras leyes que las de su genio»; que «las pretensas reglas no son más que trabas y grillos para detener a los hombres de genio en su marcha»; que «es preciso guardarse de esas definiciones engañosas, por las cuales osamos excluir todas las bellezas que nos son desconocidas, o que la costumbre no nos ha hecho familiares, [p. 44] porque no sucede con las artes, especialmente con las de imaginación, lo que acontece con la naturaleza; podemos definir los metales, los minerales, los elementos, los animales, porque su naturaleza es siempre la misma, al paso que casi todas las obras humanas son tan movedizas como la imaginación que las crea; las costumbres, las lenguas, el gusto de los pueblos más vecinos, difieren entre sí; en las artes, que dependen puramente de la imaginación, se dan tantas revoluciones como en los Estados». A la luz de tales principios, acertaba en definir la tragedia francesa una conversación, y la tragedia inglesa una acción, y no disimulaba sus simpatías por la segunda, llegando a decir que «si los autores ingleses juntaran a la acción y movimiento que anima sus piezas un estilo natural, con decencia y regularidad, vencerían sin duda a los griegos y a los franceses». Y en cuanto al poema épico, tan amplio y liberal era entonces su criterio que no daba importancia alguna a que la acción fuese simple o compleja, a que se acabase en un mes, en un año o en mucho más tiempo; a que tuviese por teatro un lugar solo, como la Ilíada, o hiciese vagar al héroe de mar en mar, como la Odisea; a que el héroe fuese feliz o infortunado, furioso como Aquiles o pío como Eneas; a que la acción pasase en tierra o en mar, en las riberas de Africa y de la India, como en Los Lusiadas, o en América, como en la Araucana, o en el cielo, en el infierno y fuera de los límites de nuestro mundo, como en el Paraíso de Milton. «No disputemos sobre nombres (añade): ¿Me he de atrever yo a rehusar el título de comedias a las de Congreve o a las de Calderón sólo porque no encajan en nuestras costumbres? La carrera de las artes es más amplia de lo que se piensa, y el que no conoce más que la literatura de su país, es semejante al que, no habiendo salido nunca de la corte de Francia, pretendiera que el resto del mundo nada vale, y que quien vió a Versalles lo ha visto todo. Hay, sin duda, bellezas que agradan igualmente a todas las naciones. Homero, Demóstenes, Cicerón, Virgilio, han congregado bajo sus leyes a todos los pueblos de Europa, y hecho de tantas naciones diversas una sola república de las letras; pero en medio de esta comunidad se siente en los mejores escritores modernos el carácter de su país, aun en medio de la imitación de lo antiguo: sus flores y sus frutos están madurados por el mismo sol, pero reciben de la tierra que los nutre [p. 45] gusto, colores y formas diferentes. Debemos admirar lo que es universalmente bello en los antiguos: debemos prestarnos de buen grado a lo que era bello en su lengua y en sus costumbres; pero sería una extraña aberración querer seguirlos en todo servilmente. La religión, que es el fundamento de nuestra poesía épica, es, entre nosotros, lo contrario de la mitología. Nuestras costumbres difieren más de las de los héroes del cerco de Troya que de las de los indígenas americanos. Nuestros combates, nuestros asedios, nuestras escuadras, no tienen la menor relación con las suyas. Nuestra filosofía tampoco. La invención de la pólvora, de la brújula, de la imprenta, han cambiado la faz del universo. Debemos pintar con colores verdaderos como los antiguos, pero no pintar las mismas cosas. Admiremos a los antiguos, pero que nuestra admiración no se trueque en superstición ciega, y no nos hagamos a nosotros mismos y a la naturaleza humana la injuria de cerrar los ojos a las bellezas que derrama en torno nuestro, para no ver ni admirar más que las antiguas producciones. El único criterio recto consiste en distinguir lo que es bello en todos los tiempos y en todas las naciones, de esas otras bellezas locales que se admiran en un país y se desprecian en otro, y no ir a preguntar a Aristóteles lo que se debe pensar de un autor inglés o portugués, ni a Perrault cómo debemos juzgar la Ilíada; no dejarnos tiranizar por Scalígero ni por el P. Le Bossu, sino sacar las reglas de la naturaleza y de los modelos que se tienen delante de los ojos».

¿Quién diría que este programa, casi romántico, o, por mejor decir, ni romántico ni clásico, sino eternamente verdadero, como engendrado en aquella región más alta de la crítica donde las diferencias y oposiciones de escuela se reducen a síntesis, limitándose y modificándose unas a otras, había salido de la pluma de Voltaire? ¡Qué dones tan prodigiosos había recibido aquel hombre, si él no se hubiese empeñado en torcerlos y pervertirlos!

Aciertos no menores ostenta su crítica dramática, así en el Comentario de Corneille, a pesar de sus injusticias con el viejo poeta (a quien por otra parte, profesaba admiración no fingida), como en los prefacios de sus tragedias, y aun en las tragedias mismas, que, medianas como son (exceptuado Zaira y alguna otra), y muy decaídas hoy de su estimación antigua, porque en [p. 46] la mayor parte de ellas el estilo, generalmente endeble, no corresponde a la concepción dramática, casi siempre ingeniosa, ofrecen, sin embargo, intenciones y novedades que deben tenerse por atisbos y vislumbres del arte moderno. Entre estas novedades deben contarse, no ya el propósito docente y la intempestiva aplicación de la tragedia a la divulgación de máximas filosóficas y políticas, lo cual da a las suyas cierto interés histórico, pero las ha matado como obras teatrales; no sólo los conatos visibles de imitación shakespiriana en varias obras juveniles, una de ellas la mejor de su repertorio; sino además la tragedia sin amor, ensayada en La Muerte de César y en Roma Salvada; la tragedia de recuerdos históricos nacionales, como Zaira, como Adelaida du Guesclin; la tragedia caballeresca y de Edad Media, como Tancredo; ciertos conatos de tragedia de color local con rasgos de costumbres de pueblos bárbaros y remotos, v. gr., los árabes en Mahoma, los chinos en El Huérfano, los peruanos en Alzira, sin contar una infinidad de obras olvidadas y muy dignas de serlo, pero que demuestran la misma tendencia, como Los Guebros, Los Scitas, etc. Y todavía hay que añadir que Mahoma es un melodrama, mucho más que una tragedia clásica, y que las llamadas comedias de Voltaire (cualquiera que fuese su actitud doctrinal ante las innovaciones de La-Chausée y de Diderot) quieren ser comedias sentimentales; así Nanina, El Hijo Pródigo, La Escocesa, y otras a cual más infelices. En su Comentario a Corneille, hablando de la tragicomedia de Don Sancho de Aragón (imitación, en parte, de una comedia de Lope o de Mira de Mescua), autoriza, a título de género intermedio, «que puede tener sus bellezas», la comedia heroica, «género (dice) inventado por los españoles y muy preferible a lo que se llama tragedia urbana o de la clase media (bourgeoise), y comedia lacrimosa, porque esta comedia (añade), absolutamente desprovista de elemento cómico, es una monstruosidad nacida de la impotencia que en algunos autores hay de ser ni trágicos ni chistosos». Mayor pompa en el espectáculo, mayor rapidez en la acción, una tendencia instintiva hacia la ópera, acaban de caracterizar el teatro de Voltaire, separándole claramente del de sus predecesores. Si sólo atendiéramos a la hermosa efusión de sentimientos cristianos en una escena de Zaira, o a la evocación de las glorias de la antigua caballería en otro pasaje [p. 47] de la misma tragedia, casi tendríamos que contarle entre los precursores del romanticismo.

Y este nombre de romántico no era entonces desconocido. Los ingleses le usaban ya en un sentido casi literario, y Letourneur le había echado a volar en Francia el primero, según creemos, en uno de los prefacios de su versión de Shakespeare (1776), recomendando la adopción de aquel neologismo para designar los paisajes que despiertan en el alma afectos tiernos e ideas melancólicas. Precisamente el último tercio del siglo XVIII se caracterizaba por una especie de reacción contra la vida de ciudad, de corte y de salón, y por un amor, generalmente afectado y poco sincero, no ya a los campos de égloga, sino a la naturaleza simple y ruda, en la cual comenzaban a buscarse fuentes de inspiración y secretas armonías con los dolores de nuestra alma. Entonces aparecieron los singulares tipos del hombre de la naturaleza y del hombre sensible, cuya creación pertenece en primer término a Rousseau, el cual, en algunos paisajes alpestres, fué de los primeros en describir y sentir la naturaleza de propia vista y no por los libros. Su discípulo predilecto, Bernardino de Saint-Pierre, dió un paso más, arrojándose a escribir el primer libro de física estética que aparece en la historia de la ciencia. Los Estudios sobre la Naturaleza y las Harmonías que forman la segunda parte, constituyen, cualquiera que sea su valor científico, una verdadera estética del sentimiento de la naturaleza, completamente olvidado hasta entonces en los libros de teoría del arte, aunque ya se descubren vislumbres de él en ciertas apologías cristianas, como el Hexameron, de San Basilio, y el Símbolo de la fe, de Fr. Luis de Granada. Bernardino de Saint-Pierre, contrarrestando la influencia de la falsa poesía descriptiva de su tiempo, y difundiendo un cierto espiritualismo, mucho más cristiano que panteísta, es, por decirlo así, el anillo que liga a Rousseau con Chateaubriand.

Crecía la afición a las literaturas extranjeras, especialmente la inglesa y la alemana, aunque, por lo común, esta influencia se limitase a aquellos autores que menos se alejaban del gusto francés, o que habían sido, en sus literaturas respectivas, imitadores de los franceses; así Pope, Addison, Thompson, y en general todos los escritores ingleses del tiempo de la reina Ana, especialmente los poetas filosóficos y descriptivos; así los bucólicos [p. 48] de la Suiza alemana, como Gessner; así los novelistas británicos, como Richardson, que Diderot ponía en las nubes con expresiones de desaforado entusiasmo, y que contribuyeron a difundir cierta poesía de familia y de hogar, muy del gusto del siglo XVIII, que afectaba siempre traer el nombre de virtud en los labios. Más adelante penetraron otras obras de carácter más acentuadamente moderno, pero ninguna igualó en estrépito, ni en influencia, ni en número de secuaces (debiendo ser tenida, en rigor, por el primer libro romántico), a los apócrifos poemas de Ossián, falsificación de la antigua poesía escocesa hecha por Mac-Pherson, que mostró en ella, no sólo verdadera habilidad y talento poético, sino conocimiento profundo de las necesidades de su época, hambrienta de poesía en toda Europa, y mayormente de poesía que presentase algún carácter nacional, mucho más si iba acompañado, como en aquélla, de nieblas y ventisqueros, de abetos solitarios y de arpas mecidas por el viento; melancólicas visiones del Septentrión, que por primera vez surcaban el cielo del Mediodía. La poesía, aun falsificada, todavía lograba el poder de desembargar los espíritus atrofiados por la Enciclopedia.

Otros países se habían adelantado mucho a Francia en este camino. En Alemania florecían ya Schiller y Goethe; pero los franceses tardaron mucho en enterarse. Abrieron, sin embargo, las puertas al Werther, que venía preparado por la Nueva Heloísa, y que suscitó, en seguida, una turba de imitaciones.

En el teatro se cumplían, entretanto, grandes novedades. Abierto estaba el camino por Voltaire y, en cierto modo, por los grandes maestros del siglo XVII, en los cuales no es muy difícil encontrar a trechos, y por excepción, el romanticismo, como ingeniosamente ha intentado, no ha mucho, Deschanel. ¿Qué es El Cid sino un drama romántico y caballeresco, algo arreglado a las condiciones de la escena clásica, pero no sin que conserve muchos rastros de su origen? ¿Qué son Don Sancho de Aragón, Heraclio, Rodoguna, Nicomedes, sino dramas novelescos, cargados de acción, de incidentes y de sorpresas, tanto como un drama de Víctor Hugo o de Alejandro Dumas? ¿Qué es Polieucto sino una tragedia cristiana? La misma facilidad con que obras dramáticas nacidas de la libérrima fantasía española se transformaron en tragedias francesas al pasar por las manos de los dos Corneille [p. 49] y de Rotrou (así el Wenceslao, el San Ginés y tantas otras), prueba hasta qué punto entró, más o menos disimulado, el espíritu romántico entre los elementos del teatro francés, que parece mucho más severo en su estructura y ordenación armónica que en sus componentes. Y en el mismo severísimo Racine, ¿qué son los coros de Atalía y de Esther, sino una tentativa para acercarse al drama lírico? Por otra parte, la existencia de un género como la ópera, mixto de lírico y dramático, no sometido a otra ley que la de producir deleite al oído y a los ojos, por medio de lo fantástico, de lo sobrenatural y de lo maravilloso, contribuía en el siglo XVIII, más de lo que se cree, a mantener la tradición de un teatro que pasaba por legítimo, aunque inferior, y que no obedecía a las pretensas reglas de Aristóteles.

Otros se arrojaron a más, aun en la misma escena trágica. Voltaire, en el admirable diálogo de Lusignan con su hija, y en algunas escenas de Tancredo, había renovado (y este mérito no se le puede quitar) el tipo del caballero cristiano, de que tanto se usó y se abusó en adelante. Una turba de poetas medianos se lanzó sobre sus huellas. El drama histórico triunfaba ruidosísimamente en 1765 con la representación de El Sitio de Calais, de Du Belloy, pieza muy endeble, pero tan patriótica y oportuna que obtuvo un triunfo cívico, al cual contribuyeron desde Luis XV hasta el último ciudadano. El mismo autor hizo después, con menos éxito, un Bayardo, una Gabriela de Vergy; y el grande amigo de Diderot, Sedaine, siguió sus huellas, escribiendo en prosa (para extremar la innovación) Maillard o París salvado, Raimundo V o el Trovador, etc. Voltaire se llevaba las manos a la cabeza, como si se tratase de alguna invasión de bárbaros, y se opuso con toda su influencia a que tales obras se representasen en el teatro francés, introduciéndose con ellas la abominación y la desolación en el templo de las Musas. El pobre Sedaine, tuvo que quedarse con sus cartapacios en el bolsillo, sin obtener ni siquiera licencia para darlos a la estampa hasta 1788, en vísperas de la revolución política. La literaria quedaba definitivamente aplazada: no triunfó en el teatro francés hasta 1830.

Otros fueron más afortunados. La comedia de tendencias graves, sentimentales y melancólicas, a cuyo género pertenecen casi todas las de Terencio y debían pertenecer, según toda apariencia, [p. 50] muchas de las de Menandro; la comedia que, aun escogiendo sus protagonistas en la clase media o en otra más inferior, considera la vida humana más bien por el lado serio que por el jocoso y risueño, podía buscar sus antecedentes y su legitimidad hasta en Molière mismo, cuyo Alceste deja una impresión bien dolorosa en el ánimo. Fué presentada y combatida, sin embargo, como una innovación, y en realidad lo era, consistiendo su verdadera flaqueza en quererse constituir como género aparte, no aceptando la complejidad de la vida y dejándose dominar por ella en sus alternativas de risa o llanto, sino adoptando parciales aspectos que habían de resultar tan exclusivos como los de la comedia jocosa, cayendo además en lo monótono, declamatorio y sentimental, a que tan propenso era aquel siglo. No se observó, pues, en las nuevas piezas aquella dulce melancolía terenciana, ni aquellos simpáticos afectos que animan algunas escenas del Rudens y de los Cautivos, de Plauto, sino una serie de empalagosos lugares comunes de virtud y de sensibilidad, capaces de resfriar la emoción dramática más intensa, caso de que sus autores hubieran acertado (que no acertaron) a producirla. A este género, llamado por burla comédie larmoyante, o llorona, o lacrimosa, y a veces tragédie bourgeoise cuando la catástrofe era trágica, si bien acaecida a meros particulares, pertenecen las comedias de La Chausée (muerto en 1754), especialmente La preocupación de moda, Melanida, La Escuela de las madres, El alya, y pertenecen también las comedias de Voltaire, que llegó, no obstante, a abominar del género. Pero donde la innovación se presenta con aparato teórico más imponente es en El Padre de familia y El Hijo natural, de Diderot, los cuales, para ser en todo dramas modernos, aunque soporíferos, están escritos en prosa, lo mismo que la Eugenia y las demás piezas de Beaumarchais, y El Filósofo inconsciente, de Sedaine, que parece modelo de El Delincuente honrado, de Jovellanos. Beaumarchais y Sedaine tenían talento dramático, pero no eran críticos de vocación ni de oficio. Por el contrario, pocos hombres han tenido menos disposiciones dramáticas que Diderot: su conversación misma era una especie de monólogo continuado; pero en cambio, ningún hombre del siglo XVIII tuvo más intuición crítica que él. Por eso de Sedaine y de Beaumarchais deben leerse las piezas, y de Diderot los tratados y los prefacios, dejando los [p. 51] dramas en el eterno olvido a que los hacen acreedores el énfasis perpetuo de su estilo y la plétora de panfilismo o filosofía humanitaria.

La importancia de Diderot en la historia de la Estética es muy grande. Casi todas las ideas que él sembró han fructificado después, sobre todo en Alemania. Escribió el primero la teoría del drama moderno y fundó la crítica de las artes plásticas. No tenía ninguna de las condiciones del espíritu francés: no era ni ordenado, ni consecuente, ni metódico, y, como él mismo confiesa, todo se agrandaba y exageraba en su imaginación y en sus discursos. Era un cerebro siempre en ebullición, donde se elaboraba una cantidad enorme de ideas generales y sintéticas sobre todas las cosas. En este sentido acertaban los que en su tiempo solían llamarle, como por antonomasia, el filósofo, porque, aun siendo mala su filosofía, es realmente filosofía, lo cual no acontece con ningún otro de sus contemporáneos. Así es que su materialismo casi deja de ser materialismo, o debe calificarse, a lo sumo, de panteísmo naturalista o de materialismo idealista, que ahora decimos monismo, puesto que en vez de encerrarse en un seco y estéril mecanismo, como Helvetius, Holbach o La Mettrie, es dinamista acérrimo, y puede decirse que lo que ha hecho es materializar la concepción metafísica de Leibnitz, suponiendo dotada a cada partícula de la materia de animación, de vida y hasta de pensamiento, y de un como prurito de bullir y moverse. Los transformistas y evolucionistas le cuentan entre sus precursores porque formuló los principios de la selección y de la concurrencia vital. En sus escritos se columbra también la doctrina de la unidad de las fuerzas físicas y el principio de la conservación de la energía. En suma, es el único espíritu genial e inventor que produjo la escuela enciclopedista.

Su estilo es como sus ideas: turbio e incoherente a veces, riquísimo otras, pero siempre excesivo, violento, recargado, preñado de pensamientos, sin más orden de exposición que el que llevan las ideas al aparecer tumultuosamente en su cabeza. Así debía ser hablando, y así le describen los que le conocieron; como una especie de energúmeno, que a veces rayaba en la sublimidad, y otras muchas tocaba en lo ridículo. Parecía el hierofante de un panteísmo misterioso . Alemania le admiró por boca de Lessing y de Goethe. La Francia de su tiempo dejó de comprenderle: sus [p. 52] obras más atrevidas y originales quedaron inéditas por muchos años, y ni amigos ni adversarios vieron en él más que un espíritu cínico e irreligioso.

Reinaba en sus conversaciones y en sus libros (que, cuando son buenos, deben de parecerse mucho a sus conversaciones, puesto que están siempre en forma de cartas o de diálogo) un cierto calor comunicativo, que él llamaba con voz de su tiempo sensibilidad, y atribuía groseramente a la movilidad del diafragma y a la delicadeza de los nervios . Esta especie de sensibilidad de Diderot tiene, efectivamente, muy poco del corazón y mucho de los sentidos, y mucho también de la inteligencia. Este calor medio sensual, medio intelectivo, era precisamente la cualidad que le hacía más apto para sentir vivamente las bellezas de todas aquellas obras artísticas en que los sentidos y el entendimiento se interesan mucho más que el corazón. Por eso triunfa, sin rival, en la apreciación de todo lo que es carnal, sanguíneo y brillantemente coloreado. Tiene, como él decía, el sentimiento de la carne, pero sabe también mucho de la magia de la luz y de las sombras. Ante todo, es colorista, lo mismo en su crítica que en su estilo, y da al dibujo una importancia muy secundaria. Siempre que habla del color es elocuente e inimitable. «La paleta del pintor (dice en uno de sus Salones) es la imagen del caos: de allí saca la obra de la creación, los pájaros y todos los matices de que está teñido su plumaje, el suave aterciopelado de las flores, los árboles y sus diferentes verdes, el azul del cielo, y el vapor de las aguas, y los animales, y sus largos pelos, y las manchas variadas de su piel, y el fuego que centellea en sus ojos». Por eso sintió y acertó a interpretar Diderot, primero que nadie, las sombras fuertes y las claridades deslumbradoras de Rembrandt. Bajo ese aspecto, los Salones no son únicamente la primera obra de crítica pictórica al uso moderno, sino que hasta el presente han tenido muchos rivales afortunados, pero pocos, muy pocos, vencedores. Esta parte de las obras de Diderot, no conocida de sus contemporáneos, escrita a vuela pluma y destinada a una media publicidad en la correspondencia literaria que su amigo Grimm enviaba a algunas cortes de Alemania, es hoy la parte más viva y más interesante de sus obras, no ya por contener una completa historia de las artes en Francia desde 1759 a 1781, entre cuyas dos fechas tuvieron [p. 53] lugar los nueve Salones, o exposiciones, de que Diderot da cuenta, fecundas todas ellas en cuadros generalmente olvidados y dignos de serlo por pertenecer a un género falso y amanerado; sino por que lo que buscamos y encontramos allí, no es tanto la crítica de los cuadros como la persona y el genio estético de Diderot, que dejándose arrastrar de su facultad improvisadora, en vez de dar cuenta de las obras expuestas, las rehace muchas veces a su manera, medio pictórica y medio literaria; divaga libremente por todos los campos del arte, y ensarta una infinidad de reflexiones generales sobre el dibujo, sobre el colorido, sobre la expresión, sobre la belleza en general, sobre el ideal del arte, sobre las diferencias entre la pintura y la escultura, sobre la moral en el arte: todo en el más encantador desorden, como de carta familiar.

Los modernos naturalistas que infestan la literatura francesa, suelen contar a Diderot entre los suyos. Bien se conoce que no le leen, a lo menos con la atención con que merece ser leído. Diderot, con efecto, tiene siempre en la boca las palabras «imitación de la naturaleza »; pero ¿cómo las entendía? ¿Cuáles eran sus principios de estética general? Sembrados están por sus Salones, por su tratado de la Poesía dramática, por su Paradoja del comediante y por otros escritos suyos, sin excluir los mas frívolos y livianos. Ahora bien: estos principios teóricos (como podía esperarse de la capacidad metafísica de Diderot) están mucho más cerca del idealismo platónico que del principio de imitación groseramente entendido. Diderot cree en el carácter absoluto de la belleza, superior a las determinaciones históricas; da al elemento relativo del gusto el carácter subordinado que debe tener; siente la necesidad de buscar «un módulo, una medida de gusto fuera de uno mismo y superior a él», y para esto imagina un modelo ideal, un fantasma homérico (éstas son las expresiones de que usa), un ente de imaginación, del cual habla con tanto fervor como el más espiritualista, afirmando que ese ideal no es una quimera, y que «no es permitido imitar demasiado de cerca a la naturaleza, ni siquiera a la bella naturaleza, porque el arte es una convención, y tiene límites en los cuales debe encerrarse». ¿Qué más? Uno de sus mejores diálogos, la Paradoja sobre el comediante, está destinado a probar, contra la opinión común, que el mejor actor no es el que más se identifica con su papel y el que más parte toma en el [p. 54] sentimiento que expresa, sino el que tiene el alma menos sensible y más fría, el que permanece más indiferente a todos los afectos que el poeta pone en su boca. Y para comprobarlo, recuerda que «nada pasa en la escena exactamente como en la naturaleza, y que los poemas dramáticos están todos compuestos según cierto sistema de principios, para imitar un modelo ideal. Los hormbres ardientes, violentos, sensibles, están en escena, dan el espectáculo, pero no gozan de él. El arte es un mundo distinto del de la realidad, y gobernado por otras leyes: véase este pasaje: «Pero qué, ¿esos acentos tan dolorosos que esa madre arranca del fondo de sus entrañas, no son producidos por el sentimiento actual, no son inspirados por la desesperación? De ningún modo; y la prueba es que están medidos, que forman parte de un sistema de declamación, que más bajos o más agudos de la vigésima parte de un cuarto de tono, son falsos, que están sometidos a una ley de unidad, que están en la armonía preparados y salvados..., que concurren a la solución de un problema propuesto», etc., etc.; porque Diderot es un torrente que no se restaña tan pronto. «Reflexionad un momento (añade) sobre lo que en el teatro se llama verdad. ¿Es mostrar las cosas como son en la naturaleza? De ningún modo . Es la conformidad de las acciones, de los discursos, de la figura, de la voz, del movimiento, del gesto, con un modelo ideal imaginado por el poeta, y muchas veces exagerado por el comediante... Las pasiones extremadas tienen casi siempre una gesticulación que el artista sin gusto copia servilmente, pero que el grande artista evita. Queremos que en lo más fuerte de los tormentos el hombre conserve su carácter de hombre y la dignidad de su especie. Queremos que los héroes mueran como el gladiador antiguo, en medio de la arena, entre los aplausos del circo, con gracia y nobleza, en una actitud elegante y pintoresca. La verdad desnuda es mezquina y contrasta con la poesía».

Más bien que los realistas, podrían los románticos ampararse con muchos conceptos estéticos de Diderot, aunque, realmente, se levanta sobre los unos y los otros y sobre todo sistema exclusivo, mostrando, en medio de sus apasionadas rapsodias, en medio del torbellino de sus ideas, y en medio de los rasgos de estilo prosaico, detestable y ampuloso, que debe a su tiempo, una intuición estética sorprendente, que alcanza las leyes generales del arte [p. 55] y de la belleza, ante las cuales toda intransigencia parece mezquina. Tuvo el presentimiento (teórico, se entiende) de la gran poesía, y no encontrando en medio del páramo de su tiempo ni un hilo de agua con que apagar la sed, vuelve los ojos a las épocas primitivas de la humanidad; se atreve a rebelarse contra la ley del progreso, única religión de su siglo, y confiesa amargamente que la poesía huye de las edades cultas, y exige imperiosamente «algo de enorme, bárbaro y salvaje». El pasaje siguiente de su Poética dramática, aunque largo, debe trascribirse a la letra, porque anuncia una revolución completa en las ideas y en el gusto. «¿Qué necesita el poeta? ¿Una naturaleza bárbara o cultivada, tranquila o tormentosa? ¿Preferirá la belleza de un día puro y sereno al horror de una noche oscura, donde el mugido de los vientos se mezcla por intervalos al murmullo sordo y continuo del trueno lejano, y donde se ve al relámpago inflamar los cielos sobre nuestra cabeza? ¿Preferirá el espectáculo de la mar en calma al de las olas agitadas? ¿El mudo y frío aspecto de un palacio a un paseo entre ruinas? ¿Un edificio construído, un espacio plantado por mano de hombres, a la espesura misteriosa de un antiguo bosque, o a la ignota hendedura de una roca solitaria? ¿Preferirá un estanque a una catarata que se quebranta y rompe entre los peñascos, estremeciendo al pastor que la oye desde lejos, apacentando su rebaño en la montaña? ¿Cuándo veremos nacer poetas? (añade proféticamente). Después de grandes desastres y de grandes desdichas, cuando los pueblos comiencen a respirar, y las imaginaciones, excitadas por espectáculos terribles, se atrevan a pintar cosas que ni siquiera podemos concebir los que no hemos sido testigos de ellas. ¿No hemos experimentado en algunas circunstancias una especie de terror cuya causa ignorábamos? ¿Por qué no ha producido nada? ¿Será que ya no tenemos genio? ¿O es que sólo cuando el furor de la guerra civil arma a los hombres de puñales, y la sangre corre a torrentes sobre la tierra, reverdece y se agita glorioso el laurel de Apolo?.»

El hombre que en 1760 escribió estas palabras, estrictamente proféticas (lo repito), y en las cuales puede leer cualquiera toda la historia ya cumplida de la poesía del siglo XIX, de su sangriento bautismo, de su vuelta a la tradición y a la naturaleza, pudo no tener ni medida ni criterio seguro en las cosas de arte y [p. 56] desbarrar torpemente en otras más altas, pero indudablemente fué el pensador más genial y poderoso de su tiempo. En su frente de réprobo todavía se descubre el sello de los fuertes y de los grandes, con que Dios le había marcado.

Amalgama extraña de luz y tinieblas, de oro y fango, son todos sus escritos: y, lo que es más extraño, amalgama de grandeza y extraordinaria vulgaridad. En nada se ve esto tan claro como en sus famosas doctrinas sobre el teatro, expuestas largamente en una serie de diálogos que acompañan al Hijo natural, y en una Poética dramática que anda impresa con el Padre de familia. Ya mucho antes, en un libro fríamente osceno y escandaloso, que apenas puede citarse, y que es una de las afrentas de su vida, había condenado las complicaciones y los artificios de la escena francesa, recomendando, por contraste, la simplicidad del Filoctetes de Sófocles. Más adelante, y alentado por el ejemplo de La Chausée, por la asidua lectura de Terencio, sobre el cual ha escrito páginas encantadoras, y por la pintura de las costumbres domésticas que veía en las novelas inglesas, especialmente en las de Richardson, intentó crear un género, o más bien varios géneros de dramas nuevos, que, según él, habían de influir poderosamente en la corrección de las costumbres y en la difusión de la virtud, de la cual era gárrulo y enfadoso predicador, sin perjuicio de escarnecerla a cada paso con libros inmundos y con teorías que negaban hasta la noción del pudor.

Pero el día en que se le ocurrió crear su teatro estaba en vena de moralista, por lo cual cargó la mano, no ya sólo en el respeto debido a las costumbres, sino en el fin docente e inmediato del teatro, que, segun él, debía ser siempre una escuela de rectitud y honestidad, donde el padre, el hijo, el magistrado, el comerciante, encontrasen puestos en acción sus más sagrados deberes. En este extraño género de drama, para colmo de insulsez y de fastidio, no habría caracteres propiamente dichos «porque en la naturaleza humana apenas se encuentran más que una docena de caracteres fuertemente acentuados», sino condiciones, esto es, el estado social de las personas, con los deberes, los inconvenientes y las ventajas de cada uno de ellos. Así habría comedia del filósofo, del literato, del abogado, del político, del ciudadano, del hacendista, del gran señor y del intendente. Habría también [p. 57] dramas fundados en las relaciones de familia, el esposo, la hermana, los hermanos, la abuela. Y Diderot exclama entusiasmado con su idea: «¡El padre de familia! !Qué asunto en un siglo como el nuestro, donde parece que nadie tiene la menor idea de lo que es un padre de familia!» A tales desvaríos conduce la exageración del propósito moral en el arte. Y tan allá lleva Diderot su invención, que a algunos personajes los deja sin nombre, designándolos únicamente con el de su estado o condición: así el Padre de familia resulta siempre anónimo, y también su cuñado el comendador.

Hay otra innovación de Diderot, a primera vista menos ridícula, pero que, aplicada con tan poco discernimiento como él la expone y aplica, daría fácilmente al drama un carácter mecánico y grosero, llevándole a confundirse con las representaciones de muñecos o con las payasadas de los clowns. Me refiero a la importancia que concede a la pantomima. Diderot parte de una aserción indudable, es a saber: que en el teatro clásico francés había mucha conversación y poca acción. Para remediarlo, pone escenas enteramente mudas, y carga sus libretos de acotaciones, las cuales, ejecutadas a la letra, producirían el efecto cómico más desastroso, en vez de los cuadros patéticos que el autor va ordenando, en su idea fija de sustituir el cuadro a la tirada. La falta de templanza de Diderot en todas sus cosas, el violento espíritu de reacción que lleva a sus teorías, y, por otra parte, su inexperiencia dramática, que él mismo confiesa, explican las deficiencias de esta doctrina suya, basada en una concepción materialista y externa del teatro, la cual le impide comprender:  1º, que la pantomima no es, como él dice, una porción importante del drama, sino un arte independiente, aunque secundario, que le presta a veces sus auxilios, como se los presta la música en la ópera; 2º, que el drama puede existir y ser bello sin pantomima, y aun sin ejecución exterior, no careciendo de razonables fundamentos la opinión, a primera vista paradójica, de algunos para quienes las más bellas y duraderas obras dramáticas son siempre las irrepresentables, porque cuanto mayor sea la riqueza y complejidad de los elementos de una obra dramática (Hamlet, Fausto, etc.), tanto más lejana estará de ser comprendida rápidamente por la multitud congregada en el teatro; de donde algunos, todavía con mayor audacia, infieren que los progresos de la civilización, que [p. 58] van acabando ya con toda poesía colectiva y sustituyéndola con la poesía individual, disgregada y fraccionada hasta lo infinito, acabarán también con el teatro, sustituyéndole como recreo colectivo la Música, y como obra literaria el poema dramático, amplio y extenso, destinado a la lectura lenta y sosegada.

Diderot se preciaba de haber introducido, no uno, sino varios géneros dramáticos: «la comedia seria, que tiene por objeto la virtud y los deberes del hombre», así como «la comedia jocosa tiene por objeto las ridiculeces y los vicios»; «la tragedia doméstica, que presenta en escena las catástrofes de los simples ciudadanos, así como la tragedia propiamente dicha, versa sobre las catástrofes públicas»; y aun admitía géneros intermedios. Realmente, todas estas invenciones se reducen al drama de costumbres contemporáneas, con tendencia pedagógica, único que Diderot cultivó, y único al cual son aplicables sus preceptos. En este sentido, Diderot es un precursor, y su influencia dura hoy mismo en la única forma dramática que muestra alguna vitalidad en nuestros días. Sino que hoy la tendencia moral o inmoral no se confiesa con tanta inocencia, ni se dice, como Diderot, que «los que vayan a sus piezas se salvarán de los lazos que les tiendan los malvados que los rodean»; sino que suele disfrazarse con los nombres de tesis, problema, etc., agitándose en los dramas, poco más o menos, las mismas cuestiones que Diderot prefería: el adulterio, el divorcio, el hijo natural, la patria potestad, etc. En este concepto, su influencia ha sido funesta y antiestética, pero muy real y muy efectiva. Para que sea mayor la semejanza, estos dramas se escriben siempre en prosa (en todas partes menos en España), como Diderot quería y practicaba, lo cual no deja de ser lógico tratándose de tan antipoética materia.

Sería entrar en detalles demasiado técnicos, y por otra parte excusados, el examinar todas las opiniones de Diderot acerca del teatro, en las cuales andan mezcladas cosas muy sensatas con lamentables aberraciones, que lo parecen todavía más cuando se las ve reducidas a la práctica en sus dramas y esbozos de dramas, y no defendidas ya por la especiosa dialéctica del autor. Lo que apenas se advierte en esta Poética dramática es resabio alguno de determinismo o fatalismo, cosa muy rara dada la filosofía del autor. Se conoce que formó sus ideas artísticas con absoluta [p. 59] independencia de sus lucubraciones de otra índole. Lo que domina en él es una aspiración a la sencillez y a la unidad del plan, manifiesta en su odio a la complicación de elementos extraordinarios y novelescos, a las intrigas dobles, a los golpes de teatro, a las antítesis procuradas y artificiosas de los caracteres. Llega a decir que éstos deben contrastar, no entre sí mismos, sino con las situaciones y los caracteres. Los dramas sin contrastes los tiene por más verdaderos, más sencillos, más difíciles y más bellos. También es muy razonable, y aun profundo, el consejo que da al poeta dramático de trabajar como si el espectador no estuviese presente, teniendo a los ojos solamente la verdad de la naturaleza humana que quiere convertir en obra artística.

Verdad es que todos estos principios tan luminosos se encuentran conculcados al llegar a la práctica. Diderot, que tanto entusiasmo afectaba por Sófocles y por la tragedia clásica, y que no comprendía mal su naturaleza, asimilándola más bien con la ópera que con la tragedia moderna, se muestra, en el estilo de sus dramas, todo lo más remoto que puede imaginarse de la serenidad helénica; y si a alguien se asemeja en lo enfático, presuntuoso y declamatorio, es a los sofistas de la última época, que, como él, hacían profesión de traer siempre en los labios las palabras virtud y filosofía. Pero así y todo, esos dramás serán siempre hojeados con más curiosidad que todas las tragedias de escuela que entonces se hacían, porque nunca muere del todo lo que representó en su tiempo una idea nueva, por más que los primeros frutos fuesen ásperos y desabridos. De Diderot salió Lessing, y de Lessing Schiller y Goethe. ¿Qué es Mina de Barnhelm, qué es la misma Cábala y amor, qué son algunas comedias de Goethe y algunos pasajes de Wilhelm Meister, sino la realización poética y hermosa del sueño de Diderot, la tragedia doméstica, el drama realista?

Como autor de los Salones, Diderot no necesita comparación para salir airoso. Fué el inventor del género, y hasta el presente es el maestro por la pasión y por la elocuencia. La única inferioridad que puede encontrarse en él respecto de otros ilustres maestros de la crítica, consiste en la inferioridad del arte que juzgaba. ¿Qué nos importa hoy a los no franceses, lo que pintaba Baudouin o Juliart, ni mucho menos Parrocel? Pero cuando Diderot se [p. 60] encuentra con un verdadero artista como Greuze o como Vernet, ¡qué portentos de habilidad y de ingenio hace para igualar las composiciones pictóricas con la gracia de su estilo! Es el primero que convirtió la pluma en pincel, y, sin embargo, se le acusa, como a casi todos los críticos de cuadros, de haber hecho crítica literaria, atendiendo más a los méritos de la composición y rehaciéndola muchas veces, que a aquellos otros méritos que no perciben ni estiman sino los hombres del oficio. Quizá sea verdad, y quizá este defecto sea inevitable. Quizá los cuadros estén destinados a ser eternamente un tema o un pretexto para excitar las ideas de los críticos; pero con el tiempo también las ideas de los críticos vendrán a ser luz y guía para los autores de cuadros futuros. Ni se puede acusar a Diderot de extraño a las artes: maneja y emplea con mucha propiedad y limpieza el vocabulario técnico, y cuando hace crítica literaria o retórica, es sin queier, y traduciendo su propia impresión, que había de ser literaria forzosamente, puesto que ésa era la forma de su espíritu. Pero en realidad, no es tan imposible como parece traducir el lenguaje de una de las artes al lenguaje de otra, y Diderot fué uno de los primeros en enseñarnos que no hay pintura sin técnica, pero que tampoco hay pintura sin ideal.

Bien se le puede perdonar algún abuso del elemento intelectual aplicado a líneas y colores, intraducibles muchas veces al lenguaje del razonamiento. La unidad de la composición, la armonía del conjunto, la conspiración general de los movimientos, la concordancia del tono y de la expresión, y otras cosas en que Diderot insiste mucho, serán reglas literarias, pero reglas que ningún pintor quebranta impunemente. También hay una rutina de taller, que Diderot ha execrado en su discurso sobre la manera. Hoy el color justifica las mayores monstruosidades y la mayor ausencia de ideal. Diderot, que era grande y fogoso colorista, pensaba de otro modo. No creía lícito tomar en las manos el pincel, sino cuando se tiene alguna idea fuerte, ingeniosa o delicada que trasladar al lienzo. Del modo de trasladarla también él era juez, puesto que nadie de su tiempo tuvo la imaginación más pintoresca, sobre todo en estos Salones, producción la más inesperada y genial del siglo XVIII, huerto escondido y fragoso donde se abren todas las flores silvestres que en vano se buscarían en los [p. 61] más regios y famosos, pero simétricos , alineados y recortados jardines de aquel tiempo. Diderot sabía lo que era el genio. No comparaba a Shakespeare con el Apolo del Belvedere, ni con el Antinoo, ni con el Gladiador, sino con el San Cristóbal de Nuestra Señora, «coloso informe, groseramente esculpido, pero por entre cuyas piernas podemos pasar todos». Y ¿cómo olvidar este pasaje incomparable y magnífico sobre la inconsciencia sublime del artista, con ocasión de un pintor de su tiempo, cuyo genio la posteridad no ha confirmado? «¿Cómo haría esto? El era un bruto, que no sabía ni hablar, ni pensar, ni escribir, ni leer. Desconfiad siempre de esas gentes que tienen los bolsillos llenos de ingenio y que le van sembrando a los cuatro vientos. No tienen el demonio: no son nunca ni torpes ni sandios. Son como los pajarillos enjaulados, que todo el día canturrean, y al ponerse el sol, doblan la cabeza bajo el ala y se quedan dormidos. Entonces es cuando el ingenio toma su lámpara y la enciende, y entonces cuando el pájaro solitario, salvaje, indomesticable, de oscuro y triste plumaje, comienza su canto, que rompe melodiosamente el silencio y las tinieblas de la noche». ¿Quién escribía ni sentía de esta manera tan francamente romántica y moderna, en el siglo XVIII? [1]

Cuanto digamos de la crítica francesa del siglo XVIII, después de haber hablado de tal hombre, ha de parecer pobre y frío. No pueden omitirse, sin embargo, los nombres de sus dos grandes amigos Grimm y D'Alembert, de su encarnizado émulo La Harpe, de uno de sus colaboradores en la Enciclopedia, Marmontel, y de un desaforado innovador dramático, que dió quince y raya a Diderot, de quien puede ser considerado como discípulo, Mercier. [p. 62] Todos éstos publicaron voluminosas obras de crítica y de teoría literaria, de muy desigual mérito. Los diez y seis volúmenes de la Correspondencia literaria de Grimm son inseparables de las obras de Diderot, y deben estimarse como la mejor guía para conocer en sus adentros el siglo XVIII. Byron admiraba mucho esta Correspondencia, que los franceses no han estimado bastante, sin duda por la sequedad y tristeza de su estilo. Es un grande hombre en su género, decía el poeta inglés. No esperemos, sin embargo, encontrar en Grimm altas y nuevas consideraciones sobre las artes: lo que reina en sus juicios es un sentido común que nunca envejece. Espíritu medio francés, medio germánico, pesa con balanza bastante igual los méritos de las dos razas. Admira las tragedias francesas, y admira también, aunque tímidamente, las bellezas sublimes de Shakespeare, confesando que está más cerca de los antiguos que Corneille y Racine. Pero, en general, su sentido es el de la escuela neoclásica francesa, y participó mucho menos de lo que pudiera creerse de las felices paradojas de Diderot.

El matemático D'Alembert, autor del notable Discurso preliminar de la Enciclopedia y de varios tomos de misceláneas literarias, era un espíritu todavía más seco y árido que Grimm, y muy correcto y muy frío hasta en su impiedad. En sus Reflexiones sobre la poesía y en sus Reflexiones sobre el gusto, coincide con Diderot en creer que la poesía ha muerto desde que se limita a reproducir las invenciones de los antiguos, y niega absolutamente el título de poesía a la de su tiempo, «que usa un fastidioso lenguaje, inventado hace tres mil años». Pero no manifiesta gran calor por su renovación, ni descubre en el horizonte punto alguno de donde pueda venir la luz.

Entre los colaboradores literarios de la Enciclopedia se puede citar al caballero Jaucourt, y especialmente a Marmontel, que coleccionó aparte sus artículos, formando unos Elementos de literatura muy leídos y explotados por los críticos españoles del siglo pasado. Tienen mérito relativo y alguna originalidad y atrevimiento, que recuerda a La Motte o a Voltaire en sus primeros tiempos. Detestaba a Boileau y adoraba a Lucano. Combatía la ley de las tres unidades: «Haced durar vuestra acción todo el tiempo que naturalmente haya debido durar». Negaba que el [p. 63] camino que siguieron los antiguos fuese el único ni el mejor; y aconsejaba a los críticos que dejasen correr en libertad el corcel fogoso de la poesía, nunca más bello que cuando se precipita, conservando en su caída la soberbia y la audacia que perdería si perdiese la libertad.

No así el famoso La Harpe, cuyo voluminoso Curso de literatura puede ser aquí pasado en silencio, puesto que no contiene ideas generales de índole estética, sino únicamente juicios de por menor, que son discretos y acertados cuando se trata de las cosas que el autor conocía bien, esto es, de la literatura francesa del siglo de Luis XIV, y no lo son tanto, ni mucho menos, cuando discurre sobre las literaturas antiguas, de las cuales tenía muy superficial conocimiento, o sobre la literatura de su tiempo, acerca de la cual la pasión suele anublarle el juicio. En materias literarias fué siempre discípulo sumiso de Voltaire; no así en las religiosas, puesto que recobró la fe en las Cárceles del Terror, y desde entonces combatió encarnizadamente el enciclopedismo.

Florecía por este tiempo, fuera del campo de la literatura oficial, un ingenio de los que hoy llamaríamos populares, inculto y sin estilo, pero de espíritu tan innovador y de tendencias dramáticas tan radicales y absolutas como las de Diderot. Llamábase este escritor insurrecto Sebastián Mercier, y nadie llevó tan allá como él el desprecio de la tradición y de la rutina. No era sólo innovador en las artes, sino utopista social, revolucionario idealista, a quien sólo el vapor de la sangre del 93 vino a aclarar los ojos.

Aspiraba a crear un drama nacional y humanitario, y obtuvo en su tiempo éxitos populares, desdeñados absolutamente por la crítica, que daba tales dramas por no escritos o los consideraba como un producto bárbaro. En las historias de la literatura apenas suena su nombre, y, sin embargo, El Desertor y otras piezas suyas, que pueden considerarse como las primicias del melodrama de Víctor Ducange y de Bonchardy, corrieron triunfantes por todas las escenas de Europa. En su Ensayo sobre el arte dramático (1773), Mercier afirma con extraordinario vigor que el arte dramático está en su infancia, que hay que rehacerle, dándole toda la extensión y fecundidad de que es susceptible, sin detenerse por una admiración supersticiosa hacia las formas [p. 64] antiguas. «El teatro francés (añade) nunca ha sido planta indígena; es un hermoso árbol de Grecia, trasplantado a nuestros climas y degenerado en ellos. Nuestros trágicos se han inspirado en sus bibliotecas, y no han abierto el gran libro del mundo, del cual solamente Molière ha acertado a descifrar algunas páginas. El fundamento de nuestra escena es a un tiempo vicioso y ridículo, y ha de cambiar forzosamente si es que los franceses quieren tener un teatro en vez de esa soberbia y ponderada tragedia, que es un fantasma cubierto de púrpura y oro. Nuestras piezas son mudas para la multitud, no tienen el alma, la vida, la sencillez, la moral y el lenguaje que necesitarían para ser gustadas y entendidas. Los críticos han sido, en todas las épocas, la plaga de las artes y los verdaderos asesinos del genio».

A este programa de demolición corresponde todo lo demás del Ensayo. Diderot se contentaba con crear dos géneros nuevos; Mercier se propone exterminar todos los géneros antiguos y de paso a los críticos. Pero lo que quiere, sobre todo, es dar al teatro una acción social y civilizadora, difundiendo la piedad, la benevolencia, el entusiasmo y el amor a la virtud. Para eso el poeta abandonará la tragedia y cultivará el drama moderno; no presentará costumbres antiguas, sino costumbres modernas, «porque las sombras de los muertos echan a los vivos del teatro». Deberá también juntar lo trágico y lo cómico, como están unidos en la naturaleza el bien y el mal, la energía y la flaqueza, lo grande y lo ridículo. De esta manera se evitarán los defectos opuestos de la tragedia y de la comedia, que, apoderándose de un solo aspecto de la vida y exagerándole para el efecto estético, calumnien, cada cual a su modo, la naturaleza humana. Mercier corona su sistema con el desprecio de todas las unidades, inclusa la de acción y la del personaje interesante, y se permite en teoría, aún más que en práctica, todo género de audacias y vulgarismos de lenguaje. Manifiesta en términos claros su admiración por Shakespeare, Lope de Vega, Calderon y los alemanes, cuya literatura y filosofía empezaban ya a conocerse en Francia.

Si ahora se pregunta cómo no llegaron a triunfar tantos elementos de transformación literaria como había acumulados en Francia antes del 89, y cómo la literatura de la República y del Imperio siguió cada vez rnás académica, yerta y acompasada, [p. 65] a pesar de los grandes ejemplos y las gloriosas excepciones de Andrés Chénier, de Mad. de Staël y de Chateaubriand, y cómo ni el drama doméstico, ni el drama histórico, ni la novela íntima, ni el helenismo resucitado, ni el subjetivismo lírico, ni el sentimiento de la naturaleza, ni ciertos conatos, o más bien dejos de imitación inglesa y española, llegaron a triunfar completamente hasta los últimos días de la Restauración, la causa ha de buscarse primeramente en la Revolución misma, que distrajo los espíritus a otras lides, y sustituyó el drama de la vida al drama del teatro; en segundo lugar, en la medianía o endeblez de la mayor parte de las obras con que las nuevas teorías se ensayaron durante el siglo XVIII, y, por último, en las condiciones mismas del carácter francés, que adoraba como gloria propia el sistema literario de sus clásicos y miraba como herejía inexpiable el más leve apartamiento de ellos, hasta el punto de que cuando, ya muy entrado este siglo (en 1819), aparecieron por primera vez los inmortales versos póstumos de Andrés Chénier, los críticos que se llamaban clásicos se llevaron. las manos a la cabeza como si se tratase de un sacrílego innovador, y, por el contrario, los románticos más ardientes escribieron en su bandera el nombre de aquel poeta (el más genuinamente clásico y pagano que hasta entonces hubiese cantado en lengua alguna de Europa), sólo porque había introducido ciertas novedades prosódicas, verbigracia, la de encabalgar un verso sobre otro, en lo cual apenas repara un extranjero, por ser cosa corriente en todas las lenguas poéticas de Europa. Y de la misma manera pasaron luego por padres y predecesores del romanticismo los archilatinizados y grecizados poetas de la pléyade del siglo XVI, Ronsard y su escuela, sólo porque su métrica y su manera de comprender la antigüedad no eran las que luego dominaron en tiempo de Racine y de Molière. Tan refractario era el espíritu francés a salir de sus estrechos moldes. Así es que el mismo nombre de Estética tardó en introducirse, y mucho más en ser aceptado, apareciendo por primera vez según tenemos entendido, en un libro bastante obscuro de 1806, el Diccionario de bellas artes de Millin, que viene a ser una refundición o compendio de la Teoría universal de las bellas artes del alemán Sulzer. A Mad. de Staël y a Chateaubriand pertenece la gloria de haber cerrado el período crítico del siglo XVIII y abierto el del XIX, con [p. 66] sus célebres libros De la literatura en su relación con las instituciones sociales y del Genio del Cristianismo, que corresponden, con precisión casi matemática, a los dos primeros años de este siglo.

Largamente nos hemos dilatado en la exposición de las cosas de Francia, como lo pedían de consuno el papel de iniciadora que en el siglo XVIII la correspondió, y la influencia inmediata y directa que en el pensamiento español ejercía durante toda aquella centuria De otros países donde la especulación estética fué, en cierto modo, más original, pero llegó a nosotros mucho más tardía y mucho más débil, diremos sólo aquello que baste para comprender el grado de esta acción e influjo, y al mismo tiempo para completar el cuadro de los progresos de la ciencia en aquel siglo, que para ella fué tan feliz, puesto que le dió nombre y existencia independiente.

De la influencia de la literatura francesa del tiempo de Luis XIV no se libró nación alguna, ni siquiera la misma Inglaterra, tan separada de Francia por la raza, por la constitución política, por la soberbia nacional, por el odio irreconciliable a sus vecinos del otro lado del Estrecho, y, sobre todo, por una literatura espontánea y originalísirna. El reinado de Carlos II fué el alborear de esa influencia francesa, singularmente en el teatro, que, abandonando la tradición shakespiriana, aunque no la observación de las costumbres nacionales, trató de amoldarse a los ejemplos de Molière y de Racine. Entonces aparecieron las tragedias clásicas de Dryden, y las ingeniosas y desenvueltas o más bien cínicas comedias de Wicherley, Congreve, Vanbrugh y Farquhar, trasunto fiel de aquella reacción cortesana de inmoralidad y aun de hipocresía de vicios, que se desató escandalosamente después del vencimiento de los puritanos, ceñudos perseguidores de la vida alegre y del teatro.

De esta literatura del tiempo de los últimos Estuardos, la cual, aun en medio de sus conatos de imitación, tenía que diferir profundamente de sus modelos y conservar un sabor del terruño, muy acre y muy marcado, un solo nombre ha sobrevivido, el de Dryden, estimado generalmente por los ingleses como el primero entre los poetas de segundo orden y como el primero entre los poetas críticos y eruditos, a lo cual le dan derecho, no precisamente sus dramas, producto híbrido y monstruoso del consorcio de dos escuelas contrarias, sino sus poesías líricas [p. 67] (verbigracia, el célebre ditirambo de Santa Cecilia); sus elocuentes sátiras político-religiosas (v. gr., Absalón y Achitophel); sus traducciones y otras obras más ligeras en que el arte de la versificación y del lenguaje poético campean con inusitada riqueza.

Dryden escribió mucho de teoría literaria, ya en su Ensayo sobre el drama, ya en sus prefacios, epílogos y sátiras. El Ensayo sobre el drama está en diálogo, como si el autor, tímido y ecléctico, se resistiese a dar su parecer resueltamente. Admira la regularidad del teatro francés, transige con las unidades, prefiere el verso rimado al verso suelto, pero, al mismo tiempo, sabe encontrar palabras elocuentes para Shakespeare, «el hombre que ha tenido más vasta y comprensiva el alma, y ha reproducido sin esfuerzos, y como por inspiración, todas las imágenes de la naturaleza». Dryden era digno de comprender a Shakespeare, y bien se le puede perdonar el haber cometido el primero, o uno de los primeros, la profanación de refundirle. Aun admirando y siguiendo a los franceses, los acusa de no haber creado caracteres verdaderamente cómicos, y de haber empobrecido la acción de sus dramas hasta un grado de sequedad insoportable, sin aquella «varonil fantasía y grande espíritu» que distingue a los dramaturgos ingleses. Sus obras teatrales fluctúan, como su doctrina, entre una regularidad forzada y una fría acumulación de efectos escénicos, enervándose la una por la otra.

Así como Dryden echó en los últimos años del siglo XVII los cimientos de la poética inglesa del siglo XVIII, coronada por Pope en su juvenil Ensayo sobre la Crítica (1709), imitación manifiesta de Horacio y de Boileau, y verdadero código de toda la época clásica, así el mérito de haber producido el primer tratado estético de algún valor pertenece, sin controversia, a Addisson por su Ensayo sobre los placeres del gusto, el cual ya en tiempo de Hugo Blair parecía mas entretenido y ameno que profundo y filosófico, pero que , tal cual es, ofrece el mismo carácter de aticismo, urbanidad y gracia culta que tanto avalora los artículos del Spectator. Por esto y por el nombre de su autor, de tan simpática e inmaculada memoria, y por la circunstancia de haber sido traducido al castellano, debe hacerse aquí alguna memoria de él, mucho más si se repara que dentro de un cuadro superficial presenta ya todos los caracteres que luego distinguieron a las teorías estéticas [p. 68] nacidas en Inglaterra, es decir, el espíritu analítico, la tendencia a la observación menuda, psicológica y moral, la penuria de substancia metafísica y aun la desconfianza respecto de ella: circunstancias todas que en algo deben atribuirse a la filosofía que por entonces reinaba en Europa, pero que también dependen, en parte no menor, de condiciones nativas de la raza, puesto que las vemos reaparecer en los grandes psicólogos y pensadores lógicos de nuestros tiempos, y aun en los estéticos medio idealistas como Ruskin.

Por placeres de la imaginación o de la fantasía entiende Addisson los que nacen de los objetos visibles, ya los contemplemos actualmente, ya se exciten sus imágenes por medio de estatuas, pinturas o descripciones. No dice una palabra de la música, ni de la poesía lírica, y considera los sonidos como una especie de accesorio que hace fijar la atención sobre un objeto. La vista es para Addisson el único sentido estético; pero, siguiendo la tendencia lockiana de su tiempo, la reduce al tacto, o más bien la considera como una especie de tacto más delicado y difuso. Estos placeres de la imaginación, ni son tan groseros como los del sentido, ni tan acendrados como los del entendimiento. Todos los de la fantasía dimanan, o de la grandeza, o de la singularidad, o de la belleza, que son las tres fuentes de la emoción estética para Addisson. La explicación que da de lo sublime (sin distinguirlo claramente de lo bello) es ingeniosa, aunque superficial: parece referirlo al instinto de libertad que se encuentra halagado por los amplios horizontes y por las soledades del cielo y del Océano.

Hemos visto que Addisson no considera la belleza sino como la tercera entre las causas de la emoción estética, emoción que, por otra parte, no caracteriza mal cuando la define como una alegría interior y un deleite que se esparce por todas las facultades del alma. Pero muy pronto asoma en sus frases el relativismo, a que tanto propende el espíritu inglés, sobre todo cuando la filosofía sensualista le da la mano. Addisson llega a dudar que haya más belleza o deformidad real en una parte de la materia que en otra, puesto que cada especie diferente de criaturas sensibles tiene nociones diversas de la belleza. De todas suertes, lo que llamamos belleza suele consistir, o en la alegría y variedad de los colores, o en la simetría y proporción de las partes, o en la ordenación y disposición de los cuerpos. De todas estas bellezas, [p. 69] ninguna agrada a los oíos tanto como la de los colores, y por eso la poesía ha tomado del color más epítetos que de ninguna otra cualidad sensible.

A falta de verdaderas explicaciones de los fenómenos estéticos, Addisson recurre muy atropelladamente a la intervención de las causas finales, «que, aunque no parezcan por lo general tan satisfactorias como las eficientes, son siempre más útiles que ellas, porque nos ofrecen más ocasiones de admirar la suprema bondad de Dios». La impresión que en nosotros producen las cosas grandes, ha de buscarse, por consiguiente, en la esencia misma del alma, que no encuentra su última, completa y propia felicidad sino en la contemplación del Supremo Bien. El placer de la novedad es como un estímulo que nos empeña en la indagación del saber. La estética de Addisson es moral y edificante, pero no resuelve ni aclara cosa ninguna, aunque nos deja una impresión muy agradable respecto de la persona de su autor, tan enamorado de lo bello, que ni siquiera podía resolverse a creer que en la vida futura estuviésemos privados del encanto de los colores, si bien opinaba que entonces los recibiríamos por alguna causa ocasional distinta de la impresión de la materia sutil sobre el órgano de la vista. Prefiere la hermosura de la naturaleza a la del arte, pero encuentra tanto más agradables las escenas de la naturaleza, cuanto más se aproximan a las del arte: en suma, mira la naturaleza con ojos literarios. En materia de artes plásticas, tiene todo el gusto o carencia de gusto de su tiempo: encuentra pequeña y ruin la impresión que hace en el ánimo una iglesia gótica, comparada con la del panteón de Agripa. En sus Viajes por Italia prescinde casi de los Monumentos, y se preocupa sólo con los versos de los poetas latinos.

En la parte literaria del Ensayo los aciertos son mayores. Crítico sólido y mediano le llama Taine. Pero todavía, dado el tiempo, encontramos dignas de alabanza las diferencias que nota entre el paisaje y su transcripción artística, basadas especialmente en que la impresión directa de la naturaleza suele dispersarse en dos o tres ideas simples, al paso que el poeta puede fundirlas en una sola idea compleja. Ni merece desprecio tampoco su doctrina de la asociación de ideas aplicada a la representación artística, «la cual despierta innumerables ideas que antes dormían [p. 70] en la imaginación», lo cual desarrolla luego con bellísimas palabras, aunque dando una explicación cartesiana, hoy anticuada e insuficiente. Hace también discretas consideraciones sobre los poetas de la antigüedad, estimando a Homero como tipo de lo sublime, a Virgilio como dechado de belleza, y a Ovidio (con quien anda harto indulgente) como notable por la singularidad y extrañeza. En Milton encuentra reunidas todas las excelencias y ventajas de unos y de otros, y es para él el poeta único e intachable.

Cualquiera que sea el valor de estos juicios, siempre agrada más ver a Addisson sentir profundamente la antigua mitología de su país, y deleitarse con el estilo de los encantos que Dryden decía, esto es, con las innumerables consejas de hadas, genios y encantadores, de que fué tan prolífico el genio céltico y no menos el genio sajón y escandinavo. Sin duda que el pasaje más elocuente y más inesperado del Ensayo sobre la fantasía es esta reivindicación de todos los elementos poéticos del romanticismo indígena, hecha precisamente por el hombre de Inglaterra más adicto a la disciplina clásica. Tan persistente es el genio de las razas, y tan enérgico su retoñar, aunque sea por intervalos, hasta en los espíritus más abiertos a una cultura extraña.

En cuanto a las fuentes del terror y de la compasión, primordiales afectos trágicos, Addisson se refugia en la vulgar y un tanto egoísta explicación que algunos han sacado del Suave mari magno de Lucrecic, estimando que el placer de las catástrofes trágicas procede de la consideración de estar nosotros libres y exentos de ellas; en vez de referirla al gran principio de la simpatía humana, expuesto en un verso admirable y famosísimo de Terencio, que no citamos por ser citas de mal gusto estas tan triviales y manoseadas.

El ejemplo de Addisson suscitó en Inglaterra un número considerable de ensayos estéticos, entre los cuales merecieron singular aplauso el Ensayo sobre el gusto, del Dr. Gerard; el Análisis de la belleza, de Hogarth, que mereció ser explotado por Kant y discutido por Lessing en el Laoconte; y el bello y noble poema de Akenside sobre los placeres de la imaginación, empapado en las ideas de Addisson, a quien sigue muy de cerca, mostrando la misma elegancia sostenida en los versos que él en la prosa.

Pero todos estos trabajos no trascendían del círculo literario. [p. 71] La filosofía dominante en las escuelas, así de Inglaterra como de Francia, la filosofía de Locke, se resistía a dar al sentimiento estético el lugar que le corresponde en todo sistema de filosofía. La gloria de haber llenado esta laguna nadie puede disputársela a la primitiva escuela escocesa, que surgió en parte como continuación y rectificación, y en parte mucho mayor, como reacción contra el sensualismo de Locke, del cual se separó muy pronto, llamando la atención sobre otras esferas y elementos de la vida psicológica. Como toda escuela progresiva y que ha recorrido un ciclo completo, la escuela de Edimburgo presenta singulares matices de doctrina y una independencia notable entre sus pensadores, desde Hutcheson hasta Adam Smith, desde Smith a Reid, desde Reid a Fergusson, desde Fergusson a Dugald-Stewart, desde Dugald-Stewart hasta el Dr. Brown, desde Brown hasta William Hamilton y Mansel. ¡Cuán lejanos están de conocer el interesantísimo desarrollo de esta escuela los que la creen reducida a un empirismo psicológico, basado en el criterio trivial del sentido común!

Cabalmente, la originalidad de Hutcheson (1694-1747) consiste en sus teorías estéticas y morales expuestas en sus Indagaciones sobre nuestras ideas de belleza y de virtud (1720), y en su Ensayo sobre las pasiones y los afectos (1728). Aunque Hutcheson sea todavía sensualista, no lo es en el sentido de Locke, sino que admite en el hombre dos facultades primordiales, la sensibilidad y la inteligencia, y distingue los sentidos en externos o internos y reflejos, dando al sentido interno, no el valor que tiene en la filosofía escolástica, sino un valor muy semejante al que damos a la palabra conciencia en el sistema de Hamilton. Este sentido interno o reflejo es el que nos da la idea de belleza, lo mismo que la idea del bien.

Puede darse el caso de seres que perciban los objetos a quienes aplicamos la calificación de bellos sin ser capaces de ser afectados por su belleza. Pero al mismo tiempo que este sentido íntimo de la belleza de ningun modo se confunde con los sentidos externos, tampoco puede, por ningún caso, ser identificado con el puro conocimiento. La acción de la belleza es inmediata e instantánea, y además desinteresada. La idea de lo bello es, por consiguiente, irreductible a cualquier otra idea.

Pero Hutcheson no se satisface con el procedimiento [p. 72] exclusivamente psicológico. Quiere descubrir en las mismas realidades externas la razón que las hace bellas y que determina el grado de su belleza; cree encontrarla en la unión de la variedad y de la uniformidad, o más bien de la unidad; y combate acerbamente a los filósofos que intentan referir la belleza a la costumbre, a la educación o al ejemplo.

Aun descontada la falta de originalidad de la parte ontológica, le queda a Hutcheson el mérito de haber distinguido con más claridad que Montesquieu la noción de lo bello de la noción de lo útil, y la novedad todavía mayor de haber imaginado un sentido íntimo para la percepción de lo bello.

Es verdad que la creación de este nuevo sentido no tiene valor más que como protesta contra el sensualismo exclusivo y como una manera todavía vaga de designar la amplitud de la conciencia una y entera, donde se dan los fenómenos sensibles lo mismo que los intelectuales, y a la par de ellos los que participan de algo espiritual y de algo sensible, como es el fenómeno de la impresión estética. Tal como es, Hutcheson merece contarse entre los primeros filósofos que dieron a la Estética (aunque no con este nombre) un lugar en el plan general de la ciencia, y mereció, lo mismo que Hogarth, ser puesto a contribución por Kant en su Crítica del juicio. La escuela de Edimburgo jamás abandonó el cultivo de la Estética, siendo dignos de especial elogio, entre los sucesores de Hutcheson (ya que no debamos aquí detenernos en su examen), el profesor James Beattie, autor de un Ensayo sobre la poesía y la música, sobre lo cómico y sobre la utilidad de los estudios clásicos (1776), y de varias disertaciones sobre la imaginación, sobre la fábula y la novela, sobre los ejemplos de lo sublime, etc. (1783), notables, más que por la originalidad del talento filosófico, por el estilo brillante y poético; y Henrique Home, más conocido por lord Kames, autor de unos Elementos de crítica (1762) que hicieron escuela, y cuyo rastro se siente de un modo muy eficaz en la Filosofía de la Retórica, de Campbell. Pero como todos estos escritores se mueven en estética dentro del círculo trazado por Hutcheson, y en psicología dentro del círculo trazado por Reid, no puede decirse que trajeran novedad alguna a la ciencia, si bien con sus elegantes exposiciones contribuyeron a popularizarla. Si alguna excepción puede hacerse, es en favor de Beattie, no por su Ensayo sobre la [p. 73] poesía, donde explana harto vulgarmente el principio de la naturaleza embellecida, sino por un melancólico poema suyo (El Minstrel o la Educación del genio), todo él de índole estética, como que su propósito es describir las emociones poéticas y los vagos anhelos ideales que se van despertando en un alma joven que siente bullir en sí la poesía, pero que no llega a formularla. Beattie es, por tal razón, uno de los predecesores más caracterizados y resueltos de la melancolía romántica, y a veces se siente palpitar en sus cantos algo que es como lejano anuncio de los ensueños de René y de las amargas tristezas de Childe-Harold. Chateaubriand estimaba mucho este poemita de Beattie.

La antítesis perfecta de estos modestos pensadores escoceses, en los cuales todo es respeto a las leyes del sentimiento y a las creencias fundamentales de la humanidad, nos la ofrece otro filósofo del mismo tiempo, escocés también (aunque parezca increíble), y dotado de un talento dialéctico tan original y tan poderoso que no hay en toda la filosofía inglesa, ni aun en toda la filosofía del siglo XVIII anterior a Kant, pensador alguno que pueda ponérsele delante, puesto que es el verdadero progenitor de las más audaces afirmaciones, ya escépticas, ya positivistas, que hoy conturban el mundo con apariencia y nombre de nuevas. David Hume, el escéptico más consecuente que ha existido (1711-1776), escéptico hasta haber batido en brecha el principio de causalidad, haciéndole nacer de la experiencia o del hábito, no quiso extender sus demoliciones al campo de la estética, que él reducía al elemento sensible, excluyendo de todo punto el intelectual, y limitándola a relaciones puramente subjetivas. En la colección de sus Ensayos (1742 y ss.—Ed. comp. 1770-1784), que tanto estimularon el pensamiento de Kant, así para la parte crítica como para la parte afirmativa, contrapuesta a la de Hume, tienen especial interés para nosotros las disertaciones sobre la tragedia y sobre la regla del gusto, sin contar otras de menos extensión e importancia, pero ricas todas de análisis profundos y sagaces. David Hume, tratando de investigar la razón del placer trágico, encuentra que las pasiones subordinadas (terror y compasión) se cambian en la pasión dominante (goce estético), y al paso que le refuerzan, son modificadas por él, y pierden, por decirlo así, la punta. Más importante es su teoría sobre el gusto, y conviene referirla con sus [p. 74] propias palabras: «Aunque sea cierto que lo bello no existe en la naturaleza, como tampoco lo dulce y lo amargo, sino que todas estas cualidades no tienen existencia fuera del sentido interno y externo, es necesario, sin embargo, que haya en los objetos cualidades propias para despertar en nosotros tal o cual sentimiento; pero como estas cosas pueden encontrarse en pequeña cantidad, o bien mezcladas y como diluídas unas en otras, sucede muchas veces que ingredientes tan sutiles no afectan al sentimiento... Cuando un hombre tiene los órganos de una delicadeza y de una precisión tales que nada se le escapa, y comprende todo lo que entra en el compuesto, decimos que tiene el gusto delicado, ya en sentido natural, ya en sentido metafórico. Las reglas de la belleza se fundan, en parte sobre los modelos, en parte sobre la observación de las cosas que agradan o desagradan más eficazmente cuando se las considera aparte: si las mismas cosas, fundidas en una mezcla donde están en menor cantidad, no causan placer o desagrado sensible, lo atribuímos a falta de delicadeza». Y Hume corrobora esta teoría suya con el cuento de los catadores de Sancho: las reglas son «la llave pequeña pendiente de una correa de cordobán», que estaba en el fondo de la cuba. Pero si no se puede llegar al fondo, ¿qué remedio? Aun en este caso opina Hume que debe preferirse el gusto bueno al mal gusto: hay un instinto que nos lo hace creer, como nos hace creer en el mundo exterior. David Hume es un escéptico de buen componer, y dado que seamos víctimas de una ilusión, no se propone sacarnos de ella, y hasta llega a reconocer, a su modo, principios universales del gusto, si bien esta universalidad no nazca de su valor intrínseco, sino del hecho de ser admitidos por la generalidad de los hombres. En definitiva, juzga más imposible encontrar reglas seguras para las doctrinas científicas que para las obras de arte, aun teniendo en cuenta las variedades que en el gusto introduce el humour y las costumbres y opiniones particulares de cada nación y de cada tiempo.

Un orador irlandés, de opulenta y ardentísima palabra, de fantasía cuasi oriental, y de recuerdo grato para todos los amigos de la humanidad y para todos los amigos de la tradición, cuyos derechos defendió con caballeresco celo enfrente de las sangrientas abstracciones revolucionarias, como antes había impreso el hierro de su palabra sobre la frente del Verres británico, comenzó [p. 75] en 1757 su carrera, después tan gloriosa, con un libro de Estética popular y amena, que pronto pasó por clásico, y que, aun decaído hoy de parte en su antiguo crédito y obscurecido por otros posteriores de su autor sobre muy distinta materia, todavía puede ser estimado como uno de los mejores frutos de la llamada escuela del sentido común, puesto que si es verdad que Edmundo Burke se contentó con una mezquina explicación fisiológica de lo sublime y de lo bello, también se ha de confesar, y salta a la vista comparándole con sus predecesores, que nadie había presentado hasta entonces en el examen de estas ideas mayor copia de observaciones originales y exactas, de esas que todo el mundo creería haber imaginado después que las ve escritas. Y como Burke las expone con encantadora sencillez y con gracia literaria, sin aparato alguno dogmático, sino haciendo repetir al lector la misma serie de indagaciones que él ha practicado, resulta el libro tan hábilmente construído y tan lógico dentro de su singular estructura, que no es de maravillar el efecto que produjo en los contemporáneos, y hoy mismo puede considerarse como uno de los tipos del común pensar inglés, que no llega a la metafísica, pero que intenta ya darse cuenta y razón clara de las cosas.

Ciertamente Burke es empírico, como su nación y su siglo, y tiene por excusada toda tentativa para penetrar en las causas eficientes de lo bello y de lo sublime. Su intención es mucho más modesta que lo que el título parece anunciar, [1] Philosophical Inquiry into the origin of our ideas of the sublime and beatiful. En realidad, se contenta con descubrir cuáles son las afecciones del ánimo que producen ciertos movimientos del cuerpo, y cuáles son las sensaciones y cualidades del cuerpo que pueden producir ciertas pasiones del ánimo. Todo lo que trasciende de las cualidades sensibles queda fuera de su sistema, y el procedimiento que emplea es exclusivamente subjetivo y psicológico.

Para Burke, la clave de la Estética consiste en la oposición de lo sublime y lo bello. La emoción de lo sublime va mezclada con cierta pena deleitosa. La emoción de lo bello tiene por carácter el placer. Todo lo que puede excitar ideas de peligro; todo [p. 76] lo que de algún modo infunde terror o asombro, es principio y fuente de sublimidad. Todas las privaciones generales son sublimes: el vacío, la obscuridad, la soledad, el silencio. Pero interpretaríamos mal la doctrina de Burke si sólo en los objetos terribles reconociéramos el signo de la sublimidad. No se asienta sólo en las tinieblas medrosas de la noche. También se manifiesta con los atributos de la fuerza y del poder, pero siempre de un poder que se teme, de una fuerza destructora, y cuyos efectos no se calculan. Burke ha descrito perfectamente, aunque sin distinguirlos, ni darles nombres, lo sublime matemático o de extensión, y lo sublime dinámico o de fuerza. Admite sublimidad en la ilimitada grandeza de dimensiones, y en lo que él llama infinito, y más bien debiéramos llamar indefinido; en todo aquello donde el ánimo no reposa, y cuyo término no alcanza a vislumbrar; en la sucesión uniforme y sin límites, que él califica de infinito artificial, y al mismo tiempo en la sucesión creciente y asordadora de los sonidos y en el misterio de un sonido bajo, trémulo e intermitente. Su noción de lo sublime no peca ciertamente de exclusiva y estrecha, sino de amplia en demasía, y llega a provocar la hilaridad oírle hablar de sabores y de olores sublimes, calificando de tales el mefitismo de la laguna Estigia y el pestífero vapor que se exhalaba del antro de la Sibila. Y todavía es más extraño que un análisis tan menudo y, en general, exacto, no le condujera a más alto resultado que al de referir lo sublime al instinto de propia conservación y al temor inminente de la muerte.

De un modo semejante procede en el análisis de la belleza: admirable en la parte negativa y analítica, flojo y aun ridículo en la positiva y dogmática. Nadie puede negarle el mérito de haber pulverizado la vetusta doctrina de la proporción y de la conveniencia, que por tantos siglos había esclavizado el arte dentro de cánones arbitrarios y de pedantescas razones aritméticas y geométricas. Burke observa con recto juicio que «si las partes que se hallan proporcionadas en el cuerpo humano fuesen siempre bellas; si estuviesen colocadas de tal modo que pudiera resultar placer de compararlas, lo cual rara vez acontece; si pudieran señalarse en plantas o animales ciertas proporciones, a las cuales estuviese siempre aneja la hermosura, o si aquellos objetos cuyas partes están bien acomodadas para sus fines, siempre [p. 77] fueran bellos, y no hubiera belleza alguna en aquellos otros que no tienen uso conocido, podríamos asegurar que la belleza consistía en la proporción o en la utilidad; pero como observamos todo lo contrario, debemos estar seguros de que la belleza no depende de ellas, sea cual fuere su origen». La adaptación de los medios al fin, tampoco puede confundirse con la belleza, ni menos la perfección en abstracto, ni la virtud, por más que la belleza sea cierto género de perfección. Burke se subleva contra el sentimentalismo moral, que, confundiendo lo bello con lo bueno, «saca la ciencia de nuestros deberes de su propio quicio, que es la razón, para apoyarla en fundamentos quiméricos y fantásticos». Su Estética tiene el mérito de ser independiente y separatista, aunque poco elevada. Las cualidades de la belleza, en cuanto meramente sensible, son para él las siguientes: 1.ª, que los cuerpos bellos sean relativamente pequeños; 2.ª, que sean tersos y lisos; 3.ª, que varíe suavemente la dirección de sus partes; 4.ª, que estas partes no sean angulosas, sino que se confundan, por decirlo así, o se pierdan las unas en las otras; 5.ª, que sean de estructura más delicada que fuerte; 6.ª, que sus colores sean claros y brillantes, pero no tan vivos que deslumbren. La gracia es cualidad análoga a la belleza, pero consiste principalmente en la delicadeza de las actitudes y de los movimientos. La elegancia añade a las cualidades de la belleza la de regularidad en la figura. Los objetos de grandes dimensiones en los cuales se da la belleza, reciben el calificativo de especiosos.

Burke, como todos los sensualistas de su siglo, admite que el sentido del tacto es juez de las percepciones de belleza. Puesto en este camino, llega hasta los últimos límites de la grosería empírica y fisiológica, y cae en una perpetua confusión de lo bello con lo agradable, llegando a estimar bellos «todos los cuerpos agradables al tacto, por la leve resistencia que ofrecen». Pero ¿qué mucho, si también extiende la belleza a los objetos del gusto y del olfato, y se relame con aquellos que «tienen la virtud de hacer vibrar suavemente la papila nerviosa de la lengua, como si se disolviese azúcar en ella», lo cual depende, según él, de que las partículas de que se componen esas golosinas son «redondas, excesivamente pequeñas y muy apretadas las unas con las otras, sobre todo las del azúcar, que forman globos perfectos»?

[p. 78] El objeto general de la belleza es causar amor o alguna pasión semejante a él; pero Burke no quiere que este amor se confunda con la concupiscencia, «la cual es una energía del espíritu que nos estimula a la posesión de ciertos objetos que no nos mueven precisamente porque son bellos, sino también por otras razones». A pesar de esta prevención tan razonable, hay pasajes de su tratado en que evidentemente los confunde, sobre todo al notar los efectos fisiológicos que, según él, acompañan a la emoción estética, y que son ni más ni menos los que caracterizan el afecto erótico. Y no podía menos de originarse tal confusión en un sistema que enlaza la belleza con el instinto de conservación específica y con el instinto de sociabilidad.

El libro de Burke, como otros muchos libros de pensadores ingleses, pierde más que gana con ser sometido a una exposición sintética. Sus defectos, que nacen todos de falta de elevación metafísica, aparecen crudos y descarnados, y, en cambio, sus méritos, que son de pormenor, quedan en la sombra y hay que buscarlos en el libro mismo. Los románticos alemanes, que extremaron la reacción espiritualista de principios del siglo, pusieron en solfa la Estética del pobre Burke, especialmente su teoría de los olores y sabores sublimes, de los cuales llegó a decir uno de los Schlegel que era fácil adquirirlos en la botica. Realmente, asombra un tratado de lo sublime donde figuran las sublimidades del olfato y no las de la pasión humana, y llega a ser chistoso, por lo cándido, el absoluto olvido (no diré desdén) de la vida espiritual, en un alma tan idealista como la de Burke. Y es que el temple de alma de cada hombre suele tener poca relación con las doctrinas ideológicas que profesa, y así se han visto sensualistas medio estoicos y espiritualistas dignos de figurar en las piaras de Epicuro.

Pero, aun siendo el libro de Burke absurdo en algunas de sus conclusiones, y no absurdo, pero sí incompleto, en otras, ofrece al estético de profesión mies mucho más granada que otros de ideas metafísicas harto más remontadas. Y así, prescindiendo de sus consideraciones tan nuevas sobre lo bello en los objetos naturales, le hace acreedor a especial elogio (mucho más si se tiene en cuenta su empirismo) el haberse adelantado algunos años a Lessing en rechazar el antiguo tránsito de la pintura a la poesía o de la poesía a la pintura, enseñando todavía con más decisión, [p. 79] aunque con menos ciencia y habilidad dialéctica que el autor del Laoconte, que la poesía no es arte de imitación en el vulgar sentido de la palabra; que el mérito de una descripción poética no se cifra, ni mucho menos, en que dé materia para un cuadro; que, al revés, las mejores descripciones poéticas no son imitables en el lienzo, por mezclarse en ellas lo abstracto con lo concreto, y lo ideal con lo real; que los grandes efectos de la poesía no nacen de que ofrezca o excite imágenes claras de las cosas, y que, en suma, la poesía viene a ser un arte, más que de imitación, de sustitución, puesto que las palabras que emplea como material no tienen semejanza alguna con las ideas ni con las imágenes.

Esta doctrina, tan firme y tan sólida, bastante para acabar con todos los falsos conatos de poesía pintoresca que confunden y trabucan los límites de las artes, ¿no es digna de elogio en Burke, ya que tanto la admiramos en Lessing? ¿No basta para perdonarle su descripción de los efectos de la belleza «que obra relajando los sólidos de todo el sistema», como si se tratase de alguna dolencia de las vías digestivas? En cambio recordemos, para loor suyo, que nunca se rindió al escepticismo, ni aceptó que la belleza dependiese de una simple asociación de ideas.

De todos los estéticos ingleses citados hasta ahora, recogió la quinta esencia el célebre orador sagrado y preceptista Hugo Blair, uno de los ornamentos de la escuela escocesa en su primer período, y a quien se debe, sin duda, el haber sustituído principios generales de gusto a los preceptos técnicos y rutinarios de los antignos retóricos. Tal es el mérito principal de sus Lectures on Rhetoric and Belles Lettres, leídas en la Universidad de Edimburgo por espacio de veinticuatro años, e impresas en 1783, libro célebre entre nosotros por haber servido de bandera a uno de nuestros grupos literarios de fines del siglo XVIII, prolongándose su influencia hasta nuestros días en los infinitos tratados de Retórica, que más o menos servilmente le copian. Las lecciones de Blair, que tienen verdaderos méritos retóricos, aparte del buen gusto constante y de la pureza del sentimiento moral, no ofrecen originalidad alguna en la parte estética, ni el autor lo pretendió, limitándose a extractar en las pocas lecciones preliminares que dedica al gusto, a la crítica, al genio, a la belleza y a la sublimidad, los ensayos de Addisson, de Akenside, del Dr. Gérard, de David [p. 80] Hume, de lord Kames y, principalmente, de Burke. «Mi tarea como profesor (dice él mismo), era comunicar a mis discípulos todos los conocimientos que podían serles útiles, aunque no fuesen nuevos, sin cuidarme de su origen». Hasta los ejemplos de Burke han pasado a Blair.

En Alemania se dió el singular fenómeno de haber precedido y acompañado las teorías estéticas al renacimiento de la poesía nacional, que apareció, desde sus primeros pasos, con un carácter crítico y reflexivo, muy diverso de la espontaneidad que caracteriza a las literaturas del Mediodía. Rota en los países germánicos, desde el siglo XVI, la tradición del arte de la Edad Media, y abandonada también la literatura militante y batalladora nacida en el siglo XVI al calor de la Reforma y del Renacimiento, cayó el genio teutónico en el siglo XVII bajo la tiranía de las Poéticas, generalmente imitadas de Italia o de Francia. Una escribió Martín Opitz, jefe de la escuela de Silesia; otra Felipe Harsdoefer, jefe de la de Nuremberg. Pero estos ensayos, curiosos e importantes para el historiador de la literatura alemana, fácilmente pueden ser pasados en silencio en una historia general de la ciencia, a la cual no aportaron elemento alguno nuevo, y a la cual, en rigor, no pertenecen, moviéndose, como se mueven, dentro de una esfera puramente retórica. [1] Uno de los primeros libros donde se exponen, aunque tímidamente, algunos principios generales derivados de la lectura de estéticos franceses o ingleses, tales como el P. André, Addisson, Du-Bos, etc., es la Disertación sobre el gusto, obra de Ulrico de König, maestro de ceremonias de la corte de Dresde y poeta cortesano de la escuela de Canitz. König (1688-1744) funda su doctrina del gusto en el sistema de la armonía prestabilita de Leibnitz, y distingue con bastante claridad el sentimiento de lo bello y el juicio de lo bello, confundidos en el fenómeno complejo del gusto, en el cual discierne además la parte pasiva, que es la facultad de sentir, y la parte activa, que es la virtud de producir obras artísticas.

A la escuela de Wolf hay que referir los orígenes de la Estética [p. 81] en Alemania. Wolf es el único filósofo alemán que fundó escuela antes de nuestro siglo. Valióle para ello, no la profundidad de su doctrina, sino el aparente rigor sistemático de ella, y la pretensión de enlazarlo todo por método geométrico y demostrarlo con evidencia matemática, llenando sus abultados libros de teoremas, escolios y corolarios. El fondo de su doctrina está tomado indudablemente de Leibnitz, pero empobrecido y menoscabado de substancia metafísica, y cristalizado, además, en una forma rígida y pedantesca. Su mérito estuvo en idear una enciclopedia de las ciencias filosóficas y dar a cada una de ellas el nombre y lugar que desde entonces han conservado en la mayoría de las escuelas; filosofía especulativa, subdividida en lógica y metafísica, abrazando esta última la ontología, la psicología racional, la cosmología y la teodicea: filosofía práctica, que comprende la moral, el derecho natural y la política. Ninguna concepción grande y sintética va unida al nombre de Wolf, que ni siquiera comprendió las de Leibnitz y rechazó sistemáticamente su monadología.

El formalismo vacío de Wolf (1679-1754) fué la ley general de las escuelas de Alemania en toda la primera mitad del siglo XVIII. Algunos discípulos suyos trataron de completar su clasificación de las ciencias con el estudio de ciertas facultades humanas olvidadas por el maestro, y uno de ellos, el berlinés Alejandro Baumgarten (1714-1762), tuvo la gloria de dar nombre al conjunto de observaciones acerca del sentimiento de lo bello, que desde Platón venían vagando por los tratados de filosofía sin encontrar asiento ni lugar propio. En 1750 apareció el primer volumen de su Aesthetica, en 1758 el segundo (Aestheticorum pars altera). [1] Se ha disputado mucho si el nombre era más o menos feliz, más o menos exacto. Algunos han llevado su pedantería hasta querer sustituirle con los de Calología y Calotecnia. Lo cierto es que el de Estética ha prevalecido en las obras monumentales de la [p. 82] ciencia, v. gr., en las de Hegel y Vischer, y nadie podrá ya condenarle al olvido. Por otra parte, no expresa un concepto tan inexacto como a primera vista parece. El objeto principal de las lucubraciones estéticas no es la belleza en abstracto y objetivamente considerada de la cual bien poco puede afirmar el hombre, sino la impresión subjetiva de la belleza, que es lo que Baumgarten quiso expresar con la voz estética, derivada del verbo α&ΧιρΧ;σθάνομαι͵ que significa sentir, ser afectado agradable o desagradablemente, pero también, por traslación, entender y conocer.

A este feliz hallazgo del nombre de una ciencia, a la cual esperaban luego tan altos destinos, se reduce toda la originalidad del descubrimiento de Baumgarten, cuya Estética apenas contiene idea alguna que pueda sernos útil en el actual estado de las ideas. A pesar de su forma de exposición matemática y wolfiana, predomina en ella el sentido empírico, cuando no el preceptivo o retórico. El fin de la Estética es la perfección del conocimiento sensitivo, o sea, la belleza. Otras veces la define perfección fenomenal observable por el gusto: «Aesthetices finis est perfectio cognitionis sensitivae, qua talis. Haec autem est pulchritudo». El poder creador del arte se ejercita principalmente en un mundo que Baumgarten llama etero-cósmico, y que viene a ser el mundo ideal, apellidado también por Baumgarten mundo fabuloso y mundo de los poetas.

Lo que principalmente conviene notar, es que en Baumgarten la ciencia estética quiere abarcar mucho más de lo que hoy la concedemos, puesto que no solo comprende la teoría de las artes liberales, sino todo lo que él llama gnosología inferior, y con frase más clara, «ciencia del conocimiento sensitivo», así como la Lógica es la ciencia del conocimiento intelectual. En el orden de desarrollo de las facultades humanas, la Estética precede a la Lógica, y viene a ser un modo de educación para el entendimiento y la voluntad. Baumgarten es uno de los primeros tratadistas de moral que han comprendido entre los deberes humanos el de la cultura estética, porque si el sentimiento de lo bello permanece inculto o se corrompe, daña, según él, a la solidez de la razón. Si Baumgarten profesa el principio de la imitación de la naturaleza, no es en el sentido vulgar de las escuelas realistas, sino considerándola como la perfección de Dios expresada en forma sensible.

[p. 83] Abierto el camino por Baumgarten, se lanzaron en pos de él varios pensadores, más o menos olvidados, pertenecientes algunos de ellos a la escuela wolfiana, y eclécticos y sin bandera conocida los restantes. Tales son G. F. Meier (el predilecto entre los discípulos de Baumgarten), que aplicó los principios de su maestro a la técnica literaria, en sus Principios elementales de las bellas ciencias (1748); J. Jorge Sulzer, autor de una Teoría general de las bellas artes (1771 a 1774), que tuvo el honor de ser refutada por Goethe, y de la cual alguna parte, como veremos, no fué desconocida en España; el judío Moisés Mendelssohn (1729-1786), apellidado el Platón de Alemania, autor de Cartas sobre los sentimientos complejos (1791), y de un célebre Ensayo filosófico sobre las relaciones entre las bellas letras y las bellas artes, donde es notable, entre otras cosas, la teoría de lo ridículo, que hace consistir en un contraste de perfecciones y de imperfecciones; el pintor Mengs, a quien casi podemos contar entre los españoles, y cuya doctrina será expuesta al tratar de su editor y comentador Azara; el leibnitziano Eberhard, que publicó una Teoría de las bellas artes y de la literatura (1783), y un Manual de Estética (1803); el antropólogo Moritz (C. Ph.), que imprimió un Tratado sobre la imitación de lo bello por las artes del dibujo (1788), y un ensayo de teoría de las Bellas Artes; Engel (1741-1802), que dió un notable ensayo sobre la pantomima y la declamación; Eschenburg (Proyecto de una teoría y de una historia general de las bellas artes y de la literatura) (1783), y el arzobispo de Ratisbona, Dalberg (Principios de Estética, su aplicación y su porvenir) (1791); todos los cuales, ya en un sentido, ya en otro, contribuyeron a preparar el glorioso advenimiento de los verdaderos estéticos Lessing y Herder. A esta fecundidad de tratados doctrinales hay que añadir todavía la polémica, de fecundos resultados, sostenida contra el preceptista Gottsched y su escuela, por varios escritores de la Suiza alemana, principalmente Bodmer y Breitinger. Gottsched, blanco de inmortales sarcasmos desde Lessing hasta nuestros días, era un Boileau sin ingenio ni talento de estilo, pero con el mismo dogmatismo intransigente. Tuvo la generosa y alta idea de regenerar el teatro alemán, entregado entonces a la ínfima farsa, pero quiso hacerlo por medio de piezas francesas, que él y su mujer traducían. Discípulo fervoroso, por otra parte, de la filosofía de Wolf, exageró [p. 84] hasta los últimos límites el carácter prosaico, utilitario y pedagógico, que entonces se daba a la poesía. Su Ensayo de una poética crítica (1729), encabezado con una traducción de la Epístola ad Pisones, es una larga y pesada paráfrasis de todas las poéticas francesas, pero con algún mayor espíritu filosófico, el cual brilla singularmente en el modo de entender el principio de imitación. Distingue, pues, tres grados y modos de imitar: uno, que consiste en la simple descripción; otro, en la reproducción de los sentimientos y pasiones de un personaje ficticio, y el tercero, en la imitación de los acontecimientos por medio de la fábula, que es ya una verdadera invención y la forma más alta de la obra artística, de la cual Gottsched exige que contenga e inculque siempre una verdad útil y moral. Admite, pues, como objeto predilecto del arte, sobre el mundo de los seres reales, el mundo de la contingencia de los posibles, y en él todo género de combinaciones, siempre que no parezcan contradictorias a las leyes de la razón. La fábula poética es, por consiguiente, imitación, pero imitación de un mundo distinto del mundo real; es, como quería Wolf, la facultad de combinar representaciones sensibles, según el principio de la razón suficiente, creando así un todo que jamás ha existido.

Este racionalismo seco y abstracto no basta para explicar la poesía, cuyo elemento más esencial desconoce, atribuyendo a la inteligencia discursiva los of icios de la imaginación, y, realmente, en manos de Gottsched, condujo tan sólo a una apreciación mecánica y pedantesca de las obras de ingenio, subordinadas por él al criterio, no ya de la razón filosófica, sino del más vulgar sentido, el sentido común de los que no sienten la poesía. Para él, como para el P. Le Bossu o para Mad. Dacier, era verdad inconcusa que Homero no tuvo otro propósito en la Ilíada que inculcar esta máxima: «La discordia es funesta, la concordia saludable», y que en la Odisea tampoco se propuso más que mostrar los inconvenientes de que un rey haga larga ausencia de sus Estados. El género predilecto de tales preceptistas era la fábula o el apólogo, por ser aquel en que la enseñanza moral se pone más de manifiesto. Gottsched daba de buena fe recetas para fabricar epopeyas, tragedias, etc., comenzando siempre por buscar la verdad moral, que había de ser el alma de la fábula.

Contra tales doctrinas, negadoras de toda poesía, promovieron [p. 85] enérgica reacción algunos escritores de Zurich, amamantados con la lectura de los poetas y críticos ingleses, y especiales admiradores de Milton. Desde 1721, Bodmer y Breitinger habían comenzado a publicar, con el título de Pláticas de los pintores, una revista dedicada a «difundir la virtud y el gusto en las montañas de Suiza», como decía cándidamente el prospecto. Bodmer y Breitinger, por espíritu de oposición al trivial racionalismo de Gottsched, propendían a exagerar el elemento pintoresco de la poesía, confundiendo así los límites de entrambas artes, que luego tuvo que separar Lessing en el Laoconte. Consideraban los suizos al poeta como un pintor de especie particular, que hace cuadros con palabras, o que, por mejor decir, los va provocando en la imaginación del lector. Rotas ya las hostilidades con el temible pedagogo de Leipzig, que había osado poner lengua en el gran nombre de Milton, aparecieron sucesivamente, como manifiestos de la nueva escuela, un tratado de Bodmer sobre lo maravilloso, y una Poética crítica de Breitinger, a la cual siguió, dentro del mismo año (1740), otra disquisición suya sobre la alegoría. Trabóse así reñida pelamesa, en que casi todos los críticos alemanes tomaron parte, ya por uno, ya por otro de los contendientes, quedándose poco a deber Gottsched y los suizos en materia de injurias, recriminaciones y dicterios. Los suizos le acusaban de haber ingerido violentamente la demostración en la poesía; de haber mecanizado la labor del pensamiento, y de haber sustituído al estilo brillante y rico de imágenes, otro estilo ramplón, acompasado y rastrero. Y, sin embargo, también ellos, influídos como todos entonces por el árido formalismo wolfiano, traían la pretensión de fundar en evidencia matemática los principios de la emoción estética: también admitieron que el objeto primordial del arte era la difusión de la verdad moral; y llegaron a comparar, usando del símil de Lucrecio y del Tasso, la obra del poeta con la del médico que dora las píldoras amargas:

                                 Cosi all'egro fanciull" porgiamo aspersi
                                 Di soave licorgli orli del vaso...

Pero, a pesar de todo, los suizos tenían una concepción del arte distinta de la de Gottsched. Enfrente de la poética del sentido común, levantan la poética pintoresca, «el arte de crear [p. 86] representaciones y formas que parezcan un cuadro parlante». Lessing, a su vez, combate a los suizos, apoderándose de una de sus ideas, la de ser la poesía arte de formas sucesivas, y la pintura arte de formas simultáneas, y se levanta sobre las antinomias de aquella controversia estéril, afirmando de una vez y para siempre que la pintura es el arte del espacio y la poesía el arte del tiempo.

El mérito principal de los suizos consiste en haber defendido los derechos de la imaginación, mostrando que también ella tiene su lógica, la cual no procede por juicios ni proposiciones, sino por imágenes y figuras. El triunfo completo de esta escuela puede fijarse en el día memorable en que apareció la Messiada de Klopstock.

Mientras estas cosas acontecían en el campo de la técnica literaria, siempre más agitado que el de las otras artes, una revolución mucho más fructuosa y duradera se había consumado en la crítica de las obras maestras de la plástica antigua, miradas hasta entonces con veneración ciega, pero irreflexiva, o desfiguradas por las falsas interpretaciones de un seudo clasicismo. Winckelmann convertía por primera vez la arqueología en historia del arte y en estética aplicada o (digámoslo así) en acción. Preludios de su grande obra, no impresa hasta 1764, fueron innumerables disertaciones, que trabajó por la mayor parte en Roma, a vista de los despojos del arte antiguo, que él miraba con ojos de amor y de piedad, dotados de segunda vista. Entonces escribió sus Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura (1756); sus Observaciones sobre la arquitecutra de los antiguos (1762); sus Cartas sobre las antigüedades de Herculano (1762); su Tratado sobre el sentimiento de lo bello en las obras de arte (1763), coronados, por fin, con su grande Historia del arte entre los antiguos (Dresde, 1764), a la cual siguieron todavía los Ensayos de iconología (1776), y nuevas Disertaciones sobre la historia del arte, incorporadas todas en la edición general de sus obras, hecha desde 1818 a 1820.

Cuanto puede decirse en loor de este prodigioso monumento, que por primera vez reveló a la Europa atónita los misterios de la escultura griega, está compendiado en las siguientes palabras de Guillermo Schlegel: «La obra de nuestro inmortal Winckelmann [p. 87] adolece, sin duda, de muchos defectos de pormenor, y aun de errores considerables: pero nadie ha penetrado tan profundamente en el espíritu más íntimo de las artes griegas. Winckelmann había llegado a transformarse en la manera de ser y de sentir de los antiguos. Sólo en apariencia vivía en su siglo; pero no estaba sujeto a sus influencias. Aunque su obra trate especialmente de las artes del diseño, derrama también abundante luz sobre las otras ramas de la cultura moral de los antiguos, y es utilísima para preparar al conocimiento de la poesía griega, mayormente de la dramática, porque sólo delante del grupo de Niobe o del Laoconte aprendemos verdaderamente a comprender las tragedias de Sófocles». (Curso de literatura dramática, lección 2.ª)

Tal fué el juicio de los más ilustrados entre los contemporáneos. La arqueología moderna ha dejado muy atrás el libro de Winckelmann, que ya en su tiempo fué objeto de notables rectificaciones por los mismos que en Italia le tradujeron y le comentaron, aparte de las críticas siempre agudas e ingeniosas de Lessing, que tenía, sin embargo, respecto de Winckelmann, la desventaja de no conocer por inspección propia las estatuas antiguas. Pero si el libro de Winckelmann ha padecido la suerte de todos los libros de iniciación y de revelación, siendo fácilmente sobrepujado y arrollado por los que han venido después, siempre le quedan las líneas generales, que son eternas e indestructibles, y sin las cuales hubiera sido imposible imaginar luego construcción alguna. La ley del arte antiguo que él formuló, la ley de noble simplicidad y de tranquila grandeza en la actitud y en la expresión, ha entrado, merced a él, en la corriente del saber común, y de un modo explícito o implícito la acepta todo el que razona sobre la antigüedad. Lessing no la combatió: lo que hizo fué explicarla y referirla a otra ley superior. Winckelmann pudo errar al aplicarla a ciertas estatuas; pero su principio general está libre de toda contradicción, y le basta para su gloria, sin que él tenga que responder de aquellos artistas discípulos suyos que entendieron que la serenidad era sinónimo de frialdad glacial, invariable y enojosa, sin carácter y sin vida; de aquellos escultores, padres de un nuevo clasicismo falso y amanerado, el cual arrancó de una abstracción y de una fórmula, buena y oportuna en un libro de ciencia, pero impotente como canon de ejecución.

[p. 88] Las ideas metafísicas de Winckelmann concuerdan con las de Mengs, y unas y otras con el sentido dominante en las escuelas platónicas e idealistas puras. Toda su estética es de reacción contra la estética subjetiva del siglo XVIII. Considera la belleza sensible como un reflejo de la belleza o perfección absoluta, como una reminiscencia de la suprema perfección, como una beatitud momentánea, preludio y mensajera de la eterna beatitud.

La misión de Winckelmann (y bien podemos usar aquí tan manoseada expresión, sin sombra de hipérbole) fué revelar el ideal antiguo en toda su religiosa y solemne sencillez. La misión de Lessing, otro de los Epígonos de este período, consistió en reintegrar los fueros de otro elemento estético, sacrificado o tenido menos en cuenta por Winckelmann y sus discípulos; es a saber: lo natural y lo característico. Pero la empresa de Lessing se extiende mucho más, y es difícil dar en pocas palabras idea completa del alcance crítico de su doctrina, cuyas consecuencias duran hoy y no las hemos agotado todavía. Lessing es el espíritu de la crítica encarnado y hecho hombre, es decir, todo lo contrario del espíritu dogmático y cerrado, y todo lo contrario también del espíritu escéptico. [1] Nadie le igualó en codicia de saber y en firmeza indagatoria y analítica; pero nunca quiso fundar, e hizo bien, sistema alguno, contentándose con examinar todas las cosas, y lanzar sobre todo espíritu despierto los que él llamaba fermenta cognitionis. Hizo más que pensar por sí mismo; enseñó a pensar a una gran parte de los humanos, estimuló el pensamiento ajeno, emancipó a su nación y a su raza de la servidumbre de las fórmulas de escuela; fué como un nuevo Arminio que vino a vencer de nuevo las legiones de Varo. Analizar un libro de Lessing es materia casi imposible, porque son libros de polémica, en que los principios van apareciendo conforme la discusión los trae, sin más orden que el orden riguroso de invención, con que Lessing nos pone al desnudo su enérgica y viril inteligencia y nos hace asistir, pero sin fatiga, a toda su labor interna. No hay libros de [p. 89] arte que contengan más ideas que éstos ni que las presenten con menos aparato. Si cabe belleza en la alta especulación intelectual, estos libros la realizan sin duda. «Lo que constituye el mérito de un hombre (dice el mismo Lessing) no es la verdad que posee o cree poseer, sino el esfuerzo que ha hecho para conquistarla».

Los dos grandes trabajos críticos de Lessing son, sin duda, el Laoconte o de los límites de la pintura y de la poesía (1765), y la Dramaturgia Hamburguesa (1767 y 1768). Las ideas de otros muchos opúsculos, anteriores y posteriores a estos libros, se hallan contenidas virtualmente en ellos. Durante la última época de su vida, Lessing se entregó por completo a la polémica teológica, y, fuera del drama de Nathan el Sabio, que en su fondo pertenece a la misma polémica, no dió a la literatura sino un lugar secundario entre las preocupaciones de su espíritu.

La primitiva unidad del Laoconte debe buscarse en la refutación de un lugar común repetido por todos los preceptistas, y erigido en sistema por Batteux y el abate Du-Bos: Ut pictura, poesis: la poesía pintura para el oído, la pintura poesía para los ojos. De este lugar común, admitido por verdad inconcusa, resultaba la más extraña aplicación de criterios a las obras artísticas. Un cuadro se juzgaba literariamente (manía que aún dura y no lleva trazas de desaparecer), es decir, que se le aplicaban todas las reglas menudas de la Retórica y de la Poética tradicionales, y con arreglo a ellas se absolvía o se condenaba al pintor. Y al contrario, el vocabulario pictórico inundaba los tratados de literatura y los llenaba de metáforas disparatadas, inaplicables de todo punto al arte de la palabra, produciendo además en los poetas cierta impotente o peligrosa emulación respecto de los pintores, la cual se manifestaba por una plaga de composiciones descriptivas que no hablaban ni al alma ni a los ojos.

Lessing, en quien toda vulgaridad producía el efecto de la repulsión y de la antipatía, se propuso echar abajo tal principio, y en esta parte su triunfo fué completo. La poesía descriptiva y la pintura alegórica fueron, por igual, objeto y blanco de sus iras. Un inglés, llamado Spence, había publicado con el título de Polymetis (1747) un libro muy erudito, que anunciaba la pretensión de explicar recíprocamente los monumentos de la antigüedad por sus poetas, y los poetas por sus monumentos. Un [p. 90] francés, el Conde de Caylus, había hecho otro libro (1757) para estimular a los pintores a que buscasen inspiraciones en la lectura de Homero, trasladando al lienzo cada una de las situaciones de su epopeya. Lessing prueba, contra estos autores, que imitar imitaciones en vez de imitar la naturaleza, es hacer bajar al arte de su excelsa dignidad y convertirle en una serie de frías reminiscencias; que cuando se observa tan extraordinaria concordancia entre las estatuas de la antigüedad y sus poemas, debe atribuirse, sobre todo, a que el escultor y el poeta tenían las mismas ideas morales: que la poesía es un arte mucho más extenso que las artes plásticas, y puede alcanzar bellezas a que la pintura no debe aspirar; que así el poeta tiene a su alcance, entre otras cosas, el pintar con rasgos negativos. y el confundir juntas dos imágenes, merced a la combinación de rasgos positivos y negativos; que, ademas, el artista plástico ha trabajado muchas veces obedeciendo a prescripciones religiosas que no ejercen tanto imperio sobre el poeta; que el escultor o el pintor, si quieren personificar abstracciones, tienen que valerse de emblemas fácilmente recognoscibles, al paso que la poesía se mueve libremente en el vasto campo de las ideas, y puede expresarlas en forma directa; que en el artista plástico la ejecución es mucho más importante y más difícil que en el poeta, y, por el contrario, en éste domina el mérito de la concepción y de la invención, el cual, hasta cierto punto, es secundario en las otras artes y tiene un sentido muy diverso, puesto que se reduce las más de las veces a una combinación nueva de elementos ya conocidos, y es invención de las partes más que invención del todo; que muchas de las descripciones más bellas en poesía, resultan frías, ininteligibles y hasta ridículas, en el mármol o en el lienzo, entre otras cosas, porque ni siquiera posee el artista medio alguno para distinguir lo visible de lo invisible, a no ser el trivial recurso de la nube, que es un verdadero hieroglífico, un signo puramente simbólico y arbitrario; y además, porque en el arte plástico no cabe la indeterminación y vaguedad de proporciones con que se muestran en la narración poética los seres y objetos sobrenaturales; y, finalmente (y es la principal razón), porque el poeta nos hace recorrer una serie de cuadros antes de llegar al episodio único que nos muestra el cuadro material; porque al poeta nada le obliga a concentrar [p. 91] su cuadro en un solo momento, sino que puede remontarse hasta el origen de cada una de las acciones que describe y conducirlas a su término a través de todas las modificaciones posibles, cada una de las cuales reclamaría una obra distinta del pintor, suponiendo, lo que es falso, que todas pudieran pintarse. De aquí nace la diferencia fundamental entre ambas artes: el pintor o el escultor aprisiona un momento único, procurando que sea lo más fecundo posible; es decir, que deje mucho campo abierto a la imaginación; que podamos siempre añadir algo por el pensamiento. Pues bien: este momento único no debe ser nunca el del paroxismo del dolor o el de la extrema pasión, porque entonces, cortadas las alas de nuestra fantasía, sin poder subir ni un grado más, y persistiendo el mármol o la tabla en su expresión inmóvil y eterna, el fenómeno fugitivo se trueca en fenómeno de duración perenne, y en cada segundo que pasa va perdiendo algo de su in tensidad y de su eficacia, hasta convertirse en algo desapacible, ridículo o ingrato. Por eso los escultores del Laoconte no presentaron al sacerdote troyano en actitud de gritar ni de gemir, porque el grito es de suyo algo fugitivo, algo que acompaña al punto extremo del dolor y de la angustia en ánimo varonil. Por eso Timomaco no representó a Medea en el momento de degollar a sus hijos, sino en el momento de la indecisión y de la lucha, que abre perspectivas sin fin al pensamiento; ni representó tampoco al furibundo Ayax de Telamón en el momento de su locura, cuando pasa a cuchillo los toros y los machos cabríos, sino después de la explosión del furor y del delirio, cuando, sentado en medio de sus víctimas, delibera matarse. No creía Lessing, como Winckelmann, que los antiguos rechazasen en el arte la expresión del dolor físico por ser contraria a la serenidad y al tranquilo dominio del alma sobre la materia; no creía que el dolor de Laoconte, que abulta sus músculos y contrae de un modo horrible el bajo vientre, dejara de manifestarse en la expresión por ser contrario a la grandeza moral. Lessing recuerda que el Laoconte de Virgilio lanza un clamor horrendo que llega hasta las estrellas, y que el Filoctetes de Sófocles llena el antro de Lemnos con sus lamentos, «clamore illo Philocteteo», hasta el punto de haber un acto entero lleno casi de gritos inarticulados, sin que esto influya en menoscabo de la grandeza de alma de uno ni de otro personaje. ¿Qué más? Los [p. 92] mismos dioses no se eximen de la regla común: Marte, herido por Diomedes en el libro y de la Ilíada, eleva a los cielos un clamor tan espantoso como el que producirían juntos diez mil guerreros. Nada es menos dramático que el estoicismo, como todo lo que engendra una admiración fría e inerte.

La verdadera razón que tiene el Laoconte marmóreo para no gritar, es la suprema ley de la belleza, que se aplica de distintos modos a las artes plásticas y a la poesía. El escultor, como todos los escultores griegos, buscaba la mayor belleza posible en la figura humana: dadas las condiciones de la belleza física, esta belleza no era compatible con las contracciones que arranca el dolor y que afean horriblemente la boca. No era lícito que la rabia ni la desesperación deshonrasen nunca la obra de las gracias, y todo, hasta la expresión, principal objeto del arte moderno, debía ceder entre los griegos ante la belleza. Por eso Timantes veló el rostro de Agamenón en el cuadro del sacrificio de Ifigenia, porque el dolor paternal del rey de reyes había de manifestarse por contracciones, que son siempre, y forzosamente, feas.

En vano se dice, pues, que Lessing es realista. Lessing, en las artes plásticas, prohibe absolutamente la imitación de lo feo, y en la poesía la restringe mucho, o sólo la admite con ciertas condiciones. Habla con el más soberbio y merecido desdén del «frío placer que resulta de percibir la semejanza de la imitación y de apreciar la habilidad del artífice»; dice que los griegos procedieron con la más estricta justicia dejando morir en el desprecio y en la pobreza a los Pausones y a los Pireicos, «que tenían el pésimo gusto de reproducir lo que hay de feo y torpe en la figura humana»; condena con la mayor severidad ese «indigno artificio que quiere llegar a la semejanza, exagerando las partes feas del modelo». «No gustamos de ver a Tersites (escribe en otro lugar) ni en la naturaleza ni en el retrato, porque la fealdad de las formas ofende nuestra vista, ataca nuestro gusto, que tiende siempre al orden y a la armonía, y engendra en nosotros la aversión, sin que nos ocurra preguntar si aquel objeto existe realmente o no. El supuesto placer de la semejanza está echado a perder a cada paso por la reflexión que hacemos sobre tan indigno uso del arte, y esta reflexión rara vez deja de llevar consigo algún desprecio hacia la persona del artista». En la poesía el caso es distinto: la [p. 93] fealdad de las formas pierde su efecto desagradable por el cambio de las partes coexistentes en partes sucesivas; pero aun así, la fealdad por sí misma no puede ser objeto directo de la poesía: el poeta puede servirse de ella como de un ingrediente para producir y reforzar ciertas impresiones complejas, es a saber: la de lo ridículo y la de lo terrible.

Estas y otras muchas diferencias substanciales hacen que no sea legítimo el tránsito de la pintura a la poesía, ni viceversa. Lessing lo comprueba con mil ejemplos, deduciendo de todos ellos que el consejo que se ha de dar a los artistas no es que tomen asuntos de Homero, sino que se nutran con su espíritu, que empapen la imaginación en sus más sublimes rasgos, que se calienten al fuego de su entusiasmo, que vean y sientan como él, y de esta suerte sus obras se parecerán a las de Homero, no como se parece un retrato a su original, sino como se parece un hijo a su padre: semejantes, pero diferentes.

Por idénticos motivos no le es dado al poeta representar fielmente la hermosura física. No puede mostrar sus elementos simultánea, sino sucesivamente; no puede, en ningún caso, yuxtaponerlos. Y así, Homero no describe la belleza de Helena en sí misma, como hacían los sofistas de la decadencia, sino que la describe mucho más enérgicamente por sus efectos, hasta arrancar a los ancianos de Troya la confesión de que daban por bien empleados tantos desastres a causa de aquella mujer, cuya belleza semejaba a la de las diosas inmortales. De esta manera, o, a lo sumo, reemplazando la belleza de la proporción por la belleza en movimiento que llamamos gracia, podrá el poeta emular los triunfos del arte que procede por líneas y colores.

Y en este caso, ¿qué pensar de la poesía descriptiva de objetos materiales? Sólo en un caso la tolera y admira Lessing: en el caso del escudo de Aquiles, cuando el artificio del poeta logra hacer consecutivo lo que hay de coexistente en el objeto, y transforma así la fastidiosa descripción de un cuerpo en la viva pintura de una acción. No vemos entonces el escudo, sino la obra sucesiva del artífice divino que le va fabricando: delicadeza artística que no quiso comprender o imitar Virgilio.

Fuera de estos casos, Lessing no encuentra condenaciones bastantes fuertes para la poesía descriptiva. Los cuerpos son el [p. 94] objeto del arte plástico, las acciones el objeto de la poesía. El poeta domina en el tiempo, el pintor en el espacio. La imitación progresiva del poeta no le permite expresar de una vez más que una sola propiedad de los objetos. Las descripciones de cuerpos, hechas con palabras, no pueden producir la ilusión, objeto principal de la poesía, y Lessing las reprueba como un alarde de ingeniosidad pueril y frío, propio de los que no tienen genio, recordando aquella frase de Pope que comparaba la poesía descriptiva con un festín donde no se sirviesen más que salsas.

A Lessing han referido muchos la moderna doctrina del desnudo en la estatuaria. [1] Preguntado por qué el sumo sacerdote Laoconte aparece enteramente desnudo en el momento de celebrar un sacrificio, contra toda verisimilitud y costumbre de los antiguos, responde con verdadera elocuencia: «¿Cómo un vestido tejido por manos serviles ha de tener nunca la misma belleza que un cuerpo organizado, obra de la sabiduría eterna? ¿Hay el mismo talento, el mismo mérito y la misma gloria en imitar el uno que el otro? En la descripción del poeta, la vestidura no es vestidura, porque no oculta nada, y nuestra imaginación la atraviesa por todas partes, viendo distintamente el dolor en cada uno de los miembros de Laoconte. Para ella la frente del poeta está circundada, pero no velada, por las ínfulas sacerdotales... Pero si el artista hubiera puesto estas vendas, habría cubierto la frente, que es el centro principal de la expresión. Los antiguos artistas comprendían que el fin supremo de su arte los obligaba a renunciar del todo a lo convencional. Aspiraban al fin supremo de la belleza... Admito que también quepa una belleza en los vestidos; pero ¿qué es esta belleza si se la compara con la del cuerpo humano? Y el que puede alcanzar el fin más elevado, ¿cómo ha de contentarse con el menos noble?»

Las altas inducciones estéticas del Laoconte están realzadas por la erudición más profunda y sagaz, para la cual no hay misterios, ni en el arte, ni en la filosofía, ni en la literatura de los antiguos. Iguales y aun mayores méritos ostenta la Dramaturgia, colección de artículos en que Lessing juzgó durante dos años [p. 95] las representaciones del teatro de Hamburgo, tomando ocasión de ellas para exponer sus principios generales de crítica dramática, que, elevada a estas alturas, es una creación del genio como cualquiera otra. Pero en esta parte Lessing no es de todo punto original, y él lo confiesa con su honradez de costumbre. Su primer inspirador es Diderot, a quien admira demasiado y a quien interpreta en sentido latísimo, dando a sus ideas una consistencia y una solidez que en el original no tienen. Lessing no había nacido para discípulo de nadie, ni siquiera de Aristóteles, cuya Poética tenía por tan infalible como los Elementos de Euclides, y comentaba con la sutileza de un escolástico, leyéndola y puntuándola mal a veces, pero mostrándose todavía más inventivo y agudo cuando se equivoca que cuando acierta; El grande acierto y novedad suya estuvo en traducir la palabra Φόβος por temor y no por terror (como hasta entonces venía haciéndose) en la definición de la tragedia, de la cual se decía que por medio del terror y de la compasión purificaba estas pasiones. Lessing demostró, contra la explicación rutinaria de los franceses, heredada de Corneille, que el verdadero concepto del F ó b o V peripatético debía buscarse en la Retórica y en la Etica del filósofo de Stagira, y que de ninguna manera debía tomarse en el sentido de terror simpático (ya comprendido en la piedad, que es el primer término de la enumeración), sino de terror que nace en nosotros por la comparación con la persona que se muestra infeliz, y cuya suerte tememos. Por caminos semejantes, Lessing aclaró también el dogma aristotélico de la purificación de las pasiones, no reduciéndola a una mera filantropía, sino haciéndola consistir en la transformación de las pasiones en disposiciones virtuosas.

Un hombre tan empapado en Aristóteles como Lessing, no podía adoptar a ciegas las paradojas de Diderot, que más bien era para él un despertador y un estímulo que un maestro. Así le vemos aceptar toda la parte negativa de su sistema, esto es, las críticas contra el teatro francés, y sólo con muchas restricciones la parte positiva, mostrándose, sobre todo, acérrimo contradictor de la extravagante sustitución de los caracteres por las condiciones. Lessing prueba que los caracteres dramáticos, lejos de ser una docena ni de estar agotados como Diderot pretendía, ofrecen mies riquísima al que sepa explotarlos: repara que, dado [p. 96] el sistema de las condiciones, los personajes obrarían y hablarían tan fría y correctamente como un libro, cayéndose muy pronto en el inminente peligro de los caracteres perfectos; y, por último, interpretando con altísimo sentido (como él lo hace siempre con las opiniones ajenas, cuando no son opiniones de Voltaire) el caprichoso atisbo de Diderot, no ve en él sino una fórmula exagerada e inexacta del elemento general, que debe predominar en toda poesía sobre el individual, conforme a las enseñanzas de Aristóteles, cuya doctrina sobre las relaciones entre la poesía y la historia desembrolla Lessing con sin igual sagacidad, mostrando por qué razón los poetas de la comedia ateniense, en cualquiera de sus tres períodos, aplicaban a sus personajes nombres de los que hasta por su etimología y composición indican generalidad, porque, en rigor, todo el esfuerzo del arte se reduce a elevar lo individual a la categoría de lo general, pero partiendo, no de ideas abstractas, sino de la misma individualidad viva. Lo cual no quiere decir, ni Lessing lo admite (acorde en esto con un notable comentador inglés de la Poética, llamado Hurd, a quien sigue y elogia), que la idea general artística pueda componerse nunca de una serie de hechos tomados de la vida real, como lo ejecutan los pintores holandeses, sino que se forma separando de la esencia del carácter todo lo que es propio del individuo.

En toda esta profunda discusión sobre la Poética de Aristóteles, Lessing llevaba un intento segundo que no se cuida de disimular. Lessing es un misogalo, y su afán es demostrar a los franceses (y plenamente lo consigue) que ninguna nación ha desconocido más que ellos las reglas del drama antiguo; que han tomado por esenciales algunas observaciones referentes a la disposición más externa de la fábula, y que en cambio han bastardeado y falseado todas las prescripciones esenciales con un cúmulo de restricciones y excepciones. Lessing no perdona a los franceses ninguno de sus defectos nacionales, y ésta es una de las razones de su inmensa popularidad en Alemania: les echa en cara su vanidad y su espíritu de rutina social: les dice a la cara que no tienen verdadera tragedia, ni siquiera verdadero teatro, por lo mismo que creen tenerle: condena sus intrigas complicadas y sus efectos de teatro, poniéndolas en cotejo con la sencillez griega: les rehusa otro mérito que el de la regularidad mecánica: llega, en fin, a la [p. 97] más suprema injusticia con Corneille, ofreciéndose a refundir todas sus piezas y a mejorarlas siempre.

En esta lucha contra el teatro francés, Lessing acude por armas a todas las panoplias clásicas y románticas, lo mismo a los antiguos que al teatro español o al inglés, pero siempre y señaladamente a Shakespeare. «No conozco más que una tragedia en que el amor haya puesto la mano, y es Romeo y Julieta», exclama. Pero no quiere tampoco sustituir una esclavitud con otra: no quiere que los incipientes poetas alemanes se arrojen a saquear a Shakespeare. «Hay que estudiarle y no robarle: si tenemos genio, él será para nosotros lo que es la cámara obscura para el pintor de paisaje...» ¿Qué es lo que la tragedia al modo francés puede tomar de Shakespeare, como no sea una cabeza, una figura, un grupo, que luego habrá que tratar como un todo completo? Pensamientos sueltos de Shakespeare pueden convertirse en escenas enteras, y escenas en dramas. Del retazo del vestido de un gigante puede hacerse un traje entero». Shakespeare es el Dios ignoto de la Dramaturgia: sale pocas veces a la escena, pero está en el fondo del santuario.

Lessing conocía también y miraba con simpatía el teatro español. Hizo un extenso y penetrante análisis de El Conde de Essex, de Coello, y admiraba en los nuestros «una fábula siempre original, una intriga muy ingeniosa, efectos escénicos numerosos, singulares y nuevos, situaciones inesperadas, caracteres muy bien trazados y sostenidos hasta el fin, y mucha dignidad y fuerza en la expresión». Si Lessing no hubiera escrito la Dramaturgia, quizá la critica romántica, representada por los Schlegel, no hubiera fijado nunca sus miradas en el teatro español.

Pero hay dos cosas en nuestra poética dramática que a Lessing le eran repulsivas. Una, lo que pudiéramos llamar espíritu novelesco, es decir, la excesiva complicación de la fábula, y la exageración de las ideas y de los sentimientos, el tono enfático y pomposo, que él perseguía tanto en los franceses, acusados por él de imitadores de los castellanos más bien que de los griegos. Otra, la mezcla de lo trágico y lo cómico, que también encontraba en Shakespeare, pero que no admitía sino con ciertas limitaciones, las cuales conviene conocer para penetrar en el fondo del pensamiento de Lessing, mucho más idealista de lo que anuncian algunas [p. 98] de sus obras dramáticas. Para Lessing no valía, tomado en términos absolutos, el argumento de Lope: «La naturaleza nos presenta mezclados lo trágico y lo cómico». «Es verdad y no es verdad (contesta Lessing) que la tragicomedia española imite la naturaleza: imita una mitad, pero deja intacta la otra: imita los fenómenos externos, pero no tiene en cuenta la impresión que hacen en nosotros. En la naturaleza, todo está en todo, todo se cruza en alternativa y metamorfosis incesante. Pero mirada desde el punto de vista de esta diversidad infinita, la naturaleza sólo podría ser espectáculo conveniente para un espíritu infinito. Si un espíritu finito quiere gozar de ella, tiene forzosamente que imponer a la naturaleza límites que en ella no están, introducir divisiones, aislar ciertos aspectos y concentrar en ellos la atención». ¿Hemos de creer, por esto, que Lessing rechaza en absoluto la mezcla de los dos géneros? Lessing era demasiado prudente para sentar principios absolutos. La admite cuando contribuye a la impresión estética del conjunto; la rechaza cuando es un elemento de perturbación y de incongruencia.

No seguiremos a Lessing en su ingeniosísima polémica contra Rodoguna y contra Mérope. Todo esto más bien pertenece a la crítica dramática que a la estética propiamente dicha. Pero si Lessing dice la verdad, hasta con excesiva rudeza, a los extraños, y con particular encarnizamiento a Voltaire (de quien en algún momento de su pobre y estudiosa juventud había sido secretario), tampoco se la oculta ni se la niega a los propios, por lo mismo que quiere levantar su espíritu y regenerarlos. Este libertador de su raza, comparado por los suyos con Arminio y con Martín Lutero, para nadie tiene tan amargas y desolladoras palabras como para los alemanes de su tiempo, a quienes llama «más franceses que los franceses mismos», echándoles en cara, no solamente el carácter de verdadero teatro y el ser indiferentes a su gloria literaria, y el no saber pintar los caracteres cómicos, sino el de ser indignos hasta del nombre de nación, considerada como unidad moral. ¡Que sólo a este precio, y diciendo estas claridades, se logra despertar y emancipar la conciencia nacional en los pueblos!

Y en vista de todo esto, se preguntará: ¿Es Lessing un verdadero precursor del romanticismo? De ninguna manera. Lessing [p. 99] ni conoce ni ama el arte de la Edad Media, ni mucho menos siente ninguna tentación de renovarle. Lessing jura por los aforismos infalibles de la Poética de Aristóteles, se postra ante las aras inmortales de Sófocles y Terencio, y siente toda la religión del arte clásico, aunque en un sentido amplísimo y de una manera propia y peculiar suya. Le sonríe poco la idea de la independencia del genio. Pues qué, ¿no hay más que llamarse genio y decir que las reglas ahogan al genio? «¡Como si el genio se dejase ahogar por alguna cosa, y mucho menos por algo que procede de él mismo, como son las reglas!... Todo crítico no es un genio, pero todo genio es crítico de nacimiento. El genio es la más alta conformidad con las reglas».

Si un espíritu tan rico y tan complejo y tan independiente como el de Lessing pudiera ser aprisionado dentro de una escuela; si alguna de las tendencias del arte pudiera reclamarle por suyo, no sería ciertamente el romanticismo, a cuyo triunfo contribuyó, sin embargo, de una manera indirecta, con su polémica contra el teatro francés, sino el drama de costumbres modernas, cuya teoría desembrolló de las nubes en que Diderot la había envuelto, y del cual dió los más bellos modelos en Minna de Barnhelm y en Emilia Galotti, resolviendo en esta última el dificilísimo problema de transportar un argumento trágico del Foro de la antigüedad a los límites y condiciones de una tragedia doméstica, sin menoscabo de lo patético y con ventaja de lo natural y característico.

Suspendemos la historia de la Estética alemana del siglo pasado, en el punto y hora en que empieza a ser influída por una nueva doctrina filosófica, que cambia enteramente los términos del problema del conocimiento. La Crítica de la fuerza del juicio, de Manuel Kant, apareció por primera vez en 1790, y ella nos servirá de punto de partida en el volumen siguiente. [1]

Notas

[p. 10]. [1] . El Essai sur le Beau, par le P. André, ha sido impreso varias veces, y últimamente se encuentra reproducido en el Diccionario de Estética cristiana (1856) , trabajo muy endeble, que forma parte de la Enciclopedia Teológica de Migne (páginas 853 a 1.003).

[p. 17]. [1] . En su Histoire des idées littéraires (Paris, E. Dentu, 1863), libro menos estimado de lo que merece, aunque escrito con cierto exclusivismo romántico, y con mala voluntad evidente hacia ilustres críticos modernos. (Vid. para Silvain, cap. IX, páginas 201 a 232 del primer tomo).

[p. 23]. [1] . Véase la más ingeniosa y discreta apología de Boileau en el tomo II de la Historia de la literatura francesa, de Nisard, que le considera como la personificación del espíritu francés en materia de juicio y buen sentido.

[p. 23]. [2] . Es increíble lo que han escrito los franceses sobre este importante episodio de su historia literaria. Ante todo, debe recomendarse el libro de Hipólito Rigault (Histoire de la querelle des anciens et des modernes, 1856). Véase además la Historia de las ideas literarias, de Michiels; las Paradojas Literarias, de La Motte, publicadas por B. Jullien (1859), y varios artículos de las Causeries de Sainte-Beuve, sobre Perrault, Mad. Dacier, el abate de Pons, Fontenelle, etc.

[p. 25]. [1] . Este mismo concepto, y expresado de idéntica manera, se halla muchas veces en los libros pedagógicos de Luis Vives, y ya había sido vislumbrado por Séneca.

[p. 61]. [1] . Las obras de Montesquieu, Voltaire y demás autores citados hasta ahora, son comunes y corrientes, y por eso no hemos hecho ninguna indicación bibliográfica acerca de ellas. Pero no sucede otro tanto con las de Diderot, de quien no hay más edición completa que la publicada en veinte volúmenes por J. Assézat (Garnier, editor). En esta voluminosa colección hay muchos escritos de Diderot relativos a Bellas Artes. El Salón de 1763 va acompañado de un Ensayo sobre la pintura, que Goethe publicó en alemán y anotó. El de 1767 va precedido también de algunas reflexiones estéticas.

Vale poco el artículo Belleza que escribió para la Enciclopedia, y que viene a ser un extracto del P. André.

[p. 75]. [1] . Me valgo de la edición inglesa de 1827. De la traducción castellana se hablará más adelante.

[p. 80]. [1] . El que desee conocer las doctrinas de estos preceptistas literarios, olvidados hasta por los historiadores generales de la Estética, puede consultar la Histoire des doctrines littéraires et esthétiques en Allemagne, par Emile Grucker (París, 1883), t. I.

[p. 81]. [1] . El nombre de Estética como ciencia del conocimiento sensitivo, había sido empleado ya por Baumgarten en el más antiguo de sus escritos, en su tesis doctoral que lleva por título Meditationes philosophicae de nonnullis ad Poema pertinentibus (Halae, 1735). Este opúsculo, rarísimo como todas las producciones de su autor, mucho más citado que leído, acaba de ser reimpreso por el muy docto napolitano Benedetto Croce (1890).

[p. 88]. [1] . Sobre Lessing deben consultarse, además de sus obras completas, que son la principal fuente, el libro de Stahr ( Lessing, sein Leben und seine Werke . Berlín, 1856) y el de Crouslé ( Lessing et le goût français en Allemagne , 1863). Pero, sobre todo, lo que conviene leer asiduamente es el Laoconte y la Dramaturgia .

[p. 94]. [1] . Mengs había consignado antes la misma idea (página 22 de la edición castellana): «Siendo el hombre más noble y digno que sus vestidos, los antiguos escultores le modelaron, por lo regular, desnudo».

[p. 99]. [1] . Apenas es menester advertir que en este rapidísimo bosquejo prescindimos de aquellos autores que no tienen más que un valor secundario en la historia de la ciencia o que no han influído de una manera directa en España. El lector que quiera conocerlos puede acudir a las principales historia de la Estética publicadas hasta ahora, especialmente a la de Zimmermann (1858) , a la de Lotze (1868) y a la de Max Schasler (1872).