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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPÍTULO XI.—LA ESTÉTICA EN LOS PRECEPTISTAS DE LAS ARTES DEL DISEÑO DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII.—TRATADISTAS DE ARQUITECTURA: DIEGO SAGREDO: LOS TRADUCTORES DE VITRUBIO, SERLIO Y ALBERTI.—LA «VARIA CONMENSURACIÓN DE JUAN DE ARPHE.—TRATADISTAS Y CRÍTICO

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I. A fines del siglo XV, un viento de renovación venido de Italia empezaba a correr por todos los ámbitos y dominios del arte español. Habían pasado los grandes días de la arquitectura ojival, que, entregada ya a artífices de segundo orden y convertida en rutina y manera, en vano intentaba prolongar su amenazado imperio. Nuevos tiempos y nuevas ideas traían nuevos modos de interpretación artística, que si para la arquitectura religiosa, y aun quizá para toda arquitectura, implicaban un verdadero retroceso, tenían, a lo menos, la ventaja de armonizarse con el sentido estético que predominaba en las otras artes del dibujo, y que derramaba vivísimos fulgores en el arte literario. La Poesía, la Escultura y la Pintura iban destronando a toda prisa a aquel arte sintético y de grandes masas, que había levantado los gigantescos poemas de piedra de la Edad Media. Rota la unidad espiritual que los había inspirado, el genio individual se sobreponía al colectivo, y tanto la epopeya como la Arquitectura, artes una y otra anónimas por su esencia, cedían ante la [p. 362] invasión del genio lírico y pictórico, que venía a expresar, no ya el modo como un pueblo, una raza, una religión, o, finalmente, aquella agrupación de pueblos unidos por invisibles y espirituales lazos que llamamos la cristiandad, había concebido y realizado la belleza, sino el modo como podía realizarla solitariamente cada artista, con infinita variedad de modos de sentir y expresar la Naturaleza. Las grandes catedrales, testimonio el más poderoso de lo que alcanzan el esfuerzo y la fe humanos cuando congregan sus potencias en uno, y ahogan la nota individual en la solemne y general armonía, iban quedando incompletas, como pregonando en voces mudas el entibiamiento de la fe robusta que levanta las montañas. Seguían construyéndose edificios góticos para las necesidades del culto, y otros edificios, también, civiles y profanos, unos y otros ajustados a los cánones de la construcción en la Edad Media; pero aunque algunos de ellos fuesen obras de extraordinario primor y lindeza, en todos se dejaba notar la ausencia de aquella llama divina que había resplandecido en la frente de los grandes maestros de Colonia y de Estrasburgo. Los  procedimientos eran los mismos, y quizá no inferior la habilidad técnica; pero a las nuevas fábricas faltábales un no sé qué de grandeza, impreso con caracteres mágicos en las antiguas. Como sintiendo los mismos artistas esta debilidad suya, intentaban suplirla con exagerada profusión de ornato y con acentuar demasiado ciertos pormenores brillantes, que disimulaban bajo los oropeles de una juventud mentida las arrugas de la ya inminente senectud y decadencia.

Es condición de toda forma de arte sobrevivirse a sí misma y coexistir con la que le sucede. Por más de sesenta años siguieron levantándose en España las fábricas ojivales (más o menos floridas) al lado de los primeros edificios del Renacimiento. Y, lejos de ser violento el choque entre los dos estilos, ni poder tirarse bien en los primeros momentos la línea divisoria, vemos que el segundo apareció tímidamente y casi a la sombra del primero, combinándose con él en diversas proporciones, de donde resultó un conjunto abigarrado, pero no falto de originalidad; un verdadero género de transición, que en Castilla llamamos plateresco y en Portugal manuelino, rico de caprichosas y menudísimas labores.

[p. 363] Poco a poco las bóvedas se rebajaban, el arco apuntado iba cediendo al semicircular, si bien las columnas grecorromanas aparecían más altas que lo que tolera Vitrubio, y el frontón se aguzaba hasta cerrarse en pirámide; la invasión de los nuevos elementos no era menos indudable, por mucho trabajo que a veces cueste reconocerlos: ¡tan desfigurados están! Los primores incomparables de la ejecución salvan de la tacha de falta de armonía a esta manera licenciosa, pero elegante, que se personifica en el gran nombre de Enrique Egas. Al mismo tiempo Fr. Juan de Escobedo, educado sólo con las prácticas ojivales, se arroja nada menos que a la restauración de un monumento de la antigüedad, y casi por instinto levanta los arcos derruidos del acueducto de Segovia.

El predominio de la arquitectura romana iba creciendo por días: los elementos góticos cedían uno a uno, o se ocultaban tímidos y vergonzosos. Los Egas, los Fernán Ruiz, los Diego de Riaño, los Cobarrubias, los Bustamante, los Juan de Badajoz, son ya arquitectos de pleno Renacimiento, en las obras de los cuales, si las medidas y proporciones antiguas no andan muy exactamente observadas, la tendencia a sujetarse a ellas no puede ser más acentuada, siquiera la regularidad que buscan yazga oprimida por la pomposa, alegre y lozanísima vegetación que campea en sus portadas, y que hace el efecto de una selva encantada del Ariosto o de los libros de caballerías. Los accesorios ahogan el conjunto; pero son tales los detalles de menudísima escultura, tal la hermosura de los medallones, frontones y frisos, que el crítico más severo no puede menos de darse por vencido ante este arte que de tal modo busca el placer de los ojos, y lamentar de todo corazón la triste, seca y maciza regularidad que poco después vino a agostar todas estas flores, a ahuyentar de sus nidos a estos pájaros, a enmudecer estas sirenas y a interrumpir aquella perpetua fiesta que tal impresión de regocijo y bienestar produce en el ánimo no preocupado.

Pero este arte tan español, tan halagüeño y tan gracioso llevaba en sí propio el germen de su ruina. Al vestir la desnudez de los miembros de la arquitectura romana, al sustituir la crestería de la antigua iglesia gótica con los relieves del Renacimiento, se procedía como si el ornato tuviese por sí un valor independiente [p. 364] de la construcción. La Escultura, que ya se levantaba pujante y transformada, encontraba en esto sus ventajas y aceleraba el instante de su emancipación; pero las nuevas glorias, más que del arquitecto, eran del lozano cincel de los Siloes, Borgoñas y Berruguetes. Las artes, que en la Edad Media fueron auxiliares de la Arquitectura y se confundieron en la grandiosa unidad del templo, se sobreponían al arte principal, la ahogaban con sus abrazos, y le quitaban robustez y virilidad a fuerza de abrumarla de galas. Bajo este aspecto, la durísima y antipática disciplina de Herrera y de los suyos vino muy a tiempo; y sometiendo el arte español a un régimen que le dejó en los huesos, dilató en más de un siglo la invasión del detestable culteranismo artístico a que dieron nombre los Borrominos y Churrigueras.

Precisamente, cuando el arte plateresco estaba en todo su risueño apogeo (en 1526), apareció el primer libro con pretensiones de teoría estética de la Arquitectura y con intento de restaurar los olvidados cánones de Vitrubio. Pero tan poderosa e irresistible era la corriente, que ni el mismo Diego de Sagredo, con estampar al frente de su obra el significativo título de Medidas del Romano, manifestando con esto sólo su veneración por la antigüedad latina, pudo sustraerse de la atmósfera verdaderamente embriagadora que le circundaba; y aunque no hizo un manual de arquitectura plateresca, relajó bastante el rigor de la escuela de Vitrubio en cuanto a la ornamentación, admitiendo, si no las fantasías peninsulares, a lo menos los grotescos italianos.

Este libro, que está compuesto en diálogos [1] a la manera clásica, y que tiene para los españoles la curiosidad y la importancia de ser el primer libro de artes impreso en nuestro suelo (y también en Francia, donde en 1539 se tradujo), [2] debe precisamente su carácter original a los preceptos que no deben observarse, [p. 365] según la frase del intolerante Llaguno. Admite, pues, y aun recomienda Sagredo la prodigalidad de ornato, los capiteles fantásticos, las columnas abalaustradas, los medallones y candelabros. Sin embargo, él de buena fe se creía clásico, y lo era al explicar los cuatro ordenes de Vitrubio (que es, juntamente con el libro De re aedificatoria del florentino Leon Battista Alberti, el único texto que cita), y al quejarse de que por ignorancia de las medidas, «los oficiales que quieren imitar y contrahacer los edificios romanos, han cometido, y cada día cometen, muchos errores de desproporción y fealdad en la formación de las basas y capiteles y piezas que labran para los tales edificios».

Sagredo era capellán de doña Juana la Loca , y no arquitecto de profesión, sino amador de la Arquitectura y de las buenas letras griegas y romanas. En su juventud viajó mucho por Italia, admirando las obras de Brunelleschi, de Michelozzo, de Alberti, de Masuccio y de Bramante; por donde había nacido en él cierto desdén hacia los artistas españoles, con quienes transigía en la cuestión de ornato, pero a quienes acusaba en frases duras y mordaces de mezclar lo antiguo con lo moderno, labrando columnas «que, con ayuda de cuentos y puntales, las hacen tener enhiestas, entretanto que las cargan... E mira no tengas presunción de mezclar romano con moderno, no quieras buscar novedades trastrocando las labores de una pieza en otra, y dando a los pies las molduras de la cabeza; ca yo conozco, y aun tú también, un parroquiano del arte, que en unas finestras que hizo formó en el pretil las mismas molduras que en las jambas y dintel. ¿Pues que diré de otro que, con soberbia de saber, formó en las basas los élices de los capiteles, diciendo que allí parecen muy bien, y que los antiguos hicieran lo mismo si cayeran en ellos? Hay no menos otros que ponen en los embasamentos las cornisas y dentellones de los entablamentos, las cuales molduras fueron señaladamente ordenadas para los cornijones...»

Sólo con dos artistas de su tiempo se muestra indulgente Sagredo: el uno es Felipe de Borgoña, el otro Cristóbal de Andino. Al primero (burgalés de nacimiento, aunque borgoñón de origen) le apellida «singularísimo artífice en el arte de la escultura y estatuaria, y muy general en todas las artes, y no menos resoluto en todas las ciencias de arquitectura». Al segundo le cita [p. 366] entre los raros «oficiales que procuran regirse por las medidas antiguas... Como hace tu vecino Cristóbal de Andino, por donde sus obras son más resueltas y elegantes que ningunas otras que hasta agora yo haya visto. Si no, vélo por esa reja que labra para tu señor el Condestable, la cual tiene conocida ventaja a todas las mejores del reino. Debes comunicar su obrador, pues tan cerca le tienes, y en él hallarás las columnas que deseas ver, y sus basas, con tanto cuidado labradas, cuanto nos fué por los antiguos en comendado». [1]

[p. 367] Cabía, sin embargo, mucha más exactitud en la exposición de los preceptos de Vitrubio que la que alcanzó a darles Diego de Sagredo, guiado por malos textos y por las interpretaciones infieles de los italianos, mucho más que por la inspección personal de los monumentos antiguos, aunque él fué uno de los primeros, sí no el primero, en llamar la atención de nuestros doctos sobre la importancia y valor artístico de las ruinas y memorias del pueblo-rey que en España quedaban. «Mucha parte de esto que habemos dicho podrías ver si quisieses en edificios antiguos que se hallan en algunos pueblos de España, y particularmente en Mérida, donde los romanos edificaron con mucha diligencia edificios muy maravillosos, que después fueron por los godos destruídos».

De Sagredo (1526) a Villalpando (1561), la arquitectura llamada grecorromana había tenido notable desarrollo, y el estilo plateresco comenzaba a caer en descrédito entre los rígidos admiradores de las fábricas de Paladio y de Bramante. Alonso de Cobarrubias y Diego de Siloe, guiados por la consideración de las muestras, dibujos, medidas, trazas y modelos que a toda hora venían de Italia, abandonaban los principios de la escuela de Simón de Colonia; y aunque nunca pudieron olvidar del todo la obra moderna , que dice Juan de Arphe, es lo cierto que en sus obras de Salamanca, Toledo y Granada, y sobre todo en el alcázar toledano y en la iglesia mayor de la antigua corte de los naseritas, lo que Arphe llama mezcla se deja sentir muy poco; si bien a los clásicos intransigentes como el P. Sigüenza todavía les pareció que «no habían acabado estos maestros de aquel tiempo de entender en qué consiste el primor de la buena y perfecta arquitectura», por más que «fuesen abriendo los ojos a mejores trazas, dando en rostro a los españoles las que les habían dejado godos y moros y otras naciones [p. 368] bárbaras, que arruinaron, por decirlo así, con sus avenidas todas las buenas artes, y en España las ahogaron casi de todo punto por más de mil años». Más amigo de follajes y figuras se mostró Siloe en la capilla mayor de San Jerónimo, enterramiento del Gran Capitán; y de aquí que el P. Sigüenza, con su hermosa intolerancia de hombre de escuela a la italiana, le acuse de haber mal graduado y corrompido el orden corintio, que quiso imitar. Todavía, y por excepción, duraba la resistencia del género gótico en algunas partes de Castilla, y quizá la catedral de Segovia, terminada después de 1560 por Rodrigo Gil de Hontañón, sea el último monumento notable de ella. Pero tales esfuerzos anacrónicos semejaban los estertores de la agonía. La arquitectura medioeval había muerto, y el mismo Gil de Hontañón daba testimonio de su derrota levantando en el Colegio mayor de Alcalá una imperfecta fachada grecorromana, al mismo tiempo que Machuca, como en reto infeliz a los primores de la ornamentación arábiga, edificaba enfrente de la Alhambra el palacio de Carlos V, fábrica en todas partes estimable por lo severa y robusta, y sólo digna de execración en el sitio en que se halla, el menos a propósito del mundo para columnas dóricas y jónicas, cuya sola presencia parece un desacato a la frontera y encantada estancia de oro y azul que las hadas levantaron para los emires granadíes. Justicia y no más sería aplicar a Carlos V la reprensión que él, con mucho menos fundamento, dirigió a los canónigos de Córdoba, precisamente cuando con la fabricación del templo cristiano salvaban de inminente ruina los restos del bosque de columnas árabes: «Hicisteis lo que en todas partes hay, y dejasteis perder lo que era único en el mundo».

Por estos tiempos floreció un arquitecto, Alonso de Valdelvira, pariente sin duda de Andrés y de Pedro del mismo apellido, de quienes perseveran insignes obras en Ubeda y Baeza; autor de un breve tratado de todo género de bóvedas regulares e irregulares , el cual, en 1661 plagió con insolente descaro Juan de Torija. Vaya esto sobre la fe de Fr. Lorenzo de San Nicolás, que es quien lo relata. Pero sea cual fuere la habilidad que alcanzó Valdelvira en la estereotomía , principal objeto de sus estudios, su nombre se oscurece ante el del médico y humanista guadalaxareño Luis de Lucena (grande amigo de Juan Ginés de Sepúlveda), el cual, si no [p. 369] publicó comentarios a Vitrubio, dió mucha luz a Guillermo Philandro para los suyos, explicándole, entre otras cosas, la doctrina de los antiguos acerca de la duplicación del cubo. Lucena, sabio de los más ilustres, aunque de los más olvidados, de nuestro Renacimiento, formó parte de la célebre academia de arquitectura y arqueología romana que se congregaba en la alma ciudad en las casas del arzobispo Colonna, con asistencia de Claudio Tolomei, Vignola, el cardenal Bernardino Maffei, a quien llamó Paulo Manuzio hombre divino, y el que luego fué Papa con el nombre de Marcelo II (Marcello Cervino). El principal objeto de esta academia de cultivadores fervorosos de la antigüedad era la interpretación de los libros de Vitrubio, que ofrecían entonces muy graves dificultades por lo corrompido de los códices (en que hasta se advierten hojas traspuestas de su lugar), por lo técnico de la materia, por la forma extraña y fatigosa de la exposición en que ya se inicia la decadencia literaria dentro del mismo siglo de Augusto, y mayormente por la ausencia de todo otro tratado antiguo referente a la misma materia, y que pueda suplir los vacíos y oscuridades de éste, nacidos muchas veces de la torpeza con que Vitrubio interpretaba los textos de los arquitectos griegos. Si hoy todavía no se han entendido los comentadores sobre el verdadero valor del módulo o unidad de medida que Vitrubio adopta para el templo antiguo, poniéndole algunos en el diámetro de la columna a media altura del fuste, y los otros en el diámetro de la base del fuste de la columna, ¡cuánta no había de ser la confusión en el siglo XVI, en que estas cosas del arte antiguo se conocían más bien por instinto, por adivinación y por amor, que por ciencia y observación! [1] .

Antes de Miguel de Urrea, ningún español se había atrevido a poner a Vitrubio en lengua vulgar; pero el libro italiano de Sebastian Serlio, uno de sus expositores, corría desde 1563 magistralmente traducido, aunque sólo en parte, por el insigne arquitecto [p. 370] palentino Francisco de Villalpando, autor de la valiente y sobria escalera del alcázar de Toledo, exenta ya de toda mezcla semigótica. Esta traducción, que Villalpando presentó manuscrita a Felipe II cuando aún era infante, muchos años antes de imprimirla con estampas traídas de Italia, abarca sólo los libros tercero y cuarto, [1] que contienen la descripción de los edificios antiguos medidos y diseñados por Serlio: enseñanza de ejemplos más eficaz que la de los preceptos, puesto que entraba por los ojos. Villalpando, mucho más clásico que Sagredo, manifiesta sin ambages su propósito de «imitar a los antiguos y seguir en todo su doctrina», y enriquece la lengua castellana con un gran caudal de voces técnicas, sin tomarse el trabajo de alterar su forma latina o italiana.

Pero a Villalpando, como a Luis y Gaspar de Vega, y al mismo Bartolomé de Bustamante y a la mayor parte de nuestros arquitectos clásicos anteriores a Juan Bautista de Toledo, faltóles la escuela viva de Italia y la inspección ocular de los monumentos antiguos. Por eso el ideal del arquitecto grecorromano, tal como aquella edad le comprendía, sólo se realizó en Toledo (a quien el P. Sigüenza, con hipérbole no discutible, juzgó digno de entrar en competencia con Bramante), y todavía con más sequedad y dureza, y con una sencillez más desnuda, en el montañés Juan de Herrera, que, favorecido por la natural tendencia grave y tétrica del genio de Felipe II, impuso despóticamente su gusto y su dirección pura, austera y decorosa, pero abrumadora y helada, a todos los maestros de obras y aparejadores españoles (porque [p. 371] arquitectos dejó de haberlos muy pronto). Y cuando a mediados del siglo XVI quisieron romper aquel pesado cinto de piedra y de cal que no decía nada a la razón ni a los sentidos, y restituir a la fantasía algunos de sus derechos enteramente anulados, por lo que ya, más que arte bella, era un oficio de cantería, sólo supieron encontrar la originalidad en las mayores depravaciones del mal gusto, que es cosa tristísima cuando no le acompaña el genio inventivo. Pero si las obras de Herrera (a quien conviene separar cuidadosamente de sus discípulos, empezando por Francisco de Mora), muy rara vez aparecen iluminadas por el suave fulgor de la belleza; si la inflexibilidad de las líneas rectas, y la pobreza dórica, y la afectada desnudez de ornamentos, engendran en el ánimo del contemplador más fatiga que deleite, nadie puede negar al conjunto de aquellas robustas masas de piedra berroqueña, tan sólida y tan glacialmente sentadas como desafiando a los siglos, cierta serenidad intelectual, especulativa y geométrica que, sin ser la belleza de la creación artística, es una de las manifestaciones de la grandeza humana. Toda mi pasión de provincia y de raza no pueden llevarme hasta poner a Herrera en el número de los grandes artífices por quienes la eterna idea armónica ha querido dar breve muestra de su poder a los mortales; pero si el haber levantado una de las más enormes masas de piedra que en el mundo existen no es mérito propiamente estético; si la gracia le falta siempre, y la elegancia, cuando la tiene, es aquella elegancia que, según los matemáticos, cabe hasta en el despejar de una incógnita o en la combinación de los datos de un problema, en cambio la grandeza y audacia de las trazas, la majestad de las proporciones, la consonancia íntima de la obra con el espíritu del monarca que la pagaba y de la sociedad, medio ascética, medio romana (y por una y otra causa más áspera que graciosa), en medio de la cual iba a levantarse el edificio, se imponen al ánimo, y le sobrecogen y fuerzan a respetuoso silencio, como toda obra que lleva impreso el sello de una voluntad viril, dominadora de las resistencias materiales.

Para resolver en el siglo XVI tales problemas de construcción y de corte de piedras necesitaba Herrera ser, como lo fué en efecto, el matemático español más notable de su tiempo, aspecto bajo el cual ha sido poco estudiado, y merece, a mi ver, mucha loa absoluta, [p. 372] y mucha más relativa. Así como recomendó con la vista sus magnánimas construcciones, nos parece que los montes de piedra se animan para formar colosal esfinge, armada con el compás y la escuadra, así la biografía de Herrera, tal como se deduce de los muchos documentos que de él tenemos, no nos hace acordar, de las vidas de los artistas italianos que trazaron Vasari o Milizia, sino que por lo regular y ordenada, por lo ceremoniosa y cauta, y, digámoslo claro, por la aridez extraordinaria del carácter, exento de toda poesía, es verdadera vida de hombre de cartabón y plomada.

Quedan varios escritos de Herrera, todos de breve extensión, relativos, ora al arte que profesaba, ora a la Academia y escuela de Matemáticas que llegó a establecer en Madrid, de concierto con Juan Bautista Lavanha, ora a los instrumentos que inventó para longitudes, latitudes y meridianos, ora al arte de los relojes, en que fué muy experto. Con la eficaz protección de Felipe II, y el auxilio científico de Firrufino, Cedillo, Juan Angel, D. Ginés de Rocamora y otros, intento atajar la decadencia de los estudios matemáticos; pero ya fuese por culpa del genio nacional, menos inclinado a estas disciplinas que a otras, ya por el atraso común de las nociones científicas en el siglo XVI, y por la ligereza con que se trataban las matemáticas puras sacrificándolas siempre a las aplicaciones de cosmografía, fortificación, hidráulica, etc., el resultado para las ciencias de la cantidad, y aun para la misma teoría matemática de la Arquitectura, fué bien pequeño. Pedro Ambrosio de Ondériz, uno de los ayudantes de Herrera, tradujo y publicó en 1585 la Perspectiva y Especularia, malamente atribuídas a Euclides. [1]

Espíritu vigoroso y sintético, complacíase Herrera en altas especulaciones, no de estética, sino de filosofía matemática, invadiendo a veces el terreno de la Metafísica. Fué ardiente partidario del Arte Magna de Raimundo Lulio, de la cual hizo muy original aplicación en su Discurso sobre la figura cubica , descubierto y copiado por Jovellanos en Mallorca, y conservado hoy [p. 373] en mi biblioteca. [1] En este peregrino tratado, Juan de Herrera, con evidente originalidad en los pormenores, intenta simplificar y hacer accesibles las combinaciones de la lógica luliana valiéndose de una sola figura, el cubo, que considera «como raíz y fundamento de la dicha arte luliana, y aun de todas las artes naturales subalternadas a ella; porque así como esta figura cúbica tiene plenitud de todas las dimensiones que son en naturaleza con igualdad, así en todas las cosas que tienen sér y de que podemos tratar. debemos considerar la plenitud de su sér y de su obra». Declaradas las propiedades del cubo, primero en la cantidad continua, y luego en la discreta, intenta probar Herrera que «en todas las cosas está la figura cúbica, en lo natural como natural, en lo moral como moral, y que está otrosí en cada uno de los nueve principios absolutos y relativos de Raimundo, y en otros cualesquier principios que fuera destos se pudieren dar.. ., y bien entendido y penetrado el cubo, se verán las grandes maravillas que en sí encierra el arte lulliana, tan amada de unos y aborrecida de otros porque la ignoran». Sea cualquiera el juicio que se forme de [p. 374] la cábala matemática, que es accesoria en esta especulación, hay un pasaje de este desconocido tratado en que es imposible negar el valor y la alteza de la especulación metafísica, y dejar de conceder al insigne arquitecto montañés lugar muy aventajado entre los filósofos armónicos de nuestro siglo XVI, cuando le vemos afirmar, con tan inquebrantable firmeza de ontologista, que «son los principios absolutos necesarios en cualquier arte, por que sin ellos no podría ser, ni obrar, ni haber esencialmente cosa alguna, y a éstos, como a fuentes universales, se reducen todos los demás que puede hallar el humano entendimiento, porque en éstos están implícitos y ansí todos se han de reducir y aplicar a éstos». Verdadera profesión de realismo metafísico bastante para demostrarnos que Juan de Herrera había penetrado quizá, más que ningún otro luliano, en las entrañas de la filosofía del Beato Ramón, sorprendiendo el principio universal que la informa y da valor, y prescindiendo de las combinaciones dialécticas o sustituyéndolas por otras. Lo que más le enamoraba en la doctrina de Lull, como a todo entendimiento elevado y generoso, era la tendencia armónica, lo que él llama «la armonía de los socorros y comunicaciones de unas naturalezas con las otras y unos principios con otros». «Sabe cualquier entendimiento (añade) que nunca halla reposo hasta que topa con la armonía y orden sin falta, ni sobra, en la cual armonía reposa porque halló allí la verdad que buscaba con gran ansia». Pero tiempo vendrá en que demos a conocer íntegra esta joya luliana, en la cual ya el claro instinto de Jovellanos, en medio de la filosofía subjetiva y empírica de su tiempo, la menos acomodada del mundo para apreciar este género de especulaciones, encontraba centellas de profunda y sublime Metafísica.

El poderoso impulso comunicado por Juan de Herrera a todos los estudios científicos que tienen relación con la teoría de la Arquitectura, se manifestó con la traducción casi simultánea de tres libros clásicos de la escuela grecorromana, el Vitrubio , el León Alberti y el Vignola. En el segundo intervino como censor, y en el tercero aconsejando y dirigiendo al intérprete. El mérito de estas traducciones, estimables por su rareza, es muy desigual. El Vitrubio de Miguel de Urrea (hoy desterrado por el de Ortiz y Sanz, que tampoco es perfecto, ni mucho menos) es más oscuro [p. 375] e ininteligible que el original, con ser éste uno de los libros más oscuros y escabrosos de la literatura latina. Urrea tradujo gramaticalmente, las más veces sin preocuparse del sentido. Pero con ser tanta su incorrección y desaliño, todavía parece prodigiosa su labor si se la confronta con los diez libros De re aedificatoria de León Battista Alberti, traducidos no sé si del latín o de la versión italiana, pero desfigurados y calumniados bárbaramente por el alarife de Madrid Francisco Lozano. La cartilla de Vignola, arreglada menos mal por el pintor toscano Patricio Caxés o Caxesi, y adicionada por él con trece dibujos de portadas romanas, alcanzó mucho éxito por la forma elemental y ligera en que expone el tecnicismo de los cinco órdenes, y siguió reimprimiéndose como vade mécum socorrido de los albañiles y canteros hasta fines del siglo pasado. A estas traducciones hay que añadir, aunque es algo posterior, la del primer libro de Andrea Palladio, dedicado en 1625 al Conde Duque de Olivares, por el arquitecto vallisoletano Francisco de Praves, que además dejó inéditos los otros tres libros de Palladio, y todo el Vitrubio con el comentario de Daniel Bárbaro, y un tratado original de corte de piedras. A juzgar por la leve muestra del Palladio que corre impresa, Praves alcanzaba mucho mejor gusto, conocimiento de la materia y claridad de estilo que Urrea, Lozano y Caxesi juntos. [1] Fué un verdadero dolor que quedasen inéditos sus trabajos.

[p. 376] Vulgarizados así, bien o mal, los más afamados doctrinales de la escuela clásica, y autorizada ésta por una serie numerosísima de obras frías y sin genio, pero sólidas, severas y de excelente ejecución, podía esperarse que el movimiento técnico promovido por Juan de Herrera, en una dirección estrecha pero segura, condujese a una interpretación más racional y lata de los cánones de Vitrubio. Desgraciadamente no fué así. A medida que el siglo XVII avanzaba, iban perdiendo su crédito la sencillez y buen gusto de la que Llaguno y Ceán Bermúdez llaman escuela montañesa , y entronizándose una especie de culteranismo artístico, nacido, como en Italia, de una intentona de desquite contra la formalidad glacial de los preceptistas. No fué revolución artística, sino motín inconsiderado, de donde resultó un arte, no libre, sino licencioso; no original, sino extravagante; en Italia con cierto barroquismo gracioso, en España con una monstruosidad pedestre. Éranse el Polifemo y Las Soledades copiadas en piedra. Ninguna idea grande y sintética de las que producen un cambio arquitectónico, y dan sér a un arte nuevo, podían alegar los innovadores. Al romper las cornisas, al adornar con hojas de acanto los capiteles dóricos, al rebajar las columnas, y llenarlo todo de ringorrangos, tarjetones y follajes; al quebrar, finalmente, la línea recta y retorcer como en potro de tormento los miembros de la edificación, lo que hacían Herrera, Barnuevo, Olmo, Donoso, Churriguera, Rivera y Tomé, no era crear estilo nuevo, sino enmarañar, desfigurar y calumniar ridículamente el antiguo. No se inventan artificialmente nuevos modos de arquitectura, arte el más [p. 377] colectivo y el más indócil de todos, al capricho individual. Las piedras no mienten nunca, y es imposible que una sociedad cuya fuerza creadora está agotada produzca, ni aun en burlas, un sistema arquitectónico propio, sino que esta condenada a optar, como en triste dilema, entre el preceptismo exangüe y descolorido, y los delirios de la inventiva, gastada únicamente en accesorios y follajes sin unidad y sin sentido.

Tales tiempos eran los menos a propósito para el severo magisterio estético. Así es que la bibliografía del siglo XVII no nos ofrece más que una nueva traducción del Vignola, [1] que quedó manuscrita, y dos tratados originales, uno de ellos (el del Arte y uso de la Arquitectura , de Fr. Lorenzo de San Nicolás) elemental hasta el último punto, y tan vulgar y atrasado de noticias que llega a tener a Vitrubio por escritor griego; no obstante lo cual merece estimación, como resumen de los tratados anteriores en forma acomodada a la capacidad de los pobrecillos aprendices de la facultad , canteros y albañiles, para quienes era demasiado aparato científico el de Serlio, Sagredo, Paladio, y aun el de Vignola. Fr. Lorenzo de San Nicolás, a pesar de haber vivido hasta el año 1667, [2] periodo el más funesto para la Arquitectura, mostró cierto buen gusto relativo en las muchas obras suyas [p. 378] que se conservan, y puede contársele entre los últimos arquitectos que conservaron las tradiciones de la escuela de Francisco de Mora, si bien claudicando levemente en la cuestión de ornato, como grande admirador que era del hermano Juan Bautista, principal representante entre nosotros de la arquitectura jesuítica. Otro arquitecto, o más bien cantero, llamado Pedro de la Peña, presentó al Consejo un papel de objeciones contra la inofensiva obra de Fr. Lorenzo de San Nicolás, pretendiendo que se prohibiese; pero, afortunadamente para nuestra cultura, no tuvo lugar tan vandálica determinación, y el Arte y uso de la Arquitectura [1] se popularizó mucho por la llaneza de su estilo, eclipsando casi al Vignola hasta el siglo pasado, en que todas estas cosas cambiaron de aspecto con la fundación de la Academia de San Fernando.

El churriguerismo artístico no tuvo, como el literario, la suerte de encontrar un dogmatizador, un Espinosa Medrano o un Gracián, que escribiesen sus reglas, si es que las tenía aquel estupendo delirar que creó el transparente de Toledo y convirtió a Madrid en la Atenas y metrópoli del mal gusto. El último tratado de Arquitectura impreso en el siglo XVI es, por el contrario, una obra enteramente erudita, aunque de erudición algo extravagante, y se encamina a hacer la apoteosis de Juan de Herrera y de la grande obra del Escorial. Fué autor de este voluminoso tratado de Architectura civil, recta y oblícua un hombre extraño a la técnica [p. 379] de la Arquitectura, polígrafo incansable y de grande originalidad en las ciencias filosóficas, pero de espíritu tan errático y vagabundo, tan dado a raras especulaciones y tan desmedidamente ingenioso y sutil, que sólo con su contemporáneo el P. Kircher podemos compararle. Decir esto, es nombrar a Caramuel. [1]

II. La escultura española no tuvo teóricos durante los siglos XVI y XVII. Destronada la antigua imaginería, que cayó envuelta entre las ruinas del templo gótico, los artistas fueron a buscar la inspiración a Italia, de donde volvieron enriquecidos con las preseas del arte de Miguel Angel, y con el estudio directo de la antigüedad, cuyos portentosos fragmentos se iban desenterrando. Alonso Berruguete y Gaspar Becerra fueron los dos grandes artífices de esta revolución. «Estos dos singulares hombres [p. 380] (exclama entusiasmado el orífice Juan de Arphe) desterraron la barbaridad que en España había..., inquiriendo de veras la proporción y la composición de los miembros (Arphe se refiere a la proporción quíntuple ), y fueron los primeros que en España la traxeron y enseñaron, no embargante que a los principios hubo opiniones contrarias, porque unos aprobaban la proporción de Pomponio Gáurico, que era nueve rostros. Otros la de un maestro Phelipe de Borgoña, que añadió un tercio más: otros la de Durero; pero al fin Berruguete venció, mostrando las obras que hizo tan raras, en estos Reynos, como fué el Retablo del Templo de San Benito el Real de Valladolid, y el de la Mejorada, y el medio coro de sillas y el trascoro de la Cathedral de Toledo, donde se mostró el arte suyo con maravilloso efecto... A éste sucedió Gaspar Bezerra, natural de Baeza, en el Andalucía, y traxo de Italia la manera que ahora está introduzida entre los más artífices,  que es las figuras compuestas, de más carne que las de Berruguete».

Varias causas influyeron para que no fructificase la gran manera escultural de los dos discípulos de Miguel Angel, tan expresiva y vigorosamente caracterizados por Juan de Arphe. Pasado aquel primero y generoso furor de Renacimiento, cuando Berruguete modelaba en cera el Laoconte recién descubierto y celebrado en un himno hermosísimo de Sadoleto; y Becerra, poseído de aquel entusiasmo que sentía Benvenuto por las hermosas vértebras y los magníficos huesos , dibujaba valientemente las figuras del libro de Anatomía, de Valverde, la escultura, falta entre nosotros del estímulo y de la vida propia que tenía en Italia, y reducida cada vez más a portadas de templos, a urnas sepulcrales y a sillerías de coros, tenía que morir, con la decadencia del gusto plateresco, al soplo helador de la arquitectura de Herrera. Sólo un género de escultura pudo desde entonces florecer en España: la escultura en madera, de tan vigoroso y popular realismo, incapaz de ser comprendida ni estimada por quien no haya nacido bajo el cielo de España, sujeto a las influencias de una raza en quien la realidad vulgar de la vida y el poder de la expresión se han sobrepuesto siempre al idealismo estético.

La escuela de Berruguete y de Becerra, aunque solo pueda tenerse por una excepción gloriosa, ejerció benéfico influjo en [p. 381] otras artes menores, que en el siglo de Benvenuto bien merecían el calificativo de artes bellas, es decir, en el arte de los orífices, plateros y herreros. Juan de Arphe es la autoridad más abonada para contarnos sus progresos: «Aunque la arquitectura romana (dice) estaba en los edificios y templos casi introducida en España, jamás en las cosas de plata se había seguido enteramente, hasta que Antonio de Arphe, [1] mi padre, la comenzó a usar en la custodia de Santiago de Galicia y en la de Medina de Rioseco, y en las Andas de León, aunque con columnas balaustrales y monstruosas, por preceptos voluntarios... Alonso Becerril fué famoso en su tiempo por haberse hecho en su casa la custodia de Cuenca, obra tan nombrada, donde se señalaron todos los hombres  que en España sabian en aquella sazón. Juan de Orna fué excelente platero en Burgos. Juan Ruiz fué de Córdoba, discípulo de mi abuelo; hizo la custodia de Jaén, y la de Baza, y la de San Pablo de Sevilla: fué el primero que torneó la plata en España, y dió forma a las piezas de vajilla, y enseñó a labrar bien en toda la Andalucía».

El primero de los plateros en abandonar el gusto plateresco y echarse resueltamente en brazos de la arquitectura grecorromana fué el mismo Juan de Arphe, que en la práctica y en la teoría hizo gala de extremado puritanismo, «dexando por vanas y de ningun monumento las menudencias de resaltillos, estípites, mutilos, cartelas y otras burlerias, que por verse en los papeles y estampas flamencas y francesas, siguen los inconsiderados y atrevidos artífices, y, nombrándolas invención, adornan, o, por mejor decir, destruyen con ellas sus obras, sin guardar proporción ni significado, de lo cual, como cosa mendosa, he huido siempre, siguiendo la antigua observación del arte que Vitrubio y otros excelentes autores enseñaron, con demostración de los mejores exemplos de los antiguos, principalmente en la fábríca de la custodia de plata de Sevilla».

Juan de Arphe [2] es autor de una especie de manual enciclopédico, [p. 382] aplicable, a las tres artes del dibujo: obra que con el título de Varia Conmensuración , mantuvo su popularidad entre los artistas hasta los últimos años del siglo pasado. [1] Divídese en cuatro libros, de muy desigual mérito: el primero, es un tratado rudimental de geometría práctica; el segundo, un compendio de anatomía pictórica; el tercero, trata grosera y empíricamente «de las alturas y formas de los animales y aves»; el cuarto, expone por modo muy breve las reglas de los cinco órdenes arquitectónicos, y la aplicación que de ellos puede hacerse a las piezas de iglesia y al servicio del culto divino. El principal modelo de [p. 383] Juan de Arphe fué el libro de Simetría, de Alberto Durero. Ideas estéticas no hay ninguna: las noticias históricas quedan ya aprovechadas; sólo tiene de curioso el tratado su forma, que es en  octavas reales, no ciertamente forjadas con propósito de poema didascálico, como el de Céspedes, sino con el modesto fin de ayudar la memoria de los plateros, a quienes el libro va dedicado. El autor lo anuncia de la manera más llana y prosaica:

           «Las experiencias, reglas y precetos,
       Las grandes perfeciones y primores,
       Por quien son en sus artes más perfetos
       Los doctos arquitectos y escultores,
       Con otros mil avisos y secretos,
       También para plateros y pintores,
       A quien principio da la Geometría,
       Es lo que ha de escribir la pluma mía».

Claro que un poema de esta clase no pertenece a la amena literatura; pero alguna vez, y por excepción, se tropieza en el insípido fárrago de las octavas de Arphe (menos hábil artífice en endecasílabos que en oro o en hierro), con algún rasgo que no desentonaría en obra de más artística y racional contextura. La octava sobre el caballo, verbigracia, recuerda, aunque remotamente, las descripciones de Virgilio y de Céspedes:

           «Es el caballo hermoso y agraciado,
       De gentil movimiento y altiveza,
       Tiene el anca partida, el pie cavado,
       Ancho el pecho y pequeña la cabeza.
       De cola y crines largo y bien poblado,
       Muestra siempre en los ojos gran viveza,
       Y tiene puntiagudas las orejas,
       Y las narices anchas y parejas».

Pero el tono general del poema es el que mostrará esta otra estancia que copio al azar:

           «Ochenta y un morcillos abrazados
       Están al pecho, y prenden sus costillas:
       Nacen de las espaldas, y a los lados
       Pasan todos por cima las asillas:
       Después que aquí son juntos y pegados
       Suceden unas cuerdas muy sencillas,
       Que bajan discurriendo a la barriga,
       Y allí, con otros ocho, hacen liga».

[p. 384] Por honor al ilustre platero no seguimos copiando. Se puede ser, no un Arphe, sino un Benvenuto, y hacer al mismo tiempo versos malos, sobre todo cuando se pretende poner en verso la enseñanza más prosaica, con detrimento de la ciencia y del arte. Menos disculpas tienen otras cosas: la parte anatómica del libro está juzgada con decir que Juan de Arphe, posterior a Vesalio y a Servet, a Realdo Colombo, a Valverde y a Bernardino Montaña, se asustó de las primeras disecciones que vió hacer en Salamanca al doctor Cosme de Medina, pareciéndole cosa horrenda y cruel, y determinó estudiar la figura humana por fuera y en los vivos. Lo cual no le impidió escribir de miología y de osteología largamente.

La inútil y sofística cuestión de la preeminencia entre la Pintura y la Escultura, pudo servir en alguna manera para fijar las condiciones y límites de entrambos artes, por el mismo esfuerzo de ingeniatura que hacían los parciales de una y otra para encontrar excelencias en las que ellos cultivaban. Debatida largamente en las Academias de Italia, como lo prueba la interesante lección de Benedetto Varchi, se hizo un lugar común el tratarla al principio de todas las obras didácticas de Pintura que tenemos en nuestro idioma. La mayor parte de las razones que pintores y escultores alegaban eran de una puerilidad sin ejemplo, fundándose, ora en la antigüedad, ora en la propensión a la idolatría, ora en la mayor duración de los simulacros, ora en la resistencia o en la flexibilidad del material; pero alguna que otra vez penetraban en la noción del arte y deslindaban sus medios de ejecución. Miguel Angel había querido cortar tan impertinente disputa con su alegoría de los tres círculos concéntricos. De los nuestros, el que la planteó con más ingenio y agudeza fué sin duda Jáuregui, en unas quintillas fáciles, elegantes y acicaladas como suyas, que se leen en la primera edición de sus Rimas. Es un pleito entre la Pintura y la Escultura, siendo juez la Naturaleza. La Pintura alega que

           «Es más honrosa costumbre
       Sacar de la sombra lumbre,
       Que de la luz sombra oscura»

y la Escultura responde:

                «Yo soy bulto y corpulencia
          [p. 385] Y tú un falso parecer,
         Y así te excede mi ciencia
         Con la misma diferencia
         Que hay del parecer al ser.
PINTURA.
                Con esta falsa razón
          Mal tus honores se aumentan;
          Que una y otra imitación
          No atienden a lo que son,
          Sino a lo que representan.
           ............................................
                Yo con mis tintas suaves
           La vista engaño y desvelo:
           Prueba tú si engañar sabes
           Con el racimo a las aves
           O a Zeuxis con otro velo».

La Escultura, desdeñando este engaño grosero, replica que la perfección de su forma basta sola para mover los afectos. No se da por vencida la Pintura, y exclama:

   «Yo con vigor diferente
Convenzo la vista humana,
Que juzga al verme presente
Ser cuerpo que espira y siente
Lo que es superficie llana».

Invoca la Escultura el manoseado argumento de la perpetuidad de sus obras, y lo hace en estos versos tan limpios y gallardos:

   «Dar puedes por acabada
Fama cuyo fundamento
Es sólo una tez delgada
De un lienzo o pared pintada,
Que en breve la borra el viento.
   Mis broncas son poderosos
Contra tus vanas envidias,
Y en mármoles espantosos
Vivirán siempre famosos
Mis Praxíteles y Fidias..

Pero la Pintura replica con más alto sentido estético:

   «Nunca la materia puede
Dar al artífice honor,
Que con el arte la excede,
[p. 386] Y a la cera le concede
Lo que al bronce vividor».

La Naturaleza, aun declarando ser igual la excelencia de ambas artes, sentencia el litigio en favor de la Pintura (Jáuregui era pintor):

           «Porque mediante la unión
       Del colorido perfeto
       Y de uno y otro preceto,
       Extiende la imitación A todo visible objeto.
           Y con sus tintas mezcladas
       Y en el dibujo fundadas,
       Llegan a ser tan creídas.
       Sus imágenes fingidas
       Como mis obras formadas.
           El buril no ha de imitar
       Fielmente en materia alguna
       Al fuego, al rayo solar,
       Al tendido campo, al mar,
       Cielo, estrellas, sol y luna
       ..............................
           También en el hombre es llano
       Se adelanten los colores
       Con admirables primores,
       Trasladando al cuerpo humano
       Mil pasiones interiores.
       ..............................
           Y si el escultor alega
       De sus golpes la fatiga,
       Es alegación muy ciega;
       Que a más cansancio se obliga
       El que rema, cava o siega.
           El trabajo superior
       
Que a las artes da valor
       En el ingenio se emplea,
       Y éste es siempre el que pelea
       Solícito en el pintor.
       .............................. »

No alcanzo por qué razón nuestros colectores de Antologías poéticas han hecho tan poco aprecio de este vivísimo diálogo, tan italiano en la gracia y tan español en la forma, que recuerda las controversias teológicas de nuestros Autos Sacramentales en [p. 387] sus mejores momentos. Pero a todas essas alegaciones y sutilezas de abogado, que la Pintura no necesita, contestarán siempre victoriosamente aquellos versos del Titán de la Escultura:

           «Non ha l'ottimo artista alcun concetto
       Che un marmo solo in se
non circonscriva». [1]

III. Materia recibe de no pequeña sorpresa quien, después de haber admirado el prodigioso florecimiento de la pintura española en los dos siglos XVI y XVII, y la originalidad y el poder de creación que mostró en sus grandes maestros, recorre luego los libros técnicos que en aquella edad se imprimieron para servir de guía a los pintores; y, estimándolos, no bajo su aspecto histórico ni por las noticias de cuadros que nos conservan, ni tampoco por la pureza del lenguaje, habitual en libros de aquella edad, sino por el fondo de las ideas y por la sustancia de la doctrina, los halla tan pobres, raquíticos y desmedrados, y, lo que es peor, en tan palmaria contradicción con lo que el arte de aquellas centurias practicaba, guiado sólo por el instinto del genio. Y la sorpresa se aumenta cuando repara uno que la mayor parte de esos libros no salieron de manos de humanistas o retóricos extraños al ejercicio de las artes plásticas, sino que llevan los nombres de verdaderos artistas, insignes todos, cuál más cuál menos, en los fastos de la pintura española: Céspedes, Francisco de Holanda, [p. 388] Carducho, Pacheco. Y hasta se da el caso extrañísimo de aparecer con frecuencia en abierta discordia las concepciones pictóricas que estos autores trasladaban al lienzo con lo que preconizaban y traían siempre en los puntos de la pluma, resultando de aquí que mientras por una parte se desenvolvía libre y gloriosamente la pintura española, no en forma de verdaderas escuelas, sino obedeciendo al impulso de algunas personalidades aisladas y poderosas, que son como otros tantos puntos brillantes en su historia, los didácticos volvían obstinadamente los ojos a Italia, y no tanto a las obras de arte como a los libros de los preceptistas, en quienes pretendían sorprender la fórmula de lo bello; y se limitaban a glosar de mil modos, como quien repite una lección aprendida de coro, lo que habían leído en Leonardo de Vinci, en León Bautista Alberti, en Paulo Lomazzo, en el Doni, en Dolce, en Borgini, en Vasari, en Bulengero y en otros innumerables críticos de artes, llevando algunos su afectado desdén de la pintura española hasta las más increíbles exageraciones. Quien lea nuestros libros de Pintura del siglo XVI y del XVII, se imaginará, sin duda, que aquí nunca existió otra cosa que una escuela de dibujantes idealistas, que más o menos servilmente pisaban el rastro por donde caminaron para sus obras divinas Rafael y Miguel Angel. El desengaño no puede ser más completo al encontrarse con una escuela de coloristas fogosos e indisciplinados, y de naturalistas empedernidos, que no reconocen medio entre lo trivial y lo sublime.

Es indudable que lo que se llama la pintura española, aunque cuente en el catálogo de sus glorias dos o tres de los mayores nombres artísticos del mundo, y sobre todos el de Velázquez y el de Ribera, no presenta caracteres tan fácilmente discernibles como los de las escuelas italiana, alemana y holandesa, ni tampoco muestra en su historia, tal como hoy la conocemos, una progresión tan lógica, racional y bien encadenada como la que ofrece la historia artística de otros pueblos menos gloriosos que el nuestro en definitiva, si el resultado ha de calcularse sólo por el numero de obras maestras, que es lo único que el mundo quiere saber y entender. Cierto que nos faltan muchos eslabones de la cadena; cierto que los orígenes de nuestra pintura están envueltos todavía en la más densa niebla; pero lo que hoy conocemos nos mueve [p. 389] imperiosamente a tener por arbitrarias las clasificaciones de nuestras escuelas artísticas, que con tanta facilidad aceptan y dan por buenas los mismos que tanto y con tan poca razón claman contra las escuelas literarias, las cuales, después de todo, son mucho más fáciles de discernir y justificar. ¡Cuán monstruoso no parece el nombre de escuela sevillana , aplicado en montón a todos los que pintaron en Sevilla, desde Luis de Vargas hasta Murillo, pasando por Villegas Marmolejo, Herrera el Viejo, Roelas, Céspedes, Pacheco, Velázquez y no sé cuántas más: disímiles todos en procedencia y en estilo, imitadores unos de los florentinos, otros de los venecianos, e iniciadores los demás del realismo español!

Para que una escuela artística o literaria pueda existir no basta la razón geográfica, ni siquiera la comunidad que se establece entre maestros y discípulos por medio del aprendizaje de academia o taller. Velázquez fué sucesivamente discípulo de Herrera el Viejo y de Pacheco. ¿Qué es lo que Herrera o Pacheco pueden reclamar en la obra de Velázquez? De fijo menos, muchísimo menos que Tiziano o los flamencos. ¿Quién conocerá que Ribalta fué el primer maestro que Ribera tuvo, ni quién dirá, por eso, que Ribera pertenezca a la escuela valenciana, dado que tal escuela exista? Ribera no desciende de nadie más que del Caravagio.

Dos cosas se requieren a toda luz para constituir verdadera escuela: una es la semejanza de los procedimientos, pero no basta; la otra y más esencial es una doctrina estética recibida por todos, y cuyo espíritu se deje sentir en todas las producciones de la escuela. No importa que esta doctrina no se formule en libros; no importa que los mismos artífices no puedan razonarla, si por ella se les pregunta; basta que esté difundida en la atmósfera del taller, y que, respirándola ellos sin sentirlo, ajusten luego sus creaciones al modelo ideal de perfección que la escuela ha concebido instintiva o racionalmente. Sólo cuando llega a este punto de elaboración puede decirse tal escuela, y afirmarse que trae al mundo, no sólo grandes y aislados pintores, sino un modo propio y nuevo de ver la naturaleza, y de transformarla en arte. Y entiéndase que, cuando se habla aquí de ideal, no se trata del ideal abstracto y metafísico, que en el arte sirve de poco o nada, aunque dé materia de interminables discusiones a la locuacidad de los teóricos; [p. 390] sino del ideal relativo, histórico, concreto, único que en el arte tiene eficacia y virtud prolífica.

Desde este punto de vista no se legitiman en modo alguno las pretendidas escuelas provinciales, aunque se las tolere como un medio cómodo de formar grupos y facilitar el estudio; pero puede legitimarse el concepto de pintura española, atendiendo solo a la nota característica y dominante, y prescindiendo de excepciones. Y esta nota culminante es, sin disputa, el naturalismo, único arte que convenía a uno de los pueblos menos místicos, menos soñadores, menos nebulosos, más apasionados y menos idealistas del mundo; uno de los menos sensibles a la elevación del pensamiento estético puro, al encanto de la simplicidad y de la perfección.

Precisamente el naturalismo es el que no tiene doctores entre nosotros en el siglo XVI ni en el XVII. Cuando los pintores de aquella época quieren escribir el código de su arte, cierran los ojos a sus propios cuadros y a los de sus contemporáneos, y se van a buscar inspiración en los diálogos del idealismo florentino.

En algunos escritores de artes del siglo XVI no se da tal desacuerdo. Son secuaces de la escuela italiana y admiradores de la antigüedad, y lo son así en la teoría como en la práctica, con enérgico exclusivismo y sin concesión alguna a nada que sea apartarse de la gran manera de Miguel Angel o del idealismo Rafaelesco. Entre estos preceptistas, que por ser los más consecuentes son los más simpáticos, y los que ponen más frescura en la expresión de sus íntimas convicciones, hay que colocar en primer término a un iluminador portugués, hijo de otro del mismo nombre y profesión, nacido en los Paises Bajos, de quien su hijo escribe que «fué el primero que halló e hizo en Portugal la suave iluminación de blanco y prieto, mucho mejor que en otra parte del mundo»; hombre, en fin, tan hábil y famoso en su ejercicio, que Carlos V llegó a comparar una iluminación suya con un retrato de Tiziano. En el taller de su padre aprendió Francisco de Holanda el arte del miniaturista y el de modelador en barro, y, pasando más adelante, fué en su tierra el primero que dibujó a la pluma sin perfil. El viaje a Italia le sumergió hasta el cuello en las vivas aguas del arte antiguo. «¿Qué pintura de estuque o grutesco (dice él mismo), se descubre por estas grutas y antiguallas, ansí de Roma [p. 391] como de Puzol y de Bayas, que no se hallen lo más escogido y lo más raro de ellas por mis quadernos rasguñados?»

El medio artístico en que Francisco de Holanda vivió y se desarrolló, sólo se comprende leyendo sus Diálogos de la pintura antigua , trasunto de aquella sociedad cultísima y refinada que tenía por manual el Cortesano , de Baltasar Castiglione. Son interlocutores de estos diálogos el mismo Miguel Angel, la Marquesa de Pescara, celestial amor suyo, Lactancio Tolomei, introductor de los metros antiguos en el Parnaso italiano, el iluminador Julio Clovio y otros artistas. La primera parte del libro está consagrada a los preceptos del dibujo, la segunda a los encomios históricos de las bellas artes y a una especie de catálogo de los artistas modernos o águilas de la pintura, en cuyo número sólo recibe a los que seguían la manera italiana. Termina todo con otro diálogo acerca de los retratos o del sacar del natural , habido en España, en casa de Blas Perea, pintor y arquitecto hasta ahora desconocido. [1]

Sí para Francisco de Holanda eran águilas los pintores de su tiempo sólo en cuanto imitaban a Miguel Angel, para don Felipe de Guevara, ilustre caballero que anduvo al servicio de Carlos V, el tipo de la perfección inimitable, no ya en la escultura sino en la pintura, no estaba en la Italia del Renacimiento, sino mucho mas allá, en Grecia y en la Roma cesárea. Don Felipe de Guevara no era pintor, sino arqueólogo y numismático, uno de los primeros coleccionistas de medallas y antigüedades romanas, y uno de los fundadores de tal estudio en España, juntamente con los [p. 392] Antonio Agustín, los Fernández Franco y los Morales. Muy leído en Plinio, y sabedor por él de las vicisitudes del arte de los Polignotos, Parrasios y Timantes, vino a deshora a encender su fantasía y a dar cuerpo a las imágenes confusas que se había ido formando por la lectura del compilador latino, el descubrimiento de los grutescos de las Termas de Tito y el ardor con que Rafael y Juan de Udine comenzaron a imitarlas en las loggie del Vaticano. Desde aquel momento, la pintura antigua no era ya una serie de nombres muertos para la fama, sino algo real y visible, que podía herir el espíritu de quien, como Guevara, no acertaba a vivir en otro mundo que en el mundo clásico. Es verdad que aquellas pinturas eran de plenísima decadencia; es verdad que la genuina pintura de los helenos seguía tan ignorada, después de aquel descubrimiento, como lo estaba antes y lo está hoy mismo; es verdad que todo conspira a supoper en la pintura clásica una inferioridad notable respecto de su escultura; pero todas estas consideraciones, para nosotros tan obvias, no fueron parte a detener el entusiasmo arqueológico de Guevara, que se dió a rebuscar, no sólo en el libro XXXV de Plinio, sino en Luciano, en Pausanias, en Eliano, en Ateneo, en los dos Philóstratos, todos los pasajes que hablan de cuadros, y emprendió tejer con estos hilos una historia De Pictura veteri , tentativa harto prematura, pero muy estimable para su tiempo. [1] Y la avaloran, además, ciertos aforismos estéticos, de eterna verdad, inmejorablemente expresados, entre los cuales no me fijo tanto en la definición de la pintura «imagen de aquello que es o puede ser» , porque en esto Guevara no hace más que repetir maquinalmente, como tantos otros, el principio de la mimesis aristotélica, sin detenerse a inquirir su verdadero sentido, que tiene más de idealista que de naturalista (lo cual parece que nuestro autor deja vislumbrar en la segunda [p. 393] parte de la fórmula), sino a las siguientes trascendentales afirmaciones:

1.ª  La facultad crítica en su esencia no es distinta de la facultad estética, y el juzgar de una obra de arte implica cierta virtud de reconstruirla mentalmente. Guevara lo expresa, dividiendo en dos la imitación: «La primera, cuando, juntamente con el entendimiento, las manos demuestran la semejanza de las cosas que están imaginadas... La segunda, para juzgar bien o mal de las cosas ya pintadas, y para dar orden cómo las manos y entendimiento ajeno pongan en efecto las fantasías que sólo el entendimiento tenga concebidas».

2.ª  Relación estrecha de la obra artística con el temperamento del autor: «De aquí nace que las obras de pintores y estatuarios respondan por la mayor parte a las naturales disposiciones y afectos de sus artífices». Guevara lo comprueba con un ejemplo, en que no parece sino que proféticamente, y con casi un siglo de antelación, hacía la semblanza del Espanoleto: «Pues vengamos a discurrir por las pinturas de un melancólico ayrado y mal acondicionado: las obras de este tal, aunque su intento sea pintar ángeles y santos, la natural disposición suya, tras quien se va la imitativa, le trae inconsideradamente a pintar terribilidades y desgarros , nunca imaginados sino de él mismo».

3.ª  Relaciones del artista con el nivel intelectual de su público. Es lo que Guevara llama «afrontarse las imitativas imaginarias de los compradores y estimadores de las pinturas con las de los artífices de ellas».

4.ª  Relaciones de la obra pictórica con el clima en que nace y con los objetos cuya visión frecuenta el artista (lo que hoy lla mamos el medio artístico). «Este es un hábito que acarrea a las gentes la continuación de la vista de ciertas cosas particulares y propias de una nación, y no de otras... Descendamos a pintores venecianos, los cuales, queriendo tratar el desnudo de alguna mujer por su imitativa fantástica, vienen a dar en una groseza y carnosidad demasiadas».

5.ª  Importancia del estudio de la historia, no sólo para buscar asuntos en ella, sino para penetrarse del color local que exige cada argumento; «las cuales, no sólo sirven para pintar las cosas con el decoro que cada persona pide, sino también para poner los [p. 394] hábitos y otras circunstancias conforme a la nación o costumbre de cada gente».

6.ª  Importancia del «estudio de la filosofía, para poder concebir (el artista) mayores grandezas y más fantásticas ideas de cosas admirables».

Todas estas enseñanzas tan profundas y tan verdaderas, que parecen dictadas hoy mismo, se hallan oscurecidas en el libro de Guevara por el más intolerante fanatismo clásico, que, no solo le hace abominar de la Edad Media, [1] sino mirar con menosprecio las escuelas de su siglo, en que el arte pictórico subió a una altura jamás sospechada por los antiguos. [2] Admira la pintura clásica por fe, canoniza sus obras por el testimonio de compiladores y sofistas, que quizá no las conocían tampoco, ni las tomaban de otro modo que como materia de erudición o de retórica: acepta por base de apreciación estética las pueriles narraciones de los pájaros que vinieron a picar las uvas de Zeuxis, y otros cuentecillos semejantes; y tan absurdo criterio le sirve para rebajar las obras maravillosas que engendró la edad de Lorenzo el Magnífico y de León X. Lo que no ve ni sabe más que por tradición confusa y litigiosa le enamora: no tiene ojos para los prodigios que se desarrollan delante de él. Cree agotado el poder de la naturaleza humana en los antiguos, y escribe párrafos como éste: «Apeles se aventajó, no solo a todos los que hasta entonces eran nacidos, pero también a todos los que de allí adelante habían de nacer... » ¿Qué razón se da de esto? Ni una tabla, ni un rasguño: sólo el dicho de Plinio, a quien Guevara sigue ciegamente. «¡Oh ingenios dormidos! Todos los hallo hechos en un molde; todos alcanzan lo que uno, y uno lo que todos... Pintó Apeles un héroe desnudo, en la cual pintura «dicen» haber desafiado a la naturaleza : por estos [p. 395] y otros ejemplos se puede entender cuánto mayor cuidado tuvieron los antiguos en este arte que los modernos , y con cuánta mayor diligencia estudiaron para perfeccionarse en ella. Yo sospecho que la naturaleza duerme el día de hoy segura de no ser vencida ni desafiada en semejantes empresas».

¡Dormir la naturaleza en el siglo de Rafael y de Miguel Angel, de Tiziano y de Pablo Veronés! ¡Hasta tal punto llega a ofuscar a hombres de clarísimo entendimiento el no ver la naturaleza y el arte sino al través de sus libros! Un tropo o figura retórica de algún declamador griego, una frase vulgar y sin sustancia, lo de vencer a la naturaleza , que se habrá dicho de cuantos han pintado, le hacían más fuerza a Guevara que el testimonio de sus propios ojos en las estancias del Vaticano. Perseguía, como el perro de la fábula, una vana sombra, y dejaba caer la carne de la boca. Todo lo quería encontrar en los antiguos, hasta la pintura al óleo, por la poderosa razón de que, «siendo tan completos en todo, como que no hubo gente que en juicio y razón les aventajase, no era de presumir que ignoraran semejante menudencia». A duras penas quería conceder que los venecianos hubiesen adelantado en el colorido, y se desquitaba con creer que «el colorido de estos tiempos tiene poca firmeza y dura». Y adviértase que Guevara, en todo lo relativo a la pintura encáustica (consistente en fijar los colores en cera y quemarla después), que tan pomposamente encarecía, andaba a tientas, como todos en su tiempo, puesto que nadie hasta el P. Requeno, español del siglo pasado, dió con el secreto, y aun la invención de éste es discutible.

Mucha más templanza, más tino, más justa estimación de los méritos de antiguos y modernos, y, por decirlo todo, un clasicismo más racional y más puro se respira en los preciosísimos fragmentos que en prosa y en verso nos quedan del racionero de Córdoba, Pablo de Céspedes, varón de muchas almas , como todos los grandes hombres del Renacimiento; puesto que juntó a los lauros de pintor, escultor y arquitecto, los de humanista, arqueólogo y poeta, proponiéndose reproducir en todo el modelo de Miguel Angel, en quien idolatraba, y de quien cantó en versos de majestad verdaderamente romana:

           «Cual nuevo Prometeo, en alto vuelo
       Alzándose, extendió las alas tanto,
        [p. 396] Que puesto encima al estrellado velo,
       Una parte alcanzó del fuego santo:
       Con que tornando enriquecido al suelo,
       Por nueva maravilla y nuevo espanto,
       Dió vida con eternos resplandores
       A mármoles, a bronces, a colores».

Lástima fué que Céspedes, nacido algo más tarde para lo que a su gloria convenía, no alcanzase en Roma los grandes días de la pintura italiana, ni tratase a Miguel Angel, a quien sólo conoció de lejos y en sus postrimerías, agriado por la edad y por los desengaños; ni pudiera emanciparse como dibujante de la influencia amanerada de los Zuccaros y otros imitadores degenerados de Julio Romano, en quienes se inicia manifiestamente la decadencia. Verdad es que un viaje a Parma corrigió su manera con el estudio de la del Correggio, [1] transformando a Céspedes en un colorista tal, que, según afirma Pacheco, «le debió la Andalucía la buena luz de las tintas en las carnes». De todo esto resultó un saludable eclecticismo, en que el dibujo de la escuela romana, la vigorosa anatomía de Miguel Angel y el arte clásico de composición y agrupamiento de las figuras, aparecen realzados por un colorido brillante y armonioso, como es de ver, sobre todo, en la famosa Cena.

Pero sea cual fuere el valor que se dé a las obras pictóricas de Céspedes, cuyo único defecto quizá sea la ausencia de carácter propio, que tan fácilmente las deja confundir con las de otros autores, principalmente italianos, lo que no puede negarse al racionero es una influencia profunda y decisiva en el desarrollo de la cultura andaluza, no sólo por la enseñanza del ejemplo y por el conocimiento profundo de la técnica, sino por la variedad de aptitudes que se juntaban en su persona, tan artística y tan simpática: por el gusto y la mesura que ponía en todo, fiel a su educación italiana: por su talento poético, que fué, en verdad, de primer orden, y que sólo se empleó en alabanza de las bellas artes, con acentos dignos de Virgilio: por aquella índole suya tan suave y tan pura: por aquel amor al arte que todas sus palabras respiraban, y, finalmente, por su mismo eclecticismo, que le hacía reconocer [p. 397] los méritos de las escuelas más diversas, dándole en superioridad de miras como crítico lo que perdía en originalidad de ejecución.

Todo lo que nos queda de tan ilustre varón puede encerrarse en menos de cincuenta páginas, pero estas páginas son oro puro. Las encabeza un Discurso de la comparación de la antigua y moderna pintura y escultura, dirigido a Pedro de Valencia, por cuyos ruegos le escribió en 1604. Las cierran los fragmentos del Poema de la Pintura salvados por Pacheco en su Arte. En medio se colocan un Discurso sobre la arquitectura del templo de Salomón, o, más bien, sobre el origen de la columna corintia; y una carta a Pacheco, sobre los procedimientos técnicos de la pintura. [1]

Las octavas que nos quedan del libro de la Pintura, no excediendo en total de 700 versos, ni dejándonos adivinar siquiera el plan y la extensión del poema, producen el efecto de magníficos torsos de estatuas destrozadas, o de columnas de un templo griego derruido, más grandes y más bellas por la soledad y el silencio que las envuelve. Yo no lamento tanto como otros que la obra se haya quedado incompleta: hubiéramos ganado, sí, algunos centenares más de buenos versos, pero nunca una obra verdaderamente poética, porque no puede serlo ningún poema didáctico, ni hay cosa más opuesta a la poesía que la enseñanza directa. Al paso que, tal como le tenemos, perdida la mayor parte de lo didascálico, y conservados los episodios en que el numen de Céspedes se emancipa de la servidumbre de la materia científica, y vuela con las alas de Lucrecio y Virgilio, no hace el efecto de una obra de artificio chinesco, tal como los poemas de Du-Fresnoy, de Lemierre o de Delille, donde toda la gracia consiste en decir poéticamente una porción de menudencias triviales y prosaicas; sino [p. 398] que, henchido de calor, de afectos, de grandeza, de entusiasmo comunicativo, es, más que otra cosa, una oda sublime a las bellas artes, que el autor amaba y hace amar a sus lectores, consiguiendo la grandeza poética por la inspiración lírica, lo mismo que aquellos dos grandes poetas romanos que con apariencia de didácticos son verdaderos poetas naturalistas y descriptivos, en cuyos cantos imprimió la gran madre su beso amorosísimo, dándoles frescura y juventud perennes.

De las hermosuras poéticas de la obra de Céspedes, entre todas las cuales brillan el episodio del caballo y el de la tinta, no es necesario hablar aquí, mucho más cuando todo español que ha gustado algún sabor de letras, las conserva en el tesoro de su memoria. Las ideas estéticas son muy raras en los fragmentos conservados; la belleza se siente y se respira en ellos, pero el autor no trata de explicarla. Cree, del mismo modo que Miguel Angel (cuyas opiniones nos ha transmitido su discípulo Francisco de Holanda), que la mayor nobleza y dignidad de la pintura consiste en ser imitación de la obra divina; y por eso empieza invocando al pintor del mundo, que puso en la forma humana un microcosmos:

           «Y el aura simple de inmortal sentido
       Inspiró dentro en la mansión interna».

Recomienda con mucho ahínco la imitación del natural y la selección de partes:

           «Del natural recoge los despojos,
       De lo que pueden alcanzar tus ojos.
       .......................................................
       ............. ........Tú entresaca el modo
       Y de partes perfetas haz un todo.
           En el silencio obscuro su belleza
       Desnuda de afeytadas fantasías,
       Le descubre al pintor naturaleza.
       ..................................
           Las frescas espeluncas ascondidas
       De arvoredos silvestres y sombríos,
       Los sacros bosques, selvas extendidas
       Entre corrientes de cerúleos ríos,
       Vivos lagos y perlas esparcidas
       Entre esmeraldas y jacintos fríos,
        [p. 399] Contemple, y la memoria entretenida
       De varias cosas quede enriquecida.»

Por modelo de dibujo ofrece a la perpetua emulación de su discípulo el Juicio final de la Sixtina:

           «No pienses descubrirle en otra cosa,
       Aunque industria acrecientes y cuidado,
       Que en aquella excelente obra espantosa
       Mayor de cuantas se han jamás pintado,
       Que hizo el Buonarota de su mano
       Divina, en el Etrusco Vaticano».

La simetría que recomienda no es tampoco la de Alberto Durero, sino la de Miguel Angel:

           «Yo la vi, y observé en aquella fuente
       De perenne saber, de do salieron
       Nobles memorias de valiente mano,
       Que ornan la alta Tarpeya y Vaticano».

Pero a esto y a la hermosísima descripción de los instrumentos, y a algunas leves consideraciones sobre la perspectiva y el escorzo, se reduce la parte conservada del tratado, que ciertamente enseña poco, aunque nos admire por el arte divino con que lo ennoblece todo. ¿Quién olvida aquella descripción de la concha de los colores:

           «Sea argentada concha, do el tesoro
       Creció del mar en el extremo seno
       La que guarde el carmín y guarde el oro,
       El verde, el blanco y el azul sereno:
       Un ancho vaso de metal sonoro
       De frescas ondas transparentes lleno,
       Do molidos al olio en blando frío
       Del calor los defiende y del estío?»

¿O aquellos otros versos acerca de la cuadricula:

           «Y luego mirarás por dónde pasa
       Cierto el contorno de la bella idea,
       De rincón en rincón, de casa en casa,
       De aquella red que contrapuesta sea?»

[p. 400] Los escritos en prosa de Céspedes (todos incompletos) se refieren más bien a la historia que a la teoría del arte, pero nos autorizan a tener al insigne racionero por crítico estético de los de raza. Con dos rasguños, con cuatro palabras gráficas y expresivas, describe y juzga una obra de arte, y a veces estas palabras no son indignas de la grandeza de los objetos. Interrogado por el sabio humanista Pedro de Valencia sobre la misma cuestión que tanto preocupó a don Felipe de Guevara, Céspedes, con más prudencia que él, como quien sentía la grandeza de los artistas contemporáneos suyos, se guarda muy mucho de fallar el pleito en favor del arte antiguo, limitándose a decir que «vamos muy a peligro de errar, comparando y cotejando las obras que no vemos con las que hemos visto de los pintores de este siglo». Prescindiendo, pues, de las obras de arte que no tienen existencia más que en las páginas de Plinio, trata de caracterizar las maravillas del Renacimiento, que él propio vió en Italia y que conservaba vivas en su memoria. Para ensalzar a Miguel Angel se le ocurren siempre magníficas palabras: en una parte dice de él que «en ciencia de músculos y proporciones humanas lleva muchos pasos de ventaja a los antiguos», y que hinchó y perfeccionó toda la capacidad de las artes: en otro le compara con Píndaro, a quien Céspedes tenía muy especial devoción, reconociendo y venerando en él el atributo de la grandeza. De Rafael pondera la «modestia virginal y divinidad en rostros humanos, ternura grande en los niños, el donaire en las mujeres, hábitos, trajes y ornatos con cierta simplicísima hermosura», y el haber añadido a la pintura, «juntamente con el crecimiento del dibujo, la mayor gracia que jamás se había visto y creo no se verá», y al incendio del Borgo llama «divina cosa». De Masaccio escribe que «fué el primero entre nuestros mayores que procuró engrandecer aquella débil manera de entonces»; y lejos de mostrar encono contra el arte de la Edad Media, aunque tache de «ridículas y mal asentadas» sus figuras, parece como que se complace en traer a la memoria estos obscuros principios de aquella obra humana subida después a tanta alteza, reconociendo con amplio espíritu que se adelanta casi dos siglos a la crítica de su tiempo, «que sin duda se acabara del todo la pintura, si la religión cristiana no la hubiera sustentado, de cualquiera manera que fuese». Céspedes busca afanoso la cuna [p. 401] y las primeras muestras del arte cristiano, porque (como el dice con frase bellísima) «con más brío comienza a salir una planta del suelo, aunque sea una hojita sola, que cuando se va secando, aunque esté cargada de hojas». Siente harto dolor de que, por renovar el pórtico del Vaticano, se destruyeran pinturas bizantinas, y confiesa que, teniendo devoción particular a una rudísima imagen de Santa María de Trastevere, dolióse muy amargamente el día en que la encontró blanqueada. Reverencia y besa las santas y antiquísimas paredes de las iglesias mozárabes de Córdoba, y reconoce que «esta suerte de pintura, aunque tan grosera e inculta, parece que todavía eran las cenizas de donde había de salir la hermosísima fénix, que después brilló con tanto esplendor y riqueza, disipando las cerradas tinieblas... De estos principios, aunque flacos, subió la grandeza. de este arte a la cumbre que en nuestros tiempos se ha visto».

En el discurso llamado inexactamente Sobre el templo de Salomón, Céspedes, para indagar el origen de la columna corintia, que, en su concepto, es la palma rodeada y astringida de las cuerdas, rechaza racionalmente la leyenda de la hija del alfarero de Sición y busca (lo mismo que los eruditos de hoy) la cuna de la arquitectura en Oriente, y principalmente entre los asirios, reduciendo a su justo valor el testimonio de Vitrubio, que «solamente observó la manera de los griegos, o no vió los edificios donde estaban puestas las columnas, o no entendió el modo de sacarlas torcidas» [1]

[p. 402] Nunca se siente mejor todo el precio de la elegante brevedad de Céspedes que cuando se pasa de sus fragmentos a los libros de arte que, en número relativamente mayor que hasta entonces, produjo el siglo XVII. Muchos de ellos versan sobre la cuestión de si la pintura debe o no contarse entre las artes liberales. Semejante controversia, cuyo solo enunciado nos parece hoy un absurdo y que ni aun como tema de declamación podría admitirse en el aula de un dómine pedante, implicaba cierta gravedad para los artistas del tiempo de Felipe IV, puesto que llevaba consigo el pagar o no pagar pesadísimas alcabalas, de las que (según el espíritu quijotesco del tiempo, bastante por sí solo para matar toda actividad industrial en España) pesaban sobre el trabajo mecánico, haciéndole casi imposible, amén de cerrar a sus honrados cultivadores el camino para ciertos honores y dignidades. ¡Hubo caballeros de Santiago que se escandalizaron de que su insignia ornase el pecho de Velázquez! Y es de ver, en las pruebas que hizo para su hábito, con cuanta solicitud se trata de inquirir si había pintado o no por dineros, y si tenía tienda o público obrador: ¡pecado verdaderamente nefando, según las ideas de entonces! A los ojos de tales gentes, lo que realzaba a Velázquez no era el título de grande artista, sino el de «apossentador y ayuda de cámara de S. M».

Cuando tal espíritu dominaba, claro es que merecieron bien de la cultura los que, oponiéndose al torrente, trataron de probar con razones filosóficas y jurídicas la nobleza del arte de la pintura, dilatándose con este motivo en la ponderación de sus efectos, y penetrando, aunque por incidencia en la noción misma del arte. El primero de los libros compuestos con tal objeto perece haber sido la Noticia general para la estimación de las artes y la manera en que se conocen las liberales de las que son mecánicas y serviles, publicada en 1600 por el licenciado Gaspar Gutiérrez de los Ríos, que merece más alabanza por lo mismo que no era pintor ni pleiteaba en causa propia, como tampoco el jurisconsulto don Juan de Butrón, autor de los Discursos apologéticos en que se [p. 403] defiende la ingenuidad del arte de la pintura, [1] que, aparte de la bondad de su asunto, son uno de los mas pedantescos y farragosos alegatos, entre tantos como abortó la antigua literatura jurídica española. Butrón emprende probar «con la autoridad de Hipócrates y de Martín Lutero, (como diría graciosamente Moratín), que aunque los antiguos contaron solo siete artes liberales, por acomodarse al número perfecto, no entendieron excluir del número ni a la Poesía que participa de la Gramática y de la Retórica, ni menos a la Pintura, que tiene parentesco, y al mismo tiempo emulación, con todas las artes y ciencias, con la Historia, con la Filosofía y Razón de Estado, con la Dialéctica, con la Retórica, con la Aritmética, con la Geometría, con la Música, con la Astronomía; de donde infiere que, dependiendo todas ellas de principios recíprocos, «la assimilación hace que tengan unos mismos privilegios el assimilante y el assimilado»; lo cual, además, se comprueba difusamente con la estimación que la pintura tuvo en Grecia, y entre los hebreos (?), con cánones de concilios, con haber sido Dios el primer dibujante del Tabernáculo, y después Moisés; con las pinturas de San Lucas; con haber hecho Julio César ciudadanos romanos a los profesores de las artes liberales; con la noticia de Fabio Pictor; y, finalmente, con la recóndita verdad de que «la nobleza consiste en la virtud», lo cual no sé cómo pueda compaginarse con el desatino, que en otra parte suelta el buen Butrón, de que «la nobleza se deslustra con ejercer oficios mecánicos, por donde los hijosdalgo que tienen boticas, lonjas o tiendas, pierden la posesión de su nobleza con ellas».

[p. 404] Análogas razones fueron expuestas en el pleito que Vicente Carducho y otros pintores sostuvieron en 1633, logrando sentencia favorable contra el fiscal de la Real Hacienda, [1] que pretendía cobrarles alcabala de sus pinturas. En la información figuran los gloriosos nombres de Lope de Vega, Jáuregui y Valdivielso, al lado del erudito León Pinelo, del historiógrafo Vander-Hammen, amigo de Quevedo, y del predicador Juan Rodríguez de León: notable testimonio de la hermandad con que vivían entre nosotros las artes y las letras, favoreciéndose y honrándose mutuamente. Leon Pinelo y Butrón agotaron la controversia jurídica. El parecer de Jáuregui, que también se imprimió suelto, es el más notable de todos, aunque tiene algunas puerilidades, como el llamar a la pintura arte de ángeles, por haberla ejercitado los dos incomparables artífices Miguel y Rafael. Así como de paso, no deja de inculcar algunas ideas de estética idealista, con la gravedad del magisterio que él tenía entre sus contemporáneos. «El arte no pretende sólo corpulencias, sino vidas y espíritus. Aquel gran pintor veneciano, Giorgione, aspiraba a tanto en la pintura, que toda su tristeza era mirar las cosas vivas, enojado que lo que él pintaba no tenía ningún espíritu, y cuando le alababan sus obras como admirables, decía con despecho que todo era nada, pues las figuras no respiraban y no se movían... La Anatomía es más de la pintura que de los médicos, porque no la explica simplemente, sino con todas las variedades que trueca el movimiento de los miembros y sus acciones, y las que tocan a cada sujeto, según su edad, sexo o estado, y según sus pasiones, donde la variación del dibujo no tiene límite, ni deja de ser comprensible... El alma y vida de la pintura no consiste en hermosos colores, ni en otros materiales externos, sino en lo íntimo del arte y su inteligencia».

Pero no bastaron ni la generosa ayuda de los poetas, ni la sentencia ejecutoriada y firme de 1633, para impedir que, creciendo los apuros del Erario y la bancarrota nacional durante los calamitosos reinados de Felipe IV y Carlos II, la Real Hacienda, que si andaba tibia y remisa en pagar, lo que es en cobrar era capaz de asirse a un clavo ardiendo, volviese a inquietar a los pintores [p. 405] con el terror de las alcabalas y del repartimiento de soldados, suscitándoles en 1677 nuevo pleito, que no llegó a sentenciarse, y del cual no alcanzaríamos noticia alguna si no corriese impresa, en libro de muy humilde título y muy sustancioso contenido, una declaración de don Pedro Calderón de la Barca, presentado como testigo por los pintores. Es una de las rarísimas muestras que tenemos de la prosa del gran dramaturgo, y han hecho muy mal sus biógrafos en prescindir de este discurso, si es que le han conocido, porque el título del libro en que está no convida ciertamente a buscarle allí. [1] El estilo es muy de Calderón, enfático y conceptuoso. Declara que siempre tuvo natural inclinación a la pintura, y solicitó saber lo que de ella habían escrito los antiguos: «y hallé ser la pintura un casi remedo de las obras de Dios, y emulación de la naturaleza, pues no crió el poder divino cosa que ella no imite, ni engendró la Providencia cosa que no retrate: y dejando el humano milagro de que en una lisa tabla representen sus primores con los claros y obscuros de sus sombras y luces, lo cóncavo y lo llano, lo cercano y lo distante, lo áspero y lo leve, lo fértil y lo inculto, lo fluctuoso y lo sereno, es muy de reparar en que transcendiendo sus relieves de lo visible a lo no visible, no contento con sacar parecida la exterior superficie de todo el universo, elevó sus diseños a lo interior del ánimo, pues en la posición de las facciones del hombre (racional mundo pequeño), llegó su destreza aun a copiarle el alma, significando en la variedad de sus semblantes, ya lo severo, ya lo apacible, ya lo risueño, ya lo lastimado, ya lo iracundo, ya lo compasivo...» ¿No nos parece oír en este trozo la noble, aunque algo amanerada entonación de los romances de sus comedias? El caballeresco poeta, tan rico de condiciones pictóricas como sensible al halago de los colores y de las formas, considera la pintura, no ya sólo como arte liberal, sino como arte de las artes, que a todas las domina, sirviéndose de todas; y lo prueba por razones más especiosas que científicas, buenas en una comedia, más bien que para escritas en los protocolos de una escribanía. «A la gramática... la tributa las concordancias [p. 406] que se avienen sus matices en la mezclada unión de sus colores: puesto que el día que no distribuyera lo blanco a la azucena, lo rojo al clavel y lo verde a sus hojas (y así en todo) cometiera solecismos en su callado idioma... Si pinta batallas, enfervoriza a empresas; si incendios, atemoriza a horrores; si tormentas, aflige; si bonanzas, deleita; si ruinas, lastima; si países, divierte; si jardines, recrea..., y, finalmente, si en reverentes simulacros nos pone a la vista aun los más arcanos misterios de la Fe, ¿qué dormido corazón no despierta al silencioso ruido del culto, de la reverencia y del respeto?... Contribuyendo a la Pintura la Gramática, sus concordancias; la Dialéctica, sus consecuencias; la Retórica, sus persuasiones; la Poesía, sus inventivas; sus energías, la Oratoria; la Aritmética, sus números; la Música, sus consonancias; la Simetría, sus medidas; la Arquitectura, sus niveles; la Escultura, sus bultos; la Perspectiva y Optica, sus aumentos y disminuciones, y finalmente, la Astronomía y Astrología, sus caracteres para el conocimiento de las imágenes celestes, ¿quién duda que número transcendente de todas las artes sea la principal que comprehende a todas? Calderón transporta a la Pintura la idea del número transcendente, que los músicos aplicaban a su arte cuando más querían encarecerla. Palomino repetía, a principios del siglo XVIII, que «si la pintura estuviese conmemorada entre las siete artes liberales, se la hiciera manifiesto agravio, porque de este modo sería sólo una de ellas, siendo, como es, un compendio de todas. Estaba encontrado el modo de salvar la dificultad de la omisión de la Pintura entre las artes liberales, dificultad grave para unos hombres que daban tan despótico valor a la tradición y a la autoridad. La Pintura no era ninguna arte de las siete, por lo mismo que era una forma gráfica aplicable a todas.

Un pintor florentino, trasladado desde su infancia a España, y modificado por el realismo peninsular, hombre piadoso y bien intencionado, fecundísimo productor de cuadros ascéticos, en que no se advierten cualidades de orden superior, pero sí extraordinaria soltura de mano, apacible devoción y aptitudes para comprender el espíritu leyendario, había impreso en 1633 unos Diálogos de la Pintura, [1] muy apreciados entre los bibliófilos por [p. 407] su escasez en el mercado, y entre los amigos de las Bellas Artes por las noticias que nos da de algunas colecciones de su tiempo, luego dolorosamente deshechas, de algunos cuadros perdidos, y de tal cual artista español, aunque muy pocos. El estilo es fácil y llano, si bien afeado de incorrecciones e italianismos, que debieron de pegársele al autor, no de su origen, puesto que tan niño vino a España, sino de la frecuente lectura de los preceptistas toscanos. En la exposición no sigue el mejor orden, puesto que destina el primer diálogo a la enumeración de las principales obras de pintura y escultura que se admiran en Italia, formando una especie de guía del viajero que quiera visitarlas; el segundo, a los orígenes, pérdida y restauración del arte de la pintura, y a encarecer su estimación, nobleza y dificultad; el tercero, a la definición y esencia de la pintura, y sus diferencias; el cuarto, a la distinción de la pintura teórica y práctica, a la imitación del natural, [p. 408] y a las relaciones entre la pintura y la poesía; el quinto, al modo de juzgar las pinturas, a la perspectiva, al dibujo y al colorido; el sexto, a las diferencias de los modos de pintar y a la preeminencia entre la pintura y la escultura; el séptimo, al decoro de la pintura sagrada; el último, a resumir en una especie de tabla sinóptica los nombres técnicos y ciertos principios de fisonomía y simetría, terminando con el estado actual de la pintura en España. Para realzar su libro acudió Carducho a sus amigos poetas, que tan bien le habían asistido en el pleito de la alcabala, y coronó cada uno de los diálogos con versos de Lope, Valdivielso, el P. Niseno (que hasta en el púlpito persiguió a Quevedo), el judaizante Miguel de Silveira, el caballero santiaguista don Antonio de Herrera Manrique, el seco y adusto Francisco López de Zárate, y el acólito de Lope Dr. Juan Pérez de Montalbán. Estos versos no son lo menos curioso del libro, sobre todo por el espíritu idealista y platónico que en ellos domina, y que era el modo oficial de pensar en aquel tiempo, aun en las escuelas más naturalistas. Es verdad que Valdivielso contempla

           «La verdad admirada
       De verse, cuando al lino la traduces,
       En el rasgo menor ejecutada»;

pero esta verdad es la verdad metafísica, la verdad de la idea, puesto que, según lo explica el Dr. Miguel de Silveira, lo ideal vence a lo real, y el arte a la naturaleza misma:

           «Que por modo fecundo,
       Es el alma común que informa el mundo.
       ......................................
           Vencerla te contemplo,
       Pues viendo la deidad de tus pinceles,
       Introducir desea Forma vital en tu divina Idea».

En opinión de Lope, la mayor excelencia de la pintura consiste en dar

       «Cuerpo visible a la incorpórea esencia».

vistiendo de hermosura a la purísima sustancia intelectual;

           [p. 409] «Y si hubiera más alto que los cielos
       Lugar que penetraras,
       Los zafiros rasgando de sus velos,
       Al sol por sombra de tus pies dejaras».

La pintura reforma los defectos de la naturaleza, y si no lo crea, por lo menos lo renueva todo. De aquí el hermoso arranque de Francisco López de Zárate, exhortando a los artistas a pisar la senda de la pintura mística:

           «!Oh, no abatáis las alas hasta el suelo;
       Que Dios las dió para volar al cielo!».

El sentido de la prosa de Carducho corresponde a los versos de sus amigos. [1] y no sería materia de pequeña sorpresa (si no supiéramos lo que pesaba en aquella edad el prestigio de la tradición escrita) el ver al autor de los populares y devotos cuadros de la vida de San Bruno, que parecen una de nuestras antiguas comedias de santos trasladada al lienzo; mostrar tan exagerado puritanismo idealista, y censurar tan ásperamente la fogosidad y furia de colorido, y los rápidos, vigorosos y osados modos de ejecución de las escuelas veneciana y española. Así le vemos lamentarse de que la pintura, después de Miguel Angel, decline y baje a toda prisa, apartándose de aquella perfección de dibujo, y aquel cerrar los perfiles exteriores del desnudo; y condenar a los meros imitadores del natural exterior, a los «retratadores que se han de sujetar a la imitación del objeto bueno o malo, sin más discurrir ni saber: lo cual no podrá hacer el que tuviere habituado el entendimiento y vista a buenas proporciones y formas». Imperfecta e indocta pintura llama a la de los naturalistas, aunque sea «admirable la representación y el modo de obrar prácticarnente». Quiere que se estudie del natural y no se copie, «y así el usar dél será, después de haber raciocinado, especulando lo bueno y lo malo de su propia esencia y de sus accidentes, y hecho arte y ciencia dello; que sólo sirva la naturaleza de una reminiscencia y despertador de lo olvidado... y será acertado tenerla tal vez delante, [p. 410] no para copiar sólo, sino para atender cuidadoso, y que sirva de animar los espíritus de fantasía, despertando y trayendo a la memoria las ideas dormidas y amortiguadas... sabiendo distinguir... adónde la naturaleza anduvo sabia y adónde depravada, observando e imitando lo uno, y enmendando y corrigiendo lo otro con la razón, a pesar de la torpe y material mano, que tal vez lo impedirá... La simple imitación sólo se permite al que retrata, en cuanto a la forma y color... Sirvan de autorizar esta mía los griegos y romanos, que nos consta que con tanto cuidado enmendaron los desaciertos de la naturaleza, que, según el Petrarca, jamás, o raras veces, obró con perfección; y bien lo significó Lisippo, cuando decía que formaba los hombres como habían de ser, y no como ellos eran: docta y cuerda sentencia».

La malquerencia de Carducho contra Velázquez, que había eclipsado a todos los antiguos pintores del Rey, se descubre aún con más franqueza en otras partes de la obra: «A los que hacen tales pinturas de simple imitación, los venero como médicos empíricos, que, sin saber la causa, hacen obras milagrosas, y es cierto que en el tribunal de los sentidos tendrán aplauso grande, si bien en el de la razón y entendimiento no osarán parecer... Deste abuso no tienen poca culpa los artífices, que poco han sabido o poco se han estimado, abatiendo el generoso arte a conceptos humildes, como se ven hoy, de tantos cuadros en bodegones con bajos y vilísimos pensamientos, y otros de borrachos, otros de fulleros, tahures, y cosas semejantes, sin más ingenio ni más asunto de habérsele antojado al pintor retratar cuatro pícaros descompuestos y dos mujercillas desaliñadas, en mengua del mismo Arte y poca reputación del Artífice». También el Caravagio, no solo por su propia brutalidad y desorden, sino por el agravante delito de ser maestro del gran Ribera, irrita la bilis censoria del apocado Carducho, que le presenta como un monstruo y como el Anticristo de la pintura, que «con falsos y portentosos milagros y prodigiosas acciones, se llevará tras de sí a la perdición tan grande número de gentes, movidas de ver sus obras, al parecer tan admirables, aunque ellas en sí engañosas, falsas y sin verdad ni permanencia».

Esta tremenda requisitoria contra la pintura naturalista empieza, sin embargo, con una definición del arte que ningún naturalista [p. 411] tendría reparo en aceptar: «Semejanza y retrato de todo lo visible (según se nos representa a la vista) que sobre una superficie se compone de líneas y colores». Prueba evidente de la confusión que reinaba en las ideas críticas de nuestros pintores, y del carácter empírico e irracional que tenían todas estas nociones.

Carducho fué uno de los primeros en notar, aunque rudamente, ciertas relaciones y semejanzas entre la poesía y la pintura, ensalzando como coloristas a varios poetas contemporáneos suyos, si bien da escasa muestra de su gusto en poner por las nubes el Polifemo y Las Soledades, de Góngora, cual modelos de perfectísima pintura, tales que «no es posible que ejecute otro pincel lo que dibuja su pluma», en lo cual dijo Carducho más verdad de lo que él imaginaba, pues ¿qué pincel podría seguir tan inconexos delirios y darles cuerpo y forma aparente? [1]

Ceán Bermúdez, cuya inestimable laboriosidad en allegar memorias de nuestros artistas sólo admite comparación con la pobreza y vulgaridad de su crítica, en que apenas se percibe la influencia de Jovellanos, otorga al libro de Carducho la palma entre todos los de pintura que tenemos en castellano; pero como repite lo mismo en el artículo de Pacheco y en el de Francisco de Holanda, y es de presumir que lo repitiera en otros, si más libros importantes de pintura hubiese en castellano, nos quedamos sin conocer su verdadera opinión sobre este punto. En el parecer común (que también es el mío), el libro que aventaja a los restantes no [p. 412] es el de Carducho, sino el Arte de la Pintura, [1] del sevillano Francisco Pacheco, suegro y primer maestro de Velázquez. Pacheco, cuya mejor obra fué su yerno, era, aunque valiente retratista,  pintor más especulativo que práctico, y ha dejado hartos ejemplos de triste y descarnado amaneramiento; pero en conocimientos teóricos e históricos de las artes plásticas, y en aptitud para comprender sus bellezas y hacerlas perceptibles a los demás, así como en generoso entusiasmo por todas las manifestaciones del ingenio humano y en deseo de honrar y sublimar la fama de los que en ellas se aventajaron, ningún español de su tiempo puede ponérsele delante. La posteridad le agradece, mas que sus teorías y sus cuadros (por más que ni una cosa ni otra carezcan [p. 413] de mérito), su galería de contemporáneos retratados al lápiz negro y rojo; su academia, que congregó bajo el mismo techo las artes y las letras de Sevilla, prolongando así, como en un invernadero, la vida algo artificial, pero espléndida, de aquella colonia romana o ateniense, que los Céspedes, los Mal-Laras y los Herreras hablan trasplantado a la Bética. [1] Poeta sin carácter propio, pero elegante y noble unas veces, y otras donairoso y epigramático hasta confundirse con Baltasar de Alcázar; controversista hábil y muy docto en materias teológicas, como lo acreditó en el tratado de las pinturas sagradas y en sus polémicas sobre la Inmaculada Concepción contra los tomistas, y sobre el patronato de Santa Teresa contra Quevedo; apasionado de la literatura italiana, y muy leído en las obras técnicas de su facultad, tenía Pacheco todas las condiciones necesarias para erigirse con autoridad en jefe de escuela, y en preceptista y dogmatizante, aun de los que como artífices le superaban en mucho. Su libro De la Pintura apenas es hojeado hoy sino por algún curioso investigador que va a buscar allí noticias de Rubens o de Velázquez; pero no hemos de llevar la injusticia hasta declararle en todo lo demás obra tan docta como inútil. Dura nos parece la frase, aunque sea de persona tan sabia y competente en estas materias como don Pedro de Madrazo. [2] Nunca pudo tenerse por inútil, y era ciertamente [p. 414] muy loable en el siglo XVI, recogen en un solo libro, con método y claridad, toda la enseñanza técnica que andaba esparcida en los italianos. Es cierto que Pacheco no se levanta nunca a grandes consideraciones estéticas, aunque lo poco que dice es bueno y verdadero, como luego veremos; mas para juzgar de su utilidad esta consideración es secundaria, pues la mayor excelencia de la verdadera estética consiste en ser inútil en el sentido vulgar de la palabra, como inútil es toda especulación filosófica pura, por más que sus consecuencias derramen vivísima luz sobre toda obra humana. Pero como el propósito modestísimo de Francisco Pacheco era tratar del arte, y no de la ciencia de la pintura, y esto las más veces, no con palabras propias, sino traduciendo y concordando las de Leonardo de Vinci y León Alberti, Vasari y Dolce, su libro tiene, y, no puede menos de tener, el valor de los libros de donde fué sacado; esto es, un valor enteramente práctico, no en el sentido de que pueda educar a ningún pintor, que esto ningún tratado lo consigue ni aspira a conseguirlo, ni las retóricas, ni las poéticas hacen poetas ni oradores, sino en el sentido de iniciar en la técnica a los profanos y de precaver contra sus escollos a los mismos artífices, ejerciendo una influencia más bien negativa que positiva, pero indudable. Es trivial sin duda todo lo que Pacheco escribe sobre el dibujo, la simetría y el colorido; pero no calificaré yo del mismo modo sus sabias enseñanzas acerca del de coro artístico, ni menos su tratado de la pintura religiosa, [1] que en nada desmerece del que dió muchos años después tanto renombre al P. Interián de Ayala. Si a esto se añade el elevado concepto [p. 415] del arte que todo el libro infunde, especialmente el capítulo en que se muestra «cómo la pintura ilustra y adelgaza el entendimiento, tiembla el furor y dureza del ánimo, y hace al hombre blando y comunicativo»; y si se tienen en cuenta las copiosas noticias históricas de pintores españoles, italianos y flamencos con que Pacheco va matizando agradablemente su exposición, los fragmentos poéticos que intercala, el mérito insigne de haber salvado los de Céspedes, y, finalmente, la corrección y limpieza de la prosa, exenta, a pesar de la fecha del libro, de todo resabio de mal gusto, se convendrá conmigo en que, lejos de ser inútil, el Arte de la Pintura fué un positivo servicio hecho a nuestra cultura estética del siglo XVII, hasta por la misma rigidez de sus principios, tan opuestos al fácil naturalismo reinante. Siempre es bueno tener a la vista un ideal de perfección, aun cuando no se cumpla, y siempre era saludable freno de arrojos y bizarrías el continuo recuerdo de Rafael, de Miguel Angel y de Leonardo de Vinci, tantas veces memorados en aquellas páginas.

En tres libros se divide el Arte de la Pintura, y tres son también sus materias principales, aunque no se reducen exactamente a los tres libros: historia del arte, teoría del mismo, teoría especial de las pinturas sagradas. Las noticias históricas están tomadas principalmente del gran libro de Vasari, aunque, al hablar de la pintura de los Países Bajos y contar la vida de los dos Van-Eyck, sigue y extracta a Carlos Vanmander.

Su concepto del arte en nada difiere del de los maestros italianos. Define la pintura «arte que enseña a imitar con líneas y colores», pero entiende, de acuerdo con el maestro Francisco de Medina, que son objetos inimitables los naturales, los artificiales y los formados con el pensamiento y consideración del alma: «sueños, devaneos, grotescos y fantasías de pintores», y lo mismo «ángeles, virtudes, potencias, empresas, hieroglíficos y emblemas», «visiones imaginarias, intelectuales y proféticas».

En cuanto al fin propio de la obra artística, procede con más timidez que los teólogos, pero distingue, como ellos, el fin próximo y el remoto, y el fin del pintor y el de la pintura. «El fin del pintor como sólo artífice, será con el medio de su arte ganar hacienda, fama o crédito, hacer a otro placer o servicio, o labrar por su pasatiempo o por otros respetos semejantes. El fin de la [p. 416] pintura (en común) será, mediante la imitación, representar la cosa que pretende, con la valentía y propiedad posible, que de algunos es llamada la alma de la pintura, porque hace que parezca viva... Pero considerando el fin del pintor, como de artífice cristiano, puede tener dos objetos o fines, el uno principal y el otro secundario o consecuente.

«Este menos importante será ejecutar su arte por la ganancia y opinión y por otros respetos... pero regulados con las debidas circunstancias, lugar, tiempo y modo, de tal manera que por ninguna parte se le pueda argüir que ejercita reprensiblemente esta facultad, ni obra contra el supremo fin. El más principal será, por medio del estudio y fatiga de esta profesión, y estando en gracia, alcanzar la bienaventuranza, porque el cristiano, criado para cosas santas, no se contenta en sus operaciones con mirar tan bajamente, atendiendo sólo al premio de los hombres y comodidad temporal, antes, levantando los ojos al cielo, se propone otro fin mucho mayor y más excelente, librado en cosas eternas... Y si del fin de la pintura (considerada sólo como arte) decíamos que es semejante a la cosa que pretende imitar con propiedad, ahora añadimos que, ejercitándose como obra de varón cristiano, adquiere otra más noble forma, y por ella pasa al orden supremo de las virtudes... Y no por esto se destruye o contradice el fin de la arte sola, antes se ensalza y engrandece y recibe nueva perfección. Así que... la pintura, que tenía por fin sólo el parecerse a lo imitado, ahora, como acto de virtud, toma nueva y rica sobreveste, y demás de asemejarse, se levanta a un fin supremo, mirando a la eterna gloria».

Este profundo sentido religioso, o más bien ascético, que hace de Pacheco en la teoría un predecesor del espiritualismo de Owerbeck, le mueve a quitar todo valor propio a la pintura, considerándola sólo como una manera de oratoria que «se encamina a persuadir al pueblo... y llévalo a abrazar alguna cosa conveniente a la religión».

A tal concepto del arte había de corresponder forzosamente una estética idealista, sea cual fuere el rumbo que en sus producciones pictóricas y poéticas siguieran Pacheco y sus amigos, La carta idea que venía a la mente de Rafael, para suplir la carestía que en el mundo hay de buoni giudici et de belle donne, [p. 417] era idea familiar en el terreno teórico a los artistas de la llamada escuela de Sevilla. Pacheco nos dice expresamente que la perfección consiste en pasar de las ideas a lo natural, y de lo natural a las ideas, buscando siempre lo mejor y más seguro y perfecto... Así lo hacía Leonardo de Vinci, varón de sutilísirno ingenio, el cual, primero que se pusiese a inventar cualquier historia, investigaba todos los efectos propios y naturales de cualquier figura, conforme a su idea, y hacía luego diversos rasguños... Para mover la mano a la ejecución se necesita de ejemplar o idea anterior, la cual reside en la imaginación o entendimiento... Es, pues, la idea un concepto o imagen de lo que se ha de obrar, y a cuya imitación el artífice hace otra cosa semejante, mirando como dechado la imagen que tiene en el entendimiento... Formada ya la idea en el entendimiento e imaginativa, elige el artífice, juzgando su juicio que la idea que tiene presente se puede o debe imitar con tal modo y circunstancias».

Es cierto que la mayor parte de esta ideología platónica la trasladó Pacheco a la letra de un papel de su amigo y consejero el jesuíta Diego Meléndez, el cual le proporcionó también una explicación escolástica del conocimiento y de la formación de los conceptos e imágenes. Pero Pacheco y toda su tertulia, incluso su yerno, creían en la objetividad realísima de la idea pictórica, con tanto ardor y buena fe, como los neoplatónicos de Florencia.

           «Tales, pintor divino,
       Cuales los figuraste,
       En tu capaz idea los pintaste»,

decía Antonio Ortiz Melgarejo, en alabanza del Juicio Final de Pacheco. Y otro poeta, mucho más ilustre, Baltasar de Alcázar (por quien la sal andaluza no tuvo que envidiar a la sal ática recogida en el mismo mar donde nació Venus), dando tregua a sus donaires que ennoblecieron la taberna, levantaba el tono para ensalzar a sus, amigos en las redondillas siguientes, magistrales como todas las suyas:

           «Su pincel levanta el vuelo
       Hasta el ángel Micael,
       Y de allí sube el pincel
       Hasta parar en el cielo:
       ..........................
        
            [p. 418] Allí sujetó la idea
       
De su arte no vencida,
       Deseada, mas no habida
       Jamás de quien la desea.
           Y él, glorioso de tenella,
       Con ingenio soberano,
       Va sacando de su mano
       Divinos traslados de ella.
           Y así no es de humano intento
       Lo que Pacheco nos pinta:
       De otra materia es distinta,
       De celestial fundamento.
           Pues con destreza invencible,
       Lo que es espiritual,
       Dándole retrato igual,
       Le forma cuerpo visible. [1]

Verdad es que con esta doctrina del ideal, no ya subjetivo, sino objetivo, se hermanaba de una manera que hoy nos parece extraña, la de la selección de las formas naturales, de la cual había un ejemplo clásico y célebre, el de Zeuxis y las vírgenes de Crotona. Pero los amigos de Pacheco salían fácilmente de la dificultad de un modo ingenioso y hasta profundo, que en nada comprometía la tesis idealista, diciendo que, al elegir unas partes y desechar otras, se había guiado Zeuxis por los dictámenes de la idea anterior, formada en su entendimiento, y trasunto de la idea que moraba en más altas esferas. Así lo dice otro Alcázar (don Melchor):

           «Contemplaba su belleza
       Y admiraba cada parte,
       Atendiendo siempre al arte,
       Nunca a la naturaleza»
.

¡Y esto en un grupo de naturalistas! ¡Tan persistente era el dominio de la metafísica platónica, aunque se la contradijese en la práctica! El mismo Pacheco, desentendiéndose de la prioridad del estudio de la teórica, recomendada por el universal y matemático genio de Leonardo, aconseja comenzar por [p. 419] la práctica o ejercicio de la mano y por una sencilla imitación. Los preceptos vienen luego, para emancipar al artífice de la servidumbre de los modelos, y de la servidumbre del mesmo natural, apartándole de lo seco y desgraciado, y llevándole a inventar y disponer con propio caudal, con libertad y señorío.

Para mí, lo que más realza a Pacheco es su tolerancia dogmática. Reconoce, con franqueza rara en un preceptista, que quizá su arte no incluye la verdad absoluta y no presume estrechar a sus leyes o caminos a los que pretenden arribar a la cumbre del arte, ni poner tasa o límite a los buenos ingenios, puesto que habrá por ventura otros modos más fáciles y mejores. Admira a Ribera, «cuyas figuras parecen vivas y todo lo demás pintado»; encuentra disculpas para el Greco; se gloría de tener en Velázquez la corona de sus postreros años; confiesa que la mayor parte de los pintores de su tiempo siguen lo contrario de lo que él y los italianos aprueban; pondera la dulzura y asiento de colores de los flamencos; se extasía con los borrones de Tiziano, que «mejor se dirían golpes dados en el lugar que conviene, con gran destreza». En la crítica hay que tenerle por ecléctico, si bien en la teoría pone sobre todo arte humano «aquella hermosa manera o modo de las buenas estatuas antiguas, particularmente de los escultores griegos, y de todas las excelentes pinturas de Rafael de Urbino, que en todas fué gracioso y lleno de gran decoro, y de Miguel Angel, que en la grandeza y fuerza del desnudo tuvo gran superioridad». «Así, que, en el dibujo del desnudo, ciertamente yo seguiría a Miguel Angel, y en lo restante del historiado, gracia y composición de las figuras, bizarría de trajes, decoro y propiedad, a Rafael de Urbino». El que después de estas palabras examine los cuadros de Pacheco, aun los mejores, verá qué distancia hay de los propósitos a la ejecución, y (lo que es más extraño) qué antinomia tan palpable entre lo que enseñaba en la academia y lo que se practicaba en el taller para satisfacción de los frailes y de los devotos que encargaban cuadros.

Para ser la pintura perfecta y excelente, se requieren, según Pacheco, cuatro cosas «buena invención, buen diseño, buen colorido y bella manera». Sería conveniente que el artífice supiera, y no medianamente, letras humanas y divinas, como Durero y Leonardo, y Leon Alberti; pero ya que esto no sea posible, [p. 420] debe suplir la falta con el trato y comunicación de hombres sabios en todas facultades, y la noticia de los libros toscanos y de nuestra lengua. En la materia de lo que él llama decoro, o sea la conveniencia artística, es tan observante Pacheco, que, a pesar de su idolatría por Miguel Angel, tacha la reminiscencia gentílica de la barca de Carón en el Juicio final de la Sixtina, que para él era, como para Céspedes, «la primera y mayor obra que se ha hecho en el mundo, quitando a los venideros la esperanza de igualarla en artificio, profundidad y sabiduría». En la cuestión del desnudo se ve en grave conflicto entre su honestidad y pudibundez, no ya de pintor cristiano, sino de cofrade o congregado, y su admiración por el Buonarroti; y sale del paso proponiendo el extraño recurso de «sacar del natural rostros y manos de mujeres honestas». (lo cual, a su entender, no tiene peligro), y valerse para lo demás de valientes pinturas, papeles de estampa, y nuevos modelos y estatuas antiguas y modernas y de los excelentes perfiles de Alberto Durero». Pintor perfecto será, según Pacheco, el que reúna al dibujo la consideración y conveniencia, la profundidad de pensamiento, el estudio de la anatomía, la propiedad en los músculos, la diferencia en los paños y sedas, el acabado de las partes así en el dibujo como en el colorido, la belleza y variedad en los rostros, el artificio en los escorzos y perspectivas, el ingenio en las luces. No se contentará con sacar una cabeza del natural: el arte de los retratos, en el cual el mismo Pacheco se aventajaba tanto, y en el que su yerno vencía a todos los artistas del mundo, le parecerá un arte inferior ante aquella grandeza de Miguel Angel, «que voló como ángel superior a las cosas más terribles de vencer».

Si el libro de Pacheco fué el código de los pintores andaluces, y el de Carducho el de los pintores madrileños (unos y otros a reserva de no cumplirle, venerándole, como hacían los dramáticos con las poéticas clásicas), los Discursos practicables del nobilísimo Arte de la Pintura, [1] del zaragozano Jusepe Martínez, [p. 421] pintor del segundo don Juan de Austria, pueden considerarse como el trasunto de las doctrinas reinantes en el grupo que nuestro arqueólogo artista Carderera, a pesar de su amor a todas las cosas de su tierra, negaba que pudiera apellidarse con razón histórica escuela aragonesa. Por supuesto que, estéticamente considerado, el libro de Jusepe Martínez no contiene ni más ni menos que lo que hemos visto en Carducho y en Pacheco, con la desventaja de estar peor escrito y ser más desordenado y confuso. Lo único que le avalora y realza son las peregrinas noticias que contiene de la pintura aragonesa, y aun de la pintura española en general, muchas de las cuales en vano se buscarían en otra parte. En riqueza histórica vence a todos nuestros libros de arte, y es el que más interesa a la curiosidad de un siglo de arqueólogos como el nuestro.

Martínez no es enemigo sistemático de la manera de sus contemporáneos, que él llama desembarazada y liberal; pero, educado en Italia, en amigables relaciones con Guido y el Dominiquino, había llegado a formarse un gusto teórico tan puro y acrisolado, que asombra en escritor de fines del siglo XVII. Sus maestros italianos le habían enseñado que «ninguno imaginase exceder al gran Rafael en disposiciones y actitudes y movimientos ni en el don soberano de la expresión y de la gracia, porque no obró nada que no fuese la propia hermosura». El mismo Ribera, con franqueza semejante a la del Diablo Predicador, le había confesado en Nápoles que las obras de la escuela romana «son tales que quieren ser estudiadas y meditadas muchas veces; que aunque ahora se pinta por diferente rumbo y práctica, si no se funda en esta base de estudios (que son el norte de la perfección), parará en ruina fácilmente». Aleccionado por tales y tan poco sospechosas admiraciones, llamaba Martínez «dichoso tiempo y dichosos [p. 422] discípulos» a los de Miguel Angel; dedicaba un capítulo entero a tratar de la filosofía natural y moral de la pintura; ponía en las nubes al grande Alberto Durero, a Lucas de Holanda, al dulcísimo Correggio, y sobre todos al magno Leonardo; sin perjuicio de decir de Tiziano y del arrogante Tintoretto que pasmaron a la misma naturaleza».

Pero su entusiasmo clásico, así como no le hacía tener en menos a los venecianos, tampoco le cerraba los ojos para sentir la belleza de otros modos y estilos de arte; y así le vemos ponderar el extravagante modo y belleza de algunas tablas y esculturas de la Edad Media, «que aunque por manera seca y delgada, están hechas con tan grande devoción sus figuras, que en ellas se muestra un no sé qué de bondad... y no son dignos de menos estimación, por haber carecido de los ejemplares que hoy tenemos». Y al mismo tiempo que censura las prolijidades y menudencias la falta de grandeza y magnitud y liberalidad de contornos de Juan de Juanes y otros imitadores de Rafael, no cierra la puerta a los arrojos del Caravaggio, y repite una y otra vez con alta elocuencia y espíritu de renovación estética: «El que desea saber y hacerse lugar, póngase con espíritu generoso en el estudio; que si bien hay mucho hecho, falta aun mucho por hacer, y dar materia nueva para ser el Altísimo alabado, que infunde en los mortales tanta ciencia. El campo de la sabiduría es inmenso, y así, nunca faltará lugar para mostrar cosas nuevas, como lo han hecho todos los excelentes maestros. El que esté bien en los rudimentos y preceptos podrá ser señor de toda manera».

Aunque el libro de Jusepe Martínez es enteramente práctico, no reduce el arte a las noticias (historia), ni a las prácticas (técnica), sino que admite una estética general que llama fundamento del arte y raíz cuadrada de la inteligencia. En ninguno de nuestros escritores de artes plásticas encontramos una división tan completa y bien razonada. Para demostración de las altas miras del pintor aragonés y honra de su nombre, podrían recordarse todavía sus preceptos de «vestir las figuras conforme al tiempo», en lo cual no admite más excepción que la de las pinturas religiosas (acerca de las cuales profesa la máxima purista de atender más a la devoción y decoro que a lo imitado), y su doctrina idealista de la elección de los asuntos «que es cierta idea que forma el hombre, [p. 423] nacida de su buen gusto, [1] por la cual dispone su obra con tal gracia y artificio, que declara por ella una cosa nunca vista».

Al lado de los compendios teóricos, y favorecida en cierta manera por ellos, comenzó a levantar la cabeza la crítica de las obras de arte en particular, el origen de la cual ponen los franceses en los Salones de Diderot, pero de la que pueden encontrarse, así en Italia como en España, tentativas y ensayos anteriores, suscritos algunos de ellos por nombres muy ilustres. Ya hemos visto apuntar este género de crítica en Céspedes; y si se reunieran los juicios de pintores y de cuadros esparcidos por la Historia de la Orden de San Jerónimo, del P. Sigüenza, estilista incomparable, bajo cuya mano los secos anales de una Orden religiosa, enteramente española, y no de las más históricas, se convirtieron en tela de oro, digna de los Livios y Xenophontes, tendríamos un Salón no desapacible, que quizá convidaría a muchos profanos a la lectura completa de este grande y olvidado escritor, quizá el más perfecto de los prosistas españoles, después de Juan de Valdés y de Cervantes. No diré que las ideas del P. Sigüenza sobre el arte tengan el alcance ni la trascendencia de sus meditaciones sobre la teodicea o sobre la filosofía de la historia, pero indican algo, todavía menos frecuente que las nociones estéticas en los que no son artistas; es decir, la emoción personal y viva enfrente de las obras de arte, y la facilidad para expresarla. El P. Sigüenza era muy capaz de este entusiasmo, aunque a veces le emplea en modelos tan dudosos como Jerónimo Bosco (en quien le deslumbró el espíritu satírico y alegórico, que casi nunca es pintoresco), [2] y propende siempre a aplicar criterios literarios a las artes plásticas. Pero las descripciones de algunos cuadros de Tiziano están hechas de mano maestra, como por quien sabía ver y era sensible a la magia del color: «El uno es otra oración del huerto, muy en lo oscuro de la noche, porque aunque era el lleno de la luna, no [p. 424] quiso aprovecharse de su luz, y así está cubierta de nubes: la del ángel que da en la figura de Cristo está muy lejos, aunque con ella se vee muy bien: los apóstoles dormidos apenas se divisan, y aun así muestran lo que son. Judas es la persona más cerca y la que más se ve por la luz de la linterna, que como adalid va delante, y reverbera en el arroyo de Cedrón la lumbre: valentísimo cuadro». La prosa del P. Sigüenza parece como que adquiere el número poético cuando trata de cuadros. No es menos linda esta descripción del de la Visita de los Reyes: «En la colateral del Evangelio está la adoración de los Reyes, del mismo Tiziano, obra divina, de la mayor hermosura y (como dicen los italianos) vagueza, que se puede desear, donde mostró lo mucho que valía en el colorido, y tan acabado todo, que parece iluminación: lindos rostros y hermosas ropas y sedas, que parece todo vivo, y la misma naturaleza». En el San Jerónimo, «figura de gran relieve y fuerza», admira «una carne tostada, magra, enjuta, tan natural cual el mismo Santo nos dice que la tenía... El risco, árboles, león, fuente y los demás paños y adornos del cuadro tan redondos y tan fuertes, que se pueden asir con la mano». [1]

[p. 425] Hace pocos años desenterró la erudita carnosidad de don Adolfo de Castro, y el celo de la Academia Española vulgarizó, una breve y curiosa Memoria de las pinturas que Felipe IV mandó colocar en el Escorial en 1656, «descriptas» y colocadas por Diego de Sylva Velázquez, opúsculo que se dice impreso en Roma dos años después por su discípulo don Juan de Alfaro. [1]

En la primera edición de la presente obra acepté de buena fe, como tantos otros críticos, [2] la autenticidad de esta Memoria, [p. 426] pero un estudio más detenido de la materia me ha obligado a rectificar mi opinión, convencido principalmente por los argumentos del sabio profesor de la Universidad de Bonn, Carlos Justi, autor de la obra monumental sobre Velázquez y su tiempo. Ya Cruzada Villamil había hecho notar, en 1885, el anacronismo que envolvía la portada de este libro, en que se da a Velázquez el título de  caballero de Santiago en 1658, es decir, un año antes de serlo. [1] Justi ha desmenuzado y triturado la Memoria, haciendo notar la pobreza de tecnicismo y la falta de precisión que en ella se observa. Los juicios que contiene no son los de un pintor, sino los de una persona devota impresionada por aquellos cuadros, como lo era sin duda el P. Santos, en cuya Descripción de El Escorial, impresa en 1657, un año antes que la supuesta Memoria, se encuentran estos juicios casi a la letra, aunque con más amplitud. [2] El señor don Aureliano de Buruete, autor de un estudio todavía mas reciente sobre Velázquez, y a nuestro juicio el mejor que tenemos bajo el aspecto de la crítica técnica, acepta la argumentación de Justi, y niega como él en redondo la autenticidad de la debatida Memoria. [3]

[p. 427] Por mi parte, añadiré que el libro, bibliográficamente considerado, tiene todas las trazas de ser impresión subrepticia, clandestina y bastante posterior a la fecha que lleva en el frontis. No creo, sin embargo, que la superchería deba atribuirse a nuestros días. Antes bien tiene la traza de uno de aquellos fraudes, más o menos graves, que en tiempo de Felipe V solía hacer el Conde de Suceda, ora reimprimiendo libros antiguos y conservándoles la fecha de la edición original, como ejecutó con la Gramática castellana, de Antonio de Nebrija y con los Diálogos, de Pero Mexía; ora achacando a unos autores escritos de otros, como hizo en cierto tomito que dió como de Poesías varias, de Lope de Vega, perteneciendo las más de ellas a Francisco López de Zárate, ora inventando libros apócrifos, como el Buscapié, de Cervantes (distinto del que en nuestros días forjó don Adolfo de Castro). Llevaba el Conde su bibliomanía hasta el punto de imprimir un solo ejemplar de algunas de estas falsificaciones, por el gusto de ser poseedor único de ellas, y quizá fué este el caso de la Memoria de Velázquez.

Pero como siempre la mentira nace de algo, creemos que el fundamento que ésta tuvo fué la siguiente noticia, dada por Palomio en 1724: «De las cuales (pinturas) hizo Diego Velázquez una descripción y Memoria, en que da noticia de sus calidades, historias y autores, y de los sitios en que quedaron colocadas para manifestarle a S. M. con tanta elegancia y propiedad, que calificó en ella su erudición y gran conocimiento del arte, porque son tan excelentes, que sólo en él pudieron lograr las merecidas alabanzas».

No es imposible que este catálogo de Velázquez llegara a manos del P. Santos, y que éste le aprovechara a su modo. Pero lo que parece muy verosímil, es que la noticia dada por Palomino sirviese de estímulo al conde de Saceda, o algún otro erudito estrafalario, para entresacar del libro del P. Santos los párrafos que, según él, debieron de constituir la Memoria de Velázquez, e  imprimirlos en la forma que se ha dicho.

[p. 428] No hay razón, por consiguiente, para privar al monje jerónimo Fr. Francisco de los Santos, autor de la Descripción breve de San Lorenzo el Real, publicada en 1657, del mérito, muy relativo sin duda, que tienen sus descripciones de cuadros, en las cuales procuró seguir las huellas del P. Sigüenza, si bien quedándose a larga distancia, tanto en penetración estética como en pulcritud de estilo; pues aunque no sea el del P. Santos de los peores de su tiempo, muestra visibles huellas de la decadencia literaria, y peca a veces de lánguido y difuso. Su admiración por los pintores idealistas se satisface a poca costa con frases hechas, de las que corrían en los talleres y en los libros: «Devoción rara, reverencia y afectos, concierto y armonía de historias». Siente mucho mejor la impresión del color, especialmente en los pintores venecianos. Una de las cosas que más le hieren en los ojos y más le admiran, son las manchas amarillas del traje del negro que sirve a la mesa en el cuadro de las Bodas de Caná, del Veronese, así como el de la Purificación el contraste del paño blanco del altar con la ropa amarilla listada de otros colores. A propósito del San Sebastián de Tiziano, exclama: «Fuera de estar el cuerpo lindamente pintado, está colorido tan divinamente, que parece vivo y de carne». Escojo de intento estos trozos, por ser de los que pasaron a la Memoria impresa con nombre de Velázquez.

Pertenecen también a la segunda mitad del siglo XVII los manuscritos de Alfaro y Díaz de Valle, biógrafos, el primero de Velázquez y el segundo de diversos pintores: trabajos que aprovechó Palomino en su Museo Pictórico y Escala Optica, [1] transcribiéndolos muchas veces a la letra. Pero Palomino, si bien educado en el gusto del siglo XVII, pertenece ya al XVIII por la fecha de la publicación de su Museo, que en la parte técnica es una voluminosa y útil recopilación de nuestros antiguos libros de artes. [2] [p. 429] [p. 430] [p. 431]

APÉNDICE AL CAPÍTULO XI

LOS «DIÁLOGOS DE LA PINTURA», DE FRANCISCO DE HOLANDA

FRANCISCO de Holanda nació en Portugal y en portugués escribió; pero sus Diálogos fueron traducidos inmediatamente al castellano: sus enseñanzas iban dirigidas a los dos pueblos peninsulares, según él mismo declara a cada momento: se jacta de haber sido el primero que en España hubiese escrito sobre pintura, y ante tal declaración sería verdadera ingratitud dejar de ponerle en el número de los nuestros. Digamos, pues, con su sabio editor Joaquín de Vasconcellos, que «en arte y en literatura no hubo fronteras entre Castilla y Portugal hasta el siglo pasado», y procedemos al estudio de los Diálogos, que si no son en todo rigor el más antiguo libro de Artes compuesto en la Península, son por lo menos el más antiguo libro de Pintura.

Inútil es rehacer lo que ya ha sido magistralmente realizado por el editor de estos diálogos, es decir, el estudio de la biografía artística de Francisco de Holanda. Nacido en Lisboa por los años de 1518, hijo de un iluminador holandés, llamado Antonio, heredó la tradición artística de su familia, y desde muy joven comenzó a modelar en barro. Pero de tal modo se transformó luego en Italia, que volvió hecho un hombre nuevo, y pudo, sin nota de ingratitud, hacer arrancar de allí toda su educación, y decir que en Portugal no había tenido maestros en el dibujo ni en la plástica. Su primera iniciación clásica fué por medio de la literatura, más bien que por medio del arte. La debió, sin duda, a los humanistas [p. 432] con quienes convivió en Évora, en el palacio del infante cardenal Don Alfonso, en cuyo servicio paso sus primeros años; al latinista y arqueólogo Andrés Resende; al helenista Nicolás Clenardo, Cuando a los veinte años emprendió su viaje artístico a Italia, protegido por el rey Don Juan III, no sólo tenía suficiente preparación técnica, sino una cultura general, una orientación de espíritu, un amor sin límites a la antigüedad resucitada; todas las condiciones, en suma, que podían hacerle en breve tiempo ciudadano de Roma. Allí vivió en el más selecto círculo artístico y social que puede imaginarse; trató familiarmente a Miguel Angel, a la Marquesa de Pescara, a Lactancio Tolomei, a Julio Clovio, al célebre grabador de metales y cristal Valerio de Vicenza; y este mundo es el que en sus obras hace revivir, estos coloquios son los que transcribe, en forma animada y pintoresca, con dicción tan espontánea y sencilla, con tan candoroso entusiasmo, que excluyen toda idea de ficción o de artificio retórico, y permiten dar entero crédito a las muchas y curiosas noticias históricas que los diálogos especialmente contienen.

Cuando en 1547 volvió nuestro artista a la Península, traía, como fruto de sus viajes, el precioso libro de diseños (Antiguidades da Italia), que es hoy una de las joyas del Real Monasterio de El Escorial. Durante nueve años había recorrido toda Italia, desde Lombardía hasta Sicilia, copiando antigüedades paganas y cristianas, edificios civiles y religiosos, obras de arquitectura militar, acueductos, fuentes y jardines, frescos y mosaicos, arcos triunfales, estatuas e inscripciones, detalles arquitectónicos y hasta paisajes y escenas de costumbres: todo lo que podía servir al arte, de cualquier modo que fuese. «¿Qué pintura de estuque o grutesco (dice él mismo) se descubre por esas grutas y antiguallas, ansi de Roma como de Puzol y de Bayas, que no se hallen lo más escogido y lo más raro de ellas por mis cuadernos diseñadas?»

Tuvo Francisco de Holanda, como todos los hombres del Renacimiento, el sentido de la enciclopedia artística, pero en la práctica no pasó de dibujante e iluminador: «Miniador con puntos y de blanco y negro», como él se intitulaba. No fué pintor propiamente dicho: no se conoce ningún cuadro suyo, pero en sus postreros días tuvo la generosa ambición de ser arquitecto, y lo fué [p. 433] sin duda, aunque teórico y no práctico, pues ni uno solo de sus estudios y proyectos llegó a ejecutarse. Eran ciertamente grandiosos, como se ve por el tratado de las fábricas que faltan a la ciudad de Lisboa, presentado en 1571 al rey Don Sebastián. Allí se revela, no solamente el conocedor profundo de la antigüedad latina, adepto convencido, y por lo mismo intransigente, de un ideal artístico de severa y sólida majestad, sino el inventor ingenioso, el hábil mecánico, que, adelantándose a su siglo, discurre con acierto sobre hidráulica y sobre higiene aplicada al saneamiento de las poblaciones, y concibe el proyecto de una nueva Lisboa, de una ciudad monumental, con templos, palacios y acueductos, canales, fortalezas y puentes, y con un sistema de vías que la pusiese en comunicación con todo el reino y fuese animando los desiertos de Lusitania, donde aun se conservan reliquias de la grandeza romana, todas las cuales debían restaurarse y resurgir de sus escombros para servir de espléndida corona a la reina del Tajo.

Fuera de todo exclusivismo de escuela, puede admirarse la grandeza de estos proyectos y trazas, y el entusiasmo romano que en todo el libro rebosa. Ningún arqueólogo ni preceptista de los nacidos fuera de Italia le sintió con tanto brío, aunque ya Sagredo, en 1529, convidaba a la imitación de los monumentos de Mérida y Andrés Resende, en 1543, había tratado magistralmente de los acueductos, con motivo del descubrimiento y restauración del de Sertorio en Évora. Resende, uno de los mayores humanistas hispanos del siglo XVI, varón a todas luces grande, y que lo parecería más si su conciencia crítica hubiese igualado a su saber y no hubiera pagado más de una vez tributo a la falsa arqueología (que ha sido una de las plagas de nuestra Península), estaba ligado con Francisco de Holanda por antigua y estrecha amistad: pudo ser su consejero y su guía en muchos puntos de erudición. Y no es inverosímil tampoco que, durante su estancia en Roma, puesto que la fecha coincide perfectamente, asistiese el iluminador portugués a alguna de las sesiones de la célebre Academia de arquitectura y arqueología que, con el principal objeto de interpretar y depurar el texto de Vitrubio, tan estragado en los códices, se reunía por los años de 1542 en las casas del arzobispo Colonna, con asistencia de Claudio Tolomei, de Vignola, del cardenal Bernardino Maffei, a quien llamó Paulo Manucio homo plane [p. 434] divinus ; del cardenal Marcello Cervino, que luego fué Papa con el nombre de Marcelo II, y de otros doctos y calificados varones, entre los cuales ocupaban muy digno lugar el médico y humanista  alcarreño Luis de Lucena, que tanta luz prestó a Guillermo Philandro para sus comentarios sobre Vitrubio, explicándole entre otras cosas la doctrina de los antiguos acerca de la duplicación del cubo.

La vida de Francisco de Holanda se prolongó hasta 1584 y no le faltó nunca protección áulica, que sucesivamente le concedieron el infante don Luis, con quien fué de romería a Santiago de Galicia en 1548, los reyes Don Juan III, D.ª Catalina, Don Sebastián y nuestro Felipe II, para quien pintó dos imágenes, de la Pasión y la Resurrección de Cristo. Son numerosos los albalaes y cédulas de estos príncipes donde constan las mercedes hechas a Holanda, y que Felipe II extendió a su familia después de su muerte. Su autoridad como crítico y hombre de gusto, era respetada por todos, y como artista quizá se le apreciaba hiperbólicamente, puesto que Resende le llama lusitanus Apelles. No parece haber tenido ninguna contrariedad grave en la vida. Y sin embargo, suele pecar de quejumbroso, y en sus libros hay un fondo de disgusto, que no ha de explicarse, como torpe y poco caritativamente lo hizo Raczinsky, por desengaños de vanidad o de codicia fallidas, sino por el triste convencimiento de que su ideal estético no era el de sus compatriotas, lo cual hacía casi estéril su propaganda; y quizá por la desproporción que no podía menos de sentir entre la grandeza de sus aspiraciones artísticas y los medios relativamente exiguos con que contaba para realizarlas. Cultivador de un género de arte que él mismo tenía por inferior, ni en pintura pasó de diseños y miniaturas, ni como arquitecto se le confió obra alguna, aunque ésta fuese su principal vocación. Censor severo de los eclecticismos y corruptelas que veía en torno suyo, su inmaculada ortodoxia vitruviana le redujo aquí, como en todo lo demás, al papel de teórico.

Y aun en esta parte le fué adversa la fortuna, o por lo menos desigual, a sus merecimientos. Ninguna de sus obras llegó a imprimirse en su tiempo, ni lo fué tampoco la traducción castellana de los libros de la pintura antigua, que había hecho en vida de su autor otro pintor portugués, domiciliado en Castilla, que tenía [p. 435] por nombre Manuel Denis (Diniz). [1] Texto y traducción quedaron, no solamente inéditos, sino olvidados por cerca de dos siglos, hasta que nuestros eruditos del tiempo de Carlos III fijaron la atención en ellos. Fué, según creo, Campomanes [2] el primero que mencionó, aunque de pasada, el manuscrito castellano de los Diálogos, que poseía entonces el escultor don Felipe de Castro, y pertenece hoy a la biblioteca de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Ponz, en el segundo tomo de su Viaje de España (1773), siempre útil y curioso, no olvidó entre los manuscritos [p. 436] de la Biblioteca Escurialense que podían interesar a las artes, el libro de diseños de Francisco de Holanda, describiéndole con bastante exactitud. [1] Un artículo breve, pero sustancioso, dedicó al iluminador portugués nuestro Ceán Bennúdez en su Diccionario (1800), encareciendo la importancia de los Diálogos, que califica de la mejor obra de pintura escrita en España, y haciendo votos para que se publicase. Pocos años antes, un académico portugués, Joaquín José Ferreira Gordo, enviado a Madrid en comisión de su Gobierno para recoger documentos concernientes a la historia de su país, [2] encontró en una biblioteca particular, que no especifica, el manuscrito, al parecer autógrafo, de los Dois libros da pintura antigua, y llevó a Lisboa una copia de él, que se conserva en la Biblioteca de la Academia Real das Sciencias, y hace las veces de códice original, cuyo paradero actualmente se desconoce. El mismo Ferreira escribió sobre Francisco de Holanda una sucinta memoria que quedó inédita; pero ni él ni ningún otro erudito de su país ni del nuestro, acometió la publicación de los Diálogos, y la Península tuvo que agradecer el primero, aunque imperfectísimo extracto de ellos, a un dilettante [p. 437] extranjero, al Conde de Raczinsky, ministro que fué de Alemania en Lisboa, autor de trabajos poco maduros, pero en su tiempo originales, sobre el arte portugués. Raczinsky, que tenía muy imperfecto conocimiento de las lenguas portuguesa y castellana, no es enteramente responsable de los muchos yerros que hay en la versión que publicó, puesto que no la hizo él, sino el pintor francés Rocquemont; pero sí lo es de las notas bastante impertinentes que añadió al mutilado texto. [1] Así y todo, lo que imprimió era tan curioso, que fué leído con avidez en toda Europa, y a cada momento se encuentran citados estos extractos en todas las obras modernas relativas a la historia artística del Renacimiento, y especialmente en las nuevas biografías de Miguel Angel y de Victoria Colonna.

Pero la misma importancia y celebridad del texto, y las exigencias cada día mayores de la erudición, exigían una verdadera edición, completa y crítica, del texto portugués, único que podía citarse sin recelo. Tal es la empresa que ha llevado a cabo, a costa de grandes dispendios y sín ningún género de protección oficial el docto y profundo investigador Joaquín de Vasconcellos, cuyos estudios han abarcado todas las ramas del arte portugués, la pintura, la arquitectura y la música. Gracias a él disfrutamos ya en ediciones, no sólo correctas, sino elegantes y nítidas, todas las obras literarias de Francisco de Holanda, ilustradas con todo el caudal de doctrina que tales libros requieren. Y aun del más importante [p. 438] de ellos, que son sin disputa los Diálogos, ha hecho dos diversas impresiones, acompañada la segunda de una versión alemana, y de un docto y copiosísimo comentario en la misma lengua, donde se discuten a fondo, y en términos tales que puede decirse que quedan agotadas, todas las cuestiones relativas a la vida y escritos de Francisco de Holanda, a su actividad artística, a su influencia en las artes españolas, al plan y composición de sus tratados, a los interlocutores de sus Diálogos, a las fuentes de su doctrina estética. Plácemes sin cuento merecen por tan excelente trabajo el señor Vasconcellos y su sabia esposa doña Carolina Michaelis, cuya colaboración es visible en muchas páginas; y yo me complazco en tributárselos en nombre de todos los amigos de la tradición artística peninsular. [1]

El aparato crítico con que los Diálogos de Francisco de Holanda han sido publicados en las dos ediciones de que acabo de dar cuenta, hace inútil toda nueva investigación acerca de las fuentes de nuestro preceptista, que por otra parte son muy obvias. Con decir que conoció y aprovechó toda la literatura artística del Renacimiento italiano, y muy especialmente los tratados de Leon Bautista Alberti, Blondo y Ludovico Dulce, sin que le fueran peregrinos otros más antiguos, como el de Cennino Cennini, que se remonta al siglo XIV, queda bien marcada su filiación didáctica, que no implica, por otra parte, ningún género de plagio o servilismo, [p. 439] sino una franca y libre adaptación, en que el entusiasmo del artista triunfa de las sequedades del teórico.

Los cuatro diálogos en su estado actual, forman la segunda parte del tratado de De la pintura antigua que Francisco de Holanda terminó en 1548; pero no sólo exceden en importancia estética al libro primero, que es mucho más técnico y menos original, sino que los tres primeros, por lo menos, muestran evidentes indicios de haber sido compuestos mucho antes, y durante la estancia del autor en Roma. De la parte no dialogada prescindiremos aquí. Pudo ser muy útil en el siglo XVI, y fué lástima que no se imprimiese a tiempo: el estudio de la figura humana, que ocupa gran parte del libro, es tan atento y minucioso como podía esperarse de un discípulo devotísimo de Miguel Angel: el concepto general de las artes del dibujo, su ley de relación interna, la antigüedad y nobleza de la pintura, su valor histórico y religioso, la educación del artista por la Naturaleza y por los modelos clásicos, la noción idealista y platónica de la invención, las condiciones de la pintura religiosa, son materias que Francisco de Holanda trata con amplitud y elevación, ya que no con mucho rigor sistemático. Pero todo esto y más puede encontrarse en otros tratadistas: lo que importa conocer del nuestro son sus impresiones personales, sus confesiones artísticas, y para éstas hay que recurrir a los Diálogos. En la breve exposición que de ellos voy a hacer atenderé principalmente a las ideas generales y a las anécdotas, pasando por alto la parte erudita, que en el estado presente de los estudios sólo tiene un valor de mera curiosidad. Poco importa saber cómo entendía Francisco de Holanda el texto de Plinio; pero a nadie puede ser indiferente saber lo que pensaba de sus grandes contemporáneos, y lo que aprendió en su familiaridad con ellos.

Con solemne tono declara Francisco de Holanda al empezar su trabajo, que si Dios le diese a escoger entre todas las gracias que concede a los mortales, ninguna otra le pediría, después de la fe, sino el alto entendimiento de pintar ilustremente, y que de ninguna otra cosa estaba tan ufano como de haber obtenido en este grande y confuso mundo alguna luz de la altísima pintura. Por lo cual, viendo que este arte no alcanzaba en nuestra Península la estimación que en Italia, donde había cebado los ojos en su contemplación [p. 440] y los oídos en sus loores, determinó salir al campo como caballero y defensor de tan esclarecida princesa y dama, ofreciéndose a todo riesgo para sustentar con las armas el crédito de su soberana hermosura. Y en efecto: los Diálogos son una obra principalmente apologética, encaminada a despertar en la corte portuguesa el entusiasmo artístico que su autor sentía y a divulgar en modo popular y ameno las principales enseñanzas que había recogido en Italia. La forma más adecuada para este género de enseñanza familiar y cortesana era el diálogo, que por otra parte fué la forma predilecta de los tratadistas del Reneacimiento, no sólo por imitación platónica o ciceroniana, sino por instinto dramático que les llevaba a presentar en sus libros un trasunto fiel de las discretas conversaciones de la sociedad culta y urbana de su tiempo. Admirable y no superado modelo en esta parte fué Il Cortegiano, de Baltasar Castiglione, donde también abundan las digresiones artísticas y se expone con gran vigor y elocuencia la doctrina platónica del amor y de la hermosura. Creernos que este libro famosísimo en Italia y muy vulgarizado en España por la magistral versión de Juan Boscán, fué el principal modelo que Francisco de Holanda tuvo delante de los ojos para la traza y composición de sus Diálogos, cuyos interlocutores no son abstracciones inertes, como en tantas las obras del mismo género acontece, sino personajes de carne y hueso, contemporáneos famosos, estudiados muy atentamente en sus afectos y costumbres, y cuyos discursos producen una ilusión histórica muy semejante a la que sentimos contemplando en las páginas de Castiglione el brillante espectáculo de la corte de Urbino. Veamos de qué manera nos presenta Francisco de Holanda a sus amigos, y cómo prepara el cuadro de sus Diálogos:

«Como mi intención al ir a Italia no era obtener la privanza del Papa y de los Cardenales, ni sentía codicia alguna de beneficios o de expectativas, sino que deseaba poder servir con mi arte al Rey nuestro Señor que me había enviado allá, no pensé en otra cosa sino en robar y traer a Portugal los primores y gentilezas de Italia. Y así, apenas sabía de alguna cosa antigua o moderna de pintura, escultura o arquitectura, procuraba recoger algún apunte o memoria de lo mejor de ella, y así, en vez de acompañar al cardenal Farnesio o granjearme la protección del Datario mayor, [p. 441] se me pasaban los días yendo una veces a visitar a don Julio de Macedonia, iluminador famosísimo; otras al maestro Miguel Angel; ya a Bacio, noble escultor; ya al maestro Perino o a Sebastián el veneciano, o a Valerio de Vicenza, o al arquitecto Jacobo Mellequino, o a Lactancio Tolomei; y del conocimiento y amistad de todos ellos y del estudio de sus obras recibía siempre algún fruto y doctrina, recreándome en platicar con ellos en muchas cosas excelentes y nobles, así de los tiempos antiguos como de los presentes. Y principalmente a Miguel Angel preciaba yo tanto, que si lo topaba en casa del Papa o por la calle, no era posible apartarnos hasta que las estrellas nos mandaban recoger. Mis pasos y caminos no eran otros sino vagar en torno del grave templo del Pantheón y notar bien todas sus columnas y miembros; el mausoleo de Hadriano y el de Augusto, el Coliseo, las Termas de Antonino y las de Diocleciano, el arco de Tito y el de Severo, el Capitolio, el teatro de Marcelo y todas las demás cosas notables de aquella ciudad eran objeto de mi atención constante. Si alguna vez penetraba en las magníficas cámaras del Papa, era solamente porque estaban pintadas de la noble mano de Rafael de Urbino. Yo amaba más aquellos hombres antiguos de piedra que en los arcos y columnas de los viejos edificios estaban esculpidos, que no esos otros hombres inconstantes, frívolos y locuaces, que por todas partes nos enfadan. Del silencio grave de los primeros aprendía más que de la garrulería insustancial de los segundos».

Continúa refiriendo que un domingo fué, según su costumbre, a visitar a Lactancio Tolomei, el erudito comentador de Vitrubio; «persona muy grave, así por nobleza de ánimo y de sangre, como por sabiduría de letras griegas, latinas y hebreas, y por la autoridad que le daban sus años y loables costumbres». Pero hallando en su casa recado de que estaba en la iglesia de San Silvestre, en compañía de la Marquesa de Pescara, oyendo una lección sobre las Epístolas de San Pablo, dirigió sus pasos a la mencionada iglesia, situada en Monte Cavallo.

Alcanzó nuestro artista a Victoria Colonna en el período de su viudez, entregada a la piedad y al misticismo, y quizá en relaciones con la secta religiosa de que en Nápoles fué cabeza el gran escritor castellano Juan de Valdés. Francisco de Holanda, que se cuidaba poco de tales teologías, nada vió de herético ni de pecaminoso [p. 442] en los pensamientos ni en las palabras de la gloriosa viuda de Pescara, a la cual parece haber tributado el mismo respetuoso culto que todos los que a ella se acercaron o penetraron en su círculo. «Era (dice) una de las más ilustres y famosas mujeres que había en Italia y en todo el mundo: tan casta como hermosa, latina y avisada, y con todas las demás partes de virtud y excelencia que en una mujer se pueden loar. Ésta, después de la muerte de su gran marido, tomó particular y humilde vida, amando sólo a Jesucristo, haciendo mucho bien a pobres mujeres, y dando fruto de verdadera católica. Debía yo la amistad de esta señora, como la de Miguel Angel, al señor Lactancio, que era el mayor privado y amigo que ella tenía».

Acabado el sermón de Fr. Ambrosio de Siena, y deshaciéndose todos en loores de él, insinuó graciosamente la Marquesa que quizá nuestro Holanda hubiera tenido más gusto en oír a Miguel Angel predicar sobre la pintura que en escuchar la saludable doctrina del fraile. «¿Cómo, señora (replicó él, medio indignado); piensa V. S. que no sirvo ni entiendo más que de pintar? Siempre holgaré de oir a Miguel Angel, pero tratándose de leer y comentar las Epístolas de San Pablo, preferiré siempre a fray Ambrosio».

Sosiega Tolomei el enfado de Francisco de Holanda, y la Marquesa, para acabar de desenojarle, envía un servidor suyo a casa de Miguel Angel con este recado: «Decidle que yo y Messer Lactancio estamos aquí, en esta capilla fresca y graciosa, y con la iglesia cerrada. Si quiere venir a perder un poco del día con nosotros, ganaremos mucho en ello. Pero no le digáis que está aquí Francisco de Holanda el español». Era la razón de este disimulo, o el darle una sorpresa, como ingenuamente parece creer nuestro autor, o más bien la áspera condición del maestro, a quien más de una vez habría fatigado con sus importunas asiduidades, haciéndole mal de su grado platicar sobre cosas de arte. Por eso le dice malignamente Fr. Ambrosio que si se quiere que Miguel Angel hable de pintura, el español debe esconderse para oírle.

«En esto sentimos llamar a la puerta, y comenzamos todos a dolernos de que no debía de ser Miguel Angel, puesto que tan pronto volvía la respuesta. Pero él, que posaba al pie del Monte Casallo, acertó, por buena dicha mía, a venir hacia San Silvestre, por el camino de las Termas, filosofando por la vía Esquilina, [p. 443] y como se hallaba tan cerca, no pudo huir de nosotros, ni dejar de llamar a nuestra puerta. Levantóse la señora Marquesa para recibirle, y estuvo en pie un buen rato, hasta que le hizo sentar entre ella y Messer Lactancio. Y yo me senté un poco apartado, pero la señora Marquesa, después de una corta pausa, y no queriendo perder su estilo de ennoblecer siempre a los que conversaban con ella y de ennoblecer también el lugar donde estaba, comenzó con un arte que yo no podría escribir, a hablar muchas cosas bien dichas, avisadas y corteses, sin tocar nunca en el tema de la pintura, para no excitar los recelos del gran pintor, pero atacando diestramente la plaza con astucia y maña. Y aunque él estuvo sobre aviso y vigilante, a guisa de capitán de un ejército sitiado, poniendo centinelas en una parte y en otra, mandando hacer puentes, abriendo minas y rodeando todos los muros y torres, finalmente hubo de vencer la Marquesa, y no sé quién habría sido poderoso para defenderse de ella».

Si la conversación empieza por cumplimientos algo prolijos, no tarda en levantarse desde las primeras palabras que pronuncia el Titán de la escultura, para defenderse de la nota que le ponían de esquivo y desdeñoso de la humana comunicación y de huir sistemáticamente inútiles conversaciones. Su respuesta encierra profunda verdad, que no se aplica a los pintores solamente.

«Hay muchos que afirman mil mentiras, y una es decir que los artífices eminentes son extraños y de conversación insoportable y dura. Y así los necios los juzgan por fantásticos, engreídos y soberbios. Mas no tienen razón los imperfectos ociosos que de un perfecto ocupado exigen tantos cumplimientos, habiendo tan pocos mortales que hagan bien su oficio. Los valientes pintores no son nunca intratables por soberbia, sino porque hallan pocos ingenios capaces de entender la sublimidad de la Pintura, o por no corromper y rebajar con la inútil conversación de los ociosos el entendimiento que no quieren distraer de las continuas y altas imaginaciones en que andan siempre embelesados. Y afirmo a Vuestra Excelencia que hasta Su Santidad me da enojo y fastidio cuando a las veces me llama y tan ahincadamente me pregunta por qué no le veo; y en ocasiones pienso que le sirvo mejor con no acudir a su llamamiento y estarme en mi casa, porque allí le sirvo como Miguel Angel, lo cual vale más que servirle estando [p. 444] todo el día de pie delante de él como tantos otros. Y aun he de deciros que tanta licencia me da el grave cargo que tengo, que muchas veces, estando con el Papa, me acontece ponerme por descuido en la cabeza este sombrero de fieltro, y hablarle con toda libertad, y, sin embargo, no me matan por eso, antes me honran y sustentan. A quien tiene tal condición como la mía, ya por la fuerza de la disciplina intelectual que lo exige, ya por ser de natural poco ceremonioso y enemigo de fingimientos, parece gran sinrazón que no le dejen vivir en paz. Y si este hombre es tan moderado en sus deseos que no quiere nada de vosotros, ¿vosotros qué queréis de él? ¿Qué empeño tenéis en que haya de gastar las fuerzas de su ingenio en esas vanidades enemigas de su reposo? ¿No sabéis que hay ciencias que reclaman al hombre todo entero, sin dejar en él nada desocupado para vuestras ociosidades? Cuando tuviere tan poco que hacer como vosotros, mátenle si no hiciese mejor que vosotros vuestro oficio y vuestros cumplimientos. Vosotros no conocéis a ese hombre, no le alabáis sino para honraros a vosotros mismo, porque véis que tratan familiarmente con él Papas y Emperadores. Yo osaría afirmar que no puede ser hombre excelente el que contentare a los ignorantes y no a la ciencia o arte de que hace profesión, y el que no tuviere algo de singular y  retraído, o como le queréis llamar; que los otros ingenios mansos y vulgares fácilmente se hallan por todas las plazas del mundo sin necesidad de buscarlos con una linterna».

Asunto capital de este primer diálogo es la comparación entre la pintura italiana y la flamenca, bajo cuyo nombre comprende Francisco de Holanda todo el arte germánico. No hay que decir en qué términos resuelve la cuestión, él italianizado hasta los huesos, a pesar de su apellido y de su origen. Pero hay algo de grandioso en su intransigencia misma, y no se le puede negar la razón desde el punto de vista estético en que él se coloca; debiendo tenerse en cuenta además que, desde principios del siglo XVI la pintura flamenca (Mabuse, Van Orley, Schoreel) había recibido en alto grado la influencia italiana, dando con ello testimonio de su derrota. No es maravilla que Francisco de Holanda, que era un sectario y un dogmatizador intolerante, no transigiese con ningún género de eclecticismo, ni admitiese que pudiera darse verdadera pintura fuera de Italia. [p. 445] «—Mucho deseo saber (pregunta Victoria Colonna) qué cosa sea el modo de pintar de Flandes y a quién satisface, porque me parece más devoto que el modo italiano.

»—La pintura de Flandes (respondió Miguel Angel), satisfará, señora, a cualquier devoto más que ninguna de Italia, que no le hará nunca llorar una sola lágrima, y la de Flandes muchas; esto no por el vigor y bondad de aquella pintura, sino por la bondad de aquel devoto. A las mujeres parecerá bien, principalmente a las muy viejas, o a las muy mozas, y asimismo a los frailes y a las monjas, y a algunos hidalgos que no sienten ni perciben la verdadera armonía. Pintan en Flandes propiamente para engañar la vida exterior, o pintan cosas que os den alegría y de que no podáis decir mal, así como santos y profetas. Otras veces gustan de pintar trapos, alquerías, campos verdes, sombras de árboles, y ríos y puentes, a lo cual llaman paisajes, y muchas figuras por acá y por allá; y todo esto, aunque parezca bien a algunos ojos, en realidad de verdad, es hecho sin razón, ni arte, ni simetría, ni proporción, sin advertencia en el escoger, sin tino ni despejo y, finalmente, sin ninguna sustancia y nervio. Y con todo eso, en otras partes se pinta peor que en Flandes, y no digo tanto mal de la pintura flamenca porque sea toda mala, sino porque se empeña en hacer tantas cosas, que no puede hacer bien ninguna.

»Solamente a las obras que se hacen en Italia podemos llamar casi verdadera pintura, y por eso a la que es buena la llamamos italiana. La buena pintura es noble y devota por sí misma, pues no es otra cosa sino un traslado de las perfecciones de Dios y una remembranza de su arte, una música y una melodía que sólo el intelecto puede sentir, y eso con gran dificultad. Y por eso la verdadera pintura es tan rara que apenas nadie la puede saber ni alcanzar. Y más os digo, que de cuantos climas o tierras alumbra el sol, en ninguno otro se puede pintar bien sino en el reino de Italia. Y es cosa casi imposible que se haga bien fuera de aquí, aunque en las otras provincias hubiese mejores ingenios, si es que los puede haber: Tomad un grande hombre de otro reino, y decidle que pinte lo que él quisiere y supiere hacer mejor; y tomad un mal discípulo italiano y mandadle dibujar lo que vos quisiéredes, y hallaréis que, en cuanto al arte, tiene más sustancia el dibujo del aprendiz que la obra del maestro. Mandad a un gran artífice, [p. 446] que no sea italiano, aunque entre en cuenta el mismo Alberto (Durero), hombre delicado en su manera, que para engañarme a mí o a Francisco de Holanda, quiera contrahacer y remedar una obra que parezca de Italia, y yo os certifico que en seguida se conocerá que tal obra no ha sido hecha en Italia ni por mano de italiano. Así afirmo que ninguna nación ni gente (exceptuando sólo uno o dos españoles) puede imitar perfectamente el modo de pintar de Italia, sin que al momento sea conocido por ajeno, aunque mucho se esfuerce y trabaje. Y si, por gran milagro, alguno llegare a pintar bien, aunque no lo hiciere por remedar a Italia se podrá decir que lo pintó como italiano, y llamaremos italiana a toda buena pintura, aunque se haga en Francia o en España (que es la nación que más se aproxima a nosotros); no porque esta nobilísima ciencia sea peculiar de ninguna tierra, puesto que del cielo vino, sino porque desde antiguo floreció en nuestra Italia más que en ningún otro reino del mundo, y aquí pienso que tendrá su perfección y acabamiento.

»—¿Y qué maravilla es que esto suceda así? (interrumpe Francisco de Holanda). Sabréis que en Italia se pinta bien por muchas razones, y que fuera de Italia, por muchas razones, se pinta mal. En primer lugar, la naturaleza de los italianos es estudiosísima por todo extremo, y si alguno de ellos se determina a hacer profesión de algún arte o ciencia liberal, no se contenta con lo que le basta para enriquecerse y ser contado en el número de los profesores, sino que vela y trabaja continuamente, por ser único y extremado, y sólo trae delante de los ojos el grande interés de ser tenido por monstruo de perfección, y no por artista razonable, lo cual Italia tiene por bajísima cosa, pues sólo estima y levanta hasta el cielo a los que llama águilas, porque sobrepujan a todos los otros y son penetradores de las nubes y de la luz del sol. Además, nacéis en una provincia que es madre y conservadora de todas las ciencias y disciplinas, entre tanta reliquia de vuestros antiguos, que en ninguna otra parte se hallan; y ya desde niños, sea cualquiera la inclinación de vuestro genio, tropezáis a cada momento por las calles con vestigios de su grandeza, y os acostumbráis a ver lo que en otros reinos nunca vieron los más ancianos. Y conforme vais creciendo, aunque fueseis rudos y groseros, traéis ya los ojos tan habituados a la contemplación y noticia de [p. 447] muchas cosas antiguas y memorables, que no podéis menos de imitarlas; cuanto más que, con esto, se juntan ingenios extremados, y estudio y gusto incansable. Tenéis maestros singulares que imitan y llenan las ciudades de cosas modernas, con todos los primores y novedades que cada día se descubren y hallan. Y si todas estas cosas no alcanzasen, las cuales yo muy suficientes estimaría para la perfección de cualquier ciencia, a lo menos ésta es muy bastante: que nosotros los portugueses, aunque algunos nazcamos de gentil ingenio y espíritu, como nacen muchos, todavía hacemos alarde y vanidad de despreciar las artes, y casi nos avergonzamos de saber mucho de ellas, por lo cual siempre las dejamos imperfectas y sin acabar. Es cierto que tenemos en Portugal ciudades buenas y antiguas, principalmente mi patria, Lisboa; tenemos costumbres buenas y buenos cortesanos, y valientes caballeros, y príncipes valerosos, así en la guerra como en la paz, y, sobre todo tenemos un rey muy poderoso y preclaro, que en gran sosiego nos gobierna y rige, y domina provincias muy apartadas, de gentes bárbaras que convirtió a la fe, y es temido en todo el Oriente y en toda Mauritania, y favorecedor de las buenas artes, tanto, que por haberse engañado en la estimación de mi corto ingenio, que, de mozo, prometía algún fruto, me envió a estudiar las magnificencias de Italia y a conocer a Miguel Angel, que está aquí presente. Es verdad que no tenemos la cultura de aquí, ni en edificios ni en pinturas; pero ya comienza a desaparecer poco a poco la superfluidad bárbara que los godos y mauritanos sembraron por las Españas; y espero que, en volviendo yo a Portugal con la doctrina que en Italia he adquirido, algo he de hacer, es forzándome en competir con vosotros, ya en la elegancia del edificar, ya en la nobleza de la pintura. Pero, hoy por hoy, esta ciencia está casi perdida y sin resplandor ni nombre en aquellos reinos, tanto, que muy pocos la estiman y entienden, a excepción de nuestro serenísimo Rey y del infante Don Luis, su hermano».

Ningún comentario hay que poner a este elocuente y apasionado trozo, que ha de tomarse como un manifiesto de escuela, no como una apreciación crítica y desinteresada. Francisco de Holanda, neófito convencido y ferviente de una religión artística de muy austera observancia, no ignora, pero sí desdeña el arte peninsular anterior a su tiempo: de los artistas contemporáneos [p. 448] suyos juzga con más o menos estimación, según que se acercan más o menos a su ideal: rechaza en arquitectura, como Sagredo, la mezcla de lo gótico y lo moderno, en pintura, el convencionalismo ecléctico y la ejecución menuda y prolija de las tablas llamadas manuelinas, la tradición flamenca degenerada. Como escribía en Roma, no pudo apreciar por sí mismo, hasta su vuelta, los progresos rápidos que especialmente en Castilla iba haciendo la noción artística preconizada por él, primero en los monumentos sepulcrales y en la escultura decorativa, después en las fábricas arquitectónicas. Pero hemos visto que hace terminante y honrosa excepción en favor de dos españoles, dignos, según él, de parecer italianos: uno es, seguramente, Alonso Berruguete; el otro, acaso, Machuca, o ¿quién sabe si el mismo Holanda, que por modestia no quiso nombrarse, pero que se hace decir por boca de la Marquesa de Pescara que «tiene ingenio y saber, no de trasmontano, sino de buen italiano»?

Termina este primer diálogo con una especie de himno en loor de la pintura, y especialmente de la pintura religiosa, puesto muy oportunamente en los piadosos labios de Victoria Colonna. De este modo se prepara la materia del diálogo siguiente, tenido ocho días después en la misma iglesia de San Silvestre, después de la consabida lección de Fr. Ambrosio sobre las Epístolas de San Pablo. Contiene este diálogo, además de una muy curiosa enumeración de las principales obras de arte existentes en Italia y en Francia, tres cuestiones de Estética elemental que tocan al sistema y clasificación de las artes: la primacía entre la pintura y la escultura, sobre la cual disertan Holanda y Miguel Angel; la apología de la pintura y de la poesía como hermanas, que defiende Lactancio Tolomei; y la primacía de la pintura sobre la poesía, que sostiene Holanda contra Lactancio y la Marquesa.

Claro que lo que importa aquí no es la controversia, en sí misma algo sofística y pueril, sobre el relativo precio y estimación de cualquiera de las Bellas Artes respecto de las otras, materia de interminables lucubraciones, entre las cuales basta recordar la sabida Lección de Benedetto Varchi en la Academia Florentina (1546) sobre la primacía de las artes y cuál sea más noble, la Escultura que la Pintura; y el elegante e ingenioso diálogo de nuestro don Juan de Jáuregui, que se lee entre sus Rimas (1618). [p. 449] Pero con ser tan impertinente esta disputa en sus términos literales, pudo servir en alguna manera para fijar las condiciones y los límites de cada una de las artes del dibujo, por el mismo esfuerzo de ingeniatura que hacían los parciales de una u otra para encontrar mayores excelencias en la que ellos cultivaban. Los que con más elevación tocaron este punto, dentro de la preceptiva del Renacimiento, llegaron a un concepto genérico de las tres artes, al cual dió forma esquemática Miguel Angel con su alegoría de los tres círculos concéntricos. Su predilección, no obstante, estaba por la escultura, como lo demuestran aquellos tan decantados versos suyos:

           Non ha l´ottimo artista alcun concetto
       Che un marmo solo in se non circonscriva...

Francisco de Holanda, que en esta parte no parece interpretar fielmente su doctrina, se decide por la pintura; pero ha de advertirse que esta disidencia es más aparente que real, puesto que entiende por pintura la ciencia misma del diseño. Partiendo de este principio declara que la escultura o estatuaria no es otra cosa que la misma pintura. «Y por suficiente prueba de esto, bien recordarán Vuestras Señorías que en los libros hallamos a Fidias y a Praxiteles nombrados como pintores, y sabemos muy ciertamente que eran escultores en mármol. Y si esto no basta, añadiré que Donatello, el cual, con licencia del señor Miguel Angel, me atrevo a decir que fué uno de los primeros modernos que en la escultura merecieron fama y nombre en Italia, no decía otra cosa a sus discípulos, cuando los enseñaba, sino que dibujasen, reduciendo a esta sola palabra toda la doctrina del arte de la escultura. Mas ¿para qué quiero ir a buscar ejemplos y pruebas más lejos, cuando por ventura los tengo tan cerca de mí? Todos sabéis que el gran Miguel Angel, que aquí está presente, esculpe tan bien en mármol (aunque no es su oficio), quizá mejor, si es lícito decirlo, que pinta en la tabla; y él mismo me ha dicho algunas veces que menos difícil halla la escultura de las piedras que el hacer de los colores, y que por cosa mucho mayor estima dar un rasgo magistral con el pincel que no con el escoplo. Un dibujante famoso esculpirá por sí mismo, si quisiere, en duro mármol, en bronce o en plata estatuas grandísimas de todo relieve, sin [p. 450] haber tomado nunca el hierro en la mano, y esto por la gran virtud y fuerza del diseño. Y este mismo dibujante será maestro capaz de edificar palacios y templos, y entallará la escultura, y pintará la pintura. Así vemos que el mismo Miguel Angel, Rafael y Baltasar de Siena, pintores famosos, profesaron la arquitectura y la escultura; y el último de ellos, con breve estudio, alcanzó a igualarse con Bramante, arquitecto eminentísimo, que toda su vida había consumido en aquella disciplina, y aun decía que le llevaba ventaja por la copia de la invención y por el despejo del dibujo».

Esta universalidad del arte del diseño no se contrae, en el pensamiento de Francisco de Holanda, a las artes plásticas y gráficas, sino que se convierte en una alta teoría estética, cuya explanación pone en boca del mismo Miguel Angel:

«El perfecto pintor, de quien hablamos, no solamente será instruido en las artes liberales y en las otras ciencias, sino que podrá ejercitar todos los oficios manuales que se practican por el mundo, con mucho más arte y perfección que los mismos maestros de ellos. De tal modo, que muchas veces llego a imaginar que no hay entre los hombres más que un solo arte o ciencia, y que ésta es el dibujar o pintar, y que todas las demás son miembros que proceden de ella. Porque, en verdad, si consideramos bien todo lo que en esta vida se hace, hallaréis que cada uno está sin saberlo, pintando este mundo, y engendrando y produciendo cada día nuevas formas y figuras, como se advierte en el vestir varios trajes, en el edificar y ocupar los espacios con vistosas fábricas, en el cultivar los campos y labrar la tierra, lo cual es también un modo de dibujo, en el navegar los mares, en el pelear y repartir las haces, y, finalmente, en todas nuestras operaciones, movimientos y actos, hasta en los funerales mismos. Prescindo de todos los oficios y artes de que la pintura es fuente principal. En el tiempo antiguo, todo lo tuvo debajo de su dominio e imperio. Así, en los edificios y fábricas de griegos y romanos, como en todas las obras de oro, plata u otros metales, en todos sus vasos y ornamentos, y hasta en la elegancia de su moneda, y en los trajes, y en sus armas, en sus triunfos y en todas las ocasiones de su vida, muy fácilmente se conoce que en el tiempo en que ellos señoreaban toda la tierra, era la señora pintura universal regidora [p. 451] y maestra de todos sus pensamientos, oficios y ciencias, entendiéndose hasta el arte de escribir, componer o historiar. Así que todas las obras humanas, si bien las consideremos y entendemos, son, o la misma pintura, o alguna parte de ella».

Una gran verdad entrevé aquí nuestro autor, y puede decirse que esta verdad yace en el fondo de todas las teorías de la centuria décimasexta. La aspiración a la unidad artística, siquier vaga e imperfectamente formulada, tenía que nacer en aquella edad privilegiada en que el arte estaba en todas partes, en el hierro de una cerradura como en la fachada de un palacio. La vida misma era concebida bajo ley de hermosura, se cultivaba el arte de la vida, y se vivía más bien estética que éticamente, en lo cual hubo, sin duda, aberración y peligro notorio. ¿Qué extraño que para Francisco de Holanda el mundo fuese una pintura viviente, una hermosa representación, y obras pictóricas todas las acciones humanas?

Este amplio concepto alcanza, en primer término, al arte literario, cuyas relaciones y semejanzas con las artes plásticas encarece y aun exagera Francisco de Holanda en los términos que fueron corrientes entre los antiguos tratadistas, hasta que el inmortal autor del Laoconte fijó irrevocablemente los límites y condiciones de la descripción pictórica y de la poética. Pero tampoco puede decirse que en esta cuestión siga ciegamente nuestro preceptista el común sentir de su tiempo, condensado en aquella célebre sentencia de Leonardo de Vinci: «La pintura es una poesía que se ve y no se siente, y la poesía es una pintura que se siente y no se ve». Oigamos cómo la explana Francisco de Holanda por boca del humanista Lactancio Tolomei, y veremos cómo la rectifica luego:

«Son tan legítimas hermanas estas dos ciencias, que, apartadas la una de la otra, ninguna de ellas queda perfecta, aunque el tiempo presente parece que las tiene en algún modo separadas. Pero si abrimos los antiguos libros, pocos son los famosos de ellos que dejen de parecer pintura y retablos; y es cierto que cuando son pesados y confusos, no nace de otra cosa sino de que el escritor no era muy buen dibujante ni muy avisado en el diseñar y compartir de su obra...; y aun Quintiliano, en el prefacio de su Retórica, manda que el orador no solamente dibuje con palabras, sino que con su propia mano sepa trazar diseños. Pero hablando [p. 452] solo de la poesía. no me parece muy dificultoso mostrar cuán verdadera hermana sea de la pintura Cualquiera diría que no para otra cosa estuvieron trabajando los poetas, sino para enseñar los primores de la pintura, y lo que se debe huir o seguir en ella, con tanta suavidad y música de versos, y con tanta eficacia y copia de palabras, que no sé cuándo se lo podréis pagar los artistas. Paréceme que veo al príncipe de los poetas, Virgilio, tendido al pie de una haya, pintando, como lo hace en sus versos, aquellos dos vasos que labró Alcimedonte; una gruta cubierta de una vid salvaje, con unas cabras masticando las hojas de los sauces, y unos montes azules humeando a lo lejos. Otras veces imagino ver al poeta pensativo y apoyado sobre la mano un día entero, para ver cómo agitará los vientos y nubes en la tormenta de Eolo, y cómo pintará el puerto de Cartago, en una ensenada, con una isla enfrente, y con cuántas peñas y bosques la rodeará. Después pinta a Troya ardiendo, después unas fiestas en Sicilia, y allá, junto a Cumas, el camino que desciende al infierno, poblado de mostruos y quimeras, y el paso de las almas por el Aqueronte, los campos Elíseos, el gozo de los bienaventurados, la pena y tormento de los impíos; y más adelante todo lo que estaba grabado en las armas que forjó Vulcano. Y nos mostrará en otro cuadro a la amazona Camila, y la ferocidad de Turno, y el tumulto de las batallas, y el sucumbir de los varones fuertes, y los trofeos y los despojos del combate. Leed todo Virgilio, y hallaréis que no cumple distinto oficio que el de Miguel Angel. Lucano emplea cien páginas en describir los encantos de una hechicera y el rompimiento de una hermosa batalla. Ovidio no es otra cosa sino un variado y ameno retablo. Estacio pinta la casa del Sueño y la muralla de la gran Tebas. Lucrecio también pinta, y Tibulo y Catulo y Propercio y todos los poetas, en suma. Unas veces se ve en sus cuadros una fuente y un bosque y a Pan tañendo la flauta entre sus ovejas; otras un templo campestre y las ninfas alrededor tejiendo sus danzas; otras a Baco, en el delirio de la orgía, cercado de las Bacantes, con el viejo Sileno, medio caído de su asno, y que caería del todo si no le sostuviera un esforzado sátiro que trae un odre. Los poetas mismos confiesan que pintan, y llaman a la poesía pintura muda»

Si este ameno trozo puede pasar por una linda amplificación [p. 453] retórica de los lugares comunes del dilettantismo del Renacimiento, tal como se profesaba entre humanistas y cortesanos, no acontece lo mismo con la réplica de Francisco de Holanda, a quien el entusiasmo por su dama y señora la Pintura y el deseo de enaltecerla sobre la Poesía, hace adivinar con dos siglos de anticipación el punto capital de la argumentación de Lessing, es decir, la diferencia entre la imitación simultánea y la sucesiva. «Cuando acabáis de leer (viene a decir Holanda) la descripción poética de una tormenta o de un incendio, ya se os ha olvidado el principio, y sólo tenéis presente el corto verso en que fijáis los ojos; pero en la pintura tenéis presente y visible todo aquel incendio de la ciudad en todas sus partes, representado y visto tan igualmente como si fuese verdadero: de una parte los que huyen por calles y plazas, de otra los que combaten los muros y torres, acullá los templos medio derribados y el resplandor de la llama sobre los ríos, las playas sigeas abrasadas; Pantho huyendo con los ídolos, y arrastrando con trémula mano a su hijo; Neptuno muy sañoso derribando los muros; Pirro degollando a Príamo; Eneas con su padre a cuestas, y Ascanio y Creusa siguiéndole, llenos de pavor, en medio de la obscuridad de la noche; y todo esto tan junto y tan al natural, que muchas veces dudáis que sea ficción y os holgáis de saber que aquello son colores y que no os pueden dañar ni hacer mal. Y no os muestra esto derramado en elocuentes palabras, que solo las orejas de un gramático dificultosamente entienden, sino que gustan los ojos de aquel espectáculo como si fuese verdadero, y los oídos parece que escuchan los propios gritos y clamores de las pintadas figuras; y os parece que aspiráis el humo, que huís de la llama, que teméis la ruina de los edificios, que estáis pronto para dar la mano a los que caen, para defender a los que pelean con muchos, para huir con los que huyen, para estar firme con los esforzados. Y no solamente el discreto, sino el simple, el villano, la vieja, y no ya éstos, sino el extranjero sármata, el indio y el persa, que nunca entendieron los versos de Virgilio ni de Homero, que para ellos son mudos, se deleita y en tiende aquella obra con gran gusto y facilidad, y hasta aquel bárbaro deja entonces de serlo, y comprende, por virtud de la elocuente pintura, lo que ninguna otra poesía ni métrica numerosa podría enseñarle. Y no digáis que Venus llorosa a los pies de Júpiter [p. 454] habla en Virgilio y en el pintor no; porque el pintor tiene todas estas ventajas: primero, que pinta el cielo donde esto se finje, y la persona y el vestido y el acto o movimiento de Júpiter y de su águila con el rayo; segundo, que puede pintar enteramente la soberana hermosura de la Cipria diosa, y su vestidura, tan elegante y leve y con tanto primor, que, aunque no hable con los labios, parezca en los ojos y en las manos y en la boca que verdaderamente habla, y que está diciendo todas aquellas ternezas que de ella escribe Virgilio Marón, y que suenan más blandas y suaves sus palabras que cuando un ronco maestro las recita en el texto virgiliano. Yo, pues, con mi poco ingenio, como discípulo de una maestra sin lengua, tengo todavía por mayor su potencia que la de la poesía, y creo que tiene mucha más fuerza y eficacia, así para conmover en el espíritu la alegría y la risa como la tristeza y las lágrimas».

Menos interés estético que los coloquios anteriores, y menos unidad también, ofrece el tercero, al cual supone el autor que no asistió Victoria Colonna, sustituyéndola, por encargo suyo, un hidalgo español, Diego Zapata, gran servidor de la Marquesa. Sirve de introducción al diálogo una brillante descripción de las fiestas y pompas triunfales hechas en Roma, en 4 de noviembre de 1538, con ocasión del casamiento de Octavio Farnese, nieto del Papa Paulo III, con Doña Margarita de Austria, hija natural de Carlos V; digresión que nos sirve para fijar con exactitud la fecha que Francisco de Holanda quiso asignar a estas conversaciones. Renovando en Lisboa sus recuerdos, se le representan, como en visión espléndida, los saraos y banquetes; el arder toda Roma en fuegos y luminarias, desde la cima del castillo de Santángel; la fiesta del monte Testaccio, con veinte toros atados en veinte carretas, para servir luego de espectáculo en la plaza de San Pedro; la carrera de búfalos y caballos, y, sobre todo, el aparato de los doce carros triunfales saliendo del Capitolio al modo antiguo, «dorados e inventados con muchas figuras de bulto y divisas muy ilustres y escoltados por cien hijos de ciudadanos romanos montados a caballo, con tanta bizarría y arrogancia que muy bajos quedaban ante ellos los sayos de velludo y las plumas y toda la infinidad de nuevas gentilezas y trajes en que Italia excede a todas las demás provincias de Europa». «Después [p. 455] que vi descender del Capitolio esta noble falange y compañía, y consideré toda la invención de los carros y de los ediles montados a la antigua, y vi pasar al señor Julián Cesarino con el estandarte de la ciudad de Roma, en un caballo encubertado, con armas blancas y brocado oscuro, torcí las riendas a mi rocín y me dirigí hacia Monte-Cavallo, paseando por el camino de las Termas, absorto en las memorias de los tiempos pasados, en que me parecía vivir más bien que en los presentes».

Con este ameno y discreto artificio, sembrando a trechos sus Diálogos de reminiscencias de la vida italiana, logra Francisco de Holanda evitar la aridez de la materia didáctica y dar a su obra un carácter profundamente histórico, que muy pocas de su género alcanzan. Estos accesorios deleitan, además, por cierto género de gracia platónica que nace sin esfuerzo bajo la pluma de Francisco de Holanda, cuya viva y lozana fantasía contempla siempre el mundo bajo un aspecto ideal y poético. Nadie desconocerá el mejor sabor de la antigüedad en estas frases, que respiran serenidad y dulzura: «Así hablando, nos fuimos a sentar en un banco de piedra que estaba en el jardín, al pie de unos laureles, en que todos cabíamos y teníamos muy buenos asientos, recostados en las hiedras verdes de que estaba tejida la pared, y desde allí veíamos una buena parte de la ciudad, muy graciosa y llena de majestad antigua».

No todas las cuestiones que en este tercer diálogo se tratan tienen la misma importancia artística. Miguel Angel discurre largamente sobre la importancia que la pintura (tomada esta palabra en la acepción latísima que ya conocemos) tiene como auxiliar del arte de la guerra, recordando sus propias invenciones y hazañas en el asedio de Florencia contra el Papa Clemente y los españoles, las defensas y propugnáculos que hizo sobre las torres, «forrándolas en una noche, por fuera, de sacas de lana, y llenándolas de fina pólvora, con que un poco quemé la sangre a los castellanos que por el aire mandé despedazados». En tal sentido afirma que la gran pintura no solo es provechosa, sino grandemente necesaria en los trances bélicos, para la fabricación de máquinas e instrumentos tormentarios, catapultas, arietes, torres ferradas, bombardas, trabucos, cañones reforzados y arcabuces, como asimismo para la forma y proporciones de todas las fortalezas, [p. 456] bastidores, baluartes, fosos, minas, contraminas, trincheras y casamatas; para los reparos, caballeros y rebellines; para inventar puentes y escalas; para el orden de los sitios; para la medida de los escuadrones; para la elegancia en el diseño de las armas; para las enseñas, banderas y estandartes; para las divisas de los escudos y cimeras, y también para las nuevas armas, blasones y timbres que en el campo se dan a los más señalados en proezas. Esto sin contar las aplicaciones topográficas del dibujo en la construcción de mapas y planos, indispensables en la campaña. En suma: apenas hay ramo de la ciencia de la guerra, y muy especialmente la artillería y la ingeniería, que en esta singular preceptiva no aparezcan englobados dentro de los dominios de la pacífica pintura. Evidentemente lo único que en los conflictos de la guerra como en todo lo demás, le preocupaba a Francisco de Holanda era el aspecto estético de las cosas, la manifestación libre y enérgica de la actividad humana en bella forma. Para él los grandes capitanes eran unos artistas que habían sabido dibujar admirablemente la victoria.

Menos trabajo costaba probar la utilidad de la Pintura en tiempo de paz, y así en este punto insiste menos y presenta menos novedad su argumentación. Por otro lado, insiste con exceso, y es la parte floja del libro, en el aspecto interesado y utilitario de la cuestión, en las grandes recompensas, así de honra como pecuniarias, que obtenían los artistas en Italia, al revés de lo que acontecía en nuestra Península, y especialmente en Portugal, donde estaban muy mal pagados, según había aprendido Miguel Angel por relación de un criado portugués que tuvo. Más atento a la gloria que al provecho quisiéramos a Francisco de Holanda, y llegan a impacientarnos sus continuas lamentaciones, aunque el mismo candor con que las expresa es indicio de ánimo sincero, más picado, si acaso, de vanidad que de codicia, puesto que la idea del medro personal se subordina en él a la altísima idea que tenía de la nobleza de su arte.

Otros puntos se tratan sin gran orden en esta disertación: uno es la apología de las caprichosas figuras llamadas grutescos, hecha en estos notables términos, que prueban que Holanda, en medio de su rígido clasicismo, no era hostil al libre juego de la la fantasía pictórica ni a lo que hoy llamamos humorismo en [p. 457] el arte, siempre que pudiera invocar en su abono ejemplos antiguos, como lo eran para el caso las pinturas descubiertas en las Termas de Tito. «Y mejor se decora la razón (dice) cuando se pone en la pintura alguna monstruosidad buscando la variedad y la apacible distracción de los sentidos, que a las veces desean contemplar lo que nunca vieron y lo que parece imposible que exista, más bien que las acostumbradas figuras de hombres ni de alimañas, por admirablemente trazadas que estén. Y a tanto ha llegado el insaciable deseo humano, que muchas veces le hastía un edificio regular, con sus columnas, puertas y ventanas, y prefiere otro fingido, de falso grutesco, en que las columnas son niños que salen por los cálices de las flores, y los arquitrabes y frontones están hechos de ramos de mirto, y las portadas de cañas y de otras cosas que parecen muy imposibles y fuera de razón, y, sin embargo, todo ello resulta cosa grande, si está hecho por quien lo entiende». De aquí a la justificación teórica y anticipada del barroquismo parece que no había más que un paso; pero ha de tenerse en cuenta que tales concesiones abundan en los tratadistas más rígidos del siglo XVI, empezando por nuestro Sagredo. Y, además, en todos ellos van subordinadas a la ley que Holanda llama del decoro, según la cual lo que parece bien en un jardín o en una casa de placer, resultaría inadecuado en un templo.

De esta ley hace especial aplicación a la pintura religiosa, «porque muchas veces las imágenes mal pintadas distraen y hacen perder la devoción, a lo menos a los que tienen poca, y, por el contrario, las que son pintadas divinamente hasta a los poco devotos les incitan a la contemplación y a las lágrimas y les infunden gran reverencia y temor con su aspecto grave. Y aun es tamaña empresa (prosigue Miguel Angel) el querer imitar en algún modo la imagen venerable del Señor, que no basta para ello que el pintor sea gran maestro y muy discreto y avisado, sino que tengo por necesario que sea de muy buena vida, y aun, si pudiera ser, santo, para que el Espíritu Santo se digne descender a su mente e iluminarle»

Nuevos encarecimientos del arte del dibujo, «que es la fuente y el cuerpo de la pintura, de la escultura y de la arquitectura, y la razón de todas las ciencias», conducen a una definición de la pintura, que formula Miguel Angel en estos términos: «La pintura [p. 458] que yo tanto celebro y ensalzo, consiste en imitar alguna cosa, aunque sea sola, de las que Dios hizo con gran cuidado y sabiduría, comenzando por aquellas criaturas que son más semejantes a él, y descendiendo a las alimañas y a las aves, según la perfección que cada cosa merece y su género consiente. Y según mi parecer, será pintura excelente y divina aquella que mejor imite cualquier obra de Dios, ya sea una figura humana, ya un animal selvático y extraño, o una ave del cielo, o cualquier otra criatura. Pero será mayor la excelencia de la obra cuando trasladare cosa más noble y de más delicadeza y ciencia. Pues «¿cuál será el bárbaro juicio que no alcance que es más noble el pie del hombre que su zapato, o su piel que la de las ovejas de quien saca un vestido?»

Pobre parece este concepto de la imitación en boca de un idealista tan ferviente como Francisco de Holanda, pero lo era, como todos sus contemporáneos, más por instinto que por raciocinio, y repetía tradicionalmente aforismos técnicos que, prescindiendo del valor estético de la concepción, le llevaban a conclusiones como ésta: «Quien supiere dibujar bien y hacer solamente un pie, una mano o un pescuezo, pintará todas las cosas del mundo».

Con el sabio y repetido precepto de la difícil facilidad, que para Holanda es el más excelente aviso y primor del arte, termina este diálogo, que forma con los tres primeros un grupo muy distintamente caracterizado. El cuarto, escrito seguramente mucho después, tiene diversos interlocutores: no figuran en él ni la Marquesa de Pescara, ni Miguel Angel, ni Lactancio Tolomei, sino personajes mas obscuros, aunque dignos de buena memoria en la historia artística, don Julio de Macedonia, o sea Julio Clovio, a quien llama Francisco de Holanda «el más consumado de los iluminadores de este mundo»; el grabador Valerio de Vicenza, «uno de los hombres cristianos que en el presente tiempo quiso competir con los antiguos en el arte de esculpir medallas huecas o de medio relieve en oro, en cristal y en acero», a los cuales se agrega un caballero romano llamado Camilo. Tampoco la materia del diálogo ofrece particular interés para nuestro objeto, reduciéndose a un comentario de las noticias de Plinio sobre la pintura antigua, sazonado con algunas invectivas contra los malos críticos y estimadores de la pintura, y sobre todo contra los que la pagan mal.

[p. 459] Tal es, muy sucintamente expuesto, el contenido de los Diálogos de Francisco de Holanda, en aquella parte que hoy puede interesar a la historia de las ideas estéticas, prescindiendo de los muchos puntos que tienen utilidad y valor para la arqueología artística. Si los límites de esta disertación nos lo permitieran, completaríamos esta reseña citando algunos pasajes muy luminosos de otras obras suyas que explanan o corroboran la doctrina fundamental de dicho tratado. La distinción, por ejemplo, entre la ciencia del diseño y el arte del dibujo, que es capital en su terminología, aparece mucho más clara que en los Diálogos en el libro Da sciencia do desenho. El dibujo no es más que la representación material y gráfica del diseño, es decir, de la concepción ideal del artista, «dada gratuitamente al entendimiento por Dios». La confusión de estos dos términos es uno de los pecados capitales de la traducción de Raczynsky, o más bien de Rocquemont, que con ella embrolló todo el sistema estético de nuestro autor, que es esencialmente idealista y platónico, aunque con una metafísica muy elemental y como de aficionado. Holanda piensa de reflejo, pero modifica conforme a su idiosincrasia peninsular las ideas reinantes en Italia, se las asimila por el entusiasmo de discípulo que en él se confunde con el hervor de la invención, y habla de su arte con el sentimiento místico de un iniciado. La disposición contemplativa y religiosa de su espíritu se revela hasta en su tratado de arquitectura (Do fabrica que falece a cidade de Lisboa), donde fervorosamente inculca la necesidad de fortalecer y reedificar la ciudad interior de nuestra alma antes que la exterior de piedra y de cal.

Notas

[p. 364]. [1] . Son interlocutores de las Medidas del Romano Campezo, familiar de la Iglesia de Toledo, en cuya boca pone el autor su propia doctrina, y un pintor llamado Picardo, criado del Condestable en Burgos. La dedicatoria es al Arzobispo de Toledo, don Alonso de Fonseca, de cuyo amor y protección a las artes quedan insignes y gloriosas muestras en Santiago y en Salamanca.

[p. 364]. [2] . Tampoco es posterior más que en cinco años a la primera traducción italiana de Vitrubio. La primera edición latina, sin fecha, se cree de 1486, Roma, por G. Herolt.

[p. 366]. [1] . Medidas del Romano necesarias a los oficiales que quisieren seguir las formaciones de las basas, columnas, capiteles y otras piezas de los edificios antiguos. (Grabado de un capitel corintio). Con privilegio.

Colof. «Imprimióse el presente tratado, intitulado Medidas del Romano, en la imperial ciudad de Toledo, en casa de Remon de Petras. Acabóse a dos días del mes de Mayo de mil y quinientos y XXVI años».

—(Segunda ed.). Medidas del Romano agora nuevamente impresas y añadidas de muchas piezas y figuras muy necesarias a los oficiales que quieren seguir las formaciones de las basas, columnas, capiteles y otras piezas de los edificios antiguos. Año MDXLII (1542).

Colof. «Imprimióse el presente tratado... en la muy noble y siempre leal ciudad de Lisboa, agora nuevamente acrecentadas muchas cosas que de antes no tenían, muy necesarias. Imprimido por Luis Rodríguez, librero del Rey noso senhor. Acabósse a quince dias del mes de Junio de mil quinientos cuarenta y dos años». (Esta edición lleva añadido un breve tratado de la medida de los pedestales, del modo de formarlos en cada orden, de los entablamentos en perfil y de la distancia que deben tener entre sí las columnas. Llaguno no cree que estas adiciones sean de Sagrego, porque desdicen del tono fácil y animado que tiene lo restante del diálogo).

—(Tercera ed.). Otra de Lisboa, por Luis Rodríguez, en el mismo año, con sola diferencia del mes. «Acabósse a quince días del mes de Enero de mil e quinientos y cuarenta y dos». Es posible que sean ejemplares remozados de la anterior.

—(Cuarta ed.). Toledo, por Juan de Ayala, 1549. La tenía Llaguno.

—(Quinta ed.). Medidas del Romano / o Vitrubio nuevamente impressas y añadidas muchas piezas e figuras muy necessarias a los officiales... ( Ut supra).

Colof. «fué impresso... en la imperial ciudad de Toledo, en casa de Juan de Ayala. Año de MDLXIII. (Portada de negro y rojo; láminas en madera. No tiene foliatura. 43 hojas. Gótico).

No es imposible que haya ediciones posteriores, porque este libro se convirtió en cartilla de nuestros arquitectos.

Existe la siguiente traducción, que algunos creen el más antiguo libro de arquitectura impreso en Francia: —Raison d'architecture antique, extraite  de Victruve, et aultres anciens architecteurs, nouvellement traduit d'espaignol en françoys, à l'utilité de ceulx qui se delectent en édifices. Imprimé par Simon Colines, demourant à Paris en la grand rue St. Marcel, à l'enseigne des quatre Evangelistes, 1542. Existe una edición anterior de 1539, citada en el catálogo Techner de 1855, y en otras posteriores de 1550, 1555 y 1608.

Vid. Llaguno y Amirola, Noticias de los arquitectos y arquitectura de España... ilustradas y acrecentadas... por Ceán Bermúdez... Madrid, imp. Real, año de 1829, tomo I, páginas 175 a 180).

[p. 369]. [1] . Filandro dice de Luis de Lucena: «Quod autem ad Architam et Eratosthenem, quorum hic meminit Vitrubius, attinet... Ludovicus Lucenius, quem non semel in hoc opere nominavi, quod ejus judicium, quo sum Romae familiariter usus, magnopere mihi placuit, et unum ex omnibus meorum scriptorum censorem elegi, me auctore explicuit». Pasaje citado por Ceán Bermúdez en las adiciones a Llaguno, tomo II, paginas 195 y 196.

[p. 370]. [1] . Tercero y cuarto libro de arquitectura de Sebastian Serlio Boloñés, en los cuales se trata de la manera cómo se pueden adornar los edificios con los ejemplos de las antigüedades. Traducidos del toscano en lengua castellana, por Francisco de Villalpando, arquitecto. Dirigidos al muy alto y muy poderoso Señor D. Felipe, Rey de España, nuestro Señor. / Con licencia, en Toledo, 1565. En casa de Joan de Ayala.

El libro cuarto tiene portada distinta.

«Libro quarto de architectura de Sebastian Serlio Boloñés. En el qual se tratan las cinco maneras de cómo se pueden adornar los edificios, que son Toscano, Dórico, Jónico y Corintio y compuesto con los exemplos de las antigüedades, las quales por la mayor parte se conforman con la doctrina de Vitrubio. Traduzido de toscano en lengua castellana, por Francisco de Villalpando», &. Folio, con láminas en madera.

[p. 372]. [1] . La Perspectiva y Especularia de Euclides. Traduzidas en vulgar Castellano... Por Pedro Ambrosio Onderiz. Madrid, Viuda de Alonso Gómez, 1585. 4.º, con láminas en madera.

[p. 373]. [1] . La copia que poseo, muy limpia y esmerada, así en el texto como en las figuras matemáticas, es la misma que Jovellanos mandó sacar para Ceán Bermúdez (Palma, 1806), y de que éste da cuenta en sus adiciones a Llaguno (tomo II, pág. 365). Su título, Discurso del Sr. Juan de Herrera, Aposentador Mayor de S. M., sobre la figura cúbica. Va acompañado de una disertación de Jovellanos sobre las vicisitudes del sistema luliano. Esta disertación se ha impreso ya en el tomo II de las Obras de Jovellanos , edición de Ribadeneyra.

El códice que tuvo a la vista Jovellanos pertenecía al monasterio de Santa María la Real, de la Orden del Císter cerca de Palma. Hoy se ignora su paradero.

Ceán Bermúdez refiere haber visto en poder del capitán de ingenieros don Josef de Hermosilla un ejemplar del Vitrubio de Philandro, edición de 1582, con nota de haber pertenecido a Juanelo Turriano, y con algunos dibujos y acotaciones marginales de Herrera.

De éste hay un librillo de la más peregrina rareza.

—Sumario y breve declaración de los diseños y estampas de la Fábrica de San Lorezo el Real del Escorial. Sacado a luz por Ivan de Herrera, Architecto General de su Majestad y  Aposentador de su Real Palacio. Con Privilegio. En Madrid. Por la viuda de Alonso Gómez, impresor del Rey nuestro señor, año de 1589. 8.º, 32 hs, incluso la portada y la fe de erratas. Las láminas de las trazas , que eran el natural complemento de la obra, no parece que llegaron a publicarse.

[p. 375]. [1] . M. Vitrubio Polion De Arquitectura, dividido en diez libros, traducidos del latín en castellano por Miguel de Urrea, arquitecto, y sacado en su perfección por Juan Gracian, impresor, vecino de Alcalá. Dirigido a la S. C. R. M. del Rey D. Felipe II de este nombre, nuestro Señor. Con privilegio: Impreso en Alcalá de Henares, por Juan Gracian, año MDLXXXII (1582). Folio.

La traducción es póstuma, y parece como que Gracián quiere atribuírsela en la dedicatoria: quizá la corrigió. El privilegio está a nombre de Mari-Bravo, viuda de Urrea.

—Los diez libros de arquitectura de Leon Baptista Alberti, traducidos de latín en romance: dirigidos al muy ilustre Sr. Juan Fernández de Espinosa, tesorero general de S. M. y de su consejo de Hacienda. Año 1582. La censura de Herrera lleva la fecha de 4 de Agosto de 1578. La traducción parece calcada sobre la italiana de Cosme Bartoli. No es seguro que Francisco Lozano hiciese por sí mismo esta traducción: sólo dice que asistió en ella , lo cual parece indicar que la encomendó a persona mercenaria.

—Regla de los cinco órdenes de arquitectura de Jácome de Vignola, traducida por Patricio Caxesi. La edición más antigua que cita Llaguno es la de Madrid, 1593. Las hay más o menos corregidas del siglo pasado, y aun creo que de éste. Caxesi dice en la dedicatoria que su traducción estaba empezada en 1567, y que Juan de Herrera le animó a publicarla.

—El libro primero de la arquitectura de Andrea Palladio, traducido por Francisco de Praves, se imprimió en Valladolid, 1625, por Juan Laso, 38 folios. La traducción de Ortiz en el siglo pasado hundió en el olvido ésta, así como el Vitrubio de Urrea.

Concepto enciclopédico de la ciencia arquitectónica, según Miguel de Urrea, en su prefacio a Vitrubio: «Para el tal oficio se requiere tener noticia  de todas las demás ciencias, de Filosofía Moral y Natural, Geometría, Aritmética, Perspectiva, Música, Astrología y Derechos. Porque el arquitecto que de estas ciencias careciere no podrá ser perfecto arquitecto en sus fundaciones, estructuras, pinturas y dibujos, ni podrá hacer obras magníficas y soberbias».

[p. 377]. [1] . Hízola Salvador Muñoz, escultor y arquitecto, que vivía en Madrid por los años de 1642. El códice de las Reglas de perspectiva práctica, de Jácome Barroci de Vignola , examinado por Ceán Bermúdez en poder de don Juan de Dios Gil de Lara, constaba de 83 hojas y 48 dibujos, y terminaba con un elogio o historia compendiosa de las Bellas Artes.

[p. 377]. [2] . Al mismo tiempo pertenece la obra inédita titulada: Compendio de arquitectura y simetría de los templos, conforme a la medida del cuerpo humano, con algunas demostraciones de Geometría, recogido de diversos autores naturales y extranjeros, por Simón García, arquitecto, natural de Salamanca. Año de 1681.

(MS. de la Biblioteca Nacional).

La parte de arquitectura gótica es de Rodrigo Gil de Hontañón, cuyos cuadernos debieron de caer en manos de García.

El Arte en España (t. VII) reprodujo los seis primeros capítulos, que son los que tratan del estilo gótico, y un índice y extracto de todo lo demás, que es una compilación farragosa de aritmética, geometría, arquitectura y perspectiva, copiado de los autores más vulgares. Parece un cuaderno para uso de su autor.

Es el único libro que conserva los procedimientos técnicos de nuestra arquitectura de la Edad Media.

[p. 378]. [1] . Fr. Lorenzo de San Nicolás, después de curiosas aventuras, entró en la Orden de religiosos recoletos de San Agustín, en la cual también murió su padre, arquitecto como él. La primera parte de su obra se imprimió en 1633, la segunda en 1664. Ambas fueron reimpresas en 1736, por Manuel Román, dos tomos en folio, que todavía abundan. En ella extracta y resume las de Vitrubio, Serlio, Paladio, Sagredo, Juan de Arphe, Vignola, Scamozzi, con algo de León Alberti, Pedro Cataneo, Antonio Labaco y Juan Antonio Busconio, incluyendo además los libros I, V y VII de Euclides, con los comentarios de Clavio, traducidos los dos primeros por Antonio de Nájera,  cosmógrafo mayor en los tres partidos de la costa de Cantabria, y el último por don Juan de la Rocha, maestro de caballeros pajes del Rey.

(Vid. Llaguno, Noticias de los Arquitectos... , tomo IV, páginas 20 a 26).

A su émulo Pedro de la Peña y a Juan de Torija acusa Fray Lorenzo de haber plagiado el Libro de trazas de cortes de piedras de Alonso de Valdelvira, en el Breve tratado de todo género de bóvedas regulares e irregulares que Torija publicó como suyo en 1661. (Madrid, por Pedro del Val).

[p. 379]. [1] . Architectura civil, recta y obliqua. Considerada y dibuxada en el templo de Jerusalem. Promovida a suma perfección en el templo y palacio de San Lorenzo cerca del Escorial. Segeven, Camillo Corrado, 1678. Fol. mayor. Tres tomos llenos de láminas. Es interesante la parte matemática de la obra, y no lo es menos el Tratado en que se proponen y explican las facultades literarias que ha de tener un arquitecto. Llaguno no hace mención de este libro, que, en efecto, es raro, como todos los de Caramuel.

También omiten, lo mismo Ceán que Llaguno en sus respectivas obras, el nombre de Diego López de Arenas, que, ya bien entrado el siglo XVII, recopiló en un libro enteramente práctico, pero curiosísimo (el Tratado de la carpintería de lo blanco ), los restos tradicionales de los procedimientos de los alarifes mudéjares. Es obra única en la materia, y ha sido reimpresa por la Biblioteca del Arte en España , con un prólogo del señor Mariátegui.

Breve compendio / de la / carpintería de lo blanco / y Tratado / de Alarifes, / con la conclusión de la regla de Nicolás / Tartaglia, y otras cosas tocantes a la / Geometría y puntas del compás. / Dedicado / al Gloriosísimo Patriarca / Sr. San Joseph / por / Diego López de Arenas / Maestro del dicho oficio, y alcalde alarife / en él, natural de la villa de Marchena, y vecino / de la ciudad de Sevilla, / corregido y mejorado en esta última impresión, y añadido al fin un suplemento, que comprende dos tratados: el primero que continúa el de los reloxes de Sol, en que también se trata de los de Luna, y el segundo una práctica fácil de las visitas y aprecios, con otras advertencias de mucha utilidad para los maestros y alarifes. Año de 1727.

Libro enteramente práctico, escrito con un tecnicismo y vocabulario sui géneris , que hace difícil su inteligencia. La primera edición es de Sevilla, 1633.

Es uno de los más convincentes testimonios de la larga dominación de los procedimientos de la construcción mudéjar en nuestro suelo.

Contiene además un breve tratado de Geometría práctica.

[p. 381]. [1] . Hijo de otro Henrique de Arphe (el primero de esta dinastía de orífices), que trabajó varias custodias góticas, de las que su nieto llamaba obras bárbaras.

[p. 381]. [2] . Joan de Arphe y Villafañe, natural de León, Esculptor de Oro y Plata. De varia conmensuración para la Esculptura y Architectura. Sevilla, Andrea Pescioni y Iuan de León, 1585. (Al fin del libro tercero dice 1587). Folio, 6 hs. prls., 35 de texto el primer libro, 48 el segundo y 40 el tercero, sin contar las Tablas que al fin de cada uno se intercalan. Entre los preliminares hay un soneto laudatorio de Luis de Torquemada, y unos versos latinos de Andrés Gómez de Arce.

—Varia conmensuración... En Madrid, por Francisco Sanz, impresor del reyno, 1675. Fol., 148 hojas.

—Varia conmensuración... Al Excelentísimo Señor Duque del Arco... Añadido en esta quarta impression, por D. Pedro Enguera, Maestro de Mathemáticas de los Cavalleros Pages del Rey nuestro Señor, que Dios guarde, y de su Real Artilleria, etc. El Relox vertical, con declinación y sin ella, el Relox Oriental, Occidental, y en todos puestos los signos. Año 1736. Con privilegio. En Madrid, en la imprenta de la viuda de D. Pedro Enguera.

Folio, 18 hs. prls., con una intempestiva genealogía del Mecenas, 36 hs, dobles el primer libro, 23 la adición de los relojes, 50 el segundo libro, 14 el tercero y 40 el cuarto.

La foliatura tiene muchas equivocaciones.

Esta edición fué y es todavía libro vulgar entre nuestros artistas.

Además de la Conmensuración y del Quilatador , que es un tratado de ensayos, compuso Juan de Arphe el siguiente opúsculo rarísimo, al cual pertenecen las primeras palabras copiadas en el texto:

—Descripción de la traza y ornato de la custodia de plata de la Santa Iglesia de Sevilla. Con licencia, en Sevilla, en casa de Juan de León, 1587. 8.º menor, 16 hs. sig. A—B.

No se conoce más ejemplar que el que perteneció primero a Ceán Bermúdez y luego a Carderera. Ha sido reimpreso íntegro por el señor Zarco del Valle en el tomo III de El Arte de España (págs. 174 a 196), acompañado de una larga y curiosa carta de Ceán.

La invención de la custodia, ejecutada por Arphe, fué del canónigo Pacheco, humanista eminente.

[p. 382]. [1] . C. Justi, en su libro Diego Velázquez, und sein Jahrhundert (I, 43), dice que la Varia Conmensuración «ist das Manifest des Spanischen Cinquecento».

 

[p. 387]. [1] . La excelencia pictórica de Jáuregui, tan encarecida por Lope de Vega en aquel soneto,

           «Si en colores Judit, si en verso Aminta
       Duplicado laurel presumen darte,
       No es tu pluma, don Juan: escribe el arte;
       No es tu pincel: Naturaleza pinta»,

descansa hoy sólo en el testimonio de sus contemporáneos. Cuando le silbaron una comedia, gritaba un mosquetero desde el patio: «Si Jáuregui quiere aplausos, que los pinte». La famosa Judit se ha perdido. Dibujaba muy correctamente, como es de ver en las estampas del Apocalipsis , del Padre Luis de Alcázar, y en alguno que otro rarísimo retrato que va en preliminares de libros, verbigracia, en el de don Lorenzo Ramírez de Prado, antepuesto a su Pentecontarchos (libro robado al Brocense). Algunas de las poesías de Jáuregui, verbigracia, El acaecimiento amoroso , son verdaderas composiciones pictóricas, trasladadas con pluma fácil y risueña.

[p. 391]. [1] . Inéditos yacían todavía los Diálogos de la pintura antigua , cuando se publicó la primera edición de nuestro libro. Escribiólos su autor en portugués, y fueron traducidos al castellano en 1563 por Manuel Denis. Esta traducción se conserva en la Academia de San Fernando, en un códice que fué del escultor don Felipe de Castro. La Academia prestaría eminente servicio a la historia de las artes españolas dando a luz este precioso y solitario manuscrito. Pero entretanto, el original portugués ha sido espléndidamente publicado y doctamente ilustrado por el señor don Joaquín de Vasconcellos, tan benemérito de la historia del arte peninsular.

Quatro Dialogos da Pintura Antigua. Oporto, 1896. (Tirada de 100 ejemplares). Con presencia de esta hermosa publicación he formado un extracto de los diálogos , que va por apéndice de este capítulo, y en que procuro dar a este insigne documento de crítica artística el valor que merece en la cultura del siglo XVI, y reparar la excesiva rapidez con que traté de él en la primera edición.

[p. 392]. [1] . Este libro se mantuvo inédito hasta el siglo pasado. Ponz fué quien le dió luz con este título:

—Comentarios de la Pintura, que escribió D. Felipe de Guevara, Gentilhombre de boca del Señor Emperador Carlos Quinto, Rey de España. Se publican por la primera vez con un discurso preliminar y algunas notas de D. Antonio Ponz, quien ofrece su trabajo al Excelentísimo Señor Conde de Florida-Blanca, protector de las nobles Artes. Madrid, 1788, por D. Jerónimo Ortega e Hijos de Ibarra.

8.º, XIV + 253 páginas.

[p. 394]. [1] . «Todo esto debemos a esos bárbaros de godos, los cuales, ocupando las provincias, llenas entonces de todas las buenas artes, no se contentaron sólo con arruinar los edificios, estatuas y semejantes cosas; pero bien se ocuparon con sumo cuidado en quemar librerías insignes... como si de propósito ovieran contra las buenas artes y no contra los hombres tomado a sangre y fuego la conquista».

[p. 394]. [2] . Stirling (Annals of the Artists of Spain... segunda edición, póstuma, de 1891, t. I, pág. 181) dice que los Comentarios de Guevara, en su tono y estilo, recuerdan al lector inglés los Ensayos de Sir William Temple. Guevara es un laudator temporis acti y defensor del derecho divino del genio antiguo.

[p. 396]. [1] . Del Correggio decía Céspedes «que parecía traer del cielo las figuras que pintaba».

  [p. 397]. [1] . Todos estos fragmentos (de los cuales poseía un códice con enmiendas autógrafas de Céspedes el señor Amador de los Ríos) se hallan al fin del tomo V del Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España. Compuesto por D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, y publicado por la Real Academia de San Fernando. Madrid, en la imp. de la viuda de Ibarra. Año 1800. (Páginas 268 a 352).

Sobre Céspedes véase la siguiente monografía:

—Pablo de Céspedes. Obra premiada por voto unánime de la Academia de Nobles Artes de San Fernando en el certamen de 1866. Su autor D. Francisco María Tubino. Madrid, 1868. Folio. Imprenta de Tello.

 

[p. 401]. [1] . El simpático y benemérito William Stirling, cuyos Anales de los Artistas de España son un excelente manual, no superado todavía en algunas de sus partes, trae un estudio muy cabal y discreto sobre Céspedes, de quien hace este magnifico elogio:

«Few man have ever excelled Cespedes in versatility of talent and in the variety of his accomplishments. Italy had not seen his like since the days when Leonardo da Vinci dreamed his dreams of architecture and alchemy, discoursed of chemistry and optics, charmed the court of Ludovico Sforza whith his own songs to the music of his own Iyre, drained the marshes of the Adda, and painted his matchless «Last Supper» in the Dominican convent at Milan».

Traduce en verso inglés algunos trozos del Poema de la Pintura, del cual dice que está escrito «with the precisión of a mechanic and the grace of a poet». Declara digna de Shakespeare la descripción del caballo: «The great English poet of the same age, who wrote for the world and all time, has hardly sketched the stead of his Adonis in more vivid verse».

(Annals of the Artists of Spain by sir William Stirling, Maxwell Baronet. A new edition incorporating the author's  own notes, additions and emendations... In four volumes. London, 1891. Tomo II, págs. 377 a 401).

[p. 403]. [1] . Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad del arte de la Pintura que es Liberal y Noble de todos derechos. De D. Juan de Butrón, Professor de ambos derechos. A D. Fernando de la Hoz, Gentil-hombre de la casa de su Magestad. Con licencia, en Madrid, por Luis Sánchez, Impressor del Rey N. S. (Este frontis, grabado por Schorquens, precede a la portada, que dice casi lo mismo, con estos aditamentos: después de todos derechos, «no inferior a las siete que comúnmente se reciben»). Después del nombre del impresor, el año 1626. Preliminares.—Tassa.—Suma del Privilegio.—Erratas.— Aprobación de Fr. Francisco Boyl.—Licencia.—Aprobación de Gil González de Avila.—Dedicatoria.—Otra a los profesores y aficionados del Arte de la Pintura.—Silva del Maestro Valdivielso en alabanza del autor.—Tabla de los autores alegados.—Sumario de los discursos.

4.º, 17 hs. prls, 122 de texto y 18 de Tabla.

 

[p. 404]. [1] . Carducho imprimió el Memorial informatorio de este pleito al fin de sus Diálogos de la Pintura.

 

[p. 405]. [1] . Vid. Cajón de sastre... Nuevamente corregido y aumentado por don Francisco Mariano Nipho... Madrid, en la imprenta de Miguel Escribano, tomo IV, págs. 25 a 43. Nipho declara haber sacado este documento de la escribanía de Juan Mazan de Benavides.

[p. 406]. [1] . Diálogos de la pintura, su defensa..., definición, modos y diferencias... Por Vincencio Carducho... Síguense a los Diálogos, Informaciones y pareceres en favor del Arte, escritas por varones insignes en todas letras. Impresso con licencia por Francisco Martínez. Año de 1633. En Madrid. 4.º Portada grabada, 8 hs. prls., 229 foliadas, II de Tabla y una de colofón. Láminas en madera al principio de cada diálogo.

Diálogos de la Pintura, por Vicente Carducho. Segunda edición que se hace de este libro, fielmente copiada de la primera que dió a la estampa su autor en 1633, en la que se reproducen en facsímile todas sus láminas: dirígela don G. Cruzada Villaamil. Madrid, 1865, imp. de Manuel Galiano. 4.º, 542 páginas. (Biblioteca de El Arte en España).

La vida artística de Carducho ha sido escrita por Ceán Bermúdez en su Diccionario, y con más extensión por el señor Cruzada Villaamil en unos artículos de El Arte en España.

Los preliminares de los Diálogos son: Dedicatoria al Rey.—Aprobación del Obispo de Siria Fr. Micael Avellán.—Licencia del Ordinario.—Aprobación de Julio César Firrufino, catedrático de Matemáticas y Artillería por Su Majestad.—Suma del Privilegio.—Tasa.—Dísticos latinos del Maestro Juan Fernández de Ayuso, cura de San Miguel de Escalona.—Silva del Maestro Valdivielso (que parece que tenía la especialidad de encomiar todos los libros de arte).—Prólogo a los lectores.

El diálogo es siempre entre un Maestro y un Discípulo.

Nótense estas palabras de Carducho en el Prohemio: «Mi natural patria es la nobilísima ciudad de Florencia, cabeza de la Toscana, y por tantos títulos ilustre en el mundo; pero como mi educación desde los primeros años haya sido en España, y particularmente en la corte de nuestros católicos Monarcas... si allí es la patria donde mejor sucede lo necesario a la vida, justamente me juzgo por natural de Madrid».

[p. 409]. [1] . Perfectamente caracteriza Justi (Velázquez und sein Jahrhundert, I, 223-230) el espíritu de los Diálogos de la Pintura: «Carducho's Sysiem ist der alte, romanisch florentinische Manierismus des sechzehnten Jahrhunderts ».

[p. 411]. [1] . El elogio de las condiciones descriptivas de Lope de Vega es muy curioso, como primera aplicación de la crítica pictórica a las obras del ingenio poético: «Advierte y repara qué bien pinta, qué bien imita, con cuánto afecto y fuerza mueve su pintura las almas de los que le oyen, ya en tiernos y dulces afectos, ya en compuesta y majestuosa gravedad, ya en devota religión, convirtiendo indevotos, incitando lágrimas de empedernidos corazones. Yo me hallé en un teatro donde se descogió una pintura suya, que representaba una tragedia tan bien pintada (probablemente La Desdichada Estefanía), con tanta fuerza de sentimiento, con tal disposición y dibujo, colorido y viveza, que obligó a que uno de los del Auditorio, llevado del enojo y piedad (fuera de sí), se levantase furioso, dando voces contra el cruel homicida, que al parecer degollaba una dama inocente... ¿Pues qué, si pinta un campo? parece que las flores y hierbas engañan al olfato, y los montes y arroyuelos a la vista; si un valle de pastores, el sentido común oye y ve el copioso rebaño; si un Invierno, hace erizar el cabello y abrigarse; si un Estío, se congoja y suda el Auditorio, etc.».

[p. 412]. [1] . Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas. Descrivensse los hombres eminentes que ha havido en ella, assí antiguos como modernos: el dibujo y colorido; del pintar al temple, al olio, de la iluminación y estofado; del pintar al fresco; de las encarnaciones de polimento y de mate; del dorado bruñido y mate. Y enseña el modo de pintar todas las pinturas sagradas. Por Francisco Pacheco, vecino de Sevilla. Sevilla, Simón Faxardo, 1649. 4.º, 4 hojas preliminares, 641 páginas y una de índice. Los preliminares son Licencia del Ordinario.—Privilegio.—Tassa. Este libro rarísimo fué escrito por lo menos diez años antes de imprimirse. En la edición se suprimió (no atinamos por qué) el prólogo, que puede verse en el Diccionario de Ceán Bermúdez tomo IV, págs. 14 a 17).

—Arte de la Pintura... Segunda edición que se hace de este libro, fielmente copiada de la primera que dió a la estampa su autor en Sevilla, el año de 1649. Dirígela D. Gregorio Cruzada Villaamil.—Madrid, 1866 , imprenta de Manuel Galiano (tomos II y III de la Biblioteca de El Arte en España). Dos tomos, 4.º, el primero de 432, y el segundo de 382 páginas.

Pacheco compuso algún otro opúsculo técnico, especialmente uno encabezado A los profesores del Arte de la Pintura, en un pleito con el escultor Montañés. Son 4 hojas en 4.º, rarísimas. Se han reimpreso en el tomo III de El Arte en España (1864).

Sobre Pacheco, además de los libros de Ceán Bermúdez y Stirling (Annals of the artists of Spain y Velázquez and his times), debe leerse con particular atención la siguiente monografía del actual felicísimo poseedor del Libro de retratos:

Francisco Pacheco, sus obras artísticas y literarias, especialmente el Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, que dejó inédito... Por D. José María Asensio. Sevilla, Francisco Alvarez y Compañía, impresores, 1876. Hay otra edición algo aumentada. (Sevilla, F.. Rasco, 1886).

Posteriormente el señor Asensio ha reproducido por el procedimiento iotozincográfico todo el Libro de retratos.

[p. 413]. [1] . En el Velázquez de Justi (I, 85-104) puede leerse un ingenioso Diálogo sobre la Pintura, discretamente imaginado para exponer las ideas que en Sevilla reinaban sobre el Arte a principios del siglo XVII.

[p. 413]. [2] . Todavía le califica con más dureza Stirling, aunque hace resaltar la importancia de sus noticias históricas:

«Althoug an invaluable authority on all subjects connected with the Arts of the Peninsula, Pacheco can hardly be called an agreeable writer, being pompous and prolix; even beyond the measure of his age and country... In his ponderous prosa, these abstruse speculations become insupportably tedious, and are altogether destitute of the grace with which the poetical fancy of Cespedes has clothed them. Like Carducho, he delights in anecdotes of the painters of antiquity, in whose history he is almost as well versed as his contemporary, the Dutch Junius. (De Pictura Veterum. Amsterdam, 1637...)

»In the description of his own works he is specially prolixe and minute.

»The most agreeable and valuable portions of the work are those relating to the history of Spanish art, written in a spirit of hearty admiration of contemporary painters; which leave in the reader's mind a pleasing impression of the character of the author, and make us the more keenly regret the time and spage given to Zeuxis and St. Luke, instead of Vargas oend Joanes. His affectionate pride in the success of Velázquez is very delightful».

(Annals of the Artists of Spain... II, págs. 537 a 557).

(Cf. Justi, Velazquez, págs. 69 a 74).

La cultura general que poseyó Velázquez procedía, principalmente, de la enseñanza y de la biblioteca de su suegro, pues en Sevilla era donde había estudiado, según dice Palomino, «para las Proporciones y la Anatomía, las obras de Alberto Durero y Vesalio; para la Fisionomía y Perspectiva, las de Juan Bautista Porta y Daniel Bárbaro; la Geometría de Euclides, la Aritmética de Moya, y algo de Arquitectura en Vitrubio; y las obras teóricas de Pintura de Federico Zuccaro, Alberti Romano y Rafael Borghini».

[p. 414]. [1] . En esta parte ayudaron mucho a Pacheco algunos jesuítas amigos suyos.

[p. 418]. [1] . Poesías de Baltasar de Alcázar. (Ed. de los Bibliófilos de Sevilla, páginas 67 a 69).

[p. 420]. [1] . Discursos Practicables del nobilísimo arte de la Pintura, sus rudimentos, medios y fines que enseña la experiencia, con los ejemplares de obras insignes de artífices ilustres, por Jusepe Martínez, Pintor de S. M. Felipe IV, y del Sermo. Sr. D. Juan de Austria, a quien dedica esta obra. Publícala la Real Academia de San Fernando, con notas, la vida del autor y una reseña histórica de la Pintura en la Corona de Aragón, por su individuo de número D. Valentín Carderera y Solano. Madrid, imprenta de Manuel Tello, 1866. 4.º, XVI + 59 + 222 páginas.

Va ilustrado con una introducción del señor Carderera, rica de recónditas noticias sobre el arte en la Corona de Aragón.

La primera edición del manuscrito de Jusepe Martínez (aprovechado ya por Ceán Bermúdez) se hizo en el Diario de Zaragoza el año 1852, por diligencia de don Mariano Nougués y Secall.

[p. 423]. [1] . Nótese esta expresión, que (como sabemos) se cree de origen español, pero que no aparece en escritos anteriores al siglo XVII.

[p. 423]. [2] . Dice de Jerónimo Bosco el P. Sigüenza (libro IV): «Comúnmente los llaman los disparates... gente que repara poco en lo que mira... Sus pinturas no son disparates, sino unos libros de gran prudencia y artificio; y si disparates son, son los nuestros, no los suyos... es una sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres».

[p. 424]. [1] . Si en su delicada atención a las cosas de arte es singular el P. Sigüenza entre nuestros cronistas de órdenes religiosas, no lo es menos entre nuestros historiadores generales la piadosa curiosidad y el buen instinto con que Antonio de Morales, tanto en su Crónica como en el Viaje Santo, descubre, por decirlo así, la arquitectura asturiana de los primeros tiempos de la Reconquista, y aprecia con tan graciosa ingenuidad algunos de sus monumentos, que ciertamente nadie le había enseñado a contemplar ni a admirar. Así dice de Santa María de Naranco: «Es grande para ermita y chica para iglesia: toda la labor es lisa, y la hermosa vista que el templo hace consiste en su buena proporción y correspondencia». Y en otra parte, hablando del mismo templo: «No hay más que unas escaleras lisas, mas están puestas con tanta gracia, que dan, luego en mirándolas, contento y sentimiento de mucho primor en la arquitectura. Estas escaleras fueron necesarias para tener toda la iglesia debajo otra del mismo tamaño, a la costumbre de entonces, y por ser grande y alta hace más bravo edificio». Véase también esta linda descripción del diminuto templo de San Miguel de Lino: «Es pequeñito, pues con grueso de paredes no tiene más de cuarenta pies de largo y la mitad de ancho: mas en esto poquito hay tan linda proporción y correspondencia, que cualquier artífice de los muy primos de agora tendría bien que considerar y alabar. Mirada por de fuera, se goza una diversidad en sus partes, que hace parecer enteramente en cada una lo que es y lo hermoso que tiene. El crucero y cimborio, la capillita mayor y la torre para las campanas, todo son cosas que se muestran por sí con gran gusto a los ojos, y todo junto hace mayor lindeza. Entrando dentro, espanta un brinquiño tan cumplido de todo lo dicho y de cuerpo de iglesia, tribuna alta, dos escaleras para subir a ella y a la torre, comodidad y correspondencia de luces. Y agradando todo mucho con la novedad, da mayor contento ver en tan poquito espacio toda la perfección y grandeza que el arte en un gran templo podía poner».

Tales pasajes, y no son los únicos, muestran que el sentido del arte de la Edad Media, aun en sus formas más primitivas y modestas, nunca faltó del todo a ciertos espíritus selectos, por más que no haya sido general hasta nuestros días, gracias a la arqueología romántica.

[p. 425]. [1] . El único ejemplar conocido es el que posee en su Biblioteca la Academia Española:

—Memoria de las pinturas que la Majestad Cathólica del Rey Nuestro Señor Don Philippe IV embía al Monasterio de San Laurencio el Real del Escorial, este año de MDCLVI, descriptas y colocadas por Diego de Sylva Velázquez, cavallero del Orden de Santiago, Ayuda de Cámara de su Magestad, Aposentador Mayor de su Imperial Palacio, Ayuda de la Guarda Ropa, Ugier de Cámara, Superintendente extraordinario de las obras reales, y pintor de Cámara, Apeles deste siglo. La ofrece, dedica y consagra a la posteridad D. Ivan de Alfaro. Impressa en Roma, en la officina de Ludovico Grignano, año de MDCLVIII. 8.º, 16 hojas.

Se ha reimpreso en el tercer tomo de las Memorias de la Academia Española (Madrid, Rivadeneyra, 1872, páginas 479 a 520), con un prólogo del Sr. D. Adolfo de Castro, que se esfuerza en demostrar el plagio del Padre Santos.

Otra reimpresión, acompañada de traducción francesa y notas, hizo el barón Carlos Davillier, Mémoire de Velazquez sur quarante et un tableaux envoyés par Philippe IV à l'Escurial (Paris, Aubry, 1874).

[p. 425]. [2] . Algunos posteriores a mi, por ejemplo, Lefort, que en su libro Velázquez (Les Artistes Celèbres), págs. 94 y 96, dice, entre otras cosas, lo siguiente:

«Velázquez se revela enteramente en estas noticias, con sus preferencias, su gusto, su admiración entusiasta por los pintores de la escuela veneciana». Copia este pasaje, relativo al Lavatorio, del Tintoretto, que yo también había citado:

«Es de excelentísimo capricho, y en la invención y ejecución admirable. Dificultosamente se persuade el que lo mira a que es pintura; tal es la fuerza de sus tintas y disposición de su perspectiva, que juzga poderse entrar por él, y encaminar por su pavimento enlosado de piedras de diferentes colores, que, disminuyéndose, hacen parecer grande la distancia en la pieza, y que entre las figuras hay aire ambiente... La mesa, asientos y un perro que está echado, son verdad, no pintura. La facilidad y gala con que está obrado, causará asombro al más despejado y práctico pintor; y, por decirlo de una vez, cuanta pintura se pusiere junto a este lienzo, se quedará en términos de pintura, y tanto más él será tenido por verdad».

Y añade:

«Pero estos elogios tan justificados por otra parte, cuánta más razón habría para aplicárselos exactamente, y en los mismos términos, a las propias creaciones de Velázquez».

[p. 426]. [1] . Anales de la vida y de las obras de Diego de Silva Veláquez, escritos con ayuda de documentos. Por D. Gregorio Cruzada Villamil. Madrid, 1885. Obra casi desconocida por no haber entrado en el comercio.

[p. 426]. [2] . Diego Velazquez und sein Jahrhundert. Von Carl Justi... Mit einem. Abriss des Literarischen und Küntslerischen Lebens in Sevilla. Bonn. Verlag von Max Cohen et Sohn, 1888.

Tomo II, páginas 244 y 261.

[p. 426]. [3] . A. de Beruete, Velázquez... París, Henri Laurens, 1898. Páginas 17 y 180.

Conviene, con la opinión de los autores citados, don Jacinto Octavio Picón en su elegante libro Vida y obras de D. Diego Veláquez. Madrid, 1899, páginas 121 y 124.

[p. 428]. [1] . Dice Palomino, Museo Pictórico, t. III, pág. 400:

«Dexó Alfaro en su expolio varios libros y papeles muy cortesanos; entre ellos algunos apuntamientos de Velazquez, su maestro, que nos han sido de mucha utilidad para este tratado».

Página 353: «A quien se debe lo más principal de esta historia».

[p. 428]. [2] .  Pacheco afirma que el Greco fué gran filósofo, y escribió de la pintura, escultura y arquitectura. Es un dolor que se hayan perdido estos escritos, en los cuales aquel paradójico ingenio se apartaba de seguro de la senda trillada. Pacheco le atribuye dos o tres opiniones, que él combate como extravagancias: una de ellas la preferencia del colorido al dibujo; otra la afirmación de que la pintura no es arte.

El señor don José de Salamanca poseía un tratado inédito de pintura del P. Matías Irala. El de Fr. Juan Rizzi, utilizado por Palomino, ya se había perdido en tiempo de Ceán. González de Salas, en sus comentarios a Petronio, donde hace una digresión sobre la pintura compendiaria de los egipcios, menciona un tratado de pictura veteri, de don Juan de Fonseca y Figueroa, grande amigo de Rioja.

No he mencionado los Principios para estudiar el nobilísimo arte de la pintura, por don Josef García Hidalgo (Madrid, 1691), ni El Pincel, cuyas glorias describía D. Félix Lucio de Espinosa y Malo (1681), porque uno y otro carecen de toda importancia científica, siendo el primero una cartilla de dibujo o poco más, y el segundo una declamación de perverso gusto.

Don Bartolomé J. Gallardo aseguraba haber perdido el día de San Antonio algunos tratados españoles de pintura. Es de presumir que de muchos más se de cuenta en el Catálogo de escritores de bellas artes, que compuso el señor Zarco del Valle, y fué premiado por la Biblioteca Nacional hace muchos años, sin que hasta el presente hayamos tenido la satisfacción de verlo impreso.

En las Adiciones al Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes, en España, por D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, compuestas por el Conde de la Viñaza, Madrid, 1894, tomo III (páginas 92 y siguientes, se da curiosa noticia de los escritos técnicos del pintor aragonés Jerónimo de Mora, y se inserta a la letra la Relación hecha a S. M. (Felipe III) de la obra de Jerónimo de Mora, pintor, en El Pardo, por él mismo». De ella entresacamos los siguientes párrafos:

«Fué la pintura inventada de los antiguos, no sólo para que deleitase los ojos corporales con la variedad de colores y figuras, sino para que juntamente el estragado gusto de los hombres, cebado en lo deleitoso, aprendiera lo honesto y provechoso de la natural y moral filosofía, y lo más oculto y encumbrado de su teología. Para lo cual trajeron tres maneras de fábulas: unas morales, otras racionales y otras compuestas, con las cuales formando historias y figuras (como dice Platón) nos descubrieron las más admirables obras de naturaleza, nos consolaron en nuestros naufragios, nos desarraigaron de los ánimos las perturbaciones y espantos, y deshicieron las opiniones poco honestas. Esta doctrina siguieron los bien advertidos pintores egipcios, griegos y romanos, procurando que sus obras fueran unos hermosos y virtuosos libros, que no sólo deleitasen los ojos del cuerpo, sino que también levantasen a altas y celestiales contemplaciones las almas, observando siempre la calidad del lugar que adornaban, el príncipe a quien servían o la deidad que celebraban. Esta curiosidad necesaria vemos en estos tiempos obstruída, parte por la negligencia de los artífices, y parte por los pocos favores que los virtuosos alcanzan....»

En la instrucción que presentó al secretario don Tomás de Angulo para la tasación de esta obra suya de El Pardo, leemos: «Lo primero, que pues la pintura se forma de dos partes, la una material y la otra espiritual, que vean y estimen cada cual de por sí, viendo así el alma y razón de su obra como lo material de ella...

»La Majestad del Rey nuestro Señor lo declaró, cuando por muerte de Juan de la Cruz y de Bartholomé Carducho, pareciéndole que los que habían de acabar sus obras no les darían el alma que a tales obras convenía, mandó que Pedro de Valencia, hombre docto en buenas letras, les instruyese en lo que en aquellas galerías debían hacer..., lo cual no se hizo conmigo, por que habiendo yo revuelto toda filosofía natural y moral, para celebrar, según la doctrina de los egipcios, griegos y latinos en un jeroglífico de jeroglíficos, las buenas virtudes de la cristianísima Reina y Señora nuestra D.ª Margarita de Austria, que está en gloria; y habiéndole yo mostrado la traza y relación de ella, el Rey nuestro Señor, por mano de Francisco de Mora, maestro mayor de las obras en aquella ocasión..., aprobó y dió por muy de su real gusto mi trabajo».

Este pintor aragonés, tan preciado de su saber histórico, mitológico y simbólico, fué elogiado por Cervantes en el Viaje del Parnaso, formó parte de la Academia de los Nocturnos de Valencia con el nombre de Sereno, y de la Academia Selvaje de Madrid, vivió en intimidad con los grandes ingenios de su tiempo, es uno de los poetas de las Flores de Espinosa y del Certamen de San Jacinto en Zaragoza, y compuso tres comedias. (Véanse las bibliotecas aragonesas de Andrés de Ustarróz y Latassa).

[p. 435]. [1] . Esta traducción fué acabada en 28 de febrero de 1563. Lleva el prólogo siguiente:

«Manoel Denis, al lector. Considerando yo con el autor la falta de conocimientos que en estos nuestros reinos hay de esta ilustre arte, movido por zelo mas que por cobdicia, me quise poner en semejante aprieto de trasladar la presente obra de portugués en mi romance castellano, para que siquiera teniéndola presente los grandes entendimientos se puedan emplear en cosa tan dina de ellos, y los no tanto entiendan que no deven de menospreciarla, oyendo de los que mejor la entienden, sus loores y alabanzas; y porque el prólogo del autor es harto largo, en éste no lo quiero yo ser, sino solamente avisar al curioso lector que de tres cosas que en semejantes traducciones se suelen guardar, creo hallará aquí las dos, y si no dos, a lo menos la una. La primera, la verdad del original, la qual yo con todas mis fuerzas he pretendido, teniendo siempre atención al sentido, quando las palabras no han podido concordar con mi lenguaje, porque en esto nos aventajan los portugueses que tienen términos más significativos para declarar sus conceptos que los castellanos. La segunda, que es el buen frasis y manera de hablar, no me atrevo a dezir que la he guardado, por ser de nacion portugués, aunque criado en Castilla casi desde mi niñez, y aun de estar sujeto a hombres de tanta elegancia y tan cortesanos como serán muchos de los que este libro leyeren. La tercera, que es contar la vida del autor, del todo la callo: lo uno, por ser él vivo, guardando aquello que el sabio Salomon dice: «antes de la muerte no alabes al varon», y lo otro porque fuera menester otro tratado más largo que el presente para contener sus virtudes»...

[p. 435]. [2] . «Francisco de Holanda, pintor portugués de mucha práctica y teoría sobre estas materias, dice así: «El qual dibuxo es la cabeza y llave de todas estas cosas y artes de este mundo». En otras partes de la misma obra manuscrita repite Holanda con mucha precisión la necesidad absoluta del dibuxo para las artes, inclusas las de la guerra; y trae un caso especial de lo que sucedió al Emperador Carlos V y a los españoles en Provenza, por la falta de no tener carta o diseño del país, al paso sobre el Ródano».

Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (Madrid, Sancha, 1775), pág. 100, nota V.

  [p. 436]. [1] . «Es de mucha estimación otro libro de dibujos, en cuya fachada está escrito en lengua portuguesa: «Reynando en Portugal el Rey D. Joan III, »Francisco de Ollanda passou a Italia, e das antiguallas que... vió, retrató »de sua mano todos os desenhos de este libro». Empieza por un retrato de Paulo III y otro de Miguel Angel, iluminados. Se ven en este libro con eruditas explicaciones, dibujados perfectísimamente, los mejores trozos de las antigüedades de Roma, entre los cuales el Anfiteatro de Vespasiano, las columnas Trajana y Antoniana, los trofeos de Mario, el Templo de Jano, el de Baco, el de Antonino y Faustina, el de la Paz, las baxos relieves de Marco Aurelio, el Septizonio de Septimio Severo, y otros muchos monumentos y  pedazos de ruinas, como cornisas, frisos, capiteles, que aún subsisten, pero no tan enteras como cuando estos dibujos se hicieron. También hay en él vistas de Venecia y de Nápoles, con algunos sepulcros de la Vía Apia, el anfiteatro de Narbona, y muchos dibujos de mosaicos, de estatuas antiguas y otras cosas». (Pons, fol  2.º, pág. 215)

[p. 436]. [2] . Sobre esta misión puede verse la interesante Memoria que lleva por título: Apontamentos para a historia Civil e Litteraria de Portugal e seus dominios, colligidos dos Manuscritos assim nacionaes como extrangeiros, que existen na Biblioteca Real de Madrid, na do Escorial, e nas de alguns Senhores, e Letrados da Corte de Madrid. ( En el tomo III de Memorias de Litteratura Portugueza, publicadas pela Academia Real das Sciencias de Lisboa. Lisboa.,1792)

[p. 437]. [1] . Les Arts en Portugal. Lettres adressées a la Société Artistique et Scientique de Berlin et accompagnée de documens, par le Comte A. Raczinsky. Paris, Renouard, editeur, 1846. Los extractos de Francisco de Holanda que llegan hasta la página 77, son lo más notable que encierra esta compilación, bastante confusa y farragosa.

Por lo tocante al Libro de Diseños de El Escorial, no debe omitirse que ya en 1863, don Gregorio Cruzada Villamil, comenzó a publicar en la revista quincenal El Arte en España (vol. III, págs. 113-120), una descripción acompañada de tres grabados. Otra más circunstanciada, también con dos diseños, se halla en el Museo Español de Antigüedades (Madrid, 1876, vol. III, páginas 493-527), Este largo y apreciable estudio es del difunto académico don Francisco Maria Tubino, que dedica además dos páginas a las obras teóricas de Francisco de Holanda, dilatándose en consideraciones sobre el Renacimiento pictórico en Portugal. En 1877, La Academia, revista de Madrid (tomo I, págs. 139-140), reprodujo el artículo de Tubino, acompañado de un nuevo diseño.

[p. 438]. [1] . En el vol.VI de su Archeologia Artistica (Porto, 1879), publicó Vasconcellos los dos tratados Da fabrica que falece a cidade de Lisboa y Da Sciencia do Desenho. En el semanario de Oporto A Vida Moderna (1890-1892), dió a la luz los libros 1º y 2º Da Pintura Antiga y el Do tirar pelo natural, ambos con notas.

En el Archeologo Portuguez (Lisboa, 1896, vol. 2), insertó una descripción crítica del libro de diseños de El Escorial, con el título de Antiguidades da Italia, por Francisco de Holanda.

Ediciones de los Diálogos:

—Quatro dialogos da Pintura Antigva. Porto, 1896, 4.º Tirada de 100 ejemplares.

—Francisco de Holanda. Vier Gespräche uber die Malerei gefuhrt zu Rom, 1538. Originaltext mit Übersetzung, Einleitung, Beilagen u. Erläuterungen von Joaquim de Vasconcellos. Viena, 1899. Es el tomo IX de la segunda serie de la magnífica colección titulada Quellenschriften für Kunstgeschichte und Kunsttechnik des Mittelalters und der Neuzeit, dirigida por R. Eitelberger de Edelberg.