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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPÍTULO IX.—DE LAS TEORÍAS ACERCA DEL ARTE LITERARIO EN ESPAÑA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII.—LOS RETÓRICOS CLÁSICOS: NEBRIJA, VIVES, ANTONIO LULL, FOX MORCILLO. MATAMOROS, ARIAS MONTANO, FR. LUIS DE GRANADA, PEDRO JUAN NÚÑEZ, EL BROCENSE, PERPIÑÁ, MIGUE

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JUSTO es que descendamos ya desde las alturas de la metafísica de lo bello a los pormenores de la filosofía técnica. Nunca anduvieron más separadas que en el siglo XVI estas dos partes de la ciencia, la síntesis de las cuales constituyen lo que hoy llamamos Estética. No faltaba quien viese la relación entre las dos partes; pero esta relación permanecía infecunda, y quien acertaba a vislumbrarla no sacaba partido de esta prematura intuición. Por un lado los filosófos, ya platónicos, ya místicos, ya escolásticos, ya independientes, desentrañaban a veces con notable profundidad de conceptos, la verdadera noción de la belleza; la distinguían de las nociones afines, especialmente de las de bien y verdad; afirmaban la trascendencia y realidad objetiva de su idea; la consideraban unos como objeto de amor, y otros como objeto de la inteligencia; definían, al propio tiempo, el arte, explanaban el concepto de la forma; pero muy rara vez llegaban a compenetrarse en sus enseñanzas todos [p. 146] estos elementos, al parecer aislados, y que en realidad se unen con un vínculo estrechísimo. Sabían, tan bien o mejor que nosotros, lo que era la belleza, lo que era el arte; pero a ninguno de ellos se le ocurría la idea, para nosotros tan obvia y natural, de considerar las bellas artes, que ellos llamaban artes liberales, como manifestación humana de la belleza, enlazando así el mundo ontológico con el psicológico, y haciendo por este tránsito fecundas y prolíficas las ideas, que en la fría región metafísica fácilmente se agostan o marchitan en su virginidad ociosa. Al mismo tiempo, los artistas y los que, sin serlo, se ocupaban en dictar reglas y preceptos, ya al arte de la palabra métrica o desligada, ya al de la música, ya a las artes plásticas, sin cuidarse casi nunca de las especulaciones metafísicas, o mirándolas como enteramente extrañas a la materia que traían entre manos, daban, sin embargo, a las mismas artes, no sólo reglas menudas de origen empírico, sino principios generalísimos y racionales, que con todo rigor merecen el nombre de científicos y estéticos, y que toda teoría y sistema general de las artes puede y debe hacer entrar en su cuadro.

Aunque en el siglo XVI faltaba lo que hoy entendemos por una clasificación de las artes, y no podía menos de faltar, puesto que se ignoraba o desatendía el principio común a todas ellas, y bajo del cual solamente pueden razonarse sus diferencias, existía, no sólo cierto germen de clasificación, aunque grosera, en la distinción de artes mecánicas y liberales, sino bastante conformidad en cuanto a las artes que se incluían en cada uno de los grupos. Disputábase todavía si la pintura y la estatuaria debían contarse entre las artes liberales; pero esta pedantesca discusión tocaba a su término, y el arte de Berruguete y el de Velázquez iban cargándose de razón a fuerza de obras inmortales, por más que fuesen transeuntes a materia exterior, como los escolásticos decían en su apacible lenguaje. De la Música nadie dudaba que fuese, no ya arte, así como quiera, sino ciencia, que incluían entre las disciplinas matemáticas. El mismo concepto científico extendían algunos a la Retórica y a la Poesía; pero predominaba el considerarlas, al modo de los antiguos, como artes liberales por excelencia.

Tenían, pues, preceptos y libros propios, cuyos principios generales vamos a exponer: el arte literario, en sus tres géneros principales de oratoria, historia y poética; la música, la arquitectura, [p. 147] la pintura y algunas artes inferiores o secundarias, tales como la danza, la equitación, etc.

Hablaremos, ante todo, de los retóricos del Renacimiento, en quienes se conservaba purísima la tradición preceptiva de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano. Sobre este fondo de ideas, común a todos ellos, y que todos exponen con lucidez y elegancia singulares, se destaca la originalidad poderosa de algunos autores, y especialmente la de Juan Luis Vives, que llevó a éste, como a todos los demás campos de la ciencia humana, su espíritu crítico e innovador, y, «ampliando, como dice Forner, las angostas márgenes en que los estilos de la antigüedad habían estrechado el uso de la elocuencia, la dilató a cuantos razonamientos puede emplear el ejercicio de la racionalidad». Esta importantísima revolución, que consiste en haber extendido el dominio de la Retórica, de la gran Retórica, es decir, de la teoría artística de la palabra, a todos los géneros en prosa, y no tan solo a la oratoria política o forense, como era uso de los antiguos; y el otro principio vivista, no menos luminoso y fecundo, de haber colocado esta teoría de la palabra después de la teoría del razonamiento, considerando la Retórica como una derivación y consecuencia de los estudios filosóficos, con lo cual puede decirse que se colocó Vives a dos pasos de la moderna preceptiva, dan a los tres libros De arte dicendi un lugar aparte y muy glorioso en el cuadro de nuestra preceptiva clásica. Entre los demás retóricos de aquella era, insignes todos por la pureza de su latinidad, los que más se acercan a Vives son Fox Morcillo, Arias Montano y Fr. Luis de Granada, a cada uno de los cuales se debe alguna novedad importante, o en las ideas o en el método.

Pero el primero en fecha y el que como adalid aparece mostrando a todos el camino hacia las inagotables fuentes de la sabiduría antigua; el exptirador de la barbarie; el que mezcló (como cantaba el helenista Arias Barbosa) las sagradas aguas del Permeso con las del Tormes», [1] ¿quién había de ser sino el Maestro Antonio [p. 148] de Nebrija? Mencionemos, pues, por el mérito de ser primero, aunque no signifique mucho en el conjunto prodigioso de las obras de su autor, que se extendieron a todas las partes de la antigua filología, su tratado De artis Rhetoricae compendiosa coaptatione ex Aristotele, Cicerone et Quintiliano. [1] El título de la obra indica bien claramente su propósito. Persuadido Nebrija de que la enseñanza de los preceptos oratorios dados por los antiguos, para que sea fiel y eficaz, no debe hacerse con otras palabras que las de los antiguos mismos, se limitó a compendiarlos, ordenarlos y concordarlos, de modo que formasen un sustancioso Ars dicendi; Pero no incluyó en él todo lo que comúnmente se encierra bajo este nombre, puesto que dejó fuera, considerándola como propia de los gramáticos, la doctrina de tropos, y figuras de palabra y de sentencia.

Para dar su justo precio a los libros De ratione dicendi de Luis Vives es preciso conocer antes lo que el filósofo valenciano, en sus grandes libros pedagógicos sobre la corrupción y reforma de todas las disciplinas, pensaba acerca de los vicios introducidos por los antiguos y por los modernos en la concepción de la Retórica. Creía Vives que en el modo de tratarla había prevalecido, tanto o más desastrosamente que en ninguna otra de las disciplinas humanas, el prestigio de la autoridad y de las opiniones recibidas y sacramentales; pero que el vicio venía de mucho mas atrás y tenía raíz más honda, es a saber, el haber sido constituídas la Retórica y la Poética por Aristóteles y sus imitadores de un modo empírico, no contemplando la verdad cara a cara, sino guiándose por el uso y la observación de las obras creadas, en una materia en que el uso no [p. 149] es señor ni juez. De donde resultaba haber tomado, lo mismo Aristóteles que Horacio y Jerónimo Vida, por fórmulas eternas de arte las que eran prácticas del arte de su tiempo, en vez de levantarse a la pura idea de la poesía o de la elocuencia perfectas. [1] «¿Quién edifica hoy a la manera de Vitrubio?», pregunta Vives, muy ajeno de pensar que dentro de pocos años iba a cubrirse Europa de fábricas calcadas servilmente sobre aquellas medidas que él tenía por anticuadas y propias de un arte ya fenecido.

¿Cómo fundar pues, una teoría del arte, aplicable a todos tiempos y lugares»? Conociendo la materia, el fin y el objeto del arte. [2] Los antiguos oradores no le cultivaban científicamente, sino para alcanzar en su ciudad poder y honores, y ejercer una especie de tiranía, favoreciendo a sus amigos y molestando a sus enemigos. [3] Redujeron, por consiguiente, los términos de la oratoria [p. 150] a lo  que ellos entendían y practicaban; y al paso que unos extendieron indefinidamente la materia de la Retórica, abarcando todas las cosas divinas y humanas, [1] puesto que de todas ellas se presentaba alguna vez ocasión de hablar; otros redujeron sus formas a la civil y a la forense. Quéjase, pues, sin razón Quintiliano de que los filósofos amputasen del cuerpo de la Retórica todo lo que pertenece a la Ética y a la Filosofía natural: carga inmensa para los hombros de tan flaca doncella. ¿Qué cosa más absurda que convertir a la Retórica en un fárrago de todas las artes y ciencias? Huyendo de este escollo, algunos maestros antiguos excogitaron dos maneras de Retórica: la primera universal; la segunda particular y acomodada a la oda civil».

Tampoco asiente Vives a la calificación de vir bonus dada al orador por Qiuntiliano, ni admite de ningún modo la confusión en que éste incurre de los dos térrninos ética y retórica, la cual le empeña en sacar a salvo la absoluta probidad de Demóstenes y Cicerón, y en juntar cosas por su naturaleza diversas, y muchas veces contrarias, [2] como son el sentir bien y el bien decir. «Mucho ganarían los hombres con que estas cosas se juntasen; pero lo cierto es que difieren en el fin, en la materia y en la práctica».

«Ha de tenerse también por incompleta y viciosa la división de géneros: judicial, suasorio, demostrativo, etc. Es cierto que Aristóteles la autorizó; pero Aristóteles, en esta parte, no atendía a la naturaleza de las cosas, sino a la práctica y a la costumbre, que tomó por maestras. En realidad, la facultad de decir es un instrumento tan universal como la Gramática y la Dialéctica». [3] No se [p. 151] les ocultó esto a Cicerón y Quintiliano; pero juzgaron que de los tres géneros hasta entonces estudiados podían derivarse los preceptos de los restantes, siendo así, que es muy diverso en cada uno de ellos el modo de inventar, de disponer y de exornar. Dionisio de Halicarnaso intentó remediar la falta de preceptos relativos a la historia y a otros géneros; pero pudo más la fuerza de la costumbre y el lucro abundantísimo que se ganaba en el foro, y que hacía despreciar todos los demás ejercicios de la palabra.

No encuentra gracia a los ojos de Vives la división de las partes de la Retórica (invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación), comúnmente recibida entre los preceptistas antiguos. [1] La memoria, como facultad natural, no pertenece a ningún [p. 152] arte; y si es cierto que hay un arte mnemotécnica, será aplicable a todas las ciencias, y no sólo a la Retórica. La pronunciación pertenece a la fonética. La invención es obra de cada una de las artes y ciencias en su materia particular, y en la vida común depende del buen sentido y recto juicio, para el cual no hay preceptos. Y en cuanto a aquel inmenso cúmulo de reglas, que ansiosamente reúnen los escritores griegos y latinos, sobre lo que se ha de decir en el exordio, en la narración, en la argumentación, en la moción de afectos... ni corresponden al arte de la Retórica, ni a otra arte ninguna, ni pueden, en rigor, reducirse a reglas, so pena de dar una para cada uno de los infinitos casos que al orador pueden presentársele. Lo que le maravilla a Luis Vives es que todavía no sean mucho más extensos los libros de los antiguos sobre una materia tan indefinida y vastísima. «¡Cuán ineptos son (añade) los que han coleccionado ciertas reglillas, para que los discípulos las apliquen en cada género de causas, o en las diversas partes, y con esto, y con algunos ejemplos de Demóstenes y de Isócrates, se imaginan habernos presentado una imagen viva de la elocuencia! Es como si hubieran querido encerrar todo el Océano en el cauce del Tíber o del Iliso. Yo esperaba de vosotros cánones y reglas universales, observadas y deducidas de la misma naturaleza, porque éstas son las que componen el arte. El presentar, en vez de fórmulas, ejemplos, no es de hombre científico, sino de un empírico. Un solo día de práctica en el foro, en la curia, me ensañará más que todos vuestros tratados, y que muchos meses consumidos en tan inútil disciplina. Pero ¿cómo han de dar precepto alguno útil para el arte los que empiezan por ignorar su materia y sus fines? La inquisición de los argumentos pertenece a la Dialéctica, y por eso los libros Tópicos de Aristóteles están bien colocados en el Organon.

[p. 153] «De todo lo cual se infiere que sólo la elocución es propia materia de ese arte; pero aun esta misma la embrollaron los griegos con mil sutilezas y ociosas diligencias, recogiendo como schemas y lumbres de la oración todos los modos de decir, así los más ajenos del uso común como los más trillados y vulgares.

»Tampoco puede sostenerse la antigua división del estilo en sublime, medio e ínfimo, como si se tratara de hacer alguna división de los ciudadanos mediante el censo. Las virtudes del estilo son muy variadas: unas dependen de la elección de las palabras, otras del contexto y del número, otras de las figuras y schemas, otras de la fuerza y agudeza de la argumentación, otras de la abundancia, otras de la gravedad de la sentencia: por consiguiente, no pueden ser tres los géneros de estilo, sino infinitos, pues bajo cada uno de estos respectos pueden señalarse más de tres maneras de escribir. Y estos infinitos estilos intermedios conviene estudiarlos y clasificarlos,  porque hay muchos colores intermedios entre el blanco y el negro y muchos sabores entre el dulce y el amargo. No basta comparar, como los antiguos hacen, la oración con un cuerpo humano, en el cual hay carne, sangre, jugo, huesos, nervios, cutis, color, estatura, hábito, proporción de partes... sin definir ni declarar nada; sin decirnos qué es lo que entienden por huesos, por sangre y por jugo. Así hay tanta diversidad de pareceres entre ellos para juzgar un mismo discurso».

No menos disonaba al recto juicio de Luis Vives la distinción de las obras en poéticas y prosaicas, según que estaban en metro o carecían de él. «La prosa de Platón (dice), aunque no esté medida, merece por su elevación sobrehumana, y por la magnificencia de conceptos y de palabras que la esmaltan, ser tenida por un poema, mucho más que la locución de los poetas cómicos, que, fuera de la tenue versificación, apenas se distingue de la prosa familiar y doméstica».

Y sobre el canon de la imitación, ¡con qué independiente y alta crítica procede Vives! ¡Cómo fustiga a los ciceronianos de Italia, fortificando las razones de Erasmo con otras razones de más alto origen! «Lo que al principio es imitación, debe ir adelantando, hasta llegar a ser certamen, en que se trate, no ya de igualar, sino de vencer al modelo. En nuestros días, algunos se sujetan ridículamente a la imitación, no sólo en las palabras griegas o latinas, que [p. 154] esto es necesario, porque, siendo muertas aquellas lenguas, sólo se conservan en los libros; sino en todo el contexto de la frase, lo cual de ningún modo es conveniente, porque los vocablos y modos de decir, recogidos de la lectura, deben servir no más que como piedras para levantar cada uno el edificio de su discurso, según convenga a su ingenio, o la materia lo exija, o el tiempo y el lugar lo pidan. ¿Hay servidumbre mayor que esta servidumbre voluntaria, de no atreverse a salir de la cruel dominación de un modelo, aunque el asunto nos lleve a otra parte, y el tiempo y los oyentes y la generosa naturaleza del ingenio nos den continuamente voces de libertad? ¿Cómo han de poder moverse los que tienen que ir fijando el pie en las huellas ajenas, como los niños que juegan en el polvo? ¿Cómo han de imitar, si no saben siquiera lo que es imitación? Creen que imitan llenando sus obras de centones de palabras o de argumentos. Es como si un pintor, para figurar un prado, pegase a su tabla flores naturales arrancadas de algún jardín, o para hacer el retrato de un hombre pegase al cuadro una nariz o un remiendo de toga. Tal es la imitación de éstos: roban, saquean, compilan, y para disimular el hurto dicen que imitan... ¡Qué cruz, es, qué cadena para los ingenios el estar comprimidos en tan estrechos límites, de tal modo que no pueden dilatarse, y mientras atienden a este cuidado sólo de no rebasar los límites prescritos, cómo se alejan de las más útiles verdades, y qué ocasión dejan escapar de las manos de hacerse dueños de las disciplinas más fructuosas!... Y en este tan largo y miserable trabajo, que yo ni a mis propios enemigos deseo, cuanto menos aconsejarle a mis amigos, ¿qué fruto es el que se proponen? ¿Qué utilidad la que sacan de tanto cuidado y tantas vigilias? Hacerse, después de muchos años, no ya émulos de la dicción ciceroniana,  sino compiladores indigestos de sus palabras y períodos...¡Con cuánta más razón debe llamarse orador el que expone en cualquiera lengua y con cualquier estilo cosas grandes y dignas de su argumento! Porque si la elocuencia es cierto género de pelea y tiende a la persuasión como a la victoria, ¿quién no ha de preferir un soldado cubierto de cuero y armado de hierro, a un garzón imbele y afeminado, con áureas armas y espada fulgente? Y si la Retórica, según vosotros, se ejercita principalmente en los negocios públicos y civiles, ¿qué han de decir esos hombres que ni en [p. 155] sueños conocen tales cosas, ni saben en qué ciudad ni en qué mundo viven, y pensando siempre en la antigua Roma, son peregrinos en la nuestra?... Y no importa en qué lengua se habla, porque en francés y en alemán y en castellano hay muchos hombres elocuentes... Nadie debe amar ni aprobar los vicios e impureza de dicción, de donde ha venido tanta ruina a las artes y a las ciencias; pero si se nos da a escoger, ¿quién dudará en preferir una oración inmunda y desaliñada sobre pensamientos excelentes, a un discurso muy elegante y florido sobre fruslerías y necedades?»

Con esta elocuente diatriba termina el libro IV De causis corruptarum artium, uno de los más perfectos de aquella obra gigantesca. Los que se imaginan a los grandes humanistas españoles del siglo XVI siervos sumisos de la antigüedad, encerrados en el duro ergástulo de la imitación, bien tienen que reparar y admirar en el trozo transcrito.

Asolado de esta manera, y conmovido hasta en sus cimientos, el alcázar de la retórica tradicional, debía esperarse de Vives, en los tres libros De ratione dicendi, una construcción enteramente nueva; pero Vives, lo mismo que Bacon, es más admirable en la parte negativa que en la positiva. En la materia presente, su principal mérito está en haber renovado el nexo que juntaba la Retórica con las ciencias filosóficas, y en haber extendido su jurisdicción a todos los géneros no poéticos. Ya desde la epístola preliminar al maestrescuela de Salamanca y obispo de Coria, D. Francisco Bobadilla, truena contra la costumbre de enseñar a los niños la teoría literaria antes de la filosofía, y como si fuese una consecuencia de la gramática. «¿De dónde ha de sacar argumentos el ignorante de la filosofía y de las memorias de la antigüedad y de las costumbres y de la vida humana? ¿Cómo ha de inquirir razones sin el instrumento de lo verosímil y de lo probable? Pues el mover y el sosegar los ánimos, que es el principal oficio del orador, claro es que exige el tratado de anima. Sólo después de echados estos fundamentos puede aprenderse la Retórica, si es que buscamos algún fruto de ella: no en la puericia o en la adolescencia, en aquella ignorancia de todas las artes, costumbres, leyes y afectos del alma... Yerran en esto los maestros vulgares por creer que todo el arte de bien decir se reduce a la parte que trata de las palabras, de las figuras, de los tropos, de los períodos, de la armonía de la dicción, [p. 156] cosas que no importan tanto para el cuerpo y sustancia del discurso como para el decoro y ornamento de la frase. Por eso Aristóteles, grande e ingenioso artífice de enseñar las artes, hace en su Retórica muchas remisiones a sus libros dialécticos y filosóficos; pero en los filosóficos nunca remite a los retóricos, porque el conocimiento de éstos presupone el de aquéllos». [1]

Estas palabras del principio bastarán a mostrar la grandeza y novedad del propósito de la obra: «Con razón llamó reina a la elocuencia Eurípides el trágico. Donde floreció la libertad, donde fué igual el derecho para todos, la palabra se consideró como instrumento de poder, y fué grandemente enriquecida y cultivada, como aconteció en Sicilia, después de la expulsión de los tiranos, y en Atenas, en Rodas y en Roma. Pero cuando ya no tuvo premio el ejercicio de la palabra, olvidóse de todo punto, y el arte mismo, cualquiera que fuese, yació en silencio y en tinieblas hasta nuestros días. Después de tanto tiempo, nosotros volveremos a sacarle a la luz, no renovando el arte antigua, ni enseñando tampoco otra enteramente nueva. Tomaré de los antiguos algunas cosas, pero (en cuanto yo pueda) tendré los ojos fijos en aquella que me parece la forma natural de la ley del bien decir, y no lo acomodaré sólo al uso de una lengua o de dos, sino que procuraré extenderle a todas, porque la utilidad de la elocuencia se extiende a toda la vida... [p. 157] Por consiguiente, no se admire nadie de que yo enseñe algunas cosas de distinto modo que como las enseñaban los antiguos, porque ellos sólo educaban al orador para dos géneros de causas, las deliberativas y judiciales; yo, en cuanto pueda, le educaré para todas». [1]

Materia del arte retórica es, para Vives, todo lo que se comprende bajo esta generalísima palabra sermo. Pero esta materia no es propia, sino prestada. En toda oración hay que distinguir las palabras y las ideas, que son entre sí como el cuerpo y el alma. Vana y muerta cosa son las palabras sin las ideas. Pero ni las ideas ni las palabras las da la Retórica. Las ideas se toman, o de las distintas ciencias o de la prudencia y uso de la vida: las palabras son cosa popular y de todo el mundo, sobre las cuales ningún arte puede reclamar especial derecho. La adaptación de las palabras y de las ideas a cada fin, esto es propiamente lo que trata la Retórica, «non quid dicendum sit, sed quemadmodum». Vives incluye en ella, no sólo los discursos propiamente dichos, sino la historia, las epístolas, los apólogos las fábulas licenciosas o novelas, y finalmente la poesía. En cuanto a la historia, se lamenta de verla reducida a narraciones de guerras y batallas, que no son sino inmensos latrocinios. [2] Defínela pintura e imagen [p. 158] de las cosas pasadas, y quiere que verse principalmente sobre las acciones de los filósofos gentiles, de los santos cristianos, y de todo hombre insigne en virtud.

La poética de Luis Vives es muy breve, pero contiene ciertos rasgos dignos de memoria, esparcidos, ya en el III, De ratione dicendi, ya en el II, De causis corruptarum artium. Declárase expresamente partidario de la verdad en el arte: Adeo contra naturam omnino mens nostra nec intelligere quidem valet aut ratiocinari, videlicet mentis mostrae, sive scopulus sive materia, veritas est, qua nihil est naturae congruentius. Aun las metamórfosis de los antiguos tenían cierta verdad relativa, puesto que para el poder de los dioses nada había imposible. Admite y recomienda en primer término los asuntos religiosos para la poesía, [1] y se muestra muy severo en cuanto a la moralidad de la fábula. «Los antiguos (dice) celebraron en los poemas a sus dioses; celebremos nosotros a nuestros ángeles, celebremos a nuestros santos, que mostraron en la tierra una imagen de la vida celestial». Declara las obras dramáticas de su tiempo superiores, por el interés del argumento y por la utilidad moral, a las de los antiguos griegos y romanos (In argumento potiores sunt hoc tempore vulgares fabulae quam antiquae Latinae et Graecae), y tiene palabras de singular elogio para la Celestina, cuyo desenlace considera como ejemplar escarmiento. [2] Se manifiesta favorable a la introducción de personajes alegóricos en el teatro por lo mismo que producen cierta agradable, solemne y misteriosa oscuridad.

Además de su tratado extenso de Retórica, terminado en Brujas en 1532, dejó Vives uno especial sobre el género deliberativo (De consultatione), escrito en Oxford, en 1532, y dedicado a Luis de Flandes; y otro De conscribendis epistolis, con la dedicatoria [p. 159] del cual honró a Idiáquez, Secretario del César Carlos V. En todos ellos hay útiles preceptos y erudición vastísima, pero son enteramente técnicos. [1]

Entre los que siguieron la dirección de Vives tendríamos que contar probablemente al valenciano Fadrique Furió Cenol (puesto que fué en París discípulo de Pedro Ramus), si pudiéramos haber a las manos sus Instituciones Retóricas, que se citan como impresas en Lovaina (apud Stephanum Gualterum et Joannem Bathenium) en 1554. Pero ha sido tal nuestra desgracia, que hasta el presente no hemos podido adquirir ni ver siquiera semejante libro, que es de los más raros de nuestra literatura; tanto, que sólo tenemos noticia de un ejemplar existente en la Biblioteca de la Universidad de Oxford, según consta por su catálogo [p. 160] impreso. Furió Ceriol fue una de las individualidades más enérgicas y uno de los espíritus más francos y desembarazados del siglo XVI. De ello dió muestras abordando resueltamente la temerosa cuestión de las Biblias en lengua vulgar, y decidiéndose por la afirmativa, en su diálogo (también muy raro, pero reimpreso modernamente en Alemania) De libris sacris in vernaculam linguam convertendis, y la cuestión política en su tratado De la institución del Rey, de la cual obra magna sólo poseemos hoy una pequeña muestra en el áureo tratado Del consejo y consejeros del Príncipe. A esto y a una gallardísima aprobación, estampada al principio de los Comentarios de D. Bernardino de Mendoza, se reduce todo lo que he leído de Furió Ceriol, quedándome con ansia grande de lo restante. Fué este gran varón muy amado de Felipe II, cuya protección decidida no le abandonó ni aun en la tormenta inquisitorial, que estuvo a punto de traer sobre Furió Ceriol la condenación fulminada por el Concilio de Trento sobre su apología de las traducciones de la Biblia. Furió Ceriol había sido en Paris discípulo de Turnebo y de Pedro Ramus, y quizá su Retórica nos daría motivo para contarle entre los secuaces de la filosofía del segundo, como positivamente lo fueron el abulense Pedro Núñez Vela y Francisco Sánchez de las Brozas.

El mallorquín Antonio Llull (vicario general que fué de la diócesis de Besançon), descendiente del beato Raimundo, y secuaz en parte de su doctrina, imprimió en Basilea, el año 1550, unos Progymnasmas Retóricos, y el año de 1568 siete libros De Oratione [1] , basados especialmente en la retórica de Hermógenes, [p. 161] pero añadiéndole, además de los preceptos de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, algunas ideas lulistas, verbigracia, la de considerar el affato o potencia de hablar como un sexto sentido. En la extensión que dió a la materia se acerca mucho a Vives, cuyas huellas sigue con inteligencia y sin superstición, anteponiendo el tratado de la dialéctica al de la Retórica, haciendo una nueva clasificación de las figuras, buscando razones filosóficas para la división de los géneros, analizando las facultades humanas de las cuales depende la elocuencia, e intercalando un tratado completo de filosofía realista (platónica o luliana) sobre las ideas. Es uno de nuestros mejores y más racionales libros de Retórica, aunque no está exento de nimiedades y de subdivisiones inútiles.

De caer en tal pecado se libró cuerdamente nuestro filósofo platónico por excelencia, Sebastián Fox Morcillo, en sus dos libros De imitatione seu de informandi styli ratione, que publicó en 1554, y que, además de ser grande objeto de codicia bibliográfica, son un primor de arte y de estilo. Adoptó en ellos la forma socrática del diálogo, no sólo por veneración al gran maestro del pensamiento ateniense, cuyas huellas él principalmente seguía, sino por tratarse de una materia que él tenía por no sujeta a preceptos, y que convidaba a un modo vago y libre de filosofar, como es el que procede por diálogo y sentencias contrapuestas. No fué su objeto abarcar todas las partes de la Retórica, ni seguir la vía trillada por los antiguos, sino tratar solamente del principio de imitación y de la manera de formar el estilo. Interlocutores son Francisco, hermano de nuestro filósofo y estudiante en Lovaina, y un condiscípulo suyo, Gaspar Enuesia (Núñez), gaditano, en boca del cual pone el autor su propia doctrina. La conversación tiene lugar en los alrededores de Lovaina, por donde van entrambos escolares refrescando las especies de sus lecciones y dando al alma pasto de dulces razonamientos. [1]

[p. 162] Admite Fox el principio de imitación, pero sólo para formar el estilo de las lenguas muertas, que no se aprenden del uso, sino de los libros. Y como es imposible y absurdo imitar a la vez a todos los autores, empleando, ya una locución seca y concisa, ya un estilo periódico y minucioso, necesario cree tomar algún modelo y convertirle en sustancia propia. «Todo lo que no se hace a ejemplo de otra cosa, resulta las más veces imperfecto y manco. ¿Y qué maravilla, si el mismo Dios, al crear el mundo, imitó su propia Idea, según dice Platón? Y la naturaleza conserva expreso en cada ser el vestigio y la imagen del Soberano artífice, puesto que todas las cosas están sujetas al número ternario (materia, forma y conexión), así como Dios es trino y uno». [1]

Firme el autor en su propósito de no dar por cierto y averiguado nada que no esté confirmado por razón (ut nihil pro certo velim asserere, quod non etiam addita ratione confirmem), trata de poner en claro cuál es el verdadero sentido de la palabra imitación, opinando, como Vives, que ésta de ningun modo puede consistir en ir salteando, por los escritos ajenos, períodos y sentencias. ¿Cuál es, pues, el fundamento de la imitación? Y Fox responde profundamente: «No está en las palabras ni en la forma de la oración, sino en cierta semejanza de la naturaleza (sed in naturae similitudine), que se puede sentir mejor que explicar con palabras. Cuando vemos que alguien remeda propia y fácilmente a otro, es por cierta conformidad de índole, más o menos descubierta. Así como sería absurdo acomodar a todos un mismo [p. 163] calzado, absurdo es imponer a todos una misma regla y forma para la imitación, como si todos los ingenios fuesen iguales. De donde se infiere que tampoco hay una teoría cierta y absoluta del estilo, sino que depende todo del uso, de la observación y del ejercicio. Pero el primero y más esencial de los preceptos es parecerse en algo al autor que se imita. El que es breve, conciso y humilde, ¿cómo ha de despojarse nunca de su propio espíritu hasta conseguir algún buen fruto de la imitación de Marco Tulio? El que es verboso y redundante, ¿cómo ha de imitar la brevedad de Salustio, la familiaridad de Terencio, la dureza de Plinio? Cada nación tiene su propio estilo, y le tiene también cada ingenio, y cada materia lo exige propio y acomodado a sí». [1] El mejor precepto que del diálogo de Fox se saca es éste: acomodar el estilo a la materia de que se trata (naturam subjectae rei... observare). Fox es gran partidario de la objetividad del estilo; pero al mismo tiempo deja a salvo la individualidad del autor, y funde ambos principios en esta definición, armónica como todas las suyas: «El estilo es cierto carácter, genio o forma de decir, derivado, ya del ingenio de cada cual, ya de la cuestión que se trata». [2] Pero este carácter ha de ser como un hilo tendido por toda la oración, de tal modo que se vea, no tanto en las frases y en los vocablos aisladamente, como en todo el cuerpo de la obra. La famosa sentencia atribuida vulgarmente a Buffón, «el estilo es el hombre», corresponde exactamente a esta otra de Fox: «Por el estilo es tan fácil conocer la naturaleza y costumbres de cada uno, como por su rostro y por su trato». [3] La amplitud de esta [p. 164] doctrina es tanto más de admirar en Fox Morcillo, cuanto que él era ciceroniano entusiasta, tan idólatra como los de Italia, hasta el punto de creer dignos de imitación los mismos lunares de la frase de Marco Tulio, si es que algunos tiente. [1] Pero más tolerante que los ciceronianos de la corte de León X, o aleccionado por las duras sátiras de Vives y de Erasmo, extiende su indulgencia hasta proponer por modelos a todos los autores latinos que florecieron desde Cicerón hasta Quintiliano, y a todos los griegos que vivieron desde Platón hasta Plutarco, con tal que se escoja uno de los mejores para la imitación, pero leyéndolos todos para adquirir erudición, buena crítica y fondo de doctrina, y aun ciertas virtudes de estilo que no contradigan a la forma general que se adopte, la cual debe adherirse al ánimo como si fuera ingénita. Y siempre vuelve a su sentencia capital y firmísima: «acomodar el estilo a las cosas, no las cosas al estilo». Sólo así tendrá unidad la composición, a imagen y semejanza de la idea, que enlaza todas sus partes en el entendimiento. [2]

El resto del dialogo está consagrado a exponer muy por menudo los misterios del estilo, que Fox había logrado arrancar a aquella forma antigua, a quien, a poder de brazos, había hecho su rendida enamorada, juntando, como él dice, «lo griego con lo latino».

Vives, Antonio Lull, Furió Ceriol y Fox Morcillo, tienen además de indudables analogías en el pensamiento, la semejanza fortuita de haber estampado sus principales obras en Basilea [p. 165] con diferencia de pocos años. Pertenecen, pues, a la cultura general europea tanto como a la de España. Los preceptistas, de quienes vamos a hablar ahora, ejercieron una influencia local más determinada. La Universidad de Alcalá se honra con las retóricas de Matamoros y Arias Montano, la de Valencia con las de Núñez y Semper, la de Salamanca con el gran nombre del Brocense.

El hispalense [1] Alfonso García Matamoros, tan ciceroniano como su contemporáneo Fox, fué catedrático de letras humanas en la escuela Complutense, y es recordado principalmente por su escrito apologético de la ciencia española (Apología de adserenda hispanorum eruditione); imitación brillante y académica del diálogo Bruto, o de los esclarecidos oradores. Quedan de él nada menos que tres tratados retóricos: el De ratione dicendi, el De formando stylo y el De methodo concionandi, pudiendo decirse que abrazó todas las partes de la oratoria con método más didáctico que todos los autores citados hasta ahora, y sin desventaja alguna en la latinidad, que es en Matamoros purísima, tersa, numerosa, acicalada, digna de los mejores tiempos de la antigua Roma. [2]

[p. 166] Las obras de Matamoros son el resultado de veinticinco años de enseñanza pública en Valencia, en Játiva y en Alcalá de aquí su carácter más elemental que especulativo; de aquí también la abundancia de ejemplos de los antiguos, con los cuales pretendía desterrar el mal gusto, la barbarie y la sofística, que casi llegó a descuajar por completo de aquellas célebres escuelas, secundando los esfuerzos del inmortal cancelario Luis de la Cadena, luz de aquella generación de los Petreyos y de los Ramírez, que sucedió a la primera y gloriosísima de los Bulbos y de los Vergaras. Matamoros fué de los que más se señalaron en el asalto contra «la inútil y espinosa dialéctica, arrojada ya de Lovaina y de París, y de toda Italia y de Alemania, y vehementemente combatida en muchos lugares de España». Reclamaba iguales privilegios para la filosofía platónica que para la aristotélica, y decía al rector y a los teólogos de Alcalá: «Dejadlas correr libremente en un mismo estadio».

Recomendaba, por el contrario, el estudio de la verdadera y sólida dialéctica, que era para él, como para los antiguos y para Vives, necesaria introducción de la Retórica. El De ratione dicendi es un hábil compendio de Cicerón y Quintiliano, con algunas declamaciones u oraciones ficticias, que el autor propone como ejercicios a sus discípulos. Y por cierto que los argumentos son singulares: en dos de estos discursos se discuten con gran desembarazo las razones en pro y en contra de la celebración del Concilio de Trento. Matamoros creía que la elocuencia, aunque fuese de burlas y para adiestrar el brazo, debía ejercitarse en algo sólido y trascendental, y no quitar de los ojos las grandes realidades de la vida, aun en estos juegos de esgrima oratoria, tan cultivados en la decadencia romana. Tal virilidad de pensamiento había en los gramáticos y pedagogos del siglo XVI, que a los mismos editores del siglo pasado los arredraba, obligándoles a poner notas atenuativas o a suprimir páginas enteras.

No escribió el maestro Matamoros cosa mejor que su tratado [p. 167] De tribus dicendi generibus sive de recta informandi styli ratione. Es verdad que le sirvieron de punto de arranque las doctrinas de Vives, las de Fox Morcillo y aun las de Pedro Ramas, a quien tachaba, sin embargo, de haberse levantado tan fieramente contra Aristóteles, con no menor audacia que la que mostraron los gigantes al rebelarse contra Jove. Atribuye la ruina de la elocuencia a la pérdida de la libertad en Grecia y en Roma. «Esta fué, añade, la causa primera y principal de la corrupción de las artes, aunque no la única». [1]

Define el estilo: «hábito de la oración, dimanado de la naturaleza de cada hombre» e incluye en él la invención, la disposición y la elocución. (Est enim stylus habitus orationis, a cujusque hominis natura fluens, qui inventionem, dispositionem et elocutionem artificiose comprehendit). Sus diferencias nacen de la época, de la naturaleza del argumento, y principalmente de la índole del escritor. En estas nociones generales se acerca a Fox Morcillo; pero al trazar la idea del óptimo género de oratoria sigue amorosamente las huellas de Cicerón en el Bruto. Y podía tanto la devoción ciceroniana en Matamoros, que siendo, como era, ardentísimo erasmista, hasta el punto de no atreverse a hacer el elogio de Fray Luis de Carvajal «por no irritar los manes del iracundo Erasmo», todavía se lamentaba de que aquel gran varón no hubiese sido más supersticioso en materia de estilo, renunciando así a pasar por modelo en las generaciones futuras. ¿Pero qué entendia Matamoros por estilo ciceroniano? No el que se da por satisfecho con diez o veinte fórmulas de Cicerón, sino el estilo óptimo, el que procede con pureza, elegancia y armonía, según la condición de la materia. [2] Por eso no creía que Bembo, ni Sadoleto, [p. 168] ni Jerónimo Osorio hubiesen agotado la imitación ciceroniana, ni penetrado siquiera en lo más recóndito del santuario.

El libro De methodo concionandi de Matamoros es una tentativa de adaptación de los preceptos de Quintiliano a la oratoria sagrada, que algunos, como Erasmo y el beato Alonso de Orozco, habían declarado independiente de ellos por la excelsitud de su materia, desconocida de los paganos e inaccesible a las fuerzas de la humana razón entregada a sí propia. Pero otros sostenían con más fundamento, que, por encumbrada y divina que fuese la materia oratoria, no sobre ella, sino sobre la forma, recaían exclusivamente los preceptos; y que siendo, o debiendo ser, éstos generalísimos y de absoluta verdad, lo mismo debían aplicarse a las oraciones sagradas que a las que antiguamente resonaban en la plaza pública. La Retórica eclesiástica, de Fr. Luis de Granada, vino a terminar esta cuestión; pero en tiempo de Matamoros este libro no se había escrito, y la controversia andaba muy empeñada. Matamoros declara que la elocuencia no es múltiple, sino una, sea cualquiera la lengua que tome por instrumento, y sea cual fuere la materia en que se ejercite, ya oratoria, ya poética, ya histórica, ya sagrada, ya profana. Uno es el principio de bien decir, y, por consiguiente, tiene que ser una sola la Retórica, ya enseñe a perorar en los negocios civiles, ya resuene en los templos para utilidad moral de los oyentes. Es vano intento el de querer buscar caminos nuevos, apartados de la secular y étnica elocuencia de los Cicerones y Demóstenes. El modo de predicar depende tanto de los preceptos de los retóricos, que el que quiera introducir en el templo una nueva Retórica como bajada del cielo, tiene que empezar por destruir la antigua. [1]

[p. 169] Claro es que el predicador debe poner su confianza, no en la Retórica mundana, sino en la gracia del Espíritu Santo, y predicar a Cristo, y no predicarse a sí mismo; pero desde el momento que la oratoria sagrada es oratoria, debe entrar en las reglas generales de todo discurso. Matamoros, después de flagelar terriblemente a los oradores «que tienen la impudencia de subir al púlpito y ponerse a predicar el sacrosanto Evangelio de Cristo sin conocer más que la dialéctica de Aristóteles y algunas cuestiones escolásticas», les exhorta a unir el estudio de la filosofía con el de la teología, las letras profanas con las sagradas, y a que, después de bien instruídos en las Escrituras, en los Padres, en los Concilios, se entreguen a la asidua lectura de Demóstenes y de Cicerón y de todos los clásicos, para hacerse dignos de emularlos; siguiendo el ejemplo de San Justino Mártir, de San Gregorio Nacianceno, de San Basilio el Magno, de San Juan Crisóstomo, de Clemente Alejandrino, de Eusebio, de Cipriano, de Tertuliano, de Arnobio, de Lactancio, de San Agustín, de San Jerónimo, etc., que supieron hermanar con la religión cristiana las letras y la elocuencia de los gentiles. «Porque, al fin, todos los hechos esforzados, todos los sabios dichos, todas las ingeniosas invenciones de los gentiles, Cristo las había preparado para utilidad de su pueblo. Él había dado a los gentiles el ingenio; Él el ardor infatigable de buscar la verdad; Él los guiaba para encontrarla». [1]

Amigo y panegirista de Matamoros fué Arias Montano, varón  incomparable, a quien la filología oriental y las ciencias bíblicas nunca pudieron arrebatar del todo a la filología clásica. Seis [p. 170] días de la semana dedicaba, en su edad madura, a la primera; pero vacaba constantemente el día séptimo en la composición de versos latinos, ya himnos, ya elegías, ya hexámetros didácticos. Así nacieron los Monumenta humanae salutis, los Hymni et saecula, la traducción en verso latino de los Salmos del Rey Profeta, tres colecciones poéticas de las mejores del Renacimiento. Tentativa más juvenil fué el poema de la Retórica, en que Arias Montano, más que en imitar la epístola de Horacio a los Pisones, tuvo puesta la mira en competir con la elegante y suave Poética del cremonés Jerónimo Vida, obispo de Alba, [1] poeta más virgiliano que horaciano. Los humanistas de Alcalá recibieron con entusiasmo la obra de Arias Montano, y el cancelario Luis de la Cadena ciñó sus sienes en acto público, a ejemplo de Italia, con el laurel poético, no concedido hasta entonces a ninguno.

       ............................................. Te, magne Cathena,
       Musarum antistes, quo judice et auspice quondam
       Ornavit viridis primum mea tempora laurus,
       Hesperiis optata viris per saecula multa,
       Non concessa
tamen.
                                                                                       (Lib. I. v. 186).         

El interés de la Retórica de Arias Montano no es científico, sino literario y moral; consiste en la belleza de las imágenes, en el calor de los afectos y en las noticias de costumbres y de personajes de su tiempo, no en la originalidad de los principios, que son útiles y sesudos, pero que en nada se separan de la pauta convenida. Distribúyese el poema en cuatro libros: el primero trata de los tres géneros, demostrativo, deliberativo y judicial; el segundo, de la invención; el tercero, de la disposición; el cuarto, [p. 171] de las cualidades del orador. La aridez de los preceptos está templada por mil ingeniosas digresiones y por ejemplos de la propia cosecha del autor, que se vale de tales episodios, ya para excitar el celo de los obispos en la reforma de la oratoria sagrada; ya para protestar contra el protestantismo; ya para reprobar la lectura de los libros de caballerías; ya para describir, con fácil y brillante pincel, las costumbres de la dorada juventud de su tiempo, sus viajes a Italia, de donde vuelven con acento extranjero, menospreciando todas las cosas de su tierra, y admirándose de que hayan crecido tanto las calabazas; ya, en fin, para tributar un dulce y poético recuerdo a sus maestros, a sus compañeros de estudios, a sus amigos del alma, a Luis de la Cadena, a Cipriano de la Huerga, a Matamoros, a Quirós, a Ambrosio de Morales, a D. Martín Pérez de Ayala, a D. Honorato Juan...: hermosa galería de nobilísimas figuras, tan honradas por la amistad de Arias Montano como él por la suya. ¡Qué libro tan dulce y tan simpático! ¡Cómo nos hace penetrar en el íntimo coetus de nuestros humanistas, y nos los muestra tan admirables por el corazón como por el entendimiento! ¡Cómo reviven en aquellas páginas las ilustres sombras que animaron en otro tiempo los desiertos claustros de Alcalá! ¡Y cómo vienen a quejarse del olvido y de la indiferencia de sus nietos! La facilidad inaudita de Arias Montano, que era un Lope en los metros latinos, degenera a veces en prosaísmo y flojedad; pero, en general, halaga el ánimo y el oído por la fluidez de los versos y la amenidad de los colores, dotes características de los poetas fáciles. Véase con qué profusión de lumbres y matices retrata al principio la fisonomía de la Diosa de la Palabra, imagen contrapuesta a la del monstruo horaciano:

       Finge mihi egregiam vultu formaque puellam,
       Cui quae genae roseo surgant de lacte colore,
       Lumina stellanti denigrent luce Pyropum;
       Assistant labiis Veneres; sit nasus Amoris
       Quam solet hamatis pharetram complere sagittis.
       Pinximus. Adde etiam Pario de marmore collum,
       Ceruleas tenuis divertat linea venas
       Persequere exacte auratos numeraque capillos:
       Pars micet in gemmis: coeat pars divite nodo,
       Partem etiam jubeo permittere lenibus auris:
       Distingue et teretes digitos, manus ipsa niventi
        [p. 172] Contendat massae; pretiosa caetera veste
       Arte laborato ex auro cum murice circum
       Scribito: sed deceat cunctis in partibus, atque
       Haereat, occultosque chlamys circumnotet artus:
       Perfeci. Ecce tibi ridentia virginis ora,
       Spiranteis vultus reddo, blandeque tuenteis.
       Nihil moveor: sed enim totam consumpsimus artem.
       At mihi non ullo pectus succenditur igni;
       Nulla tenet mentem cura, et nihil usque laboro.
       Jam satis est, vidi, cedo, transferre licebit:
       Nec sequar, absentis nec erit mihi cura petendae,
       Unde hoc? Nam verba hic desunt, suavisque loquendi
       Usus, et his multo mentis formosior index,
       Naturaeque decus, divumque ab imagine sermo
       Redditus, humanae pulcherrima munera vitae.
                                                                                   (Lib. I.. v. 1).         

Esto es más que explanar teóricamente la belleza; es hacerla sentir y bullir en las palabras mismas. El siguiente pasaje sobre la pérdida de la juventud no es indigno de Lucrecio, a quien recuerda mucho por la áspera y triste energía en la descripción de los dolores morales:

           Et vita et vires fugiunt, aevique virentis
       Flos operae pretium magnum facturus inerti,
       Marcescens torpore perit, vel sentibus altis,
       Damnosa aut tabula, aut insani vulnere amoris
       Obruitur, miserae indicium praebetque senectae,
       Et foedam de se speciem tetramque remittit,
       Quo nares superum puras infestat, odorem,
       Irritatque truces iras, et fulmina magni
       Numinis invito cogit descendere jactu.
                                                                                  (Lib. III. v. 20).         

Otras veces se admiran versos de una dulzura virgiliana:

       Desertosque focos, et dulcia fercula matrum.
                                                                                  (Lib. III. v. 980).         

Esta variedad de tonos; este rápido pasar de lo didáctico a lo histórico, de lo antiguo a lo moderno, es el mayor encanto del poema de Arias Montano. ¡Qué tono tan elegíaco, y al mismo tiempo tan robusto hasta en el desaliento, ostenta el himno fúnebre que levanta sobre los despojos del gran cancelario, del sobrino de Pedro de Lerma! Arias Montano ve cortadas en flor todas sus [p. 173] esperanzas y las del humanismo español: él y sus amigos creían que Luis de la Cadena iba a poner la planta sobre el cuello de la barbarie; pero Luis de la Cadena sucumbió en la empresa, y la barbarie eterniza su imperio:

           Nemo fuit nostro magis admirabilis aevo,
       Nemo suis facilis magis, aut jucundior usquam,
       Carior et nobis nemo. Speravimus illo
       Praeside, barbariem foedam stupidosque shopistas,
       Finibus e nostris cessuros, nostraque regna
       Musarum cultis donis et munere Phoebi
       Non caritura diu; sed spes fata invida nostras.
       Fregere, aut seclum non felix numinibusque
       Invisum, et genus incultum, et barbara semper
       Natio non meruit tam pulchrae munera laudis.
                                                                     (Lib. II v. 1014). [1]          

¡Y cuando se piensa que el hombre que dejó a millares versos latinos de tan exquisita factura como estos, caídos sin esfuerzo de su pluma y de sus labios, fué además el primer hebraizante y el primer escriturario del siglo XVI, y levantó aquel monumento de la Poliglota de Amberes, y fué además, como si toda esta actividad filológica, no le hubiese agotado, naturalista, filósofo, arqueólogo, político, y corrector de infinitos libros ajenos en la imprenta de Plantino, el ánimo se abisma, y todo parece pequeño en confrontación con estos patriarcas de la cultura moderna, que se llaman Erasmo, Aldo Manucio, Enrique Stéphano, Vives o Arias Montano, cada uno de los cuales hizo la obra de un siglo entero de erudito!

[p. 174] El método de enseñar la Retórica en verso, iniciado por Arias Montano, no prosperó en las escuelas del siglo XVI, y eso que él había encarecido sus ventajas en versos elegantísimos. [1] La Retórica siguió enseñándose en prosa, y así lo practicaron, entre otros maestros menos eximios, el valenciano Pedro Juan Núñez y el extremeño Francisco Sánchez de las Brozas. Núñez (a quien no debe confundirse con el matemático portugués del mismo nombre, inventor del nonius, ni tampoco con el protestante avilés Pedro Núñez Vela, amigo de Pedro Ramus, aunque también el Núñez valenciano fué ramista en un breve período de su juventud convirtiéndose luego al aristotelismo alejandrista más fervoroso); Núñez, digo, es uno de los nombres más ilustres que nos presenta en sus anales la siempre gloriosa universidad de Valencia. Gaspar Scioppio, aquel can de los gramáticos, que a nadie perdonaba, saludó a Nuñez como «príncipe de la filosofía peripatética, a nadie inferior en la más recóndita noticia de las letras griegas y latinas». Su entendimiento agudo y penetrante se ejercitó sobre todo en la crítica de los textos, a la cual no eran muy aficionados nuestros helenistas del siglo XVI; y aun conservan relativo valor (cosa rara en obras de filología, que se suceden y borran las unas a las otras) sus enmiendas a Frínico, y su oración « de las causas de la obscuridad de Aristóteles ». Entre los múltiples trabajos de Núñez que por tantos años profesó la Retórica en [p. 175] Zaragoza, Barcelona y Valencia, figuran unas Instituciones Oratorias, otras Instituciones Retóricas, unas Tablas para ilustrarlas, y varios opúsculos de menor cuantía. Las Instituciones Oratorias son un metódico compendio de Audomaro Talaeo (Omer Talón). En las Instituciones Retóricas, la doctrina, y aun las palabras, son de Hermógenes y de Aphtonio; trasladadas por Núñez a la lengua latina y enriquecidas con varios apéndices, verbigracia, la descripción aristotélica de las pasiones en el libro II de la Retórica, y un tratado de tropos y figuras extractado de Phebanmón y de Minuciano. Una serie de cuadros sinópticos pone a la vista todo el artificio hermogeniano. [1]

Las Instituciones de Núñez fueron reducidas a compendio, ya en el siglo XVII, por sus discípulos Bartolomé Gavilá, de Elche, y Vicente Ferrer, de Gandía, popularizando entre todos la doctrina de Hermógenes, que obtuvo mucho séquito en el reino de Valencia. [2] Es lástima que los más importantes trabajos de Núñez, [p. 176] sus escolios a la Retórica y a la Poética de Aristóteles (que él cita en su preciosísimo libro De recta atque utili ratione coficiendi curriculi philosophiae), se hayan perdido, salvándose, en cambio, sus progymnasmas y sus formularios ciceronianos, que no son hoy de ningún fruto, y que en su tiempo sólo sirvieron para alimentar la vacía locuacidad de los cazadores de epítetos.

Del nombre de Núñez es inseparable el del médico de Alcoy, Andrés Semper, autor de una Gramática latina, vulgarísima hasta el siglo pasado en toda la corona de Aragón, y de un Método oratorio, acompañado de un arte de predicar (De sacra ratione concionandi), que Matamoros elogia en el suyo, aun declarándole deficiente en muchas cosas por excesivo amor de Semper a la docta brevedad. Salió este libro de las prensas de Juan Mey, en 1568. El autor había explicado en la Universidad valentina, durante los dos años anteriores, el Bruto de Cicerón, las Tablas Retóricas, de Jorge Casandro, y las oraciones por Rabirio y por la Ley Manilia, que imprimió en 1552, con ciertos argumentos y escolios. Era más afecto a Ciceron que a Quintiliano, a quien tachaba de oscuro, complicado y nimio en discutir las opiniones de los antiguos retóricos.

También enseñó y escribió de Retórica en Valencia el aragonés Lorenzo Palmyreno,

                              Que ilustró de Alcañiz el sitio ameno,

[p. 177] según palabras del cronista Ustarroz en la Aganipe de los cisnes aragoneses celebrados en el clarín de la fama. Fué Palmyreno erudito de mucha y tumultuaria lección, buen latinista y hombre inofensivo, aunque pésimo poeta, lo cual hizo que lanzase sobre él todos los rayos de su cáustica indignación el Marcial valenciano, D. Jaime Juan Faltó, lugarteniente general de la Orden de Montesa, «el hombre más docto de estos reinos», en frase de Felipe II. Nadie busca hoy la Retórica de Palmyreno por su doctrina, sino por varias curiosidades que contiene, de las cuales la mayor son ciertos fragmentos de comedias hechas para ser representadas por sus discípulos, [1] curiosa muestra del teatro escolar del siglo XVI. Las obras de Palmyreno (dice con gracia Mayans) son semejantes a una almoneda, donde se pueden tomar algunas cosas y dejar muchas más.

En manos de tales compiladores, sin gusto y sin ingenio, el arte de bien decir no adelantaba un paso; antes parecía decaer rápidamente de la altura a que le elevaron las nobles disquisiciones de Vives y Fox Morcillo, de Matamoros y Arias Montano. [p. 178] Sólo el Brocense era digno de completar su obra. Y aunque el Organum Dialecticum et Rhetoricum no sea tal que pueda hombrearse con la sabia Minerva, porque, al fin y al cabo, en ésta se funda una ciencia nueva, la filosofía del lenguaje, al paso que en el Organum no pretende Francisco Sánchez otra cosa que sacar las extremas consecuencias de los principios de Vives y de Pedro Ramus, siempre será intento digno de loa el haber fundido en un solo libro la Lógica y la Retórica, fusión apetecida de muchos y aceptada en principio por casi todos, pero retardada por los escrúpulos de contravenir a la enseñanza de Aristóteles. Arrojábanse, pues, los más audaces, como hemos visto en el tratado De ratione dicendi, de Luis Vives, a sacar la Retórica de los términos del empirismo, haciéndola dependiente de las ciencias filosóficas; pero sólo a un ramista fervoroso como el Brocense podía ocurrírsele el pensamiento de absorber la Retórica en la Lógica, o viceversa. Ni esta idea apareció de una vez radiante y luminosa en el cerebro del grande humanista, sino que la fué madurando lentamente, notándose una evolución progresiva desde el tratado De Arte dicendi, impreso en 1556, y varias veces retocado después, hasta el Organum Dialecticum et Rhetoricum, que se estampó en Lyon, diez años más adelante, en 1579. De lo que viene a ser el Ars dicendi, trabajo juvenil del autor, se formará cabal idea por estas palabras del prólogo, cuyo final anuncia ya mayores intentos: «De Cicerón, Quintiliano, Hermógenes y Aristóteles he extractado cierto Método, que con rigor pueda llamarse Ars dicendi... No he querido escribir un compendio, sino un Arte, que facilite la inteligencia de los poetas y de los oradores, prescindiendo de reglillas menudas, como son las que se contienen en los Progymnasmas, de Aftonio... Los preceptos están extractados de los antiguos retóricos griegos y latinos; pero los he colocado en un orden propio, tratando primero de la invención, luego de la disposición y de la memoria, y últimamente de la elocución. En esta última parte apenas hago más que seguir el método de Audomaro Talaeo, [1] que juzgo óptimo y definitivo. Pero como yo no tengo costumbre de jurar en las palabras de ningún maestro, sé que he de sufrir la reprensión de los discípulos de Talaeo porque [p. 179] no reduzco, como él, toda la Retórica a la elocución, atribuyendo la invención y la disposición al dialéctico. Por ahora me limitaré a responderles que en este librillo no hago más que poner en orden los preceptos de los antiguos y tejer con las flores de sus prados una guirnalda para mi cabeza. En otro lugar expondré y defenderé mi parecer propio».

El guante estaba arrojado, y no era el Brocense hombre de decir y dejar de hacer; al contrario, la fiera independencia de su ánimo levantaba cada día su pecho para nuevas batallas. Refundió, pues, completamente su Retórica antigua, y la volvió a imprimir con el título de Organum Dialecticum et Rhetoricum, dedicándosela a sus hijos «como aljaba llena de flechas, para que pudiesen pelear contra las infinitas cabezas de la hidra sofística». El libro es revolucionario, digno de Pedro Ramus, y hace juego con el De los errores de Porfirio y con la incomparable Minerva. El Brocense sostiene que los retóricos han invadido los límites y jurisdicción ajena, atribuyéndose el tratado de la Invención, de la Disposición, de la Memoria y de la Acción, y además el conocimiento de las leyes. Si la Dialéctica es, como dijo Aristóteles, el instrumento de todas las artes, necesario es que su estudio se anteponga al de todas las disciplinas. El arte imita a la naturaleza; ahora bien: la naturaleza nos enseña primero a hablar, después a usar de la razón, y, por último, a exornarla. Debe aprenderse, pues, lo primero la Gramática, que ordena las voces; lo segundo la Dialéctica, que informa la razón; lo tercero la Retórica, que da color y figura a las sentencias. La Dialéctica no comprende sólo el arte de disputar, sino que abraza todo el ejercicio de la razón, o más bien es la razón misma, porque para Platón son cosas idénticas el discurrir y el hacer uso de la razón. Dos son los efectos racionales: inventar y disponer o juzgar; la invención, pues, y la colocación se enumeran como las dos únicas partes de la Dialéctica».

»Largo intervalo distan entre sí el orador y el retórico, por más que alguna vez se confundan estas palabras. Al retórico pertenece únicamente exornar la oración con tropos y figuras, hacerla llena y numerosa. Orador se ha de llamar tan sólo al que está muy versado en todo género de artes y ciencias. Por eso la Retórica, lo mismo que la Gramática, es sólo una partecilla de los estudios del orador.

[p. 180] »De las cinco partes de la Retórica que los antiguos enumeraron, sólo la elocución y la acción le pertenecen. La invención y la disposición corresponden a la Dialéctica. Y por más que sostenga Cicerón que una es la invención y la disposición en el retórico y otra en el lógico, la verdad es que no existe más que un arte de inventar y disponer, acomodado a todas las ciencias, así como hay sólo una notación ortográfica para escribir todas las palabras. La invención y la disposición son dialécticas donde quiera que se encuentren, ya se trate de las virtudes, como en el género demostrativo;   ya de la utilidad, como en el suasorio; ya de lo justo y de lo inicuo, como en el judicial. Cuando el orador quiera mover los ánimos de los oyentes, tendrá que tomar sus argumentos de los lugares dialécticos, persona, lugar, modo, tiempo, causa.

»Si alguien me objeta que nadie puede hablar sin invención y disposición, responderé, en primer lugar, que es posible que cualquier hombre invente y disponga rectamente sin haber estudiado la Dialéctica, porque el hombre es partícipe de la razón, y es, por consiguiente, lógico de naturaleza; y añadiré que no todo lo que es necesario para un arte es propio del mismo arte, y así, la Gramática tampoco es parte de la Retórica.

»Pero la Lógica, tal como se enseña generalmente entre nosotros, está atestada de cuestiones físicas, metafísicas y hasta teológicas. ¡Cuánto ganaría con reducirse a su propio terreno! Así como debe aprobarse y recomendarse por su utilidad la unión y armonía de las ciencias en cuanto a su uso, así debe vituperarse el confundir los preceptos de la una con los de la otra cuando se enseñan. ¿Por qué—me dirás—los retóricos y oradores han escrito tan largamente de la invención y de la disposición? Porque cuando ellos empezaron, todavía no estaba reducida la Dialéctica a preceptos; y como de todas maneras había que acudir a la invención y a la disposición, los retóricos invadieron el campo ajeno, y le poseen hasta hoy, aunque de mala fe.

»La memoria no es parte de ninguna ciencia, sino facultad humana. La acción y la pronunciación debieran relegarse al arte de los histriones, pues lo mismo el retórico que el poeta pueden ser perfectísimos en su arte aunque vivan en la soledad más apartada; pero atendiendo a que la acción es como la elocuencia del [p. 181] cuerpo, uniremos su estudio con el de la elocución, reduciendo la Retórica a estas dos partes.

»El estóico Zenón comparó ridículamente la Dialéctica con el puño cerrado, y la Retórica con la mano extendida. ¡Como si pudiera haber ninguna disputa que no sea enteramente lógica, o como si el manto plegado difiriese del manto extendido, o el fuego mayor del menor! La naturaleza de las cosas no se mide por ser ellas más o menos en número, ni por ser mayores o menores. La verdadera diferencia entre estas artes debe tomarse de su fin. El de la Lógica es usar de la razón; el de la Retórica exornarla con palabras».

De las profundas novedades lógicas que el Brocense introdujo, así en este tratado como en el De los errores de Porfirio, haciendo cruda guerra a la división de los silogismos, a los modales, a los términos vocales, mentales, cathegoremáticos, equívocos, etc., no es ocasión de tratar ahora. El Organum se divide en tres libros. Los dos primeros (De inventione et dispositione) son enteramente dialécticos; el tercero (De la elocución) es idéntico al que se lee en el De arte dicendi. [1]

[p. 182] Con el Brocense puede decirse que murió toda originalidad en estos estudios. Quizá el mismo ardor, propio de su condición, con que se opuso a las preocupaciones filosóficas, entronizadas en las escuelas, comprometió la noble causa que defendía (que era, en suma, la de Vives y la del pensamiento independiente), y atrajo sobre la cabeza de su autor disgustos y persecuciones, haciendo sospechosas hasta sus lucubraciones más inofensivas, como lo eran ciertamente éstas de Retótica y Gramática. Lo mismo los escolásticos que los humanistas vulgares y rutinarios sentían que aquella mano de hierro los levantase de su flojedad y somnolencia, y se vengaron de él acusándole a la Inquisición y poniendo sospechas en su fe. A tan feroces y absurdas represalias acudía, en el siglo XVI la ciencia oficial y petrificada contra los reformadores a quienes en otro campo no podía vencer; armando los puñales contra Pedro Ramus, o amargando con la dureza de las cárceles la vejez al Brocense y la edad madura a Fr. Luis de León.

Para completar esta bibliografía nos falta hacer mención de las Instituciones oratorias, de Miguel Saura (1588), y su Libellus de figuris rhetoricis (1567); del tratado De utraque inventione oratoria et dialectica (1570), del historiador aragonés Jerónimo Costa, que tenía ciertas tendencias platónicas, si hemos de creer a su panegirista Florencio Romano:

       Dogmata praestantis dia Platonis habes,

de las Tablas breves y compendiosas del complutense Alfonso de Torres (1579), autor de otra Retórica más extensa, que no parece; de los dos bellísimos opúsculos del maestro Bartolomé Barrientos (el más docto de los humanistas salmantinos contemporáneos del Brocense): el uno, De periodorum sive ambituum distinctionibus; el otro, De periodis ordinandis (1573); del Epitome troporum et schematum, de Francisco Gallés (1553), y, finalmente, de las Breves rhetoricae institutiones, del valenciano Francisco Novella, discípulo mediocre de Pedro Juan Núñez (1621). Todos estos libros, [p. 183] exceptuando, si acaso, el último, están escritos en buen latín; todos reproducen materialmente la misma doctrina, tomada de las mismas fuentes: ninguno arguye pensamiento propio en el autor, ni atención la más leve a la literatura de su tiempo, en la cual carecieron de toda influencia. Escribían como para Grecia o para Roma, y como si estuviese aún en pie la antigua organización de los tribunales, o persistiese el foro íntegro y libre. Y como al mismo tiempo iba cayendo en desuso la hermandad entre la retórica y la filosofía, tan preconizada por Vives, por Fox Morcillo y por el Brocense, no era de extrañar que las artes retóricas fueran haciéndose cada día más empíricas, más descarnadas, más anacrónicas y más infecundas, dando vueltas eternamente alrededor de los mismos textos, sin tomar de ellos el espíritu de creación y de libertad que había animado a los humanistas del Renacimiento. En toda Europa se daba el mismo fenómeno. Desde fines del siglo XVI, la enseñanza clásica, al reglamentarse en los colegios, había perdido no pequeña parte de su eficacia y de su virtud sobre el espíritu moderno. [1]

[p. 184] Extraviado el verdadero sentido de la antigüedad, ya no se buscaban en ella impresiones de frescura ni alientos de renovación, como en aquella edad heroica de la cultura clásica, que empieza en el Petrarca y se cierra con Enrique Stéfano, el más grande de los helenistas. Al juvenil y sincero entusiasmo, que da tan extraordinario calor a las poesías y a las prosas de Pontano y de Policiano, las cuales propiamente no son imitación de la antigüedad, sino una antigüedad resucitada, una recreación de lo antiguo, con la misma carne y sangre que tuvo; a la espontánea y ardorosa elocuencia de Vives; a la gracia infinita de Erasmo, había sucedido una imitación fría, algo de pueril y de umbrátil, una verbosidad estéril, literatura de escolares y pedagogos, no de hombres hechos y avezados a las tormentas de la vida. Así nació aquella filología, aquella oratoria y aquella poesía de colegio, que malamente llaman algunos jesuítica, puesto que los jesuítas (en cuyas manos vino a quedar finalmente la enseñanza de las letras clásicas en muchos países de Europa) antes contribuyeron a retardar que a acelerar la inevitable decadencia; por más que, llegados a las cátedras en época ya tardía, en que el Renacimiento había dado sus mejores frutos y comenzaba a descender, participasen, como todo el mundo, de la atmósfera retórica y declamatoria que empezaba a respirarse, y aun cargasen con el principal sambenito por ser los más numerosos y reputados institutores de la juventud. No tenían ellos la culpa de que las escuelas del siglo XVII no pudiesen ya producir Vives, ni Foxos, ni Arias Montanos, ni Brocenses, porque el espíritu que había alentado a aquellos grandes hombres estaba extinguido.

El tránsito de la prosa del Renacimiento a la prosa de los colegios (que tanto influyó luego en las literaturas vulgares, y principalmente [p. 185] en la francesa), se manifiesta en el ilustre jesuita valenciano Pedro Juan Perpiñá, ciceroniano de la escuela de los Bembos, Sadoletos y Osorios, equiparado por sus contemporáneos con el Néstor de la Ilíada, «de cuyos labios fluía una oración más dulce que la miel», oración afeitada y bien compuesta, pero muelle, lánguida, perifrástica, verbosísima aun más que la de sus modelos, monótona casi siempre, y falta de precisión y de nervio. No quiero reñir con los muchos admiradores de tan ilustre varón, con cuya lectura yo también suelo recrearme, halagados mis oídos por la corriente fácil y plácida de aquellos redondos períodos que con tanta anchura y por tan largos ámbitos y numerosos rodeos se dilatan. Pero prescindiendo de que esta elocuencia es las más veces de centón; aun las mismas flores de que tan pródigo es el orador, me parecen mustias y ajadas, y me acuerdo de haberlas visto antes lozanas y olorosas en otros huertos de Nápoles y de Florencia. Y lo que más duele es que, habiendo nacido el Padre Perpiñá para la grande elocuencia, nunca tuvo ocasión de ejercitarla al aire libre y en verdadero certamen, sino en pugnas escolásticas, en paradas y en discursos de aparato, donde, aunque los asuntos fuesen dignos y elevados como en el De veteri religione retinenda, faltaban siempre el sol, y el polvo de la arena, y los músculos se ejercitaban en azotar el vacío.

No nos dejó escritos el P. Perpiñá los secretos del arte que con tanto lucimiento profesaba; pero al comenzar a explicar en el Colegio Romano, en noviembre de 1561, los libros Del Orador, de Cicerón, pronunció, a manera de preámbulo, una oración De Rhetorica discenda, a la cual puede añadirse otra De avita dicendi laude recuperanda: ad Romanam juventutem, que sirvió de introducción a sus lecciones sobre la Retórica de Aristóteles, pronunciadas allí mismo en 1564. Entrambos discursos son panegíricos, más que didascálicos, y se reducen a ponderar en frases espléndidas las grandes utilidades sociales y religiosas que trae el arte de bien decir cuando se emplea rectamente; porque él de ningún modo quiere asentir a la confusión entre la elocuencia y la virtud, y entre el orador y el hombre de bien, en que cayeron los retóricos antiguos, [1] sino que expresamente afirma que pueden [p. 186] tener, y muchas veces tienen, elocuencia los malvados, y que de tal poder se valen para combatir y oscurecer la verdad. Sostiene, de acuerdo con el Brocense y con la mayor parte de nuestros humanistas del siglo XVI, que la Retórica debe enseñarse después de la Dialéctica, y aun de toda la filosofía; pero no prevaleció este criterio en las escuelas de la Compañía. En cambio, el Padre Perpiñá se declara adverso a todas las demás novedades ramistas, y especialmente a la de reducir la Retórica al tratado de la elocución. [1]

El mismo sentido que pudiéramos llamar tradicionalista o conservador de los preceptos de los antiguos, sin alteración ni menoscabo, en oposición con la tendencia reformadora que se inicia en Luis Vives, y llega a su colmo en el Brocense, predomina [p. 187] en los tratados de Gramática y Retórica que los jesuítas escribieron para sus discípulos; como es fácil notar comparando, verbigracia, la célebre gramática latina del portugués Manuel Alvarez (que dió nombre al método alvarístico) con la Minerva, del maestro Sánchez. El tratado de Retórica que más séquito logró en las escuelas de la Compañía, el único que le parecía bien al P. Perpiñá, hasta declararle perfectísimo por la brevedad y la elegancia, es el de Cipriano Suárez, uno de los que intervinieron en la monumental edición de San Isidoro, comenzada bajo los auspicios de Felipe II. [1] La Retórica, del P. Suárez (que siguió en ella el intento de Antonio de Nebrija, con las modificaciones que el adelanto de la filología hacía precisas), está compuesta con las mismas palabras de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, ordenadas en tres libros, según la división común. Hay más de veinte ediciones  [2] de este libro de texto, sustituido hoy entre los jesuítas por el del P. Kleutgen. Menos conocidas que la Retórica del Padre Suárez son las de Juan de Santiago (1595), Bartolomé Bravo (1596) y Rodrigo de Arriaga (1636), todos ellos ciceronianos fervorosos, incluso el último, que, con ser muy escolástico, tomó por base única de su trabajo los libros preceptivos del orador romano, reduciéndolos a un solo cuerpo de doctrina, que llamó De oratore. [3]

[p. 188] Ahora conviene hacer memoria de las Retóricas en lengua castellana, y dar a sus autores el debido tributo de alabanza siquiera por el amor que mostraron a su nativa lengua, y el empeño de enriquecerla con lo que hasta entonces se había considerado patrimonio exclusivo de las lenguas clásicas. La honra de haber intentado el primero con la Retórica lo que Nebrija hizo con la Gramática, corresponde de justicia al monje jerónimo Fr. Miguel de Salinas, autor también de un raro libro apologético de la buena y docta pronunciación, que el Brocense, con su acostumbrada crueldad de gladiador, llama fétida y ridícula defensa de la pronunciación bárbara y gótica. La Retórica de Salinas se imprimió anónima, hasta cierto punto (ya que en la portada constan, si no el nombre, la profesión religiosa del autor y la Orden a que pertenecía), en Alcalá de Henares, en 1541, y es ciertamente mejor libro que el de la Pronunciación,, siendo su mejor garantía la epístola del docto humanista toledano Juan Petreyo o Pérez, que la encabeza y recomienda. Su elogio, por otra parte, queda hecho en dos palabras: es la más antigua Retórica en nuestra lengua vulgar, [1] acomodada especialmente al uso de los predicadores. [p. 189] Por eso su autor la llamaba nueva invención, aunque la doctrina de todo tiene menos de nueva.

La nueva invención de Salinas no tuvo más imitadores, que yo sepa, que los cuatro siguientes: Rodrigo Espinosa de Santayana, Juan de Guzmán, Baltasar de Céspedes y Bartolomé Ximénez Patón, el más copioso y digno de leerse de todos ellos. El más seco y trivial es Santayana, que tiene el mérito único de haber incluído en su Arte de Retórica ( 1578 ) el género histórico y el de las epístolas. [1] El estudio de las condiciones de la historia está hecho empíricamente, a la única luz de los Comentarios de Julio César.

Siguió a esta Retórica la de Juan de Guzmán, maestro de letras humanas en Pontevedra, discípulo del Brocense, aunque se le conoce muy poco tan buena enseñanza, ni en esta Retórica ni en su pedantesco comentario a las Geórgicas de Virgilio, las cuales tradujo en versos duros y arrastrados. Algunas poesías intercaladas en esta Retórica son mejores, y muestra ciertas pretensiones artísticas el haberla dividido en diálogos o convites a la manera de Platón, Xenophonte y Plutarco. [2] No llegó a imprimirse más que la primera parte, que trata del género deliberativo, aplicando violentamente sus reglas a la elocuencia sagrada.

El maestro Baltasar de Céspedes, yerno del Brocense, y no indigno sucesor de él en la cátedra de Retórica de Salamanca, dejó inédita una Arte Rethórica, parte en romance y parte en latín, [p. 190] acompañada del Discurso de las letras humanas, llamado el Humanista, especie de vademecum para el estudio de la filología clásica, cuyos términos dilata generosa y magníficamente el maestro Céspedes, haciendo entrar en ellos, no sólo el conocimiento fundamental de las lenguas griega y latina, y el estudio y enmendación de los autores clásicos de ellas, sino toda la materia de antigüedades, paleografía, epigrafía, etc., siguiendo en todo las huellas de José Escalígero, a quien llama a boca llena «el mayor humanista de nuestro siglo». Es tan sabio y atrevido este discurso, que yo le tendría en muchas cosas por obra genuina del Brocense si no me persuadiese de lo contrario la mala voluntad que muestra el autor a las que llama «Metaphísicas gramaticales», aun elogiando en otras partes la Minerva de su suegro. En la Retórica tiene también Céspedes algunos preceptos originales y nuevos. Hace consistir la crítica en dos partes principales: génesis y análisis. Llama génesis a la composición total de la obra, que es como una generación o parto del entendimiento, y análisis al examen y anatomía de la obra hecha, que él divide en cuatro análisis parciales: gramatical, lógica o dialéctica, retórica y ética. [1] Principios de crítica verdaderamente amplísimos, puesto que se elevan desde la consideración de las formas gramaticales más externas hasta la del íntimo sentido ético y filosófico de la obra literaria.

No era hombre de tan altos pensamientos el laborioso preceptor de Villanueva de los Infantes, Bartolomé Ximénez Patón, honrado por la amistad de Lope de Vega y de Quevedo. La Elocuencia Española, que muy aumentada y unida a la Eloquentia Sacra y a la Eloquentia Romana, formó luego el Mercurio Trimegisto, merece estimarse como tesoro de ejemplos tomados de nuestros poetas del siglo XVI, en los cuales tenía Patón lectura inmensa. [p. 191] Sólo la Agudeza y arte de ingenio, de Gracián, y la Retórica, de Mayans, pueden competir en riqueza y amenidad de textos y citas con el Mercurio Trimegisto, en cuyas páginas todavía esperan al erudito y al colector de nuestros poetas muy agradables sorpresas. Es el único de los retóricos de su tiempo que tuvo constantemente fija la atención en los monumentos de la literatura vulgar, el único que escribió para España y no para Grecia o Roma. Patón es, en alto grado, benemérito de nuestra lengua, pero aquí se detiene su originalidad. En la doctrina saquea a todos los anteriores, especialmente al Brocense, a ejemplo del cual excluye de la Retórica la invención y la disposición y estudia solamente la elocución. Pero cuando se separa de tan gran modelo es siempre para desatinar sin término ni medida, disertando, verbigracia, con grande aparato sobre la salvación de Hermes Trimegisto, fabuloso personaje de la mitología egipcia; o patrocinando la absurda opinión del Dr. Madera, que afirmaba ser el castellano la lengua primitiva de España, y mucho más antigua que el latín; o recomendando al orador, entre otros específicos para conservar y acrecentar la memoria, «el unto del oso y cera blanca, y derretida la cera con el unto, el qual ha de ser doblado que la cera, y con la hierba que llaman Valeriana, y la Eufragia, frescas o secas, y machacadas muy bien, y mezcladas con el unto derretido en la cera, y puesto al fuego donde se cueza hasta que se vuelva espeso, meneándolo con un palo: con lo qual se ha de untar el colodrillo y frente algunas veces». [1]

[p. 192] Patón era el oráculo de todos los preceptores de la Mancha y del reino de Jaén.

La riquísima literatura preceptiva del siglo XVI posee todavía dos clases de obras de las cuales nada hemos dicho: las referentes a la oratoria sagrada, y las que tratan del modo de escribir la historia. Las primeras son numerosísimas: Nicolás Antonio cita más de treinta y siete, entre cuyos autores suenan, además de los humanistas Matamoros, Samper y Ximénez Patón, ya citados, los ilustres nombres de Alonso de Horozco, Diego de Estella. Diego Pérez de Valdivia, Diego Valades, San Francisco de Borja, Juan Márquez, Juan de Segovia, Lorenzo de Villavicencio, Luis de Granada, Pedro Ciruelo y Francisco de Rioja.

Pero todos estos libros, titulados variamente Ars concionandi, Methodus concionandi, De sacris concionibus formandis, De ratione proedicandi, etc., excelentes para el fin a que se destinaban, apenas puede decirse que pertenezcan a la historia de las teorías literarias, puesto que sus autores atienden a la materia de la oratoria sagrada mucho más que a su forma, y casi nunca la consideran ni estudian como arte, sino como medio de pregonar la verdad evangélica, y de hacerla llegar viva y eficaz al alma de los oyentes. Los que tratan de la parte técnica se limitan a ajustar a las condiciones del púlpito las reglas de Quintiliano. Este es el gran mérito de la Retórica eclesiástica, de Fr. Luis de Granada, riquísima en preceptos y en ejemplos, donde amigablemente se dan la mano Cicerón y San Juan Crisóstomo, Virgilio y San Cipriano, el arte de la antigüedad y el arte cristiano; libro de paz y concordia [p. 193] entre lo humano y lo divino, donde las joyas que adornaron el cuello y los brazos de las matronas gentiles adquieren nuevo y singular precio aplicadas al servicio del santuario. «Si en nuestros días se gloría Jerónimo Vida, famoso poeta, de haber llevado al río Jordán las musas..., y de haberlas consagrado a la historia evangélica y a las alabanzas de los santos..., ¿por qué razón no acomodaremos al oficio de predicar, la Retórica o arte de bien decir, inventada por Aristóteles, príncipe de todas las ciencias, aumentada y enriquecida con grande estudio por otros doctísimos varones que le siguieron?» Fr. Luis de Granada, pues, se propone cristianizar la retórica civil y judicial de los antiguos, y contesta anticipadamente a las objeciones que pudieran hacerse a su criterio artístico: «Si alguno dijere que la observación del arte es causa de parecer que no predicamos con todas veras y movidos del Espíritu Santo, a esto respondo que... los preceptos del arte oratoria algo pueden entibiar, al principio, el fervor del espíritu; pero una vez que este arte ha pasado con la costumbre a ser en algún modo naturaleza, los excelentes artífices llegarán a hablar tan retóricamente como si hablaran por las solas fuerzas de la naturaleza... ¿Creerá alguno que a San Crisóstomo, a San Basilio, a su hermano San Gregorio Nacianceno y a San Cipriano, que fueron elocuentísimos y hablaron con grandísimo artificio, les fué de estorbo la Retórica para tratar la causa de Dios con ardentísimo celo y afecto, y para convertir a los hombres del vicio a la virtud?». Pero claro es que este oficio de predicar tiene una dignidad altísima, a la cual no llega ni alcanza nunca la elocuencia del mundo; y conociéndolo mejor que nadie Fr. Luis de Granada, antes que las condiciones propiamente literarias, exige en el orador sagrado pureza y rectitud de intención, bondad de costumbres, caridad ardentísima y estudio de la santa oración y meditación. Llegado ya a la Retórica propiamente dicha, la define Arte de bien hablar, o ciencia de hablar con prudencia y adorno; le da por fin la persuasión, acepta la división en tres géneros, y va aplicando a los sermones las reglas del suasorio y del demostrativo. El, orador tan espontáneo y nativo, declara el arte guía más seguro que la naturaleza. Este arte tiene parentesco muy cercano con la Dialéctica, y por eso cantó Arias Montano:

           [p. 194] Huic soror est ventre ex uno concepta gemella
       Praecipue logicem dixerunt nomine Graji,
       Quae rationis opes, vires, nervosque ministrat
       Dicenti, vivos adhibet germana colores:
       Haec vincit, victum illa sequi parereque suadet. [1]
                             «Arias Montano. Retórica. Lib. I, estrof. VI.)

Algunos tacharon de prolija esta Retórica, y Mayans llega a decir que Fr. Luis de Granada observó, mejor que enseñó, los preceptos de la Retórica. ¿Pero quién iba a esperar de un libro didáctico, de un libro útil (escrito además en lengua muerta, y atestado de pasajes de distintas manos, que le convierten en una especie de taracea), el vigor y la amplitud de elocuencia que hay en el Símbolo de la fe y en la Guía de pecadores? Basta que el libro cumpla con la intención de su autor, de transportar a la tierra de promisión el oro y la plata y las vestiduras de Egipto; y lo cierto es que no tenemos en nuestra literatura mejor arte de predicar al modo clásico, aunque tengamos otros más independientes y (si vale la frase) más románticos. Entre ellos debe contarse el del beato agustiniano Alonso de Orozco, orador él mismo férvido y elocuentísimo. Suyas son estas palabras, muy notables para escritas en el siglo XVI: «Bien creo que si Quintiliano, Tulio y Aristóteles fueran en nuestro tiempo, que escribieran por estilo más breve, y aun hicieran otra manera de Retórica de preceptos más fáciles y menos en número... De aquí es que cada vez que veo escritos de este tiempo, en cualquier género que sea, doy gracias [p. 195] a Dios que hay en nuestra edad quien nos hable según nuestros conceptos y estilo de entender. No hay menor diferencia en la manera del habla, según diversos tiempos, que en los trajes y vestidos que usamos; de manera que a los antiguos debemos mucho, porque tanto trabajaron en escribir las ciencias, y a los modernos somos muy obligados, porque nos dan hechas las cosas para nuestra doctrina, como guirnalda de flores cogidas en vergel ajeno, pues todo viene de la mano del Soberano Bien, fuente de sabiduría, nuestro Dios verdadero, según dice Santiago». [1]

De nuestro preceptistas del arte histórico poco nuevo hay que decir aquí, puesto que fueron estudiados ampliamente en un discurso del señor Godoy Alcántara, malograda esperanza de la erudición española. Fox Morcillo, Jerónimo Costa, Luis Cabrera y Fr. Jerónimo de San José, son los más notables. El libro de Luciano, De conscribenda historia, que debe pasar por sátira de malos historiadores antes que por receta para formarlos buenos; el juicio de Dionisio de Halicarnaso sobre Tucídides; algunas indicaciones de los diálogos oratorios de Cicerón, era toda la luz que la venerable antigüedad podía ofrecer a los preceptistas del Renacimiento, mucho más libres en esta sección que en otras, porque tenían menor cúmulo de preceptos que acatar religiosamente. Pero tenían, en cambio, el ejemplo de los grandes historiadores de Atenas y de Roma, el cual, en cierto modo, los encadenaba por su misma perfección, impidiéndoles comprender más forma de historia que aquélla, psicológica, oratoria y política unas veces, y otras pintoresca y dramática, pero en todos casos artística, que habían enaltecido los Herodotos, Tucídides y Xenophontes, los Césares, Salustios, Livios y Tácitos. Tuvieron, pues, los humanistas del Renacimiento, entre tantos otros méritos, el de haber añadido esta rama del género histórico al árbol frondosísimo de la antigua preceptiva; pero el arte histórica se cifró para ellos, no tanto en una concepción amplia del sentido de la historia, ya artística, ya filosóficamente considerada, cuanto en la observación de los primores que en la historia habían derramado los [p. 196] antiguos, narrando, describiendo o declamando, en relato simple o en arengas rectas u oblicuas. Tal es la tendencia dominante en los métodos históricos de Pontano, Patricio, Viperano, Robertello, Uberto Foglietta y otros italianos, a los cuales responde dignamente, entre nosotros, el bellísimo diálogo De historiae institutione, de nuestro platónico filósofo Sebastián Fox Morcillo, de cuya obra ha dicho ingeniosa y galanamente Godoy Alcántara que es a la literatura griega y latina lo que son a la estatuaria antigua las obras de Benvenuto Cellini y de Juan de Bolonia.

Su doctrina puede resumirse en pocas palabras. «Nació la historia del apetito natural de honor y de inmortalidad que en todos los hombres existe, y que los lleva a conocer los hechos heroicos de sus mayores. Por eso les levantaron estatuas y monumentos: por eso, cuando aun no estaba inventada la escritura, se conservaba oralmente la tradición de las cosas pasadas. De la idea perfecta de la historia no puede separarse la filosofía. Es, pues, la historia una narración verdadera, elegante y culta de alguna cosa hecha o dicha, para que su conocimiento se imprima profundamente en el entendimiento de los hombres; adquiriendo eternidad, al consagrarse en los monumentos históricos, las cosas que de suyo son frágiles y deleznables». [1] Combate la opinión de Dionisio de Halicarnaso, que cree que el asunto de la historia debe ser agradable al lector, y por eso sólo prefiere Herodoto a Tucídides. «Todo debe contarse, aunque sea áspero, duro e inameno: el historiador no tiene opción para escoger las cosas; no puede omitir ni pasar en silencio nada que sea digno de saberse, por más que favorezca a nuestros adversarios, por más que nos sea molesto [p. 197] y peligroso, por más que nos parezca enfadoso y pobre». A toda historia debe preceder algo de general, una como tesis, que dé unidad a la obra. Concede no menor importancia que Bacon a la Geografía y a la Cronología. Pero no basta para dar luz a la historia la descripción de los tiempos y de los lugares, sino que se requiere también, y es mucho más importante, exponer las causas de los hechos y los pensamientos de los hombres, las mudanzas de las leyes y de los magistrados, los conflictos y sediciones populares, la fundación de colonias, las nuevas navegaciones, los inventos... [1] Todo con sus antecedentes y consecuencias. El amor de la verdad debe recomendarse, en primer término, porque no se escribe historia ni para gloria del autor, ni para gloria de la nación a que pertenece, sino para utilidad pública, nacida del convencimiento de la verdad. [2] La forma única que Fox Morcillo reconoce y legitima es la forma clásica, con arengas, con epístolas, con descripciones de los principales personajes. El estilo de la historia ha de ser un medio entre la poesía y la filosofía, tomando de la una la gravedad, la templanza, el nervio; de la otra la hermosura, el calor, la amenidad, la elevación. Su historiador predilecto entre los antiguos es el socrático y suavísimo Jenofonte.

«A grandes peligros se arroja el que escribe la historia, porque se concita la envidia y el odio, no de un solo hombre, sino de muchas gentes, naciones y ciudades, que se creen injuriadas, y que acusan al historiador de mentiroso, queriendo con esta reprensión disimular sus propios yerros. Pero por difícil, por arduo, por laborioso y expuesto a peligros que sea, ¿qué cosa puede haber más bella y admirable que dejar a los venideros tantos ejemplos de vida, tantos monumentos de acciones gloriosas, de instituciones, [p. 198] leyes y costumbres? ¿Qué cosa más digna de apetecerse que sobrevivir un hombre solo a tantas ciudades, pueblos, capitanes, reyes... y hacerlas vivir en sus narraciones y hacerse inmortal con ellas? Altas condiciones pide en el historiador: no sólo conocimiento de todas las ciencias divinas y humanas, y especialmente de las ciencias jurídicas, sino haber hecho largos viajes y conocido las costumbres de muchos pueblos, y haber intervenido en negocios públicos y privados, bélicos y urbanos, viéndolo y explorándolo todo por sus ojos. Y aun lleva más allá Fox Morcillo esta idea purísima y absoluta que él (al modo platónico) se forma del historiador, puesto que, si cupiera esto en los límites de lo posible, desearía que no fuese ciudadano de ninguna república terrestre; que no estuviera enlazado a nadie por vínculos de parentesco ni de afinidad; que no estuviera sometido a ningún rey ni a ninguna ley; que careciese de afectos; que fuese, en suma, como un Dios que contemplara las cosas humanas sin mezclarse en ellas. Desde tales alturas, tan sosegadas y serenas, que nos transportan de súbito al cabo de Sunio, no es gran maravilla que Fox cierre los oídos al encanto ingenuo y pintoresco de las crónicas de la Edad Media, y sólo tenga para ellas menosprecio como para un género bárbaro; y clame por el empleo de la lengua latina para escribir las glorias de España, de modo que lleguen a conocimiento de todas las naciones y nos salven de la ignominia de no tener historia clásica. A este enérgico conjuro respondió antes de treinta años la pluma enérgica y austera del P. Mariana.

Fox Morcillo, como todos los antiguos preceptistas, da a la historia una finalidad ética y política muy directa, puesto que «la historia no fué inventada, cultivada y conservada para fútil conmemoración de las cosas pasadas o presentes, sino para institución de la vida humana, como las leyes y la disciplina de las costumbres y las artes liberales. La historia es como una tabla y espejo de toda la vida humana, presentada delante de los ojos de la prudencia y del conocimiento. Y si tan necesaria es la historia para cada cual de los hombres en particular, ¿cuánto más no lo será para las repúblicas, que no pueden subsistir sin las tradiciones, sin los ritos, sin las costumbres, instituciones y leyes, de todo lo cual nos da razón la historia?»

Fox Morcillo termina su admirable tratado con otra idea originalísima, [p. 199] sobre todo en un platónico amante de las ideas absolutas e inmutables. Sostiene, pues, que en cierto modo todas las ciencias pueden reducirse a la historia: «¿Qué otra cosa es saber las artes liberales, sino tener la inteligencia de su historia? El que aprende las matemáticas o la filosofía, ¿qué hace sino ir grabando en su entendimiento las nociones de cada cosa, como quien lee un libro de varia historia? ¿Qué es la medicina sino la historia del cuerpo humano? ¿Qué es el conocimiento de las leyes e instituciones de la ciudad sino historia? En rigor, todas las ciencias son y pueden llamarse historias».

El indigesto tratado De conscribenda historia (1591) del aragonés Juan Costa, discípulo de la peor retórica de su tiempo, nada tiene de bueno ni aun de tolerable más que lo que roba de Fox Morcillo. Fuera de que el libro de Costa apenas puede considerarse como doctrinal del arte histórica, pues más de la mitad de él se emplea en el tratado de la elección y colocación de las palabras. Por consiguiente, el que desee conocer los progresos y retrocesos de la noción artística de la historia entre nosotros, debe saltar desde Fox Morcillo hasta Luis Cabrera de Córdoba, enfático e intolerable cronista de Felipe II, y hombre que con pretensiones de profundidad y cándido maquiavelismo, manifestado en frases enmarañadas y huecas, que a él le parecían sentencias de recóndita política, estropeó los buenos documentos que tuvo a mano, llegando a hacerse ininteligible y enigmático. En su tratado De historia, para entenderla y escribirla, [1] hay buenos preceptos, que él no observó, como hacen de continuo los que escriben tratados y leyes: hay también máximas absurdas que observó demasiado, y que nos dan la clave de todos los vicios de su criterio y de su estilo. Admírase uno de encontrar en Cabrera sentencias de tanto alcance como éstas: «El que mira la historia de los antiguos tiempos atentamente, y lo que enseñan guarda, tiene luz para las cosas futuras, pues una misma manera de mundo es toda. Los que han sido, vuelven, aunque debajo de diversos [p. 200] nombres, figuras y colores»; pero considerándolas más atentamente, vemos que son traducidas al pie de la letra de Guicciardini. Ni tampoco es muy seguro que aquella profunda sentencia providencionalista: «diónos Dios la historia y la conserva para que su admirable potencia y perpetuo cuidado de las cosas humanas maravillosamente se declare», le pertenezca íntegramente puesto que no la aprovecha para nada, ni saca de ella consecuencia alguna, sino que la repite como algo corriente y aprendido de coro. Lo que sí pertenece con todo derecho a Cabrera es la funesta doctrina palaciega que voy a recordar ahora. Partiendo el criado de Felipe II, como él se llamaba a boca llena, del principio de que la historia es narración de verdades por hombre sabio para enseñar a bien vivir, y reduciéndola, por consiguiente, a una pedagogía moral, enseña que «el que escribe historias no ha de decir todas las particularidades, sino lo que ha de ser de provecho a los descendientes...», y que «ha de tener el historiador tanta prudencia en el callar como en el hablar con buen juicio, procediendo como el pintor, que tiene licencia para hacer sombras, escorzos, y poner en tal perspectiva la figura que encubra en el que en ella es representado el ser tuerto, manco, cojo, evitando el parecer mal..., porque la pintura descubre y desnuda las personas viles y serviles para mostrar el arte; mas cubre las nobles con propiedad de vestidos, según arte y decoro suyo». Y en otra parte preceptúa al historiador no enseñar más que lo justo y honesto, y callar las cosas feas y deshonestas, porque no ofenda los ánimos y orejas.

Pero aunque lleve a tan deplorables exageraciones al honrado Cabrera, no tanto su servilismo áulico, cuanto su continua preocupación del fin moral de la historia, tampoco es justo cargarle con más culpas que las que tiene, ni suponerle de tan apocados pensamientos como los que mostraron Gomberville y el P. Le-Moine, y otros preceptistas franceses del arte histórica. Al lado de las sentencias anteriores hay otras que las rectifican y casi las anulan, ora intime con austeridad religiosa que «el Príncipe que no deja escribir la verdad a sus historiadores, yerra gravemente contra Dios y contra si»; ora amoneste al historiador a que «mire bien que no está en los estrados, ni para loar y adular en las cámaras de los Príncipes, sino que, cuando juzga, habla en el juicio de [p. 201] Dios», ora acuda al sutil recurso de las arengas para loar y reprender libremente, por boca de otro, a quien lo merezca.

En lo que no es fácil disculpar a Cabrera es en su manía del estilo sentencioso y lacónico, que él prefería a todos en la historia, por habérsele asentado en la cabeza que «es de Príncipes hablar lacónicamente, y que esto arguye grandeza de ánimo y majestad, diferenciándose los Reyes del vulgo en parecer oráculos sus oraciones, como si en las apotegmas solamente consistiese la corona». Bien se le conoce al mismo Cabrera el haber vivido entre Príncipes, porque, sin decir nada en sus reflexiones las más veces resulta mas tenebroso oráculo que el oráculo de Delfos.

Para mí, lo más digno de consideración que hay en el libro de Cabrera no son sus atisbos de filosofía de la historia, muy raros y muy fugaces, sino la claridad con que expone y comprende la diferencia, reconocida por Aristóteles, entre la poesía y la historia: «El poeta obra cerca de lo universal, atendiendo a la simple y pura idea de las cosas (y por esto la prefirió en su Poética Aristóteles); el historiador a la particular, representando las cosas como ellas son, cual pintor que retrata al natural, refiriendo las cosas como fueron hechas: el poeta, como necesariamente habían de ser o como podrían verosímil y probablemente... La poesía es junta y encadenamiento que hace una de muchas; por la afinidad de las acciones, a quien como a señora ordena las otras ministras y siervas, por medio de los episodios, que de su naturaleza y propiedad siempre tienen la mira y respecto a la fábula, parte sustancial y como el ánima del poema. El orden de la historia es más incierto y disjunto, porque las acciones en ella son sin depender una de otra, y no tiene la mira a un mismo fin... El poeta, no teniendo límite alguno en su jurisdicción, como le pasa por la fantasía, pone en el ánimo, muda las acciones, las crece, las menora, las varía, las adorna, las amplifica y, finalmente, narra las cosas, antes como habían de ser hechas que como fueron... El histórico tiene sus términos, y dentro dellos sus confines de la materia que ha tomado a escribir, y no puede salir dellos, ni mudar cosa alguna; y así, ni la pone ni la quita, mas narra la verdad del hecho, bien que con ornamento y gala...»

Antítesis perfecta del libro de Cabrera en muchas cosas es el bellísimo Genio de la Historia, del carmelita descalzo Fr. Jerónimo [p. 202] de San José, ilustre poeta aragonés, discípulo predilecto de Bartolomé Leonardo de Argensola y biógrafo de San Juan de la Cruz. [1] Para Fr. Jeronimo de San José la historia no debía ser nunca un sermonario, atestado de inútil doctrinaje, tras cada cláusula su moralidad, y en cada hecho y suceso su censura y advertimiento político... «Lo que así se escribe, ni es historia ni lo deja de ser, porque pareciendo relación, es sermón, o, por mejor decir, ni es lo uno ni lo otro, y con ambas cosas muele sin provecho al lector». No da cuartel el ilustre carmelita ni a los políticos anochecidos y tenebrosos, grandes brujuleadores de conceptos y razones de Estado, ni a los moralistas empalagosos y triviales, que parece que quieren cargar con la cura de almas de sus lectores. Para él la historia es historia; es decir, «narración llana de casos verdaderos», y el historiador es el que tiene brío y ánimo para decir todo cuanto conviene. El que no le tenga, debe abstenerse de escribir la historia contemporánea. Prefiere que el historiador no sea testigo de los hechos, para que tenga el ánimo más libre de afición y de temor, y para que, viendo las cosas más de lejos, sepa poner cada una en su lugar.

Pero lo admirable en el Genio, de Fr. Jerónimo de San José; lo que parece escrito en Atenas (como le decía su maestro Bartolomé Leonardo), es la descripción artística del cuerpo y forma de la historia, aquella «canuda matrona que empareja con los primeros siglos del mundo, la cual, con una casi divina virtud, restituye a las cosas su antiguo estado y ser, dándoles otro modo de vida, no ya perecedera, sino inmortal y perdurable». «Yacen como en sepulcros, gastados ya y deshechos en los momentos de la venerable antigüedad, vestigios de sus cosas: consérvense allí polvo y cenizas, o cuando mucho, huesos secos de cuerpos enterrados, esto es, indicios de acaecimientos cuya memoria casi del todo pereció, a los cuales, para restituirles vida, el historiador ha menester, cual otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos, dándoles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la disposición y cuerpo de la historia; añadirles, para su enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas [p. 203] conjeturas, vestirlos de carne con raros y notables apoyos; extender sobre todo este cuerpo así dispuesto una hermosa piel de varia y bien seguida narración, y, últimamente, infundirle un soplo de vida, con la energía de un tan vivo decir, que parezca bullir y menearse las cosas de que trata en medio de la pluma y del papel». Así concibe la historia Fr. Jerónimo de San José: pintoresca, animada, no como centón de dispersos fragmentos, sino como cuerpo organizado y vivo, bullendo y meneándose, con el soplo celestial que anima el cementerio de las edades.

No menos ostenta el carmelita aragonés este su profundo sentido de la hermosura y este peregrino arte de hacer palpables las cosas más abstractas, en sus consideraciones sobre el estilo, cuya perspicuidad y limpieza con tanto calor defiende contra la invasión del culteranismo. «No basta que el concepto o pensamiento que exprime la lengua, como el oro resplandezca y brille por de fuera; más que esto ha menester para su perfección y hermosura. Ha de resplandecer también en lo hondo y centro de él, como el cristal y el diamante, o cualquiera otra piedra transparente y preciosa, descubriendo la fineza y riqueza de su más íntimo valor con resplandores que de todas partes lo cerquen, y en que todo él esté bañado y penetrado».

El autor que de tal modo pensaba y sentía las excelencias de la forma, no podía ser un preceptista seco y descarnado, ni amar la estéril regularidad de las poéticas de escuela. Él creía sinceramente que «es loa de las artes amar los precipicios, y que no se tiene por excelente artífice al que alguna vez no pasa de la raya señalada por los maestros ordinarios, transcendiendo las comunes leyes de su arte, en la qual el no exceder alguna vez es faltar». Y lo corroboraba con el siguiente ejemplo: «Cansado el Ticiano del ordinario modo de pintar a lo dulce y sutil, inventó aquel otro tan extraño y subido de pintar a golpes de pincel grosero, casi como borrones al descuido, con que alcanzó nueva gloria, dejando con la suya a Micael Ángelo, Urbino, Corregio y Parmesano..., y como quien no se digna de andar por el camino ordinario, hizo senda y entrada por cumbres y desvíos». [1]

Notas

[p. 147]. [1] .      Miscuit hic sacris Tormim Permessidos undis,
                                  Barbaricum
nostro repulit orbe genus:
                                  Primus et in patriam Phaebum, doctasque sorores
                                  Non ulli tacta detulit ante dia:
                                  Pegasidumque ausus puro de fonte sacerdos
                                  Nostra per Ausonios orgia ferre choros.

(Esta elegía de Arias Barbosa anda al principio de muchas ediciones antiguas de la Gramática, de Nebrija).

[p. 148]. [1] . Impreso en Alcalá, por Miguel de Eguía, 1529; reimpreso en Granada, 1583, y finalmente en Valencia por buen celo de Mayans, a quien tanto debe la fama de nuestros antiguos humanistas: Organum rhetoricum et oratorium concinnatum ex arte rhetorica Aelii Antonii Nebrissensis, et ex institutionibus oratoris Petri Io. Nunnessii Valentini, cum ipsius annotationibus manuscriptis. Valentiae, apud Franciscum Burguete, MD CCLXXIV (1744). 4º.

Esta edición valenciana, no sólo es la única accesible, sino que tiene la ventaja de llevar anotados los textos antiguos de que se valió Nebrija, y de corregir algunos yerros en que éste cayó al trasladarlos, o por incuria, o por el mal estado de los originales en su tiempo. 

[p. 149]. [1] . «Nam quae usu semel sunt recepta et confirmata ita fiunt sancta et fixa, ut nefas existimetur ab eis discedere, auctoritatem illis pene inviolabilem consuetudo tribuit, ut multi in praeceptis artium perhibendis, non in ipsam veritatis faciem direxerint obtutum, sed usui se, tamquam optimo duci et peritissimo magistro, commiserint, etiam in iis, quorum usus non est dominus: eum si explicuissent et in canones redegissent, bellissime se perfunctos opinabantur praecipiendi munere, quod Aristoteli in arte rhetorica contigit et poetica. Quas artes non videtur mihi tantus artifex ad examen illud judicii et rationis exemplis relictis accommodasse, ad quod alia erat solitus: sed usu et recepta consuetudine adductum, illam exposuisse pro formulis artis. In eodem poeticae argumento Horatius, quae recepta essent, praescribit. Hyeronimus Vidas, nostrae aetatis, scripsit carmen excultum sane, et mire Virgilianum de poetica: in quo satis habuit Homeri ac Virgilii virtutes percensisse ac declarasse, easque pro absolutis artis praeceptionibus tradidisse...».

[p. 149]. [2] . «¿Recentiores vero qua tandem dexteritate tractabunt artes, quum nesciant quae cujusque artis sit materia, qui finis et quasi scopus, quid agat, quo spectet, in quem usum discatur?» (De causis corruptarum artium, liber I).

[p. 149]. [3] . «Ergo ut erat exercitium hoc gradus ad ingentem potentiam, expetiverunt hanc artem homines honorum cupidi opulenti, occupati negotiis: quumque ad actionem et destinatum usum converterent quidquid vel dedicissent a praeceptoribus, vel ipsi experimentis deprehendissent, vel invenissent cogitationibus et incitatione mentis, non curarunt inquirere quid esset ea ars, quae ejus materia, qui limites, quam late pateret, quo scopus videlicet non eam ad scientiam aliquam excolebant, sed ut locum dignitatis in civitate amplissima obtinerent, opibus et honore cumularentur, et quamdam velut tyrannidem exercerent, dicendi viribus tamquam satellitio circumsepti, quo et opem amicis ferrent et inimicos fatigarent». (De causis corruptarum artium liber IV, qui est de corrupta Rhetorica).

 

[p. 150]. [1] . «Putaverunt omnia esse artis hujus, quoniam nihil erat de quo non aliquando esset dicendum». (Ib.)

[p. 150]. [2] . Quemadmodum Quintilianus colligit nec oratorem quidem esse posse nisi virum bonum... In quo ita laborat et sudat dum contendit planum facere Ciceronem ac Demosthenem, qui inter oratores primi habeantur, bonos fuisse viros: ut me gravissimi viri misereat, qui res tam diversas natura voluerit conjungere et ex duabus invitis et relunctantibus unam facere... Et confundit quae sunt discretissima, atque ejusdem esse artis retur bene sentire et benedicere, utiliter sane, atque utinam id hominibus persuaderet, sed non perinde vere, quippe quae finibus, materii et toto usu separantur»  (Ib.)

[p. 150]. [3] . «Hanc divisionem in litteras Aristoteles retulit, caeteri magno consensu tantum ducem sunt sequuti. In quo sicut in aliis fere artis hujus non  tam in rei naturam Aristoteles est intuitus, quam vel consuetudinem explicuit, vel ea pro magistra usa est. Siquidem facultas dicendi tanquam universale quoddam instrumentum per omnia de quibus dicimus fusa est, non aliter quam Grammatica et Dialectica...» (Ib).

[p. 151]. [1] . «Principio meminisse naturae est, quae si arte adjuvatur, non protinus est rhetoricae, sed peritiae cujusdam, quam memoriam appellabant veteres, nunc vulgo memorativam... An non reliquae artes omnes egent memoria, Grammatica, Dialectica, Aritmetica, Jurisprofessio?... Pronuntiare vero ornamentum est artis, non pars. Scribendo enim tueri orator potest suum munus, et maximus esse orator sine gestu... Porro in voce, si quae sit ejus natura spectatur, philosophi est officium: si quemadmodum exercenda, phonasci... ¿Quid invenire?... Sed hoc certe singularum est artium in sua materia: in vita vero est judicii, consilii et quae ex his nascitur, prudentiae, quae nulla comprehendi potest arte: ingenio, judicio, usu rerum, memoria paratur. Nam quid, quo loco, quo tempore, apud quos, quatenus sis dicturus, aut etiam non dicturus, haeccine sunt rhetoricae partes? profecto non magis quam officia vitae omnia et publice et privatim, quibus tradendis nulla disciplina, nulla artis praecepta suffecerint... Itaque cumulus ille rerum, qui quum a Latinis, tum vero a Graecis Scriptoribus anxie congeritur, quid dicendum in proëmio, in narratione, argumentando, concitando animos aut sedando, in epilogis... non sunt hujus artis, ac ne ullius quidem usus sunt qui in inmensum abit... ¡Quam inepti in his sunt qui collegerunt ratiunculas aliquot, quibus discipuli in singulis vel causarum generibus vel orationis partibus uterentur, et dicta aliquot ex Demosthene aut Isocrate desumpta... pro formula nobis objiciunt dicendi...! Scilicet corrivare in Tyberis aut Ilyssi alveum conabantur ipsum Oceanum... Ego abs te in arte universales canones et dogmata ad omnem dicendi rationem apta e natura ipsa observata ac deducta expectabam ac requirebam: nam ea denum artem efficiunt... Pro formulis vero tradere exempla ipsa non est artificis, sed experti tantum... Idcirco exemplorum hujusmodi et plura et accuratiora et magis commoda docebit me dies unus consuetudinis in foro, in curia, et cum prudentibus quam multi menses sub tali dicendi magistro consumpti. Sed ratio inquirendi argumenta dialectici est. Ideo Aristoteles octo libros topicos inter logicos possuit... Elocutio magis artis hujus est propria: hanc vero perplexam et infinitam reddidit immodica Graecorum subtilitas et otiosa diligentia, quae omnes loquendi formulas... tanquam schemata et orationis lumina adnotavit... «Fecerunt orationem velut hominem quemdam, in qua essent caro, sanguis, succus, ossa, nervi, cutis, color, statura, habitudo, proportio partium... sed obscurissime ac perturbatissime: nihil diffiniunt ac declarant: non statuunt quid ossa, quid sanguinem vocent, quid succum... idcirco mirifica est inter eos dissensio de his, ut de eadem oratione non modo diversa pronuntient, sed adversa quoque» (Ib.)

 

[p. 156]. [1] . «Disciplinae huic, quae tot et tantis constet virtutibus, ¿quo judicio assignatur a quibusdam tradendae locus statim a Grammatica et objicitur adolescentibus, atque adeo quod indignius est, pueris? quum illius usus magnarum artium cognitione et prudentia vitae communis nitatur, nec aliter possit consistere. ¿Unde enim argumenta colliget dicturus multis et magnis de rebus, expers philosophiae, imperitas memoriae antiquitatis et consuetudinis vitae ac morum receptorum? Cedo autem ut haec teneat sane: ¿quomodo rationes inquiret sine instrumento verissimilium ac probabilium?... Animi autem nostri, quemadmodum impellantur aut revocentur, incitentur placidi, placentur turbulenti, quod est opus magni oratoris praecipuum, id vero tractationem desiderat de anima... His jactis fundamentis, discenda est rhetorica, si quem. illius exercitationis fructum cupimus, non in pueritia vel adolescentia, in ruditate illa artium omnium, morum, legum, affectuum animi, consuetudinis vitae civilis ac humanae... Sed nostri isti, in quos disputamus, eo sunt falsi, quod arbitrantur universam dicendi artem ea parte concludi, quae est de verbis, velut de schematibus, de tropis, de periodis et concentu dictionis, quae non tam... ad dicendi decorem. atque ornamenta faciunt. ¿Quota enim artis hujus pars est color et forma orationis?» (De ratione dicendi, praef.).

[p. 157]. [1] . «Quapropter ubi aequa fuit libertas, et quasi consociatio quaedam jure et legibus par, ibi tanquam potentiae instrumentum sermo est multorum tractatione auctus, excultusque, ut in liberis civitatibus, velut in Sicilia, tyrannis pulsis, Athenis, Rhodi, Romae... Et ideo accurata exercitatio, quae sublato orationis pretio, omissa est penitus, et ars illa, qualiscumque fuit, oblivioni primum tradita, hinc tenebris et ignorantia cooperta, quam nos tanto ex intervallo et illis tenebris ita conabimur in lucem. revocare, ut non perinde renovemus priscam atque omnino tradamus novam.. Repetam quidem ex veteribus nonnulla, sed oculos potissimum habebo defixos, quantum assequi judicio potero, in eam quae mihi videtur recte dicendi naturalis forma, ac veluti lex quaedam: idque in usum accommodabo non unius modo vel alterius linguae; sed in commune omnium, quoniam sermonis utilitas latissime patet in omni vita... Quocirca nemo miretur si aliter saepe numero docuero quam veteres illi artis hujus authores. Illi enim uno aut altero in genere oratorem informabant, nempe in causis forensibus, vel in consultationibus: ego autem, pro virili quidem mea, in omnibus».

[p. 157]. [2] . «Quocirca de philosophis gentium et divis nostris multum et saepe scribendum... Nec aliter deberent narrari bella quam latrocinia, breviter, nude, nulla laude addita, sed detestatione potius... Historia est... velut pictura et imago atque speculum rerum praeteritatum». (De ratione dicendi, liber IlI. Véase también el lib. II, De causis corruptarum artium, ad finem).

[p. 158]. [1] . «Illi (los antiguos) celebrarunt et cecinerunt divos suos, canamus nos nostros, divos voco Deum, et angelos, tum illos qui coelestem in terris vitam expresserunt. Hoc denum poema erudiet, rapiet, tenebit nos, postremo ardorem quendam pectoribus immittet, primum ut amemus illos, hinc ut aemuletur et nos eorum velimus esse similes...» (De ratione dicendi, liber III).

[p. 158]. [2] . «In quo sapientior fuit qui nostra lingua scripsit Celestinam Tragicomediam. Nam progressui amorum et illis gaudiis voluptatis exitum annexuit amarissimum, nempe amatorum, lenae, lenonum, casus et neces vilentas». (De causis corruptarum artium, liber II).

[p. 159]. [1] .  De ratione dicendi libri tres.—De consultatione liber. La primera edición de estos tratados parece ser la de Lovaina, ex officina Rutgerii Pescii, pridie Iduum septembris, 1533, 8.º—La segunda es de Basilea, por Roberto Winter, 1537, 8.º Cítase una tercera de Colonia, que no he visto. Apareció luego en el tomo I de la edición de las obras completas de Vives, hecha en Basilea por Episcopio, en 1555, y en el tomo II de la edición valenciana de Mayans, 1782 y siguientes. Mis citas van ajustadas al texto de la de Basilea (páginas 84 a 178).

—De conscribendis epistolis, ad Idiaquaeum a secretis Caroli V. Impreso con otro Tratado de Erasmo sobre el mismo asunto, en Basilea, 1536, por Lasio; el mismo año, en Colonia, por Gymnico; en Basilea, por Juan Oporino, 1549 y 1552, siempre con otros tratados de igual materia. Suelto se imprimió en Amberes, 1573, 8.º Apud haeredes Arnoldi Bircmani. Se halla en el tomo I de la edición de Basilea, y en el II de la mayansiana.

Para citar los libros de Causis corruptarum artium he tenido delante, además de las ediciones generales, la de Lyon, 1551, apud Joannem Frellonium, la elzeveriana de 1636, Leyden (Lugduni Batavorum, ex officina Joan. Maire), y la de Nápoles, 1764. Comparadas unas con otras, ofrecen variantes.

Sobre la Bibliografía vivista deben consultarse especialmente la Vita Joann. Ludovici Vives, de Mayans, que precede a la edición de Valencia, y las dos monografías siguientes, de dos eruditos belgas:

—«Mémoire sur la vie et les écrits de Jean Louis Vives, par M. A.—J. Namèche (profesor en la Universidad católica de Lovaina). Inserta en las Memorias premiadas por la Academia de Ciencias y Bellas Letras de Bruselas, tomo XV (primera parte), 1840-1841».

—«Jean Louis Vives... par Emile Van den Busche (archivero de Brujas). Bruges, imprimerie de Daveluy, 1871».

Las teorías de Vives sobre la verdad poética pueden verse repetidas en su opúsculo Veritas fucata (tomo II de la edición de Basilea, páginas 126 a 131).

[p. 160]. [1] .  Ant. Lulli Balearis, de oratione libri septem, quibus non modo Hermogenes ipse totus, verum etiam quidquid fere a reliquis Graecis ac Latinis de arte dicendi traditum est, suis locis aptissime explicatur. Accesit etiam locupletissimus rerum et verborum toto hoc opere memorabilium Index... Basileae, cum Caes. Maiest. et Christianiss. Galliarum Regis Henrici gratia et privilegio ad annos decem. Fol. 532 y siguientes.

(Esta edición, descrita por Bover, Biblioteca de escritores baleares, tomo I, página 413, no debe de ser distinta de la que Cerdá y Rico (Commentarius de praecipuis rhetoribus hispanis) cita con las siguientes señas: Basileae ex officina Joan. Oporini, impensis Henrici Petri, anno salutis humanae MDLX VIII). Al fin se leen unos versos latinos de Juan Morisot en alabanza de Llull y de su libro.

—Progymnasmata Rhetorica, ad Franciscum Baumensem. Basileae, apud Joannem Oporinum, 1550. Cítase una edición aumentada, 1551, y otra de Lyon, 1572. Llull murió en 1582, dejando varios libros inéditos, entre ellos una Philosophia Rationalis y un tratado de Música. Era un lulista modificado por el Renacimiento.

[p. 161]. [1] . Sebastia- / ni Foxi Mor- / zilli Hispalensis / de imitatione, seu de informandi / Styli ratione. Libri II. / Antuerpiae. / Excudebat Martinus Nutius, anea / 1554. / Cum gratia et prirvilegio.

8.º, 83 hs. dobles.

Este librito es el más raro de los de Fox Morcillo, y tanto, que ni Mayans, ni Cerdá y Rico llegaron a verle nunca. Mi ejemplar lleva al principio nota manuscrita de haber sido donado a la Cartuja de Scala Caeli, en Portugal, por su fundador, el célebre Arzobispo de Evora don Theotonio de Braganza.

[p. 162]. [1] . «Cum pictores perfectissimas quasque imagines sibi exprimendas proponant, ut de Apelle ac Phidia fertur: et ea quae sine alterius fiant exemplo, plerumque imperfecta, mancaque sint... Nec vero hoc mirum: cum Deus etiam in mundo efficiendo Ideam suae mentis imitatus a Platone dicatur, quod nihil sine exemplo recte, nihil certo, nihil demum apte fieri possit. Nam vel ipsa quidem natura in unaquaque re efficienda imaginem ac vestigium quoddam opificis Dei habet expresam, ut ternario cunctae constent numero, sicuti trinus est, atque unus deus, quando materia, forma et conexione singula constant. (Fol. 10. v).

...«Imitari nihil est aliud, quam ejus auctoris, quem approbes, spiritum, mores ingeniumque induere, et cum hoc simul cogitandi, loquendique formam exprimere».

[p. 163]. [1] . «Non solum aetatum, sed etiam rerum et negotiorum, atque adee scriptorum quorumque stylum esse aliquem proprium animadvertas oportet: quem si quis confuse temereque studeat exprimere, numquam ut recto dicat aut scribat consequeretur... Adhibendus est suus singulis rebus stylus: non quovis modo quaecumque dicenda sunt» (Fol. 22. v.)

...«Ita siquis alterius stylum apte imitari, velit, imprimis naturam subrei debeat observare». (Fol. 24. v.)

[p. 163]. [2] . «...characterem, genium ac formam dicendi quamdam esse puto, quae vel pro ingenii cujusquam, vel rei quae in quaestionem vocatur, ratione varietur. Itaque totus ille orationis alicujus decursus ac filum, quod ubique sui est simile, mihi proprie stylus esse videtur: qui non tam in singulis periodis, verbisve quam toto in ejus corpore spectatur...». (Fol. 30. v.)

[p. 163]. [3] . «Usque adeo ut inde naturam., moresque cujusvis non minus quam e vultu et consuetudine noscas». (Fol. 33. r.)

[p. 164]. [1] . «Hic quid non imitatione dignum habet? quid non admirandum, laudandumque maxime? certe vel ejus vitia, si quae in illo esse possunt, ac naevos imitandos censeo». (Fol. 44 v.)

[p. 164]. [2] .«Quemadmodum aedificatores boni, postquam aedificii formam aliquam animo conceperint, aut e materia quavis rudi minorem finxerint, tum demum ligna congregare, marmora et columnas parare, fundamenta jacere, cuncta denique necessaria conquirere solent, ita mihi facturi videntur ii, qui electorum verborum copia adepta, collectisque ex eo, quem imitantur, phrasibus, formam orationis totam cogitatione comprehendant, et illam tanquam ideam sequantur, ad cujus imaginem omnia scribant, poliant, ornent, illustrent».

El diálogo de Fox Morcillo está dedicado al cardenal de Burgos don Francisco de Mendoza y Bobadilla, helenista muy erudito y poseedor de una de las mejores colecciones de códices griegos que se formaron en España en el siglo XVI.

[p. 165]. [1] . No era natural de la misma Sevilla, sino de Villarrasa, en el condado de Niebla.

[p. 165]. [2] . De ratione dicendi libri duo. Auctore Alphonso Garsia Matamoro Hispalensi et artis rhetoricae primario professore in Academia Complutensi.

Colof.: «Excudebat Compluti Ioannes Brocarius, idque visum approbatumque consilio et mandato admodum reverendi domini licenciati Francisci Martinez, in Toletana metropoli Vicarii moderatoris, anno christianae salutis quingentessimo quadragesimo octavo supra Millesimum mense Octobri».

Hay una reimpresión, también de Alcalá, por Andrés de Angulo, 1561.

—Alphonsi Gartiae Matamori Hispalensis et Rhetoris primarii Academiae Complutensis de tribus dicendi generibus, sive de recta informandi styli ratione commentarius: cui accessit de Methodo concionandi liber unus ejusdem auctoris ad illustrem et doctissimum virum Gartiam Loaisam Gironem Doctorem Theologum et Archidiaconum Carracensem... Compluti, ex officina Andreae de Angulo, 1570.

Todas estas obras están reimpresas en la colección titulada:

—«Alphonsi Garsiae Matamori Hispalensis et Rhetoris primarii Complutensis, Opera Omnia, nunc primum in unum corpus coacta. Accedit Commentarius de vita et scriptis Auctoris. Matriti, anno MDCCLXIX, typis Andreae Ramirez, superiorum permissu». 4.º (pp. 233 a 700).

El comentario biográfico es de Cerdá y Rico, que fué, juntamente con Mayans, el mayor ilustrador de las memorias de nuestros humanistas. El tratado De ratione dicendi está dedicado al Rector Barrovero y a los catedráticos de Alcalá, a quienes dice muy duras verdades. Exórnanle versos laudatorios de Arias Montano y de Dionisio Vázquez.

El De informando stylo, dedicado a don García Loaysa, va precedido de dos epigramas latinos de Simón de Acuña Rivera, portugués.

[p. 167]. [1] . «Amissa igitur Graeciae libertate et praecipitante republica Romana, bonarum artium Studia una cum patria perierunt quae una quidem fuit et praecipua causa corruptarum artium, sed non sola». (Pág. 445 de la edición de Cerdá y Rico). Matamoros copia más adelante (páginas 429 y 430) un largo pasaje de Vives, De causis corruptarum artium, sin citarle para esto, aunque sí para otras cosas. Tengo también vehementes sospechas de que había leído a Fox Morcillo.

[p. 167]. [2] . «Atqui Ciceroniane dicere, quod a me non semel dictum est, nihil aliud profecto est quam optime dicere: optime autem dicere, est pro rei natura pure et eleganter et apte dicere: quae qui praestiterit, is mihi solu Ciceronianus erit, non qui decem aut viginti Ciceronianis formulis instructus, ad omne se argumentandi genus probe pertractandum idoneum esse putat».

[p. 168]. [1] . Quasi vero multiplex sit eloquentia, ac non potius una, quacumque lingua ea demum proferatur. Neque enim alia est oratoris eloquentia, alia poetae, alia historici, aut alia quae Latine aut Graece enuntietur. Una quidem est omnium rerum regina eloquentia, quae dicendi methodum in omni sermone praescribit: neque alia est Rhetorica, quae docet tractare hominum animos in negotiis civilibus, alia quae sacras conciones sic informat, ut in templis cum auditorum fructu proclamentur. Quare mirari satinequeo eos homines, qui vias quasdam compendiarias quaerunt concionandi, atque disjunctas illas quidem a saeculari, ethnicaque eloquentia, quum non videant quanto in errore versentur qui se a Cicerone et Demosthene, id est, a Romana et Graeca eloquentia subducant, existimantes scilicet nova alia dicendi arte opus esse concionatoribus, qui de rebus sacris ad divinis materias tractant... His argumentis satis quidem mea sententia in comperto est, modum concionandi rhetorum praeceptis sic penitus haerere, ut si quis ab his tantisper divellere conetur aut novam aliquando Rhetoricam a coelo divinitus delapsam in divorum templa introducat necesse est, aut si veterem rationem nolit sequi, totam dicendi vim convellat et labefactet».

[p. 169]. [1] . «Nam omnia ethnicorum fortiter facta, scite dicta, ingeniose cogitata, industriae tradita, suae reipublicae praeparaverat Christus. Ille enim ministraverat ingenium, ille quaerendi ardorem illis infecerat, neque alio authore quaesita inveniebant».

[p. 170]. [1] . Rhetoricorum libri IIII, Benedicti Ariae Montani Theologi, ac poetae laureati ex disciplina militari divi Jacobi Ensigeri, ad Gasparem Velesium Alcocerum. Cum annotationibus, Antonii Moralii Episcopi Menchuacanensis, quae rem omnem quam brevissime explicant... Antuerpiae, ex officina Crhistophori Plantini MDLXIX. 158, pp. 8.º (Esta ed. de Amberes, 1569, que el señor Barrantes posee, es indudablemente la primera que Nicolás Antonio supuso hecha en Francfort en 1572.).—La Retórica fué reimpresa en Valencia, por Montfort, en 1775. 4.º, 212 pp. Las notas del Obispo de Mechoacán, más bien merecen el nombre de sumarios o epígrafes.

Sobre la Retórica y las demás obras de su autor, véase el admirable Elogio de Arias Montano, que compuso don Tomás González Carvajal, y que se lee en el tomo VII de las Memorias de la Real Academia de la Historia.

 

[p. 173]. [1] . El pasaje relativo a los libros de caballerías es muy curioso para nuestra historia literaria:

           Errantesque equites, Orlandum, Splandiana Graecum,
       Palmirenumque duces et caetera monstra vocamus,
       Et stupidi ingenii partus, faecemque librorum,
       Collectas sordes in labem temporis, et quae
       Nil melius tractent, hominum quam perdere mores.
       Temporis hic ordo nullus, non ulla locorum
       Servatur ratio: nec si quid forte legendo
       Vel credi possit vel delectare, nisi ipsa
       Te turpis vitii species et foeda voluptas
       Delectat, moresque truces, et vulnera nullis
       Hostibus, inflicta, ac stolide conficta leguntur.
                                                                              (Lib. III. v. 102).
        

[p. 174]. [1] .            Haec melius sese insinuant et mentibus haerent
                                  Dulcisonis admissa modis suavique lepore.
                                  Et numeris sese facile associantibus intra
                                  Labuntur, mox clausa animo, penitusque locata
                                  Perdurant, ponuntque sibi gratissima semper
                                  Confugia et sedes, jam cedere nescia; sed se
                                  Conservant iisdem numeris atque ordine, queis se
                                  Ingessere, nec hinc penitus discedere possunt;
                                   Nam si forte aliquid cedat, missoque vagetur
                                  Ordine, continuo in numerum revocabile rursus
                                  Cogitur, et socium turba clamante, recurrit.
                                                                            (Lib. IV v. 104).

Además de las ediciones de esta Retórica, ya citadas, se encuentra en el tomo III de la colección completa de sus poesías, impresa por Plantino (Benedicti Ariae Montani Hispalensis Poëmata in quatuor tomos distincta. (Amberes, 1589). Cerdá y Rico menciona otra edición de Venecia, 1698, con anotaciones del jesuíta Camilo Hectoreo.

[p. 175]. [1] . En el códice B. 4.ª—445—5 de la Biblioteca Colombina del cabildo de Sevilla, se halla la Rhetórica de Hermógenes, de Griega hecha Latina, y mejorada muchísimo por el clarísimo Doctor Pedro Núñez Valenciano: y vertida en vulgar castellano por Miguel Sebastián, Presbítero, Rector que fué de Galve, y discipulo de Núñez y cathedrático de Rethórica en la Universidad de Zaragoza, año 1624.

Fol. 116 hojas, letra de fines del siglo XVI.

[p. 175]. [2] . Institutiones Oratoriae collectae methodicos ex Institutionibus Audomari Talaei, authore Petro Joanne Nunnesio Valentino. Valentiae, por Joannem Mey Flandrum, 1552. 8.º

—Tabulae Institutionum Rhetoricarum Petri Joannis Nunnesii Valentini. Barcinone. Excudebat Jacobus Sendrat, anno Domini, 1578. 4.º

—Petri Johan. Nunnesii Valentini Institutionum Rhetoricarum libri quinque. Editio altera multo correctior, et locupletior exemplis et indicibus: et nova accessione artificii, quo possit ars copiosius et utilius exerceri. Barcinone, cum licentia: Ex Typographia Jacobi Cendrat. Ann. 1585. 8.º

(La primera impresión citada por Cerdá y Rico es también de Barcelona, por Pedro Malo).

Reimpresa en Barcelona, por Sebastián de Cormellas, en 1593. Esta edición es la peor de todas, porque carece de los apéndices.

—Progymnasmata, id est, praeludia quaedam oratoria ex progymnasmatis potissimum Aphtonii (es una parte de la obra anterior). Caesaraugustae, typis Mich. Eximini Sánchez, anno MDXCVI, juntamente con un tratado del género epistolar, Ratio brevis et expedita conscribendi genera epistolarum illustriora, reimpreso separadamente en Valencia, por Felipe Mey, 1607. 8.º

Vid. sobre Núñez el Specimen bibliothecae majansianae (páginas 79 a 81). Los compendios son:

—Petri Joannis Nunnesii Oratoriae Institutiones in quinque libros distributae, a Bartholomaeo Gavilá Ilicensi in Epitomen redactae. Oscae, apud Joannem Perez a Valdiviesso, Oscensium Academiae Typographum, anno 1604. 8.º

—Breves Progymnasmatum Petri Nunnesii et Rhetoricae Francisci Novellae Institutiones, ex variis ejusdumque Artis scriptoribus. Nunc denuo aliquot mendis repurgatae, et novis tabulis alumnis utilibus illustratae a Vicentio Ferrer Gandiensi, Diacono, in Valentina Academia Primae Rhetoricae Cathedrae Praefecto. Ad ornatissimam Valentiae civitatem, ejusque nobilibus Consulibus, Seviris ac Civibus. Cum licentia. Valentiae, per Hieronymum Vilagrasa, in vico scapharum, anno 1655. 8.º Mayans trata muy mal a este Ferrer «Grammatister potius quam rhetor»; pero con todo eso, tiene sus Instituciones por muy dignas de ser leídas, gracias a la excelente doctrina de Núñez que contienen.

El Omer Talón o Audomaro Talaeo, tantas veces citado por Núñez y por el Brocense, era un francés, discípulo de Pedro Ramus. Imprimió su Retórica en 1544.

[p. 177]. [1] . Rhetorica. Valentiae, ex officina Joannis Mey, MDLXVII. 8.º Este libro que rara vez se encuentra entero, consta, en realidad, de cuatro partes, con portadas distintas: 1ª. Rhetoricae Prolegomena... ad amplissimum virum D. D. Franciscum Caulin del Castillo, Archidiaconum Saetabensem. 2.ª Prima Pars Rhetoricae (De inventione). 3.ª Secunda Pars Rhetoricae... in duos libellos distributa: quorum prior elocutionis praecepta; alter exercitationem et exempla complectitur. 4.ª Tertia et ultima pars Rhetoricae, in qua de memoria et actione disputatur. Ad illustrissimum D. Petrum Volscam Serenissimi Regis Poloniae Legatum... in Hispania. (Esta tercera parte tiene la singularidad de aparecer impresa un año antes que las precedentes). Cuarta parte, compuesta de una Silva de Apotegmas, varias declamaciones, y algunos fragmentos de las comedias Lobenia, Sigonia, Octavia, etc. Hay otra comedia blingue de Palmyreno, Fabella Aenaria, inserta en su librillo Phrases Ciceronis... Valencia, por Pedro de Huete, 1574. Ninguna de ellas está mencionada por Barrera.

Mayans cita otra Retórica más breve de Palmyreno:

—De arte dicendi libri quinque. Cuarta edición. Valencia, 1577, 8.º, pero Cerdá la tiene por un arreglo de la anterior.

En su librillo De vera e facili imitatione Ciceronis... (Zaragoza, Pedro Bermuz, 1560, 8.º) trae Palmyreno un Diálogo en castellano sobre el estilo. Véanse además sus Campi eloquentiae... Valencia, Pedro de Huete, 1574. 8.º

De Palmyreno hay muchas noticias en la Biblioteca Aragonesa, de Latassa.

[p. 178]. [1] . Lo mismo hizo Núñez, que había sido discípulo de Talaeo, y a quien probablemente alude más abajo el maestro Sánchez.

[p. 181]. [1] . Sobre la fe, siempre dudosa, de don Lorenzo Ramírez de Prado, menciona Mayans una edición De Arte dicenci, de 1556 . Hace verosímil esta noticia el afirmarse en los preliminares de la de 1569 (por Matias Gast) que el libro había sido ya otras veces impreso. La edición que sirvió para la de Ginebra es la siguiente:

—Francisci Sanctii Brocensis in inclyta Salmanticensi Academia Rhetoricae Professoris de Arte dicendi liber unus denuo auctus et emendatus. Cui accessit in Artem Poeticam Horatii per eundem Paraphrasis et Brevis Dilucidatio. Salmanticae, excudebat Petrus Lassus, 1573. 8.º—Dedicatoria al Claustro de Profesores de Salamanca.—Prólogo a los estudiosos de la Retórica.—Versos laudatorios de Fernando Sánchez Brocense, Juan Domingo, Florencio Romano y Gaspar Ribero.

—Organum Dialecticum et Rhetoricum cunctis disciplinis utilissimum ac necessarium. Per Franciscum Santium Brocensem, in inclyta Salmanticensi Academia Rhetoricae Primarium, Graecaeque Linguae Doctorem. Lugduni, apud Antonium Gryphium, 1579. 8.º (2.. ed.) Salmanticae, apud Michaëlem  Serranum de Vargas, anno 1588, sumptibus Claudii Curlet Sabaudiensis Bibliopolae e regione scholarum Majorum commorantis, sub insigni cucurbitae aureae. 8.º Dedicado por el editor a Baltasar de Céspedes, yerno del Brocense y sucesor suyo en la cátedra de Retórica. El Brocense la había dedicado a sus hijos.

Una y otra Retórica pueden leerse en el tomo I de las obras completas del Brocense (Francisci Sanctii Brocensis... Opera Omnia, una cum ejusdem scriptoris vita, auctore Gregorio Majansio. Tomus primus, seu opera Grammatica. Genevae, apud fratres de Tournes (pp. 297 a 444).

[p. 183]. [1] . a) Michaelis Saurae Valentini Oratoriarum Institutionum libri III, nunquam antea in lucem editi, ad illustrissimum D. Dominum Franciscum Oliverium Populeti abbatem. Est etiam perutilis epitome ejusdem Saurae sola Rhetoricae praecepta complectens. Pampilone, ex typographia Thome Porralii Sabaudiensis, MDLXXX VIII. 8.º Libro mencionado por Cerdá, que le, poseía, pero no por Nicolás Antonio ni por Ximeno.

—Libellus de figuris rhetoricis. (Valentiae, apud Joannem Mey, 1567 y 1576).
b) De utraque inventione oratoria et dialectica libellus. Pompoejopoli ex typographia Thomae Porralii, 1570. 8.º
c) Epitome troporum ac schematum et grammaticorum et rhetorum, ad auctores tum prophanos, tum sacros intelligendos, non minus utilis quam necessaria, Francisco Gallesio rhetoricae eximio professore collectore. (Valentiae, per Jeannem Mey Flandrum, 1553. 8.º)
d) De Alonso de Torres cita Cerdá las Tabulas breves et compendiarias in duos tomos Rhetoricae abs se compositae. Alcalá por Juan Híñiguez de Lequerica, 1579. 8.º (La Retórica lata, a la cual estas Tablas se refieren, fué dedicada por el autor al Duque de Maqueda; pero no se conoce ejemplar alguno de ella). Escribió Torres además un tomo de declamaciones y ejercicios retóricos, Rhetoricae Exercitationes), que cita Cerdá como impresas
en Alcalá de Henares en 1569.
e) Opuscula liberalium artium Magistri Barrienti Salmanticae professoris... Salmanticae, expensis Simonis a Portonariis. Cum privilegio, 1573

f) Francisci Novellae Breves Rhetoricae Institutiones,.. Valentiae, 1621, 1641, etc., etc.

Para más pormenores bibliográficos véase el Commentarius de praecipuis rhetoribus hispanis que Cerdá antepuso a su edición de la Rhetorica Contracta o Particiones Oratorias, de Gerardo Juan Vosio (Madrid, Sancha, 1781). La Retórica de Vosio es obra indigesta; pero los apéndices y las notas con que Cerdá dobló su volumen están llenas de la más exquisita erudición sobre autores y libros españoles. Léase, además, el Specimen bibliothecae hispano-majansianae, de don Gregorio Mayans, publicado en Hannover, por David Clément, en 1753.

[p. 185]. [1] . «Nam quod nonnulli nobilissimi rethores eloquentiam virtutem esse contendunt, neque posse nisi in bono viro reperiri, optandum quidem illud est, sed parum verum: si enim virtutem, eam vocant, quae more perfecta, omnino bonos eos efficit, in quibus est, quid absurdius dici potest, quam eloquentiam hoc virtutis genere contineri? sin autem abutuntur virtutis nomine et absolutionem perfectionemque tantum cujusque rei significant, est quidem eloquentia virtus in ratione posita, ut omnes artes ac scientiae, sed cum hoc genus virtutis non simpliciter bonos homines reddat, verum cum adjunctione; ut bonos rhetores, bonos dialecticos, bonos philosophos nihil id obstat quominus et eloquentiam improbi habeant, et ejus viribus ad optimas quasque res labefactandas et evertendas abutantur».

Petri Joannis Perpiniani Valentini e Societate Jesu Orationes duodeviginti. Romae, apud Zannettum et Ruffinellum, MDLXXX VII. Permissu Superiorum. Pág. 245 y siguientes.

Hay, además, otra ed. de Brescia, apud Petrum Mariam Marchettum, 1589.Pero la más completa y recomendable es sin duda la de Roma de 1749 (4 tomos en 8.º), con una extensa biografía del autor escrita por el P. Lazzeri.

[p. 186]. [1] . «Exorti sunt enim proximis annis tam in dialectis quam in rhetoricis novi quidam doctrinae veteris emendatores: quibus, cum nihil esset aliud propositum, nisi principibus et prope dixerim parentibus omnium disciplinarum adversari, et magnis auctoribus reprehendendis suum adolescentulis rudibus et imperitis ingenium venditare, studio repugnandi longius, quam par erat, provecti, saepe sine ratione ab iis, quos defendere debuerant, dissenserunt... Hinc proseminatae sunt illae pueriles opiniones et absurdae, quas nonnulli jam solas in scholis intolerabili cum arrogantia et fastidio pro verissimis certissimisque jactant: bene dicere, non persuadere, finem esse oratoris: solam elocutionem esse hujus artis; aut elocutionem cum pronuntiatione et actione: ridiculum esse nunc quaerere numeros in oratione...» etc. (Pág. 341 de la edición príncipe de Roma).

[p. 187]. [1] . Vid. ep. XVI a Francisco Adorno en el tomo III, pág. 99 de la edición del P. Lazzeri.

[p. 187]. [2] . D. Cypriani Soarez Societatis Jesu, de Arte Rhetorica libri tres, ex Aristotele, Cicerone et Quintiliano praecipue deprompti. Nunc ab eodem auctore recogniti et multis in locis locupletati. Coesaraugustae. Excudebat Jaonnes Soler, MDLXXXI. 8.º Cerdá y Rico menciona dos eds. de Venecia, 1565 y 1568; Sevilla, 1569; Amberes, 1575; Madrid, 1577; Madrid, 1583; Roma, 1585; Verona, 1589; Roma, 1590; Madrid (por Pedro de Madrigal), 1597 Lisboa, 1620; Praga, 1675... pero debe de haber muchas más, porque el libro corrió triunfante en todos los colegios de jesuitas de Europa. El P. Cipriano Suárez era natural de Ocaña.

[p. 187]. [3] . Los cuatro libros De arte Rhetorica y el De methodo concionandi del toledano Juan de Santiago, no los he visto más que citados por Cerdá y Rico, que los da por impresos en Sevilla, ex officina J o. Leonii, 1595, y los elogia mucho por la selección de los ejemplos.

—Bartholomaei Bravi S. I. de arte oratoria ac de ejusdem exercendae ratione, Talianaque imitatione, varia ad res singulares adhibita exemplorum copia, libri quinque (Medina del Campo, 1596). Contiene oraciones o declamaciones de cosecha del autor, que imprimió, además, un tratado sobre el género epistolar.

—Los cuatro libros De oratore, de Rodrigo de Arriaga se imprimieron en Colonia, typis Bernardi Gualteri, 1636. 8.º

[p. 188]. [1] .  Así lo reconoce Juan Petreyo: «Tu unus, Pater observande, ausus es haec claustra perrumpere et ad ejus disciplinae consuetudinem vulgus admittere, qua non alia ad vitae usus aut utilior est aut jucundior; eaque felicitate ut primus novum iter ingressus, exemplar secuturis vix reliquisse videaris quod addant».

«Rhetorica en lengua castellana, en la cual se pone muy en breve lo necessario para saber bien hablar y escrevir: y conoscer quien habla y escrive bien. Una manera para poner por exercicio las reglas de la Rhetorica. Un tratado de los avisos en que consiste la brevedad y abundancia. Otro tratado de la forma que se deve tener en leer los autores: y sacar dellos lo mejor para poderse dello aprovechar quando fuere menenester: todo en lengua Castellana: compuesto por un frayle de la orden de Sant. Hieronymo, con privilegio Imperial».

4 got., 4 hs. fols. y 107 folios.

Colofón: «Fué impressa esta presente obra y nueva invención de Rhetorica en Romance a loor y alabanza de nuestro Señor Jesu Christo y de s u gloriosíssima madre, en la muy noble Villa y florentíssima Universidad de Alcald de Henares en casa de Juan de Brocar, a ocho días del mes de Febrero de año MDXLI (1541)».

[p. 189]. [1] . Arte de rhetorica, en el qual se contienen tres libros, El primero enseña el arte generalmente: el segundo particularmente el arte de historiador: el tercero escrivir epístolas y diálogos. Madrid, por Guillermo Drouy, 1578.

[p. 189]. [2] . Primera parte de la Rhetorica de Joan de Guzmán, público professor desta Facultad, dividida en catorze Combites (sic) de Oradores: donde se trata el modo que se deve guardar en saber seguir un concepto por sus partes, en qualquiera plática, razonamientos o sermón, en el género deliberativo, de todo lo qual se pone theórica y práctica. Alcalá de Henares, por Joan Iñiguez de Lequerica, año 1589, 8.º, 8 hs. prels., 291 fols. y cinco más de Tablas.

Intercaladas entre la prosa de este libro hay varias poesías del autor bastante estimables, en las cuales se inclina a la imitación de Fr. Luis de León. Son traducciones de los cinco primeros salmos y de varios epigramas de Marcial, una canción y unas liras originales, y dos epigramas latinos.

El autor se gloría de haber sido formado en la of icina del gran Sánchez Brocense y de Joan de Mal-Lara, hispalense.

[p. 190]. [1] .  Las obras del maestro Céspedes se hallan juntas en un códice de la Biblioteca Nacional, marcado V.—87. Comprende la Retórica, la Gramática y el Discurso del humanista, y lleva la fecha de 1607, El Humanista se ha impreso suelto en un opúsculo ya raro:

—Discurso de las letras humanas, llamado el Humanista, que, según don Nicolás Antonio, escribía en el año de 1600 Baltasar de Céspedes, yerno del Brocense, y su inmediato sucesor en la Cátedra de Prima de Retórica de la Universidad de Salamanca, y que sale a luz la primera vez por D. Santos Díez González. En Madrid, por Antonio Fernández, 1784. 8.º

[p. 191]. [1] . Eloquencia Española en Arte. Por el Maestro Bartholomé Ximénez Patón. Toledo, Thomás de Guzmán, 1604. 8.º, 8 hojas prels. sin foliar, 13 de prólogo, 123 de texto y 7 de Tabla.

—Mercurius / Trimegis- / tus, sive de tri- / plici eloquentia Sacra, / Española, Romana. / Opus concionatoribus ver / bi sacri, poetis utriusque linguae, divinarum et / humanarum litterarum studio / sis utilissimum. / A. D. D. Jhonnem (sic) de Tarsis Comi- / tem de Villamediana Archigrammathopho- / rum Regis. / Authore Magistro Bartholo- / maeo Ximenio Patone Almedinense, ejus publico / Doctore et Protogrammatophoro (a) [(a) Protogrammatophoro y Archigrammatophoro quieren decir, en la latinidad del maestro Patón, «Correo mayor».] in oppi- / do Villanueva de los Infantes, Cu- / riae Romanae, et Sancti Of- / ficii Scriba. / Cum Privilegio. / Petro de la Cuesta Gallo Typographo. Biatiae. / Anno 1621. 4.º, 8 hs. prels. + 286 folios + 20 sin foliar con varios apéndices e índice. Bajo este rótulo general se comprenden cuatro obras distintas: la Eloquentia Sacra, en latín; la Elocuencia Española, en castellano; las Instituciones de la gramática española (íd.); la Eloquentia Romana, en latín. A todo ello hay que agregar una cáfila de versos laudatorios en alabanza del autor, que no van al principio, como de costumbre, sino al medio, para que todo sea extravagante en la disposición tipográfica de este libro; varias polémicas de Patón con el P. Francisco de Castro, de la Compañía de Jesús, y con el dominico Fr. Esteban de Arroyo, y, finalmente, una serie de certificados de los catedráticos de elocuencia, o séase dómines, de Baeza, Ubeda, Alcaraz, Ciudad Real, la Membrilla, Albacete, Villapalacios... comprometiéndose a no enseñar nunca por otro libro que por el Mercurio Trimegisto. Ximénez Patón imprimió un tratado de El Perfecto Predicador. (Baeza, 1612, por Mariana de Montoya). Como no lo he visto, ignoro si difiere en algo de la Eloquentia Sacra.

 

[p. 194]. [1] . Eclesiasticae Rhetoricae, sive de ratione concionandi libri sex, celeberrimo et praestantissimo tempestatis nostrae Theologo Ludovico Granatensi, Monacho Dominicano auctore, jam diu quidem a studiosis optati atque spectati, nunc vero primum in lucem editi. Opus non solum utile, verum etiam pernecessarium iis, qui concionandi laude praestare, et Reipublicae Christianae, dum animarum saluti incumbunt, egregiam atque illustrem operam navare contendunt. His conjunximus ejusdem argumenti libros tres Augustini Valerii Episcopi Veronae, ab auctore multis in locis novissima hac editione auctos et meliores factos. Venetiis apud Franciscum Zilettum, MDLXXVIII. 4.º (Dedicado a la Universidad de Évora).

La edición de Valencia de 1770, por Joseph de Orga, va encabezada con un elegante prefacio latino de don Juan Bautista Muñoz.

Hay una traducción castellana de esta Retórica, mandada hacer por el Obispo Climent e impresa en Barcelona, 1770. Es la misma que se reproduce en la Biblioteca de Rivadeneyra.

[p. 195]. [1] . Vergel de oración, tomo II, pág. 69. Citado por Fr. Tomás Cámara, Obispo auxiliar de Madrid (hoy Obispo de Salamanca), en su hermoso libro Vida y escritos de B. Alonso de Orozco. Valladolid, 1882, pág. 440.

El Methodus praedicationis está inédito.

[p. 196]. [1] . Est enim ipsa, narratio vera, ornata et culta alicujus rei gestae aut dictae ad ejus notionem hominum menti firmiter imprimendam... eo quod memoriae nostrae fluxae ac labilis infirmitas ea confirmetur, sintque illa aeterna, quae sunt historiae monumentis consecrata.

La primera edición del diálogo Historiae institutionem (dedicado a Luis de la Zerda, distinto del jesuíta) parece ser la de París, 1557, apud Martinum Juvenem, a la cual siguió la de Amberes, 1564; pero yo le tengo sólo en la colección de preceptistas del arte histórico, estampada en Basilea, 1579, con este título:

—Artis Historicae Penus, octodecim scriptorum tam veterum quam recentiorum monumentis, et inter eos praecipue Bodini libris Methodi Historicae sex instructa... Basileae, ex officina Petri Pernae, 1579. Cum privilegio. 8.º

En el folio 743 del tomo primero comienza el tratado de Fox Morcillo.

[p. 197]. [1] . Haec igitur proponenda sunt primum quasi generalia... Haec tamquam thesis est primo comprehendenda et constituenda...

Nec vero descriptio locorum satis est in historia, quum haec ad res illustrandas et distinguendas sumantur, sed consilia et causae gestorum multo magis exponendae... mutationes legum, seditiones, tumultates civium, magistratum dominatus... navigationes novae, inventa, portenta...

[p. 197]. [2] . Veritatis enim amor et studium, utilitatisque publicae cura praedicanda hic est, quando ad id instituitur historia, non tu ipse aut res tuae, quarum ad laudem historia non scribitur, sed ad publicam utilitem, ex veritatis cognitione natam, quam tamem dum consectare, laudaris, magnumque patriae atque tibi nomen comparas...

[p. 199]. [1] . De historia, para entenderla y escribirla. Madrid, Luys Sánchcz, 1611. (Escribo esta portada un poco de memoria, porque a mi ejemplar le falta la primer hoja). 4 hs. sin foliar y 112 pp. Este Tratado está mucho mejor escrito que el Felipe II, de Cabrera; a ratos parece imposible que sean de la misma mano.

[p. 202]. [1] . Genio de la historia. Por el P. Fr. Gerónimo de S. Joseph, carmelita descalzo. Obra que publicó el Marqués de Torres (en 1651), y dedicó al Señor Phelipe I V. Segunda Impresión. Madrid, en la imp. de don Antonio Muñoz del Valle, año de 1768. 4.º

[p. 203]. [1] . Sobre otros preceptistas históricos que no importan para la historia de la Estética, véase el Discurso de entrada en la Academia de la Historia de don José Godoy Alcántara (1870).