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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPÍTULO VIII.—LAS IDEAS ESTÉTICAS EN LOS ESCOLÁSTICOS ESPAÑOLES DE LOS SIGLOS XVI Y XVII.—DOMINGO BÁÑEZ.—BARTOLOMÉ DE MEDINA.—FR. JUAN DE SANTO TOMÁS.—LOS SALMANTICENSES.— GABRIEL VÁZQUEZ.—GREGORIO DE VALENCIA.—RODRIGO DE ARRIAGA.—LA ESTÉTICA EN LOS FILÓ

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Ni aun los apologistas más fervorosos de la escolástica dejan de reconocer el grado de postración y decadencia a que había llegado en los fines del siglo XV. Fácilmente se sale del paso con atribuir de un modo exclusivo esta decadencia al nominalismo occamista que en el siglo XIV había rebajado la filosofía, apartándola de las vivas aguas del realismo, y arrastrándola por senderos empíricos, de los que siempre van a parar a una solución sensualista o positivista. Pero dase la contradicción de no ser única, ni acaso principalmente los nominalistas, quienes se señalaban por la barbarie de las fórmulas, por la abundancia de cuestiones inútiles, por el desaseo de la dicción, por las disquisiciones no ya sutiles sino impalpables, y por la hórrida fragosidad de la argumentación; antes al contrario, el nominalismo, si traía consigo otros vicios más graves, producía, a lo menos, la ventaja de sacudir un tanto el polvo de las abstracciones, y decapitar muchos entes de razón, lanzando al pensamiento humano por los senderos de la filosofía experimental, que ya era hora de que tuviese su representación y su valor propio, al lado de la tendencia ontológica, que hasta aquella fecha había predominado con verdadero despotismo. [p. 116] Cumplíase entonces de un doble modo esta ley de natural reacción, levantándose la tendencia empírica contra el idealismo, y la tendencia mística contra el intelectualismo. Pero de todo esto más debía resaltar un movimiento fecundo que una degeneración sin gloria, como la de este período, para retratar el cual con negrísimos colores, no tendríamos necesidad de acudir a los enemigos leales, aunque no sistemáticos, de la escolástica, como Luis Vives, sino que nos bastaría abrir los libros VIII, IX y X de los Lugares teológicos, de Melchor Cano, que pasa por escolástico, y lo es ciertamente en el pensamiento, pero no en la forma; y podríamos llenar largas páginas, copiando sus invectivas contra «aquellos doctores intrusos que tratan con frívolos argumentos todas las cuestiones teológicas, y quitando con vanas y débiles razones su peso y gravedad a las doctrinas más sublimes, dan a luz comentarios dignos apenas de ser compuestos por viejas: libros en que rarísima vez se menciona la Sagrada Escritura, nunca los Concilios, jamás los Santos Padres, y nada se toma de la verdadera filosofía... [1] Ha hecho el diablo (añade en otra parte, todavía más enérgicamente), y no puedo decirlo sin lágrimas, que cuando más conveniente era que, para resistir a las herejías nacidas en Alemania, se encontrasen armados y dispuestos nuestros teólogos, no se hayan visto en sus manos sino largas cañas, armas débiles y ridículas, y propias de niños... Así todo el mundo se ha burlado de [p. 117] ellos, y con razón, porque no tenían ninguna solidez teológica, y creyendo abrazar la efigie de la Teología, iban desalados en pos de vanas sombras... Y es que estos hombres llevaban errada la vía desde el principio de sus estudios, porque habían abandonado todas aquellas facultades que pulen la lengua y el estilo, y habiendo retorcido por tanto tiempo sus miembros en el vano ejercicio del arte sofística, cuando llegaban a la Teología, no alcanzaban la Teología misma, sino el humo de ella.

¿Qué comentario cabe poner a estas francas confesiones del Cicerón de las escuelas? ¿A qué causa atribuiremos los males que lamenta? ¿Diremos, como algunos, que esos males eran puro accidente, dolencia individual, que no enervaba la robustez de la escolástica? ¿Pero por ventura se queja Melchor Cano únicamente de la barbarie del lenguaje ni de los abusos de la sofística? ¿O no van más allá sus golpes cuando califica de cuestiones inútiles e ininteligibles las mismas que los escolásticos reformados no tienen por tales, antes las consideran (y quizá con razón) como capitalísimas  en su filosofía? Bueno será presentar el texto, porque ahora se niega todo a sabiendas, y así se perpetúan y envejecen los errores. «¿Quién podrá sufrir (pregunta) aquellas disputas sobre los universales, sobre la analogía de nombres, sobre lo primero conocido, sobre lo que llaman principio de individualización, sobre la distinción de la cuantidad y de la cosa cuanta, sobre lo máximo y lo mínimo, sobre lo infinito, sobre las proporciones y grados, y otras seiscientas cosas a este tenor, de las cuales ni yo mismo, con no ser de ingenio muy tardo, y con no haber dedicado poco tiempo y diligencia a entenderlas, jamás he podido formarme idea clara? ¿Pero por qué he de avergonzarme de no entenderlas, si tampoco las entendían los mismos que primero las trataron?». [1]

¿Qué más podría hoy decir contra la metafísica escolástica el más audaz de esos pensadores independientes (dentro del catolicismo), [p. 118] a quienes tan fácilmente excomulgan los celadores de la ortodoxia filosófico-tomista? Si esta fuera ocasión acomodada para ello, quizá no sería imposible discernir los muy complejos elementos que entraban en la dirección científica de Melchor Cano, y mostrar que la reforma que él inició en la escuela, con la poderosa palanca del espíritu crítico, ahondaba más de lo que sus sucesores imaginaron y venía a poner de manifiesto el vicio principal de la escolástica decadente, el que explica su esterilidad desde el siglo XIV hasta el XVI, y la necesidad que hubo de infundirle sangre nueva, no ya sólo acaudalándola con conocimientos positivos y experimentales, sino dándole una nueva propedéutica, y remontándose al análisis de nuestros medios de conocer. Ese vicio capital e irremediable, mientras no viniese a vivificar la escolástica el poderoso aliento de los Victorias y de los Canos, consistía en la petrificación, en la repetición de la fórmula impuesta: consistía en que la escolástica, después de haber llegado a la cumbre en la Summa Theologica, se había dormido sobre sus laureles, y vivía de su propia sustancia; infiel al principio de indagación racional, al cual debía su fuerza, y rémora ya para todo legítimo adelanto. Y no de otra manera que si hubiese fijado para siempre las columnas de Hércules del pensamiento humano, y como si hubiese encontrado fórmulas que agotasen toda la virtualidad inagotable del conocer y del sér, vivía en una ruidosa ociosidad, cerrados los ojos al espectáculo del mundo, y sacando de sí propia los hilos con que tejía su interminable y monótona tela. No estaba el defecto de la escolástica (hablo siempre de la que conocieron Vives y Melchor Cano) en lo que enseñaba mal, sino en lo que dejaba de enseñar; no en sus doctrinas propias, sino en poner cotos al pensamiento para que nunca sospechase que podía haber nada más allá; no en llevar al error, sino en matar el germen de la curiosidad, y con él muchos errores y muchas verdades. No concebían estos escolásticos degenerados la ciencia como labor que debe empeñar individualmente las fuerzas de cada hombre en mejorarla y rectificarla cada día, gozándose tanto por lo menos en el ejercicio racional por sí, como en el resultado de la investigación, sino que la miraban como algo definitivo y perfecto, ya adquirido por el esfuerzo de nuestros mayores, o más bien como un campo cerrado, dentro del cual podían entregarse a juegos pueriles. Y mientras se tapiaba [p. 119] así la escuela, estableciéndose por primera vez el funesto divorcio entre la especulación y la acción, el mundo experimentaba la crisis más decisiva, completábase la noción del planeta, el arte renacía, las ciencias naturales levantaban la cabeza, la crítica encendía su antorcha, y voces confusas y tumultuosas arreciaban a las puertas de la antigua Sorbona.

Al fin, la escolástica despertó, porque teniendo, como tenía, fuerzas latentes, era forzoso que el choque y la contradicción las excitasen. El primer encuentro fué desastroso para los escolásticos: Melchor Cano nos ha dicho por qué. Pero en el mero hecho de descender a la controversia, y de ver enfrente ejércitos enemigos, de distinto color y distintas armas, y tener que aprender su lengua, la escolástica no podía menos de ganar, y ganó efectivamente. Las sangrientas burlas de Erasmo, la crítica razonada y sesuda de Luis Vives, fueron cauterios saludables, cuya eficacia se reconoció muy pronto, al llegar los tiempos de Vitoria, Cano y Soto, de Carvajal y de Villavicencio. Era preciso, como escribió Fr. Luis de Carvajal «purgar la Teología de la barbarie». Era preciso reducir a sus justos términos el valor ilimitado y absurdo que se concedía al testimonio de autoridad. Era necesario, como enseñaba Francisco de Vitoria a sus discípulos, no recibir sin elección ni examen todas las palabras de Santo Tomás, y menos cuando parecían duras e improbables». Él lo practicaba (añade Melchor Cano, que es quien nos lo refiere en el prefacio de su libro XII), y aunque era varón de carácter moderado, disintió algunas veces de Santo Tomás, y obtuvo, a mi juicio, mayor alabanza disintiendo que consintiendo. [1] Era forzoso poner al servicio de la Teología, con la prudente cautela que entonces aconsejaban las condiciones de la lucha que destrozaba el mundo cristiano, los evidentes progresos de las ciencias experimentales, los nuevos desarrollos de la psicología, las conquistas de la erudición filológica en el campo de las tres antigüedades, hebrea, griega y latina, y especialmente los trabajos de los hebraizantes sobre la Biblia y los trabajos de los helenistas [p. 120] sobre el texto de Aristóteles. Era preciso, finalmente, aligerar, simplificar, podar de ramas inútiles el árbol, y mejorar las formas de exposición, que debían parecer hoscas e intolerables a oídos educados con la armonía de Platón o con el número y la rotundidad de Marco Tulio.

La restauración, como sucede siempre en lo humano, no fué perfecta; es más: sus caracteres principales no aparecieron reunidos sino en dos o tres autores de primer orden; pero el movimiento en el siglo XVI fué general, y alcanzó, en diversos grados, a cuantos entonces escribían, fuera de algunas inteligencias estadizas y refractarias, que siguieron viviendo gustosamente entre las inmundicias del establo de Augias. Así nació la grande escuela teológica española del siglo XVI, porque a España casi sola se debió la iniciativa de aquel prodigioso movimiento y, fuera de alguno que otro italiano, de España salieron así mismo todos los campeones de la nueva escolástica, que, aun conservando el nombre y muchas cosas de la antigua, no podía negar la fecha en que venía al mundo, y bien lo manifestaba en la independencia y desembarazo de sus procedimientos. Las glorias de esta escuela están escritas con caracteres indelebles en todas las ramas de la ciencia: en la Crítica General, por el libro de Melchor Cano; en la Metafísica por el de Suárez; en la Psicología, por el del mismo Suárez y el de Toledo; en el Derecho natural y de gentes, que fué en su origen ciencia casi española, por las relecciones de Vitoria y los preciosos tratados De Jure y De Legibus, de Domingo de Soto y del Doctor Eximio; en la Ética por la Concordia, de Molina.

¿Y la Estética? ¿Qué fué de la Estética en esta renovación escolástica? ¿Amplió algo su esfera? ¿Se constituyó en ciencia aparte como el Derecho Natural, y hasta cierto punto la Psicología? El estudio presente mostrará que a la Estética no le cupo tan buena fortuna, y que en las escuelas del siglo XVI, como en las de la Edad Media, careció de vida propia y quedó relegada a muy secundario lugar, a pesar del grande impulso que simultáneamente le daban los platónicos.

Para saber cómo interpretaron la doctrina de Santo Tomás acerca de la belleza y el arte nuestros grandes teólogos de la edad de oro, escogeremos a algunos de los más señalados en sus respectivas  Ordenes, y de los que pueden considerarse corno corifeos y [p. 121] cabeza de grupo. El método de proceder por Ordenes religiosas, ya recomendado al hablar de los místicos, tiene aún más estricta aplicación aquí. Tres Ordenes se distinguieron principalmente interpretando la doctrina de Santo Tomás: los dominicos y los carmelitas en sentido rígido, los jesuítas en un sentido más amplio y libre, que en cuestiones muy graves constituye una verdadera disidencia. Respecto de los franciscanos escotistas, nada diremos aquí, porque, no habiendo sobre este particular de la belleza divergencia sensible entre Escoto y Santo Tomás, no presentan ninguna doctrina especial ni que merezca ser tratada aparte.

Aun reduciendo el campo de nuestra observación a las tres Ordenes que directamente comentaban a Santo Tomás, hay que escoger algunos autores, prescindiendo de los demás, que generalmente se repiten mucho. Hablen, pues, en nombre de los Dominicos, Domingo Báñez, Bartolomé de Medina y Juan de Santo Tomás; en nombre de los carmelitas, tan tomistas de profesión como los dominicos, el celebrado Curso de los Salmanticenses, en cuya portada aparecen un carmelita y un dominico dándose las manos; y finalmente; en nombre de los Padres de la Compañía, tienen la palabra (¿y quiénes más autorizados?) Gabriel Vázquez, Gregorio de Valencia y Rodrigo de Arriaga, astros de primera magnitud en el campo de nuestras ciencias eclesiásticas.

Como los escolásticos (y es regla sin excepción) no han contado entre los libros filosóficos de Aristóteles la Retórica ni la Poética (y ha sido felicidad no pequeña, puesto que si no, hubieran impuesto a la humanidad por largos siglos el despotismo de sus interpretaciones en esto como en lo demás), no los comentan nunca, y, por consiguiente, hay que buscar sus ideas artísticas, no en sus comentarios peripatéticos, sino en sus exposiciones de la Suma de Santo Tomás. Así lo haremos, comenzando por Fr. Bartolomé de Medina, [1] uno de los maestros más insignes de la religión dominicana, [p. 122] antecesor de Báñez en la cátedra de Prima de Salamanca, y a quien con dolor vemos figurar el primero entre los acusadores de Fr. Luis de León.

[p. 123] Fray Bartolomé de Medina, al tratar del amor, nos manifiesta el saludable eclecticismo que había penetrado hasta en los espíritus más refractarios a la novedad. Vémosle juntar doctrina de los platónicos y de los peripatéticos, y referirse con especial elogio «a lo que el divino Platón escribió elegantísimamente en su diálogo que llaman del Convite». Como fuentes del amor señala la bondad y la belleza, hacia las cuales nos arrastra una inclinación que forzosamente hemos de atribuir al mismo Autor de la naturaleza. «Percibida la bondad o la hermosura, engéndrase inmediatamente el amor, como si una oculta voz de la naturaleza nos advirtiese de la armonía que tienen con nuestras facultades. Dios, que crió todas las cosas en número, peso y medida, dió a todas nuestras potencias sus leyes e inclinaciones propias, al entendimiento para conocer la verdad, a la voluntad para amar el bien y la hermosura; de tal suerte, que, si alguna vez abraza lo malo y lo feo, es siempre bajo apariencia de hermosura.

»Es la belleza principal causa de amor, porque la belleza es la misma cosa que el bien, y sólo racionalmente se distinguen. Esta distinción estriba en ser condición del bien aquietar el apetito con su posesión, al paso que la belleza, con su solo aspecto y el conocimiento de ella, sosiega el apetito, y por eso los sentidos a quienes dice relación la belleza, son los principalmente cognoscitivos, es decir, la vista y el oído. Así llamamos bellos los objetos de la vista y a los sonidos; pero no los sabores ni a los olores. De donde se infiere que bueno es aquello que agrada simpliciter al apetito, y hermoso es aquello cuya sola aprehensión agrada. Pero hay otras causas para que la belleza atraiga a sí el amor, y éstas las tomaremos de Platón y de los platónicos. La belleza terrenal es como un rayo y vestigio de aquella otra inmensa hermosura. La belleza corpórea responde a la belleza espiritual; la perfección interior engendra la exterior; aquélla se llama bondad, esta otra hermosura, y es como la flor del bien. Nuestro ánimo responde a la hermosura, como quien busca a su semejante: aborrece y huye de la fealdad como de semejante y contraria; porque reside en nuestro entendimiento una idea de la bondad y de la hermosura, y otra de la malicia y de la deformidad, ya sea idea o especie, natural o artificial, ya proceda de la costumbre. Cuando la figuración exterior de la cosa suscita la figuración o pintura interior, si conviene con nuestra idea del [p. 124] bien y de la hermosura, la amamos; si no, la rechazamos, y de aquí nace tanta variedad y diversidad de juicios sobre lo bueno y lo malo, lo bello y lo deforme. De este modo filosofan los platónicos, dividiendo la hermosura en belleza corpórea, que atrae a sí los ojos, y en belleza de la voz y del sonido, y en belleza del alma. Plotino sólo reconoce dos especies de hermosura: la del cuerpo y la del espíritu».

Y luego, entrando más de lleno en el sentido platónico, escribe: «El verdadero amador, cuando ve un cuerpo hermoso, le estima como un rayo de la inmensa e infinita hermosura, que es el arquetipo y ejemplar del cual se ha derivado toda hermosura exterior. Y en seguida se enciende el alma en ardor por alcanzar aquella inmensa e inmutable belleza, en comparación de la cual las demás cosas no pueden llamarse bellas».

¡Qué singulares escolásticos éstos de nuestro siglo XVI, y cuán diferentes de aquellos mazorrales comentadores de la Súmulas de Pedro Hispano, tan execrados por Vives y por Cano!

A Fr. Batrolomé de Medina sucedió en aquella cátedra de Salamanca, enaltecida por tantos dominicos ilustres, el famoso Domingo Báñez, confesor de Santa Teresa y acérrimo adversario de Molina, contra el cual defendió con gran calor la doctrina de la predeterminación física, que los jesuitas no quieren que se llame tomista, sino bannesiana, y al parecer con razón. De su monumental comentario sobre las dos primeras partes de la Suma de Santo Tomás, pueden arrancarse algunas páginas de estética; pero yo, para evitar repeticiones, sólo elegiré un breve trozo, en que se expone una alta doctrina tomística, que hasta ahora no he tenido ocasión de apuntar.

Báñez, citando el Fedro, el Simposio y el Hipias Mayor, acepta, como todos, la definición platónica de la belleza, «cierta gracia o esplendor, que, percibido por la mente, por el oído o por la vista, atrae el alma», y acepta también la triple división en belleza de la vista, belleza del oído y belleza espiritual; pero sobre esta última hace las siguientes trascendentales consideraciones, que penetran de un vuelo en lo más encumbrado de la teología dogmática: [1] [p. 125] «Nace este tercer género de belleza de la debida proporción de las potencias de la criatura espiritual, en orden a la perfección de su especie y a su fin propio; verbigracia: en el hombre estudioso las potencias del entendimiento y de la voluntad son bien proporcionadas y consonantes con su naturaleza racional y con su fin, la cual hermosura se pierde por el pecado, que aparta al hombre de su último fin. En el mismo Dios, que es simplicísimo, se dice que hay hermosura por la infinita perfección de la divinidad, en la cual hay divino entendimiento y divina voluntad, a los cuales en cierto modo se proporcionan los nuestros. Pero además, parece que debemos atribuir a Dios una singular hermosura, puesto que hay en él tres formas realmente distintas con unidad de esencia... y en todas las criaturas vemos algún vestigio de esta belleza divina, puesto que en todas encontramos diferencia con unidad». [1]

El único escritor del siglo XVII que puede oponer sin desdoro la Orden de Santo Domingo a sus grandes luminares de la centuria anterior y a los jesuítas contemporáneos suyos, es el lisbonense [p. 126] Juan de Santo Tomás, confesor de Felipe IV, y varón de tal austeridad y mortificación, que no rara vez aparecieron los propios libros en que estudiaba teñidos en su sangre, que con las disciplinas hacía saltar. Al morir, en 1644, dejaba tras de sí Fr. Juan de Santo Tomás un monumento de filosofía y teología tomísticas, más extenso y completo que ningún otro de los que aquí se compusieron, puesto que abarcaba en dos tomos la Lógica, en cuatro todas las ramas de la Filosofía, así natural como metafísica, y en ocho las tres partes de la Suma de Santo Tomás, excepto los cuatro últimos tratados, que la muerte le impidió comentar. ¡Trabajo verdaderamente hercúleo, y que aun visto por fuera asombra!

Salpicadas por sus páginas, me llaman la atención las siguientes ideas sobre el arte, cuya independencia dentro de su propia esfera afirma resueltamente, dándole por dominio, como fiel discípulo de Aristóteles, el mundo de lo verosímil y de lo contingente. [1]

«La prudencia y el arte no versan sobre la verdad necesaria e infalible, de un modo especulativo, y que se mide por el ser o no ser de la cosa, sino de un modo práctico y en conformidad a sus reglas, y por eso su verdad no consiste en el ser , sino en lo que debiera ser... Una es la medida de la acción libre, como libre, otra la medida de la cosa como artificiosa y factible. El acto como libre se juzga por la ley y por el dictamen recto, esto es, por la conformidad con la regla que hace recto el apetito, y con el recto fin... Pero las reglas del arte son preceptos que se toman del fin del arte mismo y del artefacto que ha de hacerse... Y así su verdad no se ha de regular por lo que es o no es , porque toda su materia es contingente, y puede no ser, o ser de otro modo. Pero aunque estas artes no sean infalibles por el lado de la materia, que no es necesaria, sino contingente, pueden, con todo eso, serlo por parte de la  forma.... [p. 127] en la dirección de la cual cabe regla cierta y firme, no que asegure el resultado, pero sí que asegure el modo de proceder, porque es cierto e infalible que quien en las cosas contingentes se guía por el entendimiento, y hace la diligencia que le es posible, procede por buen camino.

»Y aunque muchas veces el artefacto no resulte bien, o por mala disposición de la materia, o por imperfección del agente o del instrumento operante, con todo, la regla y medida del arte mismo es cosa cierta e infalible, por ser conforme a la idea y al fin del arte, y a él determinada, y formalmente, se dirige, si bien por causas intrínsecas, y no por culpa de las reglas, resulte defectuoso. Las reglas, por lo mismo que son rectas, son ciertas y determinadas, y se conforman al principio regulativo. Esto nos obliga a decir que el arte es formalmente infalible, aunque materialmente, o por parte de la materia, sea contingente y falible.

»El arte y la prudencia difieren por parte de la materia, por parte de la forma y por parte del modo. La materia de la prudencia son los actos humanos, en cuanto voluntarios y libres, la materia del arte es todo lo factible, esto es, las obras o los efectos, en cuanto son ordenables en sí mismos.

»Diferéncianse por parte de la forma en cuanto la forma de la prudencia es la regulación moral en orden al debido fin; pero la forma del arte es la regulación y conformación con la idea del artífice, la cual forma se imprime en las cosas factibles y externas, y las compone y dispone para la configuración de la idea...

»Esta regla del arte en los actos difiere de la regla moral, porque la moral procede, según la ley impuesta a los actos libres, y según la disposición de la razón para rectamente obrar, al paso que la disposición artificiosa es del todo independiente de la rectitud e intención de la voluntad, y de la ley del recto vivir, sino que atiende solo a la cosa que ha de ser entendida, conocida o hecha, y la rectifica conforme al fin del arte, sin hacer cuenta con el arbitrio del operante.

»El arte procede siempre por sus ciertas y determinadas vías o reglas, pero para el debido cumplimiento del arte no se requiere que proceda el artífice con recta intención, o eligiendo el obrar por la misma honestidad, sino que se requiere tan sólo que proceda a sabiendas o con inteligencia... Y por eso el artífice es digno de [p. 128] reprensión, si peca por ignorancia de su arte, pero no si peca a ciencia y conciencia de que lo hace.

»Ni merece el arte alabanza porque el artífice proceda rectamente conforme a las leyes de la voluntad, sino conforme al entendimiento y a sus reglas. El arte, en cuanto es arte, no depende de la voluntad y si se somete a ella, será en razón de prudencia, no en razón de arte.

»El arte no depende en sus reglas de la rectitud de la bondad moral; y por eso atiende a la rectitud de la obra, no a la bondad del operante»

Y tanta importancia da Fr. Juan de Santo Tomás a esta teoría, que hoy llamaríamos del arte por el arte, subordinada en él (¿y cómo no?) al principio de que «el fin superior determina el inferior en su razón objetiva», que vuelve a asentarla en los siguientes términos, todavía más explícitos:

«Decimos que el arte liberal es una recta razón de los actos, no en cuanto son morales o hacen bueno al operante, sino en cuanto hacen buena la obra misma por la bondad de la obra, sin consideración a la bondad, honestidad o malicia del operante. Y esto consiste en que el arte no depende en sus reglas y principios de la rectitud de la voluntad y de la recta intención del fin, sino que puede hacerse una perfecta obra de arte, aunque sea perversa la voluntad del artista. Y por eso no mira a la bondad del operante, ni se cuida de su malicia, sino sólo a la bondad o rectitud de la obra en sí...   Y si se da algún arte que considere las acciones humanas, no las considera en cuanto son morales y prodecentes de recta intención, o en cuanto sirven para rectificar la voluntad... sino en cuanto la misma acción en sí, independientemente de toda razón de voluntad o de libertad, puede ser dirigible o rectificable por las reglas del arte, en adecuación de la verdad más que del bien. Esta dirección se hace por la idea y por el arte, así como lo voluntario y lo libre se dirigen por la prudencia y por el albedrío». Y siempre y en todas partes reconoce que el arte tiene su fin particular, independiente del fin de la voluntad. [1]

[p. 129] ¿Qué dirían hoy de nosotros los celosos discípulos del P. Jungmann, si nos atreviésemos a escribir una pequeñísima parte de las proposiciones que con tan generosa audacia aventura este severísimo religioso del siglo XVII, las palabras del cual no desentonarían en la más ardiente de las profesiones de arte libre y desinteresado que en estos tiempos hacemos? Fácil es torcerlas de su recto sentido, [p. 130] y con vagas declamaciones echar humo a los ojos de los que no han llegado a entender todavía que el escolaticismo, y sobre todo el escolasticismo español, aquél en el cual el mismo Leibnitz encontraba mucho oro revuelto con el estiércol, es cosa harto distinta   y de más noble ralea que la mayor parte de los librillos arreglados [p. 131] del italiano que hoy pretenden explicarle. Pero si bien se mira, estas robustas inteligencias de nuestro gran siglo no hacían sino llegar a las ultimas consecuencias de la diferencia racional entre el bien y la hermosura, establecida por Santo Tomás en aquella admirable fórmula: Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam. El mismo Santo Tomás nos había enseñado que no pertenece a los méritos del artífice, en cuanto artífice, la voluntad con que hace la obra, sino como es la misma obra que hace.

En la clasificación de las artes no se aparta nuestro dominio del común sentir de los tomistas. Divídelas en liberales y mecánicas o serviles, dando por carácter a las primeras la dirección a las acciones más bien que a los efectos, y a las segundas la dirección a los efectos más bien que a las acciones. En una palabra: cuando el arte produce efectos ad extra , y emplea como instrumento una materia externa y permanente, merece la calificación de servil; si la materia del arte es fugaz y transitoria, como en la Música la pulsación y el sonido, en la Retórica la palabra elocuente, el arte merece la calificación de liberal.

¿Pero tendremos que relegar entre las artes serviles la Pintura? En esta cuestión, tan agitada en el siglo XVII, y que inspiró el libro de Butrón y  tantos otros, Pr. Juan de Santo Tomás adopta un término medio. Si la Pintura se considera por el lado de la perspectiva, será arte liberal y aun ciencia. Si se toma por el ministerio de mezclar y extender los colores, debe estimarse como servil, y lo mismo la estatuaria.

Si hay un libro tomista de pies a cabeza, sin mezcla ni ingerencia de elemento extraño, es sin duda el famoso Curso Teológico Salmanticense, [1] que compusieron varios Padres carmelitas descalzos [p. 132] (Orden que tenía, desde los tiempos de Santa Teresa, fraternales relaciones con los dominicos), y principalmente el leonés Fr. Antonio de la Madre de Dios. Los Salmanticenses declaran que su Curso está sacado de las entrañas mismas de Santo Tomás («ex visceribus Divi Tomae haustus»), y que allí no sonará otra voz que la suya; y bien se ve en la dureza e intransigencia con que fustigan a cada paso el sistema de la ciencia media. [p. 133] o condicionada. Puede decirse que en la defensa del tomismo rígido ponían los carmelitas un ardor de neófitos y de agregados, superior al de los mismos frailes Predicadores.

Opinan los Salmanticenses que Santo Tomás establece todavía mayor conexión entre el bien y el fin, que entre lo hermoso y lo bueno; hacen consistir la hermosura corporal en la debida proporción de los miembros, juntamente con cierta claridad y color; y la hermosura espiritual o moral (que identifican con la honestidad), en que las acciones están ordenadas y conmensuradas según la claridad y lumbre de la razón, en la cual consiste el fundamento de la misma honestidad. Por fórmula de la belleza moral dan la templanza o sophrosyne.

En cuanto al arte, enseñan lo mismo que Fr. Juan de Santo Tomás que no da el recto uso de la potencia, sino sólo la facultad de la operación artificiosa, y que únicamente atiende a la rectitud de la obra artificiada, sea cual fuere la bondad del agente. Numeran entre los hábitos especulativos las artes liberales, en cuanto se ordenan al conocimiento.

¿Puede haber artes intrínsecamente malas? No, porque tales artes tocan indefectiblemente la verdad, que es el bien del intelecto, y toda su malicia consiste en el mal uso: por consiguiente, aunque se aparten de la razón de la virtud simpliciter, no se apartan de la razón de la virtud intelectual, que no se cuida del uso. La bondad moral se juzga por la proporción de los actos al fin último de la humana vida. Cuando el hombre obra en conformidad con este fin, aunque se aparte de otros fines particulares, obra bien moralmente. Pero la bondad artificial se toma precisamente del fin particular a que tiende el artífice como tal, el cual fin es únicamente que lo artificiado se conforme a la idea e intención del artífice. Y el que consigue este fin e intención, aunque se aparte del fin último, se llama buen artífice: el que no lo consigue, aunque se conforme en su intención al fin último, peca contra el arte.

Si bien los jesuítas hacen profesión de tomistas, hasta por las constituciones de su Orden, es lo cierto que en la antigua España mostraron siempre grande independencia filosófica. Así, verbigracia,  prescindiendo de la ciencia media y del molinismo y congruísmo, especulaciones propiamente teológicas, por más que interesen de un modo muy directo a la filosofía de la voluntad, [p. 134] observamos en Vázquez, [1] en Toledo, en Suárez, en Rodrigo de Arriaga, opiniones propias y originales acerca de puntos tan importantes como la no distinción real entre la esencia y la existencia, el concepto propio de la unidad trascendental, el conocimiento intelectual de los singulares, la identificación de la cantidad con la materia, la no distinción de las potencias del alma, y del alma misma, etc. Doctrinas en que tampoco convienen entre sí los mismos Jesuítas, habiéndose conservado por ellos, mediante la contradicción y la disputa, un fermento de actividad metafísica, aun en el mismo siglo XVII, en que amenazaba extinguirse toda la luz filosófica, merced al predominio absorbente del escolasticismo.

Uno de los episodios más curioso de esta lucha es, sin duda, la discusión entre los discípulos de Gabriel Vázquez y los de Fr. Juan de Santo Tomas, sobre la diferencia que en Dios hay entre su ciencia o su arte y su Idea. No vamos a seguir esta discusión abstrusa, que para nosotros sólo tiene interés ahora en cuanto dió ocasión a cada uno de los contendientes para exponer su doctrina acerca de las ideas en Dios y en el artífice humano. Compendiaré en pocas palabras la de Vázquez:

«La idea es aquella forma ejemplar, a similitud de la cual, y contemplándola, produce el artífice su obra. Si el artífice no tuviera, o en el mundo exterior o en su mente, alguna cosa distinta, pero semejante a la obra que va a ejecutar, no se diría que tenía una idea o un ejemplar. Pero si hubiese un artista de tan perspicaz entendimiento, que viera la obra misma que iba a ejecutar del mismo modo que había de ser hecha, y con este conocimiento y [p. 135] concepto intuitivo la ejecutase, no se diría que la había ejecutado a semejanza de una idea, sino que había exprimido en su obra la misma idea que tenía en su mente. Pero ahora el artífice humano concibe de tal manera, que lo que ejecuta nunca es igual a la idea, sino tan sólo semejante en proporción y figura. Así el arquitecto, cuando edifica una casa, tiene exteriormente, o a lo menos en el pensamiento, algún pequeño ejemplar o modelo de ella, pero nunca la concibe de aquel modo con que la ve después producida; de donde manifiestamente se colige que la cosa aprenhendida en la mente del artífice es diversa de la cosa misma hecha o producida al exterior, y nunca debe identificarse con ella. Pero Dios tiene en su mente todas las cosas que ha de hacer o puede producir, y como ellas existen objetivamente en el entendimiento divino, no se puede decir que Dios, a imitación de ellos, haga alguna obra exterior, sino más bien que manifiesta y saca afuera lo mismo que tenía en la mente. Dios concibe en su entendimiento las cosas del mismo modo que ha de producirlas, porque Dios no entiende las cosas por ajeno concepto, sino por el suyo propio y quidditativo de donde se sigue que cuando las produce, nada nuevo se añade a su ciencia, ni forma de ellas nuevo concepto... al paso que el artífice creado no concibe distintamente la cosa que va a hacer, hasta que ya la mira ejecutada, y antes sólo se forma un ídolo o simulacro confuso de ella, muy distinto del simulacro o imagen que se forma después que la obra está hecha. Por lo cual no es maravilla que esta confusa concepción que se da en la mente del artista se llame idea; pero las cosas que objetivamente existen en el entendimiento del Sumo Artífice no son ideas de sí mismas.

»Pero alguien nos argüirá de este modo: bajo alguna razón se distinguen la cosa hecha y existente en el mundo exterior, de la cosa misma cuando está en el intelecto divino, porque fuera tiene verdadera y real existencia, pero en el entendimiento no, porque sólo es aprehendida; y esta diferencia debe bastar para que la cosa que objetivamente existe en el entendimiento se pueda decir idea de sí misma, en cuanto existe de un modo exterior. Respondo que esta diferencia es nula para justificar el nombre de idea, porque cuando la cosa está objetivamente en el entendimiento divino, está con su existencia y con las otras circunstancias con que ha de manifestarse después, y con ellas es aprehendida por Dios como [p. 136] posible. Y aunque después de producida haya de tener la existencia real que antes tenia sólo en la aprehensión de Dios, sin embargo, como fué aprehendida con la misma exitencia posible, no se puede decir que fué hecha a semejanza de su idea, puesto que Dios exprime en la obra lo mismo que antes pensó como posible, sin formar nuevo concepto».

En otra parte enseña Gabriel Vázquez que la distinción del arte y de la ciencia no ha de fundarse en la pluralidad de objetos materiales, sino en la diversidad del objeto formal, y del modo de proceder y de la especie del conocimiento. Difieren, pues, arte y ciencia, no por razón de la materia, que puede y suele ser la misma, sino por razon de la forma, en la cual y sólo en ella está la esencia del arte. Enseña también que la idea, en la mente del artífice, no es una mera especie expresa, ni un logos o verbo, sino el objeto mismo que el artífice se propone para la imitación.

En cuanto a las relaciones del arte con la voluntad, profesa la opinión corriente entre nuestros escolásticos, es a saber: que « la verdad del arte, la cual pertenece al entendimiento práctico, no consiste en hacer el apetito recto, porque el apetito recto nada conduce para la obra de arte. Con todo eso, las artes son hábitos especulativos, y versan acerca de lo contingente; y aunque alguna vez se equivoquen en cuanto a la cosa misma, su falsedad no proviene de las artes, sino de algún juicio especulativo del entendimiento, del cual se valen para una conclusión singular». La definición que da del arte es conforme a la de Aristóteles en la Ética: «hábito de hacer lo verdadero racionalmente». El arte conviene con la prudencia en versar acerca de cosas singulares; pero se diferencian en cuanto el arte es principio de hacer las cosas que no pertenecen a las costumbres y la prudencia es el principio de obras con recta razón las obras pertinentes a las costumbres. Toda arte es a un tiempo hábito práctico y especulativo: su materia es todo lo que puede ser o no ser, es decir, todo lo contingente y lo singular.

En lo sustancial conviene con esta doctrina, tan clara y severamente expuesta, la de los demás grandes escolásticos jesuítas, incluso el Dr. Eximio, y por eso no juzgo necesario hacer capítulo aparte de ellos. Recomendaré, sin embargo, la lectura del cardenal Toledo, cuyos Comentarios a la Suma Teológica, por tanto tiempo inéditos en el Colegio Romano, gozan ya de la luz pública, aunque [p. 137] no por diligencia de los españoles. El cardenal Toledo, al tratar de la cuestión De pulchro et honesto, se distingue por el rigor metódico, puesto que, comenzando por la belleza física, y determinando sus caracteres según San Agustín y Santo Tomás (integridad o perfección de las partes, conformidad de las mismas, claridad en el color), encuentra en los objetos espirituales otros tres elementos de belleza análogos, y los ve luego en Dios plena, absoluta y  perfectísimamente. Este método del cardenal Francisco de Toledo es ya muy conocido en nuestras escuelas, por haber tenido la feliz idea de adoptarle y seguirle, al tratar de esta materia, el P. José Mendive, escolástico de los buenos y legítimos (suarista puro), autor de un excelente tratado de Ontología, al cual me complazco en tributar aquí el más sincero, aunque modesto elogio.

Tampoco quiero que deje de honrar estas páginas el nombre gloriosísimo de Gregorio de Valencia, [1] juzgado por los protestantes mismos, a quienes tanto combatió (en el De rebus fidei hoc tempore controversis), «scriptor aeternitate dignissimus», luz de las Academias de Dillingen e Ingolstan. Muéveme a refrescar la memoria de sus Comentarios a Santo Tomás (obra que ejerció singular influencia en Alemania, por el cuidado que el autor tuvo de escribir a la moderna, y de circuncidar las nimias y espinosas dificultades escolásticas), el ver (en una de sus disputaciones) fijada con singular claridad, la distinción entre el arte y la ciencia.

«Santo Tomas parece creer que sólo las artes que versan sobre [p. 138] las operaciones transeuntes a materia exterior, se comprenden bajo aquel género de virtud intelectual que Aristóteles llama arte. No explica Santo Tomás bajo qué otro género se han de comprender las artes liberales, las cuales consta que no son ciencias, ni otro ningun hábito intelectual, excepto arte. Pero de las mismas palabras de Aristóteles puede inferirse que el arte que él llama «hábito con razón efectiva», comprende, debajo de sí, como especies, las mismas artes liberales Parece, pues, que Aristóteles entiende por arte todo hábito intelectual que tiene dos condiciones. La primera, no considerar lo universal y lo necesario y demostrable, sino algo particular, y tal que no pueda nacer por sí mismo de los solos principios naturales... sino de cierta maquinación del arte y de la razón humana, siendo, por lo tanto, un ente artificial, cuyo principio está en el solo eficiente que obra mediante alguna industria o traza racional, que él ha inventado por sí mismo o recibido de otros. La segunda, que en la operación de este hábito no se atienda a la rectitud o bondad del hombre mismo operante, sino absolutamente a la rectitud de la misma operación en sí: ya sea esta operación transeunte a la materia exterior, como la edificación, ya inmanente como la congrua y recta locución.

»Y de aquí se infiere cuán falsamente enseñan algunos que la lógica es arte... No lo es ni puede serlo, porque la lógica considera su objeto como universal y demostrable, y tiene objeto muy natural,  aunque se perfeccione con el estudio y la disciplina, como se ve en aquellos que antes de aprender la doctrina de la lógica, han alcanzado las ciencias naturales por recta operación del  entendimiento».

Entre los jesuítas ninguno igualó en alardes de independencia filosófica al riojano Rodrigo de Arriaga, profesor en las universidades de Bohemia, hombre de espíritu inquieto, sutil y arrojado, verdadero insurrecto dentro de la escolástica, como quien se jactaba de traer siempre ante los ojos la sola y desnuda verdad, despojándose de todo afecto hacia este autor o el otro, porque al fin el ingenio humano no quedó agotado en Platón ni en Aristóteles. «Nosotros, añade, tenemos sobre los antiguos la ventaja del tesoro de la experiencia: muchas cosas se descubren cada día que a ellos se les ocultaron: ¿por qué no ha de sernos lícito sacar consecuencias nuevas, mostrar algunas veces que no son rectas las que ellos [p. 139] sacaron, pesar en la balanza de nuestro juicio sus razones, y aun encontrarlas livianas?». [1]

Con esta genial franqueza suya rechaza Rodrigo de Arriaga, entre otras opiniones generalmente recibidas, la de considerar el cuerpo de Cristo como tipo y ejemplar de exterior belleza y proporción. «Es para mi muy dudoso (escribe) que la hermosura exterior de Cristo fuera la mayor que se vió nunca en el mundo: creo que para el fin de nuestra redención no era muy conveniente que atrajese a los hombres más bien por su exterior inaudita belleza, que por la doctrina y la virtud». Se hace cargo de los autores que llevan la opinión contraria, especialmente Suárez (contra Miguel de Medina), y el P. Pedro Hurtado, y añade: «Pero todo esto no tiene que ver con el asunto, porque Suárez hablaba sólo de la belleza que debía haber en aquel cuerpo; y nosotros no negamos que hubiese la belleza que debía haber, sino solamente decimos que no era cosa debida ni oportuna que esta belleza fuese la mayor del mundo, por la razón antedicha». [2]

Arriaga acentúa aún más que Gregorio de Valencia la separación entre la ciencia y el arte, del cual da una definición hasta cierto punto nueva y muy feliz, de tal suerte, que puede tomarse por resumen y compendio de todos los resultados a que llegaron los escolásticos en el análisis de esta idea.

«Debemos (dice) buscar algún predicamento real que se encuentre en aquellas cosas que se llaman artes, y no en las que se llaman ciencia, prudencia, sabiduría, entendimiento...

»Es cierto que las artes dan, en general o en común, algunos [p. 140] preceptos sobre el modo cómo ha de hacerse alguna cosa; pero nunca dan las razones últimas, o a priori, de estas reglas. Esto es lo que queremos denotar cuando decimos que el arte no procede científicamente. Y no obsta contra esta verdad que alguna vez las artes tengan ciertos principios generales, que parecen ser razones a priori, porque esto es accidental en las artes. De aquí resulta que las artes alguna vez se encuentran en hombres de ningún ingenio, y aun estúpidos, que por la fuerza de su imaginación aprehenden, verbigracia, la figura humana, y la imitan en bronce o en mármol...; y en artes de menor momento aparece esto aún más claro, porque para imitar el gesto, el habla, la risa de otro, no se requiere discurso, sino cierta vivaz imaginativa, de la cual son capaces hasta las monas, que carecen de razón. Así en las cosas de arte tiene el principal lugar la facultad imaginativa, sin ningún discurso ni ciencia.

»De esta doctrina podemos sacar la siguiente definición del arte: «El arte es un hábito que dirige a hacer alguna cosa por preceptos no discutidos científicamente».

»El arte se distingue de la prudencia en que esta considera las acciones como morales y el arte no; por lo cual se puede completar la definición en estos términos:

»El arte es un hábito que dirige para hacer algo no perteneciente al género moral, por preceptos no discutidos científicamente. (Ars est habitus dirigens ad aliquid non pertinens ad genus moris per praecepta non discussa scientifice ». ) A la música no la cuenta entre las artes, sino entre las ciencias.

No se dirá que el filósofo de Logroño tenía una alta idea de los artistas, puesto que les negaba, o poco menos, hasta el racional discurso; pero esta misma desestimación suya casi debe  agradecérsele (a él y a los demás escolásticos), puesto que, gracias a ella, emancipaban el arte de la pedantesca tiranía de lo útil y de lo científico, le asignaban su fin particular y sus medios propios, aunque modestos, y le hacían, por todo ello, infinitamente más libre de la imposición del criterio ético que el divino Platón en su República.

Verdad es que los filósofos independientes y no escolásticos, si se exceptúan los que estaban amamantados en la purísima tradición clásica, como Vives y Fox Morcillo, cuyas doctrinas sobre el arte literario serán estudiadas en el próximo capítulo, relegaban [p. 141] también la facultad estética a los grados más inferiores de la cultura humana, extrermándose en esto los fisiólogos o médicos de marcadas tendencias empíricas, tanto o más que los teólogos. Así vemos a Huarte en su Examen de ingenios, al hacer su célebre clasificación (baconiana en profecía) de las ciencias, según las facultades humanas, que principalmente intervienen en su cultivo (memoria, entendimiento e imaginación), y poner con buen acuerdo entre las que se derivan de la buena imaginativa «todas las artes... que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción»; y entre ellas la poesía, la elocuencia, la música y la pintura...«y todos los ingenios y maquinaciones que fingen los artífices; rebajar tanto a renglón seguido la dignidad de las artes, y mayormente de la música y de la poesía (que él considera sólo como arte y ejercicio de metrificar), que se arroja a declarar a sus cultivadores ineptos para todas las ciencias que pertenecen al entendimiento y a la memoria, las cuales están siempre reñidas con aquella «diferencia de imaginativa, que convida al hombre a ficciones y mentiras». Y no satisfecho con esto, emprende probar que la elocuencia y policía en el hablar no puede estar en hombres de gran entendimiento, «porque realmente nace de una junta que hace la memoria con la imaginativa, en grado y medio de calor, el cual no puede resolver la humedad del cerebro, y sirve de levantar las figuras y hacerlas bullir, por donde se descubren muchos conceptos y cosas que decir». «Con tanta copia y ornamento de palabras, no se puede juntar el entendimiento, a quien pertenece saber de raíz la verdad». Y a los hombres de fuerte imaginativa, por ser de temperamento caliente, los considera sujetos «a los tres principales vicios del hombre: soberbia, gula y lujuria». [1]

[p. 142] En la Philosophia Libera del semigassendista y semiescolástico Isaac Cardoso (médico judío, uno de los hombres más doctos de nuestro siglo XVII), calificada de opus sane egregium por Fr. Zeferino González, hay un capítulo entero De pulchritudine corporis, en el cual muestra Isaac Cardoso el mismo eclecticismo que en todo lo demás de su sistema, excepto en la cuestión de los átomos. Y aun más que eclecticismo, lo que hay en este capítulo suyo de la hermosura (mucho menos original que suelen serlo las especulaciones de Cardoso), es cierto sincretismo erudito que, basado en la doctrina platónica del Fedro y del Convite, y en la doctrina aristotélica de la proporción y simetría, viene a fundir los rasgos principales de ambas en esta definición: «Es, pues, la hermosura un fulgor o esplendor que resulta de la debida proporción de partes y de la justa magnitud».

También determina Isaac Cardoso el concepto de la gracia, distinguiéndole con mucha felicidad del de la hermosura: «Creen algunos que la gracia es la verdadera razón de la hermosura. Siendo la gracia cierta venustidad que resulta de la congruencia de los actos y del donaire de las palabras, la gracia ha de ser compañera inseparable de la hermosura, y por eso se confunde a veces con ella; pero también es cierto que la gracia es algo que se añade a la hermosura ya existente, algo que la adorna. Graciosos son muchos hombres que no pueden tenerse por bellos, pero rara vez la hermosura deja de ir acompañada de la gracia. Entre la gracia y la hermosura hay esta diferencia: que la gracia principalmente brilla en los movimientos, en las acciones, en las palabras, al paso que la hermosura se ve en el cuerpo quieto y en reposo».

[p. 143]  No lo dice mejor ninguna Estética moderna. Establece, además, Cardoso cierta diferencia (sólo aplicable a la lengua latina, y aun en ella muy discutible) entre formosum y pulchrum, dando a formosus cierta significación de molicie y voluptuosidad (formosus puer, formosa Amaryllis), y a pulcher, por el contrario, la de dignidad de alma reflejada en el cuerpo (pulcher Apollo, pulcher Æneas). Trata luego de señalar, conforme a los antiguos, las condiciones de la belleza humana. [1]

Notas

[p. 116]. [1] . Intelligo autem fuisse in schola quosdam Theologos ascriptitios, qui universas quaestiones theologicas frivolis argumentis absolverint, et sanis, invalidisque ratiunculis, magnum pondus rebus gravissimis detrahentes, ediderint in Theologiam commentaria, vix digna lucubratione anicularum. Et cum in his sacrorum Bibliorum testimonia rarissima sint, conciliorum mentio nulla, nihil ex antiquis sanctis oleant, nihil ne ex gravi philosophia quidem. (De locis Theologicis, liber VIII).

Egit autem diabolus, quod sine lacrymis non queo dicere, ut quo tempore adversum ingruentes ex Germania haereses oportebat scholae Theologos optimis esse armis instructos, ea nulla prorsus haberent, nisi arundines longas, arma videlicet levia puerorum. Ita irrisi sunt a plerisque et merito irrisi, quoniam verae Theologiae solidam  effigiem nullam tenebant, umbris utebantur, easque ipsas utinam sequerentur... Errabant illi autem a principio statim studiorum suorum. Cum enim facutates eas quae linguam expoliunt, mirum in modum neglexissent, cumque sese in sophistica arte torsissent diutius, tum demum ad Theologiam agressi, non Theologiam, sed fumum Theologiae sequebantur. (Liber IX).

[p. 117]. [1] . ¿Quis enim ferre possit disputationes illas de universalibus, de nominum analogia, de primo cognito, de principio individualitionis (sic enim isnscribunt), de distinctione quantitatis a re quanta, de maximo et minimo, de infinito, de intensione et remissione, de proportionibus et gradibus, deque aliis hujusmodi sexcentis, quae ego etiam, cum nec essen ingenio nimis tardo, nec his intelligendis parum et diligentiae adhibuissem, animo vel informare non poteram? Puderet me dicere non intelligere, si ipsi intelligerent, qui haec tractarunt. (Lib. IX, cap. VII).

[p. 119]. [1] . Sed admonebat rursum, non oportere Sancti Doctoris verba sine delectu et examine accipere... Nec cordi fuit jurare in verba Magistri. Nam et vir erat ille natura ipsa moderatus, at cum Divo Thoma etiam aliquanto dissensit, majoremque, meo judicio, laudem dissentiendo, quam consentiendo, assequebatur.

 

[p. 121]. [1] . Expositto / in primam se- / cundae Angelici Doctoris D. Thomae Aquinatis. / Autore Fr. Bartholomaeo a Medina, Ordinis Praedicatorum, / Primariae Theologorum catedrae apud Salmaticensis Praefecto. Cum Indice copiossisimo ac locupletissimo. / Cum privilegio. / Salmanticae, typis haeredum Matthiae Gastii. / MDLXXXII (1582). Fol. P. 378, quaest. 27.

«Admirabilis quaedam exardescit amoris magnitudo, ex bonitate et pulchritudine perspecta... Itaque antiquissima et pulcherrima est amoris causa, et ab autore naturae nostris animis insita... Deus namque qui omnia condidit in numero, pondere et mensura, universis rebus suas leges atque inclinationes distribuit: Intellectui dedit ad intelligendam veritatem naturae suae inclinationem. Voluntati vero, cujus potissimus actus est amor, hanc inclinationem tribuit et concessit, ut bonum et pulchrum amaret... Pulchrum etiam est causa amoris praecipua. Nam pulchrum idem est cum bonosola ratione differens: cum enim bonum sit quod omnia appetant, de ratione boni est quod in eo appetitus quietetur et quiescat. Sed ad rationem pulchri pertinet quod in ejus aspectu seu cognitione quietetur appetitus, unde illi sensus praecipue respiciunt pulchrum qui maxime cognoscitivi sunt, nempe visus, auditus rationi deservientes: dicimus enim pulchra visibilia et pulchros sonos, non autem dicimus pulchros sapores aut odores. Ex quibus patet quod bonum dicitur id quod simpliciter placet appetitui: pulchrum autem dicitur id cujus sola apprehensio placet. Sed sunt etiam causae alliae cur amorem ad se pulchritudo attrahit, quas ex Platone et Platonicis desumemus. Nam pulchritudo est veluti radius quidam et vestigium immensae illius pulchritudinis, ob idque pro magno bono accipitur, illamque admiramus. Sed et pulchritudo corporum pulchritudinem nostrorum animorum refert: perfectio enim interior perfectionem exteriorem gignit: illa vocatur bonitas, haec pulchritudo, quae est veluti flos quidam bonitatis. Praeterea animus noster in pulchritudinem, tanquam in similem propendit: aspernatur deformitatem, tanquam dissimilem et a se alienam.: est enim in animo cujusque species quaedam, vel a natura, vel ab arte, vel a consuetudine depicta bonitatis aut pulchritudinis, et contra, malitiae aut deformitatis. Pictura, ergo, rei exterior, picturam illam interiorem contingens, si congruit cum nostro bono et pulchro, amatur, si cum malo et turpi rejicitur, unde existit tanta in judiciis boni et mali, pulchri et deformis, varietas et dissensio... Ad hunc modum philosophantur Platonici philosophi, dividuntque pulchritudinem in pulchritudinem corpoream, quae visu percipitur, quae oculos ad se attrahit et movet, et in pulchritudinem vocis et soni, quae auditum ad se pertrahit, et pulchritudinem animae, quae animum ad sese allicit. Plotinus vero duas species tantum facit, scilicet pulchritudinem corporis et spiritus.

...Verus amator videns corporis pulchritudinem, existimat, quod revera est, illam esse radium immensae et infinitae pulchritudinis, quae est archetypus et exemplar ex quo omnis pulcritudo exterior derivata est, ex quo statim exardescit animus ad amandam illam inmensam et immutabilem pulchritudinem, cujus comparatione caetera pulchra non sunt. De qua re divinus Plato elegantissime in primis disseruit in Dialogo qui Convivium appellatur».

Fray Bartolomé de Medina se llamó así por ser natural de Medina de Ríoseco. Perteneció, como Báñez, al célebre convento de San Esteban, de Salamanca.

[p. 124]. [1] . Scholastica / Commentaria in / Primam Partem Angelici / Doctoris D. Tho. usque ad sexagesimam quartam / quaestionem complectentia. / Authore Fratre Dominico Bañes Mondragonensi, Ordinis / Praedicatorum, in florentissima salmanticensi Academia / Sacrae Theologiae primario professore. / Salmanticae. / Typis haeredum Mathiae Gastii. / MDLXXXIIII (1584). Folio 401 C.

«Tertia pulchritudo est in spiritualibus, quae consurgit ex debita proportione potentiarum spiritualis creaturae in ordine ad perfectionem suae speciei, et ad finem. proprium, v. g. in homine studioso sunt potentiae intellectus et voluntatis bene proportionatae et consonantes cum ipsa natura rationali et cum fine ipsius: quae pulchritudo amittitur per peccatum mortale, per quod avertitur homo ab ultimo fine. Ceterum in ipso Deo, qui simplicissimus est, dicitur esse pulchritudo propter infinitam perfectionem Deitatis, in qua est divinus intellectus et divina voluntas, quae nostro modo intelligendi maxime proportionantur. Sed insuper videtur singularis pulchritudo Deo esse attribuenda, quatenus in eo sunt tres personae realiter distinctae cum maxima unitate essentiae, ubi est maxima proportio aequalitatis distinctarum personarum convenientium in una essentia, quin potius in omnibus creaturis est quoddam vestigium hujusmodi pulchritudinis divinae, quatenus in omnibus invenitur differentia cum unitate. Et hoc est quod in ipsis rebus nobis maxime placet et delectat, ut ratio boni consistat in modo, specie et ordine.

[p. 125]. [1] . Hay una biografía reciente de Báñez, muy curiosa, y escrita con simpático entusiasmo:

—Santa Teresa y Báñez, por el R. P. Fr. Paulino Alvarez, del convento de S. Esteban, de Salamanca, del Orden de Predicadores. Madrid, Lezcano y compañía, 1882, 4.º

[p. 126]. [1] . Rmi, P. Joannis / a Sto. Thoma / Ord. Praedicatorum, / Doctoris Theologi, / in Complutensi Academia / Professoris Primarii, / Supremi Fidei Censoris, et tandem Philippi IV. Magni Hispaniarum / Regis e confessionibus. / Cursus Theologici / in Primam Partem D. Thomae. / Tomus primus / a quaestione Iª  ad quaestionem XV usque exclusive. / ...Editio ultima ab innumeris mendis expurgata, et amplissimis Indicibus illustrata. / Lugduni, / sumptibus Philippi Borde, Laurentii Arnaud, Petri Borde et Gulielmi Barbier. MDCLXIII (1663). / Cum Privilegio Regis.

8 tomos folio. Antecede al primero la vida de Juan de Santo Tomás, escrita por Fr. Diego Ramírez.

[p. 128]. [1] . «Ars non procedit demonstrative sed est habitus practicus circa factibilia, qui licet certas ac determinatas vias habeat, illae tamen cum versentur circa particularia et contingentia, dependent a pluribus artibus et ab experientia plurium singularium, in quibus regulae illae manifestentur. Si quae tamen demonstrationes sint in artibus, in his se habebunt ad modum scientiarium, sed hoc solum erit habere notitiam illius artis, quoad theoricam, non practice et applicate...

»Istae virtutes non versantur circa veritatem necessariam et infallibilem speculative, et prout mensuratur per ipsum esse vel non esse rei, sed circa veritatem infallibilem practice, id est secundum conformitatem adipsas regulas, quibus res practicata dirigitur. Et sic ejus veritas non est penes esse sed penes id quod deberet esse, juxta regulam et mensuram talis rei regulandae. Alia est autem mensura actionis liberae ut libera, alia rei ut artificiosae et factibilis. Actus ut liber mensuratur lege et dictamine recto, et sic dicitur ejus varitas sumi per conformitatem ad appetitum rectum, hoc est, per conformitatem ad regulam per quam appetitus redditur rectus, quae regula est lex et rectus finis, cui conformari debet appetitus, eo quod finis in practicis se habet ut principium in speculativis... Regulae autem artis sunt praecepta quae traduntur de aliquo artefacto faciendo conformiter ad finem artis... Sine dubio est certum quod in istis virtutibus practicis (ars et prudentia) infallibilitas earum practice, non speculative sumenda est, et ita veritas earum non est regulando per id quod est vel non est in re. Revera enim hoc est contingens et potens aliter se habere et deficere, sed infallibilitas sumitur in ordine et conformitate ad regulam. Quare licet in his virtutibus materia non sit necessaria sed contingens, et ita ex parte materiae non sint istae virtutes infallibiles, tamen ex parte formae seu regulae possunt esse certae et infallibiles in regulando, non in essendo, nec in ipso eventu rei... Haec autem directio utitur regula certa et recta, non quae sit certa in assecurando eventu, sed in assecurando modu procedendi, quia est certum et infallibile quod qui in rebus ita contingentibus utitur consilio et facit diligentiam quam potest, bono modo procedit. Similiter in Arte bene stat quod aliquando ipsum artefactum non bene fiat, vel ex indispositione materiae, vel ex imperfectione agentis aut instrumenti operantis: tamen regulatio et mensuratio ipsa artis est certum et infallibile quod est conforme ideae est fini artis, et ad illum determinate dirigit ex se, et formaliter, licet ab extrinseco et non ex vi ipsius regulae, sit defectibilis.

»Ars et prudentia differunt ex parte materiae, ex parte formae et ex parte modi. Materia prudentiae est aliquid agibile, id est actus ipsi voluntarii ut voluntarii sed liberi sunt: materia Artis est aliquid factibile, id est opera ipsa seu effectus, ut in se ordinabiles et factibiles... Ex parte formae differunt quia forma prudentiae... est regulatio moralis in ordine ad debitum finem... At vero forma artis est regulatio et conformitas ad ideam artificis, quae reguralatio in rebus factibilibus et externis imprimitur et intro ducitur per aliquam qualitatem quae materiam ipsam disponit et componit ad configurandum suae ideae...

»Sed tamen ista regulatio artis in actibus differt a regulatione morali, quia moralis est secundum legem impositam actibus liberis et juxta rationis dispositionem ad recte agendum, artificiosa vero est dispositio objeti omnino independens a rectitudine et intentione voluntatis, aut a lege recte  vivendi, sed solum rem ipsam intelligendam vel cognoscendam vel operandam in se rectificans juxta finem artis, non ut rectificetur arbitrium operantis».

P. 140. «Ad debitum modum artis non requiritur quod procedat artifex cum recta intentione vel eligens operari propter ipsam honestatem... sed solum requiritur quod sciens seu intelligens operetur... Unde artifex, si peccat ex ignorantia artis vituperatur, non autem si volens peccat, dum modo non ex ignorantia».

P. 141. «Nec enim ars in eo laudem habet quod secundum voluntatem rectificetur artifex et operetur, sed solum secundum intellectum et regulas ejus. In quantum artis est, non dependet a voluntate, quod utitur illa aut directione ejus, non erit in ratione artis sed in ratione prudentiae, quatenus exercitium illud liberum est, et sic prudentiae regulis subjectum, non tamen artis.

»Ars vero non dependet in suis regulis ex rectitudine moralis bonitatis: sic rectitudinem operis respicit, non bonitatem operantis.

»Dicimus Artem liberalem esse rectam rationem agibilium, non quatenus moralia sunt aut bonum reddunt operantem, sed quatenus opus ipsum reddunt bonum bonitate operis, sine ordine ad bonitatem operantis, quae est honestas, neque ad malitiam, quae est obliquitas. Et hoc ideo est, quia ars non dependet in suis regulis et principiis ex rectitudine voluntatis et recta intentione finis, sed potest fieri perfectum opus artis, quantumvis sit prava voluntas. Unde non respicit bonitatem operantis, nec curat de malitia, sed solum bonitatem seu rectitudinem ipsius operis in se. Unde si datur aliqua ars quae rescipiat agibilia seu actiones potius quam effectus, non respicit tales actiones quatenus morales, ex intentione recta procedentes, aut voluntatem ipsam rectificantes... sed quatenus ipsa actio in se independenter a ratione aliqua voluntarii et liberi rectificabilis est et dirigibilis in adaequatione veritatis potius quam bonitatis. Unde talis directio fit per ideam et artem, sicut voluntarium et liberum in actionibus dirigibile est per prudentiam et arbitrium.

»Ars respicit ordinationem ad rectam dispositionem actionum quae fiunt ab homine, non ut voluntariae et arbitrabiles, sed ut ordinabiles in suis particularibus finibus et perfectionibus extra rationem voluntarii».

[p. 131]. [1] . Collegii / Salmanticensis / FF. Discalceatorum / B. Mariae de Monte Carmeli / primitivae observantiae, / Cursus Theologicus / tribus tractatibus, / Tomos V et VI componentibus auctior quam hactenus: / Summam Theologicam D. Thomae / Doctoris Angelici complectens, / juxta miram ejusdem Angelici praeceptoris / doctrinam et omnino consonans ad eam, quam Complutense Collegium ejusdem / ordinis in suo Artium Cursu tradit. / Tomus Primus. / Anno 1716. / Cum privilegio Regis, apud Josephum Rodríguez de Escobar / Sanctae Cruciatae et Hispanicae Academiae Typographum.

6 tomos folio.

No he visto la primera edición de Salamanca, por Jacinto Tabernier, 1631, pero si la lugdunense de 1679, sumptibus Joann Antonii Huguetan et soc.

Los autores dicen que su libro está «doctrina Divi Thomae undequaque refertum et non nisi Angelicum Doctorem passim eructantem... sola Angelici Doctoris doctrina et vox, in qua sanctorum Patrum voces ad unicam vocem redactae, ac mirabili harmonia dispositae sunt, iterum atque iterum tanquam anima, spiritus, vita et fons».

Para la Estética, véanse especialmente en el tomo III las páginas 13, 770: «Deinde nota honestatem converti cum spirituali seu morali pulchritudine atque decore, nam sicut pulchritudo corporis in eo consistit ut membra ejus proportionata sint cum quadam debita coloris claritate, ita moralis pulchritudo et decor in eo sita sunt ut voluntariae actiones sint bene conmensuratae et ordinatae secundum rationis claritatem et lumen in quo ipsa ratio virtuosi et honesti consistit. Idem igitur in moralibus pulchrum sive decorum atque honestum... Oportet moralem pulchritudinem sive  honestatem in illa virtute potissimum elucere, quae id quod turpissimum est, tanquam sibi contrarium repellit... Oportet igitur ut in ipsa temperantia honestas potissime splendeat ibique peculiari titulo tribuatur et pars ejus dicatur...».

P. 607. «Ars non dat potentiae rectum usum, sed solum facultatem operationis artificiosae... Ars solum attendit rectitudinem operis artificiati, quidquid sit de bonitate agentis... Ars non tribuit aut supponit rectitudinem appetiti...

»Duplicem esse rectitudinem appetitus; aliam simpliciter, quae est rectitudo moralis, et aliam. in certo genere, nempe in genere artificiali. Prima postulat rectum usum, quia constituit actum et operatem bonum simpliciter; quae bonitas absque recto voluntatis usu non consistit. Secunda autem illum non postulat, sed est praecise in ordine ad rectificandum operatum. Veritas ergo quae sumitur per ordinem ad appetitum rectum hoc secundo modo est veritas artis...

»Bonitas moralis attenditur ex proportione ad finem ultimum humanae vitae. Et ideo tunc homo bene moraliter operatur, quando conformatur huic fini, etsi ab aliis particularibus deficiat: tunc vero moraliter peccat, quando ab illo deficit, licet aliis conformetur. Bonitas vero artificialis praecise attenditur ex fine particulari quem artifex ut talis intendit. Qui finis solum est ut artificiatum praedictae ideae conformetur juxta artificis intentionem. Unde qui bene finem et intentionem consequitur, quamvis ab ultimo deficiat, dicitur bonus artifex: qui autem ab eo deficit, licet conformetur intentione ad finem ultimum, peccat contra artem».

[p. 134]. [1] . Commentariorum, / ac / Disputationum / in / Primam / Partem Sancti Thomae. / Tomus Primus... / Auctore / R. P. Gabriele Vázquez Bellomontano Theologo, / Societatis Jesu.—Cum tribus Indicibus, quorum primus est Disputationum et Capitum / secundus locorum S. Scripturae, tertius rerum et verborum, / quae in hoc Tomo tractantur. / Antuerpiae, Apud Petrum et Joannem Belleros. / MDCXXI.

Vid., principalmente para ideas estéticas, las páginas 31,243 y 381.

Gabriel Vázquez era paisano de Fr. Luis de León: natural de Belmonte, de Cuenca.

De las cuestiones filosóficas esparcidas por los diez tomos de sus obras, se formó un libro muy raro y verdaderamente de oro, Metaphysicae disputationes. (Madrid, por Luis Sánchez,1617, 4.º, Amberes, 1618). ¡Lástima que no se haga otro tanto con los demás grandes teólogos nuestros, en cuyas obras abundan tanto las cuestiones estrictamente filosóficas!

[p. 137]. [1] . Gregorii / de Valentia / Metinnensis, e / Societate Jesu, Sacrae / Theologiae in Academia / Ingolstadiensi Professoris, / Commentariorum / Theologicorum tomi I V. / In quibus omnes quaestiones / quae continentur in Summa Thealogica D. Thomae / Aquinatis ordine explicantur ac suis etiam in / locis controversiae omnes fidei elucidantur: / Tomus Primus: / complectens omnia primae / partis D. Thomae Theoremata. / Cum variis indicibus. / Ad serenissimum utriusque Bavariae Ducem, /Gulielmum V. / Editio postrema: ab auctore nunc ultimum diligentissime accuratissimeque emendata / multisque in locis locupletata: et ultra praecedentes editiones, nitori suo reddita. / Lugduni / Sumptibus Horatii Cardon / Cum Privilegio Regis / MDCIX.

4 tomos fol.

Gregorio de Valencia era hijo de Medina del Campo, madre fecunda de insignes filósofos, tales como Domingo Báñez y Gómez Pereira.

En el tomo II, pág. 459, está el importante pasaje de índole estética a que en el texto me refiero.

[p. 139]. [1] . Además de su célebre Cursus Philosophicus, publicó Rodrigo de Arriaga:

Disputationes Theologicae in Primam Partem D. Thomae. Tomi duo. Auctore R. P. Roderico de Arriaga e Soc. Jesu, Lucroniensi Hispano, S. Theologiae Doctore, et in Caesareâ Regiâque Pragensi Universitate olim professore, nunc ejusdem Universitatis Cancellario. Tomus Primus. Centinet tractatum de Deo uno et trino... Antuerpiae, ex officina Plantiniana Balthasaris Moreti. MDCXLIII (1643).

La obra quedó incompleta por muerte del autor; pero, así y todo, consta de ocho tomos en folio.

[p. 139]. [2] . Vid. tomo VI (1650). In Tertiam Partem D. Thomae (De Incarnatione), pag. 382.

La discusión sobre el arte está en el tomo primero de las Disputationes Theologicae in primam Secundae ... (tercero de toda la obra). Pág. 389.

[p. 141]. [1] . Examen / de ingenios / para las / sciencias. / Donde se muestra la diferencia de habilidades / que ay en los hombres, y el genere (sic) de letras / que a cada uno responde en particular. / Compuesto por el Doctor Juan Huarte, / natural de Sant Juan de pie / del Puerto. / En la oficina Plantiniana, / por Francisco Rafelengio. / MDXCIII (1593), 7 hs. fol. 304 pp.

Esta es la edición más antigua que poseo, y tiene la ventaja de no estar expurgada, pero hay, por lo menos, cinco anteriores. La mía no está citada ni por Morejan, ni por Chinchilla, ni por el Dr. Martínez y Fernández, que en 1846 reimprimió con esmero bibliográfico el Examen, y que cita otra edición plantiniana de 1603, también sin mutilaciones. En totalidad, y salvo error, el Examen ha sido impreso unas diez y seis veces en su lengua nativa, sin contar las traducciones latinas, italianas, francesas, inglesa y alemana (esta última de Lessing), que exceden de ese número. Suerte igual no la ha alcanzado ningún otro libro de filosofía española.

Véanse especialmente para nuestro asunto los capítulos VIII y IX de las primitivas ediciones, que son el XI y el XII de la del Dr. Martínez (Madrid, 1846, Imp. de Campuzano).

Hay sobre Huarte un libro del Dr. Guardia, médico balear (de Alayor), que escribe en lengua francesa, distinguiéndose como docto filólogo en su Gramática latina:

Essai sur l'ouvrage de J. Huarte... Thèse pour le doctorat présentée a la Faculté des Lettres de Paris par J. M. Guardia, Docteur en medicine... Paris, Auguste Durand, 1855, 4.º, 328 pp.

[p. 143]. [1] . Philosophia / Libera / in septem libros distributa / in quibus omnia quae ad Philosophiam naturalem spectant, / methodice colliguntur et accurate disputantur. / Opus non solum Medicis et Philosophis, sed omnium disciplinarum.—studiosis utilissimum / Auctore / Isaac Cardoso / Medico, ac Philosopho praestantissimo. / Cum duplici Indice, Quaestionum ac Rerum Notabilium. / Ad Serenissimum Venetiarum / Principem / Amplissimosque et sapientissimos / Reipublicae Venetae Senatores. / Venetiae, Bertanorum sumptibus, MDCLXXIII. / Superiorum permissu et privilegio. Folio.

El capítulo De pulchritudine es el LXXIII del libro VI De homine (pp. 581 587)

«Est igitur pulchritudo fulgor seu splendor ex debita partium proportione, coloris suavitate et justa magnitudine resultans».