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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > II : SIGLOS XVI Y XVII > CAPÍTULO VII.—LA ESTÉTICA PLATÓNICA EN LOS MÍSTICOS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII.— FR. LUIS DE GRANADA.—FR. JUAN DE LOS ÁNGELES.—FR. DIEGO DE ESTELLA—FR. LUIS DE LEÓN.—MALÓN DE CHAIDE.— EL BEATO ALONSO DE OROZCO.—CRISTÓBAL DE FONSECA.—EL TRATADO DE LA HERMOSU

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HEMOS de confesar que casi todo lo que se ha escrito acerca de nuestra sublime escuela mística del siglo de oro, carece de rigor y de precisión histórica, y debe tenerse mucho más por ensayo laudable (cuando no por adivinación más o menos afortunada), que por conocimiento real y directo del asunto. La base para formar juicios, ya analíticos, ya sintéticos, faltará en tanto que la mayor parte de los monumentos de esta literatura continúen ocultos e ignorados para los críticos, y mientras éstos no se resignen a la tarea ingrata y deslucida, pero necesaria, de ir examinando nuestros libros de devoción uno a uno, por el orden cronológico en que se produjeron; único medio de establecer la filiación intelectual de los autores y de los sistemas, y de reducirlos a clases y grupos. Cuando esta labor, ciertamente inmensa, esté ya terminada, podremos, con entero y cabal conocimiento de causa, con plena sinceridad y desinterés, sin entusiasmos, muchas veces prematuros e irreflexivos, apreciar en conjunto el cuadro, y poner en su lugar cada uno de los múltiples detalles. Entonces, y sólo entonces, podrá escribirse un libro sobre Los Místicos españoles, justificando el ambicioso título que con bien poca fortuna dió Pablo [p. 78] Rousselot al suyo, reducido en su parte útil a una serie de breves monografías (no exentas de yerros) sobre los autores más famosos y accesibles. Pero ¿qué significan estos seis u ocho estudios, incompletos en sí mismos, y sometidos además a un orden artificial, impuesto, no por el asunto, sino por la voluntad del crítico, para juzgar de una escuela que estuvo en continuo vigor de producción durante dos siglos, y que, entre místicos y ascéticos, dió a luz por lo menos tres mil y tantos libros, si hemos de estar al índice de Nicolás Antonio? Claro es que en esta inmensa y popular literatura ha de abultar, como en todas partes, mucho más el fárrago que las obras dignas de vivir, aun sin tener en cuenta la insufrible monotonía, a la cual, ora por esterilidad de ingenio, ora por la condición de estas materias espirituales, siempre las mismas, aunque sean las más altas que puede abarcar el entendimiento humano, se veían condenados los escritores. Pero aun para discernir, y separar el grano, es preciso conocer de cerca a muchos autores que hoy sólo conocemos de nombre, y a otros de quienes ni el nombre vive, como no sea en las páginas de nuestro gran Diccionario biográfico. Hay que reanimar todas esas figuras, que un tiempo tuvieron vida, y, en vez de identificarlas en una admiración común e irracional, como hacen los devotos que en nuestros días, empalagosa y lánguidamente, quieren remedarlos, guardarse mucho de no confundir en una sola tinta borrosa y uniforme, todos aquellos venerables rostros que en vida ostentaron tanta diversidad y energía, no ya sólo como escritores, sino también como pensadores; por mucho que se indignen los que, midiéndolo todo por las reglas de su estrecho y entenebrecido criterio, rechazan como una herejía la afirmación de que, aun siendo común a todos nuestros místicos el fondo de sus especulaciones, cabe en los accidentes variedad interminable y riquísima, porque no hay autor, ni hay libro, ni hay sistema de teología, que pueda encerrar todos los modos por donde lo divino se manifiesta al alma, ni aprisionar en secos aforismos y categorías todas las vislumbres y centellas de la eterna y trascendental sabiduría, que va recogiendo el alma en su místico viaje, para alumbrar con ellas su camino. Y como la mística, aunque sea ciencia de amor, es ciencia al cabo, y por consiguiente ejercicio especulativo de la mente, sin lo cual se convertiría en iluminismo fanático, claro es que en el [p. 79] modo de tratarla y entenderla, aunque sean todos cristianos los que la entienden y tratan, y aunque hagan entrar todos como elemento principalísimo en su especulación la doctrina revelada y el poder inefable de la gracia, pondrá cada cual aquellas disposiciones y tendencias de su pensamiento que más le caractericen a él y a su raza; y por tanto, unos místicos serán ontólogos y otros psicólogos, unos analizadores y otros sintéticos y armónicos, todo según el entendimiento que Dios les haya dado, y el pueblo a que pertenezcan, y la educación que hayan recibido. Y no ha de tenerse por deshonra de ellos, ni por idea pecaminosa y vitanda en el crítico, ni por concesión hecha al vago espiritualismo reinante, el insistir tanto como hoy lo hacemos algunos, en esta parte exterior, profana y metafísica del misticismo, ni el hacer notar la innegable influencia que en el pensamiento de algunos de los más insignes maestros de la vida contemplativa ejercieron, como no podían menos de ejercer, las ideas filosóficas dominantes en su tiempo, ya aristotélicas, ya platónicas, ya independientes, pues lo singular hubiera sido que tal influencia no se ejerciese, en hombres que forzosamente tenían que tratar muy por menudo de las facultades humanas y de su ascensión hacia lo perfecto y lo absoluto, abordando de frente los mayores problemas que la razón puede proponerse en su ejercicio. Yo sé bien que a los santos varones les importan poco las vanidades humanas, aun contando entre ellas la vanidad científica; pero sé también que ningún biógrafo de San Jerónimo deja de contar muy a la larga sus trabajos de hebraizante, y que ningún biógrafo de San Agustín deja de insistir en lo que su filosofía debió a la lectura y enseñanza de los Académicos. Porque la verdad y la ciencia son verdad y ciencia siempre, proféselas un gentil o un cristiano; y cuando la razón de los antiguos alcanzó por sí alguna de esas sublimes verdades que admiramos en Platón, en Aristóteles y aun en Plotino, conquistadas quedaron para la futura Metafísica, y a nadie, antes del advenimiento de la grosera doctrina tradicionalista, se le ocurrió rechazar la deuda de gratitud ni maldecir de los que hablan educado el pensamiento de los filósofos cristianos, o más bien maldecir del pensamiento mismo.

Sin preocupación, pues, ni temor pueril, y limitándonos a nuestro asunto, pondremos frente a frente en este capítulo las ideas [p. 80] de nuestros místicos acerca de la hermosura, con las que profesaban sobre el mismo asunto los platónicos independientes o profanos estudiados en el capítulo anterior, para que luego se remonte el lector a los orígenes de toda esa doctrina, cuyos principales eslabones son: Platón, Plotino, El Falso Areopagita, San Buenaventura.

Pero antes de internarnos en este estudio, que tampoco extenderemos a todos los rasgos sueltos esparcidos en los místicos que conocemos, sino sólo a los que proceden en alguna forma que pueda  calificarse de doctrinal y consciente, vamos a intentar una clasificación, no ciertamente interna, porque no lo consienten las noticias que hasta ahora tenemos, sino externa y superficial; pero así y todo, más fundada, menos expuesta a errores, y quizá en su fondo menos arbitraria y antifilosófica que lo que pudiera creerse.

La literatura catalana poseía desde el siglo XIII uno de los mayores místicos del mundo: el autor de las Contemplaciones y del Cántico del amigo y del amado. En él se compendia toda nuestra literatura ascética, contemplativa y devota de los siglos medios: es el único que, sin desdoro, podemos colocar cerca de San Buenaventura, y antes que los místicos alemanes (Eckart, Suso, Tauler, etcétera). Pero la lengua castellana no tuvo igual suerte hasta el siglo XVI. Toda la diligencia de los más eruditos historiadores de ella no ha podido descubrir en las tres centurias anteriores un solo autor que pueda llamarse místico en toda la precisión científica de la frase. San Pedro Pascual, obispo de Jaén, es orador sagrado y controversista. Fr. Jacobo de Benavente, en el Viridario, y Fray Bernardo Oliver, en el Libro del despertamiento de la voluntad en Dios, son moralistas, y a lo sumo ascéticos; y otro tanto puede decirse del antipapa Luna en su obra De las Consolaciones, y del arzobispo de Sevilla, D. Pedro Gómez de Albornoz, en el Libro de la justicia de la vida espiritual et perfection de la Eglesia militante. Más copiosos los tratados de devoción espiritual en el siglo XV, acércanse algo, a la manera de los Avilas y Granadas, el Espejo del alma, de Fr. Lope Ferrándes, y es como un preludio de los futuros libros escritos en metáfora de combate, el Vegecio Spiritual, de Fr. Alonso de San Cristóbal. Sigue la misma tendencia alegórica D.ª Teresa de Cartagena, en la Arboleda de enfermos; pero ni [p. 81] estos libros, ni el Lucero de la vida christiana, de Préxamo, ni el Vencimiento del mundo, de Alonso Núñez de Toledo, podían satisfacer a principios del siglo XVI el anhelo de las almas piadosas, que veían crecer al mismo tiempo libre y lozana la literatura recreativa y aun picaresca, y multiplicarse cada día la serie de los Amadises, Palmerines, Celestinas y Cárceles de Amor, motivo de grave recelo para los moralistas de entonces.

En tal penuria de libros que calentasen el horno del amor divino en las vírgenes recogidas, y aun en los hombres que vivían en el siglo, arrojábanse todos, como a único pasto, a las traducciones de cuantas obras espirituales había producido la latinidad eclesiástica de la Edad Media; y lograban singular aplauso y boga, no ya sólo el incomparable libro De contemptu mundi, que ahora llamamos El Kempis, por el nombre de su autor presunto, pero que entonces se atribuía generalmente a Gerson; y los tratadillos de San Buenaventura, especialmente el Estímulo del divino amor, las Epístolas de Santa Catalina de Sena y la Escala espiritual, de San Juan Clímaco; sino que casi les disputaban lectores las Cotemplaciones del Idiota, y los libros de Tauler, de Ruysbrochio, de Dionisio el Cartujano, de Henrico Herph y otros alemanes.

Quien trabaje para la historia de nuestra mística tendrá, pues, que fijar ante todo sus miradas en esta remota época de influencia alemana y de incubación de la escuela española: período muy oscuro, y que discrecionalmente podemos alargar hasta el año 1550. Después, la Inquisición intervino, condenando inexorablemente todo libro en que se encontrasen doctrinas sospechosas de quietismo místico, y también aquellos otros donde pudieran notarse proposiciones sobre la justificación, análogas a las de los luteranos. Tal es el sentido del índice de Valdés y del índice de Quiroga, que, enderezando con excesivo vigor la planta torcida, la hicieron, quizá, dar frutos más regalados que los que sus flores prometían. De aquí la rareza extraordinaria de la mayor parte de los libros de este primer período, que para la mayor parte de los críticos, incluso Rousselot, han sido tierra sin conquistar: libros extraños, en que se sorprende a veces una fermentación malsana, y un desorden, una audacia, así en lo especulativo como en la reprensión de los desórdenes públicos, que los hace muy desemejantes de todo lo que vino después del Venerable Juan de Avila. A esta época [p. 82] pertenece un místico heterodoxo, pero de los más admirables en el manejo de la lengua, Juan de Valdés. En el campo ortodoxo pueden citarse, entre otros muchos, a cual más raros, Fr. Juan de Dueñas, autor del Remedio de pecadores; Fr. Pablo de León, que lo fué de la Guía del cielo; Fr. Francisco de Osuna, insigne por su Abecedario espiritual; Fr. Francisco Ortiz, autor de muy sabias epístolas, complicado en el proceso de Francisca Hernández, que es uno de los que dan más luz sobre esta primera fase del misticismo español; y, finalmente, y superior a todos, Fr. Alonso de Madrid, que nos dejó una verdadera joya literaria, en su bellísimo Arte para servir a Dios, [1] el cual mereció ser refundido por Ambrosio de Morales, y no ciertamente para mejorarle. El maestro Juan de Avila cierra este período preparatorio, de efervescencia primero, y luego de depuración, con el comentario del Audi, filia, pero puede decirse que pertenece a él mucho más que al siguiente. Fr. Luis de Granada, por las primeras ediciones de sus libros, incluidas muy de veras (y no porque las hubiese falsificado nadie) en el índice de Valdés, [2] corresponde también a la primera [p. 83] época. Retocados y corregidos sus escritos, le constituyeron en el gran maestro de la segunda.

A partir de aquí, comienza aquella generosa escuela que llevó la elocuencia castellana al grado más alto a que puede llegar lengua humana, convirtiendo la nuestra en la lengua más propia para hablar de los insondables arcanos de la eternidad y de las efusiones del alma, hecha viva brasa por el amor. Para ordenar tan gran muchedumbre de autores, no hay en el estado presente otro principio que uno muy empírico: clasificarlos por órdenes religiosas. Pero si atendemos a la fidelidad con que en el seno de cada una de éstas se iban heredando las tradiciones de virtud y de ciencia, y hasta de escuela filosófica y de formas literarias, no dejará de [p. 84] reconocerse un fundamento real a estas agrupaciones. Las principales son cinco: ascéticos dominicos, cuyo prototipo es Fr. Luis de Granada; ascéticos y místicos franciscanos, serie muy numerosa, en la cual descuellan los nombres de San Pedro de Alcántara, Fr. Juan de los Angeles, Fr. Diego de Estella; místicos carmelitas, de cuyo cielo son estrellas esplendorosísimas San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Fr. Jerónimo Gracián, Fr. Miguel de la Fuente, etc.; ascéticos y místicos agustinos, tales como Fr. Luis de León, Malón de Chaide, el venerable Orozco, Cristóbal de Fonseca, Márquez, etcétera; ascéticos y místicos jesuítas; verbigracia: San Prancisco de Borja, Luis de la Puente, Alonso Rodríguez, Alvarez de Paz, Nieremberg. En otro grupo complementario habría que poner los clérigos seculares y los laicos. Valdés y Molinos merecen capítulo aparte, como místicos heterodoxos.

Así, y no de otra manera, podría tejerse ordenadamente la historia del pensamiento místico; investigando, ante todo, el estado intelectual de cada orden en el siglo XVI, los doctores y maestros  que prefería, las nociones filosóficas a que prestaba acatamiento: cuáles estaban por Santo Tomás, cuáles por Escoto o San Buenaventura: en cuáles influía la cultura profana, y en cuáles no: en cuáles predominaba la esfera del sentimiento, y en cuáles la de la razón: quiénes eran los que prestaban mayor atención a las bellezas de la palabra... y otras infinitas cuestiones a este tenor, sin la previa resolución de las cuales será siempre un caos y una masa informe la historia de nuestros místicos, como lo es todavía, a pesar de loables esfuerzos, la historia de la teología y de la filosofía españolas, que habían de ser forzosamente los dos veneros donde bebiesen los autores de libros de devoción; tarea popular, y en que rara vez se ascendía a los principios.

No es ocasión la presente para hacer un estudio que ahonde en la parte teológica y filosófica de nuestros autores místicos, puesto que, reducidos nosotros a historiar el desarrollo de una sola idea, la de la belleza, procuramos apartar cuidadosamente cuanto nos desvíe de esta contemplación ahora única; y sólo fugitivamente, y por incidencia, podemos penetrar en otros campos, conduciéndonos forzosamente a ellos el íntimo nexo que existe entre las ideas humanas, y la imposibilidad de separar cosas que en el pensamiento de sus autores estaban indisolublemente unidas. Siguiendo, pues, [p. 85] la clasificación por órdenes religiosas, antes esbozada, vamos a recoger en nuestros libros de devoción, no todas las fervientes expansiones que a sus inspirados escritores dictaba el anhelo insaciable de la belleza divina, sino los principios meramente, y las razones filosóficas y humanas en que esta aspiración se fundaba: que para ascender a más alta esfera, como la de los éxtasis, raptos y revelaciones, confesamos de buen grado que nos faltan alas y bríos, y que un religioso terror ata nuestra mano y ciega nuestros ojos, deslumbrados por aquella opulencia de luz, que sólo en silencio y con veneración debemos dejar que penetre en el fondo del alma. «Porque esta ciencia (repetiremos con Fr. Luis de Granada, para ir seguros y evitar toda interpretación torcida), no se queda en sólo el entendimiento, como la que se alcanza en las escuelas, sino que comunica su virtud a la voluntad, regalándola y moviéndola, y penetrando todos los rincones y senos de nuestra ánima».

De Fr. Luis de Granada dijo elocuentísimamente Capmany (y nadie volverá a decirlo mejor), que «parece que descubre a sus lectores las entrañas de la Divinidad, y la secreta profundidad de sus designios y el insondable piélago de sus perfecciones», y que «el Altísimo anda en sus discursos, como anda en el Universo, dando a todas sus partes vida y movimiento». Si su filosofía es la de Santo Tomás, como lo llevaba consigo el hábito que Fr. Luis de Granada vestía, su elocuencia rozagante y de anchos pliegues es la de los Cicerones y los Crisóstomos. En la doctrina de la hermosura sigue muy de cerca las huellas del Areopagita y de San Agustín, y tampoco se desdeña de seguir y traducir a Platón, nominatim, de la manera que vamos a ver.

¡Con qué elocuencia discurre en el libro 1 de la Guía de Pecadores sobre la excelencia de las perfecciones divinas, y entre ellas de la belleza!

«Si desto tuviesen más entera noticia los hombres, sólo este resplandor de tal manera robaría sus corazones, que contentos con sólo él, no buscarían más que a él... Esto es tomado de aquel sumo teólogo San Dionisio, el cual en su Mística Theología ninguna otra cosa más pretende que darnos a entender la diferencia del ser divino a todo otro ser criado, enseñándonos a desviar los ojos de las perfecciones de todas las criaturas, para que no nos engañemos, queriendo medir y sacar a Dios por ellas, sino que, [p. 86] dejándolas todas acá abajo, nos levantemos a contemplar un ser sobre todo ser, una luz sobre toda luz, ante la cual toda luz es tinieblas, y una hermosura sobre toda hermosura, en cuya comparación  es fealdad toda hermosura... Esto nos declara aquel cubrirse Elías los ojos con su palio, cuando vió pasar delante de sí la gloria de Dios, porque a todo lo de acá ha de cerrar el hombre los ojos, como a cosa tan baja y desproporcionada, cuando quisiere contemplar la gloria de Dios...». Conforme a lo cual, dice San Agustín: «Cuando yo busco a mi Dios, no busco forma de cuerpo ni hermosura de tiempo, ni blancura de luz, ni melodía de canto, ni olor de flores, ni ungüentos aromáticos, ni miel, ni maná deleytable al gusto, ni otra cosa que pueda ser tocada y abrazada con las manos, nada desto busco, cuando busco a mi Dios. Mas con todo esto busco una luz sobre toda luz que no ven los ojos, y una voz sobre toda voz que no perciben los oídos, y un olor sobre todo olor que no sienten las narices, y una dulzura sobre toda dulzura que no conoce el gusto, y un abrazo sobre todo abrazo que no siente el tacto, porque esta luz resplandesce donde no hay lugar, y esta voz suena donde el ayre no la lleva, y este olor se siente donde el viento no le derrama, y este sabor deleita donde no hay paladar que guste, y este abrazo se recibe donde nunca jamás se aparta».

Después de la hermosura de Dios, la hermosura del ánima justificada: «Ninguna lengua basta para declararla sino sólo aquel espíritu que la hermosea y la hace templo y morada suya... Porque la ventaja que hace el cielo a la tierra, y el espíritu al cuerpo, y la eternidad al tiempo, esa hace la vida de gracia a la vida de naturaleza, y la hermosura del ánima a la hermosura del cuerpo, y las riquezas interiores a las exteriores, y la fortaleza espiritual a la natural».

¿Y qué es la vida de la gracia, que excede a toda hermosura humana? De esto nada sabía Platon; pero Fr. Luis de Granada va a declarárnoslo con su ardiente elocuencia, que anima y vivifica las entidades teológicas: «Gracia es participación de la naturaleza divina...; esto declaran los Santos con el ejemplo del hierro echado en el fuego, el cual, sin dejar de ser hierro, sale de ahí todo abrasado y resplandeciente como el mesmo fuego, de manera que, permaneciendo la mesma substancia y nombre de hierro, el resplandor el calor y otros tales accidentes son de fuego».

[p. 87] «El ánima inflamada desta llama celestial, se levanta sobre sí mesma, y esforzándose por subir con el espíritu de la tierra al cielo, hierve con deseo encendidísimo de Dios, y así corre con arrebatados ímpetus por abrazarse con él, y tiende los brazos en alto por ver si podrá alcanzar aquel que tanto ama, y como no puede alcanzarlo ni dejar de desearlo, desfallece con la grandeza del deseo no cumplido, y no le queda otro consuelo, sino enviar suspiros y deseos entrañables al cielo..»

¿Y qué estimación debemos hacer de la belleza de las criaturas? «El justo ha de mirarlas como a unas muestras de la hermosura de su Criador, como a unos espejos de su gloria, como a unos  intérpretes y mensajeros que le traen nuevas dél, como a unos dechados vivos de sus perfecciones y gracias, y como a unos presentes y dones que el esposo envía a su esposa para enamorarla y entretenerla hasta el día que se hayan de tomar las manos y celebrarse aquel eterno casamiento en el cielo. Todo el mundo le es un libro, que le paresce que habla siempre de Dios, y una carta mensajera que su amado le envía, y un largo proceso y testimonio de su amor».

A desarrollar esta idea ha consagrado el venerable granadino una parte muy considerable de su traducción del Símbolo de la fe, obra para la cual le dieron la primera inspiración y muchos materiales los das Hexaemerones de San Basilio y de San Ambrosio, y los Sermones de la Providencia de Teodoreto. Esta hermosísima descripción de las maravillas naturales bajo el aspecto de la armonía providencial, debe citarse como uno de los primeros ensayos de la parte que hoy llamamos física estética, aunque aparezca infestada por todos los errores dependientes del atraso de las ciencias naturales en el siglo XVI. Pero si falta muchas veces exactitud, y el autor se deja ir con nimia credulidad a tener por cosa cierta cuanto ve escrito en Plinio y en Solino, jamás pierde las ventajas de su magnífica elocuencia, empapada en un amoroso sentimiento de la naturaleza, muy raro en nuestra literatura, y más en la del siglo de oro.

«¿Qué es todo este mundo visible sino un grande y maravilloso libro que vos, Señor, escribistes y ofrecistes a los ojos de todas las naciones del mundo, así de griegos como de bárbaros, así de sabios como de ignorantes, para que en él estudiasen todos y conosciesen quién vos érades? ¿Qué serán, luego, todas las criaturas del mundo, [p. 88] tan hermosas y tan acabadas, sino unas como letras quebradas e iluminadas, que declaran bien el primor y la sabiduría de su autor?... Y porque vuestras perfecciones, Señor, eran infinitas y no podía haber una sola criatura que las representase todas, fué necesario criarse muchas, para que así, a pedazos, cada una por su parte, nos declarasen algo dellas...

»Si tanto puede la hermosura de una criatura (que no es más que un corecico blanco y colorado), ¿cuánto más podrá aquella infinita hermosura de la divina bondad?

»Dios es primera hermosura, de donde procedieron todas las cosas hermosas... Él ordenó esta cadena, o, si se quiere, danza concertada de las criaturas... Como hay música y melodía corporal, así también la hay espiritual, y tanto más suave, cuanto más excelente son las cosas del espíritu que las del cuerpo. Música y melodía corporal es cuando diversas voces de tal manera se ordenan, que vienen a concordarse y corresponder las unas con las otras, y desta orden y proporción procede la melodía, y désta la suavidad de los oídos, o, por mejor decir, del ánima por ellos, porque como ella sea criatura racional naturalmente huelga con su semejante, que es con las cosas bien proporcionadas y muy puestas en razón. Y así se huelga con la música más perfecta, y con la pintura muy acabada, y con los edificios y vestidos hermosos, y con todo lo que está muy subido en razón y perfección. Pues así como hay melodía y música corporal que resulta de la consonancia de diversas voces reducidas a la unidad, así también la hay espiritual, que procede de la conveniencia y correspondencia de diversas cosas con algún misterio: la cual melodía es tanto más excelente y más suave que la corporal, cuanto son más excelentes las cosas divinas que las humanas».

Toda esta doctrina armónica, con mayor elocuencia aún (y tal que excede a cuanto se ha escrito en lengua castellana), y con un sabor más pronunciadamente platónico, que el autor no se cuida de disimular, ha pasado al Memorial de la vida cristiana y a sus Adiciones. Veamos, ante todo, la teoría de las ideas, no menos bellamente expresada en la lengua de Castilla que en la de Atenas, aunque modificada conforme al sentir de San Agustín y de Santo Tomás: «Y si es cito comparar las cosas altas con las bajas, así como en la oficina de un famoso impresor, demás del maestro [p. 89] mayor que rige la estampa, hay muchas formas y diferencias de letras, unas grandes y otras pequeñas, unas quebradas y otras iluminadas y de otras muchas maneras, así, Dios mío, contemplo yo vuestro divino entendimiento como una grande y real oficina, de donde salió toda la estampa deste mundo, en el cual no está solamente la virtud eficiente y obradora de todas las cosas, más también infinitas diferencias de formas y de hermosísimas figuras, conforme a las cuales salieron las especies y formas criadas que vemos y que no vemos, aunque estas formas en Vos no sean muchas, sino una simplicísima esencia, la cual, de diversas maneras, por diversas criaturas es participada. De suerte, que no hay criatura fuera de Vos que no tenga su forma y modelo dentro de Vos, conforme a cuya traza fué sacada. Estas son aquellas ideas que los filósofos ponían en vuestro divino entendimiento... Y por eso, de todas las cosas gozará quien gozare de Vos, y todas estas cosas verá en Vos más perfectamente que si las viese en sí mesmas, por donde éste se llama conoscimiento de la tarde, y el que en Vos es, de la mañana».

«Las hermosuras de las criaturas son particulares y limitadas, mas la vuestra es universal e infinita, porque en Vos sólo están encerradas las hermosuras de todo lo que Vos criastes... Así como la mar es grande, no sólo porque todas las aguas de los ríos entran en ella, sino también por las que ella tiene de suyo, que son muchas más sin comparación, así decimos que Vos, Señor, sois mar de  infinita hermosura, porque no sólo tenéis en Vos las perfecciones y hermosuras de todas las cosas, sino también otras infinitas, que son propias a vuestra grandeza, y no se comunicaron a ellas, aunque en Vos no sean muchas hermosuras, sino una simplicísima e infinita hermosura... El sólo tiene embebidos en sí los mayores rasgos de todas las hermosuras, con otras infinitas que son propias suyas... Sólo el ver y gozar tal hermosura, basta para hacer bien aventurados aquellos soberanos espíritus del cielo, e hinchir todo el seno de su capacidad. Dios no tiene otra bienaventuranza sino ver y gozar de su propia hermosura».

De esta manera se dan la mano en Fr. Luis de Granada, como en Santo Tomás, la doctrina platónica, o rnás bien platónico-agustiniana, de las ideas, y la teoría aristotélica del Sumo Bien que se contempla a sí propio. Para que nadie se llame a engaño sobre los [p. 90] orígenes de esta disciplina amatoria, fray Luis de Granada, en las Adiciones al Memorial, traduce la mayor parte del razonamiento de Diótima encabezándole con estas palabras: «Casi todo esto que aquí habemos dicho acerca de la divina hermosura, dice maravillosamente Platón, en persona de Sócrates, en el diálogo que llaman del Convite.....» Y después de extractarlo, añade: «¿Qué  cristiano habrá que no se espante de ver en estas palabras de gentiles resumida la principal parte de la filosofía cristiana? »

¿Y cómo no había de dar tan alto y generoso testimonio en favor de la razón humana, tan maltratada y calumniada ahora por los que se dicen guardores de la fe, el filósofo que enseñaba que las obras del entendimiento humano son semejantes a las que proceden del divino?». [1]

Este respeto a la ciencia humana y al ejercicio de la razón, es una de las mayores glorias del misticismo castellano, que no temió declarar, por boca del más extático de sus intérpretes, que más vale un pensamiento del hombre que todo un mundo». Y es otra de sus glorias no haber negado  jamás, con ese apocado y sombrío ascetismo, que algunos sueñan, la belleza que Dios derramó en las criaturas, puesto que en la vida presente las considera como espejos «en que en alguna manera se ve la hermosura de Dios», y en la vida futura y en el gozo beatífico, «Dios mismo será espejo en que se vea la belleza de las criaturas»

Desde los tiempos del abrasado Serafín de Asís, y del beato Jacopone y de Ramón Lull, parece que los franciscanos han tenido vinculada la filosofía de amor, de que es gran maestro San Buenaventura,  como de la especulativa lo es Santo Tomás. Los libros más clásicos y bellos acerca del amor de Dios, durante el siglo XVI, son debidos a plumas de frailes Menores, y entre todos ellos daría yo la palma, de buen grado, al extremeño Fr. Juan de los Ángeles, uno de los más suaves y regalados prosistas castellanos, cuya [p. 91] oración es río de leche y de miel. Confieso que es uno de mis autores predilectos: no es posible leerle sin amarle y sin dejarse arrastrar por su maravillosa dulzura, tan angélica como su nombre. Después de los Nombres de Cristo, que yo pongo, en la relación de arte y en la relación filosófica, sobre toda nuestra literatura piadosa, no hay libro de devoción que yo lea con más gusto que los Triumphos del amor de Dios y los Diálogos de la conquista del espiritual y secreto reino de Dios, [1] libros donde la erudición profana se casa fácil y amorosamente con la sagrada; libros donde asombra la verdad y la profundidad en el análisis de los afectos; libros que deleitan y regalan por igual al contemplativo, al moralista y al simple literato. Moralista y psicólogo es, sobre todo, Fr. Juan de los Ángeles: ya lo reconoció Rousselot. Y es que para Fr. Juan de los Ángeles la disciplina amatoria, que decía el discípulo de Sócrates, abarca toda la moral y toda la psicología, «quién tiene sciencia del amor, la tiene de todo el bien y mal del hombre, de todos los vicios y virtudes, de su felicidad y perdición, y quien esto ignora, dese por ignorante de todo género de bien o mal que toque al hombre». Mas no tratara Fr. Juan de los Ángeles del amor a secas, sino en cuanto es unitivo y fruitivo, y en cuanto sirve para enlazarnos y ayuntarnos con Dios estrechísimamente. Es, pues, el libro de los [p. 92] Triunphos «un duello y una lucha de amor, mediante el cual, lucha Dios con el alma y el alma, con Dios, y alternativamente se hieren el uno al otro en esta lucha, y se captivan, enferman y hazen desfallecer y morir»,. Pero no esperemos sólo embriagueces de epitalamio sagrado: Fr. Juan de los Angeles procede metódica y rigurosamente, y de aquí nace el encanto de claridad y de lucidez que hace tan simpáticos sus escritos. Comienza, pues, por un análisis sutil de las facultades del alma, del cual deduce que hay dos diferentes escuelas para ella, una de devoción y afecto, otra de conocimiento e inteligencia, «porque la perfección nuestra es doblada y consiste en la virtud y en la sciencia».

Cuando en la explanación de la idea del amor llega a tratar Fr. Juan de los Ángeles de la principal virtud y fuerza que el amor tiene, la cual es mudar y convertir el amante en la cosa amada, no hace más (son sus palabras) sino «seguir la doctrina del divino contemplativo Dionysio, y de Platón en su Convite de amor, por que entre todos los que de esta materia hablaron, con justo título llevan la palma». A estas autoridades todavía puede añadirse la de San Buenaventura, y más aún la de Sabunde, a quien Fr. Juan de los Ángeles copia largamente sin citarle. [1] El análisis del amor propio es una obra maestra de disección espiritual.

Fray Juan de los Ángeles es uno de los místicos españoles más directamente influidos por los alemanes. Ruysbrock, sobre todo, que debía ser (aun más que Tauler) uno de sus autores favoritos, a juzgar por las muchas veces que le trae a cuento, puede reclamar larga parte en el pensamiento de los admirables Diálogos de la conquista del espíritual y secreto reino de Dios, que está en el centro del alma, o en el ápice de la mente, donde nuestro espíritu (como dice Fr. Juan de los Ángeles con tecnicismo que ahora tacharía alguien de germánico), se hace íntimo con el Summo. «Este centro del alma es la simplicísima esencia della, sellada con la imagen de Dios... sin imágenes de cosas criadas... Este íntimo, desnudo, raso y sin figuras, está elevado sobre todas las cosas criadas y sobre todos los sentidos y fuerzas del ánima, y excede al tiempo y al lugar, y aquí permanece el alma en una perpetua unión y allegamiento a Dios, principio suyo. Aquí mana una fuente de agua [p. 93] viva, que da saltos por la vida eterna... y da y comunica al cuerpo y al ánima una maravillosa pureza y fecundidad.

Si el ingenio oratorio y expansivo de Fr. Luis de Granada busca a Dios en el espectáculo de la naturaleza, y se dilata en magnificas descripciones de la armonía que reina entre las cosas creadas, el ingenio psicológico de Fr. Juan de los Angeles le busca en la silenciosa contemplación del íntimo retraimiento de la mente, a la cual ninguna cosa creada puede henchir ni dar hartura. «Al fin, es admirable cópula la que se hace de lo alto de Dios y de la nada del hombre».

Sunt fata libellis. Ya en su tiempo temía Fr. Juan de los Angeles que tan altas especulaciones, «tan íntimas y a solas», no fuesen acomodadas para místicos oídos, ni aun para los bachilleres del mundo, que mal podían paladear aquellas que él llama uniformes entradas o introversiones, por olvido de todas las cosas, a los abrazos y unión del esposo; ni entendían tales metafísicas más que si estuviesen en lengua hebraica. Es para mí cosa probada, y aun evidente, que la mística propiamente dicha, la ciencia secretísima y misteriosa de los Ruysbrochios, Tauleros y Juanes de la Cruz, fué mucho menos popular en la España del siglo XVI que lo que generalmente imaginamos; y que casi siempre el sentido práctico de la raza se detuvo en la ascesis, o ejercicio más o menos heroico de las virtudes cristianas, y en los libros de dirección espiritual, que con calor de afectos incitan y mueven a este ejercicio, y al mismo tiempo le regulan, mostrando los escollos en que pueden naufragar el nimio celo y la imaginación desarreglada. En una palabra: dominaba la acción sobre la especulación, la práctica sobre la teoría, por más que esta teoría presuponga la práctica, como piedra sobre la cual ha de labrarse (purificados los afectos, borradas las imágenes, silenciosas y quietas las potencias) la estatua ideal del varón místico, del hombre interior y del verdadero gnóstico cristiano, no desemejante de aquel que nos decribía Clemente Alejandrino.

La predilección concedida a los libros ascéticos sobre los místicos ha hecho que otro hijo ilustre de la seráfica Orden, Fr. Diego de Estella, sea mucho más conocido por las secas moralidades del Tratado de la vanidad del mundo, obra árida y prolija, más de edificación que de literatura, erizada de textos y de lugares comunes, [p. 94] que la hacen útil en extremo para los predicadores, que no por sus Cien meditaciones del amor de Dios, [1] que son un braserillo de encendidos afectos, cuyo poder y eficacia para la oración reconoce y pondera San Francisco de Sales, que le imitó mucho en su tratado sobre la misma materia. Entre estas Meditaciones hay una que tiene que ver con nuestro asunto, la 5.ª , titulada así: «Que Dios ha de ser amado por ser sumamente hermoso». Véase algún trozo, que, a pesar de su elocuencia, quizá parezca pálido después de los grandiosos arranques del Maestro Granada:

«¡Oh fuente de toda hermosura, de la cual todas las otras hermosuras proceden! ¿ Por qué no soy todo llevado de la grande perfección de tan extremada y soberana lindeza? La hermosura de las criaturas pequeña es, transitoria, momentánea y perecedera. Hoy es fresca como la flor del campo y mañana está marchita. La hermosura de la criatura falta y dexa de ser al mejor tiempo, pero la hermosura del Criador, para siempre persevera y está con él. Toda hermosura, comparada con la hermosura del Señor, es fealdad muy grande... Más ventaja hace la hermosura del Criador a la de la criatura, que el cuerpo a la sombra. Pues tanto te convida la sombra a que la ames, ¿por qué no te cautiva la luz a que la quieras? Si tanta admiración te causan las labores que no pudieron ser recibidas con la perfección que tenían en el dechado, por la torpeza del sujeto donde fueron labradas, ¿cómo no quedas fuera de ti, contemplando la hermosura y perfección que tenían en el dechado de donde se sacaron?... ¡Oh hermosura tan antigua y tan nueva, cuán tarde te conocí, y cuán tarde te amé! ¿Por ventura eres tú, Señor, aquel de quien dice el Salmista que eres hermoso entre los hijos de los hombres?... Y si en este destierro no veo la hermosura de tu Divina Majestad, así como eres hermoso en el cielo, por los efectos, vengo en conocimiento de la causa, y por la hermosura de los cielos, planetas, árboles, flores [p. 95] y variedad de muy vivos colores de las cosas que tus divinas manos fabricaron, conozco, mi Dios y Señor, ser abismo infinito de hermosura, la hermosura de donde estas hermosuras tienen su origen».

Aunque el P. Estella no era muy filósofo, se habrán reconocido fácilmente en su doctrina todos los rasgos capitales de la de San Agustín, y algunos ímpetus oratorios traducidos a la letra: « Sero te amavi, pulchritudo tam antigua et tam nova. »

Quizá al pasar a los agustinos, convendría citar, ante todos, por la santidad y por razón cronológica, a Santo Tomás de Villanueva; pero su bellísimo Sermón del amor de Dios [1] , uno de los  pocos suyos que tenemos en lengua castellana, y una también de las raras muestras de la elocuencia sagrada del siglo XVI (en su forma directa), no pertenece a la estética y sí a la filosofía de la voluntad. No diré lo mismo del tratado De la suavidad de Dios, que compuso el Beato Alonso de Orozco, porque todo él está esmaltado de sentencias platónicas; al cabo hijo de San Agustín: «Platón, en aquel Convite que escribió, me admira en sola lumbre natural, las grandezas que dice de la hermosura de Dios. Una cosa, para ser perfectamente hermosa, no le ha de faltar cosa alguna; toda ha de ser acabada, que no parezca por una parte hermosa y por otra fea; también ha de ser por sí hermosa y que no tenga de otra cosa alguna mendigada su hermosura; finalmente, no ha de ser temporal que se acabe, sino perpetua, y tal dice este divino filósofo que es Dios » [2] .

¿A qué rebelarnos ingratos contra las enseñanzas de la forastera de Mantinea, si en el siglo XVI no había alma piadosa de la cual no fuesen admiración y regalo? Buen testimonio nos da de [p. 96] ello el florido y lozano autor de la Conversión de la Magdalena, libro el más brillante, compuesto y arreado, el más alegre y pintoresco de nuestra literatura devota; libro que es todo colores vivos y pompas orientales, halago perdurable para los ojos. En la parte cuarta, al tratar del estado tercero del alma de la Magdalena, en gracia después del pecado, intercala una larga digresión filosófica sobre el amor, tomando el asunto muy desde su raíz y principio: «Yo seguiré en lo que dijere a los que mejor hablaron desta materia, que son Hermes Trismegisto, Orfeo, Platón y Plotino, y al gran Dionisio Areopagita, y a algunos de los antiquísimos filósofos, mezclando lo que en la Sagrada Escritura hallare que pueda levantar la materia». A lectores modernos no es preciso advertirles que, bajo el nombre de Orfeo y de Hermes, lo que entiende Malón de Chaide son las fabricaciones alejandrinas que llevan estos nombres míticos. Lo demás está tomado del Fedro, del Simposio, de las Enéadas y del falso Dionisio. [1] Abreviaremos el extracto para evitar fatigosas repeticiones:

«Tres cosas son las que hacen una cosa digna de ser estimado en mucho... Estas son la nobleza y antigüedad, la grandeza y el provecho que trae consigo. De suerte que si del amor probásemos nosotros estas tres cosas, habremos salido con harta parte de nuestro designio. Hesiodo, Mercurio, Orfeo y Acusilao llaman al amor antiquísimo, perfecto por sí mismo, prudentísimo, y de gran consejo».

«Dios, al principio, crió una sustancia o esencia, la cual, en el primer momento de la creación, era informe y escura... Esta, por haber nacido de Dios, se convierte a él con un apetito nacido con ella misma. Vuelta a Dios, es ilustrada con su rayo y resplandor divino. Alumbrada así, se enciende con la refulgencia y reverberación de aquel rayo, Encendido el apetito, se ayunta todo a Dios, y ayuntado, se informa. Porque Dios, que todo lo puede, parece que pinta en sí las ideas o ejemplares de todas las cosas, y allá, por un modo espiritual, están entalladas las perfecciones que vemos en las cosas corporales, y estas especies de todas las cosas concebidas en la suprema mente, llama Platón ideas » .

[p. 97] Pero Malón de Chaide, admitiendo las ideas, rechaza los sueños de aquellos primeros platónicos, que las imaginaban distintas y separadas, o contenidas en el alma del mundo, y, por el contrario, se declara neoplatónico y secuaz de Plotino, que dijo divinamente que las ideas están en el mismo Dios, y de él lo tomó mi Padre San Agustín, y de San Agustín los teólogos. «Son las ideas (dice Plotino, comentado por Malón de Chaide), las fuerzas infinitas e inefables de la sabiduría divina, inmensas fuentes fecundísimas, formas primeras que concurren en una divinidad, esto es, que son una cosa, con Dios, porque aunque se llaman por diversos nombres, y en el nombrallas nos parezcan muchas, pero en hecho de verdad no lo son, porque Dios es simplicísimo, y son el mismo Dios. Y así las llamamos muchas y una.....»

De todas maneras, el amor es antiquísimo: «En aquel caos que dice la Sagrada Escritura, anduvo el amor como gran artífice, formando y hermoseando lo que allí estaba sin talle ni hermosura... Grande es el Dios de amor, dice Platón, y maravilloso a los hombres y a los dioses. Llaman los antiguos dioses a los que nosotros ángeles...

»Así como los ángeles se enamoran de la belleza espiritual y la aman, así también los hombres aman y se admiran de la corporal, y por ella suben gateando a rastrear la espiritual no criada.

»Dicen los filósofos morales que el amor es deseo de hermosura. Hermosura llamamos una gracia que consiste y nace de la consonancia y armonía de muchas cosas juntas. Esta es en tres maneras, porque por la consonancia y proporción de las virtudes nace una cierta gracia en el alma... Nace también otra gracia de la consonancia de los colores y líneas del cuerpo. La tercera es en el sonido por la proporción de diversas voces, y pues esta gracia llamamos hermosura, síguese que hay tres, que son: de los ánimos, de los cuerpos y de las voces. La de los ánimos se goza y conoce con el entendimiento, la de los cuerpos con los ojos, la de las voces con el oído. Pues si el entendimiento, la vista y el oído sólo son con los que podemos gozar de la hermosura, y el amor es un deseo de  gozalla, síguese que el amor solamente se contenta con el entendimiento y con los ojos y con el oído... Ni los olores, ni los sabores, ni las cosas frías o calientes, duras o blandas, son hermosura, [p. 98] porque son formas simples: la hermosura requiere diversidad y concordia o consonancia en ella.....

»Es menester agora que veamos como de la divina hermosura nace el amor que nos lleva a Dios... En aquel círculo divino de Hierotheo y de San Dionisio se muestra cómo el amor, en cuanto comienza y nace de Dios, se llama hermosura: en cuanto llegando al alma, la arrebata, se llama amor, y en cuanto la une con su Hacedor, se llama deleite. Dionisio, y antes que él Platón, compara al sol con Dios, y dice que se parece mucho; y es porque así como el sol alumbra los cuerpos y los calienta, así Dios, con su rayo divino, da a los ánimos el resplandor y luz de la verdad, y el ardor y calor de la caridad, y así como el sol todo lo vivifica, todo lo actúa y le da ser, todo lo ilustra, da luz a los ojos para que vean, colores a los cuerpos para que sean vistos, claridad al aire, que es el medio, para que se forme el acto de ver: así Dios es acto de todas las cosas y el que a todas ellas les da fuerza y vigor, y en cuanto a esto se dice bueno. Vivifícalas, regálalas, trátalas con ternura, y las levanta; y en cuanto a esto se dice hermoso. En cuanto aplica y alumbra la potencia para que conozca, se llama verdad, y así, conforme a los diversos efebos, le damos diferentes nombres.

»Es, pues, de saber que los filósofos antiguos pintaban un círculo, y en el centro o punto del medio, que es indivisible, ponían la bondad, y en la circunferencia pusieron la hermosura. El centro es un punto estable, fijo, que no se muda, y es indivisible. Del centro salen líneas divisibles, movibles e innumerables, que tiran hasta topar con la circunferencia, como lo vemos en los rayos de una rueda, que son una cosa en su centro, y allí todos entre sí son uno, porque se topan en un punto y el punto es indivisible, y así los rayos en el centro son indivisibles, pero cuanto más se apartan del centro, tanto más se alejan entre sí y se dividen, y la circunferencia divisible anda siempre volteando y moviéndose sobre él, como la rueda sobre el eje... Toda la rueda da vueltas y se mueve: solo el centro está quedo.

»Puesto caso que el centro es inmóvil e indivisible, tirando dél hacia la circunferencia, se hace una línea (radio), y si por todas partes tiran, por todas se harán líneas diferentes, y como la línea conste de puntos, y en cualquier parte que me señaláredes de la línea, allí haréis punto, así hallaréis que las criaturas, que [p. 99] son las líneas, todas salen del centro, que es Dios; y como si tirásedes de Dios, esto es, que saliese Dios en obras exteriores fuera de sí, hallaréis que en cualquiera parte de sus obras está, porque las cría y las sustenta... Y por eso decimos que está Dios en todo hombre y en todas las criaturas, así como el punto en todas las líneas. Demás desto, las líneas, apartándose de su centro, se hacen diferentes: así las criaturas, saliendo de Dios, son diferentes, por que se apartan de su centro. Mas así como las líneas, volviendo desde la circunferencia a su centro, se hacen uno con él y entre sí, porque tocan todas en un punto indivisible, que es el que llamamos centro, y así lo que allá llega y toca queda indivisible, de la misma forma cuando las criaturas vuelven a su primera causa donde salieron, que es Dios, se hacen una cosa, no solo con Dios, más aun entre sí. Y la razón es porque Dios no es capaz de composición ni de accidentes, y así lo que está en él, pues, no puede ser accidente , ha de ser sustancia: ésta es sencillísima: luego es el mismo Dios. Esta altísima teología nos enseñó aquel grande y supremo teólogo San Juan, que, mostrando cómo de Dios, que es el centro, nacen cosas que, saliendo, son entre sí diversas, dijo: «Omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum est nihil». No dijo: una cosa fué hecha por Dios, sino todas, para mostrar que saliendo de Dios se multiplican y cobran número y son distintas entre sí, pero porque se entienda que, volviéndolas a mirar en Dios, son una cosa sola con él, dijo: Quod factum est, in ipso vita erat: lo que se hizo en él es vida. No dijo las cosas que se hicieron, sino lo que se hizo; ni dijo eran vidas, sino es vida. La vida es Dios: ego sum via et veritas et vita.

»Digo, para declararme más, que esto que es ser una cosa con Dios, se dice de dos maneras. La una es que, en hecho de verdad todo lo criado e infinito, y más que Dios con su infinito poder puede criar, no es más que retrato de las perfecciones que en sí tiene, porque si en sí no tuviera perfección de ángel, no le pudiera criar; y si no tuviera perfección de sol, y estrella, y hombre, y de lo demás, mal pudiera criar el sol, las estrellas, el hombre y lo demás que está criado; de suerte que en sí tiene las ideas o perfecciones que decimos, y porque él es infinito, por eso tiene infinitas, y por que conforme a aquellas cría las cosas, por eso puede hacer infinitas. Hace como si vos tuviéredes un sello ochavado de oro, que [p. 100] en la una parte tuviese un león esculpido, en la otra un caballo, en otra un águila, y así de las demás y en un pedazo de cera imprimiésedes el león, en otro el águila, en otro el caballo, cierto está que todo lo que está en la cera está en el oro, y no podéis vos imprimir sino lo que allí tenéis esculpido. Mas hay una diferencia, que en la cera al fin es cera y vale poco, mas en el oro es oro y vale mucho... En las criaturas están estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro: son el mismo Dios... Dios, con una sola perfección o idea, que eminentísimamente contiene todas las cosas, estampa diversas perfecciones, y así en Dios todas no son más que una, y son el mismo Dios, y esto llamamos estar todas las cosas en Dios, y que en él son una cosa, porque no recibe composición.

»Hay otro modo de unirse y hacerse una cosa con Dios, que es por gracia y amor, y deste dijo San Pablo que el que se allega a Dios se hace una cosa con él. Esto hacen las almas, porque saliendo como líneas de Dios, que es su centro, y llegando a la circunferencia, esto es, considerando la hermosura del Hacedor, la cual, como círculo, ciñe todas las cosas, conocen que aquella hermosura es el rayo que sale de la infinita bondad que está en el centro, que es Dios, y vuelve a mirar de dónde nace aquel rayo de hermosura que las enamora y lleva tras sí, y ven que sale del centro, que es Dios, y así le aman y se hacen una cosa por amor con Él, y aun entre sí, porque como ven que todas las cosas tiran a su centro, amando a Dios, necesariamente han de amar lo que hallan en el mismo Dios.

»Bondad se llama la sobreexcelentísima existencia de Dios; hermosura es el acto o rayo que de allí nace y se derrama y penetra, por todas las cosas. Este se derrama primero en los ángeles, y los ilustra; de allí en las almas racionales, después en toda la naturaleza, y últimamente en la materia de que están hechas todas las cosas. A los ángeles los hermosea con las ideas o especies de las cosas que les imprimió cuando los crió, porque los produjo con el conocimiento y ciencia dellas; al alma la hinche con la razón y discurso; a la naturaleza la sustenta con las semillas, que en cada cosa puso para que volviesen a reproducirse. Finalmente, adorna y atavía la materia con diversas formas; así como el alfarero que tiene delante una masa de barro sin talle ni forma, la va hermoseando [p. 101] con hacer della una fuente, de otro pedazo un plato, de otro un jarro a la romana, desta suerte hermosea Dios la materia de todas las cosas, vistiéndolas de forma de planta, de león, de caballo, de hombre, y así de los demás. De aquí que el que contempla y ama la hermosura en estas cuatro cosas, en las cuales se encierra todo lo criado, amando el resplandor de Dios... venga a conocer y amar al mismo. Dios mezcló en sus obras un olor dulcísimo de sí mismo, con el cual olor nos despertamos cada día». [1]

¡Siempre la misma tendencia al armonismo en todos los grandes esfuerzos de la Metafísica española, lo mismo en Gabirol que en Raimundo Lulio; lo mismo en Sabunde que en León Hebreo o en Fox Morcillo! La fórmula, más alta de esta conciliación entre la unidad y la diversidad se encuentra en aquellos diálogos de los Nombres de Cristo, que sólo con los de Platón admiten paralelo por lo artísticos y luminosos, aunque en la parte dramática queden inferiores. Allí nos enseña el maestro León que «la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una dellas tenga en sí a todas las otras, y en que siendo una, sea todas cuanto le fuere posible: porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a él, haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pio general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas». Y por eso la naturaleza dió a las cosas, «demás del sér real que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero mas delicado que él, y que nace en cierta manera del (el sér ideal), con el cual estuviesen y viviesen cada una dellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas, y todas en cada una... Que si juntamos muchos espejos y los ponemos delante los ojos, la imagen del rostro, que es una, reluce una misma y en un mismo tiempo en cada uno dellos; y de ellos todas aquellas imágenes, sin confundirse, se tornan juntamente a los ojos, y de los ojos al alma de aquel que en los espejos se mira».

No hay ningún tratado especial sobre la belleza, en los Nombres [p. 102] de Cristo, pero puede decirse que la estética está infundida y derramada de un modo latente por las venas de la obra; y no sólo en el estilo, que es, a mi entender, de calidad superior al de cualquier otro libro castellano, sino en el temple armónico de las ideas y en el misterioso y sereno fulgor del pensamiento, que presenta a veces el más acabado modelo de belleza intelectual; y en el plácido señorío con que en las páginas de este escritor singular «la razón se levanta y recobra su derecho y su fuerza, y concibe pensamientos altos y dignos de sí», al mismo paso que «los deseos y las afecciones turbadas que confusamente movían ruido en nuestros pechos, se van quietando poco a poco, y como adormeciéndose, se reposan, tomando cada cosa su asiento, y reduciéndose a su lugar propio». No hay autor clásico nuestro que produzca este género de impresión; Fr. Luis de Granada nos arrebata en el torrente desencadenado de su elocuencia, que arrastra a veces (con paz sea dicho, y sólo bajo la relación de arte) algo de fango mezclado con el oro; Malón de Chaide nos deslumbra a fuerza de color; Santa Teresa nos enamora con su profunda sencillez y su gracia femenil Fr. Juan de los Angeles con su íntima dulzura; a San  Juan de la Cruz apenas pueden seguirle más que las águilas de la contemplación. Todos son admirables y distintos; pero esa virtud de sosiego, de orden, de medida, de paz, de número y ritmo, que los antiguos llamaban sophrosyne (palabra hermosísima e intraducible, como toda la palabra preñada de ideas), ¿dónde la encontraremos sino en Fr. Luis de León, cuya prosa en loor de la paz parece el comentario de su oda A la música del ciego Salinas? [1]

A los que hayan admirado lo que el beato Orozco y Fr. Juan de los Angeles y Malón de Chaide especularon sobre el amor divino, muy poco les quedará que saborear en el famoso Tratado del amor de Dios, del maestro Cristóbal de Fonseca, de la Orden de San Agustín, libro de verdadera decadencia, farragoso y pedantesco, [p. 103] y tal que sólo debe la reputación que disfruta, entre los que no le han leído, a la casualidad de haberle citado Cervantes en el prólogo del Quijote, nada menos que en cotejo con León Hebreo:  «Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca Del Amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia». Como siempre es título de autoridad para un libro el haber formado parte de la biblioteca cervantesca, la sombra del gran novelador ha protegido a Fonseca, que es, sin duda (para hablar claro), uno de los menos originales y de los más pesados místicos españoles. Sólo a título de compilador, aunque desaliñado y sin arte, puede tener su valor, y esto para quien no conozca los originales que saqueó a manos llenas. [1] El libro pertenece a la categoría de los llamados predicables, es decir, de los repertorios de lugares comunes, sentencias y textos para uso de los predicadores (Fonseca lo era de mucha fama), sin una centella de espíritu propio en el autor. Hasta el estilo, que todavía es de buen tiempo, se mueve lánguido y perezoso, obstruído por innumerables alegaciones de los antiguos y de los Santos Padres. No he encontrado un solo razonamiento que me llame la atención, ni por su novedad ni por la manera de expresarle: frases sueltas hay algunas muy felices, y es lo menos que se puede pedir a un libro de esa época. Sirvan de ejemplo las siguientes; «El Amor entróse por esos cielos, y cogiendo a Dios, no flaco, sino fuerte, no en el trono de la Cruz, sino de su Majestad y gloria, luchó con él hasta baxarle del cielo, hasta quitarle la vida... Porque nadie es tan fuerte como el Amor, ni aun la muerte, porque puso el Amor la bandera en lo más alto de los homenajes de Dios». El historiador de la Estética puede pasar de largo por delante de este libro tan ponderado, donde lo poco bueno que hay es de Platón, del falso Areopagita, y de todo el género humano.

Y es otra razón más para no detenernos en este libro, el que todo lo que en él se contiene, y mucho más, se encuentra, con notables [p. 104] ventajas de expresión y de solidez científica, en el Tratado de la Hermosura de Dios y su amabilidad por las infinitas perfecciones del sér divino, [1] obra que dió a la estampa en 1641 el P. Juan Eusebio Nieremberg, el más notable, si no el más popular, de los ascéticos jesuítas, honra grande del Colegio Imperial de Madrid en el ya decadente siglo XVII. Con ver la fecha de este libro y el nombre de su autor, claro se entenderá que no es obra de gusto tan intachable como los Diálogos de la Conquista o los Triunfos del Amor divino, o los Nombres de Cristo. Los años no pasan en balde ni para los individuos ni para las naciones, y van estampando arrugas en la frente de las literaturas más robustas. Abundancia, espontaneidad, viveza, nadie se las negará al estilo del P. Nieremberg, acaudalado por sus estudios de naturalista, por sus meditaciones de filósofo, por sus experiencias de consejero de almas. Ni dejará de reconocerse tampoco como una de las prendas más señaladas en él y más raras en el grupo de escritores a que pertenece, la claridad y el orden lúcido de las ideas, su fácil encadenamiento y el rigor con que procede en las divisiones, de donde nace que sus obras más efusivas y ardientes sean al mismo tiempo verdaderos tratados, en que el calor oratorio no daña a la doctrina filosófica o moral que se pretende inculcar, de lo cual es notable ejemplo el Aprecio y estima de la divina gracia, manual de teología [p. 105] congruista, acomodada a la capacidad de lectores no teólogos, y al mismo tiempo libro de edificación o de piedad.

Pero aunque sea el P. Nieremberg uno de los cinco o seis grandes prosistas de nuestro siglo XVII, y si no el más original de todos ellos, el menos infestado por los vicios literarios dominantes, no puede dejar de reparar el gusto más indulgente, cuando pasa la vista por sus mejores libros (y este de la Hermosura de Dios, es, sin duda, el mejor de todos), con algo que, sin ser tan de bulto como el conceptismo de Quevedo, o como el culteranismo de Gracián, produce, sin embargo, el efecto de bastardear la integra pureza del estilo castellano, enervándole y haciéndole languidecer, a fuerza de acumulación de frases, que no ha de confundirse con la riqueza real y positiva. Es, por tanto, el P. Nieremberg un prosista elegantísimo, pero recargado, verboso y exuberante, profuso de palabras más que de ideas, un tanto cuanto batológico; y entre los hilos de oro de su prosa fuera fácil descubrir hojillas de más vil metal, propio para la declamación más que para la legítima elocuencia.

Pero nada de esto anula el mérito de este bellísimo tratado, el cual, si no puede considerarse (ni era esta la intención del autor) como una exposición completa de la estética cristiana, que por otra parte andaba en mantillas, tiene la ventaja de condensar en un solo volumen, escrito con grandeza de conceptos y de imágenes, todo el conjunto de las doctrinas de Platón, de Aristóteles, de Plotino, del seudo Dionisio, de San Agustín y de los escolásticos, acerca del concepto de la belleza «hurtando (como el mismo autor dice) a los doctores santos sus sentencias, a los escolásticos sus discursos, y a los místicos sus palabras».

Pero no se detiene aquí el P. Nieremberg. Todo esto, aunque lo trate detenidamente, no le conduce a una exposición árida y fría de los caracteres de la belleza. Su libro arranca de la especulación; pero no se reposa en ella, sino que quiere hablar a la fantasía, encender la voluntad y mover en el corazón embravecida tempestad de afectos. Por eso ha dicho con razón su docto prologuista que, más bien que obra filosófica (aunque contiene gran copia de filosofía), es ascética, afectiva y práctica. Lo que el P. Nieremberg se propone, como término de su labor, es aplicar la teoría de la belleza a la doctrina de las perfecciones divinas, y en esto consiste su mayor originalidad, aunque también en esto hay que confesar [p. 106] que se aprovechó ampliamente de Lesio (De divinis perfectionibus).

Ni la parte propiamente teológica ni la parte afectiva del libro son ahora de nuestra incumbencia: expondremos brevemente la doctrinal, cuidando de no repetir lo que ya hemos leído en tantos autores.

Humillado el corazón, atónita el alma, y estremeciéndose la mano de pavor y reverencia, toma la pluma el P. Nieremberg, para tratar del infinito Sér, soberana Hermosura y tremenda Majestad de Dios. «Aquel inmenso piélago de esencia, aquel profundo abismo de bondad, aquel golfo de infinidad, aquel mar de perfecciones, aquella idea de hermosuras, aquella profundidad de bienes, están tan lejos de poder explicarse con vocablos, que ni los conceptos pueden llegar a conocerle; sólo puede nuestro entendimiento admirarle, pero no comprenderle, porque su incomprensible luz y hermosura vence la vista de todo entendimiento. No cabe el concepto divino en la capacidad de naturaleza criada. Pero si Dios encubre su grandeza en sí mismo, la muestra en las cosas: «Todas están »llenas de vuestro infinito sér, y revientan todas las criaturas, »descubriéndole a todos perfectísimo, omnipotente y hermosísimo».

»Verdad es que todos los atributos divinos son tan perfectos y amables, que por cualquiera de ellos debe amarse a Dios sobre todas las cosas; pero este título de hermoso concilia más las voluntades, y encierra los demás. Por eso Sócrates, para persuadir a los hombres al amor de Dios, no lo hace con otro nombre, sino llamándole lo hermoso, poniendo tales calidades de la hermosura, que sólo competen a Dios, el cual es hermoso sobre todas las lindezas y maravillas del mundo...

»Conviene inquirir la causa por qué se ama tanto lo hermoso... Digo que la causa por que la hermosura corporal agrada, es por ser una sombra y remedo de la razón, por verse en un cuerpo un rasgo y seña de lo que es intelectual y espíritu. De lo cual se puede colegir cómo la verdadera hermosura es la de la razón y espíritu, y así, cuanto más tuviere una cosa de espíritu, de razón y de ser intelectual, tanto más hermosa será; por donde como Dios es puro espíritu y la misma verdad y razón, y su esencia sea intelección, su hermosura será sobre toda amabilidad y belleza.

»Para confirmación desto, se ha de advertir que lo que hace [p. 107] más graciosa y amable a la hermosura corporal es, según todos los filósofos, la proporción de partes bien ordenadas, de suerte que la orden, la cual es propia de la razón, es lo que agrada y hace hermoso, y así no hay hermosura sino en las cosas en que pueda haber orden. Lo hermoso es un resplandor y rayo de lo bueno en las cosas que percibe la vista, el oído o el entendimiento. Por gustoso que sea el olor o el sabor, no hay en él hermosura, porque no hay proporción ni orden. En la vista y en el oído sí, porque hay en sus objetos orden y proporción, conformándose de muchas partes, por la correspondencia que tienen entre sí, un todo agradable y gustosísimo, por el rastro que en esto tienen de razón. Por esta misma causa las naturalezas más capaces, o vecinas a la razón, son las que más gustan de la hermosura, y así los animales más brutos y torpes, ni gustan de la música, ni de la arquitectura y aseo, porque no llegan a alcanzar el orden y huella de la razón que en estas cosas hay. Mas los hombres, que son capaces de razón, son los que gustan de una música concertada y de una vista compuesta y adornada, porque la hermosura es prenda propia de la razón, jurisdicción del espíritu y empleo del entendimiento. Y así la belleza corporal sólo agrada por ser una cifra o borrón de la razón, por el orden y proporción de partes que en sí encierra. Por esto dijeron algunos platónicos que la hermosura era la razón congruente o concertada; y a lo gracioso, que acompaña a la hermosura, definieron que era un resplandor exterior de la razón».

Nueva autoridad entre las infinitas que pueden añadirse contra el P. Jungmann. El P. Nieremberg tenía lo bello por objeto propio de las facultades intelectuales, ni más ni menos que Santo Tomás: «pulchrum autem respicit vim cognoscitivam».

«Esta gloria de la hermosura de consistir o emparentar con la razón, se puede echar de ver por su contrario, la fealdad, la cuál no es otra cosa sino desproporción de miembros, desorden de partes, lo cual causa disonancia a la razón, que dicta no estar las cosas en su lugar ni en la composición debida, de modo que la contrariedad a la razón hace las cosas feas: lo cual se echa de ver claramente en la fealdad espiritual y moral, que es el pecado. De donde, por el contrario, se sigue que la verdadera hermosura es la proporción y ajustamiento a la razón, por lo cual no puede haber cosa más hermosa que aquel Sér, que es única regla de la misma razón. Y en [p. 108] Él, no sólo hay orden entre sus atributos, sino unidad, que es sobre toda proporción y orden y razón, y así es sobre toda hermosura.

»Confórmase lo mismo con lo que los platónicos dijeron que la hermosura de la virtud era incomparablemente mayor que la de los cuerpos... De suerte que por la mayor semejanza, vecindad o relación a la razón, son las cosas hermosas, más o menos hermosas, y la razón es la medida, la gloria y la flor de todo lo hermoso; y como en Dios esté la razón esencial y sustancialmente, en Él está la esencia y sustancia de la hermosura, y toda amabilidad, y dél se deriva y participa cuanto hay bello y agradable, porque como es la misma razón, todas las demás cosas proporciona, ordena y dispone que tengan hermosura y perfección. Por lo cual, la misma razón ha de ser cosa hermosísima... ¿Cuál será la hermosura del que es puro espíritu, puro acto, pura razón?... Porque es la hermosura de Dios total y sustancial, no como los cuerpos hermosos, que ni son entera ni esencialmente hermosos...

»Toda la hermosura de Dios nace de la infinidad de sus divinas perfecciones, la cual toda está fundada en un raro y estupendo privilegio de su incomprensible naturaleza, el cual es carecer de causa y principio, y tener sér de sí mismo; y así Sócrates, que puso las propiedades y condiciones de la belleza en Dios solamente, dijo que la hermosura era un privilegio de la naturaleza..., que es no tener sér de nadie, sino de sí mismo desde una eternidad... Y así dijo Plotino: «Dios lo que quiso es, y como quiere, porque es cuanto pudo querer ser...» ¡Cuál será la belleza de Dios, que tiene cuantas hermosuras, gracias, perfecciones y bienes hay, no sólo en la naturaleza, pero cuantas encierra la posibilidad de cuantas naturalezas hay, y éstas en sumo grado... y esto, no como quiera, sino encerrándolas todas, por innumerables que sean, en una suma simplicidad de su purísima esencia!... Esta es una rara hermosura de Dios, por lo cual dice Alcinoo, platónico, que Dios se dice hermoso, porque por su naturaleza es estas dos cosas, es más y es igual, y es igual en todos los atributos, pues ninguno es mayor ni menor que otros, siendo cada uno infinito, y es más, porque excede a todo lo que se puede pensar, pues cada uno es todos los demás... En Dios están las ideas, esto es, las perfecciones de todas las cosas, no por figuras, sino infinitamente más cabal y perfectamente que en ellas mismas... Porque Dios es todas las [p. 109] cosas, en cuanto contiene la flor y perfección de todas; pero es nada de las cosas, porque no es ninguna perfección ni hermosura dellas, sino sobre toda su perfección y hermosura, y sobre cuanto puede concebir hermoso y perfecto el ingenio humano... La vista hermosísima del sér divino es el último fin para que fuimos criados, y la última perfección de toda criatura capaz de razón, porque esta vista endiosa al alma, y la santifica, y la hace más pura que los cielos, y más hermosa que las más hermosas naturalezas del mundo».

Estudia luego el P. Nieremberg las condiciones de la hermosura que los filósofos señalan, para mostrar cómo están todas en Dios de una manera esencial y eminente. Considera primero las que fijan los peripatéticos, después las que señalan los platónicos, últimamente las que marcan los teólogos cristianos, y las que se deducen de las mismas perfecciones divinas. Y procede de esta manera: si, en opinión de Aristóteles, la proporción de partes es la primera condición de la hermosura, ¿cuántos mas lo será la proporción que hay entre los mismos atributos, que no sólo convienen en cierto orden, sino en entidad y unidad? ¿Cuánto más lo será la simplicidad y unidad de la naturaleza divina, donde están todas las cosas, tanto más perfectas y enteramente, cuanto más una y simple es?

Del mismo modo prueba que se aplican a Dios con suma excelencia todas las demás condiciones de orden, integridad y conveniente grandeza, que exigen los discípulos del Estagirita; y no menos las de eternidad, inmutabilidad, etc., que son las notas de la belleza en el sentido platónico, distinto en apariencia y no en realidad del aristotélico, por referirse el de Platón a la belleza absoluta, y el de Aristóteles a la sensible, relativa y limitada, única a la cual puede aplicarse en su recto y obvio significado lo de composición de partes, por más que el P. Nieremberg, animado, como todos los nuestros, por la alta aspiración de la concordia platónico-aristotélica, haga singulares esfuerzos de sutileza para conciliar al maestro y al discípulo, no subordinando la doctrina del segundo a la del primero, para que se explique lo particular por lo general, sino manteniéndolas como dos términos de igual valor. Todos los despojos de la ciencia humana le parecen pocos al P. Nieremberg para lanzarlos en ardientes efusiones a los pies [p. 110] del Señor, en quien la hermosura, es, no sólo natural y sustancial sino esencial.

«Otra calidad de la hermosura señalan muchos filósofos en un cierto género de gracia y resplandor que acompaña a la proporción de partes y las demás propiedades de lo hermoso, con que se hace más apacible y agradable. Los latinos la llaman nitor; mas en romance no hallo tan acomodado vocablo que lo declare, si no es llamándole lustre, o dándola el nombre de claridad, con que algunos la llaman, para hacerla común a los sentidos capaces della, según Platón, que son la vista y el oído, porque es particular gracia de la música que tenga voces claras, como también de los colores que tengan lustre, resplandor y claridad... Y sin duda la claridad hermosea y agracia mucho, pues el sol, que es astro tan hermoso, no tiene otra parte de hermosura sino su claridad y luz..., que por si es hermosísima; y así no podía faltar en Dios esta hermosura..., porque a las demás propiedades y causas, por las cuales es infinitamente Hermoso, se llega ser Él una luz inaccesible y de infinita claridad y agrado. Hermes Trimegisto refiere, en el principio de su Pimandro, una revelación que tuvo de Dios, que se le apareció en forma de luz, y le causó una vista admirable: «Veía (dice) un inmenso espectáculo, esto es, parecíame que todas las cosas se habían convertido en luz, la cual vista era maravillosamente suave y gustosa». Y no hay duda sino que sería éste un teatro admirable, si viésemos transformarse en luces todas las cosas, las aves, los animales, los árboles, las hierbas, las piedras, los elementos, pues en Dios todas esta cosas, esto es, todas las perfecciones dellas, están esmaltadas de luz, o, por mejor decir, son luz, porque su ser divino es una luz inmensa que se extiende por espacios infinitos, comprendiendo en sí, con particular gracia y hermosura, cuantas hermosuras y lindezas hay. Si consideramos las admirables calidades y excelencias de la luz material, veremos que son todas una sombra de la luz sobrenatural e inmensa de Dios. La luz es el ornato y gala del mundo, y la hermosura de la misma hermosura, porque sin luz nada fuera hermoso: es el lustre de los colores, el alma de todo lo visible, la gloria y la belleza de los astros, y el vigor de todo este universo, sujeto a generaciones...

La luz fertiliza la naturaleza, y hasta en las entrañas de la tierra se siente su eficacia, aunque no se ve su presencia... Todo [p. 111] esto es un rayo o sombra de Dios, luz inmensa, del cual depende el ser y hermosura de todas las cosas... Es gran argumento de Dios, de su infinita luz y hermosura, la claridad y resplandor que de su perfección derrama en las criaturas. Por lo cual dijeron los platónicos que las hermosuras de las cosas criadas eran sólo un resplandor del rostro divino..., y unos muy pequeños arroyuelos que, como de fuente original, proceden de aquella hermosura infinita... Pero todo lo hermoso de las criaturas, con ser limitado, tiene algo de no hermoso... no teniendo ser de sí, ni teniendo suyo más que la nada.

Dice San Dionisio Areopagita que lo hermoso es causa eficiente y final y ejemplar de todas las cosas. Lo primero, es causa eficiente, porque como la hermosura de Dios es infinitamente perfecta, ha de ser... fecundísima, muy eficaz y obradora, así como las demás cosas, cuando están imperfectas y diminutas, son estériles, sin comunicarse a otras, porque toda su virtud recogen en sí, teniendo primero cuenta con su aumento y perfección que con la comunicación della. Pero estando ya llenas y perfectas, son fecundas, porque, no teniendo que ocupar su virtud en aumento propio, salen a buscar el bien ajeno, comunicándose a otras. Dios también, pues, es infinitamente perfecto y perfectísimamente hermoso, no pudo dejar de ser fecundísimo y eficacísimo, y así con su infinita fecundidad, rebosa y sale fuera de sí, comunicando su hermosura a las demás cosas... Es también la hermosura de Dios causa final de todas las cosas, porque le apetecen todas, unas en su imagen, otras en su verdad y sustancia, pues para Él se hicieron. No hay cosa que no codicie su perfección; no hay ninguna que no busque su bien... La otra condición de la hermosura divina es ser causa ejemplar de todas las cosas, porque no hay bien criado, ni perfección, ni lindeza de que no sea Dios un vivo original...; pero excediendo con infinitas ventajas a la copia. Cuanto hay de resplandor, de gracia, de decencia, de perfección, de hermosura, repartido en las cosas criadas, todo está en el Criador unido cumplidísima y perfectísimamente, como en su prototipo...

»No hay duda sino que la hermosura de las cosas artificiales está más hermosa en el entendimiento del artífice que en la obra ejecutada, que no puede exceder a la perfección de su idea y forma ejemplar; y así dijo Marsilio Ficino: «La hermosura en el entendimiento [p. 112] y en su forma, es más excelente que no en la obra de arte: añado que aun es más poderosa, porque en la obra está derramada, mas en el entendimiento unida».

No seguiremos al P. Nieremberg en la segunda parte de su obra, donde muestra en Dios las excelencias y perfecciones de la Sabiduría (belleza intelectual), de la Justicia (belleza moral), de la Virtud, de la Gracia y de la Santidad, porque todos estos capítulos trascienden de la estética propiamente dicha, y penetran en lo más arduo de la teología dogmática, por lo cual, aun más que Tratado de la hermosura de Dios, debiera titularse el presente Tratado de los atributos y perfecciones divinas. Hemos visto lo mucho que tiene de platónico; pero el teólogo cristiano no podía contentarse con las luces de la filosofía; y sobre la belleza sensible, sobre la misma belleza moral que tanto admiraron los filósofos, tenía que reconocer la hermosura de la Gracia, que realza a la misma virtud a un sér sobrenatural y divino.

En esto, y sólo en esto, difiere la Estética de los místicos, de la que corría triunfante en los autores profanos del tiempo, y especialmente en León Hebreo, pues ya hemos visto que todos los autores citados, desde Fr. Luis de Granada hasta el P. Nieremberg, la aceptan íntegra y a sabiendas, confesando honradamente, como cumplía a varones de tanta santidad, lo que debían a Platón y a Plotino. Lo cual en manera alguna implica la opinión absurda que algunos malignamente quieren prestarme, de que toda la mística española se reduzca a platonismo o neoplatonismo, pues harto sé yo que estas ideas sobre la belleza son una gota de agua en el inmenso mar de nuestra ciencia mística, y que ni con ellas ni con los análisis psicológicos, ni con las intuiciones metafísicas, de que es igualmente rica esa literatura, se explican en su integridad las Moradas ni la Subida del monte Carmelo. No basta en modo alguno haber leído las Enéadas, ni saberse de memoria el Simposio, para lograr aquella alta contemplación, de la cual San Juan de la Cruz cantaba:

           «Y si lo queréis oir,
       Consiste esta suma ciencia
       En un subido sentir
       De la divinal Esencia:
       Es obra de su clemencia
       Hacer quedar no entendiendo,
       Toda ciencia trascendiendo»

[p. 113] Esta ontología trascendental es todavía ciencia; pero ciencia misteriosa y arcana que el mismo Santo (en la Noche Escura del Alma) llama «contemplación infusa o mystica-theología, en que de secreto enseña Dios al alma, y le instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada más que atender amorosamente a Dios, oírle y recibir su luz, sin entender cómo es esta contemplación infusa».

Y esto es lo que propiamente se llama teología mística; todo lo demás son accesorios, y a lo sumo escalas y andamios. Disputan los doctores contemplativos si esta ciencia es obra intelectual, inclinándose San Buenaventura y la mayor parte de los franciscanos, entre ellos nuestro encantador Fr. Juan de los Angeles, a suponerla obra enteramente afectiva de amor; en la cual no tienen parte el discurso ni la meditación. Contraria opinión llevan Dionisio el Cartujano y otros autores, especialmente dominicos, que la suponen ejercicio exclusivo de la inteligencia. Entre los filósofos del amor y los de la escuela, se coloca la opinión intermedia, o más bien ecléctica, que defiende con grande aparato de autoridades el iluminado y extático varón Fr. Miguel de la Fuente, carmelita, en su Libro de las tres vidas del hombre, corporal, racional y espiritual, que es el mejor tratado de psicología mística que tenemos en castellano, a lo menos de los que yo conozco. Dice, pues, este venerable (eco de la opinión más corriente en su tiempo y en su Orden), que la Teología mística es acto de las dos potencias supremas, inteligencia y afecto: «porque en lo mystico siempre andan juntos conocimiento y amor».

Así lo entendió siempre la escuela española, y ésta es su mayor gloria. No se la injuria considerándola como una filosofía popular, que dió a nuestra raza el pasto de vida intelectual durante muchas generaciones. No es pecado investigar sus orígenes, ni mostrarla racional, aunque no racionalista en sus procedimientos. ¡Pobre razón humana, tan respetada y realzada por los místicos antiguos, y tan calumniada y abatida por los místicos modernos, aun por aquellos que debían de haber aprendido en la escuela de Santo Tomás que la razón (aun la de los gentiles) es una participación de la lumbre increada !

Notas

[p. 82]. [1] . Arte para ser- / vir a Dios. Copuesta / por fray Alonso de Ma- / drid: de la orden de Sant / Francisco. Con las adiciones después hechas / por el mismo. Con las / quales se sentirá y en- / tenderá mucho mejor / la dicha arte. Agora / nuevamente impressa / añadida y enmendada. / Con el espejo de illu- / stres personas y una / Epístola de Sant Ber- / nardo de la perfeción / de la vida espiritual. / Año de MDXLVI. 8.º gót.

Colof. «Aquí se acaba». etc., etc.

«Fué impresso en Salamanca en casa de Juan de Junta, impressor de libros. Acabosse a XIII de Julio de MDXLV años».

[p. 82]. [2] . De la ojeriza con que los grandes teólogos contemporáneos de la Reforma miraban los libros de devoción en lengua vulgar, inclusos los de Fr. Luis de Granada, y de que ésta y no otra fué la verdadera causa de la prohibición de la Guía de pecadores y de la Oración y Meditación (hecho negado vanamente por los que en su vida han pasado los ojos por las primitivas y extraordinariamente raras ediciones de Fr. Luis de Granada, tan diversas de las que hoy leemos, aunque no ciertamente en la doctrina), puede formarse idea por las siguientes palabras de Melchor Cano en su Censura del Cathecismo, de Carranza, las cuales, a mi entender, influyeron decisivamente en el ánimo de los jueces para prohibir los primeros libros del Cicerón castellano: «A Fr. Luis de Granada le podía la Iglesia reprehender gravemente en tres cosas: la una, en que pretendió hazer contemplativos e perfectos a todos, e enseñar al pueblo, lo que a pocos dél conviene, porque muy pocos populares pretenderán yr a la perfectión por aquel camino de Fr. Luis, que no se desbaraten en los exercicios de la vida activa competentes a sus estados: E por el provecho de algunos pocos dar por escripto doctrina en que muchos peligrarán, por no tener fuerzas ni capacidad para ello, siempre se tuvo por indiscreción perjudicial al bien público, e contraria al sesso e prudencia de Sant Pablo... Finalmente, en aquel libro de Fr. Luis que el auctor aquí declara (el De la Oración), hay algunos graves errores que tienen un cierto sabor de la herejía de los alumbrados, e aun otros que manifiestamente contradizen a la fée e doctrina cathólica. Por tanto, esta loa y abono del libro de Fr. Luis, es perjudicial al pueblo christiano».(*) [(*) Libro segundo de Audiencias del proceso de D. Fr. Bartholomé de Carranza. (Academia de la Historia, estante 24, gr. 1 . ª  B, número 6)].

Esta nota no está aquí muy en su lugar; pero siempre es útil para contestar al cargo que recientemente me hizo un joven y erudito dominico, autor de un libro acerca del P. Báñez. Dice, pues, este biógrafo, que yo atribuyo gratuitamente a Melchor Cano mala voluntad contra la mística cristiana. O la de Fr. Luis de Granada no lo es (¿y quién ha de sostener semejante absurdo?), o habrá que confesar que en ésta, como en otras muchas cosas, Melchor Cano se dejó arrastrar de su genio intemperante. Ante todo, obliga el respeto a la verdad histórica: este documento está publicado (aunque no leído, por lo visto) desde 1871; yo no le he sacado a luz el primero, ni deja de dolerme, como a cualquier otro católico, esta disidencia entre dos grandes hijos de la Orden de Santo Domingo. Y entre tanto, queden en pie estos dos axiomas bibliográficos: 1.º Las primeras ediciones de Fr. Luis de Granada no fueron falsificadas por los protestantes. 2º. La Inquisición condenó las obras del venerable granadino, a ciencia y conciencia de lo que hacía, y guiada en gran parte por la autoridad de Melchor Cano, que pesaba enormemente en el ánimo de Valdés. Los perpetuos panegíricos no sirven en la historia sino para alejarnos de la verdadera comprensión de los grandes sucesos y del espíritu de los tiempos.

[p. 90]. [1] . Los pasajes de Fr. Luis de Granada, que traslado de modo que formen un conjunto ordenado, están tomados de los capítulos I, IV, IX, XI, XIV, XV y XVI del Libro I de la Guía de Pecadores, del cap. II de la primera parte del Símbolo de la fe, de los capítulos II y XXXII de la segunda parte del Tratado 7.º (Del amor de Dios) en el Memorial de la vida cristiana, y sobre todo del cap. I de la segunda parte, y finalmente del cap. XIV de las Adiciones al Memorial. Cito siempre por la edición de Sancha.

[p. 91]. [1] . Triumphos / del Amor de / Dios, obra pro / vechosíssima para toda suerte de personas, / particularmente para las que por medio / de la contemplación dessean / unirse a Dios. / Compuesto por el Padre Fray Juan de los Angeles, / Predicador de la Provincia de San Joseph / de los descalços. / Dirigido a Andrés de Alva, Secretario del Rey nuestro Señor / y del su Consejo de Guerra. / Con privilegio. / En Medina del Campo, por Francisco / del Canto. M. D. XC.

4.º, 303 hs. dobles, sin contar los preliminares y la Tabla.

Diálogos / de la conquista / del espiritual y secreto reyno de Dios, que según el / Santo Evangelio está dentro de nosotros mismos. En / ellos se trata de la vida interior y divina, que vive / el alma unida a su Criador por gracia / y amor transformante. / Compuestos por Fray Juan / de los Angeles, Predicador descalço de la Provincia de S. Joseph / de los Menores de Observancia Regular. / Dirigidos al Sereníssimo Príncipe Cardenal Alberto, / Archiduque de Austria, Arçobispo de Toledo, / Primado de las Españas, etc. / Con Privilegio. / En Madrid, por la biuda de P. Madrigal. / Año 1595.

4.º, 415 hs. dobles, sin contar los preliminares y la Tabla, que no están foliados.

Poseo ejemplares de estos dos peregrinos libros. El segundo no está mencionado por Gallardo, que elogia el primero.

[p. 92]. [1] . Especialmente en los capítulos IV y V de los Triunphos.

[p. 94]. [1] . Meditaciones devotísimas del Amor de Dios, hechas por eI P. Fr. Diego de Estella, de la Orden de nuestro Padre San Francisco. Madrid. 1781. Dos ts., 8.º Por don Joaquín Ibarra.

El Tratado de la Vanidad del Mundo, el de la Paciencia cristiana, del P. Zárate, y otros semejantes del tiempo de Felipe II, sólidos y austeros, sin rasgos de mal gusto, pero también sin amenidad y sin jugo, me recuerdan la maciza, triste y seca regularidad de El Escorial.

[p. 95]. [1] . Le ha publicado, conforme al original autógrafo, la erudita Revista Agustiniana, de Valladolid.

[p. 95]. [2] . Libro de la Suavidad de Dios, compuesto por el R. P. Fray Alonso de Orozco, de la Orden de San Agustín, Predicador de su Cathólica Magestad. Dirigido a la Sereníssima y Cristianíssima Reyna de España Doña Ana, nuestra Señora. / En Salamanca, a costa de Simón de Portonariis, 1576, 8.º , 230 fols., sin contar los preliminares. En otros de los innumerables tratados del beato Orozco, especialmente en el Memorial de amor santo, y en el Desposorio Espiritual, hay alguna idea útil para nuestro estudio; pero en nada se aparta el insigne agustino de las opiniones recibidas. Ya volveremos a hablar de él como preceptista literario, en lo cual muestra mayor originalidad.

[p. 96]. [1] .Y principalmente de Marsilo Ficino, como lo probó un malogrado filósofo, ornamento de la Orden de San Agustín, Fr. Marcelino Gutiérrez en su libro Fr. Luis de León y la filosofía española en el siglo XVI. Madrid, 1885, pag. 114

[p. 101]. [1] . Cito a Malón de Chaide por la edición de Valencia (Salvador Fauli, 1794).

[p. 102]. [1] . De los / Nombres / de Christo / en tres libros, / Por el Maestro / Fray Luys de León. / Segunda impresión, en que demás de un libro que de nuevo se añade, van / otras muchas cosas añadidas y emendadas. / Con privilegio. / En Salamanca, / Por los herederos de Mathías Gast. / MDLXXXV.

4.º, 342 folios. Generalmente va en el mismo volumen La Perfecta Casada, impresa al año siguiente por Cornelio Bonardo, y juntos están ambos libros en el ejemplar que poseo.

[p. 103]. [1] . Tratado / del Amor / de Dios. / Compuesto por / el Padre Maestro Fr. Cristóval de Fonse / ca, de la Orden de S. Agustín. / En esta última impressión / van añadidas tres tablas nuevas / muy copiosas. / En Barcelona. /  Impresso en casa de Onofre Anglada. / Año 1608. / A costa de Joan Simón, mercader de libros.

8.º, 704 pp. sin contar los preliminares y las copiosas tablas.

[p. 104]. [1] . Esta obra acaba  de reimprimirse con un bellísimo prólogo del Padre Miguel Mir, que con tanto arte y discreción ha  sabido asimilarse la purísima lengua de nuestros autores del gran siglo.

De la Hermosura de Dios y su amabilidad por las infinitas perfecciones del Ser Divino, compuesto por el P. Juan Eusebio Nieremberg, de la Compañia de Jesús. Madrid, imprenta de Don Antonio Pérez Dubrull, 1879.

8.º, XXX-545 pp. con un retrato del Autor.

Existe una antigua traducción italiana.

«Della Bellezza / di Dio / e sua amabilità / per l'infinite perfecttioni dell´ / Esser divino, / con alcuni affectuosi esercitii d'Amor di Dio; et altri inviti di Lode. / Libri tre. / Composta in spagnuolo dal P. / Gio: Eusebio Norimbergh / della Compagnia di Giesù. / e tradotta in Italiano.—Venezia, MDCLXXXII (1682). / Appresso Nicolo-Pezzana ».

8.º, 635 pp. El traductor se llama Pietro Groppo.

El P. Mir suprime con buen acuerdo en su edición el Convite de alabanzas divinas y el Sacrificio de amor y alabanza a la hermosura divina, que van en las ediciones antiguas, y que son realmente piezas de muy dudoso gusto.