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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > VII.—EXAMEN CRÍTICO DE LA MORAL NATURALISTA. CONTESTACIÓN AL DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON ANTONIO DE MENA Y ZORRILLA, LEÍDA EN LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS, EL DOMINGO, 11 DE DICIEMBRE DE 1892

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SEÑORES:

Grave responsabilidad pesa sobre mí por haber dilatado tanto tiempo el cumplimiento del honroso encargo que recibí de esta Academia, retardando con ello la fructuosa colaboración del señor Mena y Zorrilla en las tareas propias de nuestro Instituto. Vanas serían cuantas excusas pudiera yo alegar en esta parte, reducidas en rigor a una sola, que es la abrumadora carga de varios y desemejantes trabajos que pesa en España sobre cuantos nos dedicamos a la vida de la enseñanza y de las letras. A todas ellas podría contestarse, con razón, que debí renunciar en tiempo oportuno el encargo, dejándolo a persona más diligente o menos atareada; o bien que no debí aceptarlo, si es que no me consideraba capaz de llevarlo a término dentro del plazo acostumbrado. Pero otra razón más fuerte que ésta, un deber personal de gratitud, que desde hace bastantes años me liga con el Sr. Mena y Zorrilla, me impedía declinar en otro señor Académico la honra de llevar la voz de la Corporación en el día de su entrada en este recinto. Apenas salido yo de las aulas, enteramente oscuro y desconocido, debí al Sr. Mena y Zorrilla, Director entonces de Instrucción Pública, la protección oficial y los medios indispesanbles para ampliar mis estudios y continuar mi educación literaria en las universidades y bibliotecas extranjeras. Al Sr. Mena y Zorrilla, pues, y al eficaz concurso de la Diputación y del Ayunmiento de Santander, se debieron los frutos de aquel viaje, exiguos, sin duda, para la general cultura, por ser yo quien le llevó a cabo, pero trascendentales en grado sumo para la formación de mis ideas y para mi personal instrucción. La exquisita modestia del Sr. Mena y Zorrilla no ha de impedir que yo reconozca [p. 302] y proclame aquí lo mucho que le debo, ya que él mismo parece haberse olvidado del beneficio. Por eso, aun a riesgo de molestaros con este recuerdo enteramente personal, quería yo contestar al señor Mena y Zorrilla.

Patentes son los méritos del nuevo Académico y su asidua consagración, no sólo a las ciencias sociales, sino a la Filosofía pura, que es raíz y madre de todas ellas. Las arduas tareas de la vida forense y de la vida política nunca han sido para entibiar en él sus primeras aficiones, dirigidas especialmente al cultivo de la Metafísica y de las Matemáticas. Despertóse su vocación en las aulas de Sevilla, formando parte de aquel grupo juvenil y alentado que, por los años de 1840, iniciaba, ya en Academias privadas, ya en la enseñanza universitaria, el estudio de las modernas direcciones filosóficas: el kantismo con Rivero, el hegelianismo con Contero y Ramírez. Su acendrada ortodoxia salvó al Sr. Mena y Zorrilla de los escollos inseparables de tales especulaciones, haciéndole detenerse en los límites del espiritualismo cristiano, con sentido análogo al que por entonces difundían en aquella misma ciudad don Alberto Lista y sus discípulos, que gradualmente habían ido pasando, desde el sensualismo mitigado de Laromiguière, hasta el eclecticismo cousiniano, procurando depurarle de la levadura panteísta, de que no estaba exento en su primitiva forma. En tales enseñanzas basó el Sr. Mena un curso de Estética, que dió en la Universidad de Sevilla como preliminar al de Oratoria forense, asunto adecuado a las especiales dotes de su talento y a la afición fructuosa y perseverante que siempre mostró a las buenas letras y al trato familiar con los modelos clásicos; afición fortalecida en él, como en tantos otros, por la disciplina y consejo del venerable Lista y de aquel de sus discípulos que más fielmente conservó el tesoro de su doctrina, el inolvidable Rector y sabio humanista don Antonio Martín Villa. Aquella fructuosa alianza de la Filosofía, de las Matemáticas y del buen gusto literario que Lista, a ejemplo de los antiguos, recomendó y practicó siempre, llevó muy temprano a nuestro compañero por los caminos de las ciencias del cálculo, llegando a sustituir a su maestro en la cátedra de Mecánica Racional, que explicó durante un curso entero. Su carrera universitaria, aunque prematuramente cortada por atenciones de otra índole, fué en [p. 303] extremo laboriosa, abarcando materias tan diversas como los Cálculos Diferencial e Integral y el Derecho Penal, cuya cátedra desempeñó también dos años seguidos. La dura ley de la vida le hizo abandonar muy pronto el culto abstracto y puro de la ciencia, lanzándole primero a las luchas del foro y muy pronto a las agitaciones de la política, en que siguió aquella tendencia que más cuadraba a su índole templada y sesuda y a la rectitud y firmeza de sus principios conservadores. Orador pulcro, razonador y diserto, como formado en excelente tradición y escuela, ha logrado, durante su larga carrera forense y parlamentaria, verdaderos triunfos, cuyo recuerdo se conserva aún, a pesar de lo rápidamente que hoy pasan y se borran tales impresiones. Su defensa del célebre periódico Padre Cobos, que por vez primera logró absolución bajo el patrocinio de tal abogado, y el discurso pronunciado en el Congreso sobre la cuestión de Italia en marzo de 1861, fueron en su tiempo acontecimientos muy ruidosos, que consolidaron en Madrid la justa fama que el señor Mena traía de Sevilla. Varios escritos suyos, pequeños en volumen, pero no en doctrina, entre los cuales recuerdo el relativo a los delitos de extradición, prueban lo que el Sr. Mena y Zorrilla hubiera valido como jurisconsulto filósofo, si no hubiese pesado sobre él, como sobre tantos otros, la dura tiranía del papel sellado.

Nuevo testimonio de la cultura de su espíritu y del interés que en él despiertan los graves problemas de la Ética especulativa, sin cuyo apoyo fácilmente degenera en empirismo la ciencia de las leyes, tenemos en el brillante discurso que acabáis de oír, consagrado al examen y refutación del moderno epicureismo, o dígase sensuoalismo utilitario, que, remozado en nuestros días, merced a la invasión del método experimental en todos los órdenes de la ciencia, y prevalido del creciente descrédito en que van cayendo las antiguas hipótesis metafísicas, avanza como torrente asolador, no ya por el campo de la ciencia abstracta y desinteresada, sino por el de la vida del Derecho, minando los fundamentos de la conciencia moral y quitando a la ley su sanción más alta.

En pos de la crisis ideológica ha venido la crisis moral; y los que no se habían aterrado ante ningún abismo, los que, en aras del subjetivismo kantiano, habían inmolado como fantasmagorías y quimeras todas las entidades metafísicas, lanzan ahora gritos de angustia al encontrarse al fin de la jornada con que no [p. 304] bastan los generosos e inconsecuentes postulados e imperativos de la razón práctica para salvar del inminente naufragio la noción de bien, la noción de justicia, la noción de derecho y de responsabilidad moral; porque otros más lógicos y más temerarios que ellos se han encargado de sacar las últimas consecuencias del estéril suicidio perpetrado por el idealismo alemán; y renegando de la Metafísica, después que ésta había ya renegado de sí misma, han retrogradado, con los varios nombres de evolucionistas, monistas y positivistas, hasta el atomismo de Leucipo y Demócrito en Filosofía natural, hasta el hedonismo de la escuela cirenaica en Filosofía moral; y el placer, la utilidad, el interés, la sensación han vuelto a ser proclamados criterio y base de toda certidumbre como en los afrentosos días de Helvetius, D'Holbach y La Mettrie. Hay ciertamente profundas diferencias entre la plebeya filosofía del siglo pasado, tan superficial y en el fondo tan poco experimental y la que hoy procede armada con todos los recursos que, a manos llenas, le proporciona el gigantesco desarrollo de las ciencias físicas y de las ciencias antropológicas; pero ni puede decirse que las conclusiones sean diversas, ni difiere mucho el punto de partida, aunque lleven los modernos evidente ventaja en el rigor del método y en la extraordinaria riqueza de los detalles. Centro de este movimiento, por lo que toca a la Ética, no menos que en lo perteneciente a la Lógica, es la escuela inglesa contemporánea, de la cual son derivaciones más violentas en la expresión, como cuadra al distinto genio de los meridionales, las exposiciones de materialismo práctico que continuamente aparecen en Francia y en Italia. El momento es realmente angustioso para la vida del espíritu; por todas partes parece que se nos cierra el cielo; y la dignidad humana, rebajada y empequeñecida con esta continua y feroz campaña contra lo ideal, apenas encuentra refugio sino en los consuelos de un pseudomisticismo vago, sin contenido y sin objeto, o en las negras cavilaciones del pesimismo, y en el opio enervante del nirvana búdico, que comienza a roer sordamente el árbol de la civlización europea, arrastrando los espíritus al quietismo desesperado, al tedio de pensar, a la abdicación de toda actividad y de la propia conciencia. Empiezan a notarse, es cierto, síntomas de regeneración espiritualista, pero ¡tan aislados, tan pálidos, tan fugaces, que más bien parecen los últimos destellos de un sol moribundo, [p. 305] que las primeras luces de una nueva aurora! Hay sed y apetito de creencia, y algo es esto, aunque no sea todo; pero en generaciones desecadas por los crueles abusos del análisis, pervertidas por una concepción mecánica del mundo, desfloradas por una literatura brutal, mucho ha de tardar el germen místico en romper la dura tierra y producir de nuevo sus rosas inmortales.

Grande es, sin duda, la tribulación de los espíritus, pero la misma gravedad de la crisis puede darnos alguna esperanza de remedio. Querer vivir sin metafísica es ciertamente una ilusión de que muchos participan, aunque filosofen sin saberlo y aunque en su misma negación vaya envuelto el concepto metafísico pero vivir sin moral, sin norma de vida, es un estado monstruoso e inhumano que puede darse en el individuo, pero que en la sociedad nunca será duradero. De aquí proceden las innumerables tentativas con que el pensamiento contemporáneo persigue de buena fe la determinación del ideal ético, sin arredrarse por la frialdad demoledora con que una crítica implacable va demostrando el vicio dialéctico de tales construcciones. Desde el positivista que se refugia en el altruísmo, hasta el pesimista que proclama la ley ascética como medio de emanciparse del universal dolor y aniquilar el funesto prurito de la existencia; desde el pensador estético que identifica la belleza con el bien, hasta el neo-kantiano encastillado en el dogmatismo estoico del fin en sí, a despecho de su criticismo fenomenista, todos aspiran, de un modo o de otro, a salvar los Penates de la moral en el espantoso incendio de la ciudad metafísica. Generoso es el esfuerzo, pero ya impotente y tardío; el enemigo está en el corazón de la plaza; desde que se proclamó la relatividad del conocimiento y se declaró guerra cruda a todo lo trascendental, se imponía como forzosa consecuencia la relatividad del deber, la mera inmanencia de la ley moral. Si el pensar metafísico es una abstracción vacía, tienen razón los moralistas utilitarios; el interés extendido al mayor número, el hedonismo universal, se impone como la categoría ética más elevada; será la de los espíritus nobles y selectos; el resto de los humanos habrá de contentarse con otro interés más relativo y egoísta, con el hedonismo individual, que es materia de fácil comprensión y aplicación aun para los más rudos. Yo sé que es grandísima injusticia hacer responsable a un sistema de las aberraciones prácticas de sus discípulos; en esto, como en [p. 306] otras cosas, la humanidad tiene la gloria y la dicha de ser muchas veces inconsecuente; de epicúreos y utilitarios, sabemos que han vivido como ascetas o a lo menos como filósofos estoicos, y espiritualistas hay dignos de figurar en la piara de Epicuro. Pero aquí no se trata sino de las consecuencias lógicas del sistema, que persisten las mismas, sea cual fuere la manera que de realizarlas en la vida tengan sus adeptos. El ejercicio intelectual por sí mismo, la pura y desinteresada indagación de la verdad constituye ya casi una virtud, y, desde luego, sirve de preservativo contra muchos vicios; pero, ¿quién puede pedir a la muchedumbre ignara aquel grado de elevación y pureza moral, aquella delicadeza y refinamiento de sentido interior que mediante larga educación granjea el filósofo? Las teorías inmorales y antihumanitarias parece como que cobran nueva y más corrosiva virtud cuando salen de los labios de un varón probo, austero e intachable, que desmiente y contradice con sus obras la misma doctrina que predica.

Pero no basta condenar esta doctrina en nombre de sus consecuencias prácticas; para el filósofo no hay más piedra de toque de la verdad que la verdad misma: si la doctrina fuera racionalmente cierta, habría que resignarse a sus consecuencias, considerándolas como algo transitorio e inherente a la crisis. En el terreno puramente racional es donde ha de darse la batalla, y allí, lejos de toda declamación, debe concentrar el espiritualismo sus fuerzas, debilitadas hoy, es cierto, por las antinomias que han surgido de su propio seno, más bien que por el esfuerzo y pujanza de la parte contraria. Ni Bentham, ni Stuart Mill, ni Herbert Spencer, ni todos los utilitarios y empíricos juntos, han perturbado tanto los espíritus ni enflaquecido tanto la nocion moral como el inconsecuente formalismo de los kantianos, que, afectando sustituir una moral inmanente y autónoma a la moral heterónoma y trascendental de las antiguas escuelas, conservan no obstante, y nada menos que con fuerza apodíctica, todos los postulados de la ética tradicional, salvo el dejarlos en el aire, como introducidos violentamente en el sistema e impuestos de un modo autoritario, que llega a degenerar en simbolismo místico.

Después del degüello de entidades metafísicas perpetrado en la Critica de la razón pura, Kant no podía afirmar ni la posibilidad ni menos la realidad del deber, ni legitimar el concepto de [p. 307] libertad más que como un tipo formal, de valor puramente lógico, de contenido ignorado, de origen incognoscible como todos los nóumenos; ley que a nada obliga, que carece de toda finalidad objetiva, llámese perfección, llámese bien supremo, y a la cual, sin embargo, por extraña inconsecuencia, se le atribuyen los caracteres de imperativa y absoluta. No desconozco la belleza y elevación moral de algunos conceptos kantianos; hasta el esfuerzo mismo que el gran dialéctico hace para salvar el instinto moral de los terribles escollos de la contradicción, me parece generoso y simpático; pero una ética puramente formalista, el querer por el querer, la voluntad sin objeto, tiene que resolverse forzosamente en consecuencias negativas. Para que alcance el valor de un ideal positivo que pueda ser norma y ley de vida, hay que comenzar por un acto de fe moral, que es muy dura cosa exigir a los lectores de la primera Crítica. Y con actos de fe moral es imposible contestar a los que bueno o malo, alto o bajo, en algún principio de realidad, y no en símbolos lógicos, buscan el movil y la ley de las operaciones de la voluntad. El formalismo moral a priori era una construcción quimérica que desgraciadamente, al hundirse, ha vuelto en su descrédito el de toda concepción idealista, siendo la causa más remota, pero quizá la más honda, de la angustiosa anarquía de la conciencia filosófica que hoy deploramos. Vanamente lidian los neo-kantianos, especialmente Renouvier, por deducir racionalmente la noción del deber, y fundar una Ciencia de la moral independiente de la Metafísica y superior a ella, subordinando la razón pura o teorética a la razón práctica. Este recurso desesperado, que recuerda el suicidio racional de las escuelas tradicionalistas, es de todo punto incompatible con la filosofía crítica, y apenas se concibe en hombres cuyo criticismo ha venido a parar en mero fenomenalismo, más próximo a la filosofía de David Hume que a la de Kant. Querer imponer después de esto una dogmática moral en nombre del principio supremo de la razón práctica, y convertir la obligación en un juicio sintético a priori, de valor universal e incondicionado, podrá satisfacer sin duda las exigencias del sentimiento moral, pero envelve una contradicción monstruosa que basta por sí sola para quitar todo valor racional a la nueva ética, formada de elementos tan inconciliables como la libertad problemática y el imperativo categórico. O sobra la metafísica del neo-kantismo, o sobra su ética. ¿Cómo [p. 308] no ha de sucumbir a los golpes de los deterministas una moral que empieza por declarar que el postulado de la libertad real no es necesario para legitimar la existencia de la moralidad? Siquiera para Kant los términos de libertad y moralidad eran idénticos, e inseparable el concepto de la voluntad libre del de la razón práctica. El imperativo categórico recayendo sobre una libertad aparente y fenomenal, es una de las más grandes aberraciones metafísicas que ha producido este tiempo tan fértil en raras invenciones. A una voluntad aparente se la imponen deberes absolutos; no será gran maravilla que se abstenga de su cumplimiento.

Huyendo de estas dificultades, un ingenioso y agudísimo pensador moderno, Alfredo Fouillée, ha querido fundar una nueva doctrina moral dependiente de su doctrina metafísica de las ideas-fuerzas, concepción original y profunda que puede calificarse de monismo idealista o de evolucionismo metafísico. Pero en este sistema el fundamento del bien moral queda todavía más vacilante e indefenso que en la analítica kantiana, puesto que no se presenta como realidad absoluta e imperativa, sino como un ideal relativo y continuamente rectificable, como un perpetuo llegar a ser, que puede ser no más que una ilusión de la conciencia subjetiva. Y en vano se habla de una conciencia universal que envuelve todas las particulares conciencias de los individuos, de una sociedad universal de las conciencias, porque esta misma conciencia colectiva e ideal no tiene más que un valor inmanente y derivado de la experiencia. Y es claro que de lo inmanente y de lo empírico puede brotar, a lo sumo, una moral restrictiva y de limitación, fundada en el principio de la relatividad y limitación de nuestro conocer, pero nunca una moral persuasiva, para la cual siempre se requiere más sólido fundamento que el de una concepción meramente hipotética, no sobre lo que es, sino lo que deberá ser el mundo. La tentativa para combinar y reducir a un sólo sistema el realismo y el idealismo, y resolver de este modo la angustiosa crisis presente, es, sin duda, nobilísimo empeño y demuestra en los que lo intentan verdadera capacidad y potencia filosófica; pero tal empresa será estéril si, por huir del antiguo dogmatismo metafísico, se va a parar a un idealismo sin consistencia, que ni puede servir de fundamento a una plena y adecuada interpretación de lo real, ni mucho menos restablecer el imperio [p. 309] del bien y de la justicia en la perturbada conciencia de la presente generación. Si el fondo del ser y del bien es cosa meramente hipotética; si el contenido de la moral se reduce quizá a la infinita serie de las evoluciones fenomenales, poco medra la causa de la moral con este nuevo dilettantismo pseudoidealista, con este romanticismo ético, tan lleno de buenos deseos como impotente para realizarlos; y no es de extrañar que los espíritus positivos y no muy avezados a las ingeniosas sutilezas de la pura especulación prefieran por más clara, lógica y consecuente la moral de Herbert Spencer, que a su modo tampoco niega lo incognoscible, y deja a salvo todo el fondo hipotético e ideal, que cada uno puede fantasear a su arbitrio.

Más bien que seguir a nuestro nuevo compañero en su hábil disección y refutación de la moral positivista, he preferido llamar vuestra atención sobre este nuevo aspecto del problema. Lentamente, sin duda, pero de un modo perceptible aun a los ojos más distraídos, se está iniciando en toda Europa la reacción metafísica. Hasta el mismo positivismo se ha ido transformando en este sentido, y quien compare los libros que más boga alcanzan hoy, sin excluir los mismos de Spencer, con la Lógica de Stuart Mill o con el Curso de Augusto Comte, o con los escritos de Littré, advertirá desde luego una diferencia profundísima, y descubrirá, no sin sorpresa, en la trama de las modernas filosofías empíricas, elementos de origen indisputablemente metafísico, reliquias de concepciones hegelianas, aspiraciones más o menos frustradas a una nueva Filosofía de la Naturaleza, a pesar del descrédito en que había llegado a caer el nombre, una tendencia sintética en casi todos, y ¿quién lo diría? hasta reminiscencias leibnizianas. Favorecido por este movimiento de los espíritus, tanto más sincero cuanto más espontáneo y menos previsto y calculado, ha levantado la cabeza el idealismo realista. no como fórmula final de concordia, ni menos como escuela cerrada, sino como tendencia general, que sólo puede ser fecunda a condición de desarrollarse en toda la variedad y plenitud de su aspiración, sin sujetarse a canon ni a disciplina escolástica, que vendrían a reducirla al mismo estado de tronco seco a que llegó la filosofía crítica en manos de los impotentes continuadores de la obra de Kant.

No se me oculta, sin embargo, que el más grave peligro de la [p. 310] novísima tendencia no es por ahora el de petrificarse en una fórmula árida que mecánicamente sea repetida por los discípulos. Los tiempos no son muy propicios a ninguna clase de magisterio ni de imposición dogmática, y generalmente cuantos hoy filosofan se preocupan más del método que del término, y el qué y el por qué suelen interesarles menos que el cómo. El peligro está precisamente ahí: en que, por recelo contra los abusos del dogmatismo, se huya de toda determinación dogmática, aun en las cosas que más importan a las leyes del pensamiento y a las leyes de la vida. La Metafísica, o es ciencia trascendental, o no es nada: Metafísica experimental es un contrasentido, y quien por el nuevo procedimiento regresivo aspire a construir la ciencia primera, caerá de lleno en aquel sofisma, que lo era a los ojos del mismo Augusto Comte, de explicar lo superior por lo inferior.

Si el procedimiento regresivo no basta, menos bastará una nueva hipótesis idealista, que por mucho que se disfrace con el manto de la ciencia positiva como el monismo evolutivo de las ideas-fuerzas, siempre vendrá a caer dentro de uno de los términos de este inexorable dilema: o es una concepción trascendental, en cuyo caso se reduce a una nueva y vergonzante restauración del proceso hegeliano, o es un puro heraclitismo, una filosofía de lo inmanente, o más bien la afirmación neta y simple del flujo irrestañable de las cosas sin fuente y sin orillas. Sin el yo uno, idéntico, inmortal y libre, sin el Bien infinito y absoluto, no hay Metafísica ni Moral posible. Cambiar el orden del procedimiento y poner como ideal realizable en cada momento e imperfectísimo en todos, lo que, si es algo, ha de ser fundamento y causa de toda realidad actual y posible, es crear con el nombre de ideal una pura quimera que en cada posición y momento de la conciencia se devorará a sí misma. La Ética no puede ser el ideal de hoy o el de mañana, el de este momento o el del otro, negándose y contradiciéndose eternamente como nacida de un monstruoso contubernio entre el determinismo y la actividad mental. El problema ético no tiene más que dos soluciones: o el determinismo, o la libertad. Hay que escoger francamente entre uno y otro, porque no es solución el decir que la idea es ya acción comenzada, y en tal sentido fuerza eficaz y productora aun dentro de las condiciones del determinismo. La idea es una abstracción de la cual el método experimental no sabe nada, y si admitimos [p. 311] la actividad inicial de la idea, que apenas se concibe sino radicando en sujeto consciente y libre, entramos de lleno en el campo de la psicología tradicional.

Y a él habrá que volver, aunque no en un día, ni por el camino real de cualquier dogmatismo, ni con la aparente rigidez lógica que a algunos tanto enamora, sino por largos rodeos y tras de muchas experiencias y desengaños, y seguramente también con algunos positivos hallazgos en la jornada, porque nada ennoblece más el espíritu humano y nada es para él tan positiva riqueza como aquella parte de la verdad, pequeña o grande, que por su propio esfuerzo ha conquistado. Tandem bona causa triumphat, y el espiritualismo ha de triunfar, ciertamente; pero en qué forma, sólo podrán decirlo los venideros.

HE DICHO.

Notes