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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > I.—DE LAS VICISITUDES DE LA FILOSOFÍA PLATÓNICA EN ESPAÑA. DISCURSO LEÍDO EN LA UNIVERSIDAD CENTRAL EN LA SOLEMNE INAUGURACIÓN DEL CURSO ACADÉMICO DE 1889 A 1890

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I

EXCMO. SEÑOR:

¡Cuán alta y generosa idea tuvo el que por primera tez llamó universidad de letras o estudio general a la noble institución en que vivimos! ¡Qué gérmenes de cultura se encierran en esta sola frase, si atentamente la consideramos! No es, no, la ciencia que aquí se profesa, ciencia estéril, solitaria, egoísta, encerrada tras el triple muro de la especialidad, y llena de soberbia en su aislamiento; no es función de casta, que por selección artificial recluta sus miembros; es función humana, generalísima y civilizadora, que a todos llama a su seno, y sobre todos difunde sus beneficios. Aquella cadena de oro que enlaza todas las ciencias; aquella ley de interna generación de las ideas, verdadero ritmo del mundo del espíritu; aquel orbe armónico de todas las disciplinas, que los griegos llamaron enciclopedia, sólo en la institución universitaria está representado, y sólo desde la Universidad penetra y se difunde en la vida. A refrescar en nosotros, cada vez más íntimo, cada vez más claro y comprensivo, el sentimiento y la noción de esta primitiva armonía, viene de año en año esta fiesta, alegrada por los bulliciosos anhelos de la juventud, que, al renovarse incesantemente, parece que trae a este severo recinto oleadas de vida nueva, henchida de esperanzas y de promesas.

Pero es inflexible ley de las cosas humanas, que no haya triunfo sin mezcla de lágrimas, ni alegría sin sombra de pena, y las corporaciones que gozan vida perenne, como la nuestra, están [p. 10] condenadas a ser panteón de sus hijos, a la vez que officina gentium y fábrica viva de nuevas generaciones intelectuales. Ya que por duro aunque imperioso deber reglamentario, llevo hoy la voz de la Facultad de Letras, permitidme evocar en acto tan solemne los nombres de los dos grandes maestros que en este año ha perdido; maestros que por sí solos podían legitimar la reputación de una escuela, y que con ser, a primera vista, tan diversos por el orden de estudios en que ejercitaron su actividad, y por la educación primera que habían recibido, no dejaban de tener en su espíritu algunos puntos de contacto y semejanza, que a su vez trascendieron al espíritu general de nuestra Facultad, imprimiéndola durante largos años un sello especialísimo. Los que tal hicieron viven y enseñan aún desde el sepulcro; antes de entrar en materia, cumplamos, pues, con el piadoso deber de enterrar a nuestros muertos.

El menos anciano de estos ilustres varones fué el primero en abandonarnos. Maestro igual de literatura clásica ¿cuándo volveremos a verle en España? Los antiguos hubieran dicho que las Gracias habían hecho morada en su alma, y que la dulce Persuasión habitaba en sus labios. Espíritu genial, inundado de luz y de regocijo interior, que se transmitía a cada una de sus palabras, había convertido la enseñanza en fiesta perpetua del ingenio y de la fantasía, en evocación perenne de risueñas imágenes, que nos traían nuevas de otro mundo ideal y sereno, donde ni las mismas espinas punzaban, donde los mismos monstruos eran hermosos. ¡Cuánto tendrán que envidiarnos los que no le oyeron, porque sólo una pequeñísima parte de su ingenio ha pasado a sus escritos, y aun éstos soy tan breves, tan escasos y dispersos, que la posteridad será notoriamente injusta si tan sólo por ellos pronuncia su fallo!

La desbordada imaginación de aquel hombre no podía contenerse en el estrecho cauce de la forma escrita; cuando quería hacerlo, tenía que renunciar a la mayor parte de sus ventajas; prohibirse las innumerables y chistosísimas digresiones a que su memoria, enriquecida con tan vasta y amena doctrina, le arrastraba; componer los pliegues de su toga, que habitualmente llevaba con tanto desenfado; quitar a sus palabras el hervor de la improvisación; renunciar a la sorpresa del hallazgo, a la invención [p. 11] artística continua, a la risa franca de donde brotaba la sabia reflexión, porque de todo había en aquella singular comedia, medio socrática, medio aristofánica, de que tantas veces fuimos espectadores, y que por gran desdicha nuestra no volveremos a presenciar en la vida. No era un comentario ni una interpretación de la antigüedad lo que de allí sacábamos: era la fascinación del mundo antiguo, que allí resucitaba a nuestros ojos y que por todas partes nos envolvía. No era aquel hombre un filólogo, en el riguroso sentido de la palabra; respetaba mucho a los que lo son, pero no se atravesaba en su camino; entendía que las palabras son piedras y que las obras literarias son edificios; y más que contemplar la piedra en la cantera, gustaba de verla sometida ya a las suaves líneas de la euritmia arquitectónica. Entendía, y no faltará quien entienda como él, que el mayor fruto que puede sacarse del dominio de una lengua no es el estudio de sus raíces ni de su vocabulario, sino el estudio de sus grandes pensadores y de sus grandes poetas. Más le interesaba en Plauto la fábula cómica, que los arcaísmos; más gustaba en Cicerón de los arranques oratorios, que de las fórmulas jurídicas; más le importaba en Tito Livio el drama de la historia, verdadera o falsa, que el mapa estratégico de las campañas de Aníbal; menos veces hojeaba a los gramáticos que a los poetas, y por una sola elegía de Tibulo o una sola sátira de Horacio, hubiera dado, sin cargo de conciencia, todas las curiosidades archivadas en Festo, Varrón, Nonio Marcelo y Aulo Gelio. No se dice esto en son de elogio suyo, ni tampoco de censura—toda labor formalmente científica merece respeto y aplauso, y más en este sitio, y si el vulgo no la comprende, peor para el vulgo—se dice sólo para mostrar que el doctor Camús (a quien apenas es necesario nombrar, puesto que tan vivo y perenne está en nuestra memoria, y no podéis menos de haberle reconocido aun en los toscos rasgos de mi pluma), era el tipo más perfecto y acabado de lo que en otros siglos se llamaba un humanista, es decir, un hombre que toma las letras clásicas como educación humana, como base y fundamento de cultura, como luz y deleite del espíritu, poniendo el elemento estético muy por encima del elemento histórico y arqueológico, y relegando a la categoría de andamiaje indispensable, aunque enojoso, el material lingüístico. Si la literatura [p. 12] latina se redujese a los fragmentos anteriores a Plauto y a las obras de la latinidad de extrema decadencia pagana o cristiana, es seguro que Camús jamás se hubiese tomado el trabajo de estudiarla y profundizarla, por mucho que el latín arcaico, el latín popular y el latín eclesiástico importen bajo otros respectos, y por mucha luz que nos den sobre la génesis de las lenguas vulgares. Para Camús no había interés donde no hay belleza, y belleza tal como él la concebía, belleza de mármol pentélico, penetrada e inundada por el sol del Ática. Otras formas y maneras de arte llegaba a entenderlas, como hombre cultísimo que era, y de muy varia lectura y de ingenio muy vivo y curioso, pero no llegaba a sentirlas y amarlas como sentía y amaba la cultura de la Roma imperial, como sentía y amaba el helenismo puro, como sentía y amaba la gentil primavera del Renacimiento. En el siglo XV hubiera frecuentado la corte del Magnánimo Alfonso en Nápoles, o en Florencia la de Lorenzo el Magnífico: hubiera afilado el dardo de la sátira como Philelpho y Lorenzo Valla; sus facecias no hubieran tenido menos picante sabor que las de Poggio; en los festines de la villa Careggi hubiera alternado con Poliziano y Marsilio Ficino, reproduciendo en su compañía el simposio que dió a sus amigos Agatón, poeta trágico, y reservándose para sí la parte de Aristófanes. Si algo faltaba a Camús para el aticismo perfecto, culpa fué de los tiempos y no culpa suya. Nacido trescientos años antes, su cultura hubiera sido toda de una pieza, desarrollándose con entera amplitud, libre de las graves preocupaciones del mundo moderno, y hubiera encontrado un medio dispuesto para recibirla con juvenil entusiasmo. Pero tuvo la desgracia de nacer tarde, y de nacer en España cuando los estudios clásicos andaban por el suelo, y tuvo que luchar toda su vida con la falta de preparación de sus oyentes, con el gusto depravado que muchos de ellos traían de los grados inferiores de la enseñanza, y con hábitos tales de repetición insensata y mecánica, que parecen incompatibles con toda enseñanza de carácter estético, y aun con toda racional enseñanza. Lo que trabajó y logró en tales condiciones, es poco menos que maravilloso; pero nadie está obligado a lo imposible. Hacer sentir las bellezas de un texto a quien no sabe ni puede leerlo, es cosa que sobrepuja todas las fuerzas humanas, y este milagro, no obstante, [p. 13] se viene pidiendo a nuestra Facultad desde que existe, sin que por parte alguna veamos esperanza de remedio. ¿Qué hacer en tal caso, sino lo que Camús hacía con harto dolor de su alma? Prescindir de la colaboración directa de alumnos que de ningún modo podían prestársela; convertir la cátedra en conferencia familiar y amenísima, con toques de magnífico humorismo y rasgos de soberana elocuencia; deleitarse él mismo con la pompa de sus recuerdos y la magia de sus evocaciones, y hacer llegar al alma del más torpe y descuidado de sus oyentes, si no el conocimiento positivo, a lo menos el aroma de la flor de la antigüedad, oculta para ellos en huerto cerrado y secretísimo. Si alguno penetraba más adelante, ¡qué regocijo para el anciano maestro! Pero de estos regocijos tuvo pocos en la vida; casi todos los que pasaron por aquella cátedra se limitaron a respirar muy de lejos el perfume del azahar escondido; fué raro el que llegó a poner las manos en las doradas toronjas del jardín de las Hespérides.

He dicho que Camús escribió poco y que sus escritos no dan de él sino una idea muy imperfecta. He indicado también la causa principal que le retrajo de escribir, la cual fué, en mi juicio, su exuberante temperamento oratorio; y aun puede añadirse otra segunda causa, que comprenderá bien todo el que sienta el mismo entrañable amor que Camús sentía por los libros: quiero decir, la mucha parte que en su vida tuvieron las absorbentes preocupaciones del bibliófilo, y aquel singularísimo y perezoso deleite de saborear la producción ajena robando horas a la propia. Camús había leído, y prosiguió leyendo hasta el fin de su vida, cuanto hay que leer de literatura griega y latina, de humanidades y de crítica; y cediendo a un género de pereza honesta y sabia, que entre nuestros hombres de ciencia hace estragos, por lo mismo que en España tiene más disculpa que en otras partes, seguía, día por día, el movimiento de los estudios de su especial predilección, sin dejar olvidado ni un libro, ni un artículo, ni un comentario, ni una tesis: sacaba de todo ello goces inefables, pero se guardaba muy mucho de comunicárselos al público como no fuese por medio de la palabra. Si algo importante escribió en sus últimos años, hubo de quedarse inédito, y ni siquiera a sus íntimos amigos y más familiares discípulos trascendió la noticia. Los trabajos de su primera época no nacieron de propio impulso, [p. 14] sino de estimulo oficial o de transitorias necesidades de la enseñanza.

En 1845, fecha de la memorable transformación de nuestros estudios, faltaban manuales de muchas artes y ciencias, y Camús y otros profesores, entonces novísimos, acudieron a llenar este vacío, ajustándose a los programas que de Francia había importado Gil y Zárate. Entonces publicó Camús, dando muestras de juvenil ardor y de sus variados conocimientos, un Manual de Filosofía racional, calcado en el espiritualismo cousiniano; varios Compendios de historia; un Manual de antigüedades romanas; una nueva edición refundida de la Retórica del ilustre humanista y elegante poeta latino Sánchez Barbero; hizo algunas traducciones apreciadas, como la del Sistema de las facultades del alma, de Laromiguière, y colaboró activamente en varias empresas de carácter enciclopédico, obras todas que fueron útiles en su tiempo, pero que su autor tenía completamente olvidadas. Mucho más importantes y originales, aunque no bastante conocidos, son sus estudios como humanista. Además de la Synopsis de sus lecciones, impresa en 1850, puede y debe citarse la extensa y bien ordenada colección de clásicos latinos y castellanos, en cinco volúmenes, que, por encargo del Gobierno, formó en 1849, asociado con otro eminente profesor de esta Universidad y memorable historiador de nuestras letras en la Edad Media, D. José Amador de los Ríos; obra que, por la riqueza de su contenido, por lo vario y ameno de los textos, por la integridad con que se presentan, por las doctas ilustraciones que los acompañan, por el buen gusto y la amplitud de criterio con que la selección fué hecha, y por el carácter histórico-crítico que sus autores la dieron, traspasa los límites de una vulgar antología y llega a ser una pequeña biblioteca, que ojalá hubiera sido compañera inseparable de cuantos han pisado desde entonces nuestras aulas de letras humanas. Fué aquel un grande esfuerzo, y no sé si bastante agradecido, y de generaciones formadas por aquel método, algo y aun mucho hubiera podido esperarse; pero la rutina venció, como tantas otras veces, al buen celo, y sepultó en olvido, al cabo de pocos años, la colección de Camús y Amador, por el capital e imperdonable defecto de ser demasiado buena, sustituyéndola con dosis cada vez más homeopáticas, útiles tan sólo para mantener la [p. 15] ignorancia y la desidia, hasta que totalmente acabe de borrarse en España todo vestigio de latinidad.

A conjurar tanto mal, cuyo solo temor bastaba para cubrir de tristeza aquella alma, habitualmente tan risueña, procuró atender Camús, no sólo con la colección citada, sino con otra muy original e ingeniosa de Preceptistas latinos (1846), donde presentó, reunidos en un solo cuerpo y muy doctamente ilustrados y concordados, para que juntos formasen una especie de teoría literaria, o compendio razonado y doctrinal de las reglas del arte de la oratoria y de la poesía, los diálogos retóricos de Cicerón, la Epístola de Horacio a los Pisones, las Instituciones oratorias de Quintiliano, el diálogo sobre las causas de la corrupción de la elocuencia, y algunas muestras de las Controversias y Suasorias que coleccionó Séneca el Retórico. La utilidad práctica de este libro es inapreciable, y ojalá su estudio sustituyese al de tantas vaguedades seudo-estéticas, que sin provecho alguno han venido a injertarse en el árbol de la retórica tradicional, formando una enseñanza híbrida y monstruosa, ni verdaderamente práctica, ni verdaderamente filosófica, y en la mayor parte de los casos rematadamente inútil, cuando no perjudicial, útil tan sólo para formar copleros y pedantes. El método que Chaignet recomienda en su excelente y novísimo libro sobre la Retórica y su Historia, publicado en 1888, había sido ya adivinado y puesto en práctica por Camús desde 1846. El libro del ilustre helenista francés no es más que un comentario desarrollado y completo de la Retórica de Aristóteles.

Tenía Camús condiciones nada vulgares de polemista, de las cuales muy rara vez hizo uso, por la natural bondad de su carácter. Los chistes más agudos y mordaces solía guardarlos para la intimidad, y rara vez confiaba a la pluma las expansiones de su vena satírica. Intervino con singular donaire en el célebre pleito del fragmento de Afranio, que allá por los años de 1864 enzarzó a tantos latinistas españoles y franceses, algunos de merecida nombradía. En mi concepto, la interpretación de Camús es más ingeniosa que plausible y tiene mucho de arbitraria; pero la carta llena de erudición y desenfado con que anunció su descubrimiento, es quizá, de todos sus escritos, el único que parece trasunto fiel de sus pláticas familiares, tan caprichosas y errabundas, tan ricas [p. 16] de donaires y filigranas de erudición. Una de sus víctimas predilectas solía ser el abate Gaume, por aquella absurda paradoja de Le Ver Rongeur, o sea, de la influencia de los estudios clásicos en la impiedad y espíritu revolucionario de los tiempos modernos. Camús, que en materias de arte era fervoroso pagano, pero al mismo tiempo amigo de la tradición cristiana y muy respetuoso con ella, sentía que le llegaban a las telas del corazón cuantos intentaban presentar en desacuerdo aquellas dos aspiraciones de su alma. Algo de lo que pensaba sobre esto lo consignó en extensa carta dirigida a un elocuentísimo y muy predilecto discípulo suyo, carta que sirve como de dedicatoria a la traducción que el mismo Camús hizo de la célebre homilía de San Basilio sobre la utilidad que puede sacarse de los autores profanos. A esto y a un dilatado y original estudio sobre Aristófanes, inserto en la Revista de nuestra Universidad, se reduce cuanto de él ha llegado a mis manos: pequeña parte, en verdad, de lo que pudo y debió producir, pero bastante para que su nombre quede archivado en documentos menos frágiles y perecederos que la memoria de sus admiradores y discípulos. Éstos conservarán, no obstante, el privilegio exclusivo de haber recibido directamente lo mejor del espíritu de Camús; ellos solos podrán considerarle como sombra familiar, como genius loci de estas aulas, que parecen llorar su ausencia con más intensidad y amargura que la de ningún otro, porque en Camús no perdimos sólo un maestro sabio y ejemplar, una organización crítica poderosa, sino también el tipo de una cultura que se extingue, el último representante de una casta de hombres que desaparece, y no podemos menos de recordar sus postrimerías con la íntima tristeza de quien contempla descender al ocaso el sol de las humanidades españolas. Filólogos podrán quedar, y de hecho queda alguno, y es de esperar que se multipliquen, pero ¿cuándo volveremos a tener humanistas? Bueno es saber la antigüedad, pero todavía es cosa más rara y más delicada y más exquisita sentirla, y sólo sintiéndola y viviendo dentro de ella se adquiere el derecho de ciudadanía en Roma y en Atenas.

Aún no se había cerrado la tumba del doctor Camús, cuando se abrió, bajo el sol de Andalucía, al cual había ido a pedir calor en sus postreros avanzadísimos años, la tumba del maestro de los orientalistas españoles, el inolvidable Dr. García Blanco, [p. 17] una de las más claras e indisputables glorias de esta Facultad y de esta casa. Mi testimonio no es sospechoso: me separaban de él hondas diferencias de criterio en puntos muy esenciales, pero ¿cómo no respetar y amar a quien solo, o casi solo, mantuvo en España, durante más de medio siglo, la tradición de los estudios hebraicos, y no permitió que se apagase un sólo día la luz que en otras edades encendieron los Quimjis y Montanos? Siendo españolisimo el carácter de Camús, tenía, sin embargo, mucho de humanista cosmopolita; su universal curiosidad, su primera educación francesa, por muy singularmente que en él apareciese transformada, le daban cierto parentesco con los antiguos profesores de la Sorbona y del Colegio de Francia, que él en sus mocedades había oído. Tenía más arranque, más nervio, más amplitud oratoria que Boissonade, pero se le parecía mucho en sus predilecciones, en sus gustos, en sus malicias; si bien era el gusto de Camús más franco, más primitivo, más sano y robusto, menos sutil y refinado, por lo cual sus preferencias le llevaban a las cumbres del arte antiguo, como Homero y Aristófanes, y no a los arroyuelos de la decadencia alejandrina o bizantina; no a las ingeniosas puerilidades de las epístolas galantes de Alciphrón y Aristeneto, o a los madrigales de la Antología, en todo lo cual empleaba deliciosamente Boissonade lo que él llamaba, con su mimosa afición a los diminutivos, ingeniolum meum tenue. Pero, en suma, Camús hubiera podido ser un excelente profesor francés, como fué un singular profesor español. Por el contrario, García Blanco era español de pies a cabeza, y ni sus métodos ni sus opiniones, ni sus hábitos, se comprenden más que en España. Era un fruto propio y espontáneo de nuestra tierra, como lo es en el campo de la filología helénica otro gran varón, gloria de nuestras aulas, que ojalá continúe ennobleciendo por muchos años con su precisa y severa doctrina. Era García Blanco, por lo tocante al hebreo, la antigua escuela española hecha hombre, con plena conciencia de sí misma y de su desarrollo histórico, con desdén visible y poco justificado a cuanto fuera de ella hubiese nacido. Él se remontaba a Orchell, Orchell a Pérez Bayer, Pérez Bayer a Castillo y a Trilles, Trilles a la heroica pléyade del siglo XVI, a los Cantalapiedras, Montanos y Leones, a los Zamoras y Coroneles, por donde la tradición cristiana venía a soldarse con la gran tradición rabínico-española de los siglos medios; y de [p. 18] este modo, sin solución de continuidad, sin que ningún anillo faltase a la cadena, venía a encontrarse García Blanco, y él realmente se consideraba, como heredero directo de aquellos grandes y famosos gramáticos españoles de los siglos X, XI y XII, discípulos casi inmediatos de Saadía y de los Karaitas, cuyos trabajos de crítica lexicográfica no han sido superados, según confesión de Renán, [1] hasta el advenimiento de la novísima filología: de aquel Menahem-ben-Saruk de Tortosa, que formó el primer diccionario de raíces; de aquel Judá-ben-David, que por primera vez dió base científica y sólida al estudio del hebreo, estableciendo la doctrina de las raíces trilíteras y de la vocalización de ciertas consonantes; de Abul Walid Meruan-ben-Ganah, el cordobés, creador del estudio de la sintaxis, y finalmente, de las dos gloriosas dinastías de los Ben-Ezras y de los Quimjis, que tanto influyeron en los primeros pasos de la filología hebraico-cristiana, la cual ya aparece formada y adulta en el Pugio Fidei, del glorioso hebraizante catalán Fr. Ramón Martí.

¡Tradición ciertamente magnífica, y a cuya eficacia se debe el que pocos o muchos, oscuros o claros, trabajando por lo común en la soledad y en el apartamiento, los hebraizantes españoles de estas tres últimas centurias hayan vivido casi exclusivamente del fondo nacional, constituyendo verdadera escuela, con procedimientos de enseñanza gramatical no mendigados del extranjero, sino engendrados y crecidos dentro de casa! Estos procedimientos claros, sencillos, filosóficos, fueron fijados por Orchell y expuestos, desarrollados y defendidos por García Blanco, a quien debe la mayor parte de su póstuma gloria el ilustre arcediano de Tortosa. La enseñanza clara, perspicua y filosófica de Orchell, superior en mucho a las absurdas teorías de gramática general que imperaban en su tiempo; la sencillez y evidencia inmediata de sus doctrinas fonéticas; la elegancia con que simplificó el hasta entonces hórrido capítulo de la mutación de los puntos vocales, verdadera crux ingeniorum en las gramáticas antiguas; la luz que derramó en el estudio de los verbos imperfectos (defectivos o quiescentes), y en otros muchos puntos que aquí no se mencionan [p. 19] para no entrar en menudencias técnicas, son el antecedente indispensable del monumento gramatical que ha hecho imperecedero en nuestras escuelas el nombre del Dr. García Blanco: Análisis filosófico de la escritura y lengua hebrea, publicado en tres volúmenes desde 1846 a 1848, y más conocido entre nuestros alumnos por el título hebreo de diqduq o trituración, que su autor le dió siguiendo a otros gramáticos masoretas. Podrán discutirse los méritos de García Blanco como etimologista y exégeta; podrán ponerse graves reparos, de muy varia índole, a la parte que de la Biblia dejó traducida; pero los menos favorables al intérprete de los Salmos y de las Lamentaciones, y al modo y sistema general de aquellas versiones, que pretenden ser supersticiosamente literales, y a veces son literales de la letra más que del espíritu; los mismos que censuren la novedad excéntrica y a ratos temeraria, y la afectada dureza del estilo, que tiene en ocasiones singular energía y extraño y poético sabor, tendrán que reconocer y ponderar justamente los méritos del profesor y del gramático. Parece imposible exponer la teoría de cualquier lengua viva o muerta, con la facilidad luminosa, con el análisis severo, con la amenidad y el artificio que García Blanco ostentaba al declarar los arcanos de la lengua de los Profetas, ya en el libro, ya en la cátedra. El estudio más árido y repugnante quizá de todos los estudios humanos, el estudio de las palabras, que a la larga llega a ser insoportable a todo el que siente la noble ambición de las cosas, perdía toda su aridez al pasar por los labios o por la pluma de García Blanco. Y no consistía en otra cosa el secreto de esto, sino en que García Blanco, que además de hebraizante era hombre de ardientes afectos y de pródiga fantasía, amaba el hebreo sobre toda otra cosa en la tierra, le amaba con pasión, con fanatismo, hasta el punto de sentir verdadera impaciencia cuando las obligaciones de su estado traían delante de sus ojos los versículos de la Escritura en lengua diversa de la original; y esta pasión y este fanatismo suyo, inflamando su mente y coloreando su lenguaje, le hacían irresistible y elocuente hablando de hebreo, y le hacían, además, discurrir mil ingeniosos medios para empeñar la atención del más distraído, para hacer insensible el estudio de las reglas, para procurar al alumno su posesión antes que él mismo cayese en la cuenta, para ponerle desde los primeros días en intimidad con el libro sagrado, para allanar [p. 20] todas las cuestas, o a lo menos para ocultar de tal modo la pendiente, que cuando empezásemos a sentir la fatiga, nos encontrásemos ya en la cumbre, austera y varonilmente recreados durante todo el camino por el arte prodigioso de aquel hombre: arte profundamente didáctico, que no parecía, ni una vez sola, arte independiente y divorciado de la enseñanza, arte literario puro, como en Camús acontecía; sino que formaba un cuerpo mismo con la doctrina, en términos tales, que hasta las raras anécdotas y los excéntricos rasgos de traducción adquirían desusado valor como medio mnemotécnico. Era tan único en su género de explicación, como Camús en el suyo; uno y otro daban larga rienda al elemento cómico, pero el chiste de Camús jugueteaba entre rosas y parecía volar inter pocula; el de García Blanco solía ser más incisivo y profundo, más acre y despiadado, más amargo en el fondo y de más vigorosa intención. La serenidad dominaba en el ánimo de Camús, al paso que por la mente de García Blanco cruzaban a menudo amagos de tempestad. Había en su espiritu cierta contradicción y lucha que tenía algo de trágica; y contribuían a darle misterioso prestigio a nuestros ojos juveniles, aquella debilidad que tuvo siempre por el simbolismo gramatical, aquella tendencia a ver en las letras arcanos y sentidos quiméricos, aquella especie de cábala etimológica en que tanto pecaban los hebraizantes antiguos, pero que contribuía—no hay que dudarlo—a envolver en una atmósfera poética su enseñanza. El viento de la lingüística moderna ha ido talando todas esas selvas que la fantasía juvenil de los antiguos filólogos poblaba de extraños monstruos y de raíces de portentosa virtud; pero a quien no mire las cosas con los ojos severos de la ciencia positiva, no ha de serle difícil encontrar disculpa para los gramáticos que, como García Blanco, quemaron demasiado incienso en aras de la imaginación, reina y señora de su casa. Si para García Blanco las letras hebreas, aun materialmente consideradas, no hubiesen sido un mundo jeroglífico que contenía en cifra la última razón de lo humano y lo divino; si, abandonando la anticuada e insostenible teoría del hebraísmo primitivo, hubiese penetrado más en el estudio comparado de las restantes lenguas semíticas, hubiéramos tenido un filólogo muy superior, y España, sin perder nada de las riquezas de su tradición, hubiese entrado de lleno en la corriente moderna; pero García Blanco, perdiendo en originalidad, quizá no hubiese [p. 21] sido aquel profesor de hebreo, y sólo de hebreo, aquel masoreta redivivo, aquella especie de mago de la gramática, que con la varita de su diqduq nos abría las peñas de Sión y los vergeles del Carmelo. Nuestra Universidad conservará con respeto la memoria del tal hombre, y para darla todavía un fundamento más sólido e inquebrantable, me atrevo a proponer que, honrándose a sí misma, interponga su poderosa mediación para que salga pronto de la oscuridad el primer Diccionario Hebreo-Español, que García Blanco dejó terminado después de largos años de labor, por encargo y comisión expresa del Gobierno.


II

Pagado, aunque imperfectamente, el tributo de obsequio y de memoria que mi Facultad debía a las dos lumbreras que en el curso anterior ha perdido, tengo que solicitar de nuevo vuestra indulgencia para entrar, aunque sea por transición brusca y ahorrando preámbulos, en el verdadero tema de mi disertación, encaminada a seguir en su desarrollo una de las corrientes más caudalosas de nuestra ciencia patria, inseparable de la historia de nuestro arte literario, que es objeto capital, por no decir único, de mis tareas. Me refiero a las diversas manifestaciones que entre nosotros ha alcanzado la filosofía platónica. No temáis que en materia tan vasta y rica ceda a la tentación del alarde erudito, amontonando sin tasa nombres y fechas. Atento a las ideas más que a los nombres, algunos pensadores escogidos me bastarán para determinar el modo y grado de esta influencia en cada uno de los períodos de nuestra historia filosófica. Los límites de un discurso son siempre harto breves para que en él puedan campear los innumerables detalles que son la mayor curiosidad y encanto de las monografías. Bastante habré conseguido si alcanzo a mostraros en un caso concreto la persistencia y continuidad de la tradición en el pensamiento ibérico, la posibilidad, por tanto tiempo disputada, de marcar sus principales direcciones y trazar su historta a través de muchos siglos.

De los dos gigantes de la filosofía griega y aun de toda filosofía, Aristóteles ha influido en la educación del género humano [p. 22] mucho más directamente que Platón. La manera libre, vaga y poética de la Academia, ha tenido siempre menos adeptos que la rígida disciplina y el severo dogmatismo del Liceo. La influencia de Platón en el mundo moderno es, por decirlo así, influencia expansiva y difusa; la influencia de Aristóteles es influencia concentrada, formal, despótica. La una, más que doctrinas cerradas, ha inspirado vagos anhelos y generosas idealidades; la otra ha cristalizado el pensamiento en fórmulas y categorías. El platonismo ha servido como estímulo de invención y despertador de propio pensar; el peripatetismo, como organización sistemática y método de enseñanza. Enlazados estrechamente en su origen, hasta el punto de ser a los ojos de quien no se deje deslumbrar por diferencias más accidentales que íntimas, una sola filosofía y no dos, han llegado a separarse totalmente en su evolución histórica, hasta el punto de aparecer como encarnizados enemigos y odiosos rivales. La bandera del maestro ha protegido a todos los disidentes de la escuela del discípulo, y raras circunstancias han hecho que en los períodos críticos la bandera de Platón haya aparecido siempre como bandera de libertad; la de Aristóteles, como bandera de orden, cuando no de servidumbre. Todos los insurrectos de la escolástica árabe, judía o cristiana, son en mayor o menor grado platónicos. Ha habido en todo esto singulares contrasentidos, derivados casi siempre de un falso, superficial y no directo conocimiento de los.dos grandes filósofos griegos, cuyos nombres se invocan sin cesar como gritos de combate; pero para la historia de la filosofía, tanto importa el Aristóteles falsificado como el genuino; tanto el Platón fantaseado por los alejandrinos y los teósofos, como el mismísimo discípulo de Sócrates en sus propios originales. Entrambos pensadores han pasado por una serie de encarnaciones y metamorfosis no menores que las de los dioses del politeísmo antiguo; la virtud genial del pensamiento humano es tan invencible, que aun imponiéndose un yugo y acatando una autoridad, halla siempre algún resquicio por donde reconquistar su libertad nativa, y a la sombra de un comentario o de una interpretación, a veces desvariada y mil leguas distante del texto que se interpreta, acierta a producir sistemas originalísimos. Si desde el principio de la Edad Moderna Aristóteles y Platón hubiesen sido perfectamente entendidos y críticamente [p. 23] explicados, como han llegado a serlo en nuestros días, el desarrollo histórico de la filosofía se hubiese verificado ciertamente por diverso camino y dentro de otros moldes, pero quizá el resultado especulativo hubiese diferido muy poco del que hoy alcanzamos. Pero sin perdernos en vagas conjeturas sobre lo que pudo ser, y ateniéndonos a lo que realmente fué, es cosa de toda evidencia que la filosofía anterior a Kant se desenvolvió orgánicamente bajo la forma de la enciclopedia aristotélica, así en la división de los tratados y de las cuestiones, como en el modo de plantear los problemas y de traerlos a resolución; siendo el mismo cartesianismo más bien un llamamiento a la independencia de la razón, que una verdadera filosofía, y siendo el empirismo sensualista una remozada interpretación de ciertos conceptos que estaban en germen más o menos latente, en la psicología experimental de Aristóteles, por más que desde Bacon en adelante fuese hábito en los innovadores superficiales renegar de su verdadero si bien no confesado maestro Aristóteles, no sólo por la fuerza del pensamiento especulativo, sino por haber sistematizado todas las nociones científicas que en su tiempo existían, herencia que el género humano acrecentó poco durante largos siglos, por haber llegado a una concepción total del mundo y de la vida, por haber satisfecho con unidad y grandeza la aspiración incontestable de ley, método y disciplina, que en todo ser racional existe, merecía y no podía menos de obtener la cátedra de ciencia universal en que la Edad Media le puso. Pero por grandes que el prestigio y la autoridad de Aristóteles fuesen, nunca, ni en la Edad Media, ni mucho menos en el Renacimiento, dejaron de levantarse contra su dominación voces hostiles, unas solicitando la renovación total o parcial de los métodos; otras limitándose a hacer la crítica de lo existente y reservando la tarea de edificar para después de haber demolido; otras aspirando a cierta manera de eclecticismo o de concordia; algunas, en fin, procurando restaurar lo que alcanzaban de la filosofía griega anterior al Estagirita, y naturalmente con más predilección, las doctrinas. nunca del todo olvidadas, del idealismo platónico. Nadie ignora por qué camino habían llegado éstas al mundo moderno. Sin la escuela de Alejandría sería imposible explicarlo. Por medio de Philón y de los judíos helenizantes, penetraron en la ciencia talmúdica y en la Cábala; por medio de Orígenes y del seudo-Areopagita penetraron [p. 24] en la ciencia cristiana, y con Escoto Erígena descendieron por el río de la Escolástica; finalmente, por medio de los libros de Proclo, del falso Empédocles y de otros teósofos del último tiempo, alcanzó la influencia a los nestorianos de Persia y de Siria, que iniciaron a los árabes en la filosofía. Así, en tres divergentes rayos, irradió el sol de la ciencia antigua desde un solo foco, que en rigor no era platónico ni aristotélico, sino sincrético, predominando Aristóteles en la lógica y en la física, y Platón en la metafísica y en la teología.

La falsa idea de oponer radicalmente Aristóteles a Platón es idea de la Edad Media, que se ha ido robusteciendo con el transcurso de los tiempos. Pero ni existió en la escuela alejandrina, por más que en su edad de oro, es decir, en los tiempos de Plotino, predominase Platón sobre Aristóteles, y en los tiempos de su extrema decadencia predominase Aristóteles sobre Platón, merced a los esfuerzos y comentarios de Temistio, Simplicio y Juan Philopono; ni había existido tampoco en las escuelas greco-roma nas, como nos lo prueban, sin dejar resquicio a duda, las obras de nuestro Séneca, tan célebre como moralista, tan poco estudiado como metafísico, y tan digno de serlo, aunque perdidos la mayor parte de los filósofos en que debió de leer, nos sea imposible determinar con certeza el grado de originalidad de su doctrina, que ha de tener, como toda filosofía romana, mucho de compilación y de trabajo erudito. En Metafísica, Seneca no es estoico, sino ecléctico, con marcadas tendencias al armonismo, y es ciertamente cosa muy para considerada y que no debe atribuirse a mera coincidencia, el encontrar bosquejada ya en el más antiguo de nuestros pensadores, en un filósofo gentil del siglo I de nuestra era, uno de los que han sido impulsos y aspiraciones primordiales del pensamiento español, siempre que libremente ha podido dar muestra de sí. Séneca acepta a un tiempo la teoría platónica de las ideas y la teoría aristotélica de la forma (eidos): en su sistema no puede haber contradicción ni discordancia entre ellas. «¿Qué diferencia encontráis—dice— entre idea y eidos? Idea es forma ejemplar: eidos es forma tomada del exemplar e impuesta a la obra. Son, pues, la misma cosa idea y forma, pero la llamamos forma cuando está en las cosas creadas; idea, cuando está fuera de las cosas y no, tanto fuera de las cosas como antes [p. 25] de las cosas mismas.» [1] Estas ideas, que otras veces llama números en sentido pitagórico, las coloca Séneca en la mente de Dios, adelantándose al que fué luego sentir unánime de los platónicos cristianos, por más que haya en Platón indicaciones muy vagas acerca de este punto. Verdad es que para Séneca, como para los estoicos, Dios no era otra cosa que la mente o el principio activo del universo.

Séneca pudo leer, y leyó sin duda, total y directamente, los diálogos platónicos. Pero a medida que avanza la decadencia de las escuelas latinas, el estoicismo y el epicureísmo, cada vez más empobrecidos de sustancia metafísica, suplantan y oscurecen al autor del Timeo y al de la Metafísica, dejando reducidos sus nombres a vaga reminiscencia literaria. ¡Y esto cabalmente cuando en Alejandría alcanzaba la especulación metafísica el punto más alto de sus temeridades, aspirando a concertar en vasta síntesis las teogonías de Oriente con los sistemas de Grecia! Ninguna parte de la filosofía debe positivo adelanto a los romanos. Ni la crean originalmente, ni reciben, sino muy tarde, la de los griegos, y ésta sólo en sus derivaciones y consecuencias éticas, prefiriendo siempre Zenón o Crisipo a Platón, y Epicuro a Aristóteles. Nunca hubo para los latinos de raza otro arte ni otra ciencia que el arte y la ciencia de la vida política, de la ley y del imperio. Pueblo de soldados, de agricultores, de usureros y de legistas, todo lo demás en Roma es importación, elegantísima a veces, pero importación al cabo. Por eso la cultura romana influye más que en Roma misma, en los pueblos que nacieron de sus ruinas, romanizados por las artes de su política. La verdadera y legítima poesía de Roma, como su verdadera filosofía, está en la acción, en la vida, en la historia, y en el simbolismo y en las fórmulas de su derecho. Roma no ha escrito más poema que el poema jurídico, ni ha inventado más filosofía que la razón escrita de sus leyes. [p. 26] Cicerón y Lucrecio son expositores admirables de los griegos, pero el uno no pone de su parte más que la elocuencia, y el otro nada más que la pasión trágica y la sublimidad poética. Si en Séneca parece advertirse mayor originalidad, es porque Séneca es un filósofo provincial, y porque en su tiempo la civilización romana, a fuerza de hacerse universal y de cobijar bajo sus inmensas alas a todos los pueblos, había acabado por perder el áspero sabor del viejo terruño latino. [1]

[p. 27] Sólo el cristianismo vino a despertar la vitalidad filosófica en Occidente. Y aunque sea manifiesto que los Padres griegos superan bajo este aspecto a los latinos, y que fué en ellos mucho mayor la compenetración del organismo teológico con el filosófico, y mayor la importancia que concedieron a la filosofía como preparación o propedéutica para el dogma, también lo es que el mundo latino no había producido hasta entonces filósofo alguno igual a San Agustín, cuyos libros, providencialmente colocados al fin de la Edad Antigua, constituyeron la principal biblioteca de los teólogos de la Edad Media. Y precisamente por esos libros comenzó a insinuarse en la ciencia patrística occidental, aunque con cierta timidez y muchas reservas, el esencialísimo elemento platónico que luego había de incorporarse en la Escolástica; la teoría de las ideas arquetipas contenidas en la divina inteligencia, razones eternas, inmutables, no sujetas ni a la generación ni a la muerte.

San Agustín, reproduciendo, aunque no sistemáticamente, el sentir de los platónicos, o—como antes se decía—de los académicos , por encontrarlos menos apartados de la verdad que otros filósofos antiguos, fué sin duda el camino principal, aunque no el más directo, por el cual cierto platonismo nunca se extinguió del todo, aun en los siglos más oscuros de la Edad Media. Además de las obras del Doctor de la Gracia, leyeron los escolásticos, si bien no con grande estimación, ciertos compendios y abreviaciones, harto áridas y descarnadas, que de la doctrina de Platón había hecho otro escritor africano de índole muy diversa, el liviano retórico y novelista Lucio Apuleyo. El cual, en sus tres libros [p. 28] De dogmate Platonis, exponía muy en extracto, y a la verdad muy superficialmente, la filosofía natural y moral del gran maestro ateniense, juntamente con la lógica aristotélica; y en el De Deo Socratis, mezcla extraña de filosofía y de superstición, desarrollaba las ideas demonológicas y teúrgicas de los más exaltados neoplatónicos alejandrinos.

Pero Platón, el verdadero Platón, ¿dónde estaba? Cosa averiguada es que, por lo menos hasta el siglo XIII, un sólo diálogo suyo fué conocido de los doctores escolásticos y él sólo mantuvo entre ellos la tradición de la Academia antigua; diálogo, en verdad de los más importantes, aunque no bastara ni con mucho para dar entero y cabal conocimiento de la filosofía platónica, lo uno por ser de materia puramente cosmológica, lo otro por estar lleno de reminiscencias pitagóricas, y por preponderar en él el instinto adivinatorio del poeta sobre la severa disciplina del filósofo. Este diálogo era el Timeo, traducido y comentado en época ignorada, verosímilmente en el siglo IV, por Calcidio, a ruegos de un cierto Hosio, de quien no podemos afirmar con certeza que fuese nuestro grande obispo de Córdoba, luz de los concilios de Nicea y de Sardis, aunque esta sea la opinión más generalmente admitida, y a ella nos inclinemos. Si la identidad de ambos personajes llegase a ser bien averiguada, habría que contar a Osio entre los más antiguos platónicos cristianos, no sólo porque estimuló esta versión y comentario (cuyo autor, por cierto, no da en ella indicios claros de profesar el cristianismo, antes bien incurre en graves errores, tales como la eternidad del mundo, la naturaleza divina del sol y de las estrellas, etc.), sino porque él mismo tuvo intención de traducir el Timeo, según expresamente dice Calcidio en la dedicatoria. [1] El trabajo de Calcidio tiene inmensa importancia histórica: en él encontró sus armas el realismo más exagerado e intransigente de la Edad Media; [p. 29] en él aprendió la doctrina de las ideas separadas no solamente de las cosas, sino de la misma esencia divina. Así como el platonismo ortodoxo y cristianizado arranca de San Agustín, el cristianismo heterodoxo, el idealismo absoluto se remonta más allá de Escoto Erígena, y tiene sus raíces en el comento de Calcidio.

Es más que dudoso que ningún otro tratado platónico formase parte de la Biblioteca escolástica antes del siglo XIII. Los Benedictinos de San Mauro, autores de la grandiosa Histoire Littéraire de la France, han relegado al país de las fábulas la noticia de un comentario de Mannon, maestro de la Escuela Palatina de Carlos el Calvo, sobre las Leyes y la República. ¿Cómo era posible que el neoplatónico Escoto Erígena, compañero y amigo de Mannon, dejase de hacer en sus obras alguna referencia a textos de tan capital importancia? Ni una sola vez cita Escoto más obra platónica que el Timeo. Hasta el siglo XIII no se encuentra una versión del Phedon: hasta el mismo siglo, y esto por conducto de la ciencia arábigo-española, no llegan a las escuelas cristianas los diálogos de la República.

Lo que no se veía en los textos mismos, tampoco podía aprenderse en las compilaciones de Casiodoro, de Beda, de San Isidoro, de Alcuino. Es insignificante la dosis platónica en todas ellas. Las traducciones de Boecio, si es que realmente las hizo, como parece inferirse de una anfibológica frase del rey Teodorico, tuvieron menos suerte que sus versiones y comentarios aristotélicos, y debieron de perderse muy pronto. Más nos interesa lo que puede haber de platonismo en los libros enciclopédicos del gran Doctor de las Españas. Hasta ocho veces, salvo error, aparecen mencionados en sus escritos Platón y los platónicos. La mayor parte de estas citas pertenecen a su obra magna de las Etimologías, gran depósito de las reliquias del mundo clásico. Ninguna de estas referencias arguye conocimiento directo de Platón, pero algunas son importantes. El metropolitano de Sevilla invoca su autoridad, juntamente con la de Aristóteles, al tratar de la distinción entre los conceptos de ciencia y arte. [1] El fondo de la distinción hecha por San Isidoro es platónico, pero la distinción misma no está [p. 30] formulada en Platón, sino en uno de los libros de Philón el judío, que parecen no haber sido desconocidos de nuestro obispo. San Isidoro da por carácter de la ciencia lo universal y necesario (quae aliter evenire non possunt), y por materia del arte lo contingente y relativo (quae aliter se habere possunt), lo verosímil, lo meramente opinable. Define, aunque oscuramente, la dialéctica de Platón, se manifiesta algo enterado de sus nociones geométricas, y confusamente de su teoría de la reminiscencia, pero nunca se arroja a exponer parte alguna de su filosofía con la claridad y el método con que expuso, aunque en forma sucinta, los principales tratados del Organon, conocidos ya en las escuelas latinas por la traducción de Boecio.

Tan pobre y desmedrada vivió en Occidente la filosofía platónica hasta el grande y trascendental hecho de la introducción de los libros areopagíticos en el siglo IX, y de su traducción por Juan Escoto Erígena, maestro palatino de Carlos el Calvo. Eran los libros del llamado Areopagita la expresión más brillante y completa del neoplatonismo cristiano de la escuela de Alejandría; eran conceptos de Plotino, de Porfirio y aun de Jámblico, bautizados, por decirlo así, en las aguas de la teología cristiana, que les había quitado, en lo posible, la levadura panteística. Nadie, a no ser algún eclesiástico francés, empañado en sostener a todo trance la autoridad y el crédito de las tradiciones dionisianas de su iglesia, puede seguir atribuyendo tales obras al juez ateniense contemporáneo de los Apóstoles; pero no habrá quien con atención recorra estos libros, ya tan poco leídos, sin admirar, con su comentador el mártir arzobispo de París, Darboy, la sublimidad de la enseñanza que contienen, lo elevado, fervoroso y puro de su teología, la profundidad y audacia de su filosofía, y aun el andar majestuoso de su dicción y el resplandor platónico de su estilo. Ave del cielo le llamó San Juan Crisóstomo, asombrado de lo muy hondamente que desentrañaba el sentido de las Escrituras, y de la alteza y exactitud con que discurría sobre Dios y su naturaleza y sobre los atributos divinos. Apócrifos y todo, esos libros parecen remontarse a no menor antigüedad que el siglo V, y por el método y las divisiones, y por la fecundidad de sus ideas, fueron una de las principales bases de la Escolástica. Merced a ellos se acrecentó el caudal platónico derivado de San [p. 31] Agustín, y a ellos se debió principalmente la conservación de las antiguas doctrinas acerca del amor y la hermosura, contenidas en el Fedro, en el Simposio y en las Enéadas. Nunca son más platónicos y más alejandrinos los doctores de la Edad Media, que cuando comentan al falso Dionisio. Allí bebieron su inspiración, torciéndola unas veces y acrecentándola otras con los raudales de la ciencia cristiana, Escoto Erígena, Gilberto de la Porrée, Juan de Salisbury, Alberto Magno, Santo Tomás, Dionisio Cartujano, de todos los cuales hay explanaciones o glosas sobre los escritos de este anónimo griego, apellidado por algunos el más metafísico de los Padres. Esos libros son el De Coelesti Hierarchia, el De Ecclesiastica Hierarchia, el De Divinis nominibus, el De Mystica Theologia y algunas epístolas.

Esos libros, recibidos en don pontificio por Carlos el Calvo, fueron traducidos y dados a conocer en Europa por el audacísimo realista irlandés Juan Escoto Erígena, verdadero precursor del panteísmo y del racionalismo moderno. Porque Escoto no podía contentarse con el papel de intérprete, y su grande, aunque extraviada genialidad metafísica, le movió a hacer retrogradar las ideas hasta el mismo punto en que las había recogido el autor de los libros areopagíticos, es decir, hasta el monismo idealista de Alejandría, sobre el cual levantó el edificio de su original Teodicea, fundada en la unidad de naturaleza, que se determina en cuatro formas, diferencias o especies: una, increada y creadora; otra, creada y creadora; la tercera, creada y que no crea; la cuarta, ni creadora ni creada. El fondo de la doctrina de Escoto Erígena parece haber preocupado a sus contemporáneos mucho menos que las consecuencias teológicas que de ella dedujo, especialmente en las materias de predestinación y de libre albedrío, y en lo tocante a la eternidad de las penas. Sin embargo, el más notable de los impugnadores de Escoto, nuestro español Prudencio Galindo, venerado como santo en la diócesis de Troyes, de donde fué obispo, no deja de notar en su refutación del libro De Praedestinatione el enlace de la metafísica de Escoto Erígena con su teología, y defiende el principio de la multiplicidad y de la variedad de los efectos naturales contra la absorción unitaria predicada por su adversario.

El neoplatonismo crudo no tiene en la Escolástica más representante que Juan Escoto, cuyo nombre y opiniones cayeron [p. 32] muy luego en olvido; pero las manifestaciones del realismo son numerosas, y en todas, cuál más, cuál menos, se discierne algún elemento platónico: clara y descubiertamente en la glosa de Remigio de Auxerre (siglo IX), sobre el libro de Marciano Capella; [1] con tendencias eclécticas en Gerberto, [2] discípulo de nuestras escuelas de Cataluña, y que parecía haber heredado algo de la aspiración armónica del pensamiento español, puesto que en pleno siglo X trata nada menos que de poner de acuerdo el libro de las Categorías con el Timeo, coronando la dialectica peripatética con la tesis de los universales ante rem, formas de las formas. Seguir las vicisitudes del realismo en San Anselmo, y en Bernardo de Chartres (perfectissimus inter platonicos), en Guillermo de Champeaux, en Adelardo de Bath y en la escuela mística de San Víctor, más ontologista y neoplatónica que otra ninguna, como inspirada directamente en los libros del Areopagita, nos haría penetrar más de lo justo en la historia general de la Filosofía, sin gran ventaja para nuestro propósito, puesto que, apartada España de las corrientes escolásticas del centro de Europa por causas históricas bien sabidas, no daba entonces muestras de su vitalidad filosófica en las escuelas cristianas, sino en las escuelas árabes y judías. Durante los siglos XI y XII, esa y no otra es la verdadera filosofía española, y a ella debemos dirigirnos en busca de reminiscencias platónicas, y ciertamente más copiosas que las que puede ofrecernos la Escolástica.

Ante todo, hay que advertir que, si bien la filosofía de Platón no alcanzó nunca entre los árabes la boga y el prestigio que tuvo la enciclopedia aristotélica, no por eso dejaron de conocer en su [p. 33] lengua algunos de los principales diálogos, y lograron noticia bastante exacta de los restantes. [1] Las obras predilectas de los traductores, entre los cuales figura en primera línea el célebre Honein ben Isaac, fueron la República, las Leyes y el Timeo: con menos seguridad se mencionan versiones del Critón y del Sofista, sin contar varios escritos apócrifos de Medicina, Aritmética y Geometría, salidos, a no dudarlo, de las infatigables oficinas de Alejandría. Consta también que Plotino fué traducido al siríaco, y que algunos tratados de los más fundamentales de Porfirio y de Jámblico habían pasado a la misma lengua y también al árabe. Pero mucho más leídas parecen haber sido la Institución teológica, de Proclo; la llamada Teología de Aristóteles, no conforme en nada con las enseñanzas del filósofo cuyo nombre lleva, pero sí con las del grupo neoplatónico; los tratados herméticos [2] y otro libro apócrifo atribuído a Empédocles.

Como ha observarlo muy bien Munk y ha repetido Dugart, [3] el nombre de filosofía árabe es enteramente inexacto: más propio sería decir filosofía musulmana, puesto que la mayor parte de estos pensadores son de origen persa o español. Por otra parte, ni esa filosofía era más que una derivación, a veces muy original en los detalles, de las últimas evoluciones del pensamiento griego, ni llegó a echar nunca raíces en el suelo calcinado del islamismo; teniendo que sucumbir muy pronto bajo el anatema de los teólogos, ayudados en España por el hierro y el fuego de los Almoravides y de los Almohades, que prohibieron por edictos el estudio de la filosofía, y arrojaron a las llamas cuantos libros de ciencia tan perniciosa pudieron haber a las manos.

[p. 34] Esta filosofía, pues, cuyas glorias mayores se compendian, por lo que hace a Oriente, en los nombres de Alkindi, Alfarabi, Algazali y el gran Avicena, y por lo tocante a España, en otros tres no menos memorables, Avempace, Tofail y Averroes, es, como la Escolástica, un organismo peripatético, penetrado y saturado de ideas neoplatónicas, sin el contrapeso que el teísmo cristiano acertó a poner siempre a los descarríos de los más temerarios pensadores occidentales. Lo más original de esta filosofía es, sin duda, la aspiración—mística por su término, pero racionalista por el procedimiento que para llegar a él se emplea—a la unión o conjunción del alma con el entendimiento agente, pasando por los grados intermedios del entendimiento en efecto y del entendimiento adquirido. En esta conjunción residen la inmortalidad, la perfecta sabiduría y la beatitud; siendo el entendimiento agente y separado a modo de una luz que difunde sus rayos por todo lo inteligible, suscitando en todo objeto los colores de la intelección.

La terminología es aristotélica, pero el fondo de la doctrina es totalmente alejandrino, y sólo en algunos peripatéticos del último tiempo, discípulos de aquella escuela y más influidos por las enseñanzas de Proclo y de Damascio que por las del hijo de Nicómaco, sólo en Temistio y en Philopono pueden encontrarse gérmenes de esta doctrina, cuyo desarrollo se debe indiscutiblemente a los árabes y es la mayor novedad que trajo a las escuelas el averroísmo. Pero aunque Averroes, por ser el último en fecha entre los grandes filósofos de lengua arábiga, le haya dado su nombre, no fué en esta parte sino heredero y continuador de una tradición que se remonta a Alfarabi y que había sido expuesta metódicamente por Avicena, el Aristóteles del islamismo, el organizador de la enciclopedia filosófica entre los musulmanes. Desgraciadamente nos faltan aquellos libros suyos que más luz podían darnos sobre sus relaciones con el misticismo alejandrino. Con los nombres de Filosofía Oriental y de Filosofía Celeste, parece haber existido entre los árabes una especie de doctrina esotérica u oculta, cuyos monumentos son raros, aunque todavía nos queda uno singularísimo por su forma, y debido a autor español, la novela de Abubeker ben Tofail, llamada en la traducción latina de Pococke Philosophus autodidactus. Pero ya mucho antes de escribirse esta novela, que pertenece a la mitad del siglo XII, había [p. 35] llegado a España esa filosofía secretísima, profesada en misteriosos conciliábulos de Persia, verdaderas sectas de iluminados, a las cuales parece haber pertenecido el cordobés Aben Masarra, que en el siglo X trajo a España los libros del Falso Empédocles, donde, con vagas reminiscencias de la verdadera doctrina de este filósofo acerca del amor y el odio, se exponía sin ambajes el sistema de la forma universal que se desarrolla en larga cadena de emanaciones. Tal doctrina encontró muy pronto (siglo XI) aventajadísimo intérprete en uno de los más eminentes filósofos e inspirados poetas que la raza hebrea ha producido, en Salomón ben Gabirol (de Málaga o de Zaragoza), autor del célebre libro de la Fuente de la Vida, y de algunas poesías líricas, ya himnos, ya elegías, que le colocan, lo mismo que a su compatriota el toledano Judá Leví, en puesto superior a todos los líricos que florecieron desde Prudencio hasta Dante. Su gloria de poeta, aunque limitada al recinto de la Sinagoga, no se ha oscurecido jamás, puesto que hoy mismo sus cantos, henchidos de grandeza, y especialmente su soberano poema La Corona Real (Keter Malkut), se repiten en el día de Kipur y figuran en todos los libros de rezo judaico; [1] pero es descubrimiento de nuestros días, debido al benemérito orientalista Munk, [2] el de la identidad del poeta religioso tan venerado de los suyos, con el filósofo panteísta, apellidado por algunos el Espinosa de los tiempos medios, autor del Makor Hayim, y conocido en las escuelas cristianas por el extraño nombre de Avicebrón, con el cual le citan bastante a menudo Alberto el Magno y Santo Tomás de Aquino. Por la lengua usada en sus obras filosóficas, Avicebrón pertenece a la historia de la filosofía árabe, y también por el fondo de su cultura; pero no hay pensador musulmán que ni remotamente pueda compararse con este filósofo judío, ni en la fuerza de la especulación, ni en el arranque metafísico. No nos detendremos en la poética exposición de la cosmología peripatético-alejandrina que se contiene en el Keter Malkut: para nuestro objeto, mucha más importancia tiene la Fuente de la Vida. En toda la filosofía de [p. 36] la Edad Media no hay monumento neoplatónico de tan singular importancia. Porque neoplatónico es el fondo del pensamiento de Avicebrón, en términos tales, que la doctrina del filósofo hebraico-hispano se confundiría totalmente con la de Plotino y la de Proclo, si el autor, atento a salvar de algún modo el dogma de la creación, no sustituyese la unidad de los alejandrinos con la tesis de la voluntad divina, de la cual, por libre decreto, emanaron la forma universal y la materia universal. Los términos materia y forma son esencialmente aristotélicos, pero Aben Gabirol los toma como hipostases alejandrinas, y emplea el mismo procedimiento que usaban los filósofos de aquella escuela para descender de lo uno y simple a lo múltiple y compuesto, mediante una serie y cadena de emanaciones, entre las cuales figuran, lo mismo que en el sistema de Gabirol, el entendimiento universal y el alma universal. Es más que dudoso, es inverosímil, que, a pesar de tantas coincidencias (a las cuales todavía puede añadirse la idea del mundo inteligible, que es como arquetipo y paradigma del mundo inferior y sensible), Aben Gabirol conociera directamente las obras de Plotino ni las de Proclo; pero de sus ideas no se le escapó ninguna esencial, merced a los libros apócrifos atribuídos a Empédocles, a Pitágoras, a Platón y a Aristóteles. Sin el auxilio de estas compilaciones místicas, de estos libros de sociedad secreta a que antes aludíamos, [1]   ¿cómo explicar ciertos lugares de nuestro filósofo judío, que coinciden manifiestamente con otros de las Enéadas? ¿Quién no cree oir la voz de Plotino en este elocuentísimo pasaje de la Fuente de la Vida? «Si quieres imaginar las sustancias simples y el modo cómo tu esencia las penetra y contiene, es necesario que eleves tu pensamiento hasta el último ser inteligible; que te limpies y purifiques de la inmundicia de las cosas sensibles; que te desates de los lazos de la naturaleza, y que llegues, por la fuerza de tu inteligencia, al límite extensivo de lo que te sea posible alcanzar de la realidad de la sustancia inteligible, hasta que te despojes, por decirlo así, de la sustancia sensible, como si nunca la hubieras conocido. Entonces tu ser abrazará [p. 37] todo el mundo corpóreo, y le pondrás en uno de los rincones de tu alma, entendiendo cuán pequeña cosa sea el mundo sensible al lado del mundo inteligible. Entonces las sustancias espirituales se revelarán y manifestarán ante tus ojos, y las verás alrededor de ti y debajo de ti, y te parecerá que son tu propia esencia. Y a veces creerás que eres una porción de ellas, porque estarás ligado a las sustancias corpóreas, otras veces creerás que eres enteramente idéntico con ellas, sin diferencia alguna, porque tu esencia estará unida a la suya y tu forma a la de ellas. Y si asciendes a los últimos grados de la sustancia inteligible, te parecerán los cuerpos sensibles pequeños e insignificantes, y verás el mundo entero corpóreo nadando en ellos, como los peces en el mar o los pájaros en el aire.»

El sincretismo alejandrino había intentado la conciliación de Platón y de Aristóteles: esta misma concordia fué el sueño de Aben Gabirol, como de casi todos los grandes metafísicos de nuestra raza. En su sistema, la forma universal es la impresión o sigilación de lo Uno Verdadero, y esta forma universal es la que constituye la esencia de la generalidad de las especies, o lo que es lo mismo, de la especie general que da a cada una de las especies particulares su propia esencia, porque en su idea están contenidas las especies todas. Idea o forma universal son, pues, conceptos idénticos entre sí e idénticos a la unidad segunda, especie de las especies y razón de todas las formas parciales.

La voz de Gabirol no tuvo eco entre los judíos. Su acendrada piedad y la belleza de sus cantos religiosos le salvaron quizá de la proscripción y del anatema; pero salvo algún cabalista, nadie le siguió en sus especulaciones filosóficas. Y sabido es que la Cábala, [1] aunque haya vivido tolerada dentro de la Sinagoga, es una especie de gnosticismo judaico, abiertamente contrario al espíritu y aun a la letra de las Sagradas Escrituras, y debe considerarse como una nueva y singular manifestación de las ideas alejandrinas de irradiación, emanación y mundo arquetipo. Aparte de esta influencia misteriosa y latente, la concepción neoplatónica [p. 38] fué enérgicamente rechazada, lo mismo por los defensores de la tradición bíblica, como el gran poeta Judá Leví y el sutil controversista Abraham ben David, que por los filósofos peripatéticos y racionalistas como el cordobés Maimónides, que tuvo la gloria de redactar la Suma teológica y filosófica del judaísmo en su famoso Moré Nebukim o Guía de los que andan perplejos, obra escrita con el declarado propósito de reconciliar a Aristóteles con la Biblia. La autoridad de Maimónides por una parte, a pesar de las tempestades que su libro excitó, al tiempo de su aparición, en las sinagogas de Cataluña y del Mediodía de Francia; y por otra, la influencia del averroísmo, cuya vida fué tan corta entre los árabes, pero tan persistente entre los judíos de España, como lo muestran aún en el siglo XV los nombres de Abraham Bibago, Joseph ben Sem Tob de Segovia y Jacob Mantino, acabaron de restañar totalmente las aguas de la Fuente de la Vida, que no volvieron a correr, y eso muy mezcladas con la corriente clásica, hasta el siglo XVI, en los diálogos de León Hebreo, discípulo del Renacimiento todavía más que de los filósofos de su raza.

No es posible afirmar ni negar con seguridad la influencia que el Makor Hayim, escrito primitivamente en árabe, aunque hoy sólo le conozcamos en hebreo y en latín, [1] pudo ejercer en el pensamiento de Aben-Bacha, de Aben Tofail y de Averroes, que, según parece, no le mencionan en parte alguna. Pero de todos modos, la prioridad histórica de Gabirol es incontestable, e incontestable [p. 39] también la semejanza de sus doctrinas con lo más místico y más alejandrino que en la epístola del Régimen del Solitario y en la fábula de Hay ben Yakdan puede encontrarse. No es mera coincidencia, sino que se explica con plena luz por el empleo de unas mismas fuentes, es decir, de los libros mistagógicos y esotéricos tantas veces mencionados. Aun siendo verdad, como Renán sostiene en su Averroes, [1] que Plotino fué desconocido de los musulmanes, habrá que convenir con el mismo orientalista, en que nada hay más semejante a las Enéadas que algunas páginas de Avempace, así como ciertos pasajes del Autodidacto parecen literalmente traducidos de Jámblico. La doctrina de ambos filósofos musulmanes, el zaragozano y el guadixeño, merece con toda propiedad el nombre de misticismo racionalista, si es que no parece violenta la unión de estas palabras; puesto que uno y otro aspiran a la perfecta gnosis, a la unión con el entendimiento agente, mediante la especulación racional, la ciencia y el desarrollo de las facultades intelectuales. Si el fondo de esta filosofía es mucho más indio que griego, no lo es por derivación directa, sino merced a los lejanos efluvios del extremo Oriente, que en Alejandría alteraron tan gravemente el tipo purísimo de la especulación helénica. ¿Qué cosa más alejada del ideal ateniense que la concepción del gnóstico, o la del filósofo solitario y peregrino, cuya utopía nos presentan Avempace y Tofail? El dogma socrático jamás se divorció de la vida, al paso que el iluminismo alejandrino y el de sus discípulos árabes es la negación misma de ella. Parece que el Solitario de Avempace vive todavía en el mundo; pero en realidad es ciudadano de una república ideal y más perfecta: su misión es aislarse de los hombres hylicos o materiales, y unirse con los que aspiran a las formas inteligibles, a las formas especulativas que tienen en sí mismas su entelequia. Estas formas pueden ser las ideas platónicas, pero serán ideas estériles sin participación ni comunicación. Cuando el Solitario llegue a la más alta y pura de todas ellas, al entendimiento adquirido, emanación del entendimiento agente, y comprenda en todo el resplandor de su esencia las inteligencias simples y las sustancias separadas, [p. 40] será como una de ellas, y podrá decirse de él con justicia que es un ser absolutamente divino, exento y desnudo no sólo de las cualidades imperfectas de lo corpóreo, no sólo de las formas particulares de lo espiritual, sino de las mismas formas universales de la espiritualidad.

Esta concepción, ya tan extraordinariamente idealista, recibe los últimos toques en la extrañísima fantasía o novela psicológica de Abubeker (Tofail), que comienza por aislar al Solitario de toda comunicación con seres humanos, haciéndole construir por su propio individual esfuerzo toda su ciencia, y acaba por precipitarle en los abismos del éxtasis y de la contemplación, lograda mediante el movimiento circular, al cual grosero ejercicio debe entregarse el Solitario después de repetidas abluciones, fumigaciones y sahumerios que le limpien de toda inmundicia física. Entonces, cual otro Porfirio, haciendo saltar de su pedestal a Eros y Anteros; cual otro Jámblico evocando los genios de la fuente de Egadara, llega Tofail, aunque por medios menos cómodos y menos limpios, a abstraerse de su propia esencia y de todas las demás esencias, y a no contemplar otra cosa en la naturaleza sino lo uno, lo vivo y lo permanente; y al volver en sí de aquella especie de embriaguez, a un tiempo material y metafísica, saca por término de sus contemplaciones la negación de su propia esencia y de toda esencia particular. El panteísmo de Tofail no está templado, como en Gabirol, por ninguna reminiscencia monoteísta, ni contrabalanceado por ninguna tendencia armónica; no se expresa tampoco con las mil atenuaciones y oscuridades con que Avempace y Avicena velaron pensamientos bastante análogos. El libro de Tofail, escrito para los iniciados, arranca todos los velos e ilumina con siniestra luz el fondo de la filosofía oriental. Para el Solitario no hay más esencia que la esencia de la verdad increada, potente y gloriosa: el que llega a alcanzar la ciencia , o sea, la intuición racional de la esencia primera, alcanza la esencia misma, sin que entre el ser y el entender haya diferencia alguna. Sólo en apariencia y a los oíos del vulgo puede existir variedad y multiplicidad en las esencias separadas de la materia: el filósofo las ve como formando en su entendimiento un concepto y noción única que corresponde a una esencia única también.

[p. 41] El espíritu positivo de Averroes no podía complacerse en tales fantasmagorías intuitivas y unitarias; pero toda su sobriedad científica, toda su prudencia mundana, toda su adoración por Aristóteles, todo su fanatismo peripatético—mejor diríamos—, no bastaron a salvarle del contagio alejandrino y teosófico que llevaba en sus venas toda aquella filosofía. Sólo que el panteísmo tomó en él una forma nada mística, convirtiéndose en una especie de monopsiquismo o de panteísmo ideológico, basado en la unidad del intelecto, o sea, en la razón impersonal y objetiva. Fuera de esto, y aun en esto mismo, Averroes pertenece a la historia del Peripato y de la Escolástica, y de ningún modo a la historia del platonismo ni del neoplatonismo, por más que parafraseara de un modo muy singular la República de Platón, [1] desfigurándola con mil absurdas interpretaciones, nacidas del absoluto desconocimiento que los árabes tuvieron de la civilización clásica en su parte más íntima y sustancial: ignorancia que debía resultar todavía más intolerable cuando se trataba de comentar técnica y pedantescamente una obra de arte más bien que de ciencia, una novela filosófica en cuya composición intervinieron las Gracias todavía más que las Musas. Hay en esta paráfrasis de Averroes indicaciones históricas de gran precio; hay opiniones propias del comentador, muy dignas de tener se en cuenta, especialmente su enérgica reivindicación de los derechos de las mujeres, a las cuales declara aptas para la guerra, para el gobierno de la república, para el cultivo de la filosofía y de todas las artes, si bien en grado menor que los hombres; pero para convencerse de que Averroes no entendía una sola palabra del texto que iba explanando, baste recordar que la vida nómada de los árabes antes del Islam, la vida del camello y de la tienda, le parecía un trasunto fiel de la república ideal platónica.

Buscar entre los árabes averroísmo posterior a Averroes, parece intento casi excusado: apenas podrían citarse, como fruto [p. 42] muy tardío, las respuestas de Aben-Sabin, filósofo murciano, a las preguntas filosóficas del emperador Federico II, [1] célebre por su incredulidad notoria y por la singular protección que concedió en Sicilia a la ciencia de hebreos y musulmanes. Las persecuciones de los almohades extinguieron totalmente la filosofía arábiga, y sólo los judíos por una parte, y los cristianos por otra, recogieron la herencia. Existe, pues, verdadero averroísmo judaico, que dejó su huella hasta en el pensamiento de Maimónides; y existió hasta el siglo XVII, en las escuelas cristianas, otra manera de averroísmo heterodoxo, [2] que simplificando la doctrina del comentador cordobés hasta dejarla reducida a la teoría panteísta del entendimiento uno, a la teoría de la eternidad de la materia y a la negación de la inmortalidad del alma individual, se convirtió en bandera de incredulidad y de materialismo, y aun después de vencido y arrollado por los gloriosos esfuerzos de Alberto el Magno, de Santo Tomás, de Fr. Ramón Martí y de Raimundo Lulio, persistió oscuramente en la escuela de Padua, siendo Cremonini su último representante.

Pero antes de esta invasión del averroísmo en las escuelas de la Edad Media, había penetrado en ellas la ciencia semítico-hispana mediante una serie de traducciones y comentos, algunos de los cuales [3] parecen remontarse a la mitad del siglo XI, si [p. 43] bien el mayor número de estos trabajos, y los más importantes bajo el aspecto filosófico, pertenecen al reinado de Alfonso VII el emperador, y salieron del célebre colegio de traductores toledanos, protegido por el arzobispo D. Raimundo, que ocupó aquella Sede Metropolitana desde 1130 hasta 1150. Sabidos son los nombres de los dos traductores de quienes se valió para tal empeño, y por cuya diligencia se hicieron familiares a los escolásticos las obras de Avitena y de Algazel, la Fuente de la Vida, de Avicebrón, y el famoso libro De Causis, que no venía a ser otra cosa que un extracto de la Institución Teológica, de Proclo. De este modo, y a un mismo tiempo, los dos famosos intérpretes Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo o González (Dominicus Gundisalvi), arcediano de Segovia, lanzaban en la corriente científica los principales monumentos del peripatetismo arábigo, ya [p. 44] olvidado entre los árabes mismos, y las obras más acentuadas de la teoría neoplatónica, entre las cuales, por su brevedad y por la forma de teoremas, obtuvo singular boga el libro De Causis, que resumía en breve espacio las conclusiones del más absoluto realismo. Juan Hispalense dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a la versión de obras astronómicas y matemáticas; pero el segoviano Gundisalvo, personaje de capital importancia en la historia de la filosofía de la Edad Media, por más que hasta ahora la fortuna haya sido ingrata con su recuerdo, no se limitó a traducir el pensamiento de las escuelas árabes y judías de España, sino que, volando con alas propias, aunque inspirado siempre por el Makor Hayim, que él había traducido, demostró verdadero talento filosófico en los tres tratados originales suyos que hasta el presente conocemos: el De Immortalitate Animae, el De Processione Mundi y el Liber de Unitate, fuente principal de los errores que motivaron la condenación de David de Dinan. B. Hauréau ha demostrado plenamente, en una Memoria leída años hace en el Instituto de Francia, que el Libellus Alexandri, citado por Alberto el Magno como fuente de las herejías panteístas de David de Dinan, no es obra de Alejandro de Afrodisia, ni de ningún otro filósofo griego, ni tampoco de Alfarabi, ni de Algazali, ni de ningún filósofo árabe, sino «de un clericus de España muy versado en ciertas doctrinas que fueron profesadas primero en la escuela de Alejandría y luego en la de Bagdad, y que tenía estas doctrinas temerarias por la última palabra de la filosofía especulativa», el cual compilador (según el códice número 86 de la biblioteca del colegio de Corpus Christi de Oxford) no fué otro que el arcediano de Segovia, Domingo Gundisalvi. [1] El descubrimiento es importante, porque unido a otros indicios, arroja extraordinaria luz sobre los orígenes de aquella explosión panteísta de principios del siglo XIII, que ha sido hasta hoy uno de los mayores enigmas que presentaba la historia de la Escolástica. [p. 45] Y al ver la corruptela del nombre de Gundisalvo en el de Alejandro, quizá no parezca temeraria presunción la que identifique también al arcediano de Segovia con aquel misterioso Mauritius Hispanus, cuyas doctrinas aparecen condenadas en París en 1215 por el legado Roberto de Courçon, juntamente con los libros de Amalrico de Chartres y de David de Dinan.

Poco esfuerzo se necesitaba para encontrar en el Libellus Alexandri el principio de la unidad de sustancia. Nada iguala a la franqueza de sus declaraciones monistas: «Sive enim sit simplex, sive composita, sive spiritualis, sive corporea, res unitate una est.» El principio de toda sustancia corpórea o incorpórea es la unidad; pero esta unidad no excluye la composición de materia y forma. En la unidad primera, absolutamente simple, la materia y la forma son idénticas. Pero en la unidad segunda, en el mundo de las ideas arquetipas, y en la unidad tercera, o sea, en la sustancia de nuestro mundo corpóreo, aunque la materia permanezca una e indivisa, nace la diferenciación merced al concepto de la forma. [1] Hay, pues, en el sistema de Gundisalvo un dualismo formal y un panteísmo sustancial, que aniquila ese dualismo y le hace perderse en el seno de la unidad primitiva, en cuya esencia no cabe la distinción de materia y forma. Aben Gabirol, mediante su doctrina de la voluntad activa, creadora de la materia y de la forma, había procurado salvar del naufragio la personalidad de Dios y el dogma de la creación: con la doctrina del libro de Unitate son incompatibles una y otra. Más atenuadas se presentan estas ideas en el De Processione Mundi, donde el autor admite resueltamente la creación ex nihilo, pero no en tiempo, de la materia y de la forma, de donde proceden todas las demás cosas por composición y generación; y procura interpretar a su modo el primer capítulo del Génesis, torciéndole a su sentido avicebronista, y sólo en apariencia peripatético. La creación misma [p. 46] está allí explicada como una mera impresión o sigillatio de lo divino, semejante a la impresión de la forma en el espejo. «Y como el Verbo es luz inteligible que imprime su forma en la materia, todo lo creado refleja la pura y sencilla forma de lo divino, así como el espejo reproduce las imágenes. Porque la Creación no es más que el brotar la forma de la sabiduría y voluntad del Creador, y el imprimirse en las imágenes materiales a semejanza del agua que mana de una fuente inagotable.» Una sola vez cita Gundisalvo a Platón, y claro que la cita no es directa; nuestro arcediano permaneció tan extraño como todos los filósofos de la Edad Media al puro y genuino platonismo, pero no puede negarse que el emanatismo oriental y neoplatónico es la verdadera raíz de su doctrina y que se dilata con exuberante y pródiga vegetación por toda ella.

Apenas podemos formarnos idea de la rapidez con que se divulgaban los libros en cierto período de la Edad Media, y especialmente en los dos asombrosos siglos XII y XIII. Dada la señal por el arzobispo D. Raimundo, divulgadas las versiones de Gundisalvo y Juan Hispalense, creció la fama de Toledo como ciudad literaria y foco de todo saber, especialmente de los misteriosos y vedados, y empezaron a acudir a ella numerosos extranjeros, sedientos de aquella doctrina greco-oriental que iba descubriendo ante la cristiandad atónita todas sus sospechosas riquezas. «Los clérigos—decía Elinando—van a París a estudiar las artes liberales; a Bolonia, los códigos; a Salerno, los medicamentos; a Toledo, los Diablos, y a ninguna parte las buenas costumbres.» Venían, por lo común, estos forasteros, con poca o ninguna noticia de la lengua arábiga: buscaban algún judío o mozárabe toledano, que, literalmente y en lengua vulgar o en latín bárbaro, les interpretase los textos de Avicena o Averroes: traducíanlo ellos en latín escolástico, y la versión hecha por tal arte se esparcía en innumerables copias e iba a levantar tempestades en los claustros de París. Así trabajaron, con fervor científico superior a toda ponderación, Herman el Dálmata, Daniel de Morlay, Gerardo de Cremona, Herman el Alemán y Miguel Escoto, gran privado del escéptico emperador Federico II, y verdadero introductor del averroísmo en Italia y Francia.

Conocida ya totalmente la enciclopedia peripatética, primero por intermedio de los árabes, y muy pronto por traducciones [p. 47] directas del griego, entre las cuales deben mencionarse las del dominico Guillermo de Moerbeka, el pensamiento neoplatónico, el panteísmo idealista y la teosofía oriental fueron perdiendo terreno, así entre los sectarios de la impiedad averroísta, para quienes Aristóteles era el único doctor, el doctor divido y por excelencia, como en los grandes maestros a quienes durante el siglo XIII se debió la organización y forma definitiva de la ciencia escolástica; por más que, como queda dicho, en la gran síntesis de Alberto Magno y de Santo Tomás, entrasen por mucho los libros areopagíticos, cuya procedencia alejandrina es indisputable; siendo todavía más profunda esta influencia en los místicos de la escuela franciscana, y especialmente en el seráfico doctor San Buenaventura, cualquiera que sea la opinión que tengamos sobre el grado de su ontologismo, [1] materia hoy de interminables polémicas, que no quitarán nunca su carácter místico, y en cierto modo platónico cristiano, al Itinerarium mentis in Deum, lectura predilecta de nuestros grandes contemplativos del siglo XVI.

El representante entre nosotros del pensamiento franciscano, es el iluminado Dr. Ramón Lull, nuestra mayor gloria filosófica de la segunda Edad Media. Nadie más independiente de la tradición que Lulio, en cuanto a la forma de su enseñanza, que es siempre popular y mezclada de ciencia y arte; pero en el fondo de su absoluto realismo, como en todas las concepciones del mismo orden que la historia nos presenta, siempre se ve fulgurar la eterna luz del pensamiento platónico. No porque el solitario mallorquín alcanzara a leer lo que en su integridad nadie leyó antes del Renacimiento, ni antes de él podía ser entendido, sino [p. 48] porque respondiendo la concepción platónica a uno de los impulsos primordiales del espíritu humano, a uno de los grandes modos posibles de explicación del mundo, nunca ha dejado de vivir como ideal, aunque a veces parezca extinguirse como doctrina. El realismo luliano y todo realismo de la Edad Media no es más que una filosofía platónica sin Platón. Los realistas y los místicos de entonces no conocían la letra, pero adivinaban el espíritu, y más que ninguno le adivinó Raimundo Lulio, por lo mismo que filosofaba al aire libre, y le pesaba menos que a otros el polvo de la escuela. Él mismo reconoce hasta cierto punto esta filiación, cuando nos dice en su libro De auditu Kabbalistico que la filosofía de Platón es introducción necesaria a la Kábala, es decir, a esa Kábala o teosofía cristiana que él enseñaba y que allí mismo define: «Habitus animae rationalis ex recta ratione divinarum rerum cognitivus.» [1] Si bien se mira, todo el sistema de Lulio está contenido en germen en aquel pasaje, tan vigorosamente sintético, del principio del Arte Magna, en el cual se afirma que el entendimiento busca, requiere y apetece una sola ciencia general, aplicable a todas las ciencias, con principios generalísimos, en los cuales esté implícito y contenido el principio de las ciencias particulares, como está contenido lo particular en lo universal. Esta aspiración a la ciencia universal se cumple en la escuela luliana, no por medio de un artificio mecánico, como algunos neciamente han interpretado, sino por medio de una doctrina trascendental (punto trascendente la llama Lulio), [2] que es a un tiempo Lógica y Metafísica, Lógica real y no formal, y análoga, por consiguiente, a la Dialéctica platónica. «La idea en Dios—escribe R. Lull—es ente u objeto eternamente. Y esta Idea en Dios es el mismo Dios. La Idea en tiempo es semejanza de la idea eterna, y tal idea o semejanza es creada en la criatura.» [3] [p. 49] No hay, por consiguiente, más ciencia que la ciencia de las ideas, llamada por Platón Dialéctica y por Raimundo Lulio arte magna, general y última, la cual es, a un tiempo, ciencia del pensar y ciencia del ser, puesto que en uno y otro sistema lo formal es prueba y fundamento de lo real, y de la idea se induce la realidad, o más bien, la idea es entidad realísima, que hace posible y legítimo el tránsito del conocer al ser. Por eso en Teodicea, Lulio y Sabunde y todos los lulianos admiten sin vacilar el argumento de San Anselmo, sin que valga contra ellos la acusación de paralogismo que vale contra Descartes y contra todo pensador que quiera fundar el mismo argumento sobre una base puramente psicológica. Hay algo de pueril en suponer que San Anselmo inventó un argumento, y que este argumento puede admitirse o rechazarse aisladamente, sin tener cuenta con el sistema realista de que forma parte. Valdrá o no valdrá dialécticamente la crítica que de él hicieron los antiguos conceptualistas escolásticos y luego Kant; pero a los ojos de todo idealista absoluto, la prueba del ser por su idea nunca puede ser un argumento aislado, sino el fondo mismo y la esencia de su doctrina.

El carácter realista y platónico de la lógica de Lulio no se ocultó nunca a sus discípulos y comentadores más perspicaces, entre los cuales, sin disputa, debe ocupar el primer lugar el ilustre cisterciense del siglo XVIII, Antonio Raimundo Pascual, [1] que redactó el testamento—digámoslo así—de esta antigua y españolísima escuela, en su obra vasta y magistral de las Vindicias Lulianas. Allí se ve perfectamente deslindado el concepto trascendental del arte Luliana, que no considera las cosas meramente como intencionales, según hacía la lógica tradicional, ni aisla el ente real de su idea, como la metafísica Aristotélica; sino que levantándose sobre la distinción del ente real y del ente intencional, busca en la esfera de los puntos trascendentales una más alta y generalísima intuición, por virtud de la cual, lo real y lo intencional igualmente se explican y fundamentan.

Para desarrollar sus concepciones ontológicas, no empleó Lulio la forma del diálogo socrático, que no era de su raza ni [p. 50] de su tiempo; pero como fué hombre de ardorosísima y plástica imaginación, gran poeta en su vida y gran poeta en sus obras, especialmente cuando escribía en prosa y no encerraba su altivo pensamiento en los artificios y cortesanos moldes de la agonizante métrica provenzal, acudió unas veces al auxilio de la representación schemática en forma de árboles y de círculos; otras, a la parábola y al apólogo, e invadió más de una vez el campo de la novela utópica y social. [1] Pero lo más exquisito, lo más acendrado, lo más puro de su alma, la quintaesencia de su espíritu, quedó en las efusiones místicas del inmenso volumen de las Contemplaciones y en los versículos del cántico verdaderamente divino Del Amigo y del Amado, que es la joya de más quilates que encierra el tesoro luliano. Obras son éstas, a un tiempo, de ciencia y de arte, y en ellas se reproduce el singular fenómeno que, a través de los siglos, une en su forma exterior las manifestaciones más diversas del pensamiento idealista, haciendo que en Platón, como en Lulio, en Gabirol y en León Hebreo, como en Bruno o en Schelling, el elemento artístico se desborde sin diques ni barreras, y convierta la filosofía en una especie de poética y deslumbradora teosofía, donde el mito, la alegoría y el símbolo parecen la única vestidura digna de concepciones que ya en su origen tuvieron, por lo menos, tanto de poéticas como de metafísicas, si es que la Metafísica y la Poesía no se identifican totalmente en su aspiración ideal y en sus determinaciones más altas.

La filosofía sintética y armónica de Lulio, y especialmente aquella audacísima Teodicea suya que intenta probar por razones naturales, no ya los preámbulos de la fe, sino los mismos dogmas revelados, reaparece a principios del siglo XV en el Libro [p. 51] de las Criaturas o Teología natural, del barcelonés Raimundo Sabunde, célebre, entre otras cosas, por haberle traducido y comentado a su manera Miguel de Montaigne. La doctrina teológica y metafísica de Sabunde es luliana pura y neta, pero con cierta originalidad, no sólo en el método, sino en la importancia que concede al procedimiento psicológico y a la experiencia propia, «ciencia certísima y clarísima, que nadie puede negar porque la ve dentro de sí mismo con infalible testimonio». Por esta fe inquebrantable en el testimonio de conciencia, superior para él a toda otra certidumbre, se ha contado y debe contarse a Sabunde entre los precursores de Descartes, y ciertamente que nos parece leer en profecía el Discurso sobre el Método, cuando vemos a Sabunde encarecer tanto la necesidad de que el hombre entre en sí y venga a sí y habite dentro de sí, si es que quiere conocerse a sí mismo, [1] y cuando pasando más adelante quiere alcanzar [p. 52] una Teodicea por procedimientos meramente psicológicos: «Cognitio de Deo quae oritur ex propria natura est nobis certior et magis familiaris.» Pero examinando más adentro las cosas, se ve que no es tanto en Sabunde, como a primera vista parece, el exclusivismo psicológico. El título mismo de Libro de las Criaturas que el suyo lleva, muestra cuánta importancia daba a la prueba cosmológica, a lo que él llama «el libro de la naturaleza, común y abierto a todos» liber naturae... omnibus communis et generalis et naturalis... omnibus patens... quilibet in eo legere potest, libro natural que es como puerta, vía e introducción al conocimiento de sí propio: Ideo est ordinata rerum et creaturarum universitas, tanquam iter, via et scala inmobilis, habens gradus firmos et inmobiles, per quam homo venit et ascendit ad seipsum. De suerte que el verdadero procedimiento de Sabunde, totalmente inverso del de Lulio, es del mundo exterior al hombre y del hombre a Dios. En realidad, Sabunde, el último de los grandes realistas de la Edad Media, discípulo de San Agustín, de San Anselmo y de Hugo de San Víctor, mucho más que del Ángel de las Escuelas, aparece como un Jano de dos caras, colocado entre dos mundos filosóficos enteramente distintos. Cierra el uno y abre las puertas del otro. Por un lado, en su bellísima doctrina acerca del amor, doctrina capital en su Teodicea, es místico como Suso y como Tauler, y precede y anuncia a la gran generación española de los místicos del siglo XVI. Pero esta no es más que una de las dos caras de Sabunde: aquella con que mira a la Edad Media. La otra cara está vuelta hacia Descartes y Pascal, de quienes es heraldo, y hacia Kant, cuya Critica de la Razón Práctica en algún modo preludia con su demostración de Dios como fundamento del orden moral. Trae un método nuevo; trae, sobre todo, la poderosa palanca de la observación interna enfrente de las contenciones y de las disputas, pero en el fondo su doctrina es la del realismo antiguo, y especialmente la de San Anselmo y la de Lulio, sin que en tal realismo parezcan haber influido para nada las corrientes platónicas puras que ya comenzaban a derramarse por Italia.

Es error vulgarísimo el de retrasar la propagación de tales ideas hasta la fecha de la caída de Constantinopla en manos de los turcos y de la fuga a Italia de algunos gramáticos griegos. [p. 53] Desde la segunda mitad del siglo XIV era frecuente el comercio literario entre Grecia e Italia, comercio que se acrecentó con ocasión del Concilio de Florencia (1438) y de la frustrada unión de las dos Iglesias, Griega y Latina. Los mas ilustres representantes del platonismo y del neoplatonismo itálico, Jorge Gemisto Pleton y el cardenal Bessarion, habían venido a Italia para asistir a dicho Concilio, y por iniciativa de Pleton concibió Cosme de Médicis el Viejo, la idea de la Academia Platónica. Pleton, que no era cristiano más que de nombre, y sí furibundo neoplatónico, dado a la teurgia y a la magia, estuvo a punto de comprometer la causa de Platón, no sólo con sus invectivas feroces contra Aristóteles, sino con los delirios y visiones de su propia filosofía, que él llamaba zoroástrico platónica. La restauración neoacadémica provocó indirectamente una restauración del aristotelismo puro, que tenía entre los refugiados bizantinos gran número de partidarios, entre los cuales descendieron a la arena con ardor insólito y grande aparato polémico, el patriarca Jorge Scolario, [1] Jorge de Trebisonda y Teodoro de Gaza, impugnando de mil modos las vetustas supersticiones que Pleton daba como platonismo, y mezclando y confundiendo en sus iras la doctrina pura platónica con el sincretismo alejandrino y con las increíbles aberraciones de su discípulo. Fué menester todo el peso de la autoridad y de la ciencia del cardenal Bessarion (en su libro Adversus Calumniatorem Platonis), para deslindar tan revuelto campo y vindicar con poderosa templanza el nombre de Platón de la dura responsabilidad que sobre él comenzaba a pesar por yerros ajenos que le hacían sospechoso al pueblo cristiano. Todo el conato de Bessarion fué probar que la doctrina platónica, estudiada, no en los alejandrinos, sino en su fuente pura, es decir, en los diálogos del inmortal filósofo, estaba menos lejos de la verdad revelada que la doctrina de Aristóteles, tomada asimismo en sus primitivas y genuinas fuentes. Pero ni se mostró, como otros, adversario fanático de Aristóteles, ni trató de ocultar mañosamente los puntos de discrepancia en que uno y otro filósofo y toda la ciencia antigua difieren esencialmente del dogma [p. 54] evangélico. No diremos que la prudente sinceridad de Bessarion llegase a sobreponerse en el Renacimiento italiano a la fanática temeridad de Gemisto, pero no hay duda que su espíritu de templanza y de concordia se reflejó en la misma Academia Florentina, fundada en 1460 bajo los auspicios de algunos discípulos inmediatos de Pleton, y acertó a mantener casi siempre en límites razonables el férvido entusiasmo de Marsilio Ficino y las tendencias pitagórico-cabalísticas de Juan Pico de la Mirándola.

La severa crítica de nuestro Vives relegó desdeñosamente a Marsilio Ficino al grupo de los filosofastros, y no anda muy lejos de tal parecer la crítica moderna, que, más que como pensador y filósofo, le considera como «un erudito que filosofa sin mucha originalidad»; [1] pero ni se le puede regatear el mérito de haber popularizado más que otro alguno, con sus versiones latinas, las obras de Platón y de Plotino, ni negarle el primer puesto en el platonismo italiano, que, sin alcanzar grande originalidad científica, tiene, no obstante, decisiva importancia en el desarrollo de la cultura moderna. [2] El mayor pecado de esta escuela consistió en confundir a Platón con los alejandrinos y en comentarle y traducirle de tal manera que resultase un iluminado y un taumaturgo, en vez de aquel espíritu tan ateniense, tan luminoso, tan lleno de serenidad y tan divinamente irónico.

Cuándo llegaron a España los primeros ecos de este renovado platonismo, es cuestión difícil de resolver hasta el presente; pero hay, aunque en escaso número, documentos del siglo XV, que pueden ponernos en camino de indagación, y que bastan para probar que esta tendencia madrugó bastante en nuestro suelo. No incluiremos entre las manifestaciones platónicas el Sompni de l'inmortalitat de l'anima nostra, [3] del catalán Bernat Metge, familiar y gran privado del rey de Aragón Don Juan el Primero, cuya sombra evoca en aquella visión, que por lo de sueño recuerda [p. 55] el de Scipión, y por el asunto y por algunos de los argumentos, trae involuntariamente a la memoria el último diálogo de Sócrates con sus discípulos. Alcanzó Bernat Metge, aunque de lejos, los fulgores del Renacimiento, pero no tanto en la antigüedad, cuanto en los poetas y humanistas italianos renovadores de ella. El nombre de Platón, citado de segunda o tercera mano, no tiene más valor en aquel primoroso diálogo, que los nombres [p. 56] de Zenón, Empédocles, Xenócrates, alegados allí mismo por mera reminiscencia erudita; así como en la repetición de los nunca olvidados argumentos del Phedon ha de verse, más que otra cosa, el prestigio de la tradición escolástica, que heredó dichos argumentos de San Agustín, de Mamerto Claudiano y de nuestro Liciniano.

Tampoco hay que buscar platonismo, sino por derivación muy remota, en el amor metafísico y abstracto de Ausias March. El fondo de su psicología tiene más de escolástico que de platónico, y lo mismo ha de decirse de toda la poesía intelectual y simbólica de sus únicos maestros, los líricos del primer Renacimiento italiano, puesto que no sólo Guido Guinicelli, Lapo Gianni y el incomparable autor del Convito y de la Vita Nuova, sino el mismo Petrarca, son anteriores, el que menos de un siglo, a la fundación de la Academia Florentina, y aun a la aparición de Gemisto, y no pudieron recibir sus conceptos psicológicos, sino de la única filosofía de su tiempo, y a lo sumo de algún poeta o moralista de la antigüedad latina.

El primer escritor espanol de quien positivamente consta haber traducido, aunque no directamente, alguno de los diálogos platónicos, es el castellano Pedro Díaz de Toledo, capellán del Marques de Santillana, y colaborador que fué en sus nobles empresas de erudición y de cultura. Son curiosos estos primeros ensayos y tanteos del humanismo español, todavía no seguro de sus fuerzas. Antes de 1445 tenía romanzado el Dr. Pedro Díaz de Toledo, valiéndose de la versión latina, entonces recientísima, de Leonardo Bruni de Arezzo, El libro de Platón, llamado Fedrón (sic), en que se trata de cómo la muerte no es de temer, [1] dedicándolo al «muy generoso e virtuoso señor singular suyo, Íñigo López [p. 57] de Mendoza, señor de la Vega». Y no contento con haberle traducido, le imitó años después en su Diálogo o Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana, obra de carácter más acentuadamente platónico que el celebrado Sompni, de Bernat Metge, al cual se asemeja mucho por su forma y tendencia. [1] El ejemplo de Pedro Díaz de Toledo debió de servir de estímulo para el renacimiento del diálogo, cuya más dramática manifestación fué en aquella edad el tratado de Juan de Lucena, «en estilo breve, sentencia, no sólo largo, más hondo e prolixo, en el qual ha nombre Vita Beata», libro que, a pesar de su título, tiene mucho más de Cicerón que de Boecio. [2]

Pero Lucena, y Díaz de Toledo, y la mayor parte de los eruditos de la corte de Don Juan II eran meros latinistas, y, por consiguiente, humanistas de segunda clase, detenidos en un grado inferior al que ya alcanzaba el Renacimiento italiano. Por otra parte, el uso continuo de la lengua vulgar y la tendencia general de sus escritos, los filiaba más bien entre los moralistas populares que entre la aristocracia literaria de entonces. La cultura verdadera y genuinamente clásica sólo renació en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón, lazo providencial entre las dos penínsulas hespéricas. Pero aquel impulso fué puramente literario. El más antiguo representante de las tendencias del Renacimiento en la esfera de los estudios filosóficos no perteneció [p. 58] a aquella corte ni se educó en ella: comenzó por ser un portento en la palestra escolástica, y acabó por aplicar sus labios a los raudales de la ciencia antigua, abiertos por su maestro y padrino el cardenal Bessarion. Llamóse este personaje Fernando de Córdoba, y su vida parecería la más inverosímil leyenda científica, si no estuviese comprobada por documentos irrecusables. [1] Algo hay que conceder, sin embargo, a la fantasía de sus estupefactos contemporáneos, El autor de la Crónica de Neoburg, el abad Trithemio, Mateo d'Escouchy y otro cronista anónimo conocido por el bourgeois de Paris, nos refieren contestes o con leve diferencia, y todos con mucha gravedad, que el tal Fernando de Córdoba, a la edad de veintidós años, sabía de memoria todos os libros conocidos entonces en las escuelas, incluyendo entre ellos la Biblia con las glosas de Nicolás de Lyra, las obras de Santo Tomás, Alejandro de Hales, Escoto y San Buenaventura; todo Averroes, el Canon de Avicena y el Cuerpo del Derecho Canónico. Aparte de la enormidad de la hipérbole, nótese el carácter de Edad Media que toda esta erudición tenía; pero nótese también que los mismos cronistas le atribuyen singulares conocimientos filológicos, que explican, hasta cierto punto, sus trabajos posteriores. «Sabía—dice—escribir y hablar cinco lenguas, es a saber: latín, hebreo, griego, caldeo y árabe.» Pertrechado con toda esta masa de ciencia, adquirida no sabemos cuándo ni dónde, se presentó en la Universidad de París el año 1445, causando tan general asombro con sus victoriosas disputas y argumentaciones, que los maestros de aquella Universidad, derrotados por él en toda la línea, le tuvieron por el Anticristo, y determinaron encarcelarle, con intento de ejercer sobre él más graves rigores, que prudentemente esquivó refugiándose primero en los Países Bajos, y luego en Italia, tierra de promisión entonces para todos los hombres de letras. Allí vivió tranquilo y respetado, a la sombra del cardenal Bessarion, que le hizo nombrar subdiácono de la Santa Sede, y que, movido de su fama de helenista, le asoció a sus grandes trabajos de apología platónica, encargándole de la composición de un paralelo entre las dos filosofías, la de Platón [p. 59] y la de Aristóteles, obra que Fernando de Córdoba no llegó a terminar por haberse empeñado antes en otra de carácter puramente especulativo, que afortunadamente poseemos aún con el título De Artificio omnis et investigandi et inveniendi natura scibilis. [1] Libro es este a un tiempo de Lógica y de Metafísica, tentativa audaz para buscar la ley interna de relación de los conocimientos humanos; huyendo del sendero dialéctico trillado por Raimundo [p. 60] Lulio, a quien acerbamente maltrata Fernando de Córdoba, pero aspirando como él a hacer de la ciencia un todo orgánico mediante un principio trascendental y armónico, que Fernando de Córdoba cree encontrar formulado lo mismo en la Metafísica de Aristóteles, que en el Parménides de Platón; principio que reduce a la unidad la muchedumbre de las diferencias, lo compuesto a lo simple, lo diverso a lo idéntico, haciéndose así posible el sueño de una sola e indivisible ciencia, cuyas leyes se extienden a todo el mundo inteligible. Sueño ciertamente magnífico y generoso, aunque se haya de quedar en la categoría de los sueños, ya que esa ciencia trascendental y una, sólo en la mente divina existe, y sólo alcanzamos de ella, en esta vida terrenal, dispersos y múltiples reflejos. Pero si bien se mira, ¿qué es toda la filosofía, sino una aspiración, más o menos frustrada, a esa síntesis suprema?

[p. 61] III

Tres grandes nombres compendian en España el movimiento platónico del siglo XVI: León Hebreo, Miguel Servet, Fox Morcillo. León Hebreo, representante el más puro del neoplatonismo florentino, renovado y vivificado por la infusión de un elemento semítico-español muy poderoso, que da a su doctrina una trascendencia ontológica, no lograda jamás por Bessarion ni por Marsilio Ficino; Miguel Servet, el neoplatónico heterodoxo y panteísta en quien reencarna el espíritu de Plotino y de Proclo en su mayor grado de exaltación y delirio: Fox Morcillo, el filósofo sintético y armonista, que volviendo la espalda al sincretismo alejandrino, busca un modo más alto de concordia entre los dos príncipes del pensamiento griego, y da con una fórmula fecunda que lleva en potencia toda una revolución metafísica.

Caracterízase la filosofía de los siglos XV y XVI, vulgarmente llamada Filosofía del Renacimiento, y en la cual cabe a Italia y a España la mayor gloria, por una reacción más o menos directa contra el espíritu y procedimientos del peripatetismo escolástico de los siglos medios. La difusión del conocimiento de las lenguas antiguas; el estudio directo de las obras de los filósofos griegos en sus fuentes; los grandes trabajos de investigación y de filología que entonces comenzaban y que hoy gloriosamente vemos cumplidos; la mayor pureza de gusto que traía por consecuencia forzosa una nueva forma de exposición y una aversión cada día mayor a las sutilezas y argucias, deleite de la escuela degenerada; la importancia que ya se iba concediendo a los métodos de observación, no reducidos aún a nuevo órgano, pero próximos a serlo; los descubrimientos que cambiaban la faz del mundo, completándolo, por decirlo así, con nuevas tierras y nuevos mares, y difundiendo por medio de la imprenta la verdad y el error en innumerables libros; la vida artística cada vez más avasalladora [p. 62] y más luminosa; la heroica infancia de las ciencas naturales, que fueron desde su principio el más formidable ariete contra el formalismo vacio y contra el despótico dominio de las combinaciones lógicas, que por tanto tiempo habían sustituido a la realidad activa y fecunda; todo, en suma, concurría a acelerar el advenimiento de la libertad filosófica, por la cual en diversos sentidos, pero con igual ahinco, trabajaban los platónicos, los peripatéticos helenistas adversarios suyos, los renovadores de la Dialéctica como Lorenzo Valla, Rodolfo Agrícola, el salmantino Herrera y Pedro Ramus; los teósofos como Agripa y Paracelso; los cabalistas como Reuchlin, y levantándose sobre todos ellos el poderoso espíritu crítico de Juan Luis Vives. La obra de aquel gran pensador, prez la más alta de nuestra filosofía, no produjo ni podía producir entonces todos sus frutos ni aun ser entendida de muchos. Vives no era platónico ni peripatético, rigurosamente hablando; filosofaba por su cuenta y con extraordinaria novedad de método, lanzando las semillas del experimentalismo baconiano, del psicologismo cartesiano y en algún caso, hasta las del mismo criticismo kantiano. [1] Pero antes de llegar a tales resultados, antes de [p. 63] recobrar su autonomía y entrar con paso firme en los nuevos métodos, era necesario que el pensamiento moderno velase largo tiempo en la escuela de los humanistas y filólogos, y diera, por decirlo así, una vuelta completa a la filosofía antigua que tomaba como punto de partida. Hubo, pues, en la segunda mitad del siglo XVy en todo el XVI una restauración más o menos artificiosa y erudita, pero a veces muy original en los detalles, de casi toda la ciencia clásica libremente interpretada. Platón fué el primero [p. 64] que volvió a las escuelas cristianas a disputar a su famoso discípulo la hegemonía de que por tantos siglos venía disfrutando. Conocidos ya por entero y en su lengua Aristóteles y Platón, puestos enfrente y cotejados, hubo de surgir, y surgió desde luego, el pensamiento de concordarlos, de resolver su aparente antinomia en un armonismo superior.

El primer representante de esta tendencia armónica dentro del neoplatonismo que comúnmente se llama florentino, y con más propiedad y vocablo más comprensivo debería llamarse neoplatonismo ítalo-hispano, fué un médico, judío español de los que arrojó a Italia el edicto de los Reyes Católicos en 1492. Llamábase entre los hebreos Judas Abarbanel; entre los cristianos, León Hebreo, y era hijo primogénito del célebre maestro don Isaac Abarbanel, arrendador que fué de las rentas reales y proveedor de nuestros ejércitos durante la guerra de Granada. Desde 1502 tenía acabada su obra capital, los Diálogos de amor, cuyo texto original no ha sido impreso nunca, haciendo veces de tal la versión italiana, de la cual no he visto edición anterior a la de Roma de 1535. [1] El libro de Judas Abarbanel es, como su título lo indica, una filosofía o doctrina del amor, tomada esta palabra [p. 65] en su acepción platónica y vastísima. A esta nueva ciencia, que en rigor abraza un sistema metafísico total, la llama el autor Philographia, y en ella vienen a fundirse la filosofía de Platón y la de Aristóteles con el misticismo judaico y con la Cábala. Si Marsilio Ficino y los suyos eran cristianos platonizantes, León Hebreo era un judío que platonizaba, como Philon y como los antiguos judíos helenistas de Alejandría. Érale familiar todo el movimiento intelectual de la Sinagoga durante los siglos medios, y así le vemos gloriarse de discípulo y compatriota del que llama «nuestro Albenzubrón en su libro de la Fuente de la Vida», mostrarse muy enterado de la doctrina de los peripatéticos árabes y judíos sobre la feliz «copulación del entendimiento posible con el entendimiento agente», y de todas las variantes que el sistema de la emanación había recibido en sus escuelas: «de esta suerte hacen los árabes una línea circular del Universo, cuyo principio es la Divinidad y su término la materia prima, y de ella va subiendo y allegándose de grado en grado hasta fenecer en aquel punto que fué principio, que es en la suma hermosura divina, por la copulación con ella del entendimiento humano».

Pero en León Hebreo, sobre el carácter de judío y sobre la educación de sinagoga, predomina el carácter y la educación de hombre del Renacimiento. En él se juntan dos corrientes filosóficas que habían caminado distintas, pero que emanaban de la misma fuente, es decir, de la escuela alejandrina, del neoplatonismo, y especialmente del de las Enéadas. En la Edad Media, los hebreos habían sido el más eficaz conductor de la ciencia arábiga a las escuelas cristianas. En el Renacimiento, el destierro de los judíos castellanos y portugueses lanza de nuevo por Europa las semillas de la ciencia arcana encerrada en la Fuente de la Vida o en el Zohar. Pero esta ciencia hebraico-española, al ponerse en contacto con la ciencia italiana renovada de la antigüedad, se transforma; y al paso que reconoce sus comunes origenes, y remontando la corriente de los siglos, vuelve a anudar la cadena de Plotino, de Proclo y del falso Hermes Trismegisto, se va despojando de las embarazosas vestiduras de la Sinagoga, abandona sus tiendas, abandona sus fórmulas y ritos, y hace oír su voz al aire libre y a la radiante luz del sol, bajo los pórticos de la Atenas Medicea. Estudia el griego, para conocer de cerca a los maestros [p. 66] del pensamiento antiguo; restaura la forma dramática del diálogo, y hace uso de los desarrollos oratorios en contraste con la forma rígida del razonamiento escolástico. Y no es esto sólo, sino que extiende y agranda su concepción, dando a los términos valor universalísimo; y desde el primer momento plantea juntos el problema ontológico y el cosmológico, reconociendo que entre Platón y Aristóteles no hay diferencia esencial en cuanto a ellos Es claro que todas las predilecciones filosóficas de León Hebreo están por Platón y no por Aristóteles, de quien llega a decir que «tuvo en las cosas abstractas vista un tanto más corta». Y ¿cómo no había de parecer pobre y apegado a la tierra todo otro sistema metafísico que el platónico, al que con temor religioso enseñaba que «para contemplar la verdad y la hermosura conviene hacer como el sumo Sacerdote, que cuando en el día sagrado de los Perdones entraba en el Sancta Sanctorum, dexaba las vestiduras doradas llenas de piedras preciosas, y con vestimentos blancos y cándidos impetraba el divino perdón»? Persuadido de la antigua tradición arábiga y cristiana que suponía en Platón conocimiento de los sagrados libros, se empeñaba en hacerle creyente judaico y hasta cabalista, porque «al fin, en las cosas divinas, habiendo sido Platón discípulo de nuestros viejos, aprendió de mejores maestros y más que Aristóteles, y tuvo mayor noticia de la antigua sabiduría». Y no era sólo su entusiasmo religioso lo que le arrastraba hacia Platón: era también su vivo sentimiento de la belleza, que le hacía preferir el poético y vago modo de filosofar de la Academia, a la oración disciplinal del Liceo. Es más: deseaba restaurar, si fuese posible, aquello tiempos en que la Metafísica y la Poesía eran una misma cosa; en que se mezclaba «lo historial, deleitable y fabuloso con lo verdadero intelectual»; en que «se encerraban los secretos del conocimiento dentro de las cortinas de la fábula con grandísimo artificio, para que no pudiese entrar dentro sino ingenio apto para las cosas divinas e intelectuales». Ya el mismo Platón, con abandonar el uso de los versos, «rompió una parte de la ley de la conservación de la ciencia»: pero Aristóteles «quebró totalmente la cerradura de la fábula y dió atrevimiento a otros no tales como él (árabes y escolásticos), a escribir la filosofía en prosa suelta, y de una declaración en otra, viniendo a mentes inhábiles, ha sido causa de falsificarla, corromperla [p. 67] y arruinarla». En esta cuasi perfecta identidad que León Hebreo establece entre la Metafísica y la Poesía, se funda la interpretación, a veces pedantesca, a veces ingeniosa y sutil, que va haciendo de la teogonía helénica, en la cual quiere encontrar más o menos velado el sistema de las ideas, eternos paradigmas de las cosas.

Pero cualesquiera que fuesen sus prevenciones, más bien artísticas que científicas, contra Aristóteles, no podía cerrar los ojos León Hebreo a la grandeza especulativa de la concepción aristotélica, y lejos de negarla, trató de resolverla en el platonismo, como se resuelve lo particular en lo general. Después de sentar como hecho inconcuso que las ideas, en el sentido de prenoticias divinas de las cosas producidas, no las niega el Stagirita, puesto que él mismo supone que en la mente divina preexiste el Nomos del Universo, que es el orden sabio de él, del cual se deriva la perfección y ordenación del mundo y de todas sus partes; expone así la famosa antinomia: «Sabrás, en suma, que Platón puso en las ideas todas las esencias y substancias de las cosas, de tal manera, que todo lo procreado de ellas en el mundo corpóreo se ha de estimar más bien sombra de substancia y esencia, que verdadera esencia ni substancia. Aristóteles quiere en esto ser más templado, porque le parece que la suma perfección del artífice debe producir obras de perfecto artificio en sí mismas, por donde sostiene que en el mundo corpóreo y en cada una de sus partes hay esencia y substancia propia de cada una de ellas, y que las noticias ideales no son las esencias y substancias de las cosas, sino causas productivas y ordenadoras de ellas; de donde infiere que las primeras substancias son los individuos, y que en cada uno de ellos se salva y conserva la esencia de las especies. Y no quiere que los universales sean las ideas que son causa de los seres reales, sino que los tiene meramente por conceptos intelectuales de nuestra alma racional, sacados de la substancia y esencia que hay en cada uno de los individuos reales... Pero la diferencia más bien está en la corteza de los vocablos que en la significación de ellos. Platón, hallando que los primeros filósofos de Grecia no estimaban otras esencias ni substancias que las corpóreas, y pensaban que fuera de los cuerpos no había nada, se fué al extremo contrario al de los físicos, enseñando que los cuerpos por sí mismos no poseen ninguna esencia, ninguna substancia, [p. 68] ninguna hermosura como ella es verdaderamente, ni tienen otra cosa que la sombra de la esencia y hermosura incorpórea e ideal que reside en la mente del Sumo Artífice del mundo. Aristóteles, que halló a los filósofos, por la doctrina de Platón, apartados ya de la consideración de los cuerpos, porque estimaban que toda la hermosura, esencia y substancia, estaba en las ideas y nada en el mundo corpóreo, viendo que por esto se hacían negligentes en el conocimiento de las cosas corpóreas, de la cual negligencia había de resultar defecto y falta en el conocimiento abstracto de sus espirituales principios, juzgó que era ya tiempo de templar el extremo que en esto había, y demostró haber propiamente esencias en el mundo corpóreo, y substancias producidas y causadas de las ideas, y haber también en él verdaderas hermosuras, aunque dependientes de las purisimas y perfectísimas ideas.» [1]

Fácil es inferir las consecuencias del armonismo anunciado en este curiosísimo pasaje. La pluralidad, división y diversidad de las cosas mundanas no preexisten en las nociones ideales de ellas. Aunque la primera idea del universo, que está en la mente del Sumo Hacedor, sea  multifaria, esto es, de muchas maneras en orden a las esenciales partes del mundo, no por eso aquella multiplicidad induce en ella diversidad esencial separable ni número dividido, sino que es de tal modo múltiple, que queda en sí indivisible, pura y simplicísima, y en perfecta unidad, «conteniendo juntamente la pluralidad de todas las partes del universo producido, con todo el orden de sus grados, de tal suerte, que donde está la una están todas, y todas no quitan la unidad de la una... Allí el ser contrario no está dividido del otro en lugar ni es diverso en esencia oponente, sino que en la idea del fuego y en la del agua, y en la del simple y en la del compuesto, y en la de cada parte, está la del universo todo, y en la del todo la de cada una de esas partes, de tal suerte, que la muchedumbre, en el entendimiento del primer artífice, es pura unidad, y la Divinidad es la verdadera identidad de lo uno y de lo múltiple».

Viene a ser, pues, la Idea, en el sistema de León Hebreo, «una [p. 69] esencial luz solar, que en su unidad contiene todos los grados y diferencias de los colores». Identifícase con la sabiduría divina o con el Logos, porque no sólo en el entendimiento divino, sino en todo actual entendimiento, la sabiduría y la cosa entendida y el mismo entendimiento son una sola cosa en sí. Y si esta hermosura cabe en cualquier entendimiento creado, ¡cuánto más en el purísimo entendimiento divino, que de todas maneras es uno mismo con la sabiduría ideal; y «así como produce el mundo, lo conoce todo y conoce todas sus partes y las partes de las partes, en un simplicísimo conocimiento, esto es, conociéndose a sí mismo, y en él es lo mismo el conociente y el conocido, el sabio y la sabiduría, el inteligente y el entendimiento y las cosas de él entendidas! Están, pues, las ideas en el entendimiento divino, «todas juntamente, abstractas de materia, de mutación o alteración y de toda manera de división y muchedumbre».

¿Cómo se efectúa en este sistema el tránsito del orden ontológico al psicológico , del conocimiento divino al conocimiento humano? Platón y Aristóteles, concordados bajo los auspicios de Plotino, van a darnos la respuesta. Nuestra alma es una figuración latente de todas aquellas espirituales formas—las ideas—por impresión que en ella hace el alma del mundo, origen ejemplar suyo; lo cual llama Platón reminiscencia, y Aristóteles, interpretado platónica y libérrimamente por León Hebreo, entendimiento en potencia. Las formas o especies representadas por los sentidos, hacen relumbrar las formas y esencias ideales que están latentes en nuestra alma. «A este relumbrar llama Aristóteles acto de entender, y Platón, recuerdo, pero la intención de ambos es una misma en diversas maneras de decir.» El alma intelectiva aunque de suyo sea clara como rayo de la luz divina, está ofuscada por la densidad de la materia, y no puede llegar a los resplandecientes conceptos de la sabiduría y a los ilustres hábitos de la virtud, sino realumbrada por la luz divina, la cual, reduciendo el entendimiento de la potencia al acto, y alumbrando las especies y las formas que proceden del acto cogitativo, le hace actualmente intelectual, con acto claro y perfecto. El entendimiento, por su propia naturaleza, no tiene una esencia señalada, sino que es todas las cosas; y si es entendimiento posible, es todas las cosas en potencia; y si es entendimiento en acto y pura forma, contiene [p. 70] en sí todos los grados del ser de las formas y de los actos del universo, todos juntamente en ser, en unidad, en pura simplicidad, con mucha mayor perfección y pureza intelectual que la que ellos tienen en sí mismos. El entendimiento actual que alumbra al nuestro posible, no es otro que el Altísimo Dios, y así, la bienaventuranza consiste en el conocimiento del intelecto divino, en el cual están todas las cosas primero y con más perfección que en ningún entendimiento criado, porque están en él esencial y causalmente, sin división o multiplicación alguna, antes en simplicísima unidad. El último término a que en la vida terrena puede ascender este conocimiento intuitivo, tiene su nombre en la Psicología alejandrina: se llama el éxtasis, y León Hebreo le describe en los mismos términos que Plotino y Abubeker, pero mezclando siempre algo del tecnicismo peripatético: «entonces el entendimiento, alumbrado de una singular gracia divina, sube a conocer más alto que al humano poder y a la humana especulación conviene, y llega a una tal unión y copulación con el sumo Dios, que nuestro entendimiento se conoce como siendo razón y parte divina más que entendimiento en forma humana...; y, en conclusión, te digo que la felicidad no consiste en aquel acto cognoscitivo de Dios que guía al amor, ni consiste en el amor que al conocimiento sucede, sino que solamente consiste en el acto copulativo del íntimo y unido conocimiento divino, que es la suma perfección del entendimiento creado.»

Tales son los fundamentos metafísicos del neoplatonismo de León Hebreo, pero no bastan ellos solos para dar idea cabal de la extraña originalidad de los detalles y de la riqueza del sistema. Nada hemos dicho de su cosmogonía, verdadero poema περ&λσαθυο; ϕύσεως , más inspirado en el Timeo que en la Física: nada de sus disquisiciones sobre la comunidad del ser del amor y su amplia universalidad, sobre los amores y la unión generadora del gran cuerpo del cielo con la materia prima: nada de su filosofía de la voluntad, ni de su estética, brillante comentario del Simposio y del libro VI de la primera Enéada; nada, en fin, de su temeraria exégesis, que, a pesar de sus inauditos arrojos y cavilaciones, ni retrajo a los intérpretes cristianos, ni hizo sospechoso el libro. Todo lo cubría el exaltado misticismo del autor, su bella y simpática doctrina del amor como espíritu vivificante que penetra [p. 71] el mundo y como atadura del universo. Nadie espiritualizó tanto el concepto de la forma, nadie le unificó más, y nadie se atrevió a llegar tan lejos en las conclusiones de la teoría platónica, hasta construir esa síntesis deslumbradora que abarca todo el cerco de los entes, afirmando donde quiera la eterna fecundación del amor. Doctrina que puede ser telematológica en el punto de arranque, puesto que León Hebreo usa el mismo procedimiento psicológico que los Alejandrinos, pero que en su término es esencialmente ontológico, puesto que viene a considerar el mundo como una objetivación del amor o de la voluntad, que se revela y hace visible en infinitas apariciones y formas. [1]

Si los diálogos de Judas Abarbanel estaban escritos, como de un pasaje del tercero de ellos se infiere, desde el año 1502 (5262 de la creación, según el cómputo hebreo), es indudable que precedieron bastante, y debieron de influir de un modo muy eficaz en los diversos libros de platonismo erótico-recreativo, publicados en Italia y España desde la primera mitad del siglo XVI. Entre ellos baste recordar, por el hecho de haber sido inmediatamente trasladados a nuestra lengua, los Asolani del cardenal Bembo, razonamientos algo pedantescos sobre el amor, que se suponen habidos en la corte de la Reina de Chipre; y el Cortesano del conde Baltasar Castiglione, Nuncio que fué de Clemente VII en España, desde 1525 hasta su muerte, acaecida en Toledo el 10 de febrero de 1529. El cuarto libro de esta especie de Manual de cortesía y buen tono caballeresco, termina con un largo y bellísimo razonamiento sobre el amor y la hermosura, puesto en boca del mismo cardenal Bembo, trozo muy digno de memoria, no sólo por la peregrina hermosura de la dicción, que resulta mayor, si cabe, en la prosa castellana de su intérprete Boscán, sino porque el [p. 72] mero hecho de intercalar una paráfrasis del Phedro y del Banquete en un libro de urbanidad, demuestra hasta qué punto había penetrado la moda platónica en el mundo elegante de Italia, y en el círculo de sus poetas y de sus artistas. El ejemplo de estos libros italianos que difundían hasta en el vulgo y entre las mujeres los principios de la filosofía del amor, contribuyó, sin duda, a multiplicar en España los diálogos de asunto estético y philográphico, todos esencial y declaradamente platónicos. Así, el célebre botánico Cristóbal de Acosta escribió Del amor divino, natural y humano; el heroico capitán Francisco de Aldana compuso un Tratado de amor en modo platónico; el grave jurisconsulto aragonés micer Carlos Montesa, mal consejero del justicia Lanuza, una Apología en alabanza del amor. Finalmente, pueden recordarse el ingenioso y ameno Diálogo de amor, obra rarísima de autor anónimo, publicada en Burgos por Juan de Encinas en 1593, y el voluminoso Tractado de la hermosura y del amor , [1] de Maximiliano Calvi, italiano de origen, pero no de lengua, el cual Tractado, en la mayor parte de su contexto, es un mero plagio de los Diálogos, de León Hebreo, y de los dos libros De pulchro y De Amore, del célebre peripatético Agustín Nipho Suessano, como largamente he probado en otra ocasión.

Esta philographia, o disciplina amatoria, y esta estética platónica, fueron una especie de filosofía popular en España y en Italia durante todo el siglo XVI. Su expresión más alta debe buscarse en aquella incomparable oda de Fr. Luis de León a la música del ciego Salinas, donde, con frases de insuperable serenidad y belleza, está expresado el poder aquietador y purificador del arte; la escala que forman las criaturas para que se levante el entendimiento desde la contemplación de las bellezas naturales y artísticas hasta la contemplación de la suma increada hermosura; la armonía viviente que en el Universo rige; armonía de números concordes que los pitagóricos oían con los ojos del alma; música celeste, a la cual responde débil y flacamente la música humana. Pero la expresión popular y más difundida y vulgarizada, aparece todavía más de resalto, por lo mismo que es menos metafísica, [p. 73] en los poetas eróticos, tales como Camoens, Herrera [1] y Cervantes (en el libro IV de la Galatea), los cuales, por lo mismo que no procedían de un modo discursivo, sino intuitivo, y tomaban llanamente sus ideas del medio intelectual en que se educaban y vivían, nos dan mucho mejor que los filósofos de profesión, ya escolásticos, ya místicos, ya independientes, el nivel de la cultura de su edad, mostrándonos prácticamente cómo esos conceptos idealizaban y transformaban la manifestación poética del amor profano, y cómo al pasar éste por la red de oro de la forma poética perdía cada vez más de su esencia terrena y llegaba a confundirse en la expresión con el amor místico, como si el calor y la intensidad del afecto depurase y engrandeciera hasta el objeto mismo de la pasión. Es cierto que para la mayor parte de los artistas y de los hombres de letras no era el platonismo otra cosa que un recurso semejante a la mitología, una retórica de lugares comunes, medio paganos y medio cristianos, sobre el Bien Sumo y la Belleza Una en Dios y derramada difusamente en las criaturas. Pero el sólo hecho de insertar tales teorías, como Cervantes lo hizo, en una pastoral, en un libro de ameno entretenimiento, destinado a correr en el cestillo de labor de dueñas y doncellas, demuestra cuán vigoroso era el empuje de la corriente platónica en el siglo XVI. Platónico, y probablemente derivado de Castiglione, era el sentido de aquella cierta idea que venía a la mente de Rafael y le servía de modelo para sus creaciones. Platónicos son los sonetos de Miguel Ángel y los de Victoria Colonna, y las elegías del divino Herrera, y los diálogos del Tasso y sus sonetos, y los cantos de innumerables poetas eróticos que juntaron a los recuerdos de la antigua casuística amorosa de la Edad Media, tal como el Petrarca la había interpretado y tal como Ausias March la había realzado con mayor sinceridad de sentimiento y más intimidad de espontánea psicología, las enseñanzas de la nueva Academia Florentina y las de aquel judío español cuya influencia no era menos honda, aunque se confesase menos. Puede decirse que las lecciones de Diótima (la fada Diótima. que decía León Hebreo) estaban entonces en la atmósfera, y que [p. 74] todo el mundo la respiraba hasta sin darse cuenta de ello: en los libros místicos, las almas piadosas; en los de erudición y preceptiva, los doctos; en los de apacible entretenimiento, los mundanos. El que, para recoger piadosamente su espíritu, soltaba de las manos la Galatea, y buscaba en las obras del venerable Granada el Memorial de la vida cristiana, tropezaba allí con la doctrina de las ideas arquetipos, expresada con encantadora ingenuidad y modificada conforme al sentir de San Agustín y de Santo Tomás: «Y si es lícito comparar las cosas altas con las bajas, así como en la oficina de un famoso impresor, además del maestro mayor que rige la estampa, hay muchas formas y diferencias de letras, unas grandes y otras pequeñas, unas quebradas y otras iluminadas y de otras muchas maneras, así, Dios mío, contemplo yo vuestro divino entendimiento como una grande y real oficina, de donde salió toda la estampa deste mundo, en el cual no está solamente la virtud eficiente y obradora de todas las cosas, mas también infinitas diferencias de formas y de hermosísimas figuras, conforme a las cuales salieron las especies y formas criadas que vemos y que no vemos, aunque estas formas en Vos no sean muchas, sino una simplicísima esencia, la cual, de diversas maneras, por diversas cristuras es participada. De suerte, que no hay criatura fuera de Vos que no tenga su forma y modelo dentro de Vos, conforme a cuya traza fué sacada. Estas son aquellas ideas que los filósofos ponían en vuestro divino entendimiento.» [1] Y si del Memorial pasaba a las Adiciones, allí se encontraba traducido a la letra la mayor parte del razonamiento de la forastera de Mantinea, recomendado y encarecido con estas tan expresivas y aun hiperbólicas palabras: «Casi todo esto que aquí habemos dicho acerca de la divina hermosura, dice maravillosamente Platón, en persona de Sócrates, en el diálogo que llaman del Convite... ¿Qué cristiano habrá que no se espante de ver en estas palabras de gentiles resumida la principal parte de la filosofía cristiana? » [2] Escribía el admirable prosista franciscano Fr. Juan de los Ángeles su regalado libro de los Triumphos del amor de Dios (1590), siguiendo «la doctrina del divino contemplativo Dionysio, y de Platón en [p. 75] su Convite de amor, porque entre todos los que de esta materia hablaron, con justo título llevan la palma». El beato Alonso de Orozco, mostrándose digno hijo de San Agustín, esmaltaba su tratado De la suavidad de Dios (1576), de sentencias platónicas, y no teniendo reparo en llamar divino filósofo al autor de ellas, añadía con verdadero asombro: «Platón, en aquel Convite que escribió, me admira, en sola lumbre natural, las grandezas que dice de Dios.» El archiplatónico Tratado del amor de Dios, compuesto por otro agustino, Cristóbal de Fonseca, obtenía la honra, no sé si enteramente merecida, de ser citado por Cervantes nada menos que al lado de los diálogos de León Hebreo. [1] Y, finalmente, para no hacer interminable a poca costa esta enumeración, pues nada hay más abundante que estos rasgos platónicos en nuestros libros de devoción, citaré el ejemplo decisivo de Malón de Chaide, que en la parte cuarta de su lozanísima Conversión de la Magdalena, intercaló un verdadero tratado de Metafísica alejandrina, siguiendo—como él dice—a los que mejor hablaron desta materia del amor, que son: Hermes Trimegisto, Orfeo, Platón y Plotino, y al gran Dionisio Areopagita, y a algunos de los anriquísimos filósofos, mezclando lo que en la Sagrada Escritura hallare que pueda levantar esta materia». Pero, en realidad, la mayor parte del trabajo se le dió hecho Marsilio Ficino en su diálogo sopra l'amore, no sólo imitado y explotado, sino traducido alguna vez literalmente por Malón de Chaide, como acaba de probar un joven y docto escritor, ornamento de la Orden a que Malón de Chaide pertenecía. [2] No sólo en la teoría de la belleza y en la teoría del amor era Malon de Chaide fervoroso platónico; lo era también, y no podía menos de serlo, en la doctrina de las ideas, sin la cual aquellos conceptos no pueden ser entendidos ni [p. 76] explicados. Pero al admitir las ideas, rechazaba los sueños y oscuridades de aquellos primeros platónicos que las imaginaban distintas y separadas de la mente divina, o bien contenidas en el alma del mundo, y por el contrario, se declaraba neoplatónico y secuaz de Plotino, que dijo divinamente que las ideas están en el mismo Dios, y de él lo tomó mi Padre San Agustín, y de San Agustín los teólogos. Son, pues, las ideas—según el parecer de Malón de Chaide comentando a Plotino—, «las fuerzás infinitas e inefables de la sabiduría divina, inmensas fuentes fecundísimas, formas primeras que concurren en una divinidad, esto es, que son una cosa con Dios, porque aunque se llaman por diversos nombres, y en el nombrallas nos parezcan muchas, pero en hecho de verdad no lo son, porque Dios es simplicísimo y son el mismo Dios, y así las llamamos muchas y una... En hecho de verdad, todo lo criado e infinito, y más que Dios con su infinito poder puede criar, no es más que retrato de las perfecciones que en sí tiene, porque si en sí no tuviera perfección de ángel, no le pudiera criar, y si no tuviera perfección de sol y estrella, y hombre y de lo demás, mal pudiera criar el sol, las estrellas, el hombre y lo demás que está criado; de suerte que en sí tiene las ideas o perfecciones que decimos, y porque él es infinito, por eso tiene infinitas, y porque conforme a aquéllas cría las cosas, por eso puede hacer infinitas. Hace como si vos tuviésedes un sello ochavado de oro que en la una parte tuviese un león esculpido; en la otra, un caballo; en otra, un águila, y así de las demás; y en un pedazo de cera imprimiésedes el león; en otro, el águila; en otro, el caballo; cierto está que todo lo que está en la cera está en el oro, y no podéis vos imprimir sino lo que allí tenéis esculpido. Mas hay una diferencia, que en la cera al fin es cera, y vale poco; mas en el oro es oro, y vale mucho... En las criaturas están estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro, son el mismo Dios».

¿Y quién ha de negar sabor platónico a aquellos incomparables diálogos de los Nombres de Cristo, en que Fr. Luis de León rivalizó con el mismo fundador de la Academia, si no en la fuerza de interés dramático, a lo menos en el arte luminoso con que los conceptos más abstractos aparecen bañados y penetrados por el divino fulgor de la hermosura? Otras doctrinas, además de la platónica, han influido ciertamente en el pensamiento de Fray [p. 77] Luis de León: mucho la escolástica tradicional, algo el lulismo; pero no puede negarse que al insistir con tanto encarecimiento en la noción de unidad, punto nada secundario, sino trascendental en grado sumo, y al buscar con tanto ahinco la conciliación entre este concepto y el de diversidad, obedecía a aspiraciones armónicas que en la escuela de Alejandría tuvieron su primer origen. «La perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una dellas tenga en sí a todas las otras, y en que siendo una, sea todas cuantas le fuere posible, porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a él, haciéndosele semejante. La cual semejanza es, conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el fin y como el blanco a donde envían todos sus deseos las cria turas... Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo mi ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del universo, y se reduzga a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando no mezcladas se mezclen, y permaneciendo muchas no lo sean, para que extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo qual es avecinarse la criatura a Dios, de quien mana, que en tres personas es una esencia, y en infinito número de excellencias no comprensibles, una sola, perfecta y sencilla excellencia. Y porque no era posible que las cosas así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les dió a cada una de ellas, demás del ser real que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado que él y que nace en cierta manera dél, con el qual estuviessen y viviessen cada una dellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas y todas en cada unas.» ¡Siempre la misma tendencia al armonismo en todos los grandes esfuerzos de la Metafísica española, lo mismo en Aben Gabirol que en Raimundo Lulio, lo mismo en Sabunde que en León Hebreo o en Fox Morcillo! [1]

[p. 78] Si apartamos la vista de la numerosa y brillante falange de los místicos, para ponerla en el no menos lucido y alentado escuadrón de los teólogos y filósofos escolásticos, no nos será difícil tropezar con huellas platónicas, aun reconociendo que en la Escuela predominaron siempre con gran exceso y ventaja la autoridad de Aristóteles y el método y las tendencias peripatéticas. Ya la antigua escolástica, especialmente la de Santo Tomás, había incorporado en su vasto organismo algunos conceptos platónicos de la mayor importancia, admitidos generalmente entre los teólogos cristianos desde la época de San Agustín. Pero no me refiero a este primitivo caudal que de Santo Tomás hubo de pasar a todos sus expositores, sino que pongo la atención en algo que los del siglo XVI añadieron, tomándolo directamente de Platón o de sus intérpretes florentinos. Ya Melchor Cano, en el libro X de sus Lugares Teológicos, al discurrir sobre la autoridad de los filósofos y la utilidad que pueden prestar al teólogo, y vindicarlos del ignorante desdén de los luteranos, [1] que dirigían entonces contra las fuerzas naturales de la razón humana argumentos no muy diversos de los que luego puso en moda la escuela tradicionalista, mostró inclinarse a una mayor benevolencia respecto de Platón, y a restringir un tanto la sentencia de Santo Tomás respecto de la primacía filosófica de Aristóteles. Concedía de buen grado a los platónicos aquel profundo teólogo y elegantísimo escritor, que en las cuestiones de la inmortalidad [p. 79] del alma, de la providencia de Dios, de la creación, del Sumo Bien y de los premios y castigos de la otra vida, Platón se había explicado con más claridad y firmeza que Aristóteles, acercándose más que él a la doctrina católica. Pero al mismo tiempo observaba que no era posible ni conveniente desarraigar de las escuelas la enciclopedia de Aristóteles, puesto que los diálogos de Platón, por su manera libre y poética, y por no abarcar metódicamente las diversas partes de la filosofía ni tocar siquiera muchas de sus cuestiones, no podían en manera alguna sustituirla como texto de enseñanza. Sin despreciar, pues, ni el parecer de San Agustín, que prefirió a Platón, ni el de Santo Tomás, que prefirió a Aristóteles, aceptaba el segundo cum moderatione quadam, concediendo algo a los amigos de Platón, y no empeñándose vanamente en convertir a Aristóteles en filósofo cristiano, violentando y torciendo sus palabras. [1]

La grande autoridad de Melchor Cano llevó al partido de esta moderatio quaedam, o sea, benevolencia relativa, que no nos abrevemos a llamar eclecticismo, a los más grandes teólogos de [p. 80] nuestra edad de oro, sin excluir a los más fervorosos tomistas de la misma Orden de Predicadores a la cual Melchor Cano pertenecía. Él mismo era continuador en esto de la sabia y prudente libertad de ánimo de su maestro Francisco de Vitoria, de quien dice Cano, por el mayor elogio, que «en algunas cosas disintió de Santo Tomas, y que mereció, a su juicio, mayor elogio disintiendo que consistiendo, porque no conviene recibir las palabras del Santo Doctor a bulto y sin examen».

Aun siendo Aristotélicos, pues, dieron cierta importancia al elemento platónico, no ya sólo los que pudiéramos llamar escolásticos humanistas, verdaderos escolásticos del Renacimiento, como Vitoria y su glorioso discípulo, sino los que, a juzgar por otros indicios, más bien debieran colocarse en el grupo de los intransigentes y de los desafectos a novedades. Tal acontece, por ejemplo, con el dominico Fr. Bartolomé de Medina, uno de los acusadores de Fr. Luis de León. Pues bien; Bartolomé de Medina, cuando en su exposición de la primera parte de la Summa, llega a tratar por incidencia de la hermosura y del amor, junta amigablemente doctrina de platónicos y de peripatéticos, refriéndose con especial elogio a Plotino y al «divino Platón en aquel elegantísimo diálogo de su Convite». [1] Sigue las huellas de Medina su ilustre sucesor en la cátedra, Domingo Báñez, y al tratar de igual cuestión, acepta la definición platónica de la belleza, citando expresamente el Fedro, el Simposio y el Hipias Mayor, como fuente de su doctrina. [2]

Todavía son más frecuentes los vestigios platónicos y neoplatónicos en los grandes maestros de la Compañía de Jesús, que en la antigua España se distinguieron siempre por su indepencia [p. 81] filosófica, hasta el punto de constituir una verdadera disidencia dentro del escolasticismo tomista; disidencia que se hizo principalmente visible en las cuestiones de Gracia y libre arbitrio, pero que en Vázquez, en Toledo, en Suárez, en Rodrigo de Arriaga (especialmente), alcanza un carácter más general y se extiende a puntos filosóficos de tanta importancia, como la no distinción real entre la esencia y la existencia, el concepto propio de la unidad trascendental, el conocimiento intelectual de los singulares, la identificación de la cantidad con la materia, la no distinción real entre las potencias del alma y el alma misma, etcétera. Libros hay de jesuítas nuestros, como el elegantísimo de Benito Pererio De Communibus omnium rerum naturalium principiis et affectionibus, [1] que más que a la escolástica parecen pertenecer a la filosofía del Renacimiento; y los diálogos De Morte et Inmortalitate del P. Mariana, aunque reproduzcan doctrina de la Escuela, lo hacen en modo y forma tal, que al mismo Cicerón diera envidia, y la presentan tan artísticamente engastada, que parecen un eco cristiano del Phedon. Resolvió Pererio la cuestión de principiis con sentido aristotélico puro; pero como era hombre de inmensa erudición clásica, conocedor, no sólo de las doctrinas de Platón y Aristóteles, sino de las de Anaxágoras, Demócrito y Leucipo, Pitágoras, Xenóphanes, Parménides, Meliso y Heráclito, que largamente expone y discute en su libro, hizo desde las primeras páginas de él bizarra declaración de libertad filosófica, [2] advirtiendo que en materias de ciencia física, el primer lugar correspondía a la observación y a la experiencia, el segundo a la razón, y sólo el último a la autoridad de los filósofos. Y si no en ésta, en otras obras suyas que se conservan inéditas, se mostró decidido partidario de la teoría platónica de las [p. 82] Ideas, y trató de conciliarla con la teoría aristotélica de la forma, en términos bastante parecidos a los que en su plan de concordia propuso Fox Morcillo. [1]

Por distinto camino la había buscado en Florencia Juan Pico de Mirándola, si bien no llevó a cumplida sazón sus trabajos, divulgando sólo, a ruegos de Angelo Policiano, la parte de ellos que se refiere al concepto aristotélico del Ser y al concepto, plotiniano, más bien que platónico, de lo Uno, considerados por Pico como igualmente universales, aunque no lo habían sido ciertamente en el pensamiento de los alejandrinos. El tratado De Ente et Uno alcanzó bastantes simpatías entre nuestros escolásticos, y mereció la honra insigne de que Suárez, en su inmortal Metafísica (disp. XXVIII, sec. III, núm. 13), calificase de egregias las razones con que Pico de la Mirándola y otros neoplatónicos abonaban su nuevo y singular sentir, que excluye a Dios [p. 83] del concepto de Ente, y le pone sobre el Ser y sobre lo Uno . [1] Con menos atenuaciones que en Suárez se mostraba la inclinación platónica y realista en Gabriel Vázquez, constituyendo quizá la nota más saliente de su doctrina. No dudaba el ilustre autor de las Disputaciones Metafísicas [2] en dar cierto género de realidad a las ideas, esencias o posibilidades de las cosas, afirmando que cuando una cosa está objetivamente en el entendimiento divino, está ya con su existencia, y con las otras circunstancias con que ha de manifestarse después; y con ellas es aprehendida por Dios como posible. Y aunque sólo después de producida haya de tener al exterior la existencia real que antes tenía en la aprehensión divina, sin embargo, como fué aprehendida con la misma existencia posible, no se puede decir que fué únicamente hecha a semejanza de su idea, sino a semejanza de sí misma, puesto que Dios exprime en la obra lo mismo que antes pensó como posible, sin formar nuevo concepto. Sobremanera nuevas y trascendentales eran las consecuencias que Vázquez infería de esta doctrina. Para él, antes del concepto del poder divino estaba el concepto de posibilidad de las cosas. Dios puede o no puede hacer una cosa en cuanto ella es o no es posible. El fundamento metafísico de [p. 84] la ley está, pues, en la inteligencia de Dios, en lo que él llama la ciencia de Dios, y no en la voluntad divina. Esta doctrina, contraria, a lo menos en su primera parte, al universal sentir de los escolásticos, fué seguida, aunque con ciertas reservas, por el agustino Fr. Basilio Ponce de León, y renovada luego por Leibniz, como capitalísima en su Teodicea. Mostrábase también la tendencia realista de Vázquez en admitir y dar por bueno el argumento de San Anselmo, rechazado generalmente por los conceptualistas escolásticos como un sofisma de tránsito. [1]

[p. 85] Si en tan amigables relaciones vivió la doctrina de Platón con la de nuestros místicos y escolásticos, aun predominando en ellos la tradición peripatética, mayores sufragios parece que había de lograr en el campo de los pensadores independientes, que en tanto número produjo nuestro siglo XVI. Y, sin embargo, fuera del gran nombre de Fox Morcillo, la filosofía de los humanistas tiende más al Liceo que a la Academia, y la filosofía de los naturalistas (Laguna, G. Pereyra, Valles, Huarte), busca en la observación física y psicológica su criterio. Italia misma no posee un grupo de aristotélicos puros—llamémoslos alejandristas, helenistas o clásicos—, tan compacto y brillante como el que forman Sepúlveda, Vergara, Govea, Cardillo de Villalpando, Martínez de Brea, Fr. Arcisio Gregorio, Pedro Juan Núñez, Monzó, Monllor, Bartolomé Pascual y Antonio Luis. Por obra y diligencia de estos beneméritos varones, a cuyos esfuerzos cooperaron dignamente algunos escolásticos reformados, tales como Pedro de Fonseca, Couto, Goes y D. Sebastián Pérez, hablaron de nuevo en lengua latina la mayor parte de las obras de Aristóteles con una exactitud, claridad y elegancia que no habían alcanzado en las versiones anteriores; hízose texto de nuestras escuelas el texto griego de Aristóteles; restablecióse la antigua alianza entre los estudios matemáticos y los filosóficos; divulgóse el conocimiento de los comentarios helénicos de Aristóteles, especialmente del de Alejandro de Afrodisia; fueron victoriosamente refutadas las superficiales innovaciones ramistas, y restablecido en su propia y justa estimación científica el Organon, que Núñez comentó y defendió egregiamente; y, finalmente, fué traída a lengua castellana, mucho antes que a ninguna otra de las vulgares, toda la enciclopedia aristotélica, merced a los esfuerzos de Simón Abril, de Funes y [p. 86] de Vicente Mariner, a quien pudiéramos llamar el Tostado de los traductores. [1] Con esta universal difusión de la doctrina de Aristóteles hasta en sus tratados más abstrusos y más apartados de la vulgar inteligencia, contrasta la penuria de versiones de Platón en lengua castellana durante todo aquel siglo, en términos tales, que, salvo la del Cratylo y la del Gorgias, hechas por Pedro Simón Abril, que ni siquiera llegaron a imprimirse, y las del Critón y el Fedón, por el bachiller Pedro de Rhua, que corrieron igual fortuna, pero que todavía se conservan, no recuerdo por el momento otra ninguna, si bien fuera temerario afirmar que no existen. Aun los mismos comentarios latinos, reducidos como están a los trabajos de Fox Morcillo sobre el Timeo, el Phedon y la República, no pueden competir ni remotamente en número, aunque sí en calidad, con la copiosa biblioteca que formarían reunidas las obras de nuestros peripatéticos helenistas. El mismo Simón Abril traducía a Platón con intento puramente literario, puesto que él en filosofía era aristotélico puro, como lo prueban la elegante Lógica o Filosofía Racional que imprimió en castellano, y otro tratado de Física o Filosofía Natural, que se conserva manuscrito: [2] obras de vulgarización inteligentísima, donde tiene bien que aprender el que intente adaptar el tecnicismo filosófico a nuestra lengua, tan maltratada, por lo común, en esta parte.

[p. 87] De los que venían al campo de la filosofía desde las escuelas de Medicina y otras Ciencias Naturales, podía esperarse todavía menos que de los humanistas, adhesión ni simpatía hacia el realismo platónico. Eran algunos de ellos adversarios tenaces y francos de Aristóteles; pero entre el empirismo y el idealismo no podían menos de propender al empirismo y de mirar como sueño y cavilación de espíritus ingeniosos, el fantástico mundo intelectual de las ideas separadas. Gómez Pereira, verdadero iniciador de la doctrina psicológica y predecesor de Descartes en muchas cosas, combate a muerte el nombre y la autoridad del Estagirita, marcando su total disidencia de la Escuela en las más esenciales cuestiones ideológicas y físicas; pero en su Antoniana Margarita trata con no menor desenfado a Platón y a los platónicos cristianos como San Agustín, discutiendo con áspera crítica y rechazando, como pura retórica, todos los argumentos de aquella escuela en pro de la inmortalidad del alma, que el médico de Medina del Campo intenta probar por muy diverso camino. No era él hombre que fuese a trocar una servidumbre por otra. En materias especulativas proclamaba el desprecio de toda autoridad (authoritatem quamlibet contemnendam) y el imperio exclusivo de la razón «dum de religione non agitur, rationibus tantum innixurum » . Y en sus teorías físicas, si a alguno de los antiguos se acercó, no fué ciertamente a Platón ni a Aristóteles, sino a Demócrito o a Leucipo. Partidario como él de doctrinas semiatomísticas, pero divergentísimo en todo lo demás, especialmente en la cuestión del alma de los brutos, el Hipócrates complutense Francisco Valles, mostró en sus ultimas obras, especialmente en la Philosophia Sacra, marcadas tendencias a la conciliación platónico-aristotélica, si bien dando al elemento peripatético cierto predominio sobre el académico, y mezclando uno y otro con reminiscencias pitagóricas, [1] tales y tantas, que a veces más le convierten en discípulo de Filolao o de Arquitas, y de su teoría [p. 88] de los números, y de sus razones matemáticas, que no de la filosofía post-socrática. Eran ya para Valles tres y no dos los términos de la concordia, la cual se iba ampliando más y más conforme iba siendo más claro y completo el conocimiento histórico de la primitiva filosofía griega, y sintiéndose la necesidad de remontarse, aunque fuese por fragmentos, leves indicios y testimonios dispersos, a las fuentes mismas de donde los sistemas de Platón y de Aristóteles por ley de generación racional se habían derivado. A esta necesidad histórica respondieron, sin duda los trabajos de la Academia Aristotélica que durante el Concilio de Trento establecieron D. Diego de Mendoza y varios obispos españoles, siendo alma de ella el insigne helenista Juan Páez de Castro, que se internó más que otro alguno de su tiempo en el escabroso estudio de comentadores y escoliastas, y en la crítica y revisión de los textos. «Yo estoy todo metido en Aristóteles—escribía a su amigo Zurita en 1547—, con el mayor aparejo que jamás creo que christiano lo emprendió...; tengo los textos de Aristóteles más correctos que los ha tenido hombre de ochocientos años a esta parte. Tengo todo cuanto se ha impreso de comentarios griegos. Allende desto voy juntando a Aristóteles con Platón, y Platón con Aristóteles. » Para preparar esta síntesis, se valió de todo género de auxilios: Teofrasto, Sexto Empyrico, Cantacuzeno, Jorge Scolario, Miguel Psello y hasta las paráfrasis de autores innominados le dieron singulares luces. Sabemos que, por lo tocante a Platón, dispuso de los comentarios, entonces aun inéditos, de Olympiodoro al Gorgias, al Alcibiades, al Phedon y al [p. 89] Philebo, de Theon (De necessariis mathematicis in Platonem), de la Teología Platónica de Proclo y de sus comentos al Parménides y al Cratylo. Excusamos advertir que esta enorme labor, hecha principalmente sobre los códices griegos de las dos famosas colecciones de D. Diego de Mendoza y del Cardenal de Burgos, no llegó ni podía llegar a su término, aunque Dios hubiese alargado mucho más allá de los límites naturales la vida de Juan Páez de Castro. Pero su método filológico era seguro, aunque la aplicación fuese prematura; y quien recorre hoy, por ejemplo, las hermosas colecciones de los fragmentos de filosofía griega formadas por Mullach, no puede menos de mirar con respeto a aquel ilustre español que en el siglo XVI comprendió todo el partido que podía sacarse de los exégetas y de los escoliastas. «Lo que buscaba en ellos—dice muy bien Carlos Graux—, [1] no era la manera con que habían comprendido y expresado el pensamiento de su maestro, sino el texto mismo de éste: bajo el escolio, se adivina, como por transparencia, la lección de manuscritos más antiguos en diez siglos que los nuestros: Páez había adivinado todo esto.»

Hay un grupo de pensadores del siglo XVI, que, superficialmente considerados y atendiendo a sus propias declaraciones, parece que habría que colocar en el número de los Platónicos, aunque, bien mirado, su platonismo es puramente exterior y retórico, y más que otra cosa una bandera de motín contra la autoridad de Aristóteles, y una aspiración de reforma, mal definida y poco concreta, importante como síntoma revolucionario más bien que como doctrina. Me refiero a los llamados ramistas o partidarios de Pedro Ramus. Ramus, que era un gramático y no propiamente un filósofo, emprendió arruinar, no solamente la escolástica, sino la misma doctrina de Aristóteles, dando clarísimas muestras de no entenderlo. Sus innovaciones no pasaron de la lógica, y aun allí se detuvieron en la corteza. Invocaba el nombre [p. 90] de Platón, como era moda entre los agitadores filosóficos de entonces; pero en lo poco que escribió de Metafísica, se mostró ajeno a toda concepción realista, y en la misma dialéctica nunca vió más que el arte y la práctica de la disputa. No basta llamarse platónico para serlo: no todos los que llevan el tirso están iniciados en los misterios de Baco. El que ofreció demostrar en público certamen, que todo lo que había enseñado Aristóteles era error y mentira, bastante indicaba con esto sólo, que ni el pensamiento de Platón, ni el de Aristóteles, habían encarnado muy adentro de su espíritu frívolo, bullicioso y temerario. Con alguna mayor templanza siguieron sus huellas algunos humanistas españoles, siendo los dos más notables el protestante abulense Pedro Núñez Vela, profesor de griego en Lausana, y el memorable autor de la Minerva y padre de la Gramática General, Francisco Sánchez de las Brozas. Pero Núñez, en su rarísima Dialéctica , [1] se limitó a combatir la superstición de los que miraban a Aristóteles como un Dios, y ponían sus sentencias en el mismo grado de estimación que las de los Sagrados Libros, y aunque era amigo personal de Pedro Ramus y aceptaba una parte de sus innovaciones, nunca le imitó en su intemperancia contra los peripatéticos. En cuanto al Brocense, cuyas doctrinas de filosofía gramatical son independientes de la dirección de Pedro Ramus, es cierto que en muchas cosas de su Organon Dialecticum et Rhetoricum y de su tratado De los errores de Porfirio, siguió a Ramus y a Omer Talón, su discípulo, absorbiendo, como ellos, la Retórica en la Lógica, o viceversa; desterrando de la Lógica misma todas las cuestiones físicas y metafísicas; haciendo cruda guerra a la división de los silogismos, a las proposiciones modales, a los términos vocales, mentales, cathegoremáticos y equívocos; negando la autenticidad de diversas partes del Organon; ensañándose con los predicables de Porfirio, y dando alguna muestra de inclinarse al sentido [p. 91] realista y platónico en la teoría de los universales, si bien trató el punto tan de paso, que apenas puede alcanzarse el verdadero fondo de su pensamiento. De todos modos, fué el unico que en este grupo de insurgentes tuvo una aspiración verdaderamente fecunda, a la cual no fueron extrañas, a lo menos en su punto inicial, las enseñanzas del Cratylo [1] sobre la filosofía de la palabra.

Independientemente y aislada de todos los grupos hasta aquí mencionados, levántase la sombría y trágica figura de aquel antitrinitario aragonés, víctima de los odios teológicos de Calvino, y eternamente memorable en los anales de la ciencia, por haber descrito con claridad y exactitud, antes que otro ninguno, la pequeña circulación o circulación pulmonar. [2] Espíritu aventurero, pero inclinado a grandes cosas, pasó como explorador por todos los campos de la ciencia, y en casi todos dejó algún rastro de luz. Inteligencia sintética y unitaria, llevó el error a sus últimas consecuencias, y dió en el panteísmo, como solían dar los herejes españoles e italianos de aquellos tiempos, cuando discurrían con lógica. Teólogo herético, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo neoplatónico, médico, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable a la vez que soñador místico; extremoso en todo, voltario e inquieto, errante siempre, como el judío de la leyenda, espíritu salamandra, cuyo centro es el fuego, según la expresión [p. 92] de uno de sus biógrafos alemanes, la historia de su vida y de sus opiniones excede a la más complicada novela. Esta historia he procurado trazarla en un libro mío, y no es del caso repetirla: baste fijar la parte que el elemento neoplatónico puede reclamar en la concepción cristológica de Miguel Servet. El desarrollo de esta doctrina tiene dos fases principales, aparte de otras secundarias que ha distinguido con mucha sutileza Tollin, el más erudito y mejor informado de los biógrafos y expositores de Miguel Servet. La primera fase, contenida en los siete libros De Trinitatis erroribus (1531) y en los diálogos De Trinitate (1532), es puramente teología arriana, sin mezcla ni intrusión de elemento filosófico alguno. El Logos está entendido en la significación material de oráculo, voz o palabra de Dios; [1] las Divinas personas no son todavía para Servet hipostases, sino formas varias de la Divinidad, facies multiformes, Deitatis aspectus: el vocablo emanación está expresamente rechazado, como de sabor demasiado filosófico, [2] aunque por otra parte, Servet parece profesar un emanatismo de la especie más ruda y materialista que puede imaginarse, hasta afirmar que «la carne de Cristo fué educida o sacada de la substancia divina». No hay, pues, filosofía de ninguna escuela en estos primeros escritos; pero hay ya un verdadero y resuelto panteísmo, lo cual debe tenerse muy en cuenta para no achacar a las doctrinas de Alejandría más responsabilidad de la que realmente tuvieron en los últimos delirios de Servet. Servet, mucho antes de haber estudiado a Philón y a Proclo, y cuando no se inspiraba más que en el texto bíblico interpretado a su modo, y en los primeros escritores de la Reforma, enseñaba [3] ya, sin ambajes, que «Dios es nuestro espíritu», que «Dios es la esencia [p. 93] universal y esenciante», que «Elohim es la fuente, de donde todas las cosas emanaron», y que «Dios, en sí mismo, no tiene naturaleza alguna».

Durante los años que transcurrieron desde 1532, fecha de los Diálogos, hasta 1553, en que publicó el Christianismi Restitutio, las ideas de Miguel Servet experimentaron una modificación profundísima. El antiguo teólogo persistió en él, pero se amalgamó extrañamente con el anatómico y el fisiólogo, condiscípulo de Vesalio y ayudante de Winter, con el astrólogo y matemático del Colegio de los Lombardos; y de una manera no menos extraña, con el pensador idealista imbuído, hasta los tuétanos, de las doctrinas neoplatónicas que en la Florencia del Renacimiento se predicaban, y aun cegado por reminiscencias y vislumbres de la escuela unitaria de Elea. Así nos aparece Servet en aquella especie de enciclopedia gnóstica, en aquel torbellino cristocéntrico, que acabó por arrastrar a su autor a la hoguera de la colina de Champel, encendida por los calvinistas con leña verde para alargar el suplicio. No es posible engañarse sobre el carácter de esta última evolución del pensamiento servetiano. El mismo autor disipa toda duda con sus citas de Hermes Trismegisto, Jámblico, Porfirio, Proclo y Plotino, y aun de algunos filósofos hebreos, como Aben-Ezra y Maimónides. La teoría de las Ideas está expuesta en toda su amplitud, al tratar del nombre Elohim. Desde la eternidad estaban en Dios las imágenes o representaciones de todas las cosas, reluciendo en el Verbo (Logos) como en su arquetipo. Dios las veía todas en sí mismo, en su luz, antes que fueran creadas, del mismo modo que nosotros, antes de hacer una casa, concebimos en la mente su idea, que no es más que el reflejo de la luz de Dios, porque el pensamiento humano, como dice Philon, es una emanación de la claridad divina. Sin división real de la sustancia de Dios, hay en su luz infinitos rayos que relucen de diversos modos. La Idea es luz que enlaza lo espiritual con lo corpóreo, conteniéndolo y manifestándolo en sí todo. Las imágenes que están en nuestra alma, como son lúcidas, tienen íntima conexión y parentesco con las formas externas, con la luz exterior y con la misma luz esencial del alma. Y esta luz esencial del alma contiene las semillas de todas esas imágenes, por comunicación de la luz del Verbo, en el cual está la imagen ejemplar de todas.

[p. 94] Esta doctrina, más que platónica, es philoniana; pertenece a aquella escuela judaica de Alejandría que quiso llevar a término la unión de la filosofía griega y de la teología hebrea, y abrió los caminos del neoplatonismo. De Philon ha pasado íntegramente a Miguel Servet la distinción entre el Logos interno y externo ( λόγος &17;νδιάθετος͵ λόγος προϕορικός ) y aun el mismo concepto del Logos como lugar de las ideas, de los ejemplares eternos y razones de las cosas, o lo que es lo mismo, como un mundo intelectual, prototipo del mundo visible, el cual realmente no nos ofrece más que simulacros vanos y sombras que pasan. Pero el idealismo de Miguel Servet no se explica totalmente con Philon, ni con los alejandrinos propiamente dichos. Es cierto que Miguel Servet afirma, como Plotino, la Divinidad de lo Uno, la unidad universal en su simplicidad perfecta, el ente universalísimo pero abstracto, ente incomprensible, inimaginable, incomunicable e impersonal, que en rigor tampoco puede llamarse ente ni esencia, porque está sobre la esencia y el ente, y viene a confundirse con la nada o con la mera posibilidad de ser. Pero como Miguel Servet se empeña en aparecer a un tiempo cristiano y panteísta, empieza por corregir la doctrina de Plotino con ayuda de la de Proclo, y admite, siguiendo al filósofo ateniense, una doble consideración de lo Uno: 1.º Como cosa inimaginable e inaccesible en sí; 2.º Como esencia uniforme, fondo y substratum de todos los seres. Bajo este aspecto, «Dios es la mente omniforme, el piélago infinito de la substancia, que lo esencia todo, que da el ser a todo, y que sostiene las esencias de infinitos millares de naturalezas metafísicamente indivisas». [1] De Proclo acepta también Miguel Servet el proceso o desarrollo de la esencia unidad por cuatro diversos grados, que llama modo de plenitud de substancia, modo corporal, modo espiritual, y modo ideal, singular y específico.

El modo de emanación por plenitud de substancia se da sólo en el cuerpo y espíritu de Jesucristo. Y véase de qué modo tan [p. 95] extraño viene a injertarse el cristianismo unitario de Servet en su concepción panteísta. Veinte veces afirma que «Dios es todo lo que ves y todo lo que no ves», que «Dios es parte nuestra y parte de nuestro espíritu», y, finalmente, que «es la forma, el alma y el espíritu universal», [1] y a pesar de fórmulas tan desoladas y tan crudas, su alma, naturalmente mística y enamorada de lo suprasensible, no puede resignarse ni a la unidad yerta de la concepción de Plotino, ni al frío deísmo de los socinianos, ni al grosero empirismo de los antiguos sabelianos y patripassianos. En el fondo de su alma quedaban semillas cristianas, y era, a su modo, más que devoto, ebrio de Cristo, de un Cristo ideal y arquetipo, harto semejante al de la Dogmática, de Schleiermacher; y a este Cristo así concebido le puso como centro del mundo de las Ideas. Para Servet, todo vive idealmente en Dios y todo se concentra realmente en Cristo. El panteísmo de Servet más bien debiera llamarse pan-cristianismo, porque en su sistema, Cristo es la fuente de todo, la deidad sustancial del cuerpo, del alma y del espíritu, y de su sustancia espiritual emanó por espiración la sustancia de los ángeles y de las almas.

La Cosmología y la Antropología de Miguel Servet son una mezcla confusa e incoherente de ideas materialistas y platónicas en que Leucipo y Demócrito se dan la mano con Anaxágoras, Philon y Clemente de Alejandría. Lo más original de ella es una teoría de la luz, así material como espiritual, teoría cuyos gérmenes quizá pudieran encontrarse en los diálogos de León Hebreo. A esta palabra luz da Servet unas veces el sentido directo y otras el figurado. La asimila con la entelechia de Aristóteles: es la madre de las formas, el resplandor o refulgencia de la idea, la agitación continua, la energía vivificadora, el principio de la generación y de la corrupción, la fuerza que traba los elementos, la forma sustancial de todo, o el origen de todas las formas sustanciales, puesto que de la variedad de formas y combinaciones de la luz procede la distinción de los objetos. Cuanto hay en el mundo, si se compara con esta luz, es materia crasa, divisible y penetrable. Esa luz divina penetra hasta la división del alma y del espíritu, [p. 96] penetra la sustancia de los ángeles y del alma, y lo llena todo. Así como la luz del sol penetra y llena el aire, la luz de Dios penetra y sostiene todas las formas del mundo, y es, por decirlo así, la forma de las formas . [1]

Parece que descansa el ánimo cuando de la atmósfera tormentosa en que míseramente se perdió el genio de Miguel Servet, se pasa a la atmósfera serena y lúcida en que vivió el más ilustre de los platónicos españoles del Renacimiento, Sebastián Fox Morcillo, a quien la severa disciplina de su espíritu, guiado a un tiempo por la luz de la dialéctica socrática y por el rigor deductivo del método geométrico, salvó constantemente de tropezar en los escollos de la gnosis, de la teosofía, de la cábala, de la teurgia, del misticismo panteísta en que rara vez dejaron de naufragar los que en aquella era se decían discípulos de Platón, siéndolo más bien del misticismo alejandrino. De tales quimeras y fantasmagorías, [p. 97] deleite senil de la Grecia degenerada y corrompida por el Oriente, estuvo siempre libre el ánimo austero del joven filósofo sevillano, que, al buscar la concordia entre los dos príncipes de la especulación griega, huyó cuidadosamente de todo lo que pudiera recordar la intuición plotiniana de lo Uno, no dejó penetrar por ningún resquicio en su ontología la doctrina del éxtasis, volvió los ojos a la naturaleza y al método experimental, olvidados y desdeñados de propósito por los alejandrinos; reivindicó altamente el concepto de la forma, y mantuvo sus derechos en el mundo físico contra la absorción idealista. Con él volvió el problema a plantearse en sus verdaderos términos, no en la fantástica región en que había querido plantearle y resolverle Juan Pico de la Mirándola. Los estudios habían caminado bastante para que en tiempo de Fox Morcillo no fuese ya posible la peregrina confusión entre el Parménides y las Enéadas, que todavía a los ojos de Ficino y de Lorenzo el Magnífico encerraban una misma y sola filosofía. Era preciso aislar a Platón de sus discípulos y no confundir la Academia con el Museo, por la misma razón que no era lícito ya confundir a Aristóteles con Averroes ni con la Escolástica. Aristóteles y Platón debían ser colocados frente a frente sin intermedios oficiosos, vistos en su propia obra, tales como son, distintos y singulares, pero no sistemáticamente contrapuestos ni tampoco torpemente fundidos en un sincretismo que anula sus rasgos característicos y no deja ver la razón superior bajo la cual se componen sus particulares oposiciones. Suponer que Platón enseña las mismas cosas que Aristóteles, sólo que las enseña de diversa manera, es desconocer el alcance de la polémica de Aristóteles contra la dialéctica platónica. Es cierto que el concepto de la ciencia no difiere sustancialmente en Aristóteles y en Platón; pero en Platón los principios del pensar son los mismos principios del ser, y la Lógica y la Metafísica vienen a reducirse a una sola disciplina. Por el contrario, en Aristóteles existe una diferencia profunda, radical, infranqueable, entre el mundo de la Lógica, ciencia puramente formal, y el mundo de la Metafísica, ciencia de lo real. No importa que se hayan deslizado muchos principios metafísicos en el Organon: aun las categorías mismas están estudiadas allí como principios formales, no como entidades metafísicas. El pensamiento de [p. 98] Aristóteles no ofrece en esta parte la menor sombra: toda su crítica se encamina a separar el orden del conocimiento del orden de la existencia.

Pero sin pretensión de hacer decir a Aristóteles otra cosa de lo que realmente dice, y conservando su carácter propio al pensamiento peripatético, que precisamente por eso tiene en la historia de la cultura humana consecuencias tan diversas de las del pensamiento platónico, bien puede afirmarse con el gran historiador alemán de la filosofía griega, [1] que el Liceo no es una contradicción, sino una evolución de la Academia, y que en rigor es un mismo principio el que Sócrates, Platón y Aristóteles nos muestran en diversos grados de desarrollo: Sócrates, apartando la vista de la exclusiva consideración física dominante en las escuelas jónicas, y trayendo la filosofía de los conceptos, la dialéctica, de donde forzosamente había de resultar el idealismo; Platón, objetivando los conceptos y declarando que ellos solos poseen la realidad plena y total, siendo todo lo restante realidad derivada o participada de ellos: Aristóteles, poniendo por principio de realidad y causa esencial de las cosas un solo concepto, el de forma, no trascendental ni separado, como la idea platónica, sino inmanente en las cosas. «El mismo Aristóteles ha notado —escribe Zeller—que las ideas platónicas son los conceptos generales que Sócrates buscaba y que Platón separó del mundo fenomenal. Pero estos mismos conceptos son los que forman el centro de las especulaciones de Aristóteles: para él, la idea o la forma constituye por sí sola la esencia, la realidad y el alma de las cosas. Sólo la forma sin materia, sólo el puro espíritu que se piensa a si mismo, es la realidad absoluta; y aun para el hombre, el pensamiento sólo es la realidad superior y la suprema felicidad de la existencia. La única diferencia está en que el concepto, que Platón había separado del fenómeno y considerado como una idea existente en sí misma, Aristóteles le hace inmanente en las cosas. Esta concepción no implica que la forma tenga necesidad de la materia para realizarse: tiene, al contrario, su realidad en sí misma, y si Aristóteles se resiste a relegarla fuera del mundo sensible, es únicamente porque aislada no podría constituir lo [p. 99] que hay de general en las cosas particulares, ni la causa y sustancia de estas cosas.» [1]

He querido transcribir literalmente estas palabras del ilustre profesor de Berlín, porque resumen en breve trecho las últimas conclusiones de la ciencia moderna respecto del problema platónico-aristotélico, que es, bajo una determinación particular e histórica, el problema capital de toda metafísica: concordar el mundo de las ideas con el mundo de los fenómenos. Pues bien; digámoslo sin falsa modestia y con fundado orgullo de raza: todas estas soluciones habían sido propuestas y desarrolladas, con gran alteza de pensamiento, por Sebastián Fox Morcillo en casi todas sus obras filosóficas, y señaladamente en la muy célebre que lleva por título De naturae philosolhia seu de Platonis et Aristotelis consensione libri quinque, impresa por primera vez [p. 100] en 1554. [1] He aquí, en breves términos, su doctrina. Materia de la ciencia es para Fox todo lo que puede caer bajo el conocimiento humano, ora esté abstracto de los cuerpos y sea perceptible por la sola inteligencia, como la idea platónica, ora esté adherido a la naturaleza corpórea, como la forma aristotélica. Pero lo mismo la idea que la forma son conceptos puros, aunque sean a la vez fundamento de toda realidad. La principal diferencia entre Aristóteles y Platón está en el método. Parte Aristóteles de las cosas sensibles (in sensum cadentibus), Platón de las nociones ideales (a rebus mente perceptis). Platón separa de las cosas la forma ideal, y la coloca en la mente divina como ejemplar y prototipo; Aristóteles la une y liga a los cuerpos como parte de su sustancia. La idea platónica, con ser una, infinita y eterna, contiene y abraza bajo su unidad las ideas de todas las cosas singulares. Es doctrina de Platón en el Parménides. La idea es como el sello que se va imprimiendo en las formas singulares. El mismo Aristóteles, en el libro II de la Física, parece reconocer cierta forma divina, de la cual todas las demás formas proceden, y que las contiene y abarca todas. Y es cierto que aquí Aristóteles viene a decir lo mismo que Platón, puesto que si esa forma primera y divina existe, tiene que ser algo universal separado de la cosa misma. Para la explicación de los principios de las cosas naturales puede bastar con la materia y la forma de los aristotélicos. Pero si es verdad, como el mismo Aristóteles afirma, que el físico debe remontarse a los principios elementales, hay que buscar algo superior a la materia y a la forma, algo que preceda a toda [p. 101] composición, y sea por sí mismo realidad simplicísima. Y esta realidad sólo puede encontrarse en las ideas divinas. [1]

Consecuente con la Metafísica armonista de Fox Morcillo es su sistema ideológico. Admitiendo en la mente humana las ideas o nociones innatas, rectifica en los mismos términos que Leibniz el antiguo aforismo peripatético, comúnmente atribuído a Straton de Lampsaco: «nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos», añadiéndole esta limitación, «excepto las nociones naturales del mismo entendimiento». Pero estas nociones, en Fox no son meras formas subjetivas, como en Vives, ni ideas innatas virtualiter, como en Leibniz, sino ideas innatas con verdadero y real y actual innatismo, trasunto y reflejo de las ideas divinas. Sólo esas ideas hacen posible la demostración y la ciencia, la ciencia de los universales y de los primeros principios, única que merece tal nombre. [2] Sólo con ellos puede contestarse al Pirronismo de la Academia Nueva. Innatos son para [p. 102] Fox los axiomas matemáticos; innatas las ideas morales; innatos, sobre todo, los generalísimos conceptos del ser, de la esencia y del accidente, de la cualidad y de la modalidad, principales grados del conocimiento en su sistema, por virtud de los cuales el alma va purificando y haciendo incorpóreas las imágenes que le transmiten los sentidos.

Fox Morcillo señala, sin duda, el punto de apogeo de esta escuela durante el siglo XVI. Fué platónico puro, del más alto y metafísico platonismo, del platonismo dialéctico del Parménides, no del platonismo cosmogónico del Timeo, lleno de símbolos místicos. Sus trabajos, que se extendieron a casi todas las ramas de la Filosofía, persiguiendo en la Moral, en la Política y aun en la doctrina literaria el mismo plan de concordia que aspiró a realzar entre la Metafísica y la Dialéctica, son, por su forma elegantísima, dignos del más atildado pensador del Renacimiento a la vez que, por el fondo, se adelantan bastante a la mayor parte de los escritos filosóficos de aquella época de transición, y marcan con decisión y fijeza un rumbo nuevo. Clásicos por el temple del estilo, como cumplía a un tan ferviente y amoroso discípulo de Platon, parecen contemporáneos nuestros por el pensamiento, y no rara vez nos parece sorprender en ellos algún eco de la filosofía novísima.

Sería cosa de todo punto imposible, dados los breves límites en que ha de encerrarse una disertación académica, proseguir el estudio de las vicisitudes de la idea platónica en pensadores nuestros de menos cuenta, ya del mismo siglo XVI, [1] ya de los dos [p. 103] siguientes. Por otra parte, este estudio no añadiría ningún dato nuevo a los que ya conocemos. No porque la filosofía española del siglo XVII, decadente y todo, deje de ofrecer manifestaciones y accidentes muy curiosos, tales como el estoicismo de los moralistas, el nihilismo místico o quietismo buddhista de Miguel de Molinos, [1] las singulares aplicaciones que del método matemático hizo Caramuel, la invasión del cartesianismo y del gassendismo [p. 104] en la Philosophia Libera de Isaac Cardoso, sino porque las tendencias de la época se alejaban cada vez más del punto de vista objetivo y ontológico, propio de la antigua metafísica, cobrando, por el contrario, desusada importancia en los escritos de Descartes y de sus continuadores, el principio subjetivo y el método psicológico, anunciado en el Renacimiento por nuestros Vives, Pereiras y Sánchez. En España, la escolástica prolongó, no sin gloria, su oda durante todo aquel siglo; Juan de Santo Tomás, Basilio Ponce, Montoya, Baltasar Téllez, Henao, Quirós, Arriaga, son nombres que todavía suenan bien después de los grandes nombres del siglo XVI, y hay entre ellos alguno que basta para honrar a una Orden y a una Escuela; pero otros muchos se limitaron a conservar, buena o malamente, el caudal adquirido, sin acrecentarle en cosa alguna, desentendiéndose, por sistema o por ignorancia, de la grande y total revolución que las ideas filosóficas habían experimentado en Europa. Otro tanto puede decirse de los lulianos, que vivían confinados en su isla de Mallorca, defendiendo y comentando en innumerables libros las doctrinas de su maestro, sin penetrar las más de las veces todo su alcance metafísico. Pero sobre el elemento platónico en las doctrinas lulianas y escolásticas, queda ya dicho lo esencial antes de ahora. Persistía, además, dicho elemento; aunque tan extraordinariamente modificado, que Platón no le hubiese conocido de fijo, y a duras penas le hubiera reconocido Plotino, en las especulaciones cabalísticas de algunos hebreos peninsulares refugiados en Holanda y Alemania. El célebre libro de la Puerta de los cielos, que en lengua castellana compuso Abraham Cohen de Herrera o Irira, y tradujo al hebreo R. Isaac Aboab en 1655, es un continuo paralelo entre la cábala y la filosofía platónica. Análoga tendencia manifiestan otros dos libros cabalísticos que compuso Moisés Cordero o Corduero con los poéticos títulos de Jardín de las Granadas y Palmera de Débora. Menaseh ben Israel llegaba hasta defender el sistema de la reminiscencia [1] y la metempsícosis pitagórica, rompiendo por todas partes la ortodoxia del dogma israelita. Pero nada de esto tuvo ni podía tener eco en España, [p. 105] aunque deba mencionarse en la historia de nuestra filosofía, por la patria y muchas veces por la lengua de sus autores.

Limitándonos a los pensadores cristianos, no dejaremos de recordar que el platonismo místico tuvo su última y brillante manifestación en el Tratado de la Hermosura de Dios y su amabilidad por las infinitas perfecciones del ser divino, obra que dió a la estampa en 1641 el P. Juan Eusebio Nieremberg, y que resume, con grandeza de conceptos y de imágenes, y en estilo apenas contagiado del mal gusto reinante, todo el cuerpo de las doctrinas estéticas y filográficas de Platón, de Aristóteles, de Plotino, del Pseudo-Dionisio, de San Agustín y de los escolásticos. Doctrinas de análoga procedencia exponía casi simultáneamente, aunque con intento más profano, el Conde don Bernardino de Rebolledo en su elegante Discurso sobre la hermosura y el autor, compuesto en Copenhague en 1652, para obsequiar a una dama amante de la filosofía. [1] Ya lo he dicho en otra parte: este discurso fué como el canto de cisne de la estética platónica entre nosotros, el último eco de la vigorosa inspiración de León Hebreo y de Malón de Chaide. El platonismo aparece ya en Rebolledo muy empobrecido de sustancia metafísica. La forma es elegante todavía, pero algo afeminada y, en suma, más elegante y graciosa que bella. Ha perdido la amplitud, el número y la arrogancia con que se movía en las páginas de Boscán y del Inca, y hasta en las de Calvi, y aparece muelle, oscilante y poco precisa. Una especie de dulcedumbre empalagosa se derrama con uniformidad por todas las partes de esta obrita, respondiendo a la monotonía del pensamiento. Y era menester que así sucediese: no hay escuela alguna, por alta, por noble que sea, cuya vitalidad no se agote cuando sus sectarios ruedan en el mismo círculo durante dos siglos. A la larga todo se convierte en fórmula vacía, y llega a repetirse mecánicamente como una lección aprendida de coro. Entonces se cae en el amaneramiento científico, hermano gemelo del amaneramiento literario. Es señal cierta de que aquel modo de pensar ha dado de sí cuanto podía, y que es necesario cambiar de rumbo, y tener en cuenta otros datos del problema olvidados [p. 106] o desconocidos hasta entonces. Tal aconteció a la estética idealista y platónica, cuya juventud tan vigorosa y tan audaz hemos admirado en León Hebreo. Sucumbió, pues, primero por el agotamiento de fuerzas, y luego por la indiferencia y el silencio, no interrumpidos durante el siglo XVIII sino por la voz extranjera de Mengs, a quien refutaron sus amigos españoles.

Pero si el platonismo dogmático puede decirse que murió entre nosotros en el siglo XVII, el platonismo crítico, o sea el escepticismo académico de Arcesilao y de la Academia Nueva, tuvo en España un sapientísimo intérprete en la persona de Pedro de Valencia, autor de un opúsculo sobre el criterio de la verdad, que es verdadero monumento de erudición filosófica [1] muy superior a aquel siglo.

La abundante literatura filosófica del siglo XVIII no nos presenta la huella de Platón en parte alguna. Todas las tendencias de la época eran y debían ser contrarias al idealismo absoluto. Los más espiritualistas, se detenían en el dualismo y mecanismo cartesiano; los más audaces se lanzaban a banderas desplegadas en el campo del empirismo sensualista. La fácil y elegante crítica del P. Feijoo, vulgarizando los principios baconianos y el método experimental, había puesto de moda cierto injusto desdén sobre las especulaciones puramente metafísicas, que repugnaban a aquel espíritu más brillante que profundo. Para contestarle lanzó la escuela luliana, y a la verdad no sin gloria, sus postreras llamaradas, especialmente en los escritos del cisterciense Pascual, que, permaneciendo fiel al sentido del gran pensador realista del siglo XIII, se mostró, no obstante, originalísimo y enteramente moderno en la interpretación y en los detalles. Su hábil y profunda restauración llegó antes de tiempo; hecha un siglo después, hubiera dado a la obra luliana lugar eminente entre las más fecundas direcciones del renovado escolasticismo. [2] Pero en el siglo XVIII [p. 107] las corrientes iban por otro camino. La tradición nacional no estaba completamente olvidada, pero en ella se estimaba sobre todo el elemento crítico y psicológico. Piquer, Forner y Viegas resucitaron algo del espíritu de Luis Vives, acomodándolo con habilidad suma a las nuevas exigencias de los estudios, pero no lograron contener la desbordada avenida del sensualismo lockiano y condillaquista, que bajo la pluma de sus católicos intérpretes españoles, tomó muchas veces un tinte y sabor tradicionalista. Reducida cada vez más la filosofía a un empirismo ideológico, rebajada en muchas ocasiones hasta confundirse con la Gramática, envuelta con deplorable frecuencia en el tumulto de la controversia política y social que por momentos arreciaba, bajó de su pedestal para convertirse en alma de combate en manos de enciclopedistas y de apologistas, mucho más atentos a las consecuencias y aplicaciones que a los principios. La Metafísica propiamente dicha fué teniendo cada día menos cultivadores, y aun la misma tendencia sintética y armónica, inseparable del pensar de nuestra raza, hubiera carecido de verdadera y notable representación en ese siglo, a no ser por el libro leibniziano de Pérez y López, Principios del orden esencial de la naturaleza (1785), donde parece que a través de los tiempos vuelve a sonar la voz de Raimundo Sabunde.

Del estado de conocimiento filosófico que hemos alcanzado en este siglo, parece prematuro, y no sé si conveniente, hablar desde esta tribuna. La posteridad ha de apreciar en su día los méritos, los esfuerzos y los propósitos de cuantos han tomado parte en esta labor, y dar a cada cual de ellos el galardón debido o la justa censura. Hoy, y pronunciada desde este sitio, la alabanza parecería lisonja, la censura temeridad, irreverencia o ansia de combate. El método histórico se ejercita con más serenidad sobre cosas lejanas. Musas colimus severiores. Por otra parte, nuestra historia no queda incompleta, porque en rigor no existe platonismo del siglo XIX ni en España ni fuera de ella. Platón pertetenece hoy a la literatura mucho más que a la filosofía: los helenistas [p. 108] son los que mejor le entienden e interpretan. Con haber sido tan poderosa la corriente idealista en la primera mitad de nuestro siglo, ha corrido siempre por cauce muy diverso del cauce socrático. Ni Hegel es Platón, ni Schelling es Plotino, a pesar de aparentes y superficiales semejanzas. Basta la posición del problema crítico, para aislar del mundo antiguo toda filosofía posterior a Kant. En realidad, hasta el dialecto filosófico ha cambiado: si duran los antiguos términos, es con distinto valor y sentido. [1] Y para traer un ejemplo no lejano de mi asunto, y casi obligado por el lugar y ocasión presente, recordad aquel peregrino discurso inaugural de 1862, en que el elegante estético Núñez Arenas desarrollaba, en una lengua que parecía robada a nuestros prosistas del siglo XVI, el principio de la Unidad como pío universal de las criaturas. Las palabras eran de Fr. Luis de León; pero ¿creéis que el autor de los Nombres de Cristo se hubiera reconocido en el racionalismo armónico de su castizo panegirista?

No entendemos negar con esto la solidaridad del pensamiento filosófico ni la unidad de su historia, sino sólo determinar claramente el carácter de sus evoluciones. También en Filosofía tiene capital interés la forma, no, a la verdad, en el sentido de forma literaria, sino entendida como una particular manera de exponer y sacar a luz el contenido de la conciencia; como una particular posición del filósofo respecto de la realidad incógnita; como una singular armonía dialéctica que rige todas las partes de un sistema. Las ideas son de todo el mundo, o más bien, no son de nadie: en el pensador más original se pueden ir contando uno por uno los hilos del telar ajeno que han ido entrando en la trama; la originalidad sólo en la forma reside. Pues bien; es cosa de toda evidencia que la forma del pensar filosófico ha cambiado esencialmente desde los días de Kant, aunque los términos del problema metafísico continúen los mismos y no lleven traza de variar. El mismo principio fundamental de la crítica kantiana, es a saber, la distinción entre el fenómeno y el nóumeno, estaba [p. 109] dado en la filosofía platónica, había sido desarrollado con sentido crítico o, más bien, escéptico, por Arcesilao y por la Academia Nueva, que a su vez dejaron profundísima huella en la mente de algunos filósofos nuestros del siglo XVI, tales como Luis Vives, el médico Francisco Sánchez y el doctísimo Pedro de Valencia. Y, sin embargo, ¡qué abismo hay entre el dogmatismo platónico y el criticismo kantiano, y aun el de todos los pensadores modernos que a más o menos distancia le prepararon! Por otra parte, las conclusiones escépticas lo mismo pueden nacer de un exceso de idealismo que de un exceso de empirismo. David Hume las extrajo de la filosofía sensualista de su tiempo, y nadie influyó más poderosamente que Hume en el pensamiento de Kant, hasta como estímulo de contradicción dialéctica.

Con un poco de ingenio y de buena voluntad, es todavía más fácil encontrar un fondo platónico en todas las manifestaciones de la doctrina de lo absoluto o filosofía trascendental, sin que para lograrlo sea necesario convertir a Platón en secuaz del monismo idealista, cerrando los ojos al espiritualismo y a la dualidad que en su sistema campean (en medio de sombras y de contradicciones) y que le han valido tantas simpatías de parte de los teólogos cristianos. Es claro que Schelling y Hegel platonizan cuando afirman la identidad de las leyes de lo racional y de lo real, y reducen a una sola la dialéctica del Espíritu y la dialéctica de la Naturaleza. Hasta el mismo principio de la identidad o indiferencia de los contrarios parece enunciado en el Parménides. Pero también es principio no menos esencial de la doctrina hegeliana el Werden o devenir, y éste ciertamente no pertenece a Platón, sino a Heráclito, interpretado de una manera amplia y metafísica. El mundo de la dialéctica platónica no es el mundo del Werden o de la evolución: es el mundo de las ideas eternas e inmutables que no se hacen, sino que son, con perfecta y plenísima realidad. Esta sola distinción abre un abismo entre la dialéctica de Platón y la de Hegel. Se ha dicho que el hegelianismo era un platonismo inmanente, pero la idea platónica, aunque, siguiendo el profundísimo sentir de nuestro Fox Morcillo, la supongamos inherente en las cosas como la forma aristotélica, nunca perderá su carácter de causa ejemplar, ni estará sujeta a las leyes de la generación y del movimiento. Todo lo imperfecto, [p. 110] todo lo mudable, todo lo relativo y contradictorio es ajeno del purísimo ser de la idea platónica, que jamás se digna descender de su solio para lanzarse en el irrestañable torrente del heraclitismo. En este punto, Schopenhauer, inspirado por su odio feroz contra Hegel, se ha mostrado mucho más fiel al verdadero sentido platónico, aun absorbiendo la teoría de las ideas en su teoría de la voluntad radical. La idea platónica para Schopenhauer no es más que representación de la voluntad, pero representación independiente del tiempo y del espacio, y anterior a la misma ley de causalidad que Schopenhauer llama principio de la razón suficiente y considera como forma general de todo conocimiento subjetivo. El mundo de la voluntad y el mundo de los fenómenos están enlazados en la metafísica de Schopenhauer por una cadena de ideas que en toda naturaleza inorgánica y orgánica se manifiestan como especies predeterminadas, como propiedades primordiales, como formas inmutables exentas de pluralidad, como prototipos de innumerables individuos, como símbolos de las especies y como primer elemento armónico y estético en el caos de la creación. Pero aquí se detienen las analogías entre Platón y Schopenhauer. Todo lo restante de la filosofía pesimista puede distribuirse entre Kant y Buda. Su metafísica de las costumbres, su ascetismo enervante como el opio, no fué, ciertamente, engendrado en aquellos sagrados bosquecillos donde filosofaba Platón «a orillas del Iliso, a la sombra del plátano, sobre la blanda hierba, lugar acomodado para juego de doncellas, santuario de las Ninfas y del Aqueloo, donde espira fresco viento y resuena el estivo coro de las cigarras». [1] Fué menester que el pensamiento griego, ya agotado y decrépito, plantase sus tiendas a la escasa sombra de las palmas de Alejandría, para que se dejase contagiar y rendir por esa pérfida languidez contemplativa, que por medio del Egipto le inoculó el extremo Oriente, donde una naturaleza exuberante y despótica, engendradora de ponzoñas y de monstruos, aniquila la generosa fibra del esfuerzo individual, y disipa, como entre los vapores de un perpetuo sueño, la noción de la integridad de la conciencia.

Pero no conviene extremar relaciones y semejanzas, ni decorar [p. 111] con nombres antiguos y exóticos desfallecimientos y flaquezas bien modernas. Cada nuevo sistema es un organismo nuevo, y como tal debe estudiarse, aceptando íntegramente la historia y llegándonos a ella con espíritu desapasionado. De las traducciones, aun de las mejores, dijo Cervantes que eran tapices vueltos del revés; pero hay algo peor que las traducciones de palabras, y son las traducciones de ideas y sistemas ajenos a nuestro propio sistema e ideas. Por eso los grandes filósofos han solido ser tan malos historiadores de la filosofía, al paso que esta historia ha debido servicios eminentes a espíritus relativamente medianos y modestos, como Brucker, como Tennemann, como Ritter. Bástale al historiador de la filosofía comprender lo que expone: con esto se librará de la peligrosa tentación de rehacerlo. Pero no hay cosa más rara en el mundo que este género de comprensión, el cual en cierto altísimo grado viene a constituir una verdadera filosofía, un cierto modo de pensar histórico, que los metafísicos puros desdeñarán cuanto quieran, pero que, a despecho de su aparente fragilidad, no deja de ser la piedra en que suelen romperse y estrellarse los más presuntuosos dogmatismos. La historia es la filosofía de lo relativo y de lo mudable, tan fecunda en enseñanzas y tan legítima dentro de su esfera como la misma filosofía de lo absoluto, y mucho menos expuesta que ella a temerarios apriorismos. Exponer con intento polémico una doctrina que ha pasado a la historia y que no nos agita ya con el calor de las pasiones contemporáneas, es procedimiento anticuado y risible. Estudiemos desapasionadamente lo que fue, y cuantas menos anticipaciones llevemos a tal estudio y menos nos preocupemos de su aplicación inmediata, más luces encontraremos en él para columbrar lo que será o debe ser. Al que con verdadera vocación y entendimiento sano emprenda este viril ejercicio de la historia por la historia misma, todo lo demás le será dado por añadidura, y cuando más envuelto parezca en el minucioso y deslucido estudio de los detalles, se abrirán de súbito sus ojos y verá surgir, de las rotas entrañas de la historia, el radiante sol de la metafísica, cuya visión es la recompensa de todos los grandes esfuerzos del espíritu. Por todas partes se camina a ella, y en todas partes se la encuentra al fin de la jornada. Quizá es una aspiración sublime rnás que una ciencia, pero sin esa aspiración, tan indestructible [p. 112] como las leyes de nuestro entendimiento, no hay vida científica que valga la pena de ser vivida.

Al desarrollar ante vosotros en breve cuadro, no exento, sin duda, de errores y omisiones, las vicisitudes de la filosofía platónica en nuestro suelo, no he pretendido hacer obra dogmática sino obra de expositor, obra histórica. Ni soy ni dejo de ser platónico; ni soy ni dejo de ser aristotélico. Creo que en el pensamiento de Platón, como en el de Aristóteles, hay principios de eterna verdad, elementos integrantes de todo pensar humano, algo que no negará ninguna metafísica futura; pero si estos principios han de tener alguna eficacia y virtualidad, será preciso que cada pensador los vuelva a pensar y encontrar por sí mismo. Y entonces no serán ya de Platón ni de Aristóteles, sino del nuevo filósofo que los descubra y en sí propio los reconozca. Todo organismo filosófico es una forma histórica que el contenido de la conciencia va tomando según las condiciones de tiempo y de raza. Estas condiciones ni se imponen, ni se repiten, ni dependen, en gran parte, de la voluntad humana. La historia de la filosofía no vuelve atrás, como no vuelve ninguna historia; pero a través de las formas pasajeras y mudables, el espíritu permanece, y Platón y Aristóteles son tan eternos como la conciencia humana.

Malos vientos parece que corren hoy para el idealismo de Platón y aun para todo idealismo, pero puede preverse casi con certidumbre que estas nubes se disiparán mañana. Es cierto que ha pasado el tiempo de los jefes de escuela, y ninguno de los rarísimos que aparecen puede pretender una dominación que no sea muy efímera. Las consecuencias del hegelianismo, el mayor esfuerzo metafísico de nuestro siglo, quedan y se disciernen en toda la ciencia alemana, aun en los espíritus que más rechazan tal afirmación; pero el hegelianismo, como sistema, ha dejado de existir hace muchos años. La moral del pesimismo, o más bien la parte crítica y negativa que esta moral entraña, influye en Alemania, aunque menos que en los países eslavos, donde la favorecen el malestar social y el genio de la raza; pero la metafísica del pesimismo, hondamente quebrantada por los aditamentos y retoques que en ella hizo Hartmann, pasa más bien por objeto de ociosa especulación que por materia de fundamental estudio. Por un lado la ausencia de metafísicos de primer orden, y por otro [p. 113] el prodigioso desarrollo de los estudios críticos y de las ciencias históricas, verdadera gloria de la Alemania moderna, hace que muchos estudien la filosofía como una especie de literatura, como un objeto de investigación y de curiosidad erudita, como una rama de la arqueología y de la filología, ciencias que hoy reinan en aquellas universidades con imperio casi despótico. Con esta forma, la más elevada y noble del espíritu crítico, alterna el positivismo de las escuelas experimentales, cuya expresión, por lo tocante a los estudios filosóficos, son la psico-física y la psico-matemática. El laboratorio de Wundt ha reemplazado a la cátedra de Schelling, y hoy se comenta la ley de Fechner con el mismo calor que hace cuarenta años las evoluciones de lo absoluto. En suma: el realismo, el pesimismo, el positivismo, el materialismo, el empirismo en todas sus formas, el criticismo y el escepticismo, han contribuído juntos o aislados a difundir en la atmósfera de las escuelas un marcadísimo desdén hacia la filosofía pura. Los excesos del idealismo fantástico e intemperante no podían menos de traer esta reacción, la cual desgraciadamente ha ido tan lejos, que está solicitando ya otra en sentido contrario. Lo particular, lo individual, lo infinitamente pequeño, lo accidental y fortuito, se ha sobrepuesto en tales términos a lo general, a lo trascendental y a lo absoluto; ha llegado a tal desmenuzamiento el trabajo intelectual; han triunfado de tal modo las monografías sobre las síntesis, que, en vez de la luz, comienza a producirse el caos, a fuerza de amontonar sin término, y a veces sin plan, hechos, detalles, observaciones y experiencias.

Y esa reacción ha venido, o comienza a venir por lo menos. La humanidad está condenada a plagiarse siempre y a ser siempre distinta. Síntomas observados en las escuelas y en los medios filosóficos más diversos, nos indican en aquellos pensadores que serán gloria más indiscutible de nuestra edad, un hastío creciente del puro empirismo y del puro criticismo, y una tendencia a volver a la afirmación metafísica más o menos disimulada; y observadlo, esa afirmación, cuanto más se aclara, más próxima parece al armonismo, más semejanzas íntimas presenta con la solución adivinada por Leibniz, y antes que por Leibniz por Fox Morcillo. Hasta el mismo Lange, en su Historia del materialismo, reconoce la necesidad que el hombre tiene de completar la realidad por un [p. 114] mundo ideal, «donde nuestro yo reconoce la verdadera patria de su ser íntimo, mientras que el mundo de los átomos y de las vibraciones le parece extraño y frío», y, a pesar del punto de vista subjetivo y estrecho, propio de su filosofía, y de la notable influencia que en él ejercen el mecanismo y el determinismo, no deja de hacer graves afirmaciones en favor de lo que él llama una libre síntesis del espíritu. Aun de las filas del nominalismo más intransigente han salido singulares concesiones. Stuart Mill murió afirmando que el modo positivo de pensar no implica la negación de lo absoluto ni de lo sobrenatural. Pasó el idealismo de Hegel, pasó el realismo de Herbart, y en la profundísima tentativa de Lotze (1879) vemos levantarse triunfante el realismo-idealista, a cuya sombra empiezan a congregarse numerosos partidarios. Lo que Lotze ensaya no es una construcción del mundo por medio de la idea, sino una interpretación regresiva que intenta referir a un origen incógnito el conjunto de los hechos observados y reconocidos, haciendo converger nuestros pensamientos al centro del mundo. Hasta los antiguos hegelianos transigen: un discípulo de Rosenkranz, el sabio estético Max Schasler, levanta también la bandera del Real-Idealismus y trata de combinar la dialéctica de Hegel con el método experimental e inductivo, que pone al espíritu en comunicación directa con la realidad. En Francia, el vigoroso entendimiento de Ravaisson, espiritualista independiente, que siempre ha marchado solo y con grandes bríos por el camino de la especulación más ardua, aspira a reconciliar la ciencia positiva con la metafísica tradicional, en su expresión más castiza y sistemática, en la metafísica de Aristóteles, e intenta llegar a la noción de lo absoluto, no por una síntesis dialéctica, sino por una síntesis psicológica, por una conciencia inmediata de nuestra naturaleza íntima, de nuestra personalidad imperfecta y relativa, que reclama por su misma imperfección lo absoluto de la perfecta personalidad, que es la sabiduría y el amor infinitos. De este modo la Metafísica brota de las entrañas de la Psicología, y al mismo tiempo la explica y le da su razón última por analogía trascendental. Dios sirve para entender el alma, y el alma para entender la naturaleza, porque según la profunda sentencia de Aristóteles, el alma es el lugar de todas las formas, y según la no menos profunda de Leibuiz, «el cuerpo es un espíritu [p. 115] momentáneo, una dispersión o refracción del espíritu». Sin llegar a tales extremos de misticismo y de espiritualismo—por no decir de acosmismo—, la prudentísima escuela escocesa, enriquecida y transformada en sus postreras evoluciones por la poderosa dialéctica de William Hamilton y el sutil análisis de Mansel, salva el abismo de la crítica kantiana, admitiendo una primitiva unidad sintética de la conciencia , y dentro de ella encuentra y legitima, en nombre de las mismas limitaciones del conocimiento, la afirmación de lo necesario y de lo incondicionado.

¡Quien sabe lo que puede esperarse mañana de estas direcciones fecundísimas! ¡Felices vosotros, jóvenes alumnos que me escucháis, felices si llegáis a ver en pleno desarrollo esa planta del idealismo realista, cuyo germen está escondido en nuestro suelo bajo la espesa capa que tantos años de decadencia han amontonado; felices si, al realizarse la evolución metafísica, que ya por todas partes, aunque de un modo vago, se presiente, alcanzáis de la realidad un concepto más amplio e ideal que el que nosotros hemos logrado!

HE DICHO.

Notes

[p. 18]. [1] . Histoire genérale et Système comparé des langues sémitiques, París, 1863, pág. 173.

[p. 25]. [1] . Ep. 58: «Idea est eorum quae natura fiunt exemplar aeternum... Quid intersit quoeris? Alterum exemplar est, alterum forma ab exemplari sumpta et operi imposita... Etiamnum aliam desideras distinctionem? Eidos in opere est: Idea extra opus, nec tantum extra opus est, sed ante opus.» Véase además la ep. 68: «Hæc exemplaria rerum omnium Deus intra se habet, numerosque universorum quoe agenda sunt et modos mente complexus est.»

 

[p. 26]. [1] . Contemporáneo de Séneca fué un pitagórico gaditano llamado Moderato, a quien por mucho tiempo se ha confundido con su paisano Columela. De este Moderato filósofo hace mérito Porfirio en el cap. XX de la Vida de Plotino, y en el XLVIII de la de Pitágoras, atribuyéndole diez eruditísimos libros en lengua griega sobre las doctrinas de su secta. Son muy escasos, pero importantes, los fragmentos y las noticias que restan de ellos, en el mismo Porfirio, en Stobeo y en otros antiguos, y especialmente en el comentario de Simplicio a la Física de Aristóteles. No todos he podido encontrarlos en la colección de Mullach ( Fragmenta Philosophorum Graecorum, tomo II, pág. 48), que todavía dista bastante de ser completa. Pero los que trae Simplicio son realmente importantísimos, y no sin motivo han llamado la atención de Vacherot en su Historia de la escuela de Alejandría (tomo I, pág. 309), de Ravaisson, en su Ensayo sobre la Metafísica de Aristóteles, tomo II, pág. 331), y de Fouillée, en su libro acerca de la filosofía de Platón (tomo III, pág. 162). Moderato es, en efecto, uno de los más calificados precursores de la escuela de Alejandría. «Las nuevas tendencias de la filosofía griega—dice Vacherot—, se muestran por primera vez en un pitagórico del siglo I de la era cristiana, Moderato, de Cádiz, que intenta fundir en una sola doctrina el pitagorismo y el platonismo. Este filósofo admitía, además de la materia, tres principios de las cosas: la unidad primera, superior al ser y a toda esencia; la unidad segunda, que es el verdadero ser, lo inteligible, las ideas; la tercera unidad, que es el alma, y que como tal, participa de la unidad primera y de las ideas. En cuanto a la materia, Moderato intentaba enlazarla con el principio divino.» La razón universal—decía—, queriendo dar nacimiento a todos los seres, había separado de su esencia la cantidad, retirándose de ella y privándola de todas las formas e ideas que le pertenecen. Esta cantidad, esta idea, separada, por privación, de la razón universal que contiene en sí misma las razones de todos los seres, es el modelo de la materia corpórea. * Por consiguiente, la materia no es otra cosa que la cantidad ideal desprendida de la unidad divina y convirtiéndose, por su separación, en cantidad real, sin forma y sin unidad,

* Me aparto en algunas cosas de la exposición de Vacherot, para seguir más de cerca el texto conservado por Simplicio. dividida y dispersa hasta lo infinito. El mundo, en este sistema, es la multiplicidad inteligible que sale de la Unidad divina y se realiza por una especie de privación misteriosa, que Dios verifica en su ser. «Este punto de vista—continúa Vacherot—era nuevo en el platonismo, y representaba un progreso bastante considerable para que lamentemos no conocer con amplitud su origen y todos sus desarrollos.» Fouillée va todavía más lejos: a su juicio, la tentativa de Moderato para conciliar a Pitágoras con Platón, es mucho más profunda que la de Alcinoo para conciliar a Platón con Aristóteles. Moderato descubrió la unidad oculta bajo el dualismo del Timeo y que sólo se deja entrever en el Parménides, al paso que Alcinoo se contentó con atribuir a Platón el dualismo peripatético, desconociendo la tendencia platónica a idealizar la materia.

[p. 28]. [1] . Conceperas animo florente ómnibus studiis humanitatis excellentique ingenio tuo spem dignam proventu operis ad hoc tempus intentati, ejusque usum a Graecis Latio mutuandum statueras. Et quanquam ipse hoc cum facilius tum commodius facere posses, credo propter admirabilem verecundiam, ei potius maluisti injungere quem te esse alterum iudicares. (La mejor edición del comentario de Calcidio es la de Mullach en el tomo II de sus Fragmenta philosophorum Graecorum, págs. 147 a 258.)

[p. 29]. [1] . Vid. Etymologiarum, lib. I, cap. I; lib. II, cap. XXIV.

[p. 32]. [1] . Est autem mundus aeternus et intellectualis ille videlicet, primordialis causa quae in mente Dei semper fuit, quam Plato ideam vocat.

[p. 32]. [2] . En el tratado De rationali et ratione uti. (Vid. Hauréau: Histoire de la Philosophie Scholastique, lère partie, 1872, pág. 213.) El tratado de Gerberto, casi ignorado o desdeñado por sus antiguos biógrafos, ha tenido dos ediciones modernas. El pasaje siguiente es curioso y decisivo: «Alia sunt quidem rerum formae, vel ut ita dixerim, formae formarum, alia actus, alia sunt quaedam potestates... Aliter enim rationale, vel, ut universalius dicamus, aliter genera et species, diferentiae et accidentia in intellectibilibus considerantur, aliter in intelligibilibus, aliter in naturalibus» (cap. II).

Vid. B. Pez: Thesaurus Noviss. Anecdot., tomo I, parte II, pág. 149.

[p. 33]. [1] . Vid. sobre este punto de las traducciones, la Histoire de la Médécine arabe, del Dr. Leclerc, tomo I, págs. 191 y siguientes. (París, 1876.)

[p. 33]. [2] . O sean los atribuídos al mitológico personaje Hermes Trismegisto. Admítese hoy, generalmente, siguiendo la opinión de Creuzer en su Simbólica, que estos rituales y formularios de iniciación, conocidos con el título de Poemander, pertenecieron a alguna de las infinitas asociaciones secretas en que se subdividió el sincretismo greco-oriental, y ofrecen una extraña mezcla de conceptos pitagóricos y platónicos con vestigios de la antigua religión egipcia. Su antigüedad no parece grande, puesto que arguyen el conocimiento de la gnosis cristiana en alto grado de desarrollo.

[p. 33]. [3] . Histoire des philosophes et des théologiens musulmans... París, 1878, página 19.

[p. 35]. [1] . Vid. Sachs (Michael): Die Religiose Poësie der Juden in Spanien, Berlín, 1845.—Geiger (Abraham): Salomo Gabirol und seine Dichtungen, Leipzig, 1867.

[p. 35]. [2] . Munk: Mélanges de Philosophie Juive et Arabe, París, 1859.

[p. 36]. [1] . Entre estos libros descuella la llamada Teología de Aristóteles, que fué traducida al latín en el siglo XVI: Sapientissimi philosophi Aristotelis Stagiritae Theologia sive Mystica Philisophia secundum Aegiptios, noviter reperta et in latinum castigatissime redacta. (Roma, 1519.)

[p. 37]. [1] . Munk y Neubauer han probado, sin dejar lugar a réplica, que el más importante y extenso de los monumentos cabalísticos, el Zohar, fué compuesto en el siglo XIII y en España por Moisés de León.

[p. 38]. [1] . La versión latina de Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense, mucho más completa que el extracto hebreo de Sem Tob Falaquera, se está publicando actualmente en Münster, por diligencia del Dr. Clemente Baeumker, profesor de la Universidad de Breslau, formando parte de la colección titulada Beiträge zur Geschichte der Philosophie des Mittelalters (Avicebronis (Ibn Gebirol) Fons vitae ex arabico in latinum translatus ab Iohanne Hispano et Dominico Gundissalino. Ex codicibus Parisinis, Amploniano, Columbino primum edidit Clemens Baeumker. Monasterii, 1892, formis Aschendorffianis). No ha aparecido hasta ahora más que el primer fascículo: la edición es esmeradísima. Ha de advertirse que el códice de la biblioteca de la catedral de Sevilla, descrito por mí en 1879, que Baeumker llama Colombino, no ha pertenecido nunca a la librería de D. Fernando Colón, en cuyos registros no consta, sino al fondo primitivo de la biblioteca del Cabildo. Debe llamársele, pues, codex Hispalensis.

 

[p. 39]. [1] . Averroès et l'Avérroisme, essai historique, 2ª. edición, 1861, página 99.

[p. 41]. [1] . Tertium Volumen Aristotelis Stagiritae. Libri Moralem totam Philosophiam complectentes, cum Averrois Cordubensis in Moralia Nicomachia expositione et in Platonis libros de Republica Paraphrasi... Venetiis, apud Juntas. Páginas 174 a 192.

[p. 42]. [1] . Publicadas por Amari en el Journal Asiatique (febrero y marzo de 1853).

[p. 42]. [2] . Aparte de este averroísmo manifiesto y declarado, la doctrina de Averroes influye mucho en la psicología escolástica de los siglos XIV y XV, especialmente en los escotistas, como ha demostrado extensamente, con observaciones y datos muy nuevos, el profesor de Viena, Carlos Werner, en su disertación intitulada Der Averroismus in der Christlich-Peripatetischen Psychologie des Späteren Mittelalters. (Viena, 1881.)

[p. 42]. [3] . Tales son los de Constantino Africano, Hermann Contracto, etcétera, pero ninguno de ellos tradujo libros de filosofía, sino de medicina y astronomía. En cuanto a las traducciones filosóficas, la prioridad es indisputablemente del arzobispo D. Raimundo, como lo reconocen autoridades nada sospechosas. «La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales (ha dicho Renán en su Averroès, pág. 201) divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas. El honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla.» « El beneficio del arzobspo don Raimundo (añade Hauréau, Hist. de la Phil. Scholast., tomo II, página 55) es de los que se deben grabar en bronce: acaso no hay otro que sea más digno de memoria eterna.» «A D. Raimundo (escribe el Dr. Leclerc, Hist. de la Méd. Árabe, tomo II, pág. 367) pertenece el honor de haber provocado las traducciones del árabe al latín en su ciudad episcopal, y esta iniciativa, que fué conocida en Europa más o menos pronto, puede ser considerada como el faro que hizo correr a Toledo sabios de todos los puntos del horizonte, no sólo en el siglo XII, sino en el siglo XIII; y como el antecedente necesario de los trabajos de Alfonso el Sabio.» La historia de este importantísimo episodio científico de la Edad Media empieza a ser conocida en todos sus pormenores, honrosísimos para la cultura española. El primero que llamó la atención sobre el grupo de traductores toledanos fué A. Jourdain (a quien no ha de confundirse con un hijo suyo, autor de un libro bastante flojo sobre la filosofía de Santo Tomás), en sus Recherches sur les anciennes traductions latines d'Aristote (París, 1843), memoria excelente y llena de sólida erudición, aunque ya en algunas partes incompleta y anticuada. Añadieron nuevos datos, e hicieron importantes rectificaciones, H. Ritter en las varias ediciones de su Historia de la filosofía cristiana; Munk, Hauréau, Renán y el Dr. Luciano Leclerc en sus trabajos ya citados. Yo mismo añadí algunas cosas en mi Historia de los Heterodoxos Españoles (1880), tomo I, lib. III, cap. I, y publiqué por primera vez el importantísimo tratado de Gundisalvo De Processione Mundi. Casi simultáneamente, Hauréau, en una Memoria leída en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras (Mémoires de l'Institut National de France, Académie des Inscriptions et Belles Lettres, tome vingt-neuvième, París, 1879), reivindicó para Gundisalvo la paternidad del Liber de Unitate.

 

[p. 44]. [1] . El Libellus de Unitate acaba de ser publicado y ampliamente ilustrado por el Dr. Pablo Correns en los ya citados Beiträge zur Gesschichte der Philosophie des Mittelalters (Die dem Bòethius fälschlich zugeschriebene Abhandlung des Dominicus Gundisalvi De Unitate. Herausgegeben und philosophiegeschichtlich behandelt von Dr. Paul Correns. Münster, 1891).

[p. 45]. [1] . Es la misma doctrina que Santo Tomás atribuye a David de Dinan: «Divisit Davit res in partes tres: in corporeas, animas et substantias aeternas separatas. Et primum indivisibile ex quo constituuntur corpora, dixit yle. Primum autem indivisibile ex quo constituuntur animae, dixit noym vel mentem. Primum autem indivisibile in substantiis aeternis, dixit Deum. Et hae tria esse unum et idem, ex quo iterum consequitur esse omnia per essentiam unum.» (Comm. in Mag. Sent. dist. 17, q. I.)

[p. 47]. [1] . Sobre este punto del ontologismo deben tenerse muy presentes los escritos del cardenal Zigliara, especialmente su Tratado de la luz intelectual. El autor sostiene con gran profundidad y copia de testimonios, que la luz intelectual, lo mismo en San Buenaventura que en Santo Tomás, no es ningún género de iluminación o ilustración especial que nos ponga en inmediata relación con las ideas divinas o elejemplares increados, como parece serlo en Enrique de Gante y otros platónicos escolásticos, sino enérgicamente activa (abstractiva e iluminativa a un tiempo), que los escolásticos solían llamar entendimiento agente, no en el sentido de inteligencia separada que le daban los árabes, sino en el de propiedad subjetiva, que ciertamente participa de la luz divina esencial, sin la cual sería imposible todo conocimiento, pero que no es la luz misma.

[p. 48]. [1] . Raymundi Lullii Opera ea quae ad adinventam ab ipso artem universalem... pertinent. Argentinae (Strasburgo), sumptibus Lazari Zetzneri, 1598, pág. 45.

[p. 48]. [2] . El punto trascendente es instrumento del entendimiento humano, con el qual alcanza su objeto según las naturalezas de las potencias inferiores, y alcanza el objeto supremo sobre su naturaleza (Árbol de la Ciencia de el muy Iluminado Maestro Raymundo Lulio, nuevamente traducido y explicado por... D. Alonso de Zepeda y Andrada), Bruselas, pág. XCIX.

[p. 48]. [3] . Ib., pág. CII.

[p. 49]. [1] . Vindiciae Lullianae, sive Demonstratio Critica immunitatis Doctrinae Illuminati Doctoris B. Raymundi Lulli... Avenione, 1778. 4 volúmenes en 4.º Vid. especialmente el tomo I, disert. 1.ª in totum.

 

[p. 50]. [1] . El Blanquerna es una novela utópica, pero no fantástica y fuera de las condiciones de este mundo, como lo son la República de Platón, la Utopía de Tomás Moro. la Ciudad del Sol de Campanella, la Océana de Harrington, o la Icaria de Cabet. Al contrario, R. Lull, tenido comúnmente por entusiasta y aun por fanático, aparece en este libro suyo hombre mucho más práctico y de más recto sentido que todos los moralistas y políticos que se han dado a edificar ciudades imaginarias. No hay una sola de las reformas sociales, pedagógicas o eclesiásticas, propuestas por R. Lulio, cuyo fondo no esté dado en alguna de las instituciones de la Edad Media y especialmente de su patria catalana, ninguna de las cuales él quiere destruir, sino avivarlas mediante la infusión del espíritu cristiano, razonador y militante.

[p. 51]. [1] . Nulla autem certior cognitio quam per experientiam et maxime per experientiam cujuslibet intra seipsum.. Ista scientia nulla alia indiget scientia. Non enim praesuponit Logicam neque Metaphysicam... Quia ergo homo est totaliter extra se, ideo si debet videre se, necesse est quod intret in se, et veniat ad se, et habitet intra se... (Theologia Naturalis Raymundi de Sabunde Hispani viri subtilissimi... Venetiis apud Franciscum Ziletum, 1581.)

Diálogos de la naturaleza del hombre, de su principio y de su fin... traducidos de lengua latina en la qual los compuso el muy docto y piadoso Maestro Remundo Sebunde, en castellano, y anotados por el P. Fr. Antonio Ares... de la Sagrada Religión de los Mínimos..., Madrid, Juan de la Cuesta, año 1616, 4.º

Entre las monografías acerca de Sabunde, merecen especial mención:

Schaur (Jacob): Raymundus von Sabunde, Dilingen, 1850.

Kleiber (Dr. L.): De Raymundi quem vocant de Sabunde vita et scriptis, Berlín, 1856.

Reulet (D.): Un Inconnu célebre. Recherches historiques et critiques sur Raymond de Sebonde, París, 1875. Este libro no deja de contener cosas útiles, a pesar del extravagante empeño que el autor tomó queriendo hacer a Sebonde natural de Tolosa, contra el testimonio del abad Trithemio, su contemporáneo; contra el de Montaigne, y contra todos los escritores que han hablado de Sabunde desde el siglo XV acá.

Compairé (Gabriel): De Raimundo Sebundo ac de Theologiae Naturalis libro, París, Thorin, 1873.

Schumann (Alejo): Raimundus von Sabunde und der Ethische Gehalt seiner Naturtheologie. Ein Beitrag zur Ethik des Mittelallers..., Crefeld , 1875.

Holberg: De Theologia Naturali Raimundi Sebundi, Halle de Sajonia.

[p. 53]. [1] . El patriarca Scolario tradujo al griego las Súmulas logicales de nuestro Pedro Hispano.

[p. 54]. [1] . Frase de Pascual Villari en su obra Niccolò Machiavelli e i suoi tempi. Florencia, 1877, tomo I, pág. 187.

[p. 54]. [2] . El mejor trabajo que existe sobre la Academia Platónica es el de K. Sieveking, Die Geschichte der Platonischen Akademie zu Florenz, Hamburgo, 1844. Véase, además, a Schultze, Geschichte der Philosophie der Renaissance, Jena, 1874.

[p. 54]. [3] . Existe en un códice de la Biblioteca Universitaria de Barcelona, y de él proceden las copias y extractos que poseemos algunos curiosos. Anúnciase para breve plazo en París una edición crítica de este precioso monumento, dirigida por el eminente filólogo español Dr. D. José Miguel Guardia.

[Esto escribí en 1889, y por muchas razones lo dejo subsistir ahora aunque confieso que me excedí no poco llamando eminente filólogo al Dr. Guardia, cuya Gramática Latina no pasa de ser una compilación, aunque bien hecha y muy útil. La edición del Sueño, de Bernat Metge, ha aparecido en 1890, y si bien bastante lejana de la perfección, puede consultarse con fruto, teniendo siempre en cuenta los graves reparos que ha expuesto Morel-Fatio en la Romania, entre las cuales es muy chistoso el que se refiere a la equivocación cometida por el Dr. Guardia confundiendo el ruibarbo con un río llamado Berber. Yo hubiera podido seguir el mal ejemplo del Dr. Guardia, que, arrebatado por sus furores de sectario y por el odio ciego que profesa a su antigua patria, y prevalido de la general ignorancia en que los franceses viven de las cosas y de los hombres de España, se ha desatado contra mí en las más feroces injurias, desde las columnas de una publicación habitualmente tan grave y reposada como la Revue Philosophique, de Ribot, que no hace bien en dar hospitalidad a semejantes desahogos de mala educación, incompatibles con toda filosofía, incluso el positivismo de farmacia, que parece ser la única metafísica del Dr. Guardia. Pero no está en mi ánimo rebajar la severidad de la ciencia con polémicas groseras, en que ambos contendientes quedan igualmente deshonrados. El culto de la verdad exige de nosotros demostraciones y no dicterios. Si algún día, en los hervores de la primera mocedad, traspasé algo los límites de la moderación en las controversias, hoy me pesa de ello, y no quiero contribuir ni en poco ni en mucho a la propagación de los perversos hábitos literarios que van haciendo incompatible el oficio de escritor con el de persona culta y bien criada. El Dr. Guardia, aunque haya tenido el mal gusto de hacerse francés, es hombre erudito y que vale, si no en filosofía, en otros estudios; y esto basta para que yo no le replique con denuestos. En cuanto a sus disparatadas opiniones o más bien declamaciones sobre la ciencia española, virtualmente, y por la sola exposición y depuración de los hechos, se encontrarán refutadas en este libro y en otros que han de seguirle, si Dios quiere.]

[p. 56]. [1] . El docto hispanista y muy querido amigo mío Morel-Fatio, que por primera vez ha dado cuenta de este Fedrón en un artículo inserto en la Romania (tomo XIV, 1885) afirma que esta versión, conservada hoy en un códice de la Biblioteca Nacional de París, no e sdel Phedon, a pesar de su título, sino del Axioco. diálogo contado hoy entre los apócrifos. Yo no dudo que el códice de París contendrá el Axioco, pero poseo dos códices, uno del siglo XV y otro del siglo XVI, que real y positivamente contienen el Phedon, traducido por Pedro Díaz de Toledo. Sería verdaderamente inverosimil que el traductor hubiese confundido dos diálogos tan diversos por su asunto, por su extensión y por los nombres de sus personajes. Creo, pues, que Pedro Díaz de Toledo tradujo ambos diálogos, el Phedon y el Axioco, y que el copista del MS. parisiense aplicó a uno de los diálogos el nombre y la dedicatoria del otro. La confusión del amanuense es tanto más de extrañar, cuanto que el Axioco es brevísimo, y así ocupa sólo cuatro folios en el códice misceláneo descrito por el Sr. Morel-Fatio, al paso que el Phedon llena él solo un razonable volumen en los dos códices de mi biblioteca.

[p. 57]. [1] . La Sociedad de Bibliófilos Españoles acaba de publicar esta obra en el interesante tomo de Opúsculos literarios , dirigido por D. Antonio Paz y Melia. Además del códice de la Biblioteca de Osuna (hoy de la Nacional) que ha servido para esta edición, hay otro que yo poseo, procedente de la biblioteca del Marqués de Astorga.

[p. 57]. [2] . También la Vita Beata figura en el tomo de Opúsculos antes citado. El Sr. Paz y Melia ha descubierto que en gran parte el libro de Lucena es traducción de uno de Bartolomé Fazzio (humanista de la corte de Alfonso V de Aragón), que se titula Dialogus de felicitate vitae .

[p. 58]. [1] . Véase la interesante monografía de Julián Havet: Maître Fernand de Cordoue et l'Université de Paris au XV siècle, París, 1883.

[p. 59]. [1] . No se ha impreso aún, y eso que ciertamente lo merece. Se conserva en la Biblioteca Marciana de Venecia, en un códice en 8.º, de 88 folios útiles, escrito en vitela con mucho primor, y exornado de capitales de colores. Este códice es el mismo que Fernando de Córdoba presentó al cardenal Bessarion, y lleva sus armas. De él es copia (con algunas variantes) el códice 1.377 de la Biblioteca Vaticana, en 4.º, escrito en papel, letra de fines del siglo XV o principios del siguiente. De entrambos códices procede la copia que yo poseo y espero publicar algún día; véanse algunos extractos del proemio, que darán idea del propósito del autor y de las condiciones de su obra:

«Quos vides inter scholasticos et praestanti ingenio viros, vel sustulisse penitus, vel in dubium revocasse, sit ne artificium quo omne natura scibile in singulis disciplinis et investigari et inveniri possit, eos constat rerum origines nescisse videri, et eam quidem opinationem de Metaphysicae artis ignoratione descendere. Nam cum apud eam scientiam sit perspicuum nullum vel quidditatem vel naturam pluribus conveniri posse, nisi per rationem unius cui primo convenit, quod in Aristotele secundo Prim. Phs. et in Parmenide divi Platonis legimus, alioquin nulla esset ratio cur multitudinem uniuscujusque generis ad ejus generis unitatem refferas, et ante omnem datam multitudinem, priorem illius generis ponas unitatem, et omne ante compositum simplum constituas, et ante omne diversum aliquid quod sit non diversum sed ipsum idem. Ex cujus regulae ignoratione perspici facile potest nec ipsos quidem artifices scientiarum satis cognitam habere posse doctrinan circa quam versantur. Quo autem pacto grammaticus significationem vocabulorum internoscere posset nisi ob hanc perceptionem ducem de primae philosaphiae fonte manantem?... Singulas autem scientias atque singulas et proprias artes habere exploratum est. Artes vero diversae in diversis scientiis et diversis scibilibus esse non posunt nisi artium multitudinem in singulo scibili in artem refferas, quamvis scibilis unica ars sit. Est igitur unica et indivisibilis ars qua omne natura scibile et investigari et inveniri possit. Itaque haec ars nobis subliliter et artificiosissime investiganda est. Nam de duabus Philosophiis id est Platonis et Aristotelis, utra alteri praestet disserentem me, subito et cursu suo revocavit voluntas tua. Quippe qui jussisti intermittendum esse opus et in artificium omnis et investigandi et inveniendi scibilis calamum esse referendum. Nam quod ad comparationem cum Aristotele Platonis attinet, ad multam partem ejus operis tractationem perduxeram.» (En otra parte vuelve a aludir a la misma obra: «Quod apertissimis rationibus demonstrabimus in opere de duabus philosophiis et praestantia Physicae Platonis supra Aristotelis tuo nomini dedicato.»)

«Sunt autem hujus artificii utilitates et particulae sex, prima qua ratione singulam veritatem scibilem per naturam et investigare et demonstrare possis, tot praecise rationibus quot demonstrabilis est, nec pluribus nec paucioribus. Secunda particula, agit de Arte in generali et speciali inventionis medii cujuscumque demonstrationis. Tertia particula, explicat artem per quam omnes quaestiones formabiles in quacumque materia, nec plures nec pauciores quae formari possunt invenias. Quarta particula, pollicetur cujuscumque scientiae invenire omnia considerabilia in illa scientia, tam complexa quam incomplexa. Quinta particula, exponit in spetie quo pacto omnes conclusiones scibiles et eorum numerum praecisum investiges in quacumque scientia. Sexta particula, declarat qua ratione invenire possis in quacumque scientia tam principia prima complexa quam incomplexa.»

 

[p. 62]. [1] . Entre Platón y Aristóteles, Vives prefirió siempre el método del segundo. Encontraba el de Platón poco acomodado a la enseñanza. «Primus omnium Plato scripsit eleganter sane multa et docte, sed ad docendum discendumque parum accommodate: Aristotelis omnia ordinem et formam habent institutionis ac disciplinae», dice en su Censura de operi bus Aristotelis. Sería difícil encontrar en Vives ninguna teoría realmente platónica. Algunos han querido hacerle partidario de las ideas innatas, interpretando mal unas palabras con que empieza el tratado de Instrumento Probabilitatis: «Mens humana, quae est facultas veri cognoscendi, naturalem quandam habet cognationem atque amicitiam cum veris illis primis el tanquam seminibus, unde reliquia vera nascuntur, quae anticipationes atque informationes nominantur, a Graecis «catalepses»: hinc Platonis est orta opinio recordari nos, non addiscere, et animas hominum magnarum multarumque rerum habuisse cognitionem, priusquam in corpus mergerentur, sed profecto non magis quàm habent oculi notitias colorum priusquam ex matris utero in hanc lucem prodeant: potestas ea est ad ista, non actus: ex principibus illis veris paullatim alia vera colligit, sicut ex seminibus stirpes crescunt.»

Prescindiendo de que las últimas palabras de este trozo, en verdad muy importante, determinan su verdadero alcance y sentido, hay que tener en cuenta otras declaraciones muy explícitas de Vives, para fijar su verdadera teoría del conocimiento, que está muy lejos de la de Platón y muy cerca del criticismo kantiano. Las que Vives llama naturales informationes, cánones, fórmulas o catalepses, no son ideas innatas, sino formas subjetivas. Vives distingue en el conocimiento un elemento material y un elemento formal, que llama afección o forma del conocimiento, y otras veces artificio natural, y fermento de la masa del conocimiento: «Ex hac materia per universum diffusa, sumit semper natura velut ex silva, et addi suum artificium quasi massae fermentum... quibus de eodem fermento indit, nam fermentum illud est pro effectione aut forma.»

La crítica de Vives, idéntica en esto a la de Kant, responde del elemento formal, pero no del material del conocimiento. En este punto son terminantes las afirmaciones del tratado De Prima Philosophia: «Ergo nos quae dicimus esse aut non esse, haec aut illa, talia aut non talia, ex sententia animi nostri censemus, non ex rebus ipsis, illae enim non sunt nobis mensura sed mens nostra, nam quum dicimus bona, mala, utilia, inutilia, non re dicimus sed nobis. Quocirca censendae sunt nobis res non sua ipsorum nota sed nostra aestimatione ac judicio...» Hay también en Vives algo semejante a la distinción del fenómeno y del nóumeno, que él llama sensile y sensatum: «Id quod sensili est tectum et quasi convestitum, quod appellamus sane sensatum...» Tum quiddam intimum esse necessum et quod nec oculis nec ulli sensu est pervium, a quo manat actiones et opera... Neque enim vim aut facultatem aut potentiam ipsam cernimus, nec sensu ullo usurpamus, quae in penetralibus sita est cujusque rei quo non penetrant sensus nostri hebetes.

Aún pueden hallarse en Vives otros singulares gérmenes de kantismo. La mucha importancia que concede a la distinción entre la ratio speculativa y la ratio practica y, sobre todo, la insistencia con que repite e inculca el principio de la subjetividad del conocimiento: «Itaque modus cognitionis lucisque in assequenda veritate nostrarum est mentium, non rerum.», indican que la tendencia crítica del pensamiento de Vives le llevó a presentir algunos de los resultados de la Crítica de la razón pura.

Estas indicaciones hallarán su complemento en una extensa monografía que nos proponemos escribir sobre la vida y obras del gran filósofo de Valencia.

[p. 64]. [1] . Son muy numerosas en todas lenguas las ediciones que de este libro filosófico se hicieron durante el siglo XVI. Tengo a la vista las cinco siguientes:

—Dialogi di amore, composti per Leone Medico, di nationi Hebreo, et dipoi fatto Christiano, Venecia , in casa dei Figliouli di Aldo, 1541 .

—Dialoghi di Amore di Leone Hebreo Medico. Di nuovo correti et ristampati, Venecia, presso Giorgio de' Cavalli, 1565 .

—Leonis Hebraei, Doctissimi atque sapientissimi viri, De Amore Dialogi tres, nuper a Joanne Carolo Saraceno Latinitate donati, Venetiis, 1564 .

—La traduzion del Indio de los tres Diálogos de Amor de Leon Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilaso Inga de la Vega..., 1590, 4.º

—Philographia Universal de todo el mundo, de los Diálogos de León Hebreo, traduzida de Italiano en Español, corregida y añadida por Micer Carlos Montesa, Zaragoza, 1602, 4.º

En mi Historia de las ideas estéticas, tomo II (1884), dediqué un largo estudio a la estética de León Hebreo. Dos años después (1886), el docto israelita de Breslau, Dr. B. Zimmels, ha publicado una interesantísima monografía sobre este filósofo español, llena de curiosidades biográficas y críticas:

—Leo Hebraeus, ein jüdischer Philosoph der Renaissance; sein Leben, sein Werke und seine Lehren..., Breslau, 1886, 4.º

[p. 68]. [1] . Utilizo, con leves correcciones encaminadas a hacer más claro el sentido, la traducción del Inca Garcilaso, que me parece más elegante y clásica que la de Montesa.

[p. 71]. [1] . La metafísica pesimista de Schopenhauer tiene evidentes relaciones con esta metafísica optimista. Schopenhauer admite en términos expresos las ideas platónicas como primera objetivación de la voluntad racional y esencial, que en su sistema equivale ala unidad de los Alejandrinos. El mundo fenomenal es una mera apariencia (maia de los filósofos del Indostán), y sólo tiene valor como expresión del etwas nouménico (la cosa en sí). Las ideas sirven de cadena entre el mundo de la voluntad y el mundo de los fenómenos. Son la abjetivación inmediata y adecuada de la cosa en sí, pero están sujetas todavía a la forma de la representación.

 

[p. 72]. [1] . Impreso en Milán, 1576. De todos estos libros doy más larga noticia en el mío ya indicado, Hist. de las ideas estéticas.

 

[p. 73]. [1] . Herrera, además, trata dogmáticamente del amor y de la hermosura en las anotaciones a los sonetos 7.º y 22 de Garcilaso, y en otras partes de su célebre comentario a aquel gran poeta.

[p. 74]. [1] . Cap. I, 2.ª parte.

[p. 74]. [2] . Cap. XIV de las Adiciones al Memorial.

 

[p. 75]. [1] . «Si tratáredes de amores con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia.» (Prólogo de la 1.ª parte del Quixote.) Cervantes olvidaba, sin duda, que León Hebreo era tan español como Fonseca, o quiso aludir tan sólo a la lengua en que por primera vez se imprimieron sus diálogos.

[p. 75]. [2] . Vid. Fr. Luis de León y ta filosofía española del siglo XVI, por Fr. Marcelino Gutiérrez. (Madrid, 1885, pág. 114.)

[p. 77]. [1] . Es casi inútil advertir que al recoger aquí algunos rasgos de la doctrina platónica esparcidos en nuestros místicos, no pretendo en modo alguno dar a estas nociones, puramente filosóficas y humanas, más valor del que tienen y alcanzan, accidental y no esencialmente, en aquella ciencia misteriosa y altísima que San Juan de la Cruz (Noche escura del alma), define «contemplación infusa o mytica theología en que de secreto enseña Dios al alma y le instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada más que atender amorosamente a Dios, oirle y recibir su luz sin entender cómo es esta contemplación.» Tal ciencia intuitiva es evidente que trasciende, no ya del conocimiento filosófico, sino de la misma teología escolástica, que, como prueba Santo Tomás (I. q. I., art. IV), es ciencia más especulativa que práctica. Y cualesquiera que sean las semejanzas aparentes entre el misticismo racionalista de Plotino y el misticismo de las escuelas cristianas, siempre habrá entre ellos todo el abismo que separa el orden natural del orden sobrenatural y de Gracia.

[p. 78]. [1] . Nec video equidem cur ejusmodi Philosophos tanto Lutherani odio prosequantur, nisi quod auctores obscuros intellectuque difficiles perdiscere nec volunt nec vero possunt. (De locis Theologicis, lib. X, cap. II.)

[p. 79]. [1] . Enimvero quis primas inter Philosophos habeat, quisve proinde ille sit, cui praecipuam dare operam operae pretium sic, variae sunt doctissimorum haminum discrepantesque sententiae... D. Augustino Plato summus est, D. Thoma summus est Aristoteles: sic fere res habent, ut id doctrinae genus quisque maxime probet cui a teneris annis maxime assuetus est. Exoritur Augustini ratio ex altera parte, nnllus esse omnium Christianae magis doctrinae concordes quam Platonicos... Ac D. Thomae sententia quidem et omnium pene gentium et multorum saeculorum usu probata est... Illud constat, neminem in rebus naturalibus plane eruditum esse posse, si solum Platonem legat. Solus autem Aristoteles abunde sat est, ut sit homo in Philosophiae tribus omnino partibus eruditus... Sed enim, ut mihi quidem videtur, nec Augustini nec Thomae contemenda est sententia. Nam et iis concedendum est qui Aristotelem amant et iis forsitan qui Platonis amici sunt. Quorum judicium, in eo quod de animi inmortalitate, de Dei providentia, de rerum creatione, de Finibus banorum et malorum, deque alterius vitae vel praemio vel poenis, Platonem apertius constantiusque locutum asserant, difficile factu est non probare. Probanda vero magis est divi Thomae opinio, sed ita tamen ut adhibeatur moderatio quaedam, sine qua probari illa non potest. Placet enim quoque nobis Aristoteles, et recte placet, modo ne repugnantem etiam illum ad Christi velimus semper dogma convertere, et quod interpretes fere solent qui vim contextui saepe afferunt, atque Aristotelem cogunt, ut velit nolit pro fide catholica pronuntiet. (Libro X, cap V.

[p. 80]. [1] . Expositio in primam secundae Angelici Doctoris Divi Tomae Aquinatis... Salamanticae, 1582. P. 378, q. 27: «Sed sunt etiam causae aliae cur amorem ad se pulchritudo attrahit, quas ex Platone et Platonicis desumemus... De qua re divinus Plato elegantissime in primis disseruit in Dialogo qui Convivium appellatur. »

[p. 80]. [2] . Scholastica Commentaria in Primam Partem Angelici Doctoris D. Thomae usque ad sexagesimam quartam quaestionem complectentia. Auctore Fratre Dominico Bañes Mondragonensi... Salmanticae , 1584, col. 401. « Circa solutionem ad primum nota ex Platone in Phedro et in Symposio et Hyppia Majori, quod pulchritudo est quaedam gratia et splendor rei, quae percepta per mentem vel auditum vel visum allicit animam. »

[p. 81]. [1] . Me valgo de la edición de Colonia, 1609.

[p. 81]. [2] . Ego multum Platoni tribuo, plus Aristoteli, sed rationi plurimum. In explicandis Philosophiae quaestionibus disceptandisque controversiis, equidem quid Aristoteles senserit diligenter considero, sed multo magis quid ratio suadet, mecum ipse perpendo. Si quid Aristotelis doctrinae congruens et conveniens esse intelligo, probabile duco: si quid autem rationi consentaneum esse video, verum certumque judico. Itaque in Physiologia primas iudicio sensuum, longa experientia et diligenti observatione explorato ac confirmato, secundas rationi, auctoritati Philosophorum postremas defero. (Praefatio) .

 

[p. 82]. [1] . Existen en la Biblioteca Ambrosiana, de Milán, tres volúmenes manuscritos de lecciones de Benito Pererio, que reproducen su enseñanza filosófica en Roma por los años de 1566 a 1568. En uno de estos códices, el D.—426 inf., que contiene las anotaciones Super libros de Anima Aristotelis , hemos leído el curioso pasaje siguiente, refutando lo que Aristóteles dijo de las ideas platónicas: « Haec Peripatetici, sed profecto haec est mera calumnia in Platonem, nam quae de Ideis a Platone dicta scriptaque sunt, sunt longe verissima. Plato namque posuit quidem Ideas sed non quales isti confingunt et imponunt Platoni, vocavit igitur Plato ideas rationes, opifices et effectrices omnium rerum, insitas in mente divina... quas Ideas non modo non respuunt nostri Theologi, sed et amplexantur: esse autem has Ideas necessarias sic ostenditur, nam in omni eo quod agit per intellectum inest ratio et forma rei quae debet fieri, alioquin non ageret per intellectum... Hanc autem formam intelligibilem appellat Plato Ideam... Haec autem ideae habent divinas illas proprietates quas Plato illis tribuebat, sunt namque separatae a rebus singularibus, sunt intelligibiles, sunt immortales, propterea quod sunt in mente divina, deinde sunt priores causae cognoscendi et producendi... Istae ideae sunt multae objective et terminative, repraesentant namque multa, sunt autem unum subjective, quia sunt in natura divina quae una est repraesentans imaginem omnium rerum. Ceterum non posum non mirari hos Philosophos dicentes Platonem posuisse has Ideas in concavo lunae vel in alio loco, cum Aristoteles qui videtur male audisse has Ideas, tamen in 3.º Phys. dicat apud Platonem, Ideas nusquam esse et in nullo loco collocasse et sub fine libri, quasi concludens aliquid contra Platonem, si hoc esset, inquit, Ideas essent in aliquo loco, quod Plato minime vult.

 

[p. 83]. [1] . Metaphysicarum Disputationum, in quibus et universa Naturalis Theologia ordinate traditur... Tomus Prior. Authore R. P. Francisco Suárez, e societate Jesu. Moguntiae, excudebat Balthasarus Lippius, sumptibus Arnoldi Mylii, 1599, tomo II, pág. 12. Esta disputación trata de la división del ente en finito e infinito.

Es lástima que la filosofía del Doctor Eximio apenas haya sido estudiada hasta ahora más que por escolásticos de profesión, empeñados en borrar o atenuar a toda costa las diferencias, que es donde reside principalmente el interés y la originalidad de un sistema. En Psicología (y daremos este solo ejemplo) distaba Suárez mucho de ser un peripatético intransigente. Encontraba en el tratado De Anima, de Aristóteles, muchas lagunas y evidentes errores, que trató de corregir y salvar con sutil análisis y singular delicadeza de observación interna: «Quod vero Aristóteles hoc nunquam dixerit, non urget, multa enim alia praeterivit, alia exacte non tractavit.» (De Anima, lib. III, cap. IX, núm. 14.)

[p. 83]. [2] . Con este título se coleccionaron e imprimieron (Madrid, 1617, Amberes, 1618) las cuestiones filosóficas esparcidas en los diez tomos de las obras de Gabriel Vázquez. La teoría de este profundo teólogo acerca de la Ciencia Divina debe buscarse con todos sus desarrollos en el tomo I de sus Commentariorum ac Disputationum in Primam Partem Sancti Thomae... Antuerpiae, 1631, pág. 31 y siguientes.

[p. 84]. [1] . Como se ve, la doctrina de Vázquez acerca de la ley moral representa, dentro de la escolástica, el punto de extrema antítesis respecto de la doctrina de Duns Escoto, acérrimo propugnador de la Libertad Divina, hasta el punto de dar a entender que Dios, por arbitrario decreto, podría modificar la bondad o malicia intrínseca de un acto. Fuera de esta temeraria consecuencia, a la cual el exceso de su piedad arrastró a aquel gran teólogo (demasiado sacrificado en nuestros días a la gloria de sus rivales), en el resto de su filosofía predomina una tendencia realista innegable, que se amalgama mejor o peor con el espíritu crítico, cualidad dominante en Escoto. No es cierto que su doctrina de los universales conduzca ni poco ni mucho al espinosismo, como han repetido tantos, desde Pedro Bayle acá; nada más lejos de la mente del Doctor Sutil que la doctrina de la unidad de sustancia: ni él ni sus discípulos admitieron nunca un universal positivo y común «a parte rei»; pero admitieron y admiten que la naturaleza humana, por ejemplo, es una con cierto género de unidad inferior a la unidad numérica de los individuos y no susceptible de división. En este sentido, y sólo en éste, pero usando de fórmulas que fácilmente se prestan a una interpretación panteísta, llegó a decir Escoto que había unidad de ser en los seres múltiples (esse unum in multis et de multis). Por otra parte, afirmaba y defendía, con Avicebrón, la unidad de materia: Ego Autem ad positionem Avicembronis redeo, et primam partem scilicet quod in omnibus creatis per se subsistentibus, tam corporalibus quam spiritualibus, sit materia, teneo. Deinde, probo quod sit unica materia (De rerum principio, q. VIII, art. 4.º, número 24). Sabido es que los escotistas, para explicar el principio de individuación, no acuden a la materia ni a la forma, sino a una nueva entidad metafísica que llaman heceidad (haecceitas), ultima realidad del ente, última actualidad o formalidad. Pero júzguese como se quiera de esta nueva abstracción, añadida a tantas otras, es cierto que la unidad de materia que Escoto admite no es unidad numérica, sino unidad de semejanza, la que él llama minor unitas.

La filosofía de Duns Escoto ha tenido entre los franciscanos españoles muy ilustres representantes, comenzando por el aragonés Antonio Andrés (Doctor Dulcifluus), discípulo inmediato y fidelísimo del Doctor Sutil, y continuando en los siglos XVI y XVII, con nombres tan dignos de recuerdo como los de Miguel Medina, Pedro de Hermosilla (Fermosellus), Gaspar Briceño, Gaspar de la Fuente, Llamazares y Merinero. La fecundidad e influencia de esta escuela fué, sin embargo, inferior a la de otras fracciones escolásticas, porque dentro de la misma orden de San Francisco muchos prefirieron a San Buenaventura, y otros muchos a Ramón Lull, tanto por el carácter místico de ambos y por la patria española del segundo, como por ser el realismo del Doctor Iluminado mucho más sintético, y estar más en armonía con los geniales y ocultos impulsos de nuestra raza.

[p. 86]. [1] . Simón Abril tradujo la Política y la Ética (impresa la primera en Zaragoza, 1584; MS. la segunda en la B. Nacional). Ordoñez das Seixas, la Poética (1626). Diego de Funes y Mendoza, la Historia de los Animales (1621), aunque ésta más bien debe llamarse refundición que traducción. Vicente Mariner, el más fecundo de todos los helenistas españoles, trajo a nuestra lengua todos los tratados del Organon, la Física, los tratados de la Generación y corrupción, los Meteorológicos, el De mundo (tenido hoy por apócrifo), los tres libros Del Alma, los opúsculos psicológicos, la Historia de los animales, los cuatro libros De las partes de los animales y causas dellas, los cinco De la generación de los animales, las dos Retóricas y la Poética. Todos estos MSS. se conservan en la Biblioteca Nacional. Es de presumir que tradujese también la Metafísica, pero este códice no parece. De la mayor parte de estas obras aristotélicas no ha logrado Francia traducción hasta nuestros días, con Barthélemy Saint-Hilaire.

[p. 86]. [2] . En la biblioteca de nuestro sabio amigo D. Aureliano Fernández-Guerra.

[p. 87]. [1] . Véanse especialmente los capítulos 69 y 70 del célebre libro De Sacra Philosophia sive de iis quae scripta sunt physice in libris sacris. Augustae Taurinorum, 1587.

«Hujus pulchritudinis (mundi) rationem aggresi sunt Phythagorei investigare. Res prorsus divina, humanis viribus impar, neque ulli arbitror, praeter ipsum Deum satis cognita. Illorum vero conatum quis non laudet et suspiciat? qui non solum aggressi sunt, sed per numerorum etiam scientiam, pro hominum captu, assequuti sunt multa... Adjiciam de numeris quae necesse erit, non quasi omnium numerorum naturam persequar, sed ut viam a longe indicem cui Phythagorei institerunt, mirabilem quidem illam et verissimam neque ulla in parte philosophiae Aristotelicae, quae merito nunc omnium maximè probatur, repugnantem.»

No se le ocultó a Vallés la semejanza y parentesco entre los principios de Platón y los de R. Lulio, a quien, por otra parte, era poco afecto, tachándole de tendencias panteístas: Maxime mihi videtur errare quod divinam naturam cum creaturis ineptè et arroganter conjungat... Illud solum interfuit dicere, sua illa tria principia, ivum, ibile et are eadem esse prorsus cum Platonicis, eodem, altero et essentia.

 

[p. 89]. [1] . Essai sur les origines du fonds grec de l'Escurial. Épisode de l'Histoire de la Renaissance des Lettres en Espagne..., París, 1880, pág. 81.

La extensa e importante correspondencia de Páez con varios eruditos, especialmente con Jerónimo Zurita y Honorato Juan, se halla en los Progresos de la Historia de Aragón, de Dormer, y en las notas que puso Cerdá y Rico al Canto de Turia, de Gil Polo.

[p. 90]. [1] . Nec vero illos imitari debemus qui Aristotelem deum ferè putant... Qui vero Aristoteli, Pythagorae, Platoni et similibus hominibus, quoniam ipsi sic dixerunt, credit, eos videtur divinis litteris aequare, quod absit.

(Petri Nunii Velii Abulensis, Dialecticae, libri tres. Basileae, apud Petrum Pernam, 1570.)

Es mucho más ramista la 2.ª ed. (P. N. V. A. Dialecticorum, libri III... Eiusdem Disputationum Logicarum, libri tres, nunc primum in lucem dati, 1578.)

[p. 91]. [1] . Audi Philosophos, qui nihil fieri sine causa obnixe testantur: audi Platonem ipsum, qui nomina et verba constare affirmat, qui sermonem esse a natura non ab arte contendit. Scio Aristoteleos aliter sentire... (Minerva, lib. I, cap. I.

[p. 91]. [2] . En vano el Dr. A. Chéreau ha intentado negar esta verdad inconcusa en una Memoria leída en la Academia de Medicina, de París, atribuyendo a Realdo Colombo el descubrimiento de Servet. Sus argumentos han sido victoriosamente refutados en Alemania por el infatigable y docto servetista H. Tollin (Die Entdeckung des Blutkreislaufs durch Michael Servet (Jena, 1876), y Ueber Colombo's Antheil an der Entdeckung des Blutkreislaufs (Berlín, 1883), y en Francia por Carlos Dardier. (Revue Historique, tomo X, mayo y junio de 1879.)

Llamo aragonés a Servet porque así se llamaba él mismo, y de Aragón descendía; pero su ciudad natal fue Tudela de Navarra, según consta por declaración suya en el proceso de Viena del Delfinado, y por los registros de la Universidad de París.

[p. 92]. [1] . Nam logos non philosophicam illam rem, sed oraculum, vocem, sermonem eloquium Dei sonat... Et multo magis est temerarium de sermone facere filium. (De Trinitatis erroribus, libri septem, fol. 47, vto.)

[p. 92]. [2] . Emanationis vocabulum quid philosophicum sapit, quod infra Dei naturam cadere non potest.

[p. 92]. [3] . Ipsemet Deus est spiritus noster. (Fol. 67.)

Imo dico quod omnium rerum essentiae est ipse Deus et omnia sunt in ipso. (Fol. 102.)

Christus ipse Elohim erat essentiae fons a quo omnes res mundi emanarunt. (Fol. 98.)

Deus in seipso nullam habet naturam.

 

[p. 94]. [1] .   Deus ipse essentia sua est mens omniformis... Deus est substantiae pelagus infinitus, omnia essentians, omnia esse faciens... Ea ipsa Dei universalis et omniformis essentia homines et res alias omnes essentiat... Habed itaque Deus infinitorum millium essentias, et infinitorum millium naturas, non metaphysice divisas...

 

[p. 95]. [1] . Deus est id totum quod vides et id totum quod non vides. Deus est omnium rerum forma et anima et spiritus... Ipse est pars nostra et pars spiritus nostri.

 

[p. 96]. [1] . Lux est quae cum corporalibus spiritualia connectit, omnia in se continens et palam exhibens. Imagines in anima sitae sunt natura lucidae, naturalem lucis cognationem habentes cum externis formis, cum externa luce et cum essentiali ipsa animae luce. Quae a luce sunt orta, in unum cum luce cöeunt, cum luce ipsa quae est mater formarum. Spiritus et lux sunt unum in Deo... Usque ad divisionem animae et spiritus penetrat lux illa. Ipsam angeli et animae substantiam penetrat et implet lux Dei, sicut lux solis aërem penetrat et implet. Ipsam quoque lucem solis penetrat et sustinet lux illa Dei: omnes mundi formas penetrans et sustinens, est forma formarum.

(Christianismi Restitutio... 1553. Me valgo de la reimpresión hecha en Nuremberg el año 1791, procurando remedar el papel y letra de la primitiva y rarísima, cuya fecha conserva. La más extensa y concienzuda exposición que conozco del sistema de Servet es la obra de Tollin, en tres volúmenes, Das Lehrsystem Michael Servet's genetisch dargestellt, Gütersloh, 1876-78.)

Esta teoría, más poética que filosófica, del conocimiento por medio de la luz, reaparece en la Esquisse d'une philosophie, de Lamennais (1843-46), obra esencialmente gnóstica, que no deja de tener profundas relaciones con el Christianismi Restitutio.

En Lamennais, como en Miguel Servet, esa luz es luz física cuando nos revela y manifiesta el mundo real, particular, variable y limitado; pero es luz divina, refulgencia de la forma una e infinita, luz increada o esencial, cuando nos pone en contacto con el mundo de lo inteligible, con el mundo de las leyes y de las causas. Esa luz divina es la que forma en el hombre la palabra interior, y le da, por último término del conocimiento intuitivo, la apercepción de lo infinito, la visión de Dios en vista real.

[p. 98]. [1] . Ed. Zeller, profesor de Filosofía en la Universidad de Berlín.

[p. 99]. [1] . Lo mismo, aunque en otros términos, viene a decir el sutilísimo crítico Alfredo Fouillée en su estimada obra sobre La Filosolía de Platón (2.ª edición, 1889, tomo III, pág. 51): «Platón y Aristóteles nos presentan el espectáculo de una evolución que parece estar en la naturaleza del pensamiento humano. Si profundizáis la noción de lo individual, encontraréis en el fondo de ella la noción de lo universal, y recíprocamente. Del mismo modo, si profundizáis la noción de la sustancia inmanente al ser, vendréis a encontrar en ella la nocion del ente trascendental. Basta llevar los contrarios hasta lo absoluto, para concebir su unidad... El entendimiento no la comprende, pero la razón concibe la necesidad de esa idea, inmanente y trascendental a la vez; interior a las cosas, y, no obstante, separada de ellas. Es lo que Platón enseñó el primero en el Parménides, y su discípulo acaba por volver a la misma concepción de un principio interno y externo a la vez, causa universal de las diversas individuaidades, individual, por otra parte, en sí mismo, síntesis de los opuestos, que es el uno y el otro sin ser ni el otro ni el uno ( ἀνϕότερα κα&λσαθυο; οὐϕδ&2;τερα ). En esta cumbre del pensamiento, donde brilla la unidad fecunda del ser perfecto, toda contradicción desaparece, y la oposición entre Platón y Aristóteles no puede ya subsistir. Toda esta oposición procede de que el primero considera el principio interno del ser, el segundo su principio externo. Pero aun aquí, Platón y Aristóteles, después de haberse separado al principio, van a reconciliarse en una teoría menos exclusiva. Nuestro principio es externo a nosotros — decía Platón—; pero Platón llega a comprender que este principio es al mismo tiempo interno. Nuestro principio es interno—dice Aristóteles—; pero él mismo prueba que este principio está a un tiempo dentro y fuera de nosotros.»

[p. 100]. [1] . Me valgo de la edición de París, 1560, y de la de Witemberg, 1594 . Léanse, ademas, para apreciar totalmente el pensamiento filosófico de Fox Morcillo, su opúsculo De ratione studii philosophici, que sólo he visto en la reimpresión de Amberes, de 1621, unido al libro De Studio Philosophico, de Pedro Juan Núñez; los dos importantísimos tratados De demonstratione ejusque necessitate ac vi, y De usu et exercitatione Dialecticae (Basilea, 1556); los comentarios al Timeo, al Phedon y a la República, impresos en Basilea, 1554 y 1556, y, finalmente, su Éthica (Ethices philosophiae compendium, 1553). No me dilato más en el juicio de este filósofo, a pesar de su grande importancia, porque creo difícil añadir nada al magistral estudio que le dedicó un amigo mío muy querido, a quien debo mi primera afición a estas investigaciones. (Véase el Discurso inaugural de la Universidad de Santiago, en el curso académico de 1884-85, por el Dr. D. Gumersindo Laverde y Ruiz.)

[p. 101]. [1] . Véase especialmente el cap. VI del lib. I: «PIato formam illam sive ideam quam affert, a rerum corporearum concretione sejungit, et in Dei mente veluti exemplar cujusque effectionis collocat. Aristoteles eam rebus conjugit, tanquam alteram corporeae substantiae partem. Itaque Plato in Timaeo, Phedone, Parmenide, locisque aliis... Sed hoc tamen discrimen inter ejusmodi ideam menti divinae insitam et cogitationem nostram ponit Plato quod illa divina, aeterna, efficiendi vi praedita, corporeaque omnis cogitationis sit expers, atque adeo ipsamet Dei mens, haec autem nostra corporea, nihilque per se efficere valens. Hanc porro ideam ille unam esse, infinitam, aeternam ac singularum rerum. Ideas unitate quadam in se comprehendentem, in Parmenide inquit, itemque Plotinus in libro De Idaeis et earum multitudine. Ab hac una Plato singularum formas tanquam è sigillo exprimi ait. At vero Aristoteles... formam rebus insitam principium constitutionis esse vult. Nihilominus in secundo Physicorum divinam quandam formam statuit, a qua caeterae formae omnes oriantur, quas eadem ipsa complectitur. Qua in re mihi ille videtur cum Platone sentire aut in pugnantem sententiam pene inscius prolabi. Si enim formam aliquam primam ac divinam esse putat, ad quam veluti ad finem aliae referantur omnes... tanquam universale quiddam separatum ante re ipsa sejunctum faciat, necesse est.»

[p. 101]. [2] . Véanse especialmente los capítulos III y IV del tratado De Demonstratione ejusque necessitate et vi: «Debere autem aliquid esse in mente nostra certum ac firmum, quo tanquam instrumento et exemplo intelligentiae ipsius multa sciantur, id est, formas notionesque rerum à natura nobis impressas... Quoniam enim ad omnia intelligenda et agenda, veluti semina quaedam habemus à natura, ut et si duo triaque nunquam viderimus, eadem si conjungantur, esse quinque fateamur, et si quid boni aut mali objiciatur, alterum sponte squamur, alterum vitemus, et si quale sit alterutrum non judicetur, ut denique ad omnia capienda mens quasi apta et proclivis per se sit atque aliquid in se simile iis videat, quasi alias illa vidisset aut didicisset: necesse profecto est, aliquas mentibus nostris impressas esse a natura rerum formas putare, non facultate tantum, ut putat Aristoteles, sed actu... eo modo ut nec sensus sine iisdem notionibus satis ad scientiam pariendam sint, nec sine sensibus ipsae notiones.» Todavía es más importante el capítulo V, en que explica el modo de la intelección.

[p. 102]. [1] . Por ejemplo, el cardenal García de Loaysa, en el brillante prefacio que puso al frente de los Comentarios De Coelo et Mundo, del peripatético clásico Martínez de Brea (Alcalá, 1561), presenta un verdadero plan de concordia, aunque menos extenso y desarrollado que el de Fox Morcillo, y no se harta de encarecer a la juventud de las escuelas que mire con la mayor reverencia las palabras de Platón y no le sacrifique a la autoridad de su discípulo, como era frecuente hacerlo: «Haec obiter a me dicta de Platone sint, ut juvenes interim admoneam magna cum reverentia de Platone ejusque conditione esse agendum, et quidquid Platonicum inciderit, altiore esse mente reputandum.»

El cronista Ambrosio de Morales, en el segundo de los quince discursos que añadió a las Obras de su tío Hernán Pérez de Oliva (Córdoba, 1586), discurre sobre la diferencia grande que hay entre Platón y Aristóteles en la manera de enseñar: «Muchas de las cosas que ambos enseñan son todas unas mismas, mas la manera de enseñarlas es tan diferente, que las hace parecer diversas.»

El importante y rarísimo libro del médico Luis de Lemos (Paradoxorum Dialecticorum, libri duo, Salamanca, 1558), puede considerarse como perteneciente a la escuela platónica mucho más que al ramismo. La tesis principal del autor es demostrar, contra Núñez y demás peripatéticos, que el nombre de Dialéctica debe reservarse para la Metafísica o primera filosofía, y no aplicarse de ningún modo a la Lógica formal de los aristotélicos.

Es luliana, todavía más que platónica, la aspiración unitaria y sintética del arquitecto Juan de Herrera en su inédito Discurso sobre la figura cubica: «Sabe cualquier entendimiento que nunca halla reposo hasta que topa con la armonía y orden sin falta ni sobra, en la cual armonía reposa, porque halló allí la verdad que buscaba con gran ansia.» Todo el razonamiento de Herrera está fundado en lo que él llama «la armonía de los socorros y comunicaciones de unas naturalezas con las otras y unos principios con otros.»

[p. 103]. [1] Sin duda por las relaciones íntimas que tiene con el pesimismo de Schopenhauer, hemos asistido en nuestros días a una singular resurrección de la doctrina de Molinos, especialmente en Inglaterra. El representante y corifeo de esta doctrina allí es J. Henry Shorthouse, hombre de mucho talento literario. Véase su célebre novela quietista «John Inglesant» (ed. Tauchniz, 1882), y su traducción abreviada de la Guía espiritual. (Golden thoughts from the Spiritual Guide o/ Miguel Molinos the quietist, Glasgow, 1883.)

[p. 104]. [1] . En su Spiraculum vitae (1652). Véanse, además, sus Problemata XXX de crcatione mundi (1685).

[p. 105]. [1] . «La Academia—decía Rebolledo—parece que tomó esta doctrina de la Escritura, para restituirla a San Hierotheo y a San Dionisio, pues la pone Platón en boca de la docta Diótima.»

[p. 106]. [1] . Academica sive de judicio erga verum ex ipsis primis fontibus. Opera Petri Valentiae Zafrensis in Extrema Baetica (Amberes, 1596).

[p. 106]. [2] . Puede mencionarse como curiosidad no ajena de nuestro asunto, el libro que otro luliano, el P. Luis de Flandes, publicó con el título de El Académico Antiguo contra el Scéptico Moderno: Defensa de las Ciencias y especialmente de la Physica Pitagórica 1742), exponiendo un plan de filosofía sincrética, en que entran como elementos, además del pitagorismo (que con extraordinaria sorpresa vemos renacer aquí), la lógica aristotélica, la metafísica platónica y el arte luliana, dando trabazón y enlace a todo ello el principio de que las universales máximas abrazan las opuestas inferiores.

 

[p. 108]. [1] . Por ejemplo, en las escuelas antiguas se conocía con el nombre de realismo lo que ahora llamamos idealismo, y se decía nominalismo lo que hoy empirismo y positivismo. El realismo de algunas escuelas alemanas modernas es ciertamente antítesis del idealismo , pero no quiere ni debe contundirse con el positivismo.

 

[p. 110]. [1] . Véase el principio del Phedro.