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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VII : ESTUDIOS HISTÓRICOS > ESTUDIOS SOBRE LA EDAD MEDIA ESPAÑOLA, POR DOLLFUS

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Études sur le Moyen Age Espagnol [2] se titula un libro de Luciano Dollfus, recientemente publicado en París. No es libro de erudición, sino de vulgarización, y en tal concepto merece elogio, porque está escrito en forma fácil y agradable, y demuestra en su autor afición a las cosas de España y no vulgar conocimiento de nuestra lengua. Pero no se puede disimular que en muchos casos M. Dollfus no parece estar bien enterado de las últimas investigaciones sobre las materias que trata, y en otras adolece de cierta superficialidad, que podrá ser del gusto de aquella clase de lectores a quienes principalmente se dirige, pero que puede inducir a error a muchos de los que en España, y sobre todo en América, miran con veneraración supersticiosa todo lo que se escribe en lengua francesa.

Cinco estudios comprende el libro del señor Dollfus, todos de materia interesante y amena. El primero se titula  Los Muzárabes, y nos parece el más endeble de todos. Verdad es que raya en lo imposible dar en 38 páginas idea de un tema tan vasto y complejo. Con decir que Conde y Cardonne son las principales fuentes de [p. 130] este relato, ya puede juzgarse de su valor. Es cierto que también se cita vagamente a Dozy, pero no se le ha utilizado mucho, ni siquiera para las cosas de Omar ben Hafsún. Y de los trabajos posteriores a Dozy (cuya Historia es de 1861), el autor no parece haber visto ninguno: ni la edición y traducción del Ajbar Machmua de Lafuente de Alcántara, ni la memoria geográfica e histórica de Saavedra sobre la conquista, ni la edición y comentario del antes llamado el Pacense y ahora el anónimo de Córdoba, por el P. Tailhan, ni el libro alemán del conde de Baudissin sobre Eulogio y Álvaro, ni los numerosos estudios de Simonet, entre los que descuella la introducción a su Glosario Hispano-Mozárabe. No se busque, por consiguiente, en el artículo del señor Dollfus, ni un estudio sobre las condiciones de la conquista y sobre la situación del pueblo vencido, ni un cuadro de su vida religiosa e intelectual, para la cual tantos elementos suministran las obras de los Padres cordobeses. Lo que el autor francés ha hecho es meramente una exposición rápida y exterior, en la cual puede señalarse una brillante página sobre la expedición de Alfonso el Batallador a Andalucía.

El segundo estudio, Un santo del siglo XI, es un extracto muy bien hecho de la Vida de Santo Domingo de Silos, de Berceo, a quien el señor Dollfus llama con excesivo entusiasmo «el mayor poeta castellano de los tiempos medios, a excepción de los autores anónimos del «Poema del Cid» y de los romances». «Nequid nimis». Para hacer justicia a Berceo, como se la hizo Fernando Wolf, no es preciso atribuirle una grandeza poética que no tuvo. Es un poeta simpático, dulce, devoto, a veces casi místico, dotado de modesta fantasía, que posee el arte de cantar con apacible llaneza y un instinto armónico rarísimo en la edad en que él florecía; pero con eso y todo no es un gran poeta. El gran poeta castellano de los anteriores al siglo XV, único verdaderamente creador, es el Arcipreste de Hita.

Dice el señor Dollfus que la Vida de Santo Domingo de Silos, de Berceo, «debe de ser traducción de una obra latina muy anterior a los tiempos de San Fernando en que Berceo escribía, pero que este texto se ha perdido». No puede afirmarse esto tan redondamente. Aunque Gonzalo de Berceo no sea un mero traductor, su obra en lo que toca a la vida de Santo Domingo tiene por fuente conocida [p. 131] la biografía latina compuesta por el monje Grimaldo, discípulo del santo, y es fácil hacer el cotejo puesto que la primera edición de Berceo, que no es la de Sánchez, sino la publicada en 1736 por el benedictino Fr. Sebastián de Vergara, presenta juntos el texto latino de Grimaldo, el castellano de Berceo, y otro castellano en prosa de los Miráculos del Santo Romanzados por Fr. Pedro Marín en tiempo posterior a Berceo. Que éste se valiese, además, de otros libros latinos, y aun de la tradición oral que había conservado algunos milagros, no lo ponemos en duda, pero basta cotejar su poema con las actas de Grimaldo para ver que es una paráfrasis de ellas en la mayor parte de su contexto.

Las Mujeres del Romancero es el tercer artículo. El autor acepta la expresión inexacta de Romancero (que sólo ha servido para embrollar el estudio de nuestra poesía épica, confundiendo los tiempos, y prestándola cierta unidad ficticia), pero hace al principio algunas discretas salvedades. En esta parte importa el mayor rigor posible de método y de lenguaje: expresiones como la del aedo semi-visigótico deben ser ya desterradas de todo trabajo serio. Partiendo de que desde este fantástico aedo hasta Góngora y Lope «el concepto de la mujer persistió siempre nacional y siempre el mismo», el autor estudia sucesivamente los tipos de la esposa, de la doncella y de la morisca, mezclando rasgos de todas partes, del Poema del Cid y de la Crónica Rimada, de los romances del siglo XVI y del teatro, y haciendo sobre todo ello una porción de observaciones de detalle que tienen cierto valor y prueban que es hombre de buen gusto y que siente la poesía de un modo personal y vivo. Pero la falta de orientación científica es evidente: sin cronología no hay historia posible, y de las ideas y los sentimientos menos que ninguna otra. Lo más bárbaro y crudo aparece así resuelto con lo más refinado: los textos primitivos con los secundarios: las invenciones personales y los caprichos de la fantasía con lo tradicional y lo impersonal: la Edad Media con el Renacimiento: lo que pertenece al fondo común de la poesía popular de todos tiempos y naciones con lo que es propio y característico de España. El capítulo resulta muy ameno y divertido, hará pasar insensiblemente las horas a cualquier señorita en cuyas manos caiga, pero es imposible sacar de él una idea clara sobre el concepto que tuvieron de la mujer nuestros poetas populares. Tomar el [p. 132] Romancero en globo para hacer la historia moral de España, es como si para trazar la fisonomía del pueblo hebreo, aprovechásemos indistintamente cualquier libro de la Biblia, revolviendo el Deuteronomio con Los Macabeos.

Antes de proceder a ningún genero de síntesis sobre el valor histórico de nuestra poesía popular, hay qúe continuar el trabajo analítico, la investigación de tiempos y orígenes, en que ya, gracias a Wolf y a Milá y Fontanals, tenemos base segura. Pero el procedimiento descriptivo y pintoresco que nuestro autor sigue es el que más puede alejar de ningún resultado positivo. Al contrario, en muchos casos lleva al error fatalmente. Hay que ponerse en guardia contra el romanticismo aplicado a la crítica literaria. No son tolerables ya hoy citas como la del Canto de Altabiscar, cuyo autor murió hace pocos años no sin haber reconocido antes su inocente superchería. No es lícito resucitar la desacreditada opinión que veía el reflejo de la sociedad granadina de los últimos tiempos en los romances moriscos, que no son más que una mascarada poética de fines del siglo XVI, con moros tan convencionales como los pastores de las églagas, o los trovadores de ópera. Ni estos romances moriscos tienen nada que ver con los romances fronterizos del siglo XV, que son un género histórico lleno de realidad y de fuerza, mientras que los moriscos pertenecen a la ficción pura y no deben estimarse más que como trozos de poesía lírica, algunos de ellos lindamente ejecutados.

La Conquista de Mallorca es un trozo narrativo en que el autor (rosellonés, según creo, o a lo menos meridional), siguiendo paso a paso las crónicas de don Jaime, de Desclot   y de Muntaner, logra conservar el tono épico de sus grandiosas narraciones. M. Dollfus no parece haber tenido a la vista ni la crónica de Marsilio, ni el repartimiento de la isla, ni el libro en que Quadrado recogió e ilustró estos y los demás documentos concernientes a la conquista. Pero esto nada quita al mérito artístico de su trabajo, que se lee con gusto aun después de conocido el magnífico relato de la misma expedición que hizo Piferrer en el tomo de Mallorca, de los Recuerdos y bellezas de España.

No puedo hacer iguales elogios del artículo que sigue: La Leyenda troyana a través de la Edad Media española. El tema es hermoso, pero las noticias del autor son de todo punto insuficientes. [p. 133] Una cita muy curiosa de la Crónica de Muntaner (cap. CCXIV), el interminable episodio del Poema de Alexandre (muy bien analizado por cierto), algunos romances relativamente muy modernos, algunas alusiones de los poetas del Cancionero de Baena, el Planto de la reina Pantasilea atribuído al marqués de Santillana y que si no es suyo, merece serlo: esto y no más es lo que ha encontrado en su camino. Parece ignorar la existencia de las multiplicadas versiones castellanas y catalanas de la Crónica Troyana de Guido de Columna. No dice una palabra de las más raras pero mucho más importantes que del Roman de Troie de Benoit de Saint-More se hicieron en castellano y en gallego; importantísima como monumento de lengua esta última, que ha llegado a nosotros por lo menos en dos magnificos códices del siglo XIV, el que fué de la biblioteca de Osuna y está hoy en la Nacional, y otro que yo poseo. Da  por introuvable el compendio de la Ilíada de Juan de Mena, cuando además de la edición de Valladolid de 1519, que es ciertamente rara, pero no imposible de hallar, hay muchas copias antiguas: cinco he visto, además de la que tengo. Volmöller acaba de descubrir otra traducción de los primeros libros de la Ilíada, también del siglo XV, hecha sobre la latina, de Pedro Cándido Decimbre.

Ni puede decirse que la mayor parte de estas noticias sean muy recónditas. Amador de los Ríos (cuya obra ni una sola vez cita el señor Dollfus en todo el curso de la suya) habló largamente de las versiones españolas de la Crónica Troyana, si bien confundiendo las derivadas de Benoit de St.-More con las que proceden de Guido de Columna. Adolfo Mussafia, aun sin haber visto los códices y guiándose sólo por los extractos que da Amador, logró disipar el embrollo en su importante memoria Ueber die spanischen versionen der Historia Troyana (Viena, 1871). Cuando se escribe sobre cosas de la Edad Media, es imposible desdeñar la consulta de este género de monografías, so pena de caer en un puro dilettantismo y hacer trabajos efímeros. Y si hubiera consultado, por ejemplo, el señor Dollfus las magistrales Recherches sur Ie texte et les sources du «Libro de Alexandre», que en 1875 publicó Morel Fatio en el tomo IV de la Romania, habría salido de toda duda respecto de las fuentes del episodio troyano en el poema leonés. Todo lo que precede a la disputa de Aquiles y Agamenón se deriva [p. 134] evidentemente de la Crónica Troyana, de Guido; lo que sigue hasta la muerte de Héctor ha salido del compendio de la Ilíada del pseudo Píndaro Tebano.

Este olvido en que deja el señor Dollfus la Crónica Troyana y el Roman de Troie, le induce a suponer invención poética del siglo XV la leyenda de la Reina Pantasilea. Por otra parte, queriendo continuar, como lo hace, el desarrollo de la leyenda hasta el tiempo de Lope de Vega, faltan evidentemente muchos poemas, entre los cuales por el momento recuerdo La Antigua, memorable y sangrienta destrucción de Troya, de Joaquín Romero de Cepeda, a imitación de Dares troyano y Dictis cretense (Toledo 1583) y las Guerras de Troya poema de Ginés Pérez de Hita, que a pesar de la celebridad de su autor yace todavía inédito en nuestra Biblioteca Nacional.

La Cabalgada del Maestre de Alcántara (don Martín Yáñez Barbudo, aquel que «por ninguna cosa tuvo pavor en su corazón», y sucumbió heroicamente en 1394 con doscientos caballeros suyos junto a la torre de Egea (del modo que se refiere en los capítulos VIII a X de la Crónica de Enrique III), es un episodio admirablemente contado por el señor Dollfus, y que con poco esfuerzo podría convertirse en breve leyenda, semejante a la Morte del Lidador, de Alejandro Herculano.

Garci Fernández de Jerena y el judío Baena, indica por su título mismo cuál es su asunto. Trátase de las andanzas de aquel estrafalario trovador del Cancionero de Baena que enamorado o fingiendo enamorarse de una juglaresa mora por que «pensaba que había mucho tesoro, se casó con ella, perdiendo el favor de que disfrutaba en la corte de don Juan I, y luego «falló que su mujer non tenía nada». Desesperado de su torpeza se retrajo entonces a una ermita cabe Jerena, «enfingiendo de muy devoto contra Dios», y dando por testimonio de esta simulada piedad suya algunas canciones religiosas que entonces compuso, entre ellas la muy linda que tiene por estribillo:


       


       Virgen, flor de espina,
       Siempre te serví:
       Sancta cosa é dina,
       Ruega a Dios por mi.
       
[p. 135] Pero otra cosa revolvía en su pensamiento, y deseoso de vida más holgada que la de la ermita, fingió que iba en romería a Jerusalém , y dió consigo y con su mujer en el puerto de Málaga, donde se hizo circuncidar y abrazó públicamente el mahometismo, dedicándose con ardor a desarrollar sus consecuencias teóricas y prácticas durante los trece años que vivió en el reino de Granada, hasta que en 1401, viejo, pobre y cargado de hijos, habidos muchos de ellos en una hermana de su mujer, el arrepentimiento y la miseria le volvieron a traer a Castilla, donde arrastró el resto de su pecadora vida, escarnecido y vilipendiado en todo género de metros por Villasandino y sus demás cofrades de la Gaya Ciencia.

El señor Dollfus caracteriza bien el Cancionero de Baena. Sobre la condición de judío converso atribuida al colector, convendría alguna aclaración. Tal especie descansa principalmente sobre una lección errada del texto inpreso del Cancionero, así en la edición de Madrid como en la de Leipzig. Donde dice judino, léase yndino, como está en el códice de París. Así lo notó el orientalista Müller, y recientemente lo ha dejado fuera de toda duda Morel-Fatio en una nota inserta en la Romania. Por cierto que en esta nota dirigiéndose a mí con cierta sorna el amigo Morel (como si yo en esta parte tuviera más culpa que haber seguido la lección impresa, no pudiendo consultar desde tan lejos el manuscrito original) da a entender que sólo en España ha sido desestimada la corrección propuesta por Müller. Tranquilícese el señor Morel-Fatio: entre los poquísimos que han tratado del Cancionero de Baena en estos últimos años, hay dos franceses, el conde de Puymaigre y el señor Dollfus que para nada han tenido en cuenta la enmienda de Müller; y ha habido un español, el doctor Milá y Fontanals, que hizo mérito de ella y la tuvo por muy verosímil. De todos modos conste que ha de leerse indino y no judino, y demos gracias al señor Morel-Fatio por la advertencia, aunque hecha en términos no demasiadamente caritativos. Claro es que esto por sí solo nada prueba ni en pro ni en contra del origen judaico de Juan Alfonso, para el cual puede haber otras presunciones. No admitiendo su calidad de neófito, resulta un ripio demasiado absurdo aquello de Bañado en el agua del Sancto Baptismo que dice de él otro trovador. Por otra parte, Amador de los Ríos [p. 136] (que era paisano de Baena) dió a entender en el tomo tercero de su Historia de los judíos españoles (pág. 33) que «había allegado muy importantes documentos» sobre este personaje, cuyo origen hebreo no era dudoso para él. Pero ignoramos qué documentos fuesen estos.

Termina el libro el señor Dollfus con un estudio rapidísimo sobre Moriscos y Cristianos desde 1492 a 1570. Sobre este tema, que no es para tratado en tan breve espacio, tiene ya la literatura francesa un buen libro del conde de Circourt, que merecía ser citado, mucho más cuando en él están aprovechadas las mismas fuentes que en el breve artículo de M. Dollfus.

Notes

[p. 129]. [1] . Nota del colector. - Revista Bibliográfica publicada en «La España Moderna» , número de septiembre de 1894, pág. 87.

Coleccionado por primera vez en Estudios de Crítica Literaria. .

[p. 129]. [2] . París, E. Léroux, editor, 1894.