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Obras completas de Menéndez... > HISTORIA DE LAS IDEAS... > III : SIGLO XVIII > CAPÍTULO I.— DE LAS IDEAS GENERALES ACERCA DEL ARTE Y LA BELLEZA, EN LOS ESCRITORES ESPAÑOLES DEL SIGLO XVIII.—EL P. FEIJÓO: SUS DISERTACIONES SOBRE «EL NO SÉ QUÉ» Y LA «RAZÓN DEL GUSTO». —LUZÁN, INTRODUCTOR EN ESPAÑA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS DE CROUSAZ.—LA

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La tendencia experimental, representada por los admiradores de Baton, y la tendencia subjetiva, representada por el cartesianismo, penetraron, por fin, aunque algo tarde, en la ciencia española, que de algún modo las había preparado durante el siglo XVI. Ya en los últimos años del XVII (época mucho menos aciaga para la filosofía que para otras disciplinas del espíritu), en pensadores [p. 102] como Caramuel y Cardoso comienza a notarse la influencia de las nuevas ideas, el impulso de libertad y de renovación filosófica, la adopción total o parcial de la física corpuscular o atomística, en oposición a la peripatética... un como preludio de lo que fué luego la vasta empresa científica del P. Feijóo, preparada en otro terreno por el establecimiento de ciertas sociedades de física y medicina experimental, especialmente la muy insigne de Sevilla, fundada en 1697, y de la cual puede decirse que fué alma el médico atomista Diego López de Zapata. La filosofía natural fué el campo elegido por los innovadores, y el campo también en que concentraron sus esfuerzos las falanges escolásticas, cada día más mermadas y decadentes. Los estudios metafísicos quedaron postergados o siguieron haciéndose conforme a la antigua rutina, y todo el interés se concentró en las cuestiones de método general o en el grande y temeroso problema de la composición de los cuerpos.

La escolástica estaba completamente agotada, y ni una sola idea útil para nuestro estudio podríamos entresacar de los numerosos cursos de teología y filosofía que se publicaron en España durante los primeros cincuenta años del siglo XVIII, repetición servil, cuando más, de las obras monumentales del mismo género que ilustraron las dos centurias anteriores. De tan dura sentencia sólo puede exceptuarse al P. Luis de Losada, de quien con toda justicia pudo escribir el P. Feijóo que «había abierto las puertas del aula española a la experimental filosofía». Pero la novedad relativa que el P. Losada tiene en la física, y que en tan alto grado le hace benemérito de nuestra cultura, no se extiende a las materias psicológicas y metafísicas, donde generalmente se atiene al común sentir de las escuelas, aunque con mucha lucidez y gran señorío de la materia, cualidades que fácilmente le dan la palma entre los demás aristotélicos de su era, y le colocan entre los pensadores de que la Compañía de Jesús puede gloriarse. Tal nos le muestra, por ejemplo, su doctrina acerca del arte, idéntica en substancia a la que era tradicional en la escuela suarista, y hemos visto brillantemente expuesta, antes y después de Suárez, por el cardenal Toledo, Gregorio de Valencia y Rodrigo de Arriaga. Define el arte con Aristóteles, «habitus cum ratione factivus», y advierte expresamente, como todos los escolásticos, que su operación [p. 103] no toca ni pertenece a las buenas costumbres. El arte conviene con la naturaleza: 1.º, en proceder por orden recto y por leyes en sus operaciones; 2.º, en producir una forma semejante a la forma que el artífice lleva en su mente, así como el agente natural produce una forma semejante a la suya propia; 3.º, en no poder obrar sino sobre materia preexistente; 4.º, en comenzar por lo imperfecto y ascender gradualmente a lo perfecto; 5.º, en imitar a la naturaleza y ser émulo y discípulo de ella, tomando de sus efectos imitación y norma. Pero al mismo tiempo que el arte imita a la naturaleza, la perfecciona en cierto modo con sus reglas, lo cual se ve patente en la Música respecto de los números, y en la Lógica en cuanto a los discursos de la mente.

Difieren el arte y la naturaleza: 1.º, en que la naturaleza se vale de la nuda materia, y el arte de una materia segunda, esto es, de un cuerpo substancial completo; 2.º, en que la naturaleza produce seres reales, y el arte fingidos y umbrátiles; 3.º, en que el arte se detiene en la superficie exterior, y la naturaleza penetra en lo más recóndito; 4.º, en que las formas que la naturaleza induce son vivas y eficaces y engendradoras de otras formas, mientras que las formas creadas por el arte son estériles. La forma artificial consiste en la figura o en la coordinación de las Artes. La figura nada tiene de positivo, sino un cierto modo de la cantidad, que no es principio activo, como tampoco lo es la misma cantidad. No consiste, pues, la forma artificial en ningún accidente absoluto, sino en cierta modificación de las partes de la materia, ya por yuxtaposición, ya por unión de las partes, y su relación con el todo (resultando de aquí lo que podemos llamar forma intrínseca y orgánica, como en la escultura y pintura), ya por conmixtión de las partes, ya, finalmente, por identificación del artificio o de la forma artificial con la materia; a cuyo género pertenecen la Música, la Poesía, la Danza y la Pantomima. [1]

[p. 104] El ánimo descansa al pasar de estas disquisiciones tan ingeniosas, pero tan baldías, a la esfera de luz y de libertad filosófica en que bizarramente se mueve el poderoso y analizador entendimiento del P. Feijóo, varón en quien la Providencia quiso juntar las más variadas aptitudes, el celo propagandista más fervoroso y la más inextinguible sed de ciencia y de doctrina, para que fuese luz y oráculo de su siglo, y acabara de romper de todo punto la barrera de incomunicación que la intolerancia escolástica había ido levantando entre la ciencia, cada día más petrificada, de nuestras aulas y la ciencia extranjera, que, siguiendo en parte el camino que en otro tiempo habíamos abierto los italianos y nosotros, aspiraba cada día con más arrojo a la conquista del mundo físico y del mundo moral por medio de procedimientos analíticos. En otra ocasión he tratado extensamente del P. Feijóo, y no quiero repetirme: ahora incumbe sólo considerarle bajo uno de los infinitos aspectos de su actividad intelectual, es decir, como estético.

Porque, a pesar del atraso de tales estudios en su tiempo, atraso bien confirmado por los libros del P. André y de Crousaz, únicos que entonces salían de Francia y de Alemania, el P. Feijóo, nacido y educado en medio del peor gusto literario que en edad alguna ha caído sobre la Península ibérica, y privado durante toda su vida de ver y apreciar las obras maestras de las artes plásticas, acertó, sin embargo, a levantarse sobre todo este cúmulo de dificultades, perversiones e ignorancias, hasta entrever ciertos principios generales de libertad artística, tan luminosos y tan amplios, de tan eterna verdad y evidencia, que por sí solos podrían ser hoy mismo base de una crítica que, concediendo toda racional libertad al genio, se apartase por igual del nimio y enteco rigor de los preceptistas y de las libertades frías y sin gracia que suelen permitirse espíritus adocenados, en quienes la audacia suple al estro y al sentido propio y personal de la belleza.

Apenas hay problema fundamental de la ciencia del arte que no esté tocado alguna vez en el Theatro crítico o en las Cartas eruditas. Pero reservando para los capítulos sucesivos considerar a Feijóo como crítico literario y como crítico musical, procede aquí exponer sus ideas de Estética general, tomándolas principalmente de dos discursos intitulados Razón del gusto y El no sé qué, [p. 105] impresos uno y otro, por primera vez, en 1733, en el tomo VI del Theatro crítico. [1]

De estas dos disertaciones, la de la Razón del gusto, a pesar de su título tentador, es la que menos vale. A Feijóo, empeñado en su heroica tarea de descabezar errores vulgares, no podía pasársele por alto el vulgarísimo axioma «sobre gustos no hay disputa»; pero sea por falta de resolución, sea por sobra de escepticismo o relativismo (que así podemos calificar la tendencia empírica dominante en las diversas filosofías de entonces), no se atrevió a combatirle de frente, sino que prefirió explicarle y reducirle a términos razonables. En substancia viene a decir lo siguiente:

Distinguen los filósofos tres géneros de bienes, honesto, útil y deleitable. Sólo el último pertenece al gusto. Es imposible que la voluntad abrace como deleitable un objeto que no lo sea, porque si le abraza como deleitable, gusta de él actualmente; se deleita en él. Luego el gusto, en razón de gusto, siempre es bueno con aquella bondad real que únicamente le pertenece; pues la bondad real que toca el gusto en el acto, no puede menos de refundirse en él.

No se ha de identificar el gusto con lo honesto ni con lo útil, pero ser gusto y ser malo es implicación manifiesta, porque sería lo lo mismo que tener bondad deleitable y carecer de ella.

Con todo eso, caben disputas sobre el gusto, y puede preguntarse su razón. El P. Feijóo pone dos: el temperamento y la aprensión. De la variedad de temperamentos procede la diversidad de gustos, naciendo de esta raíz lo que hoy llamaríamos apreciación subjetiva del gusto.

¿Los gustos diversos, en orden a objetos distintos, igualmente perfectos cada uno en su esfera, son entre sí iguales? Evidentemente son desiguales, y esto puede comprobarse con certeza. ¿Por dónde se han de medir los gustos? Por los objetos. El P. Feijóo admite, pues, además del criterio subjetivo, otro que podemos llamar apreciación objetiva del gusto. En igualdad de percepción de parte de la potencia, cuanto más excelente sea el objeto, [p. 106] tanto más perfecto y excelente será el arte. Pero ¿qué excelencia es esta? Excelencia en línea de delectación, porque esta es la que corresponde a la excelencia del objeto deleitable. El P. Feijóo, por consiguiente, siguiendo en esto el sentir común de nuestros escolásticos, propende a la tesis del arte por el arte, y así, v. gr., llega a escribir, hablando de la música, que «su intrínseco fin es deleitar el oído, aunque a veces como a fin extrínseco, se dirige a lo honesto y útil».

La excelencia del objeto puede ser absoluta o relativa, según que se mire en el objeto mismo o respecto de las condiciones del contemplador. Así se explica la razón del gusto. Todo cuanto estorba o minora en el sujeto la percepción de la delectabilidad, es causa de que la bondad relativa de éste sea menor que la absoluta. El que tiene las facultades más perfectas o los órganos más delicados y de mejor temple, percibe mejor la excelencia de la música.

La segunda causa de la variedad de gustos es la variedad de aprensiones, preocupaciones o juicios anticipados; v. gr.: en el que repugna un manjar por falta de costumbre; o bien procede y se engendra del hastío y el cansancio, del influjo de la novedad o de otras circunstancias extrínsecas. Al poder de la imaginación se debe, en primer término, esta variedad de aprensiones, puesto que se complace o se irrita según las impresiones que hace en ella la representación de los objetos sensibles. La doctrina y el sentido empírico del discurso del P. Feijóo pueden resumirse en estos términos: «No cabe disputa sobre el gusto, cuando depende del temperamento, pero sí cuando procede de la aprensión».

El no sé qué es mucho más interesante, y aun podemos decir que superior a todo lo que entonces (1733) se conocía en Estética, aun incluídas las lecciones del P. André, que en novedad y atrevimiento se queda muy por bajo de nuestro polígrafo. El discurso del P. Feijóo es un verdadero manifiesto romántico, a menos que no queramos considerarle como el último eco de otras doctrinas de libertad literaria, generalmente aceptadas en la España del siglo XVII  y recibidas de ella por el P. Feijóo, que heredó de la tradición española mucho más de lo que parece, y mucho más de lo que él confiesa. Júzguese por el siguiente extracto:

«En muchas producciones, no sólo de la naturaleza, sino del [p. 107] arte, y aún más del arte que de la naturaleza, encuentran los hombres, fuera de aquellas perfecciones sujetas a su comprensión racional, otro género de primor misterioso que, lisonjeando el gusto, atormenta el entendimiento. Los sentidos le palpan, pero no le puede descifrar la razón, y así, al querer explicarle, no se encuentran voces ni conceptos que cuadren a su idea, y salimos del paso con decir que hay un no sé qué que agrada, que enamora, que hechiza, sin que pueda encontrarse revelación más clara de este natural misterio». El P. Feijóo lo comprueba con ejemplos de la naturaleza y de las bellas artes, especialmente de la arquitectura, música, pintura y poesía. Añade que este no sé que debe de ser la misma inexplicable cualidad que los griegos llamaban gracia, la cual, aunque suela acompañar a la belleza, tampoco es incompatible con la fealdad. A la aclaración de este misterio va encaminado todo el discurso.

Los objetos agradables, y de igual modo los desagradables, se dividen en simples y compuestos. Una voz sin variedad de tonos es un objeto simple del gusto del oído. Cuando procede esta voz por varios puntos dispuestos de manera que formen una combinación grata al oído, es un objeto compuesto. Los colores son, de igual manera, simples (puros) o compuestos (combinados). Hay muchos objetos compuestos cuya hermosura consiste precisamente en la recíproca proporción o coaptación de las partes entre sí. Los materiales del edificio, las voces de la oración, los movimientos de la danza, los sones de la música, tomados aisladamente, pueden no producir el efecto de la belleza. Al contrario, en otras ocasiones, las partes del objeto tienen ya por sí hermosura o atractivo. Pero, ténganla o no, es cierto que hay otra hermosura distinta de aquélla, la hermosura del complejo, que consiste en la grata disposición, orden y proporción recíproca de las partes, ya sea natural, ya artificiosa. «El agradar los objetos consiste en tener un género de proporción y congruencia con la potencia que los percibe, o sea, con el órgano de la potencia. De suerte que en los objetos simples sólo hay una proporción, que es la que tienen ellos con la potencia; pero en los compuestos se deben considerar dos proporciones, la una de las partes entre sí, la otra de esta misma colección de las partes con la potencia, que viene a ser proporción de aquella proporción». Por eso un objeto agrada [p. 108] a unos y desagrada a otros, no habiendo cosa en el mundo que sea del gusto de todos; lo cual depende de que un mismo objeto tiene proporción de congruencia respecto del temple, contextura o disposición de los órganos de uno, y desproporción respecto de los de otro.

La duda expresada con el no sé qué, puede entenderse que se refiere a dos cosas distintas: el qué y el por qué. Puede no saberse qué es lo que agrada en el objeto, y puede ignorarse por qué agrada. Así, en la voz, el no sé qué se refiere o al sonido de ella, en cuyo caso no hay cuestión, porque el no sé qué es el mismo ser individual del sonido; o al modo de juzgar la voz (sic), en cuyo caso, aunque no pueda darse regla general e infalible, principalmente resulta el no sé qué «del descanso con que se maneja la voz, de la exactitud de la entonación, del complejo de arrebatados puntos musicales de que se componen los gorjeos». Feijóo tiene por indefinible el ser individual, o, lo que es lo mismo, la esencia del sonido, porque los individuos no son definibles. El por qué consiste en la proporción debida y congruente de las partes del objeto entre sí y con las facultades del que la percibe.

La diferencia entre los objetos que tienen el no sé qué y los que carecen de él, consiste en que aquellos agradan por su especie o ser específico, y éstos por su ser individual.

El no sé que en los objetos compuestos, consiste en la misma composición, esto es, en la proporción y congruencia de las partes que los componen... «La hermosura de un rostro es cierto que consiste en la proporción de sus partes o en una bien dispuesta combinación del color, magnitud y figura de ellas... Pero cuando alguna de estas proporciones falta, dicen que tiene aquel rostro un no sé qué que hechiza. Y este no sé qué, digo yo que es una determinada proporción de las partes en que ellos no habían pensado, y distinta de aquella que tienen por única para el efecto de hacer el rostro grato a los ojos. De suerte que Dios, de mil maneras diferentes, y con innumerables diversísimas combinaciones de las partes, puede hacer hermosísimas caras. Pero los hombres, reglando inadvertidamente la inmensa amplitud de las ideas divinas por estrechez de las suyas, han pensado reducir toda la hermosura a una combinación sola, o cuando más a un corto número de combinaciones, y en saliendo de allí, todo es para ellos un misterioso no sé qué... [p. 109] Lo propio sucede en la disposición de un edificio. Aquel no sé qué de gracia no es otra cosa que una determinada combinación simétrica, fuera de las comunes reglas. Encuéntrase alguna vez un edificio que en esta o en aquella parte suya desdice de las reglas establecidas por los arquitectos, y con todo, hace a la vista un efecto admirable, agradando mucho más que otros muy conformes a los preceptos del arte. ¿En qué consiste esto? ¿En que ignoraba sus preceptos el artífice que le ideó? Nada menos. Antes bien, en que sabía más y era de más alta idea que los artífices ordinarios. Todo lo hizo según regla, pero según una regla superior que existe en su mente, distinta de aquellas comunes que la escuela enseña. Proporción y grande, simetría y ajustadísima, hay en las partes de esa obra, pero no es aquella simetría que regularmente se estudia, sino otra más elevada adonde arribó por su valentía la suprema idea del artífice. Si esto sucede en las obras de arte, mucho más en las de la naturaleza, por ser éstas efectos de un artífice de infinita sabiduría, cuya idea excede infinitamente, tanto en intensión como en extensión, a toda idea humana y aun angélica».

Con letras de oro debiera estamparse, para honra de nuestra ciencia, esta profesión de libertad estética, la más amplia y la más solemne del siglo XVIII, no enervada como otras por restricciones y distingos, e impresa (y esto es muy de notar) casi treinta años antes de que Diderot divulgase sus mayores y más felices arrojos. Pero el mismo Diderot, aunque dotado de un sentido vivo y personal del arte, muy superior al de nuestro benedictino, el cual no parece haber sentido con verdadera emoción otro arte que la Música, jamás dió a sus sentencias tanto alcance ni tanta generalidad. Y que las del P. Feijóo no nacían de una intuición vaga ni de un capricho del momento, sino que se enlazaban en su mente con un sistema aplicable a todas las artes, bien claro nos lo prueban las aplicaciones que, así en este discurso como en otros, va haciendo a las reglas peculiares de cada una de ellas. Así, respecto de la Música, le vemos afirmar que «el sistema de las reglas que los músicos han admitido como completo, no es tal, sino muy imperfecto y diminuto. Pero esta imperfección del sistema sólo la comprenden los compositores de alto numen, los cuales alcanzan que se pueden dispensar aquellos preceptos... Los compositores de clase inferior claman que aquello es una herejía; [p. 110] pero clamen lo que quisieren, que el juez supremo y único de la Música es el oído. Si la música agrada al oído y agrada mucho, es buena y bonísima, y siendo bonísima, no puede ser absolutamente contra las reglas del arte, sino contra unas reglas limitadas y mal entendidas.

En este mismo discurso de El no sé qué, tan lleno de gérmenes de vida, comienza a iniciarse la deplorable confusión entre la expresión y la belleza, que todavía vemos admitida por algunos estéticos de la escuela ecléctica francesa, principalmente por Levêque. Al P. Feijóo le era tan familiar esta idea, que vuelve a consignarla en un discurso titulado Nuevo arte fisionómico (que le coloca entre los precursores de Lavater), y hasta en un romance, [1] donde intenta dar explicación física del no sé qué de la hermosura, mera paráfrasis de la que dió en el Theatro crítico.

El P. Feijóo nos enseña en versos bastante malos que el alma es quien

                                 «Vivifica, informa, alienta
                                 El rostro, y en él sus luces
                                 Gratamente reverberan...
                                 Y es la belleza del alma
                                 El alma de la belleza.

                                 ...................................

                                 Entra, al fin, un no sé qué,  
                                 Una oportuna y discreta
                                 Combinación de las partes
                                 Que componen la belleza.

                                 A veces la simetría
                                 Muchos errores enmienda,
                                 Y en un todo sale bien
                                 Lo que en otro desdijera.

                                 Punto es este en que la vista
                                 Tal vez el voto desprecia
                                 Del discurso, y soberana,
                                 Lo que él censura, ella aprueba.

                                 Señalar medidas fijas
                                 A las facciones, es necia
                                 Observación que introdujo
                                 La ociosidad indiscreta.
                                 [p. 111] Porque ninguno hasta ahora
                                 Ha comprendido las reglas
                                 Que en la humana arquitectura
                                 El arte del cielo observa.
                                 ......................................
                                 Puede salir la estructura
                                 Buena de muchas maneras,
                                 Y es el variar de las líneas
                                 Valentía de la idea».

Prefiero la prosa del P. Feijóo a sus versos, en general débiles y conceptuosos; pero las ideas son las mismas, y las vemos reaparecer en otros discursos, como si fuesen una perenne tentación para el ingenio vivaz y errabundo del autor, verdadero ciudadano libre de la república de las letras, como él mismo se apellidaba. Tachábanle algunos, no sin apariencia de razón, de temerario innovador en la lengua; y para disculpar sus neologismos, o más bien para canonizarlos y abrir la puerta a otros nuevos, escribió una carta, que es la 33.ª del tomo I de las Eruditas, levantando la cuestión del terreno gramatical en que la colocaban sus adversarios, y tomando pie de ella para reclamar, en nombre de una ley estética superior, absoluta libertad de estilo. «Puede asegurarse que no llegan a una razonable medianía todos aquellos ingenios que se atan escrupulosamente a reglas comunes. Para ningún arte dieron los hombres, ni podrán dar jamás, tantos preceptos que el cúmulo de ellos sea comprensivo de cuanto bueno cabe en el arte. La razón es manifiesta; porque son infinitas las combinaciones de casos y circunstancias que piden, ya nuevos preceptos, ya distintas modificaciones y limitaciones de los ya establecidos. Quien no alcanza esto, poco alcanza. Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como no pretendiesen sujetar a todos los demás al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esta servidumbre. Es menester numen, fantasía, elevación para asegurarse el acierto, saliendo del camino trillado... Los hombres de espíritu sublime logran los más fáciles rasgos, cuando generosamente se desprenden de los comunes documentos. Así, es bien que cada uno se estreche o se alargue hasta aquel término que le señaló el autor de la Naturaleza, sin constituir la facultad propia por norma de las ajenas. Quédese en la falda quien no tiene fuerza para arribar [p. 112] a la cumbre, mas no pretenda hacer magisterio lo que es torpeza, ni acuse como ignorancia del Arte lo que es valentía del Numen». Haciendo aplicación de estos principios generales al lenguaje, instrumento de la obra literaria, exclama con no menor elocuencia y brío: «Pensar que ya la lengua castellana, ni otra alguna del mundo, tiene toda la extensión posible o necesaria, sólo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud de las ideas, para cuya expresión se requieren distintas voces». Y repitiendo una frase de Voltaire, escribe: «No hay idioma alguno que no necesite del subsidio de otros... Los puristas hacen lo que los pobres soberbios, que más quieren hambrear que pedir».

¡Qué espíritu tan moderno y al mismo tiempo tan español era el del P. Feijóo! No vamos a juzgar ahora de las extremosidades de su doctrina, ni mucho menos de lo que tiene de apología pro domo sua. El P. Feijóo era un verdadero insurrecto, y aunque su desenfado enamore, no hay que tomar como dogma todo aquello en que difiere del común sentir de los preceptistas. Y desde luego hay que notar en las frases antes copiadas una verdadera y lamentable confusión entre la concepción artística, que ha de ser libérrima (en esto convenimos con el P. Feijóo), y el material artístico, que nadie debe ser osado a tocar atropelladamente ni con manos profanas, puesto que sólo llegará a adquirir el señorío de la forma el que comience por ser esclavo de ella. Es error vulgar y que de ninguna manera quisiéramos ver patrocinado por tan gran varón y de tan claro entendimiento, el de suponer incompatible la gramática (y nos fijamos de intento en esta, que es la más externa disciplina de la forma) con los altos vuelos del numen. No es el escritor de más mérito el más rebelde, sino el más profundo, y las más veces esta profundidad consiste, no en conculcar la ley, sino en encontrar las razones de ella, ocultas a todos los vulgos, lo mismo al que la niega que al que rutunariamente la obedece. Y el que presta a la ley su obsequio razonable suele quedar más alto, en el juicio de la posteridad, que el que tumultuariamente y por motivos de pueril vanidad la huella o desprecia, sin estudiarla ni comprenderla.

El P. Feijóo era una naturaleza antirretórica, lo cual constituye en él un mérito y un defecto. Es un mérito, porque su ausencia de escrúpulos de estilo le libra de las afectaciones de su [p. 113] tiempo; hace su decir claro, apacible y llano; le deja moverse con independencia, peregrinar por todos los campos del espíritu, más atento a las cosas que a las palabras, y legar a la ciencia patria, en vez de unas cuantas páginas más o menos lamidas e insubstanciales, veinte volúmenes de crítica aplicada a casi todas las materias prácticas y especulativas en que puede ejercitarse el entendimiento humano. Y es un defecto, porque al sostener la que él cree paradoja de que «la elocuencia es naturaleza y no arte», (como si todas las artes no tuviesen su fundamento en la naturaleza), niega el fundamento y la legitimidad de toda disciplina literaria, lo cual valdría tanto como negar la utilidad y el valor de la Lógica, fundándonos en que el pensamiento y el racional discurso, sobre el cual versan sus leyes, existe también en la naturaleza humana antes del arte y con independencia de él y aun de toda cultura, lo cual de ninguna manera quiere decir que las facultades intelectuales no sean disciplinables y que su estudio no pueda constituir una ciencia.

Pero abreviando estas consideraciones que por ser tan obvias fácilmente caerían en el lugar común, no se puede negar que ensancha el ánimo oír en pleno siglo XVIII (en el siglo, por excelencia, de las Poéticas) al P. Feijóo reivindicar los derechos del genio enfrente de la tiranía, no de las inmutables leyes estéticas, sino de aquel cúmulo de reglillas mecánicas que realmente esterilizaban a quien no naciese con un empuje casi sobrehumano. «Las reglas que hay escritas (dice en esa misma carta sobre la elocuencia) [1] son innumerables. ¿Quién puede tenerlas presentes todas al tiempo de tomar la pluma?... Lo peor es que aunque hay tanto escrito de reglas, aún es muchísimo más lo que se puede escribir... El genio puede ser de esta materia lo que es imposible al estudio... Más por sentimiento que por reflexión, distingue el alma estos primores... El acierto en esto, como en otras muchas cosas, pende puramente de una facultad animástica, que yo llamo tino mental. El que tiene esta insigne prenda, sin ninguna reflexión a las reglas, acierta... Lo más que yo podré permitir, y lo permitiré con alguna repugnancia, es que el estudio de las reglas sirva para evitar algunos groseros defectos, mas nunca admitiré que pueda producir [p. 114] primores... Las reglas son unas luces estériles como las sublunares, que alumbran y no influyen. Dan un conocimiento vago y de mera teórica, sin determinación alguna para la práctica».

¿Cómo no reconocer en estos osados conceptos, en esta especie de insubordinación erigida en sistema, en este romanticismo anticipado, el último fruto de la antigua crítica española, tan bizarra y tan resuelta siempre, ora proclame con Luis Vives que querer fijar las leyes del arte es empresa tan imposible como la de aprisionar todo el Océano en el cauce del Tíber o del Iliso, ora declare por boca del severísimo Pinciano que «con tal que la acción sea deleitosa, la fábula no ha de ser condenada, ni su autor tenido en menos, porque a veces no está la imperfección en el artífice, sino en el arte»; ora en los libros del doctísimo amigo de Quevedo, don José Antonio González de Salas, amoneste a los poetas a que no se consideren «necesariamente ligados a los antiguos preceptos rigurosos, porque libre ha de ser su espíritu para poder alterar el arte, fundándose en leyes de la naturaleza, según la mudanza de las edades y la diferencia de los gustos», siendo «en los grandes hombres los acometimientos, no sólo permitidos, sino venerables»; ora aconseje a los poetas por la voz del divino Herrera «buscar siempre modos más perfectos y nuevos de hermosura»; ora, finalmente, con Alfonso Sánchez, Barreda y Caramuel lleve a sus últimos límites la apología del drama moderno y emancipado de la antigüedad clásica? [1]

Ni era el P. Feijóo el único de su tiempo que pensara en estas materias de arte de un modo tan libre y desembarazado. Ocasión tendremos de mencionar en el capítulo siguiente toda una legión de críticos literarios, que, más o menos razonadamente, profesaron y aplicaron a las bellas letras el mismo sentir, oponiéndose a todas las tentativas de reglamentación poética al gusto transpirenaico, y manteniendo un romanticismo latente, que empalma dos épocas de la literatura española, el siglo XVII y el XIX, entre [p. 115] los cuales nunca se dió una verdadera solución de continuidad. Aun hombres de tendencias y gustos clásicos, como don José Porcel, el autor de las églogas venatorias del Adonis, afirmaba en plena Academia del Buen Gusto, nacida precisamente para reformarle en el sentido de los Luzanes y Montianos, que «en vano se cansan los maestros del arte en señalar éstas ni las otras particulares reglas, porque esto no es otra cosa que tiranizar el libre pensar del hombre, que en cada uno se diferencia, según la fuerza de su genio, el valor de su idioma, la doctrina en que desde sus primeros años le impusieron, las pasiones que lo dominan y otras muchas cosas». [1]

Don Ignacio de Luzán es la antítesis perfecta de todos estos preceptistas negadores de la preceptiva. Ellos representan el principio de la libertad, Luzán el del orden: del choque de ambos elementos, igualmente legítimos, igualmente beneficiosos, había de nacer, y nació con el tiempo, una crítica mas elevada que los concordase y armonizase, curándolos de sus respectivas durezas y exageraciones, y mostrando la ley superior que los fundamenta y generaliza, y los hace, a cada cual en su esfera, inatacables e infalibles en cuanto pueden serlo criterios humanos, sujetos siempre a depuración y enmienda.

El mérito de Luzán está, sobre todo, en su preceptiva literaria, que algunas páginas más adelante estudiaremos. En Estética general o Metafísica de lo Bello, su importancia es mucho menor, aunque no puede decirse que sea nula. Consiste en una adaptación hábil de los principios generalmente admitidos en la filosofía extranjera, y especialmente de las teorías de Crousaz sobre lo bello. Para mí, la mayor originalidad de Luzán en esta parte de su trabajo, estriba en haber sentido la necesidad de dar a la Poética, tratada hasta entonces empíricamente (sin más excepción que la del Pinciano), una base racional, enlazándola con el estudio metafísico de la Belleza. La obra de Luzán es una de las [p. 116] primeras Poéticas (y no hablo sólo de las de España) en que aparece ya un capítulo De la belleza en general, y de la belleza de la poesía, y de la verdad. Luzán escribía en 1737, mucho antes que Batteux y que Marmontel. Su educación había sido completamente italiana. Dicen que fué discípulo de Vico, aunque se le conoce poco, nos decía en la cátedra el Dr. Milá y Fontanals. Lo cierto es que Luzán se educó en Nápoles y en Palermo, cuando el autor de la Scienza Nuova enseñaba en la primera de estas ciudades, y que allí permaneció desde 1715 hasta 1733, dedicado al estudio, no solamente de las letras, sino de la filosofía y de la jurisprudencia, en alguno de los cuales forzosamente hubo de encontrarse con Vito, sin que deje de dar alguna muestra de haberse aprovechado de sus maravillosas intuiciones sobre el poema épico y el carácter de la poesía primitiva. Luzán no tenía espíritu de invención ni amor a las aventuras científicas, pero sí sólido saber, buen sentido, poderoso y grande amor a la verdad y constancia en profesarla. En filosofía era cartesiano, si bien moderadamente y con tendencias eclécticas, y el estudio que había hecho de las matemáticas, y de la física experimental, del derecho natural y público, de la historia y de la arqueología, había ensanchado el horizonte de su cultura, estableciendo entre sus ideas cierto nexo libre y holgado, más bien que un verdadero sistema. En suma: era un hombre discreto más que un filósofo, por más que escribiese en latín (cuando apenas tenía veintidós años) un compendio de las opiniones de Descartes sobre lógica, metafísica, física y moral, y en castellano un extracto de la lógica de Port-Royal, y en italiano un tratado completo de Etica, intitulado De'i principi della mórale. [1] Esta atención a las cuestiones especulativas no podía menos de reflejarse en su libro y de separarle profundamente de todas las Poéticas vulgares. Por otra parte, todas las literaturas de su tiempo le eran familiares, no sólo la italiana, que podía considerar como propia; no sólo la francesa, que luego estudió a conciencia en su viaje a París de 1747, sino la inglesa, que él dió a conocer el primero en España, traduciendo algunos trozos de [p. 117] Milton, y la alemana, cuya lengua hablaba y escribía con facilidad, al decir de su hijo. Añádase a esto la mas sólida y severa instrucción clásica, y el no ser tampoco peregrino en la teoría y en la práctica de la música y en la de las bellas artes del diseño.

Todo este caudal de conocimientos habían de reflejarse forzosamente en la Poética, y ante todo el espíritu filosófico, única cosa de que por el momento tratamos. Empeñado Luzán  [1] en investigar la naturaleza del deleite poético, le hace consistir en la belleza y en la dulzura, siguiendo a Horacio:

                    «Non satis est pulchra esse poemata: dulcia sunto»,

y apartándose en esto de Muratori, que en tantas otras cosas le sirve de guía (puesto que el ilustre milanés confunde la bondad y la verdad con la belleza, poniendo en la unión de todas tres la fuente del deleite poético), Luzán, que en esto se le aventaja mucho, no cae en tal identificación, y sólo añade a la belleza la calidad de la dulzura, entendiendo por ella, según el sentido horaciano, el poder de la moción de afectos,

                    «Et quocumque volent, animum auditoris agunto».

«Sus efectos son diversos (añade), porque la belleza, aunque agrade al entendimiento, no mueve el corazón, si está sola; al contrario, la dulzura siempre deleita y siempre mueve los afectos, que es su principal intento. En prueba de esto, algunos pasos de célebres poetas, en cuya belleza han hallado que censurar los críticos, a pesar de todas sus oposiciones se han alzado con el aplauso general, por la dulzura y terneza de los afectos que expresan». Y cita ejemplos del Tasso, «contra quien han escrito tanto los franceses y aun los mismos italianos»; siendo de admirar que lo que Luzán aplaude en él no son dos rasgos de sentimiento, sino dos concetti muy fríos, que de seguro le hubieran parecido mal si los hubiese encontrado en Gracián o en Ledesma.

De todas maneras, repárese que, para Luzán, dulzura es sinónimo de moción de afectos, y que él la prefiere y aventaja siempre a la belleza, sin llegar a entender nunca que no es más que uno [p. 118] de los géneros de belleza: la belleza de sentimiento. Este error, muy disculpable en el estado embrionario de las ideas estéticas de su tiempo, trasciende, como no podía menos, a su concepto de la belleza, que es el mismo de Crousaz, filósofo alemán ecléctico y wolfiano, que desarrolló y amplió en lengua francesa las ideas del P. André sobre lo bello. Ya sabemos que, según Crousaz y Luzán, que le copia literalmente (citándole), las cualidades de la belleza son la variedad, la unidad, el orden y la proporción. «La variedad (así discurrían) hermosea los objetos y deleita en extremo; pero también cansa y fatiga, y es necesario que para no cansar, se reduzca a la unidad, que la temple, y facilite su comprehensión al entendimiento, el cual recibe mayor placer de la variedad de los objetos cuando éstos se refieren a ciertas especies y clases. De la variedad y unidad procede la regularidad, el orden y la proporción, porque lo que es vario y uniforme, es al mismo tiempo regular, ordenado y proporcionado. En la proporción se incluye otra calidad o circunstancia de la belleza, también muy esencial, y consiste en la adaptación o apropiación de cada objeto a sus fines. La belleza obra en nuestros ánimos con increíble prontitud y fuerza, y un objeto nos parece bello antes que el entendimiento haya tenido tiempo de advertir ni examinar su proporción, su regularidad, su variedad y demás circunstancias. A todo se anticipa la eficacia de la hermosura, y parece que quiere rendir la voluntad antes que el entendimiento, y que no necesita de nuestra intervención para triunfar de nuestros afectos. Sin embargo, puede ser mayor o menor la eficacia de la belleza, según la varia disposición de nuestro ánimo. La educación, el genio, las opiniones diversas, los hábitos y otras circunstancias, pueden hacer parecer hermoso lo que es feo, y feo lo que es hermoso».

Además de las cualidades de la belleza, propiamente dichas, puede haber en el objeto otras cualidades y disposiciones que acrecienten la eficacia de su belleza. Las principales son tres: grandeza, novedad y diversidad.

Mézclanse en esta doctrina, ecléctica o más bien sincrética, de Crousaz y de Luzán elementos de muy diverso origen y de muy desigual mérito. El fondo de ella, es decir, las notas de unidad, integridad, congruencia, etc., está en San Agustín, y antes de él se vislumbra en los platónicos. En lo demás predomina el carácter [p. 119] subjetivo y estrecho de la filosofía del siglo XVIII, y su tendencia a convertir la apreciación de la belleza en un juicio puramente formal, y, por consiguiente, relativo y mudable de hombre a hombre. Pero ni Crousaz ni Luzán van tan allá: al contrario, su eclecticismo se inclina más del lado de la metafísica platónica, y llega a veces a confundirse con el más ardiente idealismo. Luzán (dócil a la autoridad de Muratori, según su costumbre) acepta la definición pseudo-platónica de la belleza «luz y resplandor de la verdad, que iluminando nuestra alma, y desterrando de ella las tinieblas de la ignorancia, la llena de suavísimo placer». Y en una canción de estancias largas, que es la mejor de sus poesías, leída en la Academia de San Fernando el 23 de diciembre de 1753, ensalza la belleza del bien y la belleza de las ideas, en versos de augusta serenidad, muy justamente recomendados por Quintana:

                                               «Sólo la virtud bella,
                                               Hija de aquel padre, en cuya mente
                                               De todo bien la perfección se encierra.
                                               Constante vive sin mudanza alguna.
                                               ..........................................
                                               ¿Quién con esto se acuerda
                                                De envilecer el plectro resonante,
                                               Donde de vista la virtud se pierda,
                                               O un falso bien, o un engañoso halago
                                               Sirva de asunto al canto, y más de estrago?»

La belleza, según Luzán, aunque no sea idéntica a la verdad, ha de fundarse, o en la verdad real y existente, o en la posible y verosímil, porque lo falso, conocido como tal, no puede agradar jamás al entendimiento ni parecerle hermoso, ni el Arte es fragua de mentiras. Todas las fábulas de los antiguos figuraban de ordinario alguna verdad, o teológica, o física, o moral, y toda obra de arte encierra alguna verdad, ya absoluta, ya hipotética. Esta verdad hipotética, llamada también verosimilitud, no es otra cosa que «una imitación, una pintura, una copia bien sacada de las cosas, según son en nuestra opinión, ya sea ésta errada, ya verdadera». No puede darse mayor amplitud, y si Luzán hubiera sido más lógico, fácilmente podría canonizarse con su autoridad, no ya el arte romántico, sino el mismo arte fantástico, tomada esta palabra en su acepción vulgar, puesto que admite, siempre de acuerdo con Muratori, una verosimilitud popular, que es la que [p. 120] salva al Ariosto y a los libros de caballerías. En ésta, como en otras muchas cuestiones, aparece Luzán mucho más cercano a la poética moderna que a la de Boileau, y mucho más amigo del mundo encantado de los sueños que del mundo árido y seco de los preceptos. Para él lo verosímil abarca, no solamente lo posible, sino lo imposible también, siempre que no sea contradictorio. «Es preciso (dice formalmente, como si se hubiera propuesto hacer la apología de aquel mismo teatro español tan maltratado por él) que el poeta (y lo mismo puede decirse de todo artista) se aparte muchas veces de las verdades científicas, por seguir las opiniones vulgares. Que el ave fénix renazca de sus cenizas..., que el basilisco mate con su vista, que el fuego suba a su esfera colocada debajo de la luna, y otras mil cosas semejantes que las ciencias contradicen e impugnan, pero que el vulgo aprueba en sus opiniones, se pueden muy bien seguir, y aun a veces anteponer a la verdad de las ciencias, por ser ahora o haber sido en otros tiempos verosímiles y creíbles en el vulgo, y por eso mismo más acomodadas para persuadirle y deleitarle».

La belleza artística se deriva de dos fuentes o principios, que son: la materia y el artificio. La materia debe ser, no cualesquiera verdades, sino sólo las que sean nuevas, grandes, maravillosas y extraordinarias, que el poeta hallará peregrinando por los tres reinos, intelectual, material y humano. Cuando esta materia no se halla, hay que recurrir al artificio, supliendo y ayudando con éste la imperfección de aquélla. El hallar materia nueva y maravillosa (y ésta es también doctrina de Muratori, como casi todas las doctrinas generales de Luzán) pertenece a dos facultades, el ingenio y la fantasía, ayudadas por el juicio, a manera de director, consejero y ayo, que tales son las comparaciones que Muratori usa. Hallar materia nueva o sacar de la materia propuesta verdades nuevas, no es otra cosa sino descubrir en el sujeto o asunto propuesto aquellas verdades menos conocidas, menos observadas, más recónditas y que más raras veces nos ofrece la naturaleza. Y como la poética imitación tiene por objeto principal las cosas del mundo humano, esto es, del mundo moral, de estas cosas es de donde más ha de procurar el artífice sacar verdades peregrinas y raras. Para esto se valdrá de su ingenio y fantasía, procurando descubrir lo que más raras veces suele acontecer, lo que [p. 121] solamente es posible y lo que parece verosímil y probable. Esto viene a ser (añade Luzán) lo que los maestros del arte llaman mejorar y perfeccionar la naturaleza, y lo que nosotros hemos dicho «imitar la naturaleza en lo universal y en sus ideas».

El artífice, pues, debe perfeccionar la naturaleza: esto es, hacerla y representarla eminente en todas sus acciones, costumbres, afectos y demás cualidades buenas o malas.

Luzán, por consiguiente, no es naturalista, en el vulgar sentido de la palabra, sino pura y estrictamente aristotélico, con la verdadera y legítima interpretación idealista que hoy damos a la Poética; y hasta puede decirse que exagera un tanto la doctrina de Aristóteles, dando al arte por único oficio el representarnos lo más raro y peregrino que tiene la naturaleza entre sus entes posibles, y en sus ideas universales, perfeccionando las costumbres de las personas introducidas, hasta colocarlas en el más eminente grado de perfección o imperfección; por más que alguna vez, y como muestra de tolerancia, conceda al poeta representar costumbres medianas, siempre que las realce con el artificio, porque «igualmente se deleita nuestra alma en aprender verdades nuevas y maravillosas, que en aprender nuevos modos de decir las verdades», lo cual le hace absolver ciertos conceptos sutiles y escolásticos, aunque gallardos, de uno de sus poetas favoritos, el zamorano don Luis de Ulloa Pereyra.

Para explicar en qué consista este artificio que realza y ennoblece aun la materia trivial, distingue (siempre con Muratori en la mano) tres géneros de imágenes o creaciones: unas que el entendimiento sólo concibe, sin que tenga la fantasía más parte que la de suministrarle las semillas: a éstas llama imágenes intelectuales, y son la materia propia de las ciencias; otras que son concebidas y formadas en concorde unión por el entendimiento y la fantasía; y, por último, aquellas en que «la fantasía usurpa las riendas del gobierno, y manda despóticamente en el alma, sin oír los consejos del entendimiento». Estas últimas, «en las cuales todo es desorden, falsedad, y confusión», las excluye Luzán de la poesía y de toda arte bella, y aun de los discursos de hombres de sano juicio. El campo del arte pertenece de un modo inmediato a las imágenes que elaboran juntos el entendimiento y la fantasía, y de un modo más remoto e impropio a los puros conceptos intelectuales.

[p. 122] Las imágenes que son materia propia y peculiar de la poesía se dividen en simples o naturales, y fantásticas o artificiales, entendiéndose por imágenes simples «la pintura y viva descripción de los objetos, de las acciones, de las costumbres, de las pasiones, de los pensamientos y de todo lo demás que pueda imitarse o representarse con palabras». El deleite de este primer grado de la imitación procede de la evidencia o energía con que los objetos aparecen en el arte, y del placer de la semejanza, unido a la seguridad propia, cuando se trata de objetos terribles o peligrosos. En la descripción, ya poética, ya pictórica, caben dos maneras (según enseñó Castelvetro y repite Luzán): la manera universalizada y la manera particularizada; el escorzo, y la menuda y la copiosa descripción. Luzán declara loables la una y la otra; pero con buen gusto evidente prefiere la universalizada, porque «produce el singular deleite de hacernos concurrir sensiblemente con nuestro entendimiento y nuestra fantasía en la formación de la imagen y en su cabal inteligencia». Insisto en advertir que, para Luzán, este género de imitación no es más que el grado ínfimo de la creacion poética, y que él, tenido vulgarmente por preceptista tan rígido y descarnado, reserva su mayor aplauso para las que llama imágenes fantásticas y artificiales, mediante las cuales «nuestra imaginación se pasea por un país encantado, donde todo es asombros; todo tiene alma y cuerpo y sentido»; mundo en el cual imperan, como soberanas, las pasiones. Verdad es que, luchando su instinto poético con las sugestiones de la prudencia severa y cuerda, dominantes en su naturaleza aragonesa, quiere que, aun en ese encantado mundo, la bizarría y los bríos de la imaginación vayan regidos y moderados por los consejos del juicio, y que en ningún caso pueda la fantasía, rebelde a su Señor, aliarse con lo falso, enemigo declarado del entendimiento, e inducirle, engañosamente disfrazado con capa de verdad, en conceptos falsos y en sofismas. «La verdadera belleza—añade—se compone de perfecciones reales, no de desconciertos o ilusiones aéreas».

Pero no es sola la fantasía quien produce los grandes efectos artísticos. Luzán reconoce la importancia estética del elemento intelectual, es decir, del ingenio, sin que le detenga el abuso que los conceptistas habían hecho de él, hasta convertirle en base única de su Estética. Entendían ellos, lo mismo que Luzán, por [p. 123] ingenio «aquella facultad o fuerza activa con que el entendimiento halla las semejanzas, las relaciones y las razones intrínsecas de las cosas, volando velozmente por todos los seres y objetos criados y posibles del universo, y penetrando con su agudeza en lo interno del objeto, hasta hallar razones de su esencia nuevas, impensadas y maravillosas». De él se engendran, no aquellos conceptos falsos «que como vidrio se quiebran al más leve golpe de una buena lógica», sino aquellos otros «cuyos fondos pueden resistir al golpe del cincel». Pero no hemos de creer que Luzán desconociese los peligros del intelectualismo poético, y la aridez pedantesca que, a la larga, podía comunicar a la poesía. «Las Musas son libres— exclama—y aborrecen las estrechas prisiones de las escuelas. Todo lo que sabe a puerilidad escolástica ofende el genio brioso de la Poesía, y estorba sus libres pasos.»

Con razón ha escrito el docto decano de la Facultad de Letras de Madrid [1] que el libro de Luzán «muestra un sabor decididamente filosófico y de espíritu moderno, encaminado a establecer sobre bases de evidencia racional los principios de la crítica literaria», y que en él se guardan «enseñanzas no indignas de figurar al lado de lo mejor que ha producido el pensamiento estético hasta la época presente». Y aunque sobre la originalidad de la mayor parte de estas enseñanzas puede litigarse mucho (cosa, después de todo, nada difícil, puesto que el mismo Luzán nos dice con la mayor honradez las fuentes en que ha bebido), siempre será digna de aplauso en él la claridad y alto sentido con que expuso la teoría de la imitación, salvándola del realismo vulgar, mediante la distinción de icástica y fantástica, o sea, imitación de lo universal e imitación de lo particular. Para Luzán, era verdad fuera de toda controversia que puede ser objeto de la poesía el mundo celestial lo mismo que el humano, y así llegaba a afirmar [p. 124] sin temor a Boileau ni a ningún otro de los adversarios del arte religioso, que «la Poesía puede tratar y hablar de Dios y de sus atributos, y representarlos en aquel modo imperfecto con que nuestra limitada capacidad puede hablar de un Ente infinito..., y con tanta más razón puede hablar de los ángeles y de todas las afecciones y propiedades de nuestra alma, y de todas las virtudes especulativas y reflexivas de nuestro entendimiento». Sin duda, por eso, encontraba dignos de alabanza los autos de Calderón, que en la elegancia y fluidez se excedió a sí mismo cuando los compuso.

Todo esto riñe con la idea que vulgarmente tenemos de Luzán, y que hasta cierto punto se deduce de algunas aplicaciones particulares de su Poética y de algún capítulo relativo al género dramático. Pero lo cierto es, que en la parte fundamental de su sistema armoniza y concuerda, de una manera muy alta, el realismo y el idealismo, o digámoslo con términos suyos, la imitación de lo particular y la imitación de lo universal; la imitación de las cosas como son en sí y en cada individuo, y la imitación de las cosas como son en la idea universal que de ellas nos formamos, «la cual idea viene a ser como un original o ejemplar, de quien son como copias los individuos o particulares». Luzán declara una y otra imitación igualmente legítimas, aunque desigualmente meritorias, y rebate con mucha energía al famoso jurisconsulto Gravina que, en su libro Della Ragione Poetica, condenaba la imitación de lo universal, adelantándose a los modernos naturalistas. Luzán, por el contrario, aprecia con grande alteza de espíritu los efectos morales del arte idealista, «que inspira insensiblemente un intenso y oculto amor a las grandes y heroicas hazañas, y un menosprecio de las cosas bajas y viles, el cual afecto, introducido sin sentir en el hombre, va ennobleciendo y perfeccionando sus acciones, conforme al dechado de aquellas ideas perfectas impresas por la Poesía en su alma». Pero como Luzán tiende a no extremar nada, considera la imitación fantástica o de lo universal como más propia de la epopeya y de la tragedia, y relega la icástica o de lo particular a la comedia de costumbres.

Asombra encontrar tan vastas y tolerantes ideas en Luzán, y asombra mucho más que ningun partido sacasen de ellas sus discípulos Montiano, Nasarre y don Nicolás Moratín, los cuales [p. 125] únicamente aprovecharon su libro como arma de guerra contra el teatro antiguo. La penuria de doctrina estética general se va haciendo mayor cada día, así en los autores citados como en los reformadores de nuestra prosa (v. gr., el Padre Isla), o en los eruditos investigadores de nuestras antigüedades literarias, tales como Mayans, Sarmiento, Pérez Bayer, Sánchez (don Tomás Antonio), Rodríguez de Castro, Pellicer, y los autores de bibliotecas o bibliografías provinciales. Para encontrar algún atisbo de doctrina más trascendental, hay que acudir al Análisis del Quijote, estampado por el ilustre artillero don Vicente de los Ríos al frente de la edición académica de 1780, que es gloria de las prensas de Ibarra. Al juzgar la obra maestra del genio nacional, no se levantaba ciertamente Ríos a consideraciones sobre la be lleza absoluta que, conforme al criterio sensualista de su tiempo, él negaba o desconocía; pero buscando en el revuelto mar de la producción estética algún punto luminoso por donde guiar su rumbo, encontraba dos: el primero, la comparación de un libro con otros de la misma especie; el segundo, las fuentes del buen gusto, o sean, las facultades humanas. Había en esta última consideración un como vislumbre de la estética subjetiva, metodizada después en la Crítica del juicio, de Kant, pero contenida en potencia en todos los más señalados estudios críticos del siglo XVIII, desde el P. André hasta Lessing. Ríos, cuyo talento filosófico es innegable, comprendía la estrechez e ineficacia del criterio de la comparación aplicado a obras que carecían de precedente en toda literatura, y por eso buscó, dentro de las limitaciones del empirismo, tabla menos frágil a que asirse. Comprendía que la fábula del Quijote era original y primitiva en su especie y que Cervantes estaba en el mismo caso que Homero debiendo sacarse de sus escritos la leyes y no recibirlas él. Pero como era preciso encontrar a todo trance un lugar en la preceptiva para el Quijote que evidentemente no se parecía a la Ilíada ni a la Eneida, ni a la Jerusalén, Ríos se propuso buscar las leyes que inconscientemente siguió Cervantes, «en la misma naturaleza del espíritu humano, cuyo placer, deleite e instrucción se solicita en las fábulas». Era la primera vez que en España se hablaba este lenguaje, y los que tanto y con tan poca gracia se han burlado del ensayo de Ríos, o no le han entendido, o no le han leído, cosa aquí harto frecuente. [p. 126] Don Vicente de los Ríos deducía, por un camino enteramente subjetivo y psicológico, los mismos principios de unidad y simplicidad, de variedad y diversidad, que los platónicos habían derivado de una tesis objetiva y metafísica, mostrándose así el analista del Quijote mucho más innovador en el método que en las conclusiones. «Nuestro espíritu (decía) es naturalmente curioso, inconstante y perezoso. Para agradarle, es indispensable incitar a un tiempo mismo su curiosidad, prevenir su inconstancia y acomodarse a su pereza. Todo lo que es raro, extraordinario, nuevo y de un éxito dudoso e incierto, mueve la curiosidad del espíritu: la simplicidad y unidad convienen a su pereza, y la diversidad y la variedad entretienen su inconstancia».

En estos principios hallaba el académico cordobés la norma verdadera para formar juicio de las fábulas agradables e instructivas, y sobre ellas intentaba fundar una estética «con principios breves, claros, sencillos y deducidos todos de un principio fijo y determinado, cual es que las obras de arte sean medio preciso y seguro para que el artista logre el fin que se propuso». Este principio le consideraba él como la idea que rige toda la arquitectura de la obra, entendida la palabra idea en un sentido harto diverso del de los platónicos. Consideraba el cuerpo o el todo de la obra «como esta misma idea desenvuelta», siendo forzoso que «el deleite y placer contenido o encerrado en el objeto de la fábula se manifestase clara y distintamente a los lectores en el todo de la obra y en cada una de sus partes». La naturaleza y el fin de la obra artística, derivada de la naturaleza del espíritu humano, es, por consiguiente, la única ley de este nuevo sistema literario, punto el más elevado que pudo alcanzar la filosofía del siglo XVIII, y que no fué traspasado, por cierto, dentro del mismo criticismo kantiano.

Es verdad que Ríos, inconsecuente con sus principios, aplicó en el resto de su Analisis, más bien que un procedimiento psicológico, un procedimiento retórico, de adaptación violenta de los antiguos preceptos y ejemplos épicos, a la fábula del Quijote, empeñándose en un paralelo en toda forma entre Cervantes y Homero, con lo cual dejó de todo punto infecundas las tesis que al principio de su ensayo plantea, si bien en todo él hizo alarde de ingenio, y sembró felicísimas observaciones de pormenor, hoy [p. 127] mismo aceptadas por los más discretos cervantistas. Pero éstos son méritos de otra clase y que de ningún modo responden al suntuoso pórtico del edificio.

Análogas observaciones nos sugiere el contraste del ambicioso título de Filosofía de la Elocuencia, que dió Capmany a su Retórica (excelente y utilísima como tal), con la materia del libro, reducido todo él a un menudo examen analítico de las formas oratorias, sin que el autor acierte a sacar partido de algunos aforismos estéticos que deja caer de vez en cuando, y que tienen singular analogía (como ya, antes de ahora, discretamente se ha notado) con el sentido dominante en Hutchesson y en los primeros filósofos de la escuela escocesa, por la cual, siempre y en todas sus evoluciones, han mostrado no disimulada simpatía los pensadores catalanes. Y no hay duda que la obra de Capmany está informada por el psicologismo. «El alma (dice) debe considerar en lo que la deleita o sorprende la razon y causa de lo que siente, y entonces los progresos de este examen acrisolan y perfeccionan lo que llamamos gusto...» Opinaba, con los partidarios del sistema de la depuración y selección, que la perfecta belleza se debe sacar de distintos modelos, por ser imposible concebir un solo individuo en todo extremo perfecto. A la grandeza y a la verdad atribuía el más exquisito deleite de la obra artística, no alejándose mucho en esto de Crousaz, de Muratori, ni de Luzán; y por eso daba al orador, como ellos al poeta, el consejo de elegir asuntos nobles y dignos, grandes e interesantes a los hombres, desdeñando la insípida locuacidad y la vana pompa de las palabras, sin perderse tampoco en generalidades vagas y lugares comunes. «Los objetos grandes prestan elocuencia a los ingenios sublimes: así vemos que Descartes y Newton, que no fueron oradores, son elocuentes cuando hablan de Dios, del tiempo, del espacio y del universo».

Las facultades estéticas o creadoras de la obra artística eran para Capmany tres: la sabiduría, la imaginación y el gusto. No entendía por sabiduría la erudición ni la ciencia de las escuelas, sino el criterio estético, el discernimiento para elegir lo mejor, el recto sentido y el liberal raciocinio, que aprecia la sublimidad de las ideas y la profundidad de los afectos. Definía la imaginación estética «combinación o reunión nueva de imágenes que correspondan [p. 128] o se conformen con el afecto que queremos excitar en los demás», distinguiéndola de la imaginación en general, que es «la facultad intelectual o intuitiva que todo hombre tiene de representarse en su mente las cosas visibles y materiales». Aun los conceptos más abstractos deben reducirse a imágenes, para figurar en una obra de arte. Opinaba Capmany, bastante próximo a las doctrinas de emancipación literaria que hemos visto proclamadas por el P. Feijóo, «que los antiguos no habían agotado todos los manantiales de la imaginación, porque se pueden dar tantas y tan diversas formas a las pinturas de la naturaleza, como a los caracteres de imprenta».

Como Capmany no era filósofo de profesión, adolece de mucha vaguedad su tecnicismo, y sobre todo no tira una raya bastante clara entre el sentimiento y el juicio, ni distingue tampoco con bastante precisión lo que llama sabiduría, de lo que llama gusto, expresando también con esta última palabra el «recto juicio de lo perfecto o imperfecto en todas las artes»; pero un juicio que se anticipa a toda reflexión; es decir, el juicio que los psicólogos escoceses llaman espontáneo, un juicio que no llega a ser verdadero y racional conocimiento.

Este tacto intelectual (las expresiones son poco afortunadas) se educa y desarrolla por medio del hábito y de la reflexión, pasando así el gusto, que antes no tenía calificativo alguno, a ser y denominarse buen gusto.

Capmany no cree en la posibilidad de encontrar una ley y norma general para el gusto, aplicable a todas las artes, a todos los géneros, ni a todos los tiempos y naciones: a lo sumo, acepta algunos principios generales, dictados por la recta y sana razón. El escepticismo, consecuencia forzosa de toda filosofía exclusivamente subjetiva, se traduce aquí en una aspiración generosa a ensanchar los límites del arte: «Muchas cosas hay en las artes y disciplinas, que no caben debajo de preceptos ni reglas ni dechados, ni pueden ser enseñadas, ni aun se les puede a veces dar nombre propio: las cuales alcanzaron los hombres de alto ingenio, feliz imaginación y larga memoria». Ni llega tampoco esa tendencia escéptica hasta borrar los lindes entre el bueno y el mal gusto, que para el preceptista catalán «es una falsa idea de delicadeza, energía, sublimidad y hermosura».

[p. 129] Pero no bastarían las tres facultades estéticas hasta aquí enumeradas a producir la obra de arte, aunque bastasen a producir su crítica, si no las asistiese otra superior que Capmany llama numen o ingenio, rechazando por galicismo, aunque con poca razón, la palabra genio. «Ingenio significa aquella virtud del ánimo y natural disposición nacida con nosotros mismos, y no adquirida por arte o industria, la cual nos hace hábiles para empresas extraordinarias y para el descubrimiento de cosas altas y secretas». El que carezca de esta lumbre celeste, sólo podrá llegar a ser imitador más o menos perfecto de las obras de otro. Capmany habla de esta especie de numen con tales ponderaciones casi místicas, que ciertamente asombran en su siglo y en su pluma, y no desentonarían en la del más ferviente y entusiasta de los iniciados en los misterios de Plotino. Unas veces le llama «espíritu agente, que mueve el talento inventor y abre rumbos no conocidos al discurso»; otras demonio socrático; otras luz misteriosa y oculta que endiosa la mente humana y la levanta a una región superior: siempre algo extraño al artista que le domina y enseñorea, y le hace producir maravillas casi sin conciencia de ellas. En suma: siempre reconoce en el ingenio algo de divino, que se manifiesta principalmente en la originalidad de la invención y en la creación de formas vivas. «El hombre de ingenio es el escultor que hace respirar la piedra bajo la forma de la Venus de Gnido o del Glariador Romano». [1]

En ninguno de los filósofos españoles del siglo XVIII encontramos tratado especial de la Belleza, antes de llegar al libro de Arteaga. No difundidos aún en España los principios de la escuela wolfiana, única que en alguno de sus cursos daba lugar especial [p. 130] a la Estética, y distraída, además, la atención de los pensadores españoles, en la primera mitad del siglo, por las cuestiones de cosmología y filosofía natural, y en la segunda por las de ética, teodicea, derecho de gentes, y relaciones entre la razón y la revelación, el estudio de la filosofía del arte tenía que florecer muy poco en las escuelas filosóficas propiamente dichas. Así es que sólo he hallado tres autores que, aunque sea de soslayo y por incidencia, derramen alguna luz, ya sobre la idea misma de la belleza, ya sobre puntos aislados que tocan o pertenecen a la teoría del gusto.

El primero de estos pensadores es el ilustre médico valenciano don Andrés Piquer, representante el más caracterizado del eclecticismo español, después del P. Feijóo. En su Lógica, que es sin disputa la mejor, la más razonable y más docta del siglo XVIII, se distingue por el bien encaminado propósito de incorporar a la antigua dialéctica aristotélica, que él sinceramente admiraba, todo el fruto de la labor de los modernos, especialmente sobre las cuestiones de metodología y sobre las fuentes de los errores; procediendo en todo con gran independencia de pensamiento y con alta, sólida y tolerante crítica, que le pone muy por cima de los declamadores antiescolásticos de la estofa del Genuense o de Verney. Al tratar, en el libro II, de los errores que ocasionan los sentidos, la imaginación, el ingenio y la memoria, forzosamente había de penetrar en la psicología estética, dejando sobre ella algunas observaciones, derramadas sin mucha trabazón, pero dignas todas de leerse, [1] aunque no sea más que para ver cuán irresistible y rapidísima era la pendiente que empujaba la filosofía del siglo XVIII a negar la trascendencia y valor objetivo de las leyes de lo bello. Pocos han llevado más allá que Piquer este error sensualista. «Entre las apariencias de los sentidos (dice), ninguna es más engañosa que la que lleva el carácter de bello o de hermoso. Todavía no están conformes los Philósofos en definir en qué consiste lo que llamamos hermosura y belleza, así en las cosas animadas como en las inanimadas. Yo pienso que lo que llamamos [p. 131] hermosura en las cosas sensibles es cierto orden y proporción que tienen entre sí las partes que las componen. Este orden es relativo a nuestros sentidos, porque a unos parece hermoso lo que a otros feo, y tanta variedad como se encuentra en estas cosas nace de la impresión diversa que un mismo objeto ocasiona en distintos hombres, y del diferente modo con que excita los sentidos en cada uno. Sucede, pues, en esto lo mismo que en todas las otras percepciones de los sentidos, que sólo nos ofrecen las cosas con proporción a nuestro cuerpo».

De estas afirmaciones tan crudamente empíricas deduce el traductor de Hipócrates que «la hermosura de las cosas sensibles es una apariencia, que sólo puede arrastrar a los hombres que se dexan llevar de las exterioridades que se ofrecen a los sentidos, sin exercitar la razón». A esta desestimación de la belleza sensible acompaña una confusión lastimosa de la belleza intelectual con la verdad, y de la belleza moral con la bondad. Piquer, moralista y hombre de ciencia, espíritu sólido y penetrante, pero enteramente incapaz de fruiciones estéticas, sólo acierta a encontrar encanto en la belleza en cuanto se enlaza de algún modo con el orden moral. Por eso está en guardia siempre contra la imaginación, cuyos excesos y arrojados vuelos zahiere y moteja con no menos encarnizamiento que el P. Malebranche, que precisamente abusaba de ella donde menos debiera. «Como todos sentimos e imaginamos las cosas en la niñez (dice ingeniosamente Piquer), y entonces no razonamos, hacemos un hábito de imaginar de tal suerte, que después, cuando ejercitamos la razón, nos vemos obligados a imaginar los objetos sobre que razonamos, y no podemos percibir las cosas si no formamos imágenes sensibles de ellas en la imaginación.» Reconoce, pues, el carácter espontáneo de las representaciones estéticas, pero las tiene por peligrosas, y prefiere el hábito de la abstracción. Y realmente, como verdadero médico de almas no menos que de cuerpos, acertó a describir y clasificar en una especie de fisiología moral, muy curiosa y adelantada para su tiempo, los varios descarríos que ocasionan las que llama imaginaciones pequeñas, hinchadas, profundas, contagiosas, apasionadas, así en las artes y ciencias como en la práctica de la vida. El estudio de las monomanías le debe positivos servicios.

Por todo lo expuesto se comprenderá qué idea del arte podía tener el insigne médico de Valencia. Para él la poesía no era o no [p. 132] debía ser más que una especie de instrumento de la Filosofía Moral, de la Política, de la Económica, y un medio de propaganda y difusión amena de la Historia Sagrada y Profana. No se la puede rebajar más en són de ensalzarla, ni llevar más lejos el carácter de utilidad prosaica que late en casi todos los preceptistas de aquel siglo y que tanto contrasta con la teoría del arte puro y libre, profesada en términos claros por los grandes escolásticos de las dos centurias anteriores.

En la Philosophia Moral de Piquer, obra más práctica que especulativa, y notable, sobre todo por una disección municiosísima de las pasiones y afectos humanos, encontramos también algunos conceptos de índole estética, que incidentalmente ocurren al tratar de la alegría, de la risa, de la fábula y de la ironía. Las proposiciones 37, 38 y 39 ofrecen especial interés en este concepto. En la primera de ellas apunta Piquer una teoría de las artes basada en el instinto de imitación, «por medio del cual el hombre quiere procurarse un bien que no tiene», y aplica esta doctrina al baile, que considera como una imitación del ritmo y número de la música, aunque estigmatizándole, por otra parte, como nada conforme a la sana razón. En las dos proposiciones siguientes intenta definir los caracteres de lo ridículo, haciéndole consistir en una deformidad inofensiva, sin vicio y sin dolor, idea apuntada ya por Cicerón en el libro II de Oratore, y ampliamente desarrollada en aquel tratado de Heinnecio, Fundamenta styli cultioris, tan conocido y estimado de nuestros humanistas del siglo XVIII y que es verdaderamente una de las mejores retóricas clásicas. «Si la deformidad va junta con algún vicio, excita en nosotros aborrecimiento, no alegría, y si va mezclada con algún daño considerable, nos mueve a compasión, no a regocijo...» Pero el doctor Piquer añade otra idea suya y otra fuente de la risa: «Todo el estudio de los poetas cómicos consiste en pintar las cosas serias con deformidad. » Aquí se ve, en germen, una teoría profunda de lo cómico, que ha prosperado después. [1]

Pero lo que verdaderamente hará imperecedero el nombre de [p. 133] Piquer en estos estudios, cualesquiera que hayan sido sus errores por nosotros acerbamente notados, es el haber consignado, antes que ningún otro español que sepamos, un principio tan fecundo, que por sí solo alcanzó a renovar la crítica literaria, levantándola desde el ínfimo y subordinado puesto de auxiliar y confirmadora de los cánones de la Retórica, al de reveladora del espíritu de los pueblos. Este género de crítica histórica y trascendental, que ya presintió el canciller Bacon, para quien la historia universal, destituída del estudio de la historia de las letras, era análoga al gigante Polifemo con un solo ojo en la cara y éste ciego, aparece recomendada explícitamente en estas palabras de la introducción de Piquer a su Lógica: «No se puede dar paso seguro en el juicio que se hace de los autores, si no se tiene presente el carácter del siglo en que vivieron, porque es tanta la influencia que éste tiene en los hombres de letras, que arrastra a los mayores ingenios».

Dos solitarios pensadores, sevillanos ambos y adversarios declarados del enciclopedismo en todas sus manifestaciones, combatieron la tendencia estética subjetiva a que el mismo Piquer había pagado tan largo tributo. El P. Ceballos, en su Falsa Filosofía, que descuella sobre todas las apologías católicas de aquel período, como en otro lugar he manifestado largamente, [1] defiende, contra todos los sensualistas, la existencia de «un Pulcro o Bello esencial, necesario e independiente de nuestro gusto, que es Dios, así como hay un Bueno y Justo, esencial e invariable, que es el mismo Dios. Todo lo que nos agrada en el Universo y en cada una de sus partes..., es más o menos bello y agradable, según su mayor o menor conformidad con el Bello esencial y perfectísimo, que es el original e idea primitiva de cuanto nos agrada». Esta belleza, refleja y secundaria, la divide el P. Ceballos en bello aritmético o musical (belleza del ritmo) y bello geométrico (belleza de las proporciones y medidas). ¿Dónde encontrar los cánones y reglas eternas de esta belleza? «No en la puntual conformidad con las instituciones y leyes arbitrarias y variantes de los Griegos, Romanos, Godos u otras naciones, puesto que unos amaron la simplicidad y claridad, otros la complicación y carga de los adornos; [p. 134] unos los cuerpos altos y delgados, otros los robustos, etc.; y después que se agota una forma, se percibe su limitación, y comienzan a imperar, por más o menos tiempo, otras que antes se desdeñaban y proscribían, variando, según los siglos, las opiniones de las artes, y no porque en ninguno de ellos falte absolutamente la belleza, sino porque caprichosamente nos apasionamos por aquella parte de gracia que hay en las cosas, y que siempre es poca e imperfecta». En concepto del P. Ceballos, la Belleza, considerada en sí misma, es independiente y soberana de todas las reglas, y antes viene a ser su medida original y el contraste donde todas se prueban. En Dios hay un orden eterno, esencial. En el Universo hay un orden necesariamente conforme al orden eterno, y en el Arte se busca una ordenación inmediata y precisamente conforme al orden de la naturaleza. «No queramos entender otra medida ni otro peso que la conformidad de las ideas arquetipas u originales del orden, proporción e íntimo temperamento que hay en el centro del Supremo Sér, por la unidad de todas las perfecciones que lo constituyen Pulcro y Justo esencialmente». [1]

Mucho más original en el encadenamiento de su sistema, aunque menos extenso y comprensivo que el del P. Ceballos, se mostró el ingenio del jurisconsulto hispalense Pérez y López en su tratado de los Principios del orden esencial de la naturaleza, libro en que predomina la tendencia armónica, y en el cual la teodicea leibnitziana se da amigablemente la mano con la de Raimundo Sabunde. Coloca Pérez y López por piedra angular de su sistema la afirmación de que el orden se encuentra esencialmente en Dios, siendo su propia perfección infinita la razón suficiente de cuanto existe, y la verdad trascendental de él y de todas sus partes. Ahora, pues, «lo que está bien ordenado es perfecto en su línea, porque, no siendo otra cosa la perfección que el convenio y armonía de varias partes o atributos entre sí, que se dirigen a un fin y concuerdan en él, es incontrovertible que cualquiera cosa ordenada es perfecta». De la perfección nace la hermosura, que es «el agrado que causa a la vista del conocimiento de una cosa perfecta».

[p. 135] Pero ésta es la consideración subjetiva de la belleza. Pérez y López va más adelante, y cree que puede probarse demostrativamente por la doctrina del orden y de la perfección supremas que «hay una hermosura absoluta, contra la opinión de algunos autores que juzgan que la hermosura pende del capricho, equivocando, v. gr., el deleite sensual que causa la vista de una mujer deshonesta y fea, con el agrado que excita la presencia de una matrona honesta y hermosa». [1]

Pero estas aisladas protestas eran ineficaces para contener la tendencia empírica, que ya había levantado la cabeza en algún escrito del P. Feijóo, donde se afirma que «de la disposición de las fibras viene que en uno haga vehementísima impresión el objeto hermoso, en otro floja y débil». Propagada y reducida a cursos dogmáticos la filosofía de Locke y de Condillac por tratadistas tan elegantes, lúcidos y perspícuos como el famoso arcediano de Évora, Luis Antonio de Verney, y el jesuíta valenciano Antonio Eximeno; recibida, además, sin sospecha de heterodoxia, no sólo por el acendrado catolicismo de la mayor parte de los que la exponían y propagaban, sino por el color tradicionalista que muchos de ellos la dieron, salvando las ideas abstractas con suponerlas recibidas de la enseñanza divina o humana, fué creciendo por días la enemistad o el desdén hacia la Metafísica, que para Verney no era más que Física y Lógica, y para Eximeno ni eso siquiera, sino un nombre vacío, por no corresponder a objeto alguno real, y ser vana abstracción el ente en sí y quiméricas sus propiedades. En su libro famoso Del Origen y reglas de la Música, Eximeno refiere el origen de las bellas artes a un instinto o sensación innata (sic) impresa originalmente por el autor de la naturaleza. Todo conocimiento es sensación. Las sensaciones dejan en el cerebro ciertas impresiones materiales, que, puestas en agitación, nos renuevan el conocimiento del objeto que las produjo... Esta impresión se llama imagen o idea del objeto. Así, la idea de la extensión proviene del continuo ejercicio del tacto, y los llamados axiomas matemáticos son inducciones hechas sobre la idea de la extensión.

A estos principios ideológicos, enteramente condillaquistas, [p. 136] responden bien las teorías estéticas generales de Eximeno. Hace una clasificación trimembre de las artes: primer grupo, las que miran a nuestra comodidad y necesidades, como son la Maquinaria, la Botánica y la Medicina; segundo, las artes de ingenio (Pintura, Poesía y Música); tercero, la Arquitectura y las artes vulgarmente llamadas compuestas o mixtas. Equivale, en rigor, a la moderna clasificación de artes útiles, bellas y bello-útiles.

«Las artes del ingenio se proponen imitar a la naturaleza, y así el buen gusto consiste en la conformidad de los objetos inventados con los naturales. El conocimiento de esta conformidad excita en el ánimo cierto placer... y el que lo tiene, siente a la vista de los objetos inventados por el arte las mismas sensaciones que convienen a los objetos naturales».

A pesar de su sensualismo, y por una contradicción palmaria, Eximeno reconoce el carácter infalible e imperativo de las reglas del gusto: «la esencia de un objeto es tan invariable como las leyes de la naturaleza; de aquí que el buen gusto no esté sujeto a variantes». El mal gusto consiste en la extravagancia o en la desconformidad de los objetos inventados con los naturales. Las circunstancias que pueden en nuestra imaginativa alterar la naturaleza de un objeto, son infinitas: por eso el mal gusto es sumamente variable.

El sentido del buen gusto es para el P. Eximeno un instinto, que, juntamente con el entusiasmo, constituye el genio. El entusiasmo consiste en la viveza de la fantasía para avivar y combinar las imágenes de los objetos.

Mucho se engañaría, sin embargo, el que tuviese a Eximeno por mero copista de Condillac. Difiere de él en puntos esencialísimos, sobre todo en la noción del instinto, que en la filosofía de Eximeno es innato, aunque se desenvuelva por la repetición de impresiones, y en la de Condillac adquirido por la experiencia y por la reflexión, viniendo a confundirse con el hábito. Difiere también en no aceptar la absurda hipótesis del hombre estatua, por repugnar a su buen sentido que, «teniendo la estatua todos los órganos bien dispuestos para cualquier movimiento, permanezca inmóvil y sea verdadera estatua». Es, pues, menos sensualista que Condillac, y casi estaría en lo cierto el que, atendiendo al conjunto de su doctrina, y de un modo muy especial a la importancia [p. 137] que en ella tiene el principio de la reflexión, le considerase como lockiano puro y neto. De sus notabilísimas teorías musicales y literarias se hablará en los lugares correspondientes. [1]

Esta influencia sensualista se prolonga en nuestras escuelas hasta muy entrado el siglo XIX, e informa libros verdaderamente notables bajo el aspecto literario. Agruparemos aquí algunos de ellos para que resulte completo este desarrollo, aunque sea quebrantando levemente el orden cronológico en obsequio del orden lógico. A los años 1811 y 1812 pertenecen los bellos y apacibles diálogos de ideología, lógica, metafísica y moral que el P. Muñoz Capilla, agustino cordobés, a quien hemos de mencionar con elogio entre los críticos literarios, publicó, muchos años después de escritos, con el título de La Florida. [2] La psicología del P. Muñoz salva mucho más que la de Eximeno la actividad del alma que trabaja sobre el dato de los sentidos; y además tiene el mérito de distinguir claramente entre la impresión y la sensación, definiendo esta última «modificación del alma excitada por los sentidos»; y añadiendo que ninguna sensación por sí sola es idea, aunque las ideas se compongan de sensaciones... «Yo no alcanzo, por más que Condillac se empeñe en explicármelo, cómo la sensación, aunque se la haga pasar por todas las metamorfosis de Ovidio, puede llegar a ser una perfección, ni mucho menos una idea».

También la doctrina estética del P. Muñoz es mucho más espiritualista que lo que pudiera creerse de su escuela y de su tiempo, y no deja de conservar vestigios del platonismo augustiniano. Considera el alma como un sér armónico que se deleita y complace en la belleza, por lo mismo que ella es armonía y orden. Rechaza, en verdad, todo innatismo, no quiere que el alma posea arquetipos de las bellezas creadas y posibles, pero se ve forzado a reconocer que el alma lleva en su propia esencia una regla o proporción armónica, que luego va aplicando a todas las cosas criadas. «El [p. 138] tipo de este orden existe en ella misma; y aunque no lo puede conocer sino en los objetos, no lo conocería en los objetos si en sí misma no lo tuviese. No es éste ni el otro orden particular el que existe en el alma, sino un orden propio de ella, el cual, comparando consigo mismo los objetos cuyas partes observan orden, y las infinitas combinaciones que pueden tener entre sí las partes de los objetos sin guardar orden alguno, distingue aquéllas de éstas, y aquéllas le aplacen porque hacen unidad, y éstas le desagradan porque no pueden reducirse a lo uno». Este orden, pues, se refiere a la unidad, o es la unidad misma, que es la forma y el constitutivo de la belleza, conforme a la sentencia de San Agustín, reproducida por el P. Muñoz: «Omnis porro pulchritudinis forma unitas est». «Lo que es bello por sí mismo, lo es por el orden y proporción de sus partes, que todas conspiran a formar un solo todo, o todas se encaminan a un solo fin. Cuando el alma percibe un objeto compuesto de partes, se aplica a asimilárselo, reduciéndolo a la unidad, o haciéndolo simple como ella lo es...; y esta facilidad con que las reduce le place, y llama bello al uno a que las ha reducido. El alma es unísona con todo lo ordenado y bien proporcionado, y disonante con respecto a todo lo que es desorden, desproporción y fealdad, o más bien, ella es el centro del orden, el original de toda belleza sin parecerse a ninguna». [1]

Es patente la elevación metafísica de estos conceptos del Padre Muñoz, que casi bastarían para absolverle de la nota de empirismo, si fuera empresa fácil concordarlos con su modo casi mecánico de explicar la formación de las ideas universales y de los juicios, o bien el fenómeno de la memoria y el de la imaginación. Pero así y todo, para comprender cuánto se levanta el insigne agustino sobre el vulgo de los tratadistas filosóficos de su tiempo, no hay más que abrir dos o tres de ellos a la ventura. Un anónimo, oculto con las iniciales D. J. M. P. M., imprimió en Madrid, el año 1820, un Arte de pensar y obrar bien, o filosofía racional y moral. [2] En él leemos el siguiente párrafo que como muestra de estética sensualista no tiene precio; apenas cabe descender [p. 139] más : «Lo hermoso no puede menos de colocarse en línea de seres relativos, lo mismo que lo feo, pues no graduándose uno y otro más que por impresiones de sensación gustosa o de disgusto... no resultan iguales en todos, sino con relación al orden particular de sus órganos sensorios». Y, en efecto, la estética del perro debe de ser distinta de la del hombre.

Pero sin recurrir a autores baladíes y olvidados, que sólo ofrecen interés como ecos del común sentir de su tiempo, aun en otros de muy justo renombre encontramos proposiciones harto semejantes, o a lo menos inspiradas por el mismo relativismo. Don Félix José Reinoso, uno de los luminares mayores de la moderna escuela sevillana, se encargó en 1816 de la cátedra de Humanidades sostenida por la Sociedad Económica de Sevilla, y en la cual le habían precedido sus amigos Blanco y Lista. Como oración inaugural leyó un breve tratado de la influencia de las bellas letras en la mejora del entendimiento; [1] dilatando luego las mismas ideas en otros más extensos sobre el gusto, la belleza, la sublimidad, y, finalmente, en el Plan ideológico de una Poética, escritos parte impresos, parte inéditos, y que juntos pueden considerarse como un curso de Bellas Letras, en la forma un tanto libre y descuidada de apuntes de clase. Reinoso, discípulo de Destutt-Tracy y de Bentham en cuanto podía serlo un sacerdote católico, no sólo profesaba la doctrina utilitaria con todas sus consecuencias morales y políticas, inclusa la de identificar el bien con el placer y el mal con el dolor; no sólo era positivista en filosofía hasta el punto de no reconocer otra ciencia que la que resulta de la comparación de los hechos, sino que en Estética, y procediendo con un rigor lógico innegable, confundía también la belleza con el deleite, llamando «bello o agradable a lo que causa un placer más exquisito y puro aunque menos durable: bueno o útil a lo que produce un placer más radical y permanente, aunque menos delicado y más penoso a veces de conseguir». De esto al hedonismo de Aristipo y de la escuela de Cirene, no hay más que un paso. Utilidad, necesidad, belleza, bien, son sinónimos para Reinoso, y todos ellos [p. 140] se reducen a la sola noción del placer, espiritual, es claro, pero al fin placer, esto es, afección o modificación agradable de la sensibilidad. Fuera de esto, Reinoso tiene, entre muchas nociones vulgares, tomadas de Blair, Batteux, Burke y demás estéticos que tenían boga por entonces, alguna idea original y profunda, porque al fin, aunque contaminado y empequeñecido por la pésima filosofía de su tiempo, era varón de muy robusto entendimiento. Así, aun aceptando el principio de la imitación en los términos en que el abate Batteux le enseñaba, no se contenta con tan superficial explicación, y parece considerar como objeto del arte, no sólo el renovar, sino el perfeccionar y aumentar las impresiones halagüeñas de la naturaleza, entendiendo esta perfección en el sentido de sacar a luz algo que en la naturaleza misma está, pero tan borroso y difuso, que muy pocos ojos alcanzan a verlo ni comprenderlo. Distingue las Bellas Letras y las Bellas Artes por la variedad de sus instrumentos, y da entre ellos el primer puesto a la poesía, no solo por la mayor extensión de su materia, puesto que puede expresar ella sola todos los objetos que expresan las demás artes reunidas, sino, además, porque tiene la facultad de comunicar o excitar ideas sin valerse para ello de instrumentos materiales y mecánicos.

Es indudable que Reinoso había alcanzado a leer el Laoconte de Lessing, una de cuyas doctrinas capitales resume con bastante claridad en estos términos: «La Pintura y Escultura sólo presentan un momento de alguna acción o un aspecto de alguna cosa; pero la Poesía puede sucesivamente describir un hecho en todo su curso, o un objeto en todos y por todos sus lados».

El sensualismo, casi materialista, de Reinoso, aparece ya muy modificado en su discípulo y sucesor en la cátedra de Humanidades, don Félix María Hidalgo, conocido por su elegante traducción de las Bucólicas virgilianas. Al tomar posesión de su enseñanza en mayo de 1833, leyó Hidalgo un Discurso sobre la unión que entre sí tienen la razón y el buen gusto, [1] en el cual ya comienza a sentirse la influencia de Laromiguière, que predominó luego en Lista, Arbolí y otros varios.

Aquellos diez y siete años no habían pasado enteramente en [p. 141] balde, a pesar de lo despacio que suelen caminar todas las cosas en España. Hidalgo define ya el gusto como «un sentido interno, por el cual juzgamos y discernimos las bellezas naturales y las del arte»; le declara trascendental a todos los conocimientos humanos, e inseparable de la razón, y enseña que la verdad y la belleza, así como proceden de un mismo origen, jamás se desunen, so pena de pervertirse y de corromperse. Declara inmutables las leyes del mundo moral y las del gusto; sustituye el nombre ya desacreditado de sensación con el de sentimiento, y reconoce y acata las nociones de unidad, de orden, de variedad, de decoro, de regularidad, de simetría y de armonía que resplandecen en un todo artístico. Y aunque todavía quema incienso en las aras de Condillac, y quiere persuadirnos de que las verdades morales no son más que las mismas verdades físicas consideradas abstractamente, eso no menoscaba en su pensamiento el carácter eterno e indiscutible de esas verdades, tan conculcadas en las teorías sociales y estéticas de su maestro Reinoso. La transformación de la escuela sevillana había sido completa, y fué gloria de Lista el iniciar dentro de ella la reacción espiritualista, como veremos más adelante.

De intento hemos dejado para este lugar, como centro del presente capítulo, a los dos escritores españoles del siglo XVIII que con más ahinco y vocación se dieron al estudio de la Estética, haciéndola objeto principal, ya que no único, de extensos trabajos, en los cuales, a vueltas de una originalidad positiva, se refleja de un modo muy exacto y completo el punto a que había llegado la filosofía del arte en Francia, en Italia, en Inglaterra y en Alemania, puesto que entrambos críticos nuestros trataron familiarísimamente con el pintor filósofo Mengs y con el arqueólogo artista Winckelmann, y por conducto de ellos tuvieron noticia de Baumgarten, de Mendelssohn y de Sulzer, mostrándose además muy leídos, así en los ensayos del P. André y de Diderot, como en los de Hutchesson y Burke. A todo esto juntaban minuciosos conocimientos de la técnica artística, sin la cual nadie puede dar un paso en estas materias, so pena de exponerse a gravísimos dislates, por mucha que sea o pretenda ser su penetración filosófica.

Pero en Azara, lo mismo que en Arteaga, el cultivo de la teoría estética se encaminaba, o más bien se subordinaba, a la crítica [p. 142] animada y concreta de las obras de arte, deleitándose nuestro diplomático con las reliquias venerandas de la escultura griega y con las obras divinas de la pintura italiana del Renacimiento, y escogiendo el P. Arteaga por campo principal de su actividad las varias especies del ritmo musical y poético.

Nada más singular que la amistad estrecha que enlazó a estos dos hombres, venidos de tan opuestos campos, y que sólo en el del arte podían darse la mano. Azara, hombre de mundo, escéptico y volteriano, uno de los principales fautores de la expulsión de los Jesuítas, contra los cuales estaba animado de una especie de fanatismo, muy poco frecuente en todas las demás circunstancias de su vida: el P. Arteaga, jesuíta de los expulsos, uno de los sabios más eminentes de aquella emigración gloriosa, que puso en Italia tan alto el nombre de la cultura española. Pero como en Azara se sobreponía a toda otra consideración el amor a las letras y a las artes, y era como una necesidad de su índole magnífica y ostentosa el protegerlas y honrar a sus cultivadores, muy pronto los primeros trabajos críticos del ilustre Jesuíta madrileño, historiador de la ópera y de la música italiana, llamaron sobre él la atención del diplomático aragonés, que le dió hospedaje en su propio palacio, y le proporcionó todos los medios de entregarse con holgura a sus estudios favoritos. Arteaga le pagó su deuda en bonísima moneda, y a él se debe atribuir casi exclusivamente la corrección e ilustración de las bellas ediciones de poetas latinos (Virgilio, Horacio, Catulo, Tibulo y Propercio, Prudencio, etc.), que, con esplendidez superior a todo encarecimiento, hizo estampar Azara en la imprenta bodoniana de Parma, por los años de 1789 a 1794. Además de estos trabajos, en que Arteaga y su patrono fueron asistidos alguna vez por eruditos italianos tan eminentes como Carlos Fea y Ennio Quirino Visconti, es fama que Arteaga tuvo parte no secundaria en la elegante versión de la Vida de Cicerón, de Middletton, que lleva el nombre de Azara; y, en suma, en cuantos trabajos literarios éste emprendió o imaginó, que fueron muchos.

Azara, en su papel de Mecenas, al cual pudo dedicarse holgadamente cuando el cardenal Bernís le dejó por heredero de su cuantiosa fortuna, y del cual ni la misma Revolución francesa bastó a distraerle, tuvo ocasión de proteger a los más diferentes [p. 143] personajes, desde el abate Casti, que alegraba los espléndidos banquetes de nuestro embajador con sus cuentos picarescos, hasta Winckelmann y Mengs, que ejercieron sobre el ingenio claro, despierto y cultivado de Azara mucho más saludable inflencia, llevándole a verdaderos descubrimientos arquelógicos, y a terciar sin desventaja en las grandes cuestiones que ya comenzaban a agitarse sobre la naturaleza y fin del arte, en las cuales se presentó con un criterio filosófico marcadamente sensualista, y hostil, por tanto, al de sus dos amigos alemanes, que eran fervorosos platónicos.

Antonio Rafael Mengs (1728-1779), pintor bohemio tan famoso en la teoría como en la práctica, apellidado por sus contemporáneos el pintor filósofo, y muy decaído hoy de su reputación antigua, como todos los pintores pseudo-clásicos del siglo pasado, era un correctísimo, aunque amanerado dibujante, y un falso e intolerante idealista, secuaz de cierta fantástica y abstracta noción de lo bello, que no era de ninguna suerte el ideal concreto y vivo que ha de regir siempre la mente del artista, sino algo que, viviendo en heladas e inaccesibles regiones y nutrido por una falsa, aunque noble, inteligencia del arte antiguo y por una aspiración mal discernida a lo noble y a lo grandioso, comunicaba a la forma pictórica, al traducirse en ella, toda la palidez de los conceptos intelectuales y metafísicos. Tal era la filosofía que Mengs ponía en sus cuadros y en sus frescos, que hoy tanto nos empalagan, y que sus contemporáneos aplaudían, por reacción instintiva y natural contra el sensualismo. Bajo este aspecto, la obra crítica de Mengs tiene más importancia que su obra pictórica. Había nacido para enseñar y para dogmatizar, y su férula censoria se hizo sentir terriblemente sobre todo lo que sabía a naturalismo, lo mismo veneciano que español y flamenco. Reina en todos los actos de su vida, en sus pinturas lo mismo que en sus escritos, cierta unidad que infunde respeto; cierta severidad moral y estética que no transige con nada que empañe la pureza de sus ideas, y un convencimiento tan profundo de hallarse en posesión de la verdad y de tener en sus manos las llaves del alcázar del gusto, que sus decisiones parecen oráculos y traen aparejada la nota de impiedad contra quien dude de ellos.

Mengs pintó mucho en España desde 1761; fundó aquí escuela, [p. 144] de la cual fueron ornamento los Maellas y los Bayeus, y fué acatado como un semidiós de la Pintura, desterrando la manera de Corrado y de Tiépolo. Cuando murió en Roma, en 1779, Azara mandó reproducir en bronce su retrato, costeó su sepulcro, dictó la inscripción latina que en él se puso, escribió extensamente su biografía, coleccionó sus obras y las hizo imprimir simultáneamente (con el lujo que él acostumbraba) en italiano, en castellano y en francés. [1] Es libro vulgarísimo y muy consultado todavía por nuestros artistas.

La admiración de Azara por Mengs no reconocía límites, y hoy nos causa verdadero asombro oirle decir, por ejemplo, que el Genio de la Grecia había transmigrado a aquel pintor, que nos parece tan mortecino, tan académico, tan tímido y tan yerto. Y no menos admiración causa la facilidad con que Azara, lo mismo que Winckelmann, abusan en loor de su amigo de los mayores nombres del arte, declarándole el Rafael de su siglo, así como suena, o afirmando de él que reunía el claro-obscuro del Correggio con el colorido de Ticiano.

Pero dejando aparte estos errores de la crítica de una época (y quizá no sean menores los de la nuestra, aunque en sentido contrario), claro es que a Azara no le movía desestimación alguna respecto del talento de Mengs, cuando se levantaba a impugnar en las Observaciones sobre la Belleza, que acompañan a su edición, las teorías de estética general que profesaba su amigo, y especialmente aquel concepto del ideal, por obra y gracia del cual producía Mengs las maravillas tan ponderadas por Azara. Y como esta polémica es curiosa y da mucha luz sobre la confusión e incertidumbre de conceptos que entonces reinaba entre los artistas y los conocedores, es preciso, antes de dar idea de las Observaciones de Azara, conocer sucintamente el tratado de Mengs sobre el que recaen.

Mengs usó indiferentemente en sus escritos el alemán, el italiano, el castellano y el francés, por lo cual, en rigor, no puede decirse que pertenezca a ninguna literatura. Pero las Reflexiones [p. 145] sobre la belleza y gusto en la Pintura fueron escritas e impresas en su nativa lengua alemana, y dedicadas a Winckelmnann, como expresión de las ideas platónico-leibnitzianas que uno y otro profesaban, y que el segundo ha repetido en muchos lugares de su Historia del arte antiguo, de donde las tomaron y exageraron después Sulzer y Milizia.

La perfección no es propia de la naturaleza humana; pero Dios, queriendo comunicarle una noción intelectual de ella, le ha dado la Belleza. La belleza se halla difusa en todas las cosas creadas, y es en cada una de ellas el grado más alto de perfección que idealmente podemos concebir. La belleza es, por consiguiente, la perfección de la materia, y tiene por principal efecto transportar el alma a una momentánea beatitud, que la hace soñar con la visión celeste y aspirar a la patria de la cual se halla desterrada.

Pero limitándonos a la belleza material y visible, es evidente que se encuentra en las formas, y que en las formas se revela por medio de los colores... Cada cosa material tiene una forma, que es la medida de su potencia y actividad. «La gran diversidad de colores que vemos en la materia, proviene de la diferencia de sus pequeñas formas o partículas y de su mezcla. De estas formas pequeñas compone la naturaleza otras mayores, que no se juzgan bellas o feas por sus colores, sino por sus figuras, y en ellas es también la uniformidad la base de su Belleza».

Entre todas las figuras, Mengs considera como más perfecta la circular, porque la produce un solo motivo, cual es la extensión de su propio centro. Las que nacen de diferentes motivos son inferiores en perfección, pero no por eso carecen enteramente de hermosura, y aún vemos en la naturaleza que muchas cosas que en sí carecen de belleza, la adquieren por su unión o conexión con otras. También se observan en los objetos naturales diversos grados de belleza, según que sus partes sean activas o pasivas, siendo mucho menos perfectas las segundas, aunque tienen en su imperfección una especie propia de belleza.

Mengs distingue cuidadosamente la belleza de la utilidad; que las partes bellas no siempre son las más útiles y perfectas, por más que sea ya cierto género de belleza la adaptación al fin. Cuanto más imperfecto es un color, cuanto más imperfecta es una figura, de tanta mayor variedad y riqueza de manifestación son [p. 146] susceptibles. ¿Cómo conciliar esto con la idea de perfección que es el fondo del sistema? A Mengs le extravió el no haber comprendido que la belleza no es la perfección en absoluto, sino una particular manera de perfección.

En su sistema, la belleza es la conformidad de la materia con las ideas, o la perfección de la materia según nuestras ideas: usa indiferentemente las dos fórmulas, y también la de alma de la materia, porque todo lo que no es bello está como muerto para el hombre. La contemplación de la belleza nos inspira deseos de romper la cárcel del cuerpo y unirnos con la perfección increada; pero si esta contemplación dura mucho, fácilmente degenera en una especie de tristeza, en una nostalgia de la eternidad, conociendo el alma que no ve en lo creado más que una perfección aparente.

Pero aunque no hallemos en el mundo visible belleza perfecta, ¿podremos negar su posibilidad, y no nos será lícito tratar de acercarnos a la verdadera y absoluta belleza? De modo alguno: en cada especie cabe cierto género de perfección; y Mengs llega a decir, con singular optimismo, trasunto del de Leibnitz, que el hombre sería siempre bello si diversos accidentes no se lo impidiesen, contando por el principal las pasiones, ideas y afectos que embargan el alma de la mujer preñada y la impiden dedicarse con libertad a formar con perfección el nuevo ser: especie absurda y chistosa, de la cual con razón y con ironía protesta Azara.

Consecuencia forzosa de este resuelto y consecuente idealismo de Mengs es la afirmación de que el Arte puede superar a la Naturaleza en hermosura, porque el Arte obra libremente y la Naturaleza no, y el Arte puede escoger de la Naturaleza lo más hermoso, recogiendo y juntando las partes de diversos lugares y las bellezas de distintas personas. «Con facilidad puede suceder que los hombres pintados sean más bellos que los verdaderos». La Música y la Poesía tienen una fuerza infinitamente mayor que la que tendrían los sonidos y las palabras derramados confusamente y al acaso.

Pero no olvidemos que para Mengs, que en esto, y a pesar de su platonismo, se eleva poco sobre la filosofía de su tiempo, y rara vez alcanza a la región de las ideas puras, la perfección artística no consiste en otra cosa que en unir las partes perfectas de diversos [p. 147] objetos, teniendo que refugiarse el sistema de los arquetipos (aunque el autor no lo diga con bastante claridad) en aquella noción o tipo de hermosura que sin duda en la mente del artista debe presidir a esta selección y mezcla. La idea en Mengs se reduce a una buena elección, y sólo de las cosas existentes, no de las posibles.

En orden al Gusto, Mengs se atiene a un vulgar eclecticismo, que consiste en escoger siempre el medio entre dos extremos. El alma del Gusto es la idea: la imitación es el cuerpo. El Gusto mejora la naturaleza, escogiendo lo mejor y más útil de ella. Por el contrario; la Manera desnaturaliza y calumnia lo que imita. Para adquirir el buen gusto verdadero, no hay, según Mengs y Winckelmann, otro camino que estudiar continuamente las esculturas de los griegos, los cuales, descartando de las figuras de sus dioses todos los caracteres de debilidad humana, supieron hallar un medio entre lo humano y lo divino, y adquirieron así «el sentido propio de lo bueno y de lo malo que hay en las figuras y en las cosas».

Azara puso al Tratado de Mengs un Comentario casi tan extenso como el tratado mismo, del cual es refutación en són de ilustrarle. Empieza hablando con ligereza volteriana de la discordancia y contrariedad de opiniones acerca de lo bello. Sobre las ideas platónicas exclama: «¡Lástima que una invención tan ingeniosa no sea verdadera!» De la unidad de San Agustín escribe: «Quizá los iniciados en los misterios de los números pitagóricos entenderán esto». Wolfio y los leibnitzianos, «que no siempre han soñado con la amenidad de los platónicos», confunden groseramente la causa con el efecto, y la belleza con el gusto. Definir, como el P. André, la belleza por la regularidad, el orden o la proporción, es querer explicar lo oscuro por lo más oscuro: otro tanto valdría decir que el orden es una cosa bella. El psicologismo de los escoceses, el sentido interno de Hutcheson, le parece a Azara el sistema más pobre y menos ingenioso de todos: ese sentido interno es una especie de Deux ex machina, e igual razón habría para multiplicar hasta lo infinito los sentidos internos, atribuyendo uno diverso a cada una de las ideas abstractas que poseemos.

Después de esta parte crítica viene la parte positiva y dogmática. Azara no admite la belleza como cosa real y existente en sí misma, sino como una cualidad que predicamos de ciertos objetos. [p. 148] Hay objetos que llamamos bellos, pero la belleza no tiene existencia alguna fuera de nuestro entendimiento. ¿Y en qué consiste esa cualidad por cuya posesión llamamos bellos a los objetos? «En la unión de lo perfecto y de lo agradable». «De la perfección juzga el espíritu, los sentidos perciben lo agradable, y el entendimiento, que es el compuesto de entrambos, goza de la belleza». De lo bello sólo es juez competente la razón.

Azara presenta indicios seguros de haber leído el Laoconte de Lessing, aunque jamás le cita. Todas las consideraciones que hace sobre el sentido estético de los helenos, están tomadas de Lessing y no de Winckelmann. Y era natural que así sucediese, porque las tendencias sensualistas del espíritu de Azara, riñendo como reñían con sus aficiones críticas a ciertas obras del idealismo ecléctico de su tiempo, debían llevarle, aunque sólo fuese en teoría, a la justa estimación del elemento individual y expresivo, base de la estética de Lessing. Separándose, pues, muy profundamente de la noción ideal, preconizada por Mengs, a pesar de la desacordada admiración que profesaba a todas las obras del pintor su amigo, concedía grande importancia, y un capítulo separado, a la expresión, entendiendo por ella el «arte de hacer comprensibles los afectos interiores y las situaciones morales»; si bien este poder expresivo le subordinaba siempre, lo mismo que Lessing, a las leyes de la Belleza, la cual uno y otro tenían por canon supremo del arte griego, al paso que Winckelmann hacía consistir su excelencia en cierta serenidad abstracta y fría. Con grande inteligencia de los principios de Lessing, explicaba Azara la ausencia de convulsiones y ademanes violentos del Laoconte, por el respeto del escultor a la belleza de las formas, y no por una idea que a priori se hubiese formado de la dignidad humana, ni por el temor de menoscabarla con violentas contracciones. Lo que no quería era desfigurar la hermosura de los cuerpos. «Los griegos tenían tal arte (añade), que apenas se ve en sus estatuas que hubiesen pensado en la expresión; y, sin embargo, cada una dice lo que debe decir: están en un reposo que muestra toda la belleza, sin ninguna alteración: un suave movimiento de la boca, de los ojos... expresa el afecto, encantando el alma y los sentidos». Descubrir los resortes del alma, sorprenderla, por decirlo así, en sus más ocultas sinuosidades, y todo esto sin alterar la belleza de las formas, [p. 149] sino con suavidad de sensación y evidencia de perfección, es el concepto estético de Azara, que dista toto coelo, como se ve, del de Mengs, y está mucho más próximo que el suyo a la racional y moderna Estética. Mentira parece, y sólo se explica por la tiranía del medio ambiente, que, razonando con tanta pespicacia, juzgara luego con tanta torpeza, poniendo en las nubes las mismas obras que más contradecían su sistema.

Pero nos engañaríamos mucho si creyéramos ver en el Azara teórico alguna semejanza con lo que hoy se llama un realista. Azara no es ni más ni menos realista que Diderot y Lessing, con quienes tiene muchas concomitancias. Desde luego no admite en sus términos literales el principio de imitación, y se burla mucho de la supuesta ilusión que las obras artísticas producen: «Nadie que tenga juicio cabal puede suponer, ni por un instante, que es verdad lo que ve representado en un cuadro, y si esto fuese posible, las más de las pinturas harían un efecto contrario al que hacen. Porque no existe semejante ilusión, es cabalmente por lo que gusta el arte... Que la imitación sea más bella cuanto es más perfecta, es otro error que depende del primero, porque nada tiene que ver la imitación con la belleza. Si el original no es bello, tampoco lo será la copia, por muy semejante que sea». ¡Cuán superior aparece esta doctrina, por un lado, a la de Mengs, que con todo su idealismo aún admitía el principio de imitación, cayendo con esto en un eclecticismo trivial, y por otro, a la del abate Batteux y sus innumerables secuaces, cuya influencia, aunque remozada, persiste todavía en el arte literario, e informa escuelas y producciones novísimas!

Tampoco incurre Azara en la grosera confusión frecuentísima en los sensualistas de su tiempo, entre la belleza y el deleite. «Lo agradable no es bello, aunque lo bello sea, por lo común, agradable». Para Azara, el gusto es un efecto de los sentidos, inferior a la percepción de la belleza, la cual corresponde al puro entendimiento. Por eso hay gusto bueno y gusto malo, gusto recto y gusto depravado, no en cuanto tales gustos, pues considerados sensiblemente son iguales, sino en cuanto están sujetos al juicio y estimación de una facultad superior. El que imita sin discernimiento los objetos de la naturaleza, no tiene gusto ni bueno ni malo: el que imita con predilección lo feo, da muestra segura de tenerle pésimo y corrompido.

[p. 150] Aún pueden entresacarse otros notabilísimos aforismos estéticos de este Comentario de Azara, que brilla más por sentencias sueltas que por el conjunto. Así, le vemos condenar enérgicamente el nimio esmero de los detalles, lo que el llama superfluidades y menudencias. Así, coincidiendo esta vez sin saberlo con Diderot, cuya Paradoja del comediante no estaba impresa aún, rechaza la imitación realista en la declamación escénica, recordando aquella sentencia de nuestro Quintiliano: «Adeo in illis quoque est aliqua vitiosa imitatio, quorum ars omnis constat imitatione». Finalmente: Azara, en todo lo que es teoría filosófica y general, aparece tan adelantado como los dos más adelantados estéticos de su tiempo: sólo yerra, y a veces groseramente, al aplicar sus ideas a la técnica artística, o más bien al no aplicarlas, sino contradecirlas y violentarlas, como tendremos ocasión de ver cuando nos hagamos cargo de sus violentos y atropellados juicios, no ya sobre Velázquez y los flamencos, sino sobre la misma divinidad de Miguel Angel, escarnecida por él tan sacrílegamente como por su amigo Milizia.

Si en Azara la crítica artística era más que todo alarde y bizarría de gran señor y de príncipe a la italiana, en el P. Arteaga fué vocación y ejercicio de toda la vida. Los escritos que conocemos de él, sin exceptuar ninguno, se refieren directa o indirectamente a ella, lo mismo su Historia de las revoluciones del teatro musical italiano, y sus cartas sobre el teatro de Alfieri, y su teoría del ritmo musical, que su libro sobre Horacio, o su carta sobre la filosofía de Píndaro y de los demás poetas antiguos, o su disertación sobre la influencia de los árabes en el arte moderno. Pero el libro que se levanta dominando el conjunto de todos sus trabajos, y comunicándoles la unidad de una teoría fuertemente enlazada, es, sin duda, el de las Investigaciones filosóficas sobre la bellaza ideal, considerada como objeto de todas las artes de imitación, impresas en Madrid, y en lengua castellana, en 1789, y que, sin contradicción, deben tenerse por el más metódico, completo y científico de los libros de estética pura del siglo XVIII, pudiendo hombrear sin desventaja con cualquier otro de su tiempo, aunque entren en cuenta Burke, Sulzer y Mendelssohn, con la excepción única del Lacconte, que es una obra de genio con todas las superioridades de tal, es decir, con horizontes [p. 151] y perspectivas infinitas, pero que no puede considerarse como una Estética metódica, ni el autor lo pretendía. [1]

Quizá tampoco era posible una construcción rigurosamente científica de la teoría del arte cuando nuestro Jesuíta escribía. Sin duda, por eso puso a su libro el título modesto de indagaciones, bien conforme, de otro lado, con el carácter analítico que entonces tenían todos los estudios filosóficos. No se le ocultaba, en verdad, que la ciencia de que escribía, y a la cual ni siquiera dió nombre, como tampoco se le dió Lessing (lo cual prueba que la invención de Baumgarten aún no había hecho fortuna), estaba en mantillas, y lo había de estar largo tiempo por la oscuridad en que la naturaleza envolvió todo lo que pertenece al principio físico de nuestras sensaciones, al origen de las ideas y a la causa impulsiva de los movimientos voluntarios. Veía claros los límites de la ciencia de su tiempo, y presentía, y adivinaba, y llamaba con sus votos otras ciencias futuras, como la pneumatología o ciencia del espíritu, y la psicología racional: «toda nuestra ciencia se reduce a algunas observaciones sobre los efectos que resultan de la unión del alma con el cuerpo, sobre las sensaciones que aquélla recibe, y sobre las ideas que se forma con ocasión de las sensaciones». De esta oscuridad y atraso debía resentirse, tanto o más que cualquiera otra de las ideas generales y abstractas, la de la Belleza. «Todos hablan de belleza, y apenas hay dos que apliquen a este vocablo una misma idea. ¿Se trata de proferir aquella palabra? No hay imaginación que no se regocije, oído que no se deleite, corazón que no salte en el pecho, ni hombre que no manifieste en sus movimientos la inclinación hacia aquellas cosas que con ella se significan... Pero ¿se trata de aplicar la misma palabra a este, a aquel o al otro objeto deteminado? Aquí la variedad de juicios, la confusión de pareceres, la contrariedad de dictámenes».

[p. 152] Arteaga, pues, aunque profese la filosofía de su tiempo, aunque proclame un subjetivismo exagerado, o más bien un empirismo psicológico semejante al de la escuela escocesa, con la cual tiene evidentes relaciones, y aconseje prescindir de las causas y atenerse al estudio de los efectos, no lo hace por escepticismo respecto de las ideas abstractas, sino por el atraso de la metafísica que él reconoce y deplora, y en cuyo porvenir cree firmísimamente, por más que no le satisfaga la que hasta entonces había existido. Esta posición suya no debe olvidarse nunca, porque fija y aclara las que parecen contradicciones de su doctrina, ya que nunca es lícito confundir al empírico expectante, pero que en principio confiesa la legitimidad de la Metafísica, con el empírico dogmático que de todo punto la niega. Arteaga comienza por enumerar rápidamente las explicaciones que hasta su tiempo se venían ensayando de la belleza (lo agradable, la unidad, la unidad junta con la variedad, la regularidad, proporción y orden, la belleza absoluta en Dios y relativa en las criaturas, etc.), y sin tomar partido por ninguna de ellas, declara insolubles en el estado actual de la ciencia las cuestiones relativas al origen y formación de la idea estética, la acepta ya formada en el espíritu humano, y procede a estudiar la belleza ideal, artística, única sobre la cual cree que puede decirse algo fecundo y provechoso. Como su tratado es de tan excepcional importancia, le compendiaré con alguna extensión, haciendo de paso las oportunas observaciones, sin apartarme nunca del orden de capítulos del original, que responden a las divisiones internas de la teoría. Si el análisis resulta algo largo, cúlpese a la fecundidad de ideas que encierra en pequeño volumen el libro de Arteaga, que ya por sí, y en la mente de su autor, venía a ser extracto y quinta-esencia de otro más amplio que tenía en proyecto, y cuyo plan expone al fin.

I .— De la imitación y en qué se distingue de la copia.— El fin inmediato de las artes imitativas es imitar a la naturaleza. Imitar es representar los objetos físicos, intelectuales o morales del universo con un determinado instrumento (en poesía el metro, en la música los sonidos, en la pintura los colores, en la escultura el mármol o el bronce, y en el baile las actitudes y movimientos del cuerpo). El fin de la representación es excitar en [p. 153] el ánimo de quien la observa ideas, imágenes y afectos análogos a los que excitaría la presencia real y física de los mismos objetos, pero con la condición de excitarlos por medio del deleite, de cuya particularidad resulta que la imitación bien ejecutada debe aumentar el placer en los objetos gustosos y disminuir el horror de los desapacibles, convirtiéndolos, cuanto lo permite la naturaleza de su instrumento, en agradables. La copia es muy diversa de la imitación. El copiante no tiene otra mira que la de expresar, o, mejor dicho, reproducir con la exactitud y semejanza posible el objeto que copia. El imitador se propone imitar su original, no con la semejanza absoluta, sino con la semejanza de que es capaz la materia o instrumento en que trabaja. No pretende engañar ni quiere que su retrato se equivoque con el original; antes, para evitar todo engaño, pone siempre delante de los ojos las circunstancias y señales del instrumento con que trabaja. «¿Qué pretenden, por ejemplo, un Fidias o un Buonarrotti, cuando nos representan a Júpiter o a Moisés? ¿Intentan acaso engañarnos de modo que tomemos la estatua por original? No por cierto. Con la blancura del mármol que escogen, con su inflexibilidad y su dureza, que ellos, en vez de esconder y disimular, manifiestan a los ojos de todos, hacen ver que no quieren que su estatua se tome por un hombre, sino por una piedra que imita al hombre. Y porque ésta es su mira, y no aquélla, evitan con el mayor esmero todos los efectos con que fácilmente pudieran engañar a quien observa, como sería pintar el mármol de color de carne, dar negrura a los cabellos y a las cejas, y animar los ojos con el cristal o con el vidrio, circunstancias todas que tendrían mayor semejanza con el hombre verdadero que no el color natural de la piedra o del mármol, al cual no hay hombre que se asemeje». Y en confirmación de esto, y para rechazar más y más el principio de la ilusión vulgar, todavía observa Arteaga que hacemos mayor aprecio de las cosas imitadas por el arte que de las que copia la misma naturaleza, aunque reconozcamos en éstas mucha mayor semejanza. El arte de la imitación consiste, pues, en dar los grados posibles de semejanza con el original al instrumento escogido, pero sin ocultar ni disimular su naturaleza. Con razón se ha notado que Arteaga, por huir del superficial principio de la ilusión (base, dicho sea, [p. 154] entre paréntesis, del sistema francés de las unidades dramáticas), exagera el mérito de la dificultad vencida y el de la lucha con el material, que por mucho que valgan en el arte, al cabo tienen un valor secundario, externo y mecánico, sobre todo respecto del contemplador, no siendo de ninguna suerte proporcionada la admiración de éste, como Arteaga supone, a la resistencia del material empleado. De todas maneras, conste que la imitación, en el concepto de Arteaga, muy lejos de ser trasunto fiel de la realidad, debe atenuar, modificar y suprimir muchas circunstancias de ella.

II.— De la naturaleza imitable y de las diversas clases de imitación en las respectivas artes.—«Entiendo por Naturaleza el conjunto de los seres que forman este universo, ya sean causas, ya efectos, ya substancias, ya accidentes, ya cuerpos, ya espíritus, ya Criador, ya criaturas». Todo este mundo dilatadísimo, o, por mejor decir, infinito, puede servir de materia a la imitación de las artes, con tal que el objeto sea capaz de recibir imagen material y sensible. No todo puede ser imitado en todos sus aspectos y relaciones. Por imagen se entiende «la señal, idea o fantasma que queda en nuestra imaginación después de haber recibido por cualquier órgano o sentido corpóreo la impresión de los objetos». Arteaga es francamente sensualista, y no admite idea alguna que no traiga directa o indirectamente origen de los sentidos. Además las ideas matemáticas y metafísicas no son objeto de imitación. Esta recae sólo sobre los individuos, precisamente porque son imperfectos y limitados. Siendo el artífice una criatura inteligente, pero limitada, no puede abrazar con su comprensión todo el universo, ni mucho menos tener fuerzas para representarle. No sólo se niega a las artes el poder expresar cumplidamente la inagotable belleza del mundo creado, sino que ni aun siquiera es lícito a la imaginación concebir o idear algún grado de belleza que no se halle comprendido en el plan inmenso de la creación.

Los medios de que se vale el artífice, unos son naturales (como en las Bellas Artes, o sea, en las artes del diseño, y en la Música), otros convencionales (como en las Bellas Letras). Los naturales se dividen en ópticos (artes plásticas) y acústicos (música). Los objetos percibidos por la vista pueden estar [p. 155] o en quietud (escultura y pintura), o en movimiento (danza y pantomina). Prosigue el autor con las acostumbradas y naturales distinciones entre la escultura y la pintura, y entre la armonía y la melodía. Y llegando a tratar de las relaciones entre la poesía y las artes plásticas, no duda en declarar, siguiendo a Lessing, que la esfera de imitación de las bellas letras (en cuyo número incluye, no solamente la poesía, sino la elocuencia y la historia) es mucho más extensa que la de las bellas artes. Caben, sin embargo, recíprocas intrusiones, y así la poesía emplea la hipotiposis como medio de reemplazar a la pintura, y la onomatopeya para remedar a la música. La pintura y la escultura producen a veces, por medio de símbolos, alegorías y emblemas, un efecto semejante al de la poesía cuando trata de encarnar ideas generales y abstractas. La Música es la que posee menos recursos en este punto, y sólo de una manera muy vaga e indecisa, puede despertar con los sonidos una sensación semejante a la que con los colores produce el objeto mismo.

III.— De la naturaleza bella en cuanto sirve de objeto a las artes de imitación.— La Belleza, considerada en general, es absoluta, pero en el arte es sólo comparativa o relativa. Lo bello en el arte no es precisa e individualmente lo mismo que estimamos por tal en la naturaleza, sino lo que representado es capaz de excitar más o menos vivamente la imagen, idea o afecto que cada uno se propone. Arteaga demuestra la más profunda indiferencia en cuanto a la elección de asuntos. Tan bella puede ser la imitación de Narciso como la de Tersites, y la de Venus como la de Canidia. Lo feo en el arte es, no lo que se juzga tal en tos objetos, sino aquello que no es capaz de producir la ilusión y el deleite a que cada una de las artes aspira. Muchos objetos hay que, siendo desagradables y aun horrorosos en la naturaleza, pueden recibir lustre y belleza de la imitación (Polifemo, Laoconte, las Danaidas). Atribuye Arteaga el agrado que causa la pintura de tales objetos al deleite que percibe el alma en verlos imitados, a la complacencia que halla encontrando en la imitación materia de juicios y comparaciones, a lo incompleto de la ilusión en las artes imitativas y al efecto de la habilidad del artífice en la composición. Esta última razón es la única fundamental en su sistema, y las primeras, o son una petición de principio, o se reducen [p. 156] a la última, aunque explicadas en diversos términos. «Juzgo superfluo advertir (añade Arteaga) que cuando digo que se convierten las cosas desagradables en bellas, no quiero decir que se muda la esencia de la cosa en sí misma, sino relativamente a la impresión que hace en nosotros, de suerte que la que era desapacible y horrorosa en el original, se convierte en dulce y agradable cuando es imitada por el artista. Por la misma razón hay otras cosas que, siendo bellas en un género de imitación, se vuelven feas cuando se las saca de aquel género y se trasladan a otro». Laoconte grita admirablemente en Virgilio, y haría mal en gritar en el mármol. El viento, en una oda de Horacio, cabalga sobre las ondas de Sicilia: en la pintura tal imagen sería ridícula. Polifemo royendo los huesos de los compañeros de Ulises, y corriéndole negra sanguaza por el pecho y las barbas, sería un objeto repugnante en la pintura: es hermoso y admirable en la poesía. Y aun dentro de una misma arte, cosas bellas en la poesía narrativa no son tolerables en la dramática; v. gr.: Atreo, cociendo los miembros del hijo de Tiestes y dándoselos a comer a su padre; Medea descuartizando a sus hijos; o bien la Saint-Barthélemy descrita por Voltaire en el segundo libro de su Henriada.

No habiendo naturaleza absolutamente bella ni absolutamente fea, y teniendo el poder de la imitación y la habilidad del artífice valor y eficacia bastantes para trocar en hermoso lo feo; siendo, en suma, el arte algo como un río sagrado que depura a la naturaleza de sus imperfecciones, resulta insuficiente y falsísimo el principio de Batteux, para quien únicamente podían ser objeto adecuado de imitación los objetos que despiertan ideas de unidad o variedad, de simetría o de perfección; en suma, la bondad y la belleza. Y no menos rechaza Arteaga la opinión de Moisés Mendelssohn, conforme al cual «el carácter y la esencia de las bellas artes y de las bellas letras consiste en la expresión sensible de la perfección». Aserción contradicha a cada paso por la historia del arte, exclama con razón Arteaga, recordando, a este propósito, no sólo ejemplos de deformidad física enaltecidos por el pincel y por la descripción, sino retratos sensibles de la abominación moral y de lo más execrable que se halla en la naturaleza, «como el Yago de Shakespeare, el Tartuffe de [p. 157] Molière, el Catilina y el Mahoma de Voltaire, el Lovelace de Richardson», los cuales, por eso, no dejan de ser artísticos y bellos. «Los autores que dan por fin del arte la bondad o la perfección natural (añade profundamente Arteaga), se han formado ideas incompletas, así de la naturaleza imitable como de la imitación: de aquélla porque juzgaron que sólo los objetos bellos eran capaces de recibir expresión y gracia, sin hacerse cargo del influjo que tiene el arte sobre las cosas y el modo de representarlas; y de ésta porque creyeron que debía guardar las mismas leyes en todas las artes, sin reparar en la notable diferencia que introduce en la manera de imitar la diversidad del instrumento y la de la potencia que percibe la imitación». ¡Y en un país donde la Estética indígena había proclamado tan virilmente, desde hace cien años, la belleza de las representaciones artísticas de lo malo y de lo feo, se ha querido en nuestros días, por los que se dicen amantes de la tradición, sustituir la ciencia nacional con las mojigaterías de colegio del P. Iungmann, u otros tratadistas semejantes, buenos, a lo sumo, para una congregación de niñas que todavía no han recibido su primera comunión!

IV .—Diversos grados de imitación.—Definición de la belleza ideal.— El artista, para conseguir su imitación, ha de tener presentes cuatro cosas: 1.º, el carácter y flexibilidad del instrumento sobre que trabaja; 2.º, los estorbos que deben quitarse en dicho instrumento; 3.º, los grados de belleza real esparcidos en aquella clase de objetos naturales que se propone imitar; 4.º, la belleza accesoria que los objetos pueden recibir del arte y de la imaginación del artífice. No debe pasar los límites del arte, obedeciendo a una imitación sobrado material y realista, ni tampoco violentar el instrumento, para hacerle representar lo que no puede según su esencia. Debe apartarse lo menos que pueda de lo natural, y no recurrir a su fantasía, cuando tiene modelos que imitar en los objetos reales. Es obligación suya suplir con el arte los defectos del original, ya concentrando en un objeto las bellezas esparcidas en otros de la misma especie, ya añadiéndole de su fantasía perfecciones ficticias, hasta que resulte un conjunto natural en las partes, pero ideal en el todo, al cual pueda aplicarse lo que dijo Aristóteles: optimum in unoquoque genere est mensura caeterorum. La imitación se divide en [p. 158] fantástica e icástica, división que ya hemos visto en Luzán y en otros, y que procede de la escuela platónica. La fantástica es imitación de la naturaleza universal, y contiene todo lo que, no existiendo en ningún individuo particular, recibe forma y ser de la fantasía del artífice. La segunda es imitación de lo particular, que abraza las acciones y cosas verdaderas, según se hallan en la naturaleza, en el arte o en la historia. Son cuatro los grados de imitación respecto de los artífices. El primero e inferior consiste en imitar la naturaleza, pero sin llegar a expresarla tal como es. El segundo, en copiarla como es. El tercero, en reunir las propiedades de varios objetos en uno solo. El cuarto, en perfeccionar el original con atributos ficticios sacados de la fábula o de la propia imaginación.

A todo este trabajo preside la bellaza ideal, que no es una idea pura, sino derivada y compleja, resultado abstracto de una comparación o selección, «el arquetipo o modelo mental de perfección que resulta en el espíritu del hombre, después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos», o más extensa y comprensivamente definido, «el modelo mental de perfección aplicado por el artífice a las producciones de las artes, entendiendo por perfección todo lo que, imitado por ellas, es capaz de excitar con la posible evidencia la imagen, idea o afecto que cada uno se propone, según su fin e instrumento». Hay bellaza ideal de pensamiento y de ejecución. La obra perfecta de arte debe reunir entrambas cualidades.

Si en esta doctrina no hay diferencia palpable entre Azara y Arteaga, sí la hay, y mucha, cuando se trata de determinar el valor de las palabras naturalista e idealista, que ya desde el siglo XVII venían aplicándose a la pintura, y que Arteaga toma en un sentido más general. Azara, lo mismo que Mengs, a pesar de la profunda discordancia entre las opiniones metafísicas de uno y otro, habían fulminado las más acerbas censuras contra los cuadros de Velázquez y de las escuelas flamenca y holandesa, llamando a sus autores servum pecus, imitadores adocenados del natural, y negando que nunca en sus obras pudiera encontrarse la verdadera belleza, puesto que carecían del discernimiento necesario para distinguir lo bello de lo feo, y todo lo trasladaban por igual al lienzo. El P. Arteaga, cuyas doctrinas [p. 159] sobre el valor de la ejecución y sobre la legitimidad de las representaciones de lo feo conocemos ya, no podía canonizar tan extrañas herejías artísticas. Es más: desde su punto de vista tenía que negar la antinomia entre naturalismo e idealismo, y realmente la niega en la esfera de la teoría, concediendo sólo en autores diversos tendencias a uno o a otro de esos procedimientos artísticos. «Un todo bello (escribe) debe componerse de partes integrantes que concurran cada una de por sí a acrecentar la Belleza. Por tanto, además del arquetipo de perfección, que resulta del conjunto de atributos que se hallan en un objeto, es necesario considerar también el modelo de pefección a que pueden reducirse los elementos que le componen. Así, en cualquiera producción de un artífice pueden concebirse dos géneros de belleza ideal, uno que resulta del modo con que supo coordinar las partes con relación al todo, otro de la habilidad con que dispuso las partes relativamente a sí mismas... No es posible que se dé obra alguna de arte donde no aparezca más o menos uno de los mencionados géneros. Las mejores y más perfectas son las que manifiestan amigablemente hermanados el uno con el otro. Es, por tanto, una preocupación, nacida de haber reflexionado poco sobre estos asuntos, el distinguir los profesores de una facultad imitativa en «naturalistas» e «idealistas». Digo que es una preocupación, porque no hay idealista que no deba tomar de la naturaleza los elementos para formar su modelo mental, como tampoco hay naturalista que no añada mucho de ideal a sus retratos, por semejantes que los juzgue y cercanos al natural. De suerte que todo naturalista es idealista en la ejecución, como todo idealista debe ser necesariamente naturalista en la materia primitiva de su ejecución. Y si tiene algún fundamento esta «vulgar» deducción, no puede ser otro que el más o el menos, esto es, la mayor o menor porción de belleza ideal que cada uno introduce en sus perfecciones, o el diferente género de belleza con que las exorna. ¡Ya en tiempo del P. Arteaga era vulgar esta novísima cuestión del naturalismo, y se la declaraba inútil y sofística, ante un criterio estético superiorl Si los españoles tuviésemos costumbre de leer nuestros libros, ¡cuántas sorpresas nos ahorraríamos!

V .—Ideal en la Poesía.— Consiste en perfeccionar la naturaleza, imitándola con el metro o verso, que es su instrumento. [p. 160] Hay belleza ideal en las acciones, coordinando el argumento del poema por medio de la fábula o máquina, de suerte que excite interés y maravilla: en las costumbres, recogiendo en un solo personaje las cualidades más eminentes en virtud o en vicio (por eso declara Arteaga, adelantándose a toda la crítica moderna, que D. Juan Tenorio, por ser carácter tan complejo, es el carácter más teatral que se ha visto sobre las tablas desde que hay representaciones); [1] en la sentencia, atribuyendo a un personaje razonamientos y máximas mayores y más realzadas que las del común de las gentes (este género de ideal es el que prefieren Lucano y Corneille); en la dicción, escogiendo las palabras más adecuadas, combinándolas diestramente, etc. No todas las especies de ideal se hallan igualmente en todos los poemas. En el épico caben todos. En el didáctico no se admite sino en episodios el ideal de costumbres, etc. El de dicción debe entrar en todos, y él puede salvar obras en otros conceptos defectuosas.

VI .—Ideal en la Pintura y Escultura.—El autor anuncia que seguirá a Mengs, despojando sus opiniones del platonismo que en el original las envuelve. Hace oportunas consideraciones históricas sobre el genio estético de los griegos, sobre el sistema de la depuración de la forma, sobre la imitación de lo universal recomendada por Aristóteles, sobre el platonismo de los artífices del Renacaniento, y particularmente sobre cierta idea de Rafael, que él hace coincidir con el sistema de la imitación fantástica. En todas las partes principales de la pintura cabe la belleza ideal: en la composición, en el diseño, en el claro-obscuro, en el colorido y en la expresión. La composición consta de invención en el todo y disposición en las partes. Lo ideal de la invención estriba en elegir un argumento que no se halle en la naturaleza, en elegirle tal que nos interese y agrade, y en revestirle de colores, figuras y circunstancias adecuadas a su especie y objeto. Arteaga confiesa su debilidad por las invenciones alegóricas [p. 161] en la pintura, ponderando como modelo de invención ideal el cuadro de la Calumnia que pintó, o no pintó, Apeles, y que por ejercicio literario y sofístico nos describe Luciano; y aun imaginando él de su cosecha y proponiendo a los artistas ciertas representaciones simbólicas de los atributos del amor. Lo ideal de la disposición consiste en el orden y concierto de las figuras según su oficio y graduación (ejemplos: el cuadro de las bodas de Alejandro, descrito por el mismo Luciano; la Escuela de Atenas, de Rafael; la Apoteosis de Trajano, de Mengs).

El dibujo es aquella parte de la pintura que nos da el debido conocimiento de las formas de un cuerpo, ya dependan éstas del del contorno, redondez y proporción de las partes entre sí y relativamente al todo, lo cual pertenece a la geometría o a la anatomía, ya provenga del modo de ver, esto es, de la diversa reflexión de luz que ofrecen, o del diverso ángulo visual bajo del que nuestros ojos las miran, lo cual pertenece a la perspectiva. La ciencia de las proporciones y de los contornos es lo que, hablando con exactitud, constituye el dibujo; la de la perspectiva pictórica forma lo que propiamente llamamos colorido y claro-obscuro. Su ideal consiste en dar a la belleza sobrenatural que quiere representarse la verdad y proporción de formas que corresponden a su naturaleza, escogiendo las más hermosas, las que mejor se concierten entre sí, y formar un todo más cumplido y perfecto. Esta especie de belleza tiene más lugar en asuntos divinos, alegóricos y mitológicos, que en los históricos o en los retratos. Cristo, la Virgen, los Angeles, los Santos, las divinidades gentílicas, etc., deben representarse siempre con una hermosura superior a la naturaleza. A la parte del diseño pertenece la gracia en los contornos. Arteaga tilda a Mengs de haber confundido teóricamente la gracia con la elegancia. La gracia ideal aplicada al diseño no es más que aquella disposición de formas en los contornos que presenta unidos, en el mayor grado posible, la facilidad, la elegancia y la variedad. Esto del grado más perfecto posible debe entenderse siempre de una manera relativa, conforme a la belleza que corresponde a cada objeto.

El claro-obscuro no es más que la diligente imitación de los efectos producidos por la luz y las sombras naturales en la superficie de los cuerpos. El influjo de lo ideal aquí consiste en [p. 162] elegir las masas de luz, las disposiciones de las sombras y las variaciones de unas y de otras que se reconozcan más a propósito para hermosear el objeto que se pinta; por último, en degradar oportunamente la luz.

Entra también lo ideal en el colorido, ya escogiendo en la naturaleza colores más o menos fuertes, ya en el tono general del cuadro y en la armonía de las luces entre sí, correspondientes a la invención que reina en el todo y al carácter de las figuras. En esa parte, lo ideal es inferior a la naturaleza, y brilla, por tanto, más en los asuntos de pura invención. Arteaga, siguiendo a Mengs, recomienda a Ticiano para el colorido y a Correggio para el claro-oscuro.

La expresión es aquella parte de la pintura que representa los movimientos del alma, sus pasiones e ideas, tanto las que excita la presencia de los objetos cuanto las que se muestran en el semblante y en las actitudes del cuerpo. Aquí lo ideal entra de dos maneras: la primera escogiendo entre los movimientos propios de las pasiones los más nobles, enérgicos, decisivos y adecuados a la persona y al argumento (ejemplos de los antiguos pintores, Arístides y Timómaco). La segunda manera consiste en dar a las figuras divinas y sobrenaturales aquellos lineamentos y rasgos que expresen las intenciones del alma, pero sin denotar los vicios y defectos de la humanidad. Cabe también lo ideal en otras partes secundarias de la pintura; v. gr.: forma de los ropajes, disposición de los grupos, etc.

VII.— Ideal en la Música y en la Pantomima.— En la música la belleza ideal es más necesaria que en las demás artes representativas: 1.º, porque su manera de imitar es indeterminada y genérica, razón que obliga a referir a un motivo ideal todas sus modulaciones; 2.º, por la particular obligación que tiene la música de halagar y deleitar los oídos; 3.º, por la mutación grave a que se sujetan los sonidos cuando pasan a formar intervalo armónico; 4.º, por la distribución de los tonos y semitonos, especialmente cuando éstos forman los modos mayor y menor, según las diversas escalas, cuya oportuna colocación no puede conseguirse sin el auxilio de signos (bemol, sostenido, becuadro, etc.) que no existen en la naturaleza. La imitación de la naturaleza no es tan evidente y clara en ésta como en las demás artes. Es [p. 163] mayor el influjo del ideal en ella que en las artes plásticas. Imita la Música a la Naturaleza, pero la imita más oscuramente que las demás artes representativas, y esto con una sola parte, que es la melodía. La armonía no hace más que alterar la naturaleza, en vez de representarla, aprisionando el acento natural, reduciéndole a intervalo, y desechando toda inflexión que no sea apreciable, esto es, que no pueda tener lugar en el sistema músico. El mérito y dulzura no consiste en la armonía, sino en la melodía. La belleza de la armonía es absoluta, porque depende de las proporciones inalterables de unos sonidos con otros, y no comparativa, porque, no imitando nada de la naturaleza, no puede haber comparación entre el original y la copia. La imitación de la melodía consiste en pintar, con sucesión progresiva de sonidos agradables, los objetos físicos y morales de la naturaleza, moviendo los afectos de quien la escucha. Esta imitación puede ser directa o indirecta.

La belleza ideal de la melodía estriba en el artificioso conjunto de las inflexiones más agradables de la voz humana, o de las vibraciones más capaces de armonía que se reflectan de los cuerpos sonoros. En el ritmo hay mucho de ideal. Ritmo es la duración relativa de los sonidos que entran en una composición cantable. Consta de dos partes principales: la medida y el movimiento. La medida fija con exactitud el tiempo, y el tiempo, junto con el movimiento, determina la simetría. Hay, por tanto, ritmos naturales y artificiales. El natural existe en todo cuerpo sonoro. Ritmos artificiales son los de la pintura y música. La música en su origen no tuvo otro ritmo que el de la poesía, y de aquí las ventajas de la prosodia clásica. Arteaga, enamorado del armónico maridaje que hacían entre los antiguos música y poesía, y aplicando a la música (lo mismo en este libro de Estética que en su historia de la ópera) un criterio excesivamente literario, declara la música moderna inferior a la antigua en ritmo y expresión. Dentro del arte moderno, toma partido, sin vacilar, por la música italiana contra la francesa, decidiendo así de plano la célebre controversia de los Glukistas y Piccinistas, tan encarnizada en su tiempo.

Aparte de la belleza ideal propia de cada una de las Artes, concibe nuestro Jesuíta una belleza más alta, resultado del [p. 164] conjunto de todas ellas, unión perfecta de la Música, de la Poesía, de la Danza y de la Pantomima: ideal que realizaría la ópera «si una multitud de causas no contribuyera a estorbar los progresos del drama músico y los prodigiosos efectos que debieran esperarse de semejante unión». ¿No se ve apuntar aquí la concepción artístico-sintética que hoy llamaríamos wagneriana, y que aspira a la producción de un verdadero Cosmos estético en una obra sola?

El ideal de la danza y pantomima consiste en reunir y concretar los movimientos y actitudes del cuerpo humano, de suerte que produzcan un espectáculo agradable a la vista, etc. La imitación coreográfica está sujeta a los mismos principios de expresión, ritmo, etc., que la imitación musical y poética. Arteaga se proponía desarrollar estas ideas en un tratado especial sobre la pantomima, pero no llegó a escribirle, quedando incompleta en este, como en tantos otros puntos, la verdadera enciclopedia estética, que meditaba, y de la cual quedan tan asombrosos ensayos.

VIII.— Ideal de las cosas morales en cuanto son objeto de las artes de imitación.—Hay belleza en los objetos morales, y cabe en ellos el ideal. De todas las pasiones humanas, la que más siente la influencia del ideal es el amor, porque la fantasía engrandece el objeto amado, formando de él un ídolo mental que la provoca al delirio, y reuniendo en él la suma de perfecciones esparcidas en los objetos de la naturaleza, por donde vienen a cobrar nueva vida todos los seres que rodean al objeto amado. En este calor y elevación de la fantasía consiste el amor platónico, cuya realidad es innegable, aunque él sea una pasión nada común ni ordinaria. Sólo en él se halla aquella hermosura ideal perfecta que levanta al hombre sobre la naturaleza común, y le hace libre de los bajos apetitos de la carne. De aquí nace la ventaja estética del Petrarca, en cotejo con los elegíacos latinos. Otra propiedad del amor es la actividad que tiene de transformar y convertir en sí mismo las acciones subalternas, aunque sean contrarias, y de hacerlas concurrir todas al enaltecimiento de la Belleza.

Arteaga admite también belleza en la virtud, sin confundir, por eso, los conceptos del orden ético con los del estético. Esta [p. 165] belleza puede hallarse, aunque no siempre se halle, ya en el ejercicio de una virtud particular, ya en el conjunto de todas. En el primer caso, se halla lo ideal de las acciones heroicas; en el segundo, lo ideal del vir sapiens de los antiguos, y especialmente de los estoicos, que Arteaga considera como un verdadero tipo estético, a despecho de las opiniones contrarias de Merian, académico de Berlín.

IX .—Causas de la tendencia del hombre hacia la belleza ideal.— Estas causas son: 1.ª La facultad de abstraer, cuyo ejercicio consiste en aplicar la fuerza activa del alma a las propias sensaciones, en separar por medio de ella las ideas simples que se contienen en una concreta y los accidentes o atributos de la substancia a que pertenecen, en transferir a un objeto las propiedades de otro, y en formar de estas abstracciones parciales un todo mental. Esta fuerza no es más que un acto de la atención que presta el alma a sí misma y a sus modificaciones. Esta abstracción se divide en parcial, modal y universal, según los motivos que la determinan. Además de estas abstracciones sensibles hay otras intelectuales, cuyo ministerio es separar las propiedades de las ideas abstractas del signo representativo a que van unidas. La operación del alma, cuando forma la belleza ideal, es idéntica a aquella otra con que forma las abstracciones sensibles—2.ª La perfectibilidad, natural en el hombre, y asimismo exclusiva de nuestra especie, dado que los animales muestran una conformidad de inclinaciones y una semejanza de obrar maravillosas. Por el contrario, la capacidad humana es una escala, de cuyas gradas no se sabe hasta ahora el número fijo. Esta propiedad de perfeccionarse es consecuencia de la facultad de abstraer, fundamento del lenguaje y de la escritura. El hombre se afana en suplir con la fantasía la imperfección de los objetos naturales. —3.ª El deseo de la propia felicidad que siempre tiene mucho de ficticia y exige el concurso de lo ideal muy imperiosamente (de aquí la idolatría, las ficciones mitológicas, las fábulas, etc.). 4.ª El principio del terror, fundado en la misma propensión imaginativa que da formas grandiosas a los objetos que le infunden terror. Así, el infierno gentílico, como obra de pura imaginación, tiene, según Arteaga, indudables ventajas estéticas sobre el infierno cristiano.

[p. 166] X. —Ventajas de la imitación de lo ideal sobre la imitación servil.— 1.ª La imitación de lo ideal deleita más que la imitación servil. En la segunda se obliga el artífice a expresar, no sólo las virtudes de la naturaleza, sino también sus defectos, pues de otro modo no sería representación exacta. Y como los defectos desagradan por sí mismos, de aquí las ventajas de una imitación que represente a la naturaleza en su aspecto más ventajoso, ocultando a la vista sus ordinarias imperfecciones. Además de disimular los defectos, la imitación de lo ideal tiene la ventaja de reunir en un solo cuadro los puntos más favorables y oportunos para hacer resaltar su original. Lo ideal excita más novedad de sensaciones que lo natural.—2.ª Contiene más instrucción y moralidad. La instrucción puede consistir, o en el número de propiedades físicas y morales que nos descubre en la naturaleza (en lo cual es grande la ventaja de la imitación de lo ideal , que nos muestra, a más de las perfecciones existentes, las posibles, no ya las del individuo, sino las de la especie), o en la esencia de dichas verdades más o menos conducentes para nuestra dirección moral, porque la imagen de la naturaleza artísticamente idealizada, nos da nociones más claras de la perfección, purifica de defectos la naturaleza de los individuos, «pintándolos, no precisamente como son, sino como serían si el Autor de lo creado no hubiese dejado libre el curso y efecto de las causas segundas en la regulación de los particulares». Las artes, corrigiendo este influjo, reducen los individuos a la idea arquetipa y primitiva de lo bello. Por eso Aristóteles llamó a la poesía más importante y filosófica que la historia. Arteaga traduce el texto con toda exactitud, rechazando el más verdadero que entonces interpretaban algunos.

XI .—Continuación del mismo argumento. Ventajas de lo ideal.— Lo ideal dilata el poder de la naturaleza y nos inspira mayor confianza en nuestras propias fuerzas. Si las artes imitativas se limitaran a la representación exacta del natural, y no se remontasen hasta las encumbradas regiones de la belleza, quedaría ociosa y poco menos que inútil, en nosotros aquella facultad activa y trascendental que se llama imaginación, e ignoraríamos un gran número de propiedades en la naturaleza.

La expresión de lo sublime es más fácil y frecuente en la [p. 167] imitación de lo ideal que en la de lo natural. Arteaga no investiga la esencia de lo sublime aunque de paso le describe (y no mal), por sus efectos, mostrándose en esto, como en todo, muy superior a Burke. «Produce el efecto de la sublimidad la presencia de un objeto cuyo poder y fuerzas, excediendo a nuestra capacidad, nos le representa como una naturaleza excesivamente superior a la nuestra». Es una explicación bastante análoga a la de Silvain («sublime es lo que produce el efecto de lo infinito»), y no muy distante de la de Kant («discordancia entre la idea de totalidad absoluta y la facultad de estimar la magnitud sensible»). Aun circunscribiéndose Arteaga a la contemplación de la belleza artística, escoge bien sus ejemplos y analiza de un modo admirable el ελελιξεν ὄλύμπον de Homero, burlándose de la ridícula traducción del abate Ceruti.

XII.— Se desatan varios reparos contra la belleza ideal.— No es quimérica: no es un ente de razón ni un producto infundado del capricho o de la fantasía. La hermosura ideal no contradice a la imitación de la naturaaleza, antes es su perfección y complemento, como que tiene en la naturaleza su base. El primero y principal blanco de las artes es imitar la naturaleza; el segundo hermosearla, y no puede llegarse a éste sin haber pasado por aquél, o, lo que es lo mismo, el realismo es el medio, y el idealismo el fin. Si el objeto imitado es absoluta y soberanamente bello, de más está el hermosearle, y aun hay casos raros en que la belleza natural es de tal perfección, que el arte no alcanza a imitarla. La naturaleza existente ha de anteponerse a lo ideal, y no sustituir a la nativa hermosura de las cosas las invenciones de la propia fantasía.

Lo ideal no debe ser más que un suplemento de lo natural. No hallando la perfección moral o física en los objetos, debemos buscarla en el concepto mental del artífice. No es cierto, como afirmaba Luzán, que sea imposible perfeccionar en la imitación los objetos materiales por haberlos hecho su divino Autor tales como debieran ser. No todos los objetos del mismo orden tienen la misma perfección; y cabe que el arte se la de, aun sin apartarse nunca de la observación de la naturaleza. El primer suplemento a esta observación es el estudio de los modelos, que debe cursar el artífice antes de abandonarse al propio ideal.

[p. 168] Pero no imaginemos ni por un momento que el sistemático y consecuente idealismo subjetivo de Arteaga (que tal es la verdadera calificación que conviene a su doctrina) le arrastre nunca a las absurdas intolerancias que hemos visto en Mengs y en Azara, respecto del arte naturalista de diversas naciones y períodos. Arteaga, con criterio muy superior al de los más adelantados críticos franceses de su tiempo, y sólo comparable con el de algunos alemanes, sabe encontrar y admirar la belleza donde quiera que se halle. Así le vemos apartarse por completo de sus amigos de Roma, al defender con poderoso espíritu que no es ni puede ser jamás una tacha para Velázquez, Murillo, Ribera y los flamencos y holandeses la calificación de naturalistas, y que si alguna censura envuelve, debe aplicarse sólo a aquellos casos en que «la imitación de lo ideal debiera anteponerse a la de lo natural, en lo que, así como sería falta de juicio y sobra de temeridad el asegurar que los españoles han delinquido siempre, así tarmbién sería preocupación y pedantería el defender que no han pecado jamás». Aplicando a la literatura los mismos principios, no duda en hacer la más ardiente apología de Shakespeare, «cuya pluma retrató con tal evidencia las pasiones y los caracteres de los hombres, que parece negado a la humana capacidad el ir más adelante». «Su fecundidad admira, no menos que la variedad de sus retratos, los cuales jamás se confunden unos con otros, y todos muestran energía de pincel, superior a la que se observa en los demás poetas, con la diferencia de que éstos añaden mucho de propia imaginación a sus pinturas, y Shakespeare parece el intérprete de la naturaleza, destinado por ella a ser el espejo que represente con puntualidad sus movimientos más imperceptibles». Y aun reconociendo los defectos reales del gran dramaturgo inglés y aquellos otros convencionales que arbitrariarnente le achacaba la poética neoclásica por supuestas infracciones a sus reglas, todavía, contrapesados estos lunares con sus infinitas y sublimes excelencias, hallaba en Shakespeare un ingenio mucho más original y fecundo que el de los dramáticos franceses. ¡Qué progreso representa esta crítica, a la cual hoy mismo puede añadirse poco, sobre aquella otra puramente teórica y externa de que daban ejemplo Voltaire en su Carta a la Academia Francesa, y Moratín en sus notas al Hamlet!

[p. 169] Claro es que a nuestros dramáticos del siglo décimoséptimo no había de faltarles en el tribunal del P. Arteaga la indulgencia que tan liberalmente otorgaba a Shakespeare. «Podemos afirmar (escribe) que el teatro español es como las minas del Potosí, donde, a vueltas de mucha escoria, hay plata para abastecer a todo un continente». Ni tampoco cae en el error de considerar el teatro español como exclusivamente naturalista: «siguieron un ideal (dice), pero no bien fundado ni entendido, porque no le fundaron sobre las reglas de una naturaleza universal», sino sobre otra local y transitoria; y carecieron muchas veces de tino para separar lo bueno de lo malo, o, contentos con lo bueno, no aspiraron a lo mejor. Artista perfecto es para Arteaga el que sabe juntar en amigable proporción el estudio de la naturaleza con el de la hermosura ideal.

Como si no bastasen todos los rasgos de genio crítico hasta ahora registrados para hacer eternamente memorable el libro de Arteaga y darle la palma entre todos nuestros estéticos del siglo XVII, fácilmente se la daríamos por el sólo hecho de haber concebido el gigantesco plan de una obra nueva sobre las artes de imitación, con el cual, menudamente expuesto, corona sus investigaciones. Nada menos se proponía que aplicar sus tesis doctrinales a la historia crítica de todas las artes, examinando las causas que producen, modifican o perfeccionan la expresión en las artes imitativas, tomándolas de las facultades naturales del hombre, y basándolas en principios filosóficos. Esta obra había de dividirse en cinco tratados o discursos sobre las materias siguientes:

«En el primer tratado, remontándose al origen de nuestras sensaciones y de nuestras ideas, se razonará sobre las relaciones intrínsecas puestas por la naturaleza entre nuestros sentidos, así interiores como exteriores, y los objetos del universo que sirven de materia a la imitación; en donde se hará ver demostrativamente que todas ellas tienen su principio en la sensibilidad física del hombre y su física organización, sin las cuales no hubiera dolor, deleite, artes, ni letras.

En el segundo se hablará largamente de la materia primitiva de la imitación en todas y en cada una de las artes; esto es, de los signos naturales y de los de convención, de su mayor [p. 170] o menor aptitud y energía, como también del origen de las lenguas, consideradas como fundamento de la armonía, de la melodía y de la expresión.

El tercer capítulo abrazará lo icástico de las bellas artes y de las bellas letras; esto es, las copiosas fuentes de expresión que traen su origen de la fantasía, y los medios propios de cada facultad imitativa para aprovecharse de ellas.

El cuarto versará sobre lo patético, o , lo que es lo mismo, sobre el influjo de la humana sensibilidad y de las pasiones en la expresión. Se indicarán las diversas sendas que las artes toman para llegar a excitarlas, y se evidenciará que el deleite que éstas nos ocasionan nace de dos solas leyes simplicísimas, que son huir del dolor y seguir el placer, con cuyas reglas se establecerá la filosofía del estilo, rectificando y generalizando lo que sobre este importantísimo punto nos dejaron escrito los antiguos.

Después de haber averiguado en los cuatro tratados antecedentes el influjo de las causas intrínsecas, se pasará a exarminar el de las causas extrínsecas. En él se expondrán por extenso las cuestiones sobre la acción del clima en los ingenios y en la manera de representar los objetos: cómo las diversas religiones alteran, perfeccionan o modifican el gusto: hasta qué punto contribuyen para el mismo efecto los diversos sistemas de moral, de legislación y de gobierno; y qué parte tengan las opiniones políticas, las conquistas, el espíritu que reina en la sociedad, el espíritu filosófico, el comercio, el lujo, la aplicación de las mujeres, el trato con ellas, los que se llaman Mecenas, la moda, con las demás circunstancias accidentales y pasajeras».

Tal es en sus líneas generales el plan concebido por el Jesuíta madrileño, de quien podemos afirmar, sin que la devoción a la ciencia patria nos ciegue, que presintió y adivinó todo el prodigioso desarrollo que la historia del arte y de la civilización había de alcanzar en nuestros días, ya desde el punto de vista interno y psicológico, ya desde el naturalista y externo, ya, finalmente, desde el punto de vista social, religioso y político, puesto que en el programa que hemos trasladado ni uno sólo falta de los aspectos nuevos y luminosos que nos ha revelado la moderna crítica histórica y trascendental. En él se sustituye la antigua tiranía de mecánicos preceptos violentamente aplicados [p. 171] a todo tiempo y lugar, con la apreciación legítima y compleja de las múltiples causas que influyen en la producción artística, comenzando por el suelo y por el clima, y acabando por las concepciones teológicas y cosmológicas del autor. ¡Qué hace Taine (pongo por caso) en la introducción a su magnífica Historia de la literatura inglesa, y aun en todo el proceso de su libro, sino realizar experimentalmente en una particular literatura los desiderata del P. Arteaga! Para abrir a los ojos de éste tan amplias perspectivas, sirvió mucho (no hay duda en ello) el ejemplo de su compañero de hábito, el Padre Andrés, que había emprendido nada menos que la historia universal de los conocimientos humanos, o, como él decía, de toda la literatura, tomada esta palabra en su acepción vastísima, puesto que el P. Andrés confundía las obras científicas con las literarias, y no había encontrado aún la característica que separa una obra estética de cualquiera otra manifestación de la actividad humana. Por otra parte, Winckelmann, con muy superior espíritu, había abierto el inmenso cauce de la historia del arte antiguo, y Arteaga sintió más que ningún otro su influencia. Pero con ella se amalgamaron otras muchas y de diversa índole, a las cuales prestaba fácil acceso la rica y variada cultura del jesuíta castellano, y el conocimiento que poseía de todas las lenguas cultas de Europa, permitiéndole citar oportunamente, y aprovechar en sus originales, lo mismo las obras de Batteux, Voltaire, Marmontel, Diderot y Falconet, que las de Gravina y Milizia; así las de Hutchesson, Adam Smith, Web y Richardson, como el Ensayo filosófico sobre tas relaciones entre las letras humanas y las bellas artes, de Mendelssohn, o las Reflexiones de Hagedorn sobre la Pintura, salpicando además su texto de oportunas citas de poetas extranjeros, sin excluir a los que entonces eran más recientes y más preludiaban el advenimiento de las escuelas novísimas, como el suizo Haller en sus odas, y Klopstock en su Messiada. [1] Sin temor [p. 172] puede decirse que la obra de Arteaga nos pone delante de los ojos exactísimamente, aunque en compendio, el estado de la ciencia antes de Kant, con verdaderas adivinaciones de lo futuro. Si el impulso hubiera continuado y el libro de Arteaga hubiese producido sus naturales frutos, sin interrumpirse la comunicación intelectual de nuestros estéticos con los de fuera, la renovación literaria se habría verificado en España más de treinta años antes, y no con un carácter puramente instintivo y romántico, sino con un sentido racional y científico. Por desgracia, la invasión francesa y el cúmulo de desastres que la acompañaron y siguieron, vino a matar en flor todas las esperanzas de cultura que nos daban los últimos años del siglo XVIII, verificándose en éste, como en todos los estudios, un tan lamentable retroceso, que a los españoles modernos nos ha sido preciso volver a empezarlo todo; y esto sin continuidad, sin tradición y sin plan fijo, errantes entre un fárrago de doctrinas superficialmente conocidas, para alcanzar después de todo un nivel quizá inferior al que alcanzan los buenos libros españoles del tiempo de Carlos III, época, si pobre para el arte, nada perdida ni estéril para la ciencia.

Ni fué el P. Arteaga el único miembro de aquella gloriosa emigración jesuítica, en quien el espectáculo de la dulce Ausonia abrió los ojos a la contemplación de toda belleza artística, Prescindiendo de los padres Andrés, Eximeno, Requeno, etc., cuyos méritos serán quilatados en otros lugares, aún debe hacerse mención de otros tres estéticos jesuítas, el P. Joaquín Millas, [p. 173] aragonés, el P. Ceris y Gelabert, valenciano, y el P. Márquez, mejicano.

El P. Joaquín Millas, natural de Zaragoza (1746), misionero en el Paraguay y en el Tucumán, y catedrático de Metafísica en el colegio Real de San Pedro de la ciudad de Placencia (en Italia), era un psicologista fervoroso, pero más inclinado, como Arteaga, a los principios de la escuela escocesa que a los de Condillac. Para él, la observación del hombre (hominis contemplatio) era el fundamento de la filosofía; y no tenía reparo en aceptar la duda cartesiana y patrocinar el método analítico. De estas sus tendencias eclécticas dió larga muestra en su Introductio ad metaphysicas disciplinas (1798), y en varios escritos de índole principalmente estética. El más importante es el que lleva por título Del único principio que despierta y forma la razón, eI buen gusto y la virtud en la educación literaria. [1] Esta obra, que sólo conocemos por breves extractos, y que mereció los elogios de Tiraboschi en el tomo XXXV de los Diarios de Módena, tiene el alto objeto de educar armónicamente todas las facultades del espíritu, tomando por criterio la íntima observación de sus facultades y el enlace entre la mente y el corazón  humano. El segundo tomo se ocupa muy especialmente en el examen de la literatura griega, que el autor prefería a la latina por motivos muy semejantes a los que universalmente recibe la crítica moderna. Con no menor acierto discurre sobre la influencia de la filosofía en el arte heleno. Ni dedica menos atención a los italianos, elogiando a Boccaccio por haberse separado de la monotonía petrarquista, y estudiando atentamente las causas de la decadencia de aquella literatura. En la segunda parte de su libro se manifiesta inclinado a la teoría del arte docente. Publicó además un tratadillo de Armonía General de las Bellas Artes, [2] inculcando [p. 174] el principio de la sobria regularidad, y mostrando en ejemplos de Virgilio la poesía como pintura y la poesía como música. Azara gustaba mucho de este libro.

Todavía hemos sido menos afortunados en nuestras pesquisas para indagar el paradero de la obra de Estética, al parecer voluminosa, que compuso el abate Ceris y Gelabert (1743-1795), entre los Árcades Aglauco Edetano, con el título de Espíritu de las Bellas Artes y Letras, o entretenimientos domésticos... desaprobando las investigaciones filosóficas de un moderno autor sobre las bellezas ideales prototipas, tres tomos en 8.º, que el bibliógrafo Fuster [1] da por existentes en su tiempo (1827), en poder de un sobrino del autor. Si, como parece por lo de investigaciones y lo de belleza ideal, esta obra era una refutación de la de Arteaga, debía de ofrecer algún interés, y quizá su autor se inclinaría al idealismo objetivo de los platónicos del Renacimiento italiano. Pero todas éstas no pasan de conjeturas, quizá infundadas, pues todo lo que hemos podido hallar sobre este punto, es una carta del abate Ceris al Príncipe de la Paz (fecha en Ferrara, 15 de Junio de 1794), solicitando su protección para imprimir el libro de La razón de la belleza en las nobles artes y en las bellas letras, « cuyo objeto se reduce a indagar por vías filosóficas cuál sea el objeto de la imitación en la Pintura, Escultura, Música, Danza y Poesía». [2] El padre Ceris no carecía de ingenio y de buen gusto literario. Escribió versos castellanos fáciles y graciosos, tradujo las elegías de Tibulo y de Propercio, y dejó manuscrita una disertación sobre la poesía lírica.

De otro jesuíta, D. Pedro Márquez, a quien volveremos a encontrar entre los ilustradores de la antigua arquitectura, conocemos un discurso sobre lo bello en general, estampado en [p. 175] Madrid (1801), pero, al parecer, tan poco leído que ni siquiera hace mención de él el diligente Beristain, al tratar de otras obras de su autor, en la Biblioteca Hispano-Americana Septentrional. [1] Este discurso sólo es notable por la confusión de ideas que en él reina. Define la belleza «aquello en que el espíritu se complace», confundiéndola con el agrado, y distingue tres géneros de objetos agradables. Los del olfato, gusto y tacto, que forman la primera clase, no pueden en rigor llamarse bellos, pero pueden espiritualizarse o trasmudarse en objeto del espíritu. A la segunda clase pertenecen los objetos de la vista y del oído. A la tercera, los que se perciben inmediatamente por las potencias espirituales sin que sea necesaria la intervención de los sentidos. Sólo éstos y los anteriores pueden llamarse bellos, porque bello es lo que causa placer al espíritu. En los objetos bellos van siempre unidas las dos cualidades de verdad y bondad.

Ya se ve cuán lejos está Márquez de la teoría de Arteaga, y aun de toda racional Estética. Llega a usar como sinónimos las palabras belleza, verdad y bien, y sobre esta confusión ilógica discurre del modo siguiente: «Lo bello es bueno; luego los actos de amor y gozo con que la voluntad abraza el bien presente, serán los mismos con que percibirá lo bello. Es también verdadero; luego cualquiera de los actos con que el entedimiento conoce las verdades será a propósito para la percepción de lo bello por parte de esta potencia». Por ejemplo, las demostraciones matemáticas. ¡Cuán prolífico es el error, y cuán ineludibles sus consecuencias! «Cualquiera de los actos del entendimiento (prosigue) puede concurrir a la percepción de la belleza, con tal que en ellos se presente a la voluntad el objeto bello como bueno y como verdadero... Basta una simple aprensión de que el objeto es conforme a lo bueno y verdadero, y aun basta muchas veces aquello que llamamos instinto... Los objetos, para ser bellos, han de conformarse a los principios de bondad y de verdad... Las formas perfectas que el arte o la naturaleza presentan a nuestros ojos, en tanto son bellas, en cuanto, pasando sus ideas [p. 176] por los órganos, y llegando a nuestro espíritu, éste, con las acciones de sus potencias, reconoce en ellas las cualidades de verdad y belleza, conformes a las leyes de la naturaleza y del arte».

El espíritu es sólo quien goza el placer de la belleza. La percepción de ésta es de dos modos: interna y externa. Es interna la que proviene de los principios que nos son innatos, o que influyen en nosotros, sin que precedan discursos ni raciocinios formados.

En las últimas páginas de su discurso parece como que el P. Márquez vuelve sobre sí, y comprende que en la belleza debe de haber cierta incógnita cualidad, independiente de la verdad y del bien. Esta incógnita cualidad la busca en la regularidad, en la novedad, etc., y no encontrándose satisfecho con ninguna de estas explicaciones, acaba por referirla a la perfección, que se muestra como nueva, de uno de dos modos: o presentando sucesivamente sus cualidades, o reconociéndolas el espíritu unas después de otras. «La perfección y novedad del objeto perfecto, y el movimiento del espíritu hacia lo agradable, son los dos requisitos necesarios en el asunto de la percepción de la belleza, cualquiera que ésta sea».

El discurso termina con estas palabras, que parecen arrancadas de un diálogo de Platón: «Felices, por tanto, llamemos desde ahora a los que sepan gustar, no de los objetos puramente sensibles, sino de los que, aunque sea por la vista y oído, comunican su verdadera belleza; pero más felices los que sepan hallar placer en los objetos espiritualizados, y tanto mas, cuanto estos objetos se acerquen más a la fuente y origen de la verdad y del bien, puesto que en razón de lo que posean o participen de estas cualidades, se hallarán constituídos en mayor y más alto grado de belleza, hasta llegar al infinito».

Antítesis perfecta de este discurso archi-idealista y ontologista es la Disertación sobre la belleza ideal de la Pintura: su autor D. Guillermo Lameyra, [1] publicada en 1790. El autor, en són de ilustrar y comentar a Mengs, le impugna en sentido sensualista análogo al de Azara. «Que exista la belleza ideal, no puede asegurarse, porque no la hay fuera de la mente... Si existiese en [p. 177] alguna obra humana, ya no sería ideal, puesto que, copiándola, se adquiere la manera de obrar en las artes con belleza, y entonces sería demostrable, tendría reglas, y, en fin, no sería abstracta... La belleza ideal no es otra cosa que la buena elección de partes entre las varias que ofrece la naturaleza, para formar una cosa (si no perfecta) que tenga menos imperfecciones que las que muestran por lo general las obras de los artífices... La belleza ideal en pintores y escultores no es otra cosa que una noción intelectual para elegir lo más perfecto de la naturaleza. Por tanto, es más electiva que ideal: es ideal en cuanto al entendimiento del artífice, y electiva en cuanto a la forma de la obra... Una obra bella tendrá tanto de ideal cuanto tuviere de electiva. Pues si el artífice consiguió formar en su mente la proporción del todo con sus partes en el dibujo, la belleza del colorido, la gracia en la actitud, la expresión en cada figura, según el carácter que representa, también le ministró la naturaleza modelos que le ayudasen a formar la idea, y materia donde pudiese imprimir los entusiasmos de su imaginación; le contribuyeron los tres reinos, animal, vegetal y mineral, conceptos con que adornase y explicase sus pensamientos; últimamente, le dieron la principal noción de la belleza».

En suma: Lameyra es partidario del sistema de la selección o depuración de las formas, y no admite más que una belleza ideal electiva, que él define «operación del entendimiento, noción intelectual para elegir lo más perfecto en la naturaleza».

Sobre este discurso se publicaron unas ingeniosas observaciones en el Memorial Literario, excelente periódico de entonces. Para probar que «la belleza ideal no es vanidad aérea, ilusión fantástica o sueño de calenturiento», como el autor de la disertáción pretendía, hacen notar los redactores que «la perfección elegida de la naturaleza por un acto del entendimiento será la belleza elegida, o, lo que es lo mismo, belleza ideal, puesto que es idea de la belleza que existe en el entendimiento, abstraída de la naturalleza sensible».

Al movimiento de la cultura estética excitado por estas producciones originales de muy desigual mérito, se juntaban las versiones, bastante frecuentes, de los más notables trabajos de la antigüedad y de las naciones extrañas sobre la teoría y razón [p. 178] filosófica del arte. Mencionaré algunos, sin la pretensión de enumerarlos todos.

El libro atribuído al maestro de la reina Zenobia sobre lo sublime, o más bien sobre lo elevado, no había merecido de ninguno de nuestros helenistas del buen tiempo que le trasladasen a lengua castellana. Al fin apareció en una pésima y descuidada versión, impresa en Madrid en 1770 por D. Manuel Pérez Valderrábano, profesor moralista de Palencia, o más bien por D. Domingo Largo, natural de Rioseco y canónigo palentino, el cual, así en esta como en otras obras suyas (v. gr., en su perverso poema Angelomaquia o caída de Luzbel), gustó por buenos respetos de disfrazarse con el nombre de Valderrábano, que era un estudiantón, paje o fámulo suyo. Bien hizo el bueno del canónigo en no dar la cara, porque realmente su libro no es traducción de Longino, sino de Boileau, y él misino confiesa que no se le ocurrió mirar el texto griego (o más bien la imperfecta versión latina de Tollo) hasta que tenía concluído su trabajo; y por más que jure y perjure que le enmendó después en muchas cosas hasta el punto de rehacerle, basta comparar ambos traslados, francés y castellano, para convencerse de que son uno mismo con palabras diferentes. Valderrábano, o sea, el canónigo Largo, tenía conocimiento muy superficial de la lengua griega, y era incapaz de traducir el texto de un retórico tan erizado de dificultades como Longino. Cuantos defectos de inteligencia del original hay en Boileau, han pasado punto por punto a Valderrábano, y además los versos castellanos en que quiere traducir los ejemplos de Longino son de lo más infeliz que puede verse. De algunos de ellos se aprovechó con poco escrúpulo y peor gusto D. Agustín García de Arrieta, que en 1803 volvió a traducir por tabla Lo Sublime de Longino, o sea, de Boileau, incorporándole en el tomo VII de su versión aumentada de los Principios Filosóficos de Literatura del abate Batteux. Este Longino todavia es inferior al de Valderrábano. Siquiera éste sabía el castellano, que había mamado en la leche; pero Arrieta le había olvidado de todo punto, y llena su traducción de los barbarismos más enormes, hablando, v. gr., de pensamientos «lurdos» (lourds), y otras cosas a este tenor.

Así y todo, el libro de Longino se leía mucho en las aulas [p. 179] de Retórica, y no faltó quien tratase de refundirle (a pesar de su corto volumen) para mayor comodidad de los estudiantes. Hízolo el P. Basilio Bogiero, de las Escuelas Pías de Zaragoza, más célebre por su heroica muerte que por sus versos infelices y prosaicos, aunque en su tiempo se los celebraron mucho. El P. Bogiero publicó en 1782 el Tratado de lo sublime, que compuso el filósofo Longino, secretario de Zenobia, reyna de Palmira. Tampoco este tratado es el de Longino, sino el de Boileau, a quien sigue hasta en la división, completamente arbitraria, de los capítulos, si bien extractándolos y reduciéndolos todos a mucho menor espacio: los ejemplos están traducidos en prosa castellana.

Todas estas desgraciadas e indirectas versiones nos valieron, al fin, una directa y excelente. Hízola uno de los más doctos elenistas del primer tercio de nuestro siglo, el cura de Medina Sidonia, D. Miguel José Moreno, y ha permanecido inédita hasta nuestros días, aunque mereció grandes elogios de Martínez de la Rosa y D. Juan Nicasio Gallego. Al fin la Sociedad de Bibliófilos Andaluces ha tenido el buen acuerdo de imprimirla. [1] Es trabajo notabilísimo, dada su época, y hoy mismo puede sacarse de él no poco provecho. Moreno, que sabía perfectamente el griego y tradujo con mucha valentía en octavas reales algunos cantos de la Ilíada, se había preparado con toda formalidad para su tarea, dejando a un lado el infiel rifacimento de Boileau, y yéndose derecho al texto original, del cual vió y cotejó cuantas ediciones pudo, para notar las variantes y elegir entre ellas, fijándose especialmente en la de Juan Hudson (1710), en la de Zacarías Peark (1724), en la de Samuel Moro (1769); pero no pudo haber a las manos, y bien se lamenta de ello, la de C. Enrique Heinck, que era la mejor publicada hasta su tiempo. De esta manera entró (como él dice) «en el oscuro y sagrado penetral de Longino», a quien, no sólo tradujo con singular fidelidad, sino que le comentó en una serie de notas filológicas, destinadas las más a poner de manifiesto errores cometidos por Boileau y sus copistas españoles. Fué de los primeros en notar que la [p. 180] obra atribuída a Longino de ninguna suerte podía considerarse como un tratado sobre los rasgos y pensamientos sublimes, sino como una disertación retórica sobre aquel género de estilo apellidado por los antiguos sublime o elevado, en oposición al estilo medio y al ínfimo. Estimando el opúsculo de Longino por lo que realmente es, quiero decir, por un excelente tratado de la elocución, trató de convertirle en retórica española, añadiendo a cada uno de los capítulos un comentario en que aplica a nuestra literatura los preceptos del retórico alejandrino, con abundante y selecta copia de ejemplos de nuestros prosistas y poetas de los dos siglos de oro, manifestando singular afición a Quevedo, a Lope de Vega y al doctor Valbuena, lo cual prueba su gusto independiente y español a toda ley, fortificado por el trato y comunicación amistosa que tuvo con D. Bartolomé Gallardo, que le dedicó su Carta sobre el asonante. En los modernos le parecía «todo muerto, todo pobreza».

Los editores del Memorial Literario insertaron en el tomo IX [1] de su publicación (1795) un extracto tan extenso del Tratado de la Belleza, del P. André, que casi puede considerarse como traducción abreviada.

Para el tomo III, las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1804), órgano de la tertulia de Quintana, tradujo del inglés D. José Luis Munárriz, el Ensayo de Addisson sobre los placeres de la imaginación. [2] El mismo Munárriz publicó en cuatro tomos una versión, o más bien refundición, de las Lecciones de Retórica y Bellas Letras de Hugo Blair, y casi simultáneamente apareció otra de los Principios de Literatura de Batteux, hecha por don Agustín García de Arrieta.

Estas dos obras, publicadas como en competencia, se disputaron el favor de los principales bandos o parcialidades en que nuestra literatura se dividía a principios de este siglo, promoviendo acres y encarnizadas polémicas, no tanto por el respectivo valor de sus doctrinas estéticas (de las cuales ya en la introducción de este tratado queda dicho lo bastante, como por las notas, escolios y aditamentos que cada traductor puso a su [p. 181] versión, valiéndose, ya de sus propios estudios, ya, con más frecuencia, de la pluma de sus amigos. Estas adiciones se referían a la literatura española, distinguiéndose (como veremos en sazón más oportuna) las de Arrieta por su espíritu de benevolencia hacia la antigua poesía española, y las de Munárriz por cierta petulante desestimación de ella, a lo menos en autores y obras del siglo XVI, tenidas hasta entonces por modelos intachables de gusto. Inde irae. El grupo que acaudillaban Quintana y Cienfuegos, y que venía a ser la última evolución de la escuela salmantina informada ya de un poderoso espíritu enciclopedista y revolucionario, tomó por bandera las Lecciones de Blair, en cuyos suplementos el mismo Quintana y el mismo Cienfuegos, y además Sánchez Barbero y otros, habían puesto la mano. Los adversarios de Quintana, es decir, el grupo acaudillado por Moratín el hijo, se dieron, por espíritu de contradicción, a patrocinar al infeliz traductor del Batteux, pero sin ayudarle con otro más positivo servicio que con decir pestes de la traducción de Blair, que ciertamente las merecía todas, ni más ni menos que la de su rival, pudiendo tenerse una y otra por pésimas entre las malas de aquel siglo. El traductor de Batteux, por ejemplo, interpreta le ramage des oiseaux «el ramaje de los pájaros», y el qu'il mourût de Corneille le traduce de esta manera inverosímil y elíptica: «Murió» (!). El traductor del Blair era hombre de más letras que su competidor, y no incurre en tan garrafales desatinos; pero sabía tan medianamente la lengua de que traducía, que llega a escribir frases sin sentido, como ésta: «Shakespeare era naturalmente instruído»; y otras cosas las dejó tan en inglés como se estaban, v. gr., los tensos de los verbos. Debemos advertir, sin embargo, que muchos de los neologismos censurados en las Lecciones del Blair castellano por Moratín y sus amigos, han quedado después en el vocabulario de la crítica artística, y eran pintorescos y necesarios; v. gr.: «estilo substancial o jugoso», «manera poética», «cultivar el pensamiento», y otras por el estilo. Nuestros puristas de fin del siglo pasado exageraban el espíritu de reacción, empobreciendo la lengua en són de purificarla.

De todas maneras, ambas traducciones están muy mal hechas, y debieron de ser pésima escuela para el gusto y el oído de la [p. 182] juventud española, cuando una y otra penetraron en la enseñanza, donde logró más popularidad la de Blair, por ser de menor bulto y de mejores condiciones didácticas. [1] El Consejo de Castilla la señaló por texto único en las cátedras de Humanidades, y así siguió estudiándose y reimprimiéndose, hasta que en 1827 publicó Hermosilla su Arte de hablar, calcado también en no pequeña parte sobre las doctrinas del profesor escocés. Con la sustitución de Blair por Hermosilla ganó algo la pureza de la lengua, pero no ciertamente la educación estética de los españoles, puesto que el libro de Blair, por cualquier lado que se le considere, descubre una crítica mucho más elevada e independiente que la de Hermosilla, y una preocupación de los problemas de estética, para los cuales el Arte de hablar es casi de todo punto extraño o indiferente. Blair procedía con el criterio espiritualista de la escuela escocesa, al paso que el empirismo grosero de Hermosilla pasaba de sensualista y llegaba a rayar en materialismo utilitario, más o menos disimulado; el cual en la preceptiva literaria tenía que traducirse por un estéril y enfadoso mecanismo, sin sombra de aspiración ideal, pegado a la letra de las composiciones, sin percibir nunca su alma y sentido. No así Blair, que tan largo espacio concede a las cuestiones generales del gusto y de la belleza, y que, en la misma manera de entender los ejemplos de la antigüedad y las máximas de los retóricos antiguos, muestra la libertad característica del genio inglés, no dejando de notarse en él tampoco ciertos vagos anuncios de romanticismo, sostenidos por la admiración que sentía respecto de los falsos poemas ossiánicos de su amigo Macpherson.

Así se explica el curioso fenómeno de que todos los espíritus que en España manifestaban alguna propensión a dar mayor ensanche y elevación al pensamiento poético y mayor libertad a las formas líricas, fuesen apasionados partidarios de Blair: así Cienfuegos, Quintana y hasta cierto punto Lista. En esta parte no ha de negarse que fué benéfica la influencia de Blair, [p. 183] y muy meritoria la tarea de su traductor. Yo dudo mucho que los tratados de Retórica que corren hoy en nuestras aulas elementales valgan lo que el Blair, ni con mucho, a pesar de la total renovación de la ciencia estética, de la cual estos preceptistas menudos no suelen darse por enterados.

El Batteux castellano no se imprimió más que una vez, [1] y consta de nueve voluminosos tomos en cuarto, ocupando por lo menos doble espacio que el original francés. Es realmente una compilación o masa indigesta de muchos tratados y fragmentos, bajo cuya mole casi desaparece el pobre autor original. Pero esta compilación tuvo también su utilidad relativa, y mediante ella se hicieron familiares a nuestros críticos, no sólo los tratados de Longino y Dionisio de Halicarnaso (pésimamente traducidos por cierto), sino largos pedazos del Curso de literatura de La Harpe, de la Poética de Marmontel, de las paradojas de Fontenelle y La Motte, de los artículos literarios de la Enciclopedia, y hasta de las obras de Sulzer y otros estéticos alemanes. Además el Tratado de las Bellas Artes reducidas a un principio, que forma el primer volumen del Batteux castellano, tiene un carácter de teoría y de sistema y un grado de elaboración científica a que no alcanzan las indicaciones sueltas de las primeras lecciones de Blair. El traductor se permitió, de vez en cuando, ingerir algunas notas en sentido un poco más idealistas que el del original. Así, v. gr., leemos en una de ellas que «el ingenio humano, aun procediendo por el camino de la imitación, se aproxima en cierto modo a la inteligencia del Supremo Genio (sic), creador de todos los seres, y llega a ser como un creador segundo». En otra quiere probar contra Arteaga, y reproduciendo ideas de Mendelssohn, que «en la Naturaleza los objetos imitables son los que excitan las ideas de la unidad, de la variedad, de la [p. 184] simetría y de la perfección..., y por consiguiente que las Bellas Artes y las Bellas Letras tienen por objeto de imitación la belleza y Ia bondad, consistiendo su carácter y esencia en la expresión sensible de la perfección» . Y por cierto que no lo prueba ni hace más que enredarse en un laberinto de palabras, como hace todo el que juega con ideas cuyo valor desconoce. En otra parte se rebela contra las abstracciones metafísicas: «En las cosas que penden del sentimiento y de la observación (como la belleza) es mejor observarlas y sentirlas que quererlas definir y reducir a principios». ¿Quién podrá atar cabos con tan incoherente comentador? Uno de los raros casos en que acierta es al defender contra Batteux (que está confuso en este punto) la poesía en prosa: «Concedemos a nuestro autor que la medida y la armonía son el colorido de la poesía; mas no son, por eso, la poesía esencial, es decir, la imitación de la naturaleza, la cual puede hacerse sin versificación: la verdadera poesía es poesía de cosas.» [1]

Finalmente, y para no hacer interminable a poca costa esta enumeración de traducciones, cerraremos el catálogo con la más importante de todas ellas, la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, obra célebre de Edmundo Burke, trasladada del inglés con mucha fidelidad y acierto por el catedrático de Leyes de la Universidad de Alcalá, D. Juan de la Dehesa, [2] el cual la antepuso un prólogo muy discreto, para defender a Burke de algunos reparos de Blair.

De todo lo expuesto resulta que cuantas ideas había puesto [p. 185] en circulación la naciente estética del siglo XVIII, otras tantas eran familiares a nuestros críticos al alborear el siglo XIX, acrecentadas, además, por la labor propia de algunos espíritus superiores, especialmente el de Arteaga. Veamos ahora de qué suerte estas concepciones generales, cada día más precisas y menos imperfectas, influyeron en la disciplina particular de cada una de las artes, comenzando, como hasta ahora lo hemos venido haciendo, por el arte literario, mucho más abierto siempre al contagio de las teorías y más susceptible de ser informado por ideas filosóficas.

Notes

[p. 103]. [1] . Cursus Philosophici Regalis Collegii Salmanticensis Societatis Jesu in compendium redacti, et in tres partes divisi. Secunda Pars, continens Physicam seu Phylosophiam Naturalem, de corpore naturali generatim. Authore R. P. Ludovico de Losada ejusdem Societatis, et in eodem Regali Collegio Theologiae Professore et Sacrae Script. Interprete. Salmanticae ex offic. Typ. Antonii Josephi Villagordo et Alcaraz. Ann. 1749. (Págs. 174 a 177.)

[p. 105]. [1] . Ocupan los números 11 y 12 entre los artículos de dicho tomo. Las ediciones de Feijóo son vulgarísimas: recomiendo la de 1765, a costa de la Compañía de Impresores y Libreros. Tiene una biografía del autor escrita por Campomanes, y es la más correcta de todas.

[p. 110]. [1] . Este romance se conserva manuscrito en la Biblioteca de la Universidad de Santiago, y ha sido publicado en la Gaceta de Galicia , diario santiagués (29 de abril de 1879).

[p. 113]. [1] . Tomo II de las Cartas Eruditas, carta 6.ª

[p. 114]. [1] . Tienen algún enlace con la materia estética, aunque realmente pertenecen a la filosofía moral y todavía más a la literatura, los dos discursos del P. Feijóo intitulados Causas del amor y Remedios del Amor, que son los dos últimos del tomo séptimo del Theatro crítico. Los cito aquí para que nadie los eche de menos; pero no pasan de discreteos ingeniosos, de amena recreación.

[p. 115]. [1] . Porcel, Juicio Lunático o vejamen, escrito en 1750, según parece. Hay dos copias manuscritas, una en la Biblioteca Nacional entre los libros que fueron de D. Pascual Gayangos, otra en la biblioteca del Marqués de Pidal. Vide Bosquejo histórico-crítico de la poesía castellana del siglo XVIII, por don Leopoldo A. de Cueto (pág. 101), tomo I de Poetas líricos del siglo XVIII, en la Biblioteca de Rivadeneyra.

[p. 116]. [1] . Cita todas estas obras de Luzán (que quedaron inéditas) su hijo D. Juan Antonio en las Memorias de la vida de su padre, que anteceden a la segunda edición de la Poética. (Madrid, 1789.)

[p. 117]. [1] . Libro II, cap. IV.

[p. 123]. [1] . Fernández y González (D. Francisco), Historia de la crítica literaria en España, desde Luzán hasta nuestros días... Memoria... premiada por la Real Academia Española, Madrid, 1867, 4.º. 73 páginas. Trabajo útil y de gran sentido, aunque de brevedad nimia, a la cual el autor hubo, por desgracia nuestra, de sujetarse, en vista de las condiciones del concurso y del breve plazo señalado para él. Son complemento obligado de esta memoria los artículos de mi erudito y cariñoso amigo D. Gumersindo Laverde Ruiz en sus Ensayos críticos de Filosofía, Literatura e Instrucción Pública Españolas. (Lugo, Soto Freire, 1868, págs. 432 y siguientes.)

[p. 129]. [1] . Conviene advertir, como más latamente se dirá en el capítulo que sigue, para el cual queda reservada la bibliografía de la mayor parte de los escritores citados en el presente, que entre la Filosofía de la Elocuencia publicada por Capmany en 1787, y la que se imprimió en Londres en 1812, hay variantes tan considerables, que casi hacen de ellas dos libros distintos en plan y forma. Pero estas variantes no afectan a las ideas propiamente estéticas que son comunes a entrambos libros, sin más diferencia que alguna insignificante de tecnicismo, nacida de la manía purista que llegó a dominar a Capmany en sus últimos años. Así, v. gr., sustituye la palabra sentimiento con la de afecto, por encontrar en la primera cierto sabor galicano.

[p. 130]. [1] . Lógica de D. Andrés Piquer, médico de Cámara de S. M. Madrid, 1771, por D. Joachin de Ibarra, impresor de Cámara de Su Majestad, páginas 114 a 183. La primera edición se hizo en 1747.

[p. 132]. [1] . Philosophia Moral para la juventud española, compuesta por el doctor D. Andrés Piquer, médico de Cámara de S. M.—Tercera edición... Madrid, 1787, en la oficina de Benito Cano dos tomos en 4.º, págs. 178 a 200 y 430 a 433.

[p. 133]. [1] . Vid. Historia de los Heterodoxos españoles, tomo III, páginas 314 a 327.

[p. 134]. [1] . La Falsa Filosofía, crimen de Estado. Madrid, 1775, imprenta de Sancha, tomo V, págs. 129 a 132.

[p. 135]. [1] . Principios del orden esencial de la naturaleza. Madrid, Imprenta Real, 1785, cap. I, párrafos 2, 6 y 7.

[p. 137]. [1] . Del origen y reglas de la Música (trad. castellana), t. I, Imprenta Real; lib. II, cap. II y siguientes.

[p. 137]. [2] . La Florida. Extracto de varias conversaciones habidas en una casita de campo inmediata a la villa de Segura de la Sierra... Por el Ex. R. P. M. Fr. José de Jesús Muñoz, de la Orden de San Agustín, Obispo electo de Gerona, etc. Madrid, 1836, imp. de D. M. de Burgos. 8.º, 383 págs.

[p. 138]. [1] . Páginas 226 a 234. Véanse además las páginas 181 a 186, y compárese todo ello con la doctrina del Arte de escribir, que analizaremos en el capítulo siguiente.

[p. 138]. [2] . Libro I, parte 5.ª, págs. 55 y 56.

[p. 139]. [1] . Sevilla, por Aragón y compañía, 1816.—Algunos capítulos del Curso de Humanidades se publicaron en el tomo VI de la antigua Revista de Madrid.

 

[p. 140]. [1] . Impreso en Sevilla, imprenta de D. Mariano Caro, 1833, 15 páginas.

[p. 144]. [1] . Obras de D. Antonio Rafael Mengs, primer Pintor de Cámara del Rey. En Madrid, en la imp. Real de la Gaceta, 1780, 4.º mayor.—Opere di Ant.º Raffaello Mengs... pubblicate da don Guiuseppe Nicola d'Azara, Parma, Bodoni, 1780.

[p. 151]. [1] . Investigaciones filosóficas sobre la Belleza Ideal, considerada como objeto de todas las artes de imitación, por D. Estevan de Arteaga Matritense, socio de varias Academias. «Nec verò ille artifex, cum faceret Jovis forman aut Minervae, contemplabatur aliquem è quo similitudinem duceret, sed ipsius in mente insidebat species pulchritudinis eximiae quaedam, quam intuens, in eaque defixus, ad illius similitudinem artem et manum dirigebat». Cicerón, Orat. 2. En Madrid. Por D. Antonio de Sancha, 1789; 215 páginas 8.º

[p. 160]. [1] . ¡Cuán superior en esta parte el juicio de Arteaga al de Voltaire, que no encontraba en el Convidado de piedra más que «una monstruosa mezcla de bufonadas y de religión, un cúmulo de prodigios extravagantes»; o al de Moratín, que condenaba la profunda concepción de Tirso como «repugnante a la sana crítica, y buena sólo para la plebe ignorante y crédula»!

 

[p. 171]. [1] . ¿Conoció a Lessing? Para mí no tiene duda. Léanse las páginas 46, 47 y 48 de las Investigaciones, en que Arteaga refuta las opiniones de Milizia sobre el Laoconte, y se verá un trasunto fiel del libro inmortal del crítico de Hamburgo, así en lo que respecta a negar la supuesta impasibilidad de Laoconte, como en la manera de exponer las diferencias entre la imitación permanente de las artes plásticas y la imitación sucesiva de la poesía. Arteaga enseña, copiando a Lessing, que el antiguo escultor, debiendo representar un solo momento en la fisonomía, escogió el de la mayor belleza, y que desnudó a Laoconte de sus ropas sacerdotales por manifestar mejor el primor del cincel en lo desnudo, aunque esto fuera contrario a la verosimilitud, porque «el fin de las artes no es copiar exacta y precisamente la belleza individual, sino imitarla con una materia o instrumento determinado».

Ahora bien: citando Arteaga con tanta religiosidad a todos sus autores para cosas de mucha menor importancia, ¿por qué no confiesa haber tomado de Lessing ideas tan fundamentales? Yo no puedo atinar más que con una causa: el recelo de desagradar a su amigo Winckelmann, declarándose secuaz de quien tanto le había combatido. De todas maneras, el hecho es curioso y digno de observación.

[p. 173]. [1] . La primera parte se imprimió en Mantua, 1786, dividida en dos tomos, el primero de 236 págs., y el segundo de 280. La segunda parte en Bolonia, 1788 (283 páginas, 8.º mayor), y en gran parte es una refutación del Emilio de Rousseau. (Vide Latassa, Biblioteca Nueva de Escritores Aragoneses).

[p. 173]. [2] . Saggio sopra i tre generi di Poesía, in cui Virgilio si acquistò il titolo di Principe, con un confronto dei Greci e degl'ltali poeti... Mantova, 1785, nella Stamperia di Giuseppe Braglia, 160 págs. 8.º (Comprende, además de la Armonía ya citada, una serie de comparaciones entre Virgilio, Teócrito y Sannázaro como poetas bucólicos; Virgilio, Hesiodo y Luis Alamanni, como poetas geórgicos; Homero, Virigilio, Ariosto y el Tasso, como poetas épicos.)

—Discurso sobre los caracteres del estilo poético italiano. (Verona, 48 páginas, 8.º mayor.—Tirada de 300 ejemplares que costeó el Conde Giulliari).


[p. 174]. [1] . Biblioteca Valenciana, tomo II, pág. 64.

[p. 174]. [2] . Archivo central de Alcalá de Henares.—Copia en la colección del Sr. Barbieri.

[p. 175]. [1] . Sobre lo bello en general. Discurso de D. Pedro Márquez, presbítero, socio de las Academias de Bellas Artes de Madrid, de Florencia y de Bolonia, a un amigo... En la oficina del Diario, año 1801; 31 páginas.

 

[p. 176]. [1] . En 4.º, 32 páginas, Madrid, por Ortega e hijos de Ibarra, 1790.

[p. 179]. [1] . Tratado de la sublimidad, traducido fielmente del griego de, Dionisio Casio Longino, por. D. Miguel José Moreno.— Sevilla, imprenta y librería española y extranjera de D. Ralael Tarascó, 1881, 4.º

[p. 180]. [1] . Páginas 27 y 55.

[p. 180]. [2] . Tomo III, páginas 27, 82 y 159

[p. 182]. [1] . La primera edición del Blair es de 1798, pero se ha reimpreso muchas veces. Tengo a la vista la de 1816 (Madrid, por Ibarra), que consta, como todas las anteriores, de cuatro tomos en 8.º Debe advertirse que en todas ellas se notan curiosas variantes. Las encabeza la Vida de Hugo Blair y una advertencia del traductor.

[p. 183]. [1] . Principios filosóficos de la Literatura, o curso razonado de Bellas Letras y de Bellas Artes. Obra escrita en francés por el señor abate Batteux, profesor real de la Academia Francesa y de la de Inscripciones y Bellas Letras, traducida al castellano, e ilustrada con algunas notas críticas y varios apéndices sobre la Literatura española, por D. Agustín García de Arrieta. Madrid, imprenta de Sancha, 1797-1805.

En las Variedades, etc. (tomo v), pág. 101, puede leerse una sangrienta crítica de Munárriz contra el traductor de Batteux.

[p. 184]. [1] . De Sulzer copia (tomo III, pág. 317 y sig.) unas Reflexiones sobre el verdadero objeto de la comedia y sus varias formas. Sulzer no rechaza ni lo que pudiéramos llamar el lirismo cómico, es decir, la creación de gigantescas caricaturas, ni mucho menos la comedia seria o sentimental. Para él la comedia no es exclusivamente la representación de lo ridículo, sino la representación de los lados y aspectos no trágicos de la vida, inclusos los virtuosos y nobles. «La Naturaleza (dice) no conoce esos límites entre la comedia y la tragedia: estos géneros no se distinguen en la esencia, sino en los grados». Los Elementos de literatura de Marmontel están embutidos, casi al pie de la letra, en diversos capítulos de la obra, sin que Arrieta se dé por entendido de la discordancia profunda que ofrecen con los principios de Batteux.

[p. 184]. [2] . Indagación filosófica, etc... Con licencia, en Alcalá, en la oficina de la Real Universidad. Año 1807. 4.º, 14 hs. prels. 242 págs. 3 de índice y una de erratas.