Estudio General III. Biblioteca Virtual de Pensadores Tradicionalistas

| 1 | 2 | 3 | 4 | 5 |

Juan Vázquez de Mella (1861-1928)

V.  La tercera y, por el momento, última piedra en la que hemos tropezado es en apariencia más fácil de esquivar, aunque también delicada en grado sumo. Pues la Hispanidad tiene un horizonte hoy perfectamente definido por más que a veces cuestionado, aunque en lontananza se dibuje un perfil, más rico y abigarrado. Por lo mismo, en una perspectiva tal, la de lo que en otro tiempo se llamaron las Españas, que nadie se sorprenda de encontrar junto a vascos, navarros, catalanes, castellanos o gallegos, a algún chileno o argentino, a algún brasileño que se sentía hispano a fuer de lusitano, o incluso a algún estadounidense, que conoció y amó nuestro modo de ser como pocos, incluso, de entre nosotros.

Pero todo llegará. Las Españas mejor que España, por abrazar comprensivamente la realidad federativa o foral de nuestra tradición, y por expresarla por encima de la estrechez de la mente del Estado-Nación, nacionalista y estatista, que ha marcado el avance de la Historia Moderna y que entre nosotros no ha hallado el acabamiento que entre sus fundadores franceses o sus muñidores alemanes –para nuestra gloria mientras vivimos del genio preestatal, para nuestra desgracia cuando al declinar aquél hemos vivido las convulsiones de una inadaptabilidad al único signo vigente–, constituyen el telón de tal decisión que sólo frívolamente puede juzgarse imperialista (en el sentido revolucionario de la modernidad), cuando, por contra, cuenta con el peso de los siglos y me parece que también de las tierras y los genes. No resulta fácil explicarlo hoy, porque en buena medida late en todo patriotismo, incluso el que se cree sano, el germen del nacionalismo, que no es piadoso y existencial sino ideológico, y que no sufriendo el carácter integrador y complejo del alma humana taja con constancia enteros jirones. Y porque –más allá de toda retórica, pues la prueba está en los hechos, frente a los que, en buena lógica, deben ceder los argumentos– al reposar el destilado de la comunidad hispánica sobre una catolicidad militante y misionera, el eclipsarse de ésta no puede sino llevar a la decadencia de aquélla. Verdadero lugar común de todo el pensamiento tradicional, por lo mismo con el riesgo de devaluarse en verbal, pero que esconde riquísimos veneros de verdad que el conformismo no puede aprehender, pues escapan por entre los poros de una Historia que sus cultores no son capaces de asimilar. La europeización, por lo mismo, no se ha divisado sino como secularización, y no es aprensión reaccionaria sino de nuevo constatación real. Por eso, y no por otra cosa, hoy, entre el aparente surgir de un llamado hispanismo, con frecuencia ignaro, es la Hispanidad la que se despide discretamente. Pues difícilmente hay hueco sino para el pintoresquismo, normalmente manipulador, ayuno de sustancia vital fuera del ambiente que engendró la Hispanidad. Sin embargo, la Hispanidad presenta una segunda vertiente de interés desde el foco de este trabajo. Me refiero a la existencia de un Tradicionalismo Hispánico por contraste, o por especificidad, respecto del Tradicionalismo de otros lares, en particular el que podríamos denominar –con intención polémica– europeo. Es cierto, para empezar, que sólo en España la continuidad doctrinal y popular de la Tradición Católica ha sido, hasta casi nuestros días, preservada.

Mientras que en los países europeos vino tarada por muy diversas razones, ayuntadas en su dependencia de la Filosofía moderna. Y en Alemania fue un tipo de Romanticismo, como en Francia una reacción tocada de Absolutismo e Irracionalismo y como en Inglaterra un Conservatismo discretamente ensamblado con el Liberalismo. Sólo entre nosotros el Catolicismo en lo religioso, el Tomismo en lo filosófico y el Foralismo Monárquico en lo político se fundieron en una misma savia que había de correr por un cuerpo político vivo y dispuesto a combatir aceradamente la heterodoxia religiosa, filosófica y política. Sí, sólo entre nosotros el Tradicionalismo fue cerradamente ortodoxo en el dogma, el razonamiento y sostenidamente popular en el encuadramiento. Dios, Patria, Fueros y Rey es así la divisa omnicomprensiva y, por cierto, que no es casual que fuera la que portó el Carlismo como concreción del Tradicionalismo secular.

Ramiro de Maeztu (1875-1936)

VI.  Tres últimas observaciones se imponen. La primera, inevitable, toca al puesto del Carlismo en el conjunto del cuadro, mientras que la segunda debe mencionar el actual interés, de tenerlo, del Pensamiento Tradicionalista. Finalmente debe dejarse alguna nota sobre el modo de abordar la empresa de esta Biblioteca Virtual. El carlismo se define por tres rasgos sin cuya convergencia me parece que no resulta en absoluto inteligible, a saber: una bandera dinástica, que es la del Legitimismo, una continuidad histórica, la de las Españas, y una doctrina jurídico-política, el Tradicionalismo, una bandera dinástica, porque el Legitimismo, a la muerte de Fernando VII, vino a ser un banderín de enganche del Tradicionalismo Hispano en la concreta coyuntura que permitió aflorar los sentires y pensares de muchos españoles descontentos con el abandono de la gobernación tradicional de los Reinos de España, a causa de los embates de la Ilustración dieciochesca y –al alborear del siglo siguiente– de una invasión, como la napoleónica, seguida de diversos conatos de introducción artera o descarada de la Revolución Liberal, lo que dio lugar, entre otros conflictos, a la Guerra Realista (1820-1823), hito de extraordinario interés –pues el móvil religioso y comunitario aparece en estado puro– entre las apariencias engañosas de una simple reacción de independencia frente a la invasión y de pura defensa de un principio dinástico en los conflictos que llevan el nombre del Rey Legítimo preterido.

En puridad, la Historia Contemporánea de España es la de la resistencia del pueblo católico español, fiel a la inspiración religiosa de nuestros siglos anteriores, a la regeneración que el Liberalismo prometía, consistente en cerrar con doble llave ese pasado y secularizar la convivencia. Los ecos llegan hasta el último conflicto, en el primer tercio del siglo XX, Guerra en que lo que se dilucidó no fue una mera cuestión de poderío, dominio o explotación colonial; como no lo fue de lucha de clases: las implicaciones religiosas son de tal calibre que hay quien ha podido decir que la Guerra de 1936-1939 fue sólo una cruzada y no una verdadera Guerra Civil, al ligar aquélla a la motivación religiosa bien patente en buena parte de los combatientes nacionales, y al considerar ésta como la que determina una configuración política sin fisuras ni ambigüedades.

Por eso, el Tradicionalismo, que tuvo parte tan destacada en el alzamiento y hasta en la Guerra en que desembocó su fracaso, se desligó en general de la institucionalización política del régimen surgido de la misma, tornando si acaso post mortem y per relationem. Alzamiento, Guerra y Régimen de Franco son hechos distintos y susceptibles por ello de valoración diferenciada, como el ejemplo del Pensamiento Tradicional exhibe bien claramente, también una continuidad histórica, porque el Carlismo viene a constituir una continuidad de las viejas Españas. Al igual como las Españas –tras la crisis de la cristiandad medieval– quedaron en una suerte de christianitas minor, de cristiandad menor llamada a recoger en un ámbito geográfico más restringido el espíritu de la vieja christianitas maior, de igual manera el Carlismo habría portado la antorcha de esa vieja España, reducida a un grupo de familias, a un resto, pusillus grex donde encarnó la continuidad histórica de la cristiandad en general y de las Españas en particular pese a las sucesivas avalanchas de la europeización absolutista, liberal y totalitaria y una doctrina jurídico-política y hasta una cosmovisión entera, porque merced a ese banderín de enganche dinástico y a esa continuidad histórica recibió continuidad vital primero y fragua teórica después del Pensamiento que podríamos llamar Católico Tradicional, que con el declinar de su vivencia sería conocido más tarde como Tradicionalista. Pilar doctrinal que, en forma más o menos consciente, en función también de los cambios de los tiempos, y por lo mismo más o menos depuradamente expuesto, permanece como un elemento nuclear de lo que queda del carlismo –que desde luego no está en exóticos precipitados de socialismo gestionario-, alimentando la continuidad histórica y dotando de sentido universal a la bandera dinástica. Una versión autorizada, dentro de su simplicidad y la ausencia de pretensiones, es la contenida en el artículo 3 del Real decreto de S. M. Don Alfonso Carlos I de 23 de enero de 1936, en el que se codifican los fundamentos de la legitimidad española:

"1. Su religión católica, apostólica, romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos”.

"2. La constitución natural y orgánica de los estados y cuerpos de la sociedad tradicional”.

"3. La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la patria española”.

"4. La auténtica monarquía tradicional, legítima de origen y de ejercicio”.

"5. Los principios y espíritu y –en cuanto sea prácticamente posible– el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo”.

Unidad Católica, como concreción jurídica de la realeza social de Cristo. Constitución natural e histórica de la sociedad tradicional, como auténtica autonomía social y cabal reducción del poder político a suplir y fomentar aquélla en los términos de lo que se ha denominado, a partir de los años treinta del siglo XX por la doctrina pontificia, como el principio de subsidiariedad.

Foralismo, como concreción del mismo principio en el cuadro de la variedad regional y –si fuéramos capaces de desprender el término de las connotaciones jacobinas– nacionales del racimo de pueblos que fueron las Españas. Y la monarquía como su instrumento de conducción, calificada de legítima, sí, pero tanto de origen como de ejercicio, esto es, católica, social, foral, tradicional y representativa.