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FRANCISCO JAVIER DE LIZARZA INDA

Pamplona, Navarra, 1928.
Pelayo.


Niños de Leiza en Urto, en la muga de Navarra y Guipúzcoa,
junto a la lápida en memoria de Joaquín Muruzabal,
primer requeté navarro caído en combate. Archivo Baleztena.

Nací en Pamplona el 31 de diciembre de 1928, y aunque mi padre era de Leiza, el último pueblo de Navarra antes de Guipúzcoa, casó con mi madre en Pamplona y vino a vivir en la casa de mi madre. Allí nací yo, en el número 6 de la calle Calceteros de Pamplona, frente del ayuntamiento, y recuerdo perfectamente ver desde casa la subida de los toros en San Fermín, así que navarro y pamplonés de pura cepa.

Se puede decir que toda la familia era carlista: mi abuelo, mis tíos, mis padres… todos carlistas. Mi padre, Antonio Lizarza Iribarren, era en el año 36 jefe del Requeté de Navarra. Le habían nombrado en septiembre del 34, cuando la cosa ya empezó a ponerse muy fea, y él fue quien se encargó de toda la organización militar del requeté de Navarra. Últimamente, en julio del 36, también intervino en las relaciones que había entre Mola, la Comunión Tradicionalista y Sanjurjo.

Para entonces la situación se había deteriorado mucho y mi padre, que había caído muy en gracia al general Sanjurjo, por aquello de que nació en Pamplona y porque su padre, el coronel Sanjurjo, intervino en la tercera guerra carlista y murió en la batalla de Udabe, en el valle de la Ulzama. Sanjurjo tenía algo de pamplonés y algo de carlista, y mi padre —tenía que era un hombre muy simpático y con cierto encanto personal— se lo ganó por ahí.

Después de los problemas que hubo entre Mola y la Comunión en vísperas del Alzamiento, la idea que mi padre tenía en mente era marcharse a Estoril el 17 de julio, traerse a Sanjurjo y ponerle la boina roja, con lo cual el movimiento ya no sería militar, sino que pasaría a ser un nuevo alzamiento carlista. Mi padre estaba seguro que lo iba a conseguir, y por eso salió del aeropuerto de Parma, en Biarritz, el 17 de julio de 1936, en la avioneta de un aviador francés.

Al llegar a Burgos, el francés le dijo a mi padre: «Hemos perdido mucha gasolina al pasar los Pirineos y tenemos que bajar a Burgos a repostar». Bajaron, y al aterrizar en el aeropuerto de Gamonal se encontraron allí formada una compañía de Guardias de Asalto, y a su frente al director general de Seguridad, Alfonso Mayol. Se trataba de una trampa y, sin duda, habían dado instrucciones al piloto para que bajara allí. Entonces, el aviador francés se puso un poco nervioso y le dijo a mi padre: «¿tiene usted alguna cosa que esconder?», y le entregó el documento en que se invitaba a Sanjurjo a ponerse al frente de la sublevación. Mi padre bajó del avión, y el director general de Seguridad lo tomó preso y se lo llevó a Madrid. Por el camino, a través de la radio del coche, iban oyendo las noticias en se anunciaba que había estallado una sublevación militar en África. De esa forma quedó mi padre preso en la cárcel desde ese día hasta enero del 38.


Uno de los tres aviones del Ejército que, procedente de Getafe,
desatendieron la orden del Gobierno de bombardear Melilla,
y aterrizaron en Noáin, el 19 de julio de 1936. Junto a los
pilotos Salas, Pimentel y Tasso, la guardia de requetés del
aeropuerto. Archivo Baleztena.

Mientras sucedía esto, nosotros estábamos en Leiza con mi madre, y el mismo 19 de julio, a media tarde —no lo olvidaré nunca, yo era un niño de ocho años— llegaron los primeros requetés: eran dos autobuses de chicos de Olite, chicos jovencísimos, de 16 o 17 años, todos con boinica, camisa blanca y alpargatas del campo. Pararon en la calle principal de Leiza, frente de la fonda Gogorza, y allí estaban para recibirles las autoridades del pueblo. Estaba el alcalde de Leiza —de origen carlista—, el cabo de la Guardia Civil, mis tíos Nazario y Rufino… Entonces, el cabo de la Guardia Civil soltó un pequeño discurso: «¡Bienvenidos!, Leiza os agradece que estéis hoy aquí, porque venís a salvar España…». Y para terminar, el cabo gritó: «¡Viva la República!». Entonces, la gente del pueblo presenté le increpó: «¡Txorua!, ¡txorua!» —que significa “loco” en vasco—, y él nervioso corrigió: «No, que me he equivocado, ¡muera la República». Aquél estaba —como muchos militares—con esa idea de que la sublevación serviría para restaurar el orden, pero continuando la República.

¡Qué pintas tenían aquellos chicos con la ropa de trabajar en el campo!: los recuerdo perfectamente en la plaza rezando el rosario, y cómo la gente de Leiza salía de sus casas y se sumaba al rosario. Luego llegó un camión de Pamplona con uniformes y correajes, y ya parecían algo cuando se retrataban por grupos en la plaza, e hicieron la reposición la reposición de los crucifijos en el ayuntamiento. Aquellos primeros requetés recibieron orden de ocupar el puesto que tenían los miqueletes en Urto, en la misma frontera entre Navarra y Guipúzcoa, y hubo un enfrentamiento, un intercambio de tiros con los miqueletes, en el que murió Joaquín Muruzábal Muruzábal, de San Martín de Unx, el primer requeté caído en la guerra y único que murió en suelo navarro. Recogieron el cuerpo y lo velaron en la plaza de Leiza. Un tiempo después, se levantó una placa en memoria de Joaquín Muruzabal y la madre del difunto visitó el lugar donde había caído su hijo. Después de aquello, mi madre nos llevó a Pamplona.


Los requetés del Tercio San Miguel proceden a la reposición
del crucifijo en el ayuntamiento de Leiza,
ante la mirada de algunos vecinos. Archivo Baleztena.

Mientras tanto, a mi padre lo metieron en Madrid en la cárcel Modelo. A los pocos días de su llegada las milicias asaltaron la cárcel quemando la parte central —la Modelo tiene forma de estrella—, que era donde estaban los archivos y la documentación de los presos. Aquello a mi padre le vino muy bien, yo creo que le salvó la vida, porque en las sacas las milicias buscaban a gente conocida o significada —como el general Ochoa, al que le cortaron la cabeza y después jugaron a fútbol ella—, y al no ser mi padre de Madrid y no tener documentación quedó en cierto modo un poco aislado.

Además, tuvo la suerte de caer en una galería controlada por los comunistas en la que mandaba un tal Vergara, que era vasco, y como mi padre era vasco-parlante, pues pasaban muchos ratos conversando en vasco, mientras los milicianos les escuchaban sorprendidos. Aquello hizo que Vergara le tomara cierto cariño, y le encargó una cosa estupenda, un auténtico chollo, y que consistía en limpiar los retretes. Así que mi padre tenía ese pequeño privilegio, ser el “paniaguado” oficial de Vergara.

En la celda no había más que un camastro, y se jugaban a fuerza, a pulso con el codo encima de la mesa, y el que ganaba dormía esa noche en el camastro. Un compañero de celda de mi padre me contaba años después: «¡joder! Tu padre dormía casi todas las noches en la cama, porque a pulso nos ganaba a todos». Así se entretenían y despistaban un poco el miedo.

Una noche, a la una de la madrugada, llamaron a mi padre a una de las sacas: «Antonio Lizarza, venga, salgan con lo que tengan que van en libertad». Y en el momento que salía mi padre, gracias a Dios, se encontró con el hijo de Vergara y le preguntó: «don Antonio, ¿pero a dónde va usted?». «Es que me han llamado para la saca», le contestó. «No salga, ya hablaré con mi padre, que él lo arreglará». Y Vergara quitó a mi padre de la lista. Luego, además, hubo cierta confusión con mi padre, ya que su nombre completo era Antonio Luís de Lizarza, y puede que el Luís figurara como primer apellido de mi padre y aquello les confundió.

Nosotros seguíamos en Pamplona, y quizá el recuerdo más cotidiano durante esos meses era ver a mi pobre madre llorando, siempre estaba llorando acordándose de mi padre. Oíamos mucho por la radio, y mamá tenía un mapa de España en el que iba poniendo banderitas con los avances de los nacionales.
Mientras tanto, los tres hermanos nos apuntamos a los pelayos; en realidad, en Pamplona, la mayoría de los niños éramos pelayos. Lo vivíamos como una cosa muy patriótica, muy religiosa, muy de Navarra…; por lo demás éramos unos críos y a esas edades, con ocho años, no eres consciente de muchas cosas. Sí recuerdo que había un entusiasmo loco, y que cuando desfilábamos por las calles con nuestra boinica y nuestros fusiles de madera la gente nos aplaudía como loca y nos gritaba. ¡Qué ovaciones! Los falangistas también tenían sus juventudes, los “flechas”, que en Pamplona se les llamaba “balillas”. Desfilaban guapísimos con sus uniformes azules, mucho más arreglados que nosotros, los pelayos, que íbamos bastante más sencillos, un poco “zarrapastrosos”, como se dice en Navarra.


Grupo de pelayos de Leiza. Archivo Jaurrieta.

Por noviembre del 36 se decía que la toma de Madrid era inminente, y nos enseñaron una canción para cuando entrásemos en la capital dedicada a Prieto y a Irujo —navarro de Estella y nacionalista vasco— y que decía algo así:

Irujico, Prieto gordo,
qué paliza os hemos dao,
los requetés navarros
que Madrid hemos tomao.

¡Ay! Prieto ¡Ay! Berrugón,
Madrid ya cayó.
Tómate el café,
después del balcón.
Irujico, Prieto gordo
qué paliza os hemos dao…

Aparte de los desfiles no hacíamos más que rezar: rezar por la victoria, rezar por los muertos que traían de los frentes y que luego acompañábamos en formación en los entierros. El ambiente era de un auténtico entusiasmo y se vivía aquella situación con un espíritu tremendo y un gran fervor religioso.
La guerra se entendía como una auténtica cruzada contra el comunismo: los voluntarios llevaban cosidos al pecho Sagrados Corazones, ya que ellos luchaban sobre todo por Dios, aunque también con ilusión y esperanza en lo que vendría después de la victoria. Como carlistas que éramos pensábamos que luego vendría el rey y volvería a España la monarquía tradicional. Pero el rey Alfonso Carlos, aquel viejecito venerable, se murió y algunos falangistas, que eran un hatajo de cabrones, nos cantaban una canción de burla que no quiero ni recordar.

Volviendo la vista atrás, lo que se cuenta ahora en los libros resulta increíble, una manipulación absoluta. Los que hemos vivido aquello, vimos el espíritu con que llegaron a Leiza aquellos chicos de Olite el 19 de julio del 36, y luego oímos todo lo que se está diciendo ahora, para mí, resulta demencial.

De la guerra en Navarra, ahora, de lo único que se habla es de los fusilamientos. El totalmente cierto que en Navarra hubo una represión dura, durísima e injustificable, pero también hay otras cosas que no se cuentan.

Desde mi punto de vista, la actuación de los carlistas en la represión fue muy limitada y mal vista desde el propio carlismo. El mismo Joaquín Baleztena, Jefe Regional de Navarra, sacó una nota en la primera página de El Pensamiento Navarro el día 24 de julio, en que decía: «Los carlistas, soldados, hijos, nietos y bisnietos de soldados no ven enemigos más que en el campo de batalla. Por consiguiente, ningún movilizado, voluntario, ni afiliado a nuestra inmortal Comunión debe ejercer actos de violencia y evitar que aquellos se cometan». Luego, claro, hubo quien no hizo caso de la nota en que Baleztena se opuso rotundamente a la represión, aunque en eso tuvieron mucha más implicación algunos grupos de falangistas. En aquel momento, Navarra estaba partida en dos: en el norte de Navarra o se era carlista o se era nacionalista vasco, y en el sur de Navarra o se era carlista o se era socialista. Al estallar el alzamiento, los carlistas salieron todos a la guerra, y entonces muchos socialistas de la ribera de Navarra —que había mucho— se apresuraron a meterse como falangistas ante el nuevo panorama. La Falange creció de manera espectacular, y José Moreno, que era Jefe de Falange de Navarra, incluso emitió un comunicado los primeros días: «pongo en conocimiento de los comerciantes de Navarra, que queda prohibida la venta de camisas azules», porque la cosa se le iba de las manos. Muchos de estos falangistas marcharon también a la guerra en las banderas de Falange de Navarra —que fueron formidables— pero hubo otros que se quedaron en retaguardia, y entre ellos grupos que se dedicaron a hacer burradas y estragos en los pueblos de la ribera. En el norte de Navarra, también hubo nacionalistas vascos que se hicieron falangistas. Recuerdo como algo increíble lo que sucedió en Leiza, donde a un antiguo nacionalista vasco le hicieron jefe de Falange, y después el gobernador civil de Navarra lo nombró alcalde, todo para no nombrar al alcalde carlista cuyos hijos estaban luchando en el frente. En fin, historias de la guerra.


Pelayos de Pamplona. Archivo Pablo Larraz.

Afortunadamente, mi padre reapareció en la España nacional el 28 de enero del 38. Para entonces, la Comunión estaba ya deshecha. Se había impuesto la Unificación y la que mandaba era la FET —Falange Española Tradicionalista—. Durante el último año de guerra, mientras recorría toda España en busca de requetés navarros prisioneros, mi padre se dedicó a recoger todo lo que pudo de los tercios de requetés: diarios de operaciones, listas de muertos y heridos, registros de voluntarios… Era consciente de la importancia que tenía dejar constancia de la aportación que había tenido el carlismo en la guerra, en momentos en que todo parecía diluirse a causa de la Unificación.

Yo, mientras tanto, terminé mis estudios, hice la carrera de abogado en Zaragoza, después el doctorado, y luego fui a la Universidad de Edimburgo para hacer otro doctorado. Cuando ya vine a Madrid para establecerme profesionalmente y montar el despacho en el que sigo trabajando, creí que era mi deber retomar la labor iniciada por mi padre. En los años cincuenta comencé a colaborar con Ángel de Lasala, coronel médico de Zaragoza que era excombatiente del Tercio de Nuestra Señora del Pilar, para crear un archivo militar dedicado a la participación del carlismo en la guerra. Comenzamos a reunir toda la información que teníamos a nuestro alcance sobre los 43 tercios de requetés y otras unidades en que había carlistas. Recogimos diarios de operaciones, historiales militares, correspondencia, noticias de prensa, listados de voluntarios y de muertos… También comencé a mandar cuestionarios y a entrevistar a veteranos. En aquel momento, Navarra era un campo de investigación enorme. Había voluntarios excombatientes y antiguos oficiales del Requeté en todos los pueblos, y sin embargo la labor no era nada fácil porque la gente estaba muy desilusionada con la terminación política de la guerra. Se desconfiaba, había hermetismo, y si no te conocían personalmente la gente era muy reacia a colaborar. Tampoco ayudaban las divisiones, las luchas políticas dentro del carlismo. Sin embargo, a base de insistir, unos te enviaban a otros, e hicimos bastante labor. En aquel momento las cosas se hacían con papel y lápiz. Había que memorizar, tomar algunas notas a mano durante la entrevista —si te dejaban—, e inmediatamente después, en fresco, escribir. Muchas veces, nada más salir de la casa, me sentaba medio a oscuras en el rellano de las escaleras para anotar antes de que se olvidaran los detalles. Muchos desconfiaban, y preguntaban una y otra vez el porqué y el para qué. Tenían miedo del uso que se pudiera hacer de la información.


Oficiales del Tercio Navarra dando un “tiento” a la bota.
De izquierda a derecha: capitán Negrillos, capitán Ciganda,
comandante Villanova y Zamanillo. Archivo Emilio Herrera.

Cuando Ángel de Lasala murió, me dejó todo el archivo, y lo agrupé —no digo unifiqué porque la palabra unificación me repugna— con lo que recogió mi padre y lo que yo había hecho. Creo, humildemente, que con los años el mío puede ser el mejor archivo que hay sobre la participación del Requeté en la guerra, un archivo que está abierto a todo el mundo y que muy poca gente viene a investigar, curiosamente sólo algún historiador un poco “rojillo”. Yo, naturalmente, aunque soy carlista, para estas cosas soy muy liberal, y lo he dejado consultar sin ningún problema. La prueba es que, quizá, el mejor libro que se ha escrito sobre los tercios de requetés en la guerra de España lo hizo Julio Aróstegui, catedrático de la universidad de Madrid, y lo hizo basándose principalmente en mi archivo. Aróstegui hizo un trabajo magnífico, meticuloso, bien estructurado, pero quizá demasiado frío, aséptico, “de historiador”, que es lo que es él, y magnífico además. Las únicas palabras de alabanza que hay recogidas en los dos tomos se encuentran en la dedicatoria inicial, y que dice: «a Antonio Lizarza Iribarren y Ángel Lasala Perruna, que supieron guardar la memoria de los suyos, que es también la memoria de todos».

Además de datos militares, en aquellas entrevistas de mis años jóvenes recogí infinidad de anécdotas sobre cómo era el espíritu de los requetés y que muchas veces me vienen a la cabeza. Hace poco me vino a la memoria aquella de un requeté vascoparlante del valle de Ulzama, en el norte de Navarra, llamado —creo recordar— José Cía Zabaleta. Eran tres hermanos voluntarios en el frente, por lo que uno de ellos podía acogerse al decreto por el que el tercer hermano tenía permiso para regresar a casa, así que el comandante, conocedor de que el muchacho apenas sabía el castellano, le explicó el asunto y al final le preguntó: «José, ¿tú irte o quedarte?». A lo que el bueno de Cía le contestó: «yo, quedarte». Así eran la mayoría de los requetés… y no pena haber dedicado buena parte de mi tiempo y también dinero a recoger la historia de aquella gente, de la que ya muy pocos parece que nos acordamos.

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