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RAFAEL FERRANDO SALES

Valencia, 1919.
Voluntario del Tercio San Miguel y de la División Azul.


Requetés valencianos y margaritas navarras de Frentes
y Hospitales en Castellón, en junio de 1938. Archivo Jaurrieta.

Nací en Valencia en el año 1919, en una familia de abolengo carlista. Mi abuelo, Rafael Ferrando Castell y su hermano mayor, Juan, hicieron la campaña del Maestrazgo con el Ejército de Carlos VII. Luego, con la derrota, Rafael se exilió a Francia, mientras Juan fue detenido y deportado a Cuba en un batallón disciplinario. También mis padres, Federico y Trinidad, eran carlistas, y los nueve hijos seguimos sus pasos.

Yo, cuando era estudiante del instituto, ya estaba afiliado a la AET de Valencia, la Agrupación de Estudiantes Tradicionalistas, y había bastante implantación por la zona; de hecho, había pueblos donde en las elecciones siempre ganaban los carlistas.

Mi padre se dedicaba a la construcción. Era un hombre muy entregado a su trabajo, tenía mucha gente empleada y a todos los trataba tan bien que se ganó su aprecio; le querían, y eso fue mucho en los años duros.

Cuando la República, yo estaba apuntado al Requeté de Valencia en el Tercio de Nuestra Señora de los Desamparados, que fue como nos quedamos el día del alzamiento: desamparados, porque nunca pudo entrar en acción el Tercio.

Todos nosotros estábamos comprometidos con la sublevación, así que en la noche del 18 de julio, que era sábado, nos habíamos concentrado en la sede del Patronato de la Juventud Obrera de la calle Caballeros con la intención de apoyar al piquete de caballería del Ejército. Sin embargo, el capitán general de Valencia, que también se había comprometido a levantarse, al ser cuñado de Martínez Barrio, se dejó convencer para no hacerlo, y nos dejó en la estacada. Pasaban las horas y llegó al Patronato Fernando Roca, un albañil de la constructora de mi padre que era falangista. «Rafael —me dijo—, no se os ocurra salir armados a la calle, que los Guardias de Asalto os están esperando. Además, han traído refuerzos de Castellón». Comuniqué la noticia a Torrens, el jefe del Tercio, y junto a él y otro requeté decidimos salir a la Plaza de la Virgen a inspeccionar la situación nosotros mismos y, tras confirmar las sospechas, regresamos otra vez al Patronato. En esas circunstancias, ya sin capacidad de maniobra, Torrens decidió disolver la concentración. Un sacerdote que había allí presente nos dijo la misa y todos a nuestras casas, así que allí se terminó el Tercio de Nuestra Señora de los Desamparados. Varios requetés que vivíamos cerca —Francisco Barea Cariñena, Antonio De Aura Vilaplana, Soler y yo— fuimos juntos de regreso a nuestras casas. Cuando llegamos al final del Puente de Serranos, vimos cómo dos sujetos armados y con pañuelo rojo al cuello nos miraron mal, pero pudimos pasar y llegar a nuestras casas ya de día, en la mañana del domingo 19 de julio.

Ese día era el santo de mi padre, así que comimos en casa y después pasamos al Centro de don Bosco a jugar a las cartas. La cosa ya estaba revuelta, y el superior del colegio, don Antonio María Martín, y el preceptor, don Basilio Bustillo, nos ordenaron a todos volver a nuestras casas. Quedamos allí solo los cuatro requetés que habíamos regresado juntos a la noche, y nos ofrecimos a los religiosos para quedarnos y defenderles con las pistolas que teníamos en caso de ataque. Se negaron rotundamente y nos mandaron de vuelta a nuestras casas, «vamos a cumplir con nuestra obligación, que es rezar, y ya será lo que Dios quiera», nos dijeron. Poco después, cuando comenzaron las matanzas de religiosos, de carlistas, de católicos y de gente de derecha en general, asesinaron al pobre don Antonio María Martín.


Familiares de un "rebelde ajusticiado por las fuerzas
de la República" cerca de Madrid, el 27 de agosto de 1936.
Archivo Pablo Larraz.

Al día siguiente, vinieron a casa dos obreros de mi padre preguntando por mí; eran Gutiérrez y “El Corchero”, los dos de la FAI. Abrió la puerta mi madre, y al verlos desconfió; «no está en casa», les dijo —lo que no era verdad—, y ellos le comentaron: «venimos a avisarle para que tenga cuidado y no salga de casa, porque hay gente que quiere asesinarle». Por lo visto, alguno me tenía ganas porque ayudaba a mi padre en su trabajo, pasaba lista a los obreros y contaba las entradas y salidas de material.
Después de la advertencia, mis padres decidieron trasladarnos a Albocácer, a la ermita de Sant Pau, donde solíamos veranear, mientras mi padre continuó yendo y viendo a Valencia ya que estaba construyendo el edificio de Agentes Comerciales.

Un día le acompañó Juan Sansabas, un obrero suyo, socialista, de Meliana, y al entrar en la iglesia de un pueblo próximo, que habían destruido, mi padre encontró junto a la sacristía donde se dejaban los exvotos por las promesas hechas un uniforme del Ejército, que había pertenecido a la familia de otro obrero del pueblo y que lo habían ofrecido a la Virgen después de que regresara sano y salvo de la guerra de África. Lo recogió de entre los escombros con intención de entregárselo a la familia de éste, cuando llegasen en tren a Meliana.

Total, que a la entrada de la estación encontraron a una mujer de esa familia y le entregaron el uniforme, pero poco después, ya en Meliana, detuvieron a mi padre acusándole de «fascista que traía uniformes para que los fascistas del pueblo se sublevasen», y con esa excusa absurda detuvieron a mi padre, como ya habían hecho con muchos otros.

Juan Sansabas contó en la obra lo que había ocurrido, y un obrero socialista de Paterna, Paco Valero, junto a varios más, decidieron acudir al Comité de Meliana a por mi padre, todos armados con fusiles y con el pañuelo rojo al cuello. «Al fascista de Federico Ferrando Tena esta noche le daremos “el paseo”», les dijeron, y entonces los obreros de mi padre alegaron que tenían órdenes superiores de llevarlo a Valencia, porque «tenía muchas cuentas que dar allí». De esta forma, Valero y los otros obreros lograron salvarle de una muerte segura.

Como Valencia ya no era lugar seguro para él, Paco Valero se lo llevó a Barcelona para que se escondiera en casa de mi abuela Rafaela Tena. Durante todo el viaje, y para no levantar sospechas, Paco fue armado con su fusil y un pañuelo rojo al cuello. Realmente él y muchos otros de los empleados de mi padre, casi todos socialistas o de la FAI, se portaron con él de modo extraordinario. Tenían a mi padre por un hombre justo y le demostraron su aprecio en los momentos más difíciles. De todo hay en la viña del Señor, de buenos y de malos, y aquellos fueron formidables.

Pasaron los meses, y fui a Barcelona con mi padre. Mientras tanto Albocácer fue liberado, y nombraron a mi madre presidenta de las margaritas y delegada de Frentes y Hospitales en el pueblo.

Cuando por fin entraron los nacionales en Barcelona, pude ver entrar por la calle Balmes al Tercio de San Miguel, magníficos carlistas navarros y guipuzcoanos, mientras todavía se escuchaban tiroteos desde lo alto de los edificios. Aquellos chicos me entusiasmaron, y más al día siguiente, cuando los volví a ver en la misa de campaña que se ofició en la Plaza de Cataluña. Pedí incorporarme a esa unidad, el Tercio de San Miguel de Aralar, perteneciente a la 5ª División de Navarra, y me aceptaron gracias a Rafael Ochando Agramunt, antiguo compañero mío de la AET de Valencia, que tras pasarse a la zona nacional en los primeros meses estaba de capitán en la primera compañía del Tercio.


Acto de imposición de la Medalla Militar Colectiva al
Tercio San Miguel en el Stadium de Tolosa, en octubre 1937.
Archivo Baleztena.

Me pude incorporar cuando el San Miguel estaba en Figueras, camino hacia los Pirineos. Recuerdo que las tropas republicanas, en su huída hacia el Norte, había quemado las casas de aquella pobre gente, y el Tercio se tuvo que detener a apagar los incendios. No fue mala cosa, porque gracias a eso nos libramos de ser acribillados por los milicianos que habían quedado atrincherados en el Castillo de Figueras.
El ambiente en el Tercio era magnífico, siempre cantando y con entusiasmo. Recuerdo, y todavía canto, el himno de la cuarta compañía, la famosa compañía de Tolosa:

La Compañía Tolosa siempre de buen humor,
porque nunca le faltan ánimos ni valor,
cuando están en el monte con ojo avizor,
no temen a la muerte por defender la nación.
Los rojos y separatistas son unos artistas en huir,
por eso nosotros nos vamos hasta las trincheras a combatir.

Cuando terminó la guerra, todos los requetés del Tercio regresaron a sus casas salvo los que estábamos en quintas, que nos mandaron al 53 Regimiento de Infantería, primero a Bilbao y luego a Santander.


Requeté vizcaíno por tierras valencianas.
Archivo Gastañazatorre

Recuerdo que allí, en Santander, se preparaba una visita oficial de Franco y los carlistas llenamos las calles por donde iba a pasar el Generalísimo de carteles en los que se defendía la independencia de la Comunión Tradicionalista frente a la Unificación. Nos detuvieron por aquello y, como represalia, a mí me destinaron al Servicio Especial del Estado Mayor, un puesto nada agradable, ya que nuestro cometido era buscar y detener antiguos republicanos con delitos de sangre. Recuerdo que apresamos a la “Ojo de Piedra”, una proxeneta que regentaba una casa de prostitución de niñas. Cuando detuvimos a aquella mala mujer, que se quedaba con el dinero de las chicas y las obligaba, las mandamos de regreso a sus casas mientras salían llorando de aquel lugar terrible.

Otro hecho terrible que me tocó fue el incendio del año 41. Recuerdo que una noche comenzaron a caer del cielo briznas encendidas y pude ver cómo estaba en llamas toda la parte de la catedral. Eran las nueve de la noche, y me di cuenta de que en la calle de San Francisco y en la de La Blanca, muy estrechas, los vecinos no se habían enterado del incendio. Fui corriendo, de portal en portal y de vivienda en vivienda, gritando y avisando a la gente para que saliera huyendo y se dirigiera al Teatro María Lisarda, donde se podrían refugiar.

También en esos meses en Santander pude fundar el Centro de Apostolado Castrense, el primero de España de ese tipo, y entré en la Junta local de Acción Católica.

El año 41 me alisté para combatir contra el comunismo en Rusia; salí de España el día 14 de junio y cuando regresé era marzo del 43. De Rusia tengo muchos recuerdos, algunos muy duros; lo peor sin duda fueron las condiciones meteorológicas: inviernos con todo nevado y unas temperaturas bajo cero espantosas.


Requeté disparando en la nueve. Archivo Soldevilla.

Tengo una anécdota muy curiosa de entonces. Para desayunar nos mandaban botes de leche en polvo, pero yo quería a toda costa para mí y para mis hombres leche de vaca auténtica, con la que poder desayunar caliente y en condiciones. Ideé una treta: como las bajas tardaban bastantes días en ser notificadas a los alemanes, y ellos nos seguían mandando más rancho del que necesitábamos, empecé a repartirlo entre la población de un pueblecito cercano, y ellos a cambio nos daban leche de vaca. Cada mañana, mi asistente y yo íbamos con un carro cargado de arroz y chocolate, y regresábamos con pozales de leche recién ordeñada. Me gané el afecto y la amistad de la gente de aquel pueblo, y todos me llamaban “Rafayel”.

Solíamos pasar todos los días por una casa donde vivía una pobre anciana con cuatro chiquillos, y siempre les dejábamos comida y caramelos. Recuerdo que un día aquella pobre mujer, en prueba de su agradecimiento, me sacó un vasito de leche caliente para me lo bebiera, pero no se lo acepté: le dije que se lo diera a los niños.

Como tantas cosas de la guerra, aquello se me olvidó. Pero un día, bastantes años después, estando en la concentración carlista de El Quintillo, la duquesa de Osuna nos invitó a merendar en su palacio a algunos de los que habíamos acudido desde otras ciudades. Allí me quisieron presentar a un chico ruso recién llegado a España, y que se había bautizado como católico con el nombre de Bosco. Cuando me vio, a aquel muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas y gritó: «¡Rafayel!». Parece mentira, pero era uno de los pequeños que vivían con aquella anciana, y a los que todos los días dábamos de comer. El momento me emocionó en gran manera, y es que la vida te guarda muchas sorpresas.


Grupo de Requetés vizcaínos en el frente.
Archivo Gastañazatorre.

Después, en los años siguientes, continué también con mi actividad carlista: fui consejero de don Javier de Borbón Parma, y jefe regional de la Comunión Tradicionalista en el Reino de Valencia, hasta que en el año 82 abandoné toda actividad política.

Ahora, con noventa años a mis espaldas y cansado, recuerdo todo aquello y siento añoranza de mis compañeros de juventud.

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