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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > III : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XXV.—JUAN DEL ENZINA: SU BIOGRAFÍA; SUS OBRAS MUSICALES; SUS PRODUCCIONES LITERARIAS: SU CANCIONERO ; SU DOCTRINA LITERARIA, SEGÚN SU ARTE DE LA POESÍA CASTELLANA; DIRECCIÓN DE JUAN DEL ENZINA EN LAS VÍAS DEL RENACIMIENTO CLÁSICO: SU ADAPTACIÓN D

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Texto

Por el número y variedad de sus producciones; por el feliz consorcio que en muchas de ellas hicieron la musa popular y la erudita; por su doble carácter de poeta y preceptista; por su importancia en la historia del arte lírico-musical, y, finalmente, por su venerable representación en los orígenes de nuestra escena, es Juan del Enzina el ingenio más digno de estudio entre cuantos florecieron en tiempo de los Reyes Católicos. No pretendemos abarcar en este bosquejo los múltiples aspectos de tan interesante figura. Sólo a título de poeta lírico figura en esta Antología Juan del Enzina, y a tal consideración habremos de subordinar nuestro trabajo, donde sólo incidentalmente pueden entrar los demás merecimientos artísticos que hacen el nombre de Enzina tan recomendable.

La biografía de este preclaro varón, casi ignorada hasta nuestros días, a pesar de los loables conatos de D. Gregorio Mayans, en su Noticia de los traductores de Virgilio; de D. Leandro Fernández [p. 222] de Moratín, en su obra clásica sobre los Orígenes de nuestro teatro; de Gallardo, en sus inestimables cédulas bibliográficas, y de Fernando Wolf, en un breve artículo de la Enciclopedia de Grüber, va recibiendo en estos últimos años inesperada claridad, por virtud de los felices hallazgos y de las doctas inducciones de varios eruditos y aficionados. [1] Quedan, sin embargo, muchos vacíos y no pocos puntos opinables, que sólo en una monografía podrían tratarse a fondo.

Ateniéndonos a lo más cierto y averiguado, comenzaremos por decir que no hay duda en cuanto al año del nacimiento del poeta, aunque pueda haber alguna en cuanto a su patria. Nació en 1469, puesto que tenía cincuenta años cumplidos al emprender su peregrinación a Jerusalén, en 1519, según él mismo declara, en pésimos metros, en su Trivagia. [2] Fué hijo de la ciudad de Salamanca, o de un lugar cercano llamado Encina, según opinaba D. Bartolomé Gallardo, fundándose en estos versos de un villancico suyo:

       ¿Es quizá vecina
       De allá, de tu tierra?
       —Yo soy del Encina,
       Y ella es de la sierra...

A lo cual puede añadirse este paso, todavía más significativo, en que el poeta parece distinguir entre su nacimiento en la aldea y su crianza en la Universidad salmantina:

        [p. 223] Aunque sos destos casares
       De aquesta silvestre encina,
       Tú sabrás dar melecina
       A mis cuitas y pesares,
       Pues allá con escolares
       Ha sido siempre tu crio...

De los alegres tiempos de su vida estudiantil queda memoria en el Aucto del Repelón, primero aunque rudísimo esbozo del entremés castellano. Puede conjeturarse que fué en humanidades uno de los primeros discípulos del maestro Nebrija, puesto que la doctrina métrica que en su Arte de la poesía castellana expone, está sustancialmente conforme con la que aquél había enseñado en su Gramática Castellana. Es sabido que Nebrija volvió de Italia en 1473, y que la primera edición de su Arte latino se hizo en 1481, que es aproximadamente la fecha en que Juan del Enzina debía contarse entre la regocijada turba escolar de Salamanca, que bebía de los labios del ilustre filológo andaluz la enseñanza y el espíritu del Renacimiento. Entonces adquirió Enzina la cultura clásica de que da muestras en su elegante paráfrasis de las Bucólicas virgilianas, y que le fué útil hasta para sus ensayos dramáticos, donde se mezclan las reminiscencias de la antigua poesía pastoril con la tradición del drama litúrgico y popular de los tiempos medios. La vocación poética así como la musical, se desarrolló muy pronto en Juan del Enzina. la mayor parte de las obras de su Cancionero, según él afirma en la dedicatoria a los Reyes Católicos, «fueron hechas desde los catorce años hasta los veinticinco», por lo cual invoca en su favor el privilegio de menor edad. Probablemente como músico, más bien que como poeta, entró muy joven al servicio del duque de Alba D. Fadrique Alvarez de Toledo, acaso por recomendación de su hermano D. Gutierre, cancelario de la Universidad de Salamanca en los mismos años en que Enzina estudiaba. La época de mayor actividad literaria de nuestro poeta puede fijarse entre 1492, fecha de su imitación de las églogas de Virgilio, y 1496, en que por primera vez aparecieron sus obras recopiladas en un Cancionero, que, además de la parte lírica (poco aumentada, y aun mermada, en las ediciones sucesivas), contiene ya echo de sus piezas dramáticas, cuyas rúbricas nos informan de las circunstancias [p. 224] de la representación, que fué puramente doméstica, tomando parte en ella el autor mismo, que hace frecuentes alusiones a los sucesos de su tiempo, por lo cual es fácil casi siempre la determinación de las fechas. Aderezábanse estas sencillas representaciones, ora sagradas, ora profanas, con la música y letra de los villancicos que el mismo Juan del Enzina componía para solaz de sus nobles patronos, y que en gran parte se encuentran asonados en el Cancionero musical de la biblioteca de Palacio, que descifró e ilustró Barbieri.

La más antigua de estas composiciones escénicas, que es una égloga de noche de Navidad representada en 1492, nos permite fijar la fecha en que Juan del Enzina entró como familiar en el castillo de Alba de Tormes, puesto que en ella se muestra muy alegre e ufuno, porque sus señorias le habían ya recebido por suyo. Fué sin duda el director de espectáculos, el arbiter elegantiarum de su palacio, lo mismo en las regocijadas noches de antruejo o Carnestolendas, que en aquellos días en que devotamente se conmemoraba la Pasión o la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

De una de las églogas de Juan del Enzina, consta que fué representada en presencia del príncipe D. Juan, que debe contarse entre los Mecenas de nuestro poeta, puesto que a él está dedicada la traducción de las bucólicas virgilianas. La inesperada muerte de aquel príncipe en 1497, inspiró al vate salmantino una que llamó Tragedia trovada, sin duda por lo doloroso del asunto; pero que nada tiene de dramática, siendo meramente un poema en coplas de arte mayor, conforme al estilo de Juan de Mena.

De 1498 es una égloga, comúnmente llamada la de las grandes llamas, por aludirse en ella a las copiosísimas que cayeron en dicho año. De ella se infiere que Juan del Enzina pretendió inútilmente por aquellos días una plaza de cantor, vacante en la catedral de Salamanca. [1]

[p. 225] Quizá el fracaso de esta pretensión suya fué lo que le indujo a buscar fortuna en Italia como profesor de su divino arte. Del largo período en que residió en Roma, y que fué sin duda capital para el [p. 226] desarrollo de su talento artístico en el doble concepto de la música y de la poesía, tenemos muy oscuras, vagas y contradictorias noticias, algunas de las cuales deben rechazarse en absoluto, como la de haber sido Juan del Enzina, en tiempo de León X, maestro de la Capilla Pontificia; cargo honorífico que entonces, y aun mucho después, no se concedía más que a obispos y altos personajes eclesiásticos, como oportunamente recuerda Barbieri. Pudo ser y es verosímil que fuese cantor de la capilla del Papa; pero ni aun eso se ha probado hasta ahora con documento fehaciente.

Muy natural parece que influyesen en el gusto de Juan del Enzina los primeros conatos de la Talía italiana, como influyeron poco después en Torres Naharro; pero lo cierto es que la única pieza de nuestro salmantino que con certeza conste haber sido compuesta en Roma, la Égloga de Plácida y Victoriano (que el autor del Diálogo de la lengua prefería a todo lo restante de sus obras), aunque más [p. 227] larga que cualquiera otra de sus farsas, sagradas o profanas, nada presenta en su artificio que sustancialmente la distinga de las anteriores; y si alguna influencia coetánea puede reconocerse en ella, es la de la famosa novela de Diego de San Pedro, Cárcel de Amor, en lo que toca al suicidio del héroe; y la de las irreverentes parodias de Garci Sánchez de Badajoz en la Vigilia de la enamorada muerta, que fué probablemente la principal razón que tuvo el Santo Oficio para poner esta égloga en su índice.

Lo que no puede dudarse es que algunas de las piezas de Juan del Enzina fueron representadas en Roma, y ante un auditorio, si por una parte muy aristocrático, por otra nada ejemplar en sus costumbres y diversiones. Así lo prueba un curiosísimo documento no citado todavía por los eruditos españoles, aunque divulgado ya entre los italianos. Stazio Gadio, escribiendo al Marqués de Mantua desde Roma, le describe una cena que en la noche del 10 de agos to de 1513 había dado el Cardenal, su primo, a la cual había asistido el marquesito Federico Gonzaga, que a la sazón no pasaba de los diez años; siendo los demás comensales el Cardenal de Aragón, el Cardenal Sauli, el Cardenal Cornaro, algunos obispos y caballeros, y la cortesana Albina. El jueves anterior la recreación había sido en casa del Cardenal de Arborea, donde se había recitado en español una comedia de Juan del Enzina, asistiendo a ella piú puttane spagnuole che uomini italiani. [1] Ambas fiestas fueron verdaderas orgías, y todavía se refieren otras más escandalosas en la correspondencia del mismo agente mantuano. [2]

Puede afirmarse casi con seguridad que la comedia representada [p. 228] en el banquete del Cardenal de Arborea fué la de Plácida y Vitoriano, que Juan del Enzina compuso en Roma, según terminantemente afirma Juan de Valdés, y de la cual Moratín cita una edición romana de 1514, que no ha sido descubierta hasta ahora, pero que debe de existir, puesto que su fecha concuerda admirablemente con los datos transcritos. Y como no es de suponer que a tan ilustres personajes como los que realzaron el esplendor de aquel fastuoso sarao, se les fuesen a servir manjares fiambres, creemos sin escrúpulo que la égloga fué escrita ad hoc y representada por primera (y acaso única vez) en los primeros días de agosto de 1513.

Y aquí la imaginación puede darse libre camino, reconstruyendo a su placer aquella pagana fiesta, con cuyo tono cuadraban a maravilla los chistes más que deshonestos de Eritea y Fulgencia, que debieron de hacer morir de risa al Cardenal Cornaro, no menos que a la signora Albina.

Para entonces la fortuna mostraba mejor semblante a Juan del Enzina, acaso por influjo de algún Mecenas desconocido, que bien pudo ser el Cardenal de Aragón. Obtuvo, pues, sucesivamente, aun antes de ser clérigo de misa, varios beneficios y prebendas eclesiásticas que, según era frecuente en la relajada disciplina de aquellos tiempos, tuvieron más de nominales que de efectivos, salvo en lo de cobrar las rentas, puesto que de la residencia se curó poco o nada, pasando la mayor parte del tiempo in curia.

Según noticias que un curioso del siglo pasado extractó en el archivo de la Santa Iglesia de Salamanca, y que desde aquella ciudad fueron comunicadas en 1867 a D. Manuel Cañete, cuando se ocupaba en preparar su edición del teatro de Enzina, [1] el Papa Alejandro VI, en 15 de septiembre de 1502, hizo merced a nuestro poeta de una ración de la catedral de Salamanca, vacante por muerte de Antonio del Castillo. En la Bula se llama a Enzina Clérigo salmantino, Bachiller, familiar de S. S. y residente en la curia romana.

Seis años después había ascendido de la categoría de racionero [p. 229] a la dignidad de arcediano de Málaga. El archivo capitular de aquella iglesia, explorado en buena hora por el inteligente aficionado musical D. Rafael Mitjana, nos ofrece interesantes y copiosos datos sobre esta época de su vida. Extractaremos lo más esencial.

En el acta del cabildo celebrado el día 11 de abril de 1509, consta: que el honrado Pedro Hermosilla, vecino desta dicha cibdad, exhibió una presentación firmada del Rey D. Fernando, dando conocimiento al cabildo de que el Nuncio de S. S., con asentimiento del obispo de Málaga D. Diego Ramírez de Villaescusa, había hecho colación y canónica institución al licenciado D. (sic) Juan del Enzina, clérigo de la diócesis de Salamanca, del Arcedianazgo Mayor «y calongía a él anexa, desta dicha iglesia y cibdad de Málaga», por renuncia que había hecho en sus manos el licenciado D. Rodrigo de Enciso, maestro en Sagrada Teología y último poseedor de aquella dignidad. Tomóse juramento y dióse posesión al mencionado Pedro de Hermosilla, como procurador de Juan del Enzina, firmando el acta Gonzalo Pérez, notario apostólico y secretario del Cabildo.

Hasta el 2 de enero de 1510 no consta que Juan del Enzina residiese en Málaga, ni se lee su nombre en ninguna acta capitular. En marzo de dicho año, fué comisionado por su Cabildo para ir a la corte, juntamente con el canónigo D. Gonzalo Pérez, para que «paresciesen ante SS. MM. el Rey y la Reina, y ante su Consejo e Contadores mayores, y practicasen cuantas diligencias fuesen conducentes sobre la Dotación y Privilegio desta Santa Iglesia y de su mesa capitular». Acompaña a esta acta una «Nómina e Instrucción de los documentos que se entregaron a los dichos señores y de lo que habrán de solicitar, y particulares que habrán de tener presente», documento de gran valor, porque al pie de él se conserva el único autógrafo hasta ahora conocido de la firma y rúbrica de Juan del Enzina, archidiaconus malacitanus. En 14 de octubre fué llamado por los señores del Cabildo, y en 20 de noviembre daba cuenta del feliz resultado de su comisión.

A todo esto, el arcediano poeta continuaba sin ordenarse, de lo cual sus émulos se valieron para excluirle del Cabildo, a lo menos por algún tiempo, y reducir a la mitad los emolumentos de su prebenda. En 14 de julio de 1511, «se expuso por el señor Arcediano Don Juan del Enzina, que había llegado a su conocimiento que el [p. 230] Cabildo había ordenado ciertos estatutos en que se mandaba que el presidente que por derecho fuese en la dicha iglesia, no pudiese convocar a Cabildo sin expreso mandato de todo él. Que dicho señor, como presidente, derogaba y contradecía el citado estatuto, por quanto era en perjuicio de los demás presidentes y le quitaba su libertad de presidencia. Se acordó que se le oía y que se le daría respuesta, y se le mandó salir fuera del Cabildo. Luego se trató y platicó por el Cabildo que ningún canónigo ni dignidad que no fuese ordenado in sacris, no debe ser admitido a Cabildo ni ser recibido su voto, así por lo que disponen los cánones, como por el estatuto de esta Santa Iglesia. Y así se acordó que se notificase al dicho señor ñor Arcediano de Málaga, y al licenciado Pedro Pizarro, canónigo, que, mientras aquellos no eran ordenados in sacris, se abstengan del ingreso en dicho Cabildo si no fuese por su mandado». Y en el acta de 21 de agosto se previno que «al señor Arcediano se le diese la mitad del pan que le cabía por el repartimiento, por quanto, por no estar ordenado de sacerdote según derecho, no debía percibir más que la mitad de su prebenda».

Así y todo, Juan del Enzina debía de ser personaje de mucha cuenta en su iglesia. Lo prueba el haber llevado su representación en el Concilio Provincial de Sevilla. Consta en el acta de Iº de enero de 1512, que se le concedió «poder para que pareciese ante el Reverendo Sr. Arzobispo de Sevilla en el Concilio Provincial que se hacía en nombre de este ilustrísimo Cabildo, y su mesa capitular, para que solicite las cosas que le convengan y fueren en pro y utilidad deste Cabildo, y apele de las que contra éste de dieren». Y por cumplimiento de la comisión testifican varios libramientos a favor de Enzina, por cuenta de los gastos de su viaje a Sevilla.

Pero como siempre tenía puestos los ojos en Roma, centro de sus aficiones artísticas, pronto halló medio de volver a visitarla, aunque sin abandonar el cuidado de los negocios de su Cabildo. En 7 de mayo de 1512, solicitó y obtuvo que los capitulares le concedieran todos los días que le cupiesen de recles, para ir a Roma y otras partes donde dijo tener necesidad de ir. En 15 de noviembre se guía allí, puesto que se le encomendó la diligencia de traer el privilegio de confirmación de su iglesia, «por cuanto era persona hábil y mentendida, y se hallaba al presente en aquella ciudad.»

Allí compuso la Égloga de Plácida y Vitoriano, pero no creo [p. 231] que pudiese dirigir la representación ni saborear los vítores con que ínter pocula la celebrarían los alegres comensales del Cardenal de Arborea, porque en 13 de agosto (el mismo mes en que se representó) estaba ya de vuelta y asistía a un cabildo en Málaga. Su residencia fué cortísima, como siempre. Primero la eludió con una comisión en la corte de Castilla sobre cierto pleito (acta de 7 de octubre), y luego no pensó más que en volver a Roma, donde tenía altos protectores, granjeados sin duda con su talento de músico y poeta. En 31 de marzo de 1514, anunció a sus compañeros de coro que estaba ya de camino, y les requirió formalmente para que se le abonaran todos los días de recles. Esta vez, el Cabildo no quiso pasar por ello, y le castigó privándole de parte de su beneficio. Pero los tiempos eran de tal laxitud canónica, y tan bien quisto andaba en la curia romana el castigado Arcediano, que no le fué difícil obtener antes del 14 de octubre «ciertas bulas» del Papa León X, «sobre la diligencia de su ausencia, para que estando fuera de su iglesia, en corte de Roma, por suya propria cabsa o ajena, no pudiese ser privado, molestado ny perturbado, no obstante la institución, erección o estatutos de la dicha iglesia».

Y en efecto, todo el año de 1515 permaneció en la alma ciudad, a la sombra del gran Macenas de los literatos y artistas del Renacimiento. Pero apenas había vuelto a poner el pie en tierra española, el 21 de mayo de 1516, recibió una carta en que el Obispo de Málaga, D. Diego Ramírez de Villaescusa, Presidente que había sido de la Chancillería de Valladolid, y a la sazón Capellán Mayor de la Reina Doña Juana, le intimaba, bajo pena de excomunión y de privación del beneficio, comparecer en la dicha villa de Valladolid, donde entonces se hallaba la Corte, para tratar con él de ciertos negocios, que ignoramos cuales fuesen, pero que seguramente no le pararon perjuicio, quizá porque continuaba escudándole la protección del Papa Médicis, a quien debió por aquellos días el nombramiento de «Sub Colector de Espolios de la Cámara Apostólica», cargo lucrativo y holgado, que le permitió continuar faltando a la residencia todo aquel año y el siguiente, y librarse finalmente de ella, mediante permuta que hizo con D. Juan de Zea, del Arcedianazgo Mayor de Málaga, por un beneficio simple de la iglesia de Morón. Así se notificó al Cabildo en 21 de febrero de 1519, con presentación de una carta real de Doña Juana y D. Carlos, autorizando [p. 232] la permuta, y una bula del Papa León X confirmándola.

Resignó Juan del Enzina el Arcedianazgo en manos de S. S., pero no consta que tomase posesión del beneficio de Morón, ni apenas hubiera tenido tiempo para ello, puesto que en marzo del último año había sido ya agraciado por el Papa con el Priorato mayor de la iglesia de León, del cual se posesionó por procurador el día 14 del expresado mes, constando en el acta capitular que seguía residiendo en Roma. [1]

Por entonces se había verificado una mutación radical en su espíritu, frívolo y mundano hasta aquella hora, entregado no sólo a los deleites artísticos, sino a otros menos espirituales. Su edad, que ya pasaba de los cincuenta años, y sin duda desengaños y pesadumbres que la vida no perdona a nadie, habían abierto su ánimo a ideas de devoción y de reforma moral, y empezaban a labrar en su interior un hombre nuevo. Quería ser verdadero sacerdote, y prepararse a tan sublime ministerio con ayunos, limosnas, romerías y peregrinaciones. Así lo anuncia, en versos más píos que elegantes, al principio de la Trivagia:

       Los años cincuenta de mi edad cumplidos,
       Habiendo en el Mundo yo ya jubilado,
       Por ver todo el resto muy bien empleado,
       Retraje en mí mesmo mis cinco sentidos,
       Que andaban muy sueltos, vagando perdidos,
       Sin freno siguiendo la sensualidad.
        [p. 233] Por darles la vida conforme a la edad,
       Procuro que sean mejor ya regidos.
           Agora que el vicio ya pierde su fuerza,
       La fuerza perdiendo por fuerza su vicio,
       Conviene a la vida buscar ejercicio,
       Que vaya muy recto, y acierte, y no tuerza.
           El libre albedrío, que a vicio se esfuerza,
       Al tiempo que tiene su flor juventud,
       Gran yerro sería, si a la senectud,
       Que le es necesario, virtud no le fuerza.
       ...........................................................................
       Con fe protestando mudar de costumbre,
       Dexando de darme a cosas livianas,
       Y a componer obras del Mundo ya vanas:
       Mas tales que puedan al ciego dar lumbre.
       ...........................................................................
       ¡Oh voluntad mía! ¿Qué quieres obrar
       Agora en tal tiempo, sino romerajes,
       Ayunos, limosnas y peregrinajes,
       Que a tal tiempo debes orar y velar?
       ...................................................................
       ¡Oh Sol de Justicia! Alúmbrame el alma,
       Y el cuerpo y la vida me limpia de escoria:
       No puedo sin gracia entrar en la Gloria,
       Ni haber la Corona de Triunfo y de Palma.
       .....................................................................
       Así que ya venga la Gracia, y no tarde,
        Ni tarde la vida de se convertir,
       .......................................................................
       Agora no es hora que yo más aguarde,
       Habiendo cumplido los años cincuenta,
       A me preparar, a dar a Dios cuenta,
       Mostrándome pigro al bien y cobarde.

Entonces resolvió ir en peregrinación a los Santos Lugares, y decir allí su primera misa:

       Tomemos la vía de Jerusalén,
       Do fué todo el precio de tu Redempción.

Las jornadas pueden seguirse una a una en el itinerario poético que a su vuelta publicó en Roma en 1521 con el título de Trivagia, obra de devoción más que de literatura, pero que ofrece algún interés como viaje y se recomienda por lo candoroso y sencillo del relato.

[p. 234] Eran los fines de la primavera de 1519 cuando Juan del Enzina salió de Roma por la puerta del Pópulo y tomó la vía de Ancona, visitando en el tránsito la Santa Casa de Loreto en compañía de tres Dálmatas.

       Disformes de traje, mas no de persona,
       De honestas costumbres, según lo que veía;
       Hiciéronme, cierto, buena compañía,
       Magüer yo pensase ser gente ladrona.

En Ancona se embarcó para Venecia con tres frailes flamencos; pero «los vientos contrarios y perversos aires» les hicieron desembarcar a media navegación y tomar postas hasta Chiozza, de donde pasaron por agua a la ciudad reina del Adriático.

Mucho le deleitó el maravilloso espectáculo de Venecia, aunque la encontró algo lastimada o decaída en su comercio a consecuencia de los descubrimientos y navegaciones de los portugueses, a cuyas manos comenzaba a pasar el tráfico de la especería. El trozo en que canta las grandezas de la ciudad de las lagunas, es uno de los más felices que tiene el poema:

           Ciudad excelente, del Mar rodeada,
       En agua zanjada, de zanja tan fina,
       Tan única al mundo, y tan peregrina,
       Que cierto parece ser cosa soñada.
           No sé quién la puede saber comparar,
       Según el extremo que en ella se encierra,
       Que estáis en la mar, y andáis por la tierra,
       Y estáis en la tierra, y andáis por la mar:
       Las más de las calles se pueden andar
       Por mar y por tierra, por suelo y por agua:
       De Palas es trono, de Marte gran fragua,
       Que bien cien galeras, y ann más puede armar.
           Aquel mesmo día, no harto y cansado
       De ver y rever tan gran maravilla,
       Topé con personas de nuestra Castilla,
       Que cierto me hobieron muy mucho alegrado...
       .......................................................................

Estos castellanos le dieron nuevas de la llegada, pocos días antes, de un ilustre peregrino que también se encaminaba a Jerusalén, [p. 235] D. Fadrique Enríquez, Marqués de Ribera y Adelantado Mayor de Andalucía.

       De sangre muy noble, de ilustre linaje,
       De quatro costados de generaciones,
       Enríquez, Riberas, Mendozas, Quiñones:
       Señor muy humano, muy llano en su traje,
       Muy gran justiciero, verídico y saje,
       Más hombre de hecho que no de apariencia...

Este gran señor, pues, que se hallaba rico de muebles y herencia y que a su vuelta a Sevilla había de eternizar su nombre, juntando las lindezas del arte mudéjar y los primores del Renacimiento en el maravilloso edificio vulgarmente conocido con el nombre de Casa de Pilatos, había salido de la suya de Bornos en 24 de noviembre de 1518 con poco acompañamiento de criados; y, uniéndose a él los demás romeros, fletaron pasaje en dos naves, que se hicieron a la vela para Levante el Iº de julio de 1519. En las dos mil millas de navegación que hay de Venecia a Jaffa, no tuvieron accidente alguno de tormenta, viento contrario ni asalto de corsarios. Pasaron de largo las costas de Istria, Esclavonia, Dalmacia y Albania: se detuvieron dos días en la isla de Rodas, ocupados principalmente en la contemplación de las devotas reliquias que allí había; y sin hacer gran caso de las poéticas islas del Archipiélago,

       Con fábulas falsas muy mucho estimadas,

atravesaron pacíficamente el golfo de Setelías y surgieron en Joppe o Jaffa, donde tuvieron que esperar en los barcos cinco o seis días hasta que se les diera salvoconducto y una escolta de guardas y guías moros y turcos. Hicieron el viaje en asnos, mulas y camellos, y el 4 de agosto llegaron a Jerusalén, donde fueron recibidos y aun agasajados, en lo que consentía su pobreza, por el guardián y los franciscanos del Monte Sión. Más de doscientos peregrinos habían salido de Venecia, pero antes de llegar al término del viaje habían perecido catorce. Dos o tres de ellos habían muerto de sed y calor en la terrible siesta que pasaron en el desierto de Ramah.

El aspecto físico de la Tierra Santa, no menos que el abandono en que yacían iglesias y santuarios, impresionó dolorosamente al poeta:

        [p. 236] La tierra es estéril y muy pedregosa...
       .................................................................
       Yo, cierto, lo tengo por admiración,
       Que aquella haya sido la de Promisión:
       Con todo la estimo por más que preciosa.
       ¡Oh tierra bendita, do Christo nació,
       ....................................................................
       Do grandes injurias por nos padeció,
       Pasiones, tormentos, y al fin cruda muerte,
       Mis ojos indignos ya llegan a verte,
       Y a do resurgiendo al Cielo subió!

A esta cristiana efusión no corresponden desgraciadamente las fuerzas de nuestro ingenioso autor, que había nacido para la poesía ligera y no para la sublime, y que se encuentra como anonadado bajo el peso de la terrible majestad del argumento. Su descripción es un puro inventario sin ningún color poético, en versos que apenas lo parecen, y que allá se van con la prosa rudísima de su compañero de viaje el Marqués de Tarifa. Tres noches oró y meditó en el Santo Sepulcro Juan del Enzina, con pío y contrito corazón, pero sin que una centella de poesía bajase a su alma. El carbón de Isaías no encendió sus labios: quizá fuera éste el mayor castigo de sus devaneos anteriores.

En el Monte Sión dijo su primera misa dos días después de llegar: véase de que modo tan pedestre nos da noticia del mayor acontecimiento de su vida espiritual:

       Dios sea loado, que gracia me dió,
       Que el día primero, que allí dentro entré,
       Con el Marqués mesmo me comuniqué,
       Que un Capellán suyo nos comunicó: [1]
        [p. 237] Y aquel fué Padrino, que me administró
       En mi primer Misa, que allá fuí a decilla
       Al Monte Sión, dentro en la Capilla,
       A. do el Sacramento Christo instituyó...

En el mismo tono están hechas todas sus descripciones, hasta la de Belén, hasta la del Calvario. Tanto prosaísmo aflige, sobre todo cuando se recuerdan los versos profanos del poeta. Acaso la edad, madurándole el seso, le había agostado la lozanía del ingenio, conjetura que se fortalece teniendo en cuenta que la Trivagia es la última producción suya que conocemos. Por maravilla se registra en sus versos alguna impresión pintoresca, como el recuerdo de la vega de Granada en presencia del valle de Jericó:

       Que propio semeja, si buen viso tengo,
       La vega en España, que vi de Granada.

Sobre la vuelta no da pormenor alguno, salvo que se embarcaron en Jafa el 19 de agosto, y que emplearon más de dos meses en la travesía, con veintidós días de escala en la isla de Chipre, pasando en todo el viaje mil penalidades, en que el Marqués de Tarifa dió continuo ejemplo de humildad, resignación y fortaleza.

En Venecia fué la despedida y dispersión de los viajeros, encaminándose el Marqués a Sevilla, donde entró en 20 de octubre, y dirigiéndose Juan del Enzina a Roma, donde le placía vivir, y donde imprimió al año siguiente la tantas veces citada relación de su viaje en 213 coplas de arte mayor, [1] la cual, a pesar de su [p. 238] exiguo mérito literario, logró por su doble carácter de libro de viajes y libro de devoción, más popularidad que ninguna otra de las obras de Enzina, llegando sus impresiones hasta fines del siglo pasado.

En el preludio de la Trivagia anunciaba el poeta una nueva edición de todas sus obras, delante de las cuales iba como batidor aquel poema, cuyo número de estancias no había querido que llegasen a trescientas, por no entrar en competencia con Juan de Mena:

       Y porque ya el pueblo de mi nuevas haya,
       Viaje ¡sús! andar: tú sé precursor
       Del advenimiento de aquella labor
       De todas mis obras, que ya están a raya,
       Labor que es en Lacio nacida y en Roma,
       Por dar cuenta a todos, y a gloria de Dios.
       ....................................................................
       Jamás tan gran causa, tan justa y tan buena
       Yo tuve de obrar, como hora me sobra;
       Por tanto yo quiero que vaya mi obra
       En arte mayor que más alto suena:
       Mas no que traspase mi cálamo y pena,
       Poco más o menos, de coplas docientas,
       Pues llevan en todo la flor las trecientas,
       Ninguno se iguale con su Joan de Mena.

Tal compilación quedó en proyecto, y ninguna obra de Enzina posterior a la Trivagia ha llegado a nosotros. Es más; tampoco tenemos noticias seguras de lo restante de su vida. No consta que llegase a residir en su priorato de León ni siquiera se sabe cuánto tiempo le conservó. Algunos dicen que fué canónigo de la catedral de Salamanca y catedrático de música en su Universidad, pero [p. 239] ninguna de estas especies tienen comprobación hasta ahora. También es incierta la fecha de su muerte, que el cronista de Salamanca Gil González Dávila [1] pone en 1534, añadiendo que fué enterrado en la catedral y que allí se le erigió un monumento, de todo lo cual no queda ningún otro vestigio.

Afortunadamente, la riqueza de las obras de Juan del Enzina compensa con creces esta penuria de datos acerca de su vida. Son estas obras de dos géneros, musicales y literarias. El hallazgo de las primeras, ignoradas hasta nuestros días, y que han venido a derramar inesperada luz sobre uno de los períodos más oscuros e importantes de nuestra evolución artística, se debe exclusivamente a la pasmosa y feliz diligencia del castizo e inolvidable compositor español D. Francisco Asenjo Barbieri, que juntó a los lauros de la inspiración creadora los del estudio razonado y erudito de la historia de su arte. Barbieri tuvo la suerte de descubrir en la Biblioteca del Palacio de nuestros reyes un inapreciable Cancionero musical de los siglos XV y XVI, le transcribió en notación moderna, y le ilustró con abundantes comentarios y notas biográficas de los poetas y de los compositores. Entre unos y otros descuella indudablemente Juan del Enzina, hasta por el número de sus obras, que llega a sesenta y ocho, contándose entre ellas la mayor parte de los villancicos con que terminan sus piezas dramáticas, lo cual permitiría hoy mismo ejecutarlas acompañadas de la música que les puso su autor; y es dato que puede servir a los inteligentes para penetrar más a fondo el peculiar carácter de este embrión de drama lírico musical, en el que se hallan los más remotos orígenes del espectáculo conocido entre nosotros con el nombre de zarzuela.

En nuestra incompetencia para juzgar a Juan del Enzina como artista musical, nos remitimos al juicio de quien lo fué tan eminente. «Cuando todos los compositores de Europa (dice) procuraban en sus obras hacer gala de los primores del contrapunto, con desprecio casi absoluto del sentido de la letra, hallamos en el Cancionero muchas composiciones en las cuales la música se subordina de una manera muy notable a la poesía. En esto Juan del Enzina se muestra a gran altura, siendo sus obras dignas de particular estudio; [p. 240] alguna de ellas se adelanta de tal modo a su siglo, que parece escrita en el presente.» [1]

Esta eficacia expresiva, esta subordinación de la música a la letra, que jueces tan competentes como Barbieri y Pedrell estiman como el carácter más visible de la individualidad artística de Juan del Enzina, se explica muy naturalmente por su educación literaria y por su doble condición de músico y poeta. Por este inseparable maridaje que en su mente se establecía entre las dos artes del sonido, se comprende también que como poeta brillase sobre todo en los villancicos y otras composiciones ligeras destinadas a ser puestas en música; y que sean musicales y no pintorescas las condiciones que principalmente realzan sus versos.

Hemos dicho que el mismo poeta, siendo todavía muy joven, recogió los que hasta entonces tenía hechos, en un copioso Cancionero, impreso en Salamanca en 1496, y reimpreso en Sevilla, 1501; Burgos, 1505; Salamanca, 1507 y 1509; Zaragoza, 1512 y 1516. [2] [p. 241] Todas estas ediciones se cuentan entre los libros más peregrinos de la bibliografía española, y probablemente hubo otras que no han llegado a nuestros tiempos. No es igual el contenido de todas ellas, siendo muy notables las añadiduras que en la parte dramática contienen las de Salamanca, 1507 y 1509; esta última, la más completa, o digámoslo con propiedad, la menos incompleta de todas. Fuera de la colección quedaron siempre otras obras de Enzina, como el poema de la Trivagia, no compuesto ni impreso hasta 1521, y las églogas de Plácida y Vitoriano y Cristino y Febea. De varias poesías insertas en una u otra de las ediciones del Cancionero, como los famosos Disparates trovados, la Justa de Amores, y la Tragedia a la muerte del Príncipe Don Juan, se conocen ediciones sueltas; y de seguro hubo más, en esa forma de pliegos sueltos, que fué durante el primer tercio del siglo XVI el vehículo principal de nuestra poesía popular y popularizada. Ya antes de 1496 corrían mucho, no sabemos si de molde o de mano, las composiciones de Juan del Enzina, y había quienes se las usurpaban y corrompían , y otros que se burlaban de ellas y de su autor. De estos detractores y maldicientes se queja él bajo su acostumbrado disfraz de pastor, en una de sus Representaciones, prometiendo sacar para Mayo (de 1496) la copilación de todas sus obras... por que no pensasen que toda su obra era pastoril, más antes conociesen que a más se extendía su saber:

                    MATEO

           Déjate desas barajas,
       Que poca ganancia cobras:
       Yo conozco bien tus obras:
       Todas no valen dos pajas.

                 [p. 242] JUAN

           No has tú visto las alhajas
       Que tengo so mi pellón;
       Esas obras que sobajas,
       Son regojos e migajas
       Que se escuelan del zurrón.
       ..................................................
           Aunque agora yo no trayo
       Sino hato de pastores,
       Deja tú venir el Mayo,
       Y verás si saco un sayo
       Que relumbren sus colores.
           Sacaré con mi eslabón
       Tanta lumbre en chico rato,
       Que vengan de cualquier hato
       Cada cual por su tizón.
       Darles he de mi montón
       Bellotas para comer;
       Mas algunas tales son,
       Qu'en roer el cascarón
       Habrán harto que hacer.

                    MATEO

           Pues yo te prometo, Juan,
       Por más ufano que estés,
       Que te dé yo más de tres
       Que lo contrario dirán;
       Que bien sé que mofarán
       De tus obras e de ti...

Los contemporáneos sabrían muy bien quiénes eran estos émulos literarios de Juan del Enzina, pero nosotros mal podemos adivinarlos a través de los disfraces de Juan el Sacristán, de Pravos el Gaitero, del Carrillo de Sorbajos, del Sobrino del Herrero y otros tales con que el poeta los apoda, retándolos con singular arrogancia y satisfación de sí propio ante sus señores los Duques de Alba:

           Delante de esos señores
       Quien me quisiere tachar,
       Yo me abrigo de le dar
       Por un error mil errores.
       Tenme por de los mejores;
       Cata que estás engañado;
       Que si quieres de pastores
        [p. 243] O si de trabas mayores,
       De todo sé, ¡Dios loado!
           Y no dudo haber errada
       En algún mi viejo escrito;
       Que cuando era zagalito
       Non sabía cuasi nada;
       Mas agora va labrada
       Tan por arte mi labor,
       Que, aunque sea remirada,
       No habrá cosa mal trobada,
       Si no miente el escritor...

En el prólogo del Cancionero repite estas quejas, tanto por lo que toca a la depravación que sufrían los partos de su ingenio, como respecto de la censura agria y descomedida que algunos hacían de ellos:

«Andaban ya tan corrompidas y usurpadas algunas obrecillas mías que como mensajeras había enviado adelante, que ya no mías, mas ajenas se podían llamar; que de otra manera no me pusiera tan presto a sumar la cuenta de mi labor e trabajo. Mas no me pude sufrir viéndolas tan mal tratadas, levantándoles falso testimonio, poniendo en ellas lo que yo nunca dije ni me pasó por pensamiento. Forzáronme también los detractores y maldicientes, que publicaban no se extender mi saber sino a cosas pastoriles e de poca autoridad; pues si bien es mirado, no menos ingenio requieren las cosas pastoriles que otras; mas antes yo creía que más. Movime también a la copilación destas obras, por verme ya llegar a perfecta edad y perfecto estado de ser vuestro siervo.»

Antes de entrar en la vasta selva de las poesías de Juan del Enzina, conviene decir algo de su doctrina literaria, expuesta en un breve, pero muy curioso tratado, que con el título de Arte de la Poesía Castellana encabeza su Cancionero, y es la principal, aunque no muy lucida muestra, de la preceptiva de fines del siglo XV. Juan del Enzina pertenecía a la escuela de los trovadores cortesanos, y su opúsculo está, como no podía menos, en la tradición de las artes poéticas provenzales, que se remonta hasta el siglo XIII con la Dreita maniera de trovar de Ramón Vidal de Besalú; adquiere a mediados del siglo XIV proporciones de farragosa enciclopedia en los Leys d'amors de Guillermo Molinier, y pedantesca sanción en el malhadado Consistorio de Tolosa; recibe aplicación a la lengua [p. 244] catalana en los diccionarios rítmicos de Jaime March y Luis de Aversó, que en tiempo de D. Juan I trasplantan a Barcelona aquella institución ya entonces anacrónica y funesta a los progresos de la legítima poesía; y logra eco en Castilla merced al cándido dilettantismo de D. Enrique de Villena en sus fragmentos del Arte de la Gaya Sciencia, y a la varia y curiosa erudición del Marqués de Santillana en su célebre Proemio al condestable de Portugal. Pero si Villena es un mero repetidor de las artes métricas de los tolosanos, Santillana, hombre de mucho más entendimiento y de más selecta y digerida cultura, lector asiduo de los clásicos italianos en su original y de los latinos siquiera fuese en traducciones, se eleva a ciertos conceptos generales acerca de la poesía, no reduciéndola al mero artificio de los versos, y presenta ya, aunque en embrión, algunas ideas estéticas.

Juan del Enzina, venido en edad más adelantada, cuando ya había triunfado en nuestras escuelas la pura noción del Renacimiento, por el esfuerzo de aquel gran varón «el dotíssimo maestro Antonio Lebrixa, el que desterró de nuestra España los barbarismos que en la lengua latina se habían criado», tomó por modelo su Arte de romance, según él mismo confiesa. Y así como el Nebrisense había creído, algo prematuramente, que nuestra lengua estaba tan empinada e polida, que más se podía temer el descendimiento que, la subida, así su discípulo salmantino, creyendo con toda ingenuidad que «nunca había estado tan puesta en la cumbre nuestra poesía e manera de trovar», entendió ser cosa muy provechosa «ponerla en arte e encerrarla debajo de ciertas leyes e reglas». El Renacimiento penetra de varios modos en esta Poética; y ante todo realzando el concepto del arte por sus orígenes semidivinos (puesto que en verso se dieron los oráculos y vaticinios), por su mayor antigüedad sobre la oratoria, por su maravilloso efecto para excitar y aquietar los ánimos e inducirlos y arrastrarlos a la guerra o a la paz, como lo prueban los clásicos ejemplos de Tirteo y de Solón, alegados a este propósito por Enzina; y, finalmente, por el prestigio y la veneración de que le rodearon los antiguos como parte esencial de la cosa pública. «Que cierto si no fuera la poesía facultad honesta, no creo que Sófocles alcanzara magistrados, preturas y capitanías en Atenas, madre de las ciencias de Humanidad.» A los ojos de Juan del Enzina, el título clásico de poeta vale mucho más que el [p. 245] de trovador, con toda la diferencia que hay de señor a esclavo, de capitán a hombre de armas subjeto a su capitán, de músico a cantor, de geómetra a pedrero. No cita poeta alguno español anterior a Juan de Mena, y declara paladinamente que los grandes modelos están en la Italia antigua y moderna: «De aquí creo haber venido nuestra manera de trovar, aunque no dudo que en Italia floreciese primero que en nuestra España e de allí decendiesse a nosotros, porque si bien queremos considerar según sentencia de Virgilio, allí fué el solar del linaje latino, e quando Roma se enseñoreó de aquella tierra, no solamente recebimos sus leyes e constituciones: más aún el romance, según su nombre da testimonio: que no es otra cosa nuestra lengua sino latín corrompido... Cuanto más que claramente parece en la lengua italiana haber habido muy más antiguos poetas que en la nuestra: así como el Dante, e Francisco Petrarca, e otros notables varones que fueron antes, e después, de donde muchos de los nuestros hurtaron gran copia de singulares sentencias, el cual hurto, como dice Virgilio, no debe ser vituperado, mas dino de mucho loor cuando de una lengua en otra se sabe galanamente cometer. Y si queremos argüir de la etimología del vocablo, si bien miramos, trovar, vocablo italiano es, que no quiere decir otra cosa trovar en lengua italiana, sino hallar. ¿Pues qué cosa es trovar en nuestra lengua, sino hallar sentencias e razones e consonantes e pies de cierta medida adonde las incluir e encerrar? Así que concluyamos luego el trovar haber cobrado sus fuerzas en Italia e de allí esparcídolas por nuestra España, adonde creo que ya florece más que en ninguna otra parte.»

Olvida, pues, Juan del Enzina, no solamente la antigua poesía narrativa y juglaresca, la cual no creemos, sin embargo, que mirase con tanto desdén como el Marqués de Santillana relegándola a las gentes de baja y servil condición, puesto que él mismo hizo romances, si bien puramente líricos, y glosó felizmente algunos temas de la canción poular; sino la misma escuela del Mediodía de Francia, la que fué madre de todas en el lirismo cortesano, la que inició a españoles y a italianos en las artes de trovar. ¡Fenómeno por cierto digno de consideración! En esta Poética, que si se atiende sólo a lo que enseña sobre el mecanismo de la versificación, parece un fruto tardío de la escuela tolosana, como que desciende todavía a explicar [p. 246] las galas del encadenado, del retrocado, del redoblado, del multiplicado y del reiterado, ni una vez suena el nombre de los provenzales, inventores de tan revesada técnica. No solamente se habían olvidado ya sus versos, sino que tampoco se leían sus poéticas. El artificio de su prosodia se había incorporado ya en la métrica de nuestros poetas palaciegos, y nadie se cuidaba de su origen.

Reaparecen también en el Arte de trobar ciertos conceptos generales de la preceptiva clásica: la distinción aristotélica entre la ciencia y el arte, definido como conjunto de observaciones sacadas de la flor del uso de varones doctísimos, e reducidas en reglas e preceptos; la alianza del ingenio y del estudio, tal como en la Epístola a los Pisones se recomienda: «Bien sé que muchos contenderán para esta facultad ninguna otra cosa requerirse salvo el buen natural, y concedo ser esto lo principal y el fundamento; mas también afirmo polirse y alindarse mucho con las observaciones del arte, que si al buen ingenio no se juntase el arte, sería como una tierra frutífera y no bien labrada.» Pero, de los críticos antiguos, a quien con más frecuencia cita es a Quintiliano, y en su doctrina sobre la educación del orador se apoya para inculcar al poeta la observancia de los preceptos de la elocución pura, elegante y alta, y el continuo ejercicio de la lectura en los mejores autores latinos y vulgares, para formar el estilo y adquirir copia de sentencias. Y aun en la parte métrica procede con ciertas aspiraciones clásicas, solicitando en el poeta entendimiento, no ya sólo de los géneros de versos, sino de los pies y de las sílabas y de la cantidad de ellas, si bien en esta parte no va tan lejos como el maestro Nebrija, que, asimilando nuestros metros a los latinos, encontraba en los romances tetrámetros yámbicos, y en los versos de arte mayor adónicos doblados. Juan del Enzina no entra en tan eruditas disquisiciones, para las cuales se reconoce falto de saber; y traza un brevísimo arte de versificación enteramente práctico, reduciéndose lo demás del tratado a algunas observaciones de puntuación y lectura y a otras bastante sensatas sobre las licencias y los colores poéticos, de los cuales dice que no se deben usar muy a menudo, porque «el guisado de mucha miel no es bueno sin algún sabor de vinagre.» [1]

[p. 247] Más claramente todavía que su Poética (en la cual luchan dos influencias contrarias y quedan muchos vestigios del gusto de la Edad Media) marca la dirección de Juan del Enzina en las vías del Renacimiento clásico, muchos años antes de su ida a Italia, su traducción libre, o más bien adaptación, de las Bucólicas de Virgilio al metro castellano: la más antigua que yo sepa que de ningún poeta latino se intentase en esta forma. Las traducciones de la Enieda, de las Metamorfosis, de las Heroídas, de la Farsalia y de las Tragedias de Séneca, hechas en el siglo XV, habían sido en prosa, generalmente rudísima, calcando groseramente el texto al modo de las versiones interlineales, sin ninguna atención al sentido poético, y con un hipérbaton tan estrafalario y pedantesco, que para entender la versión es preciso recurrir continuamente al original. Juan del Enzina, que era poeta, procedió con las Bucólicas muy de otra manera que D. Enrique de Villena con la Eneida, y en vez de prosa crespa, dislocada y rimbombante, hizo hablar al mantuano en coplas de arte menor, muy anacrónicas ciertamente, pero fáciles y graciosas. Interpretó libremente a Virgilio con un desenfado que ya degenera en irreverencia y parodia, cambiando los asuntos de las églogas, aplicándolas a las circunstancias históricas de su tiempo, haciendo hablar a los pastores arcádicos la lengua de los labriegos del campo de Salamanca: todo esto con brío, con desenvoltura, sin romper los odres bastante estrechos de la versificación cortesana, pero derramando en ellos, aunque a pequeñas gotas, un licor mucho más suave y exquisito que el que antes solían contener.

No se le ocultaban las dificultades de su empresa: lo poco trabajada que estaba todavía nuestra lengua poética para tales ensayos, lo que él llama: «el gran defecto de vocablos que hay en la lengua castellana en comparación de la latina; de donde se causa en muchos lugares no poderles dar la propia significación, cuanto más que por razón del metro e consonantes seré forzado algunas veces de impropiar las palabras, e acrecentar e menguar, según hiciese a mi caso, e aun muchas veces habrá que no se pueda traer al propósito... Mas en cuanto yo pudiere e mi saber alcanzare, siempre procuraré seguir la letra, aplicándola a vuestras más que reales personas, y enderezando parte dellas al vuestro muy esclarecido príncipe D. Juan. Por no engendrar fastidio a los lectores desta obra (añade en la dedicatoria al Príncipe) acordé de la trobar en diversos [p. 248] géneros de metro y en estilo rústico, por armonizar con el poeta, que introduce personas pastoriles.»

Indicaremos algunas de estas aplicaciones a la historia contemporanéa. En la égloga primera: Melibeo... «habla en persona de los caballeros que fueron despojados de sus haciendas, por ser rebeldes, conjurando con el Rey de Portugal que de Castilla fué alzado»; y Títiro, en nombre de los arrepentidos, que no perservaron en su rebeldía y contumacia contra la Reina Católica.

Aún es más singular la transformación de la égloga segunda, donde el hermoso Alexis, por quien suspiraba el pastor Coridón, está transformado en Fernando el Católico, a cuyo favor aspira el poeta:

       Coridón, siendo pastor
                         Trovador,
       Muy aficionado al Rey,
       Espejo de nuestra ley,
                    Con amor
       Deseaba su favor;
       Mas con mucha cobardía
                    No creía
       De lo poder alcanzar.
       Por los montes se salía
                    Cada día
       Entre sí sólo a pensar...

La égloga tercera está aplicada «a los privados del señor Rey D. Enrique, y a muchos grandes que con envidia dellos, e aun ellos mesmos entre sí, sembraron gran discordia en nuestra Castilla, e algunos dellos tentaron alzar por Rey al Príncipe D. Alfonso su hermano... E con esto las maldades tanto se multiplicaron y enjambraron en este reino, que no solamente lo de la corona real, más aun las propias haciendas unos a otros se robaban, e como malos pastores ordeñaban ajenas ovejas».

La pintura de la nueva edad de oro, del restaurado imperio de Saturno y Rea, que se profetiza en la égloga cuarta, el poeta, prescindiendo de la interpretación que era tradicional en las escuelas cristianas, la trae al tiempo de los Reyes Católicos, en que «ya los menores no saben qué cosa es temer las sinrazones e demasías que en otro tiempo los mayores les hacían», y en que «la Santa Inquisición va acendrando e cada día esclareciendo nuestra fe: ya no se [p. 249] sabe en estos reinos qué cosa sean judíos; ya los hipócritas son conoscidos, e cada uno es tractado según vive...»

El pastor Dafnis de la égloga quinta es «el muy desdichado príncipe de Portugal», esposo de la infanta Doña Isabel, hija de los Reyes Católicos.

En la égloga séptima, el pastor Coridón (bajo cuyo disfraz se encubre el mismo Juan del Enzina) canta o llora «la soledad que Castilla sentía cuando los reyes iban a Aragón...»

En la octava (cosa que el más lince no pudiera sospechar), los amores y hechicerías de la pharmaceutria sirven para alusiones a la derrota de Ajarquía o de las lomas de Málaga, y al «crecido amor que nuestro cristianísimo rey D. Hernando tenía en la conquista del reino de Granada».

Esta colección de trovas o parodias está generalmente versificada en octosílabos de pie quebrado, combinados en estrofas de ocho, nueve, diez, once y doce versos. Por exepción, el Sicelides Musae, a causa de la solemnidad de su argumento y estilo, y como si el intérprete obedeciese a la intimación del Paulo maiora canamus, está traducido, con mucha valentía, en diez y seis coplas de arte mayor.

El estudio que empleó en esta versión libre y parafrástica de las églogas de Virgilio, debió de adiestrar a Juan del Enzina en el manejo del diálogo, que luego aplicó a sus propias églogas y representaciones, muchas de las cuales no tienen más acción dramática que las Bucólicas antiguas, y sólo se distinguen de ellas en su carácter realista y a las veces prosaico y de actualidad, y en la menor presencia de elementos descriptivos. Leyendo a Juan del Enzina, no es aventurado decir que la égloga de Virgilio tuvo alguna influencia en los primeros vagidos del drama español, cuando todavía estaba en mantillas. Para el humanista significa poco la traducción de Enzina; mucho para el historiador de la literatura española.

Entrando ya en el examen de las poesías originales de Juan del Enzina, que realmente escribió demasiado, según la opinión de Juan de Valdés, y es, sin duda, uno de los ingenios más desiguales que pueden encontrarse, empezaremos por advertir que en su Cancionero las poesías sagradas valen menos que las profanas, y las composiciones largas menos que las cortas, y los versos de arte mayor mucho menos que los villancicos y las glosas. Juan del Enzina había [p. 250] recibido de la naturaleza algunos de los dones poéticos más esenciales: oído musical muy fino, y ejercitado con el cultivo simultáneo de las dos artes; imaginación fresca y viva, que reproduce con amenidad, aunque de un modo superficial, ciertos aspectos de la naturaleza y de la vida rústica; vena cómica, fácil e inofensiva; ingenuidad de sentimiento; alma de poeta popular, a veces. Pero le faltaron otros dones aún más excelsos, y por eso, más que por falta de pulimento y de estudios (puesto que los tuvo desde su mocedad, como hemos visto), y también por haber nacido en una época de transición a la cual sólo un ingenio de primer orden hubiera podido sobreponerse, no llegó nunca a las alturas de la gran poesía, rara vez mostró verdadera pasión, se contentó con ser un poeta agradable, gastó la mejor parte de su talento en devaneos y juguetes sin consistencia, y, a pesar de sus inconstantes aspiraciones clásicas, continuó perteneciendo a la Edad Media. No fué verdaderamente innovador más que en el teatro, que es su principal gloria.

Las obras a lo divino son siempre la parte más endeble en los Cancioneros del siglo XV: parecen escritas sin devoción y como de compromiso, para hacer pasar la libertad de la coplas profanas que vienen después. No hace excepción a esta regla Juan del Enzina, en las composiciones, algunas de ellas de formidable extensión, que dedicó a su señora la Duquesa de Alba (Doña Isabel Pimentel) sobre la Natividad de Nuestro Señor, sobre la fiesta de los tres Reyes magos, sobre la Resurrección de Cristo, sobre la Asunción de Nuestra Señora y otros temas piadosos. Su cristiana musa se ejercitó también en loor de algunas iglesias nuevamente edificadas en las diócesis de Salamanca y Zamora; y ensayó la versión de algunos salmos, como el Miserere; de algunos cánticos de la Sagrada Escritura, como el Magnificat y el Nunc dimittis; de algunos himnos, como el Ave Maris Stella, el Quem terra pontus, el Vexilla regis, y el Te Deum laudamus; y , finalmente, puso en verso el Pater Noster, el Ave María, el Credo y la Salve. Son notables algunas de estas traducciones por su fidelidad casi literal; pero ni en ellas ni en las poesías originales hay nada que recuerde la ternura y la suave efusión de Fray Iñigo de Mendoza y de Fray Ambrosio Montesino, ni menos la robusta entonación del cartujano Padilla. Algunos villancicos agradan, no obstante, por su misma sencillez inafectada; verbigracia, los que principian:

            [p. 251] Quien tuviere por señora
       La Virgen Reina del Cielo,
       No tenga ningún recelo.
       ..........................................
       ¿A quién debo yo llamar
                Vida mía,
       Sino a ti, Virgen María?...

La música que acompaña a este último es de las más lindas y expresivas, según dictamen de Barbieri. Pero poéticamente son muy inferiores estas coplas a los villancicos profanos, siendo digno de notarse que el mismo Juan del Enzina trovó a lo divino algunos de los que antes había compuesto a lo humano. Sirva de ejemplo el villancico dialogado que empieza:

           ¿Quién te trajo, caballero,
       Por esta montaña escura?—
       ¡Ay, pastor, que mi ventura!...

Cuya trova o parodia a lo divino es ésta:

           ¿Quién te trajo, Criador,
       Por esta montaña escura?—
       Ay que tú, mi criatura..

Y tan popular debió de hacerse, que sirvió de tema para otras poesías espirituales, entre ellas dos de Fray Ambrosio Montesino:

           ¿Quién te trajo, Rey de gloria,
       Por este valle tan triste?—
       ¡Ay hombre! tú me trajiste...
       .............................................
           ¿Quién te dió, Rey, la fatiga
       Deste sudor extremado?—
       ¡Ay hombre! que tu pecado...

Siendo de notar que esta ultima fué escrita por mandado de la Reina Católica.

La visión alegórica, en el estilo de los imitadores de Dante y Petrarca, y en las formas métricas consagradas por Juan de Mena y el Marqués de Santillana, contó entre sus más asiduos cultivadores a Juan del Enzina; pero tampoco en este género, que por lo artificial y pomposo cuadraba mal con su índole, puede decirse que [p. 252] brillara mucho, quedando por de contado inferior, no sólo a Juan de Padilla, que a trechos muestra condiciones de gran poeta, sino al mismo Diego Guillén de Ávila, que no pasaba de versificador lozano abundante. Estas obras del vate salmantino son, entre otras el Triunfo de Amor, dedicado al primogénito de los Duques de Alba, D. García de Toledo, a quien sus malos hados destinaban a recibir en 1510, desventurada aunque gloriosa muerte, en los Gelves; el Triunfo de la Fama, compuesto en 1492 para celebrar la rendición de Granada; y la Tragedia trovada a la dolorosa muerte del príncipe Don Juan, en 1457. [1] Este funesto suceso, que también lloraron con acentos de verdadero y patriótico dolor el Comendador Román y otros poetas de entonces, dió pretexto a Juan del Enzina para setenta y seis octavas de arte mayor, que empiezan de esta pedantesca manera tan impropia de una lamentación:

           Despierta, despierta tus fuerzas, Pegaso,
       Tú que llevabas a Belerofonte;
       Llévame a ver aquel alto monte,
       Muéstrame el agua mejor del Parnaso,
       Do cobre el aliento de Homero y de Naso,
       Y el flato de Maro, y estilo de Aneo;
       Y pueda alcanzar favor sofocleo,
       Cantando en España muy mísero caso...

Algo más vale el Triunfo de la Fama (escrito poco después de haber terminado la versión de las Églogas de Virgilio). Y en efecto, era casi imposible que tan magno acontecimiento como la consumación de la Reconquista dejase de tener algún eco sonoro en la lira de un poeta tan nacional, aun cuando usase las formas de la poesía cortesana. Pero el maldito artificio alegórico, reforzado con una erudición indigesta y de mala ley, lo estropea todo. Pisando servilmente las huellas de sus predecesores, y repitiendo visiones que cada vez iban siendo más empalagosas, Juan del Enzina se supone transportado a la fuente Castalia, «a do vió a muchos poetas [p. 253] beber por cobrar aliento de gran estilo». Es curiosa la enumeración de los españoles:

           Allí también vi de nuestra nación
       Muy claros varones, personas discretas,
       Acá en nuestra lengua muy grandes poetas,
       Prudentes, muy doctos, de gran perfección:
       Los nombres de algunos me acuerdo que son:
       Aquel excelente varón Juan de Mena,
       Y el lindo Guevara, también Cartagena,
       Y el buen Juan Rodríguez, que fué del Padrón...
           Don Íñigo López Mendoza llamado,
       Muy noble Marqués que fué en Santillana,
       Aquel que dejó doctrina muy sana,
       También con los otros allí fué llegado:
       Y el sabio Hernán Pérez de Guzmán nombrado
       E Gómez Manrique también allí vino,
       E el claro don Jorge, su noble sobrino,
       E mas otros muchos que tengo olvidado.
           Así que después que todos vinieron,
       Cercaron la fuente con gran procesión,
       Tañendo e cantando con mucha afición,
       E todos en orden del agua bebieron:
       Aquesto pasado, de allí se partieron,
       E fuéronse luego por esas montañas,
       Adonde tenían los unos cabañas,
       Los otros sus cuevas en que se metieron.
           Yo que me estaba muy bien ascondido,
       Metido en la mata ya había gran rato,
       Pasó Juan de Mena, cuando no me cato,
       Tan cerca de mí que luego me vido:
       Después que me tuvo muy bien conocido
       E supo la causa de mi caminar,
       Mandóme en la fuente beber e hartar,
       Porque gozase descanso complido.

Juan de Mena, pues, cuyo Labyrintho va remedando Enzina en lo que tiene de menos loable, es el guía que encamina los pasos del poeta al templo de la Fama, en cuyas varias estancias ve figuradas y entalladas las historias de griegos y romanos y las de su propia nación, entre las cuales atraen principalmente sus ojos las glorias de Isabel y de Fernando, que enumera en versos no enteramente malos, pero de más entusiasmo patriótico que fuerza poética:

            [p. 254] Estaban encima de su real silla
       Pintadas las guerras, batallas venciendo,
       A los portugueses matando y prendiendo,
       Lanzándolos fuera de nuestra Castilla:
       La fuerte batalla que puso mancilla
       En sus corazones cubiertos de lloro:
       Del todo vencidos allá cabe Toro,
       Y en Cantalapiedra dejaron la villa.
           Allí vi también que estaban pintados
       Dos mil robadores, ladrones, traidores,
       E de otras maneras otros malhechores
       Por modos diversos allí justiciados:
       Al un cabo estaban herejes quemados,
       E al otro la Fe muy mucho ensalzada;
       Por un cabo estaba la Santa Cruzada,
       Por otro salían judíos malvados.
           Vi luego pintada después de estas cosas
       La guerra de moros muy bien guerreada
       De todo aquel reino que llaman Granada,
       Con sus serranías muy mucho graciosas.
       .................................................................
       Lo flaco y lo fuerte, por fuerza o por grado,
       Vasallos o siervos sujetos quedaban,
       Los unos vencidos, los otros se daban,
       Y allí vi también su Rey cativado,
           Y en cabo de todo vi grandes torneos,
       Y justas reales, y cañas y toros,
       Ganada Granada, llorando los moros,
       Que vían cumplidos ya nuestros deseos:
       Y al Rey y a la Reina con rostros febeos
       Regir Occidente con buenas fortunas,
       Desde las viejas hercúleas colunas
       Hasta los altos montes Pirineos...

En esta última estancia, el autor se levanta un poco en alas de la grandeza de la materia; y es también un rasgo poético y feliz el presentar por remate del cuadro histórico a los más famosos maestros de la estatuaria griega, a los Lisipos, Praxiteles y Fidias, labrando el trono del príncipe D. Juan,

       Gran príncipe nuestro, de príncipes flor...

trono que el destino, encarnizado siempre con España aun en la cumbre de su poderío, no había de permitirle ocopar; trocando en [p. 255] paños de dolor las vestiduras de regocijo, y en elegías los cantos triunfales.

Si por su interés histórico puede soportarse la lectura del Triunfo de la Fama, no sucede lo mismo con el Triunfo de Amor, que quizá supera en pesadez a todos los innumerables Triunfos y Triunfetes que compusieron los malos imitadores del Petrarca. En esta insulsa visión, que consta nada menos que de 1.350 versos, no falta ninguno de los ornamentos propios del género: el obligado sueño del poeta («sueño con caídas de modorra», que hubiera dicho Gallardo), la aparición del Dios Cupido, la descripción de los palacios de la Libertad, de la Razón y de la Ventura; las fiestas que se celebraron en el alcázar de Venus, que era un castillo de cuatro torres, donde estaba la Sensualidad de portera; el gran banquete a que asistieron la Hermosura y la Prudencia; con otras invenciones no menos nuevas y divertidas que éstas, y por supuesto con una interminable retahila de nombres históricos y mitológicos, puestos unos tras de otros, como en un padrón de vecindad. Lo único curioso que este poema contiene, es una enumeración de los instrumentos musicales usados en tiempo del autor.

Pertenecen igualmente al género más trivial de la poesía de los Cancioneros, como ya sus títulos lo indican, el Testamento de Amores, la Confesión de Amores, la Justa de Amores: argumentos, si tal nombre merecen, tratados antes de él por innumerables trovadores.

Juan del Enzina, que a juzgar por las confesiones que hace en sus obras, debía de ser muy enamoradizo, no acertó, como tampoco ningún otro de su escuela, con la sincera expresión del sentimiento amoroso, como no fuese en alguna de sus églogas dramáticas; pero se lució mucho en el discreteo galante, compitiendo con el mismo Álvarez Gato, a quien se parece hasta en la irreverente mezcolanza de lo sagrado y lo profano. En este género un tanto pecaminoso, son una delicia las coplas a su amiga en tiempo de Cuaresma.

Para la poesía frívola, vulgarmente llamada de sociedad, tenía Juan del Enzina especial aptitud. Con amenidad y sin esfuerzo la hacía brotar de las circunstancias más triviales de la vida: coplas a tres gentiles mujeres, la una dueña, la otra beata y la otra doncella, que le demandaron colación, y a las cuales envía por burla un cuarto de carnero, ensenándoles el modo de guisarle: coplas más ideales [p. 256] y delicadas, a una señora que, paseando por el campo, le dió un manojo de alhelíes blancos y morados, con otras flores que se llaman maravillas: coplas a otra dama que le pidió un gallo para correr en su nombre.

Su genio blando e inofensivo, rara vez muestra una punta satírica, como en las «coplas hechas en nombre de una dueña a su marido, porque siendo ya viejo tenía amores con una criada suya». Sus versos de burlas, que más bien pudieran llamarse de recreación y pasatiempo, son de todo punto inofensivos, y parecen la expansión de un ánimo regocijado, que sólo se propone hacer reir acumulando desatinos e incongruencias. Tiene en este género tres composiciones bastante chistosas, la Almoneda, el Juicio sacado de lo más cierto de toda la astrología, y los llamados por antonomasia Disparates de Juan del Enzina. La Almoneda es el inventario del pobre ajuar de un estudiante perdido, que le malbarata para ir a Bolonia:

           Los que quisieren mercar
       Aquestas cosas siguientes,
       Mírenlas e paren mientes,
       Que no se deben tardar:
       Porque después de cenar
       El bachiller Babilonia
       Las quiere malbaratar,
       Que se quiere ir a estudiar
       Al estudio de Bolonia.
       ................................................
           Primeramente un Tobías,
       E un Catón e un Doctrinal,
       Con un Arte manüal,
       E unas viejas Homelías:
       E un libro de cetrerías
       Para cazar quien pudiere,
       E unas nuevas profecías
       Que dicen que en nuestros días
       Será lo que Dios quisiere. [1]
           E un libro de las Consejas
       Del buen Pedro de Urdemalas, [2]
        [p. 257] Con sus verdades muy ralas
       E sus hazañas bermejas:
       E unos Refranes de viejas,
       E un libro de sanar potras,
       E un arte de pelar cejas,
       E de tresquilar ovejas,
       E mas muchas obras otras...
       ...................................................
           E unas muy buenas escalas
       De maroma no muy gorda,
       E una buena lima sorda
       Para excusar alcabalas:
        E un azadón e dos palas,
       E un par de ganzúas buenas
       Para poder hacer salas
       E mantener grandes galas
       Con las haciendas ajenas...
           E dos ollas con un jarro,
       E tres cántaros quebrados,
       E cuatro platos mellados,
       Cubiertos todos de sarro:
       E un buen salero de barro
       Con media blanca de sal,
       E una escudilla, e un tarro,
       E por mesa un gran guijarro,
       Por manteles un costal...

Por este estilo prosigue una larguísima enumeración, en la cual figuran, entre otras cosas,

       Un silbato o cornezuelo
       Para llamar las vecinas,
       ...........................................
       Unos dados e un tablero
       Para sacudir el cobre,
       Una vihuela sin son...
       Unos naipes sevillanos,
       Rotos ya de mil reniegos...

Es imposible leer esta facecia sin que venga inmediatamente a la memoria el Petit Testament de Francisco Villon, compuesto en 1456. La semejanza es visible, pero no puede sospecharse relación directa entre ambos poetas, que trataron. cada uno a su manera, y con la libertad propia de su humor respectivo, un lugar común de la poesía de la Edad Media, cuya forma más antigua de autor español [p. 258] creo que ha de encontrarse en los versos provenzales inéditos del trovador Serveri de Gerona, contemporánea del rey Don Pedro III.

El Juicio sacado por Juan del Enzina de lo más cierto de toda la astrología, es la primera muestra que yo he visto de esas composiciones burlescas que con título de Juicio del año suelen estamparse en los almanaques. Paréceme que en esta donosa burla de las predicciones astrológicas y meteorológicas de los zaragozanos de entonces, tiró Juan del Enzina a tejado conocido y muy cerca de su casa, poniendo en solfa, como vulgarmente se dice, los pronósticos de un cierto maestro Diego de Torres, que, por rara coincidencia, a través de más de doscientos años, con su homónimo el festivo escritor salmantino de principios del siglo XVIII, era como él catedrático de Matemáticas en la Universidad, y hacía también almanaques y prediciones, según lo indica el rarísimo libro que dió a luz con el rótulo de Medicinas preservativas y curativas de la pestilencia que significa el eclipse de sol del año 1485. Fuera éste u otro el astrólogo satirizado por Juan del Enzina, cuando dice

       E por no perder el tino
       No me meto en los planetas,
       En estrellas ni cometas,
       Ni quiero tratar de signo...

no se puede negar cierta gracia a esta parodia, en que el poeta va ensartando todo género de perogrulladas:

           Mas quiero, como supiere,
       Declarar las profecías
       Que dicen que en nuestros días
       Será lo que Dios quisiere:
       Porque nadie desespere,
       Hasta el año de quinientos
       Vivirá quien no muriere.
       Será cierto lo que fuere,
       Por más que corran los vientos.
       ..................................................
           E serán tiempos tan sanos,
       Quel placer será deporte;
       Y estará el rey en la corte,
       Y en la corte cortesanos.
       Serán los hombres humanos,
       Por humanos que los veas:
       Habrá tantos ciudadanos,
        [p. 259] Que todos los aldeanos,
       Morirán por las aldeas.
           El que no se baptizare,
       No será de nuestra ley.
       Reinará cualquiera rey
       En el reino que reinare:
       Y el Cardenal que papare,
       Si por dicha no se escapa,
       Si a Padre Santo llegare,
       Aunque pese a quien pesare,
       No podrá escapar de Papa.
       ................. ..............................
           Según los Evangelistas,
       Los que estudian por saber
       Estudiantes han de ser,
       Juristas o no juristas:
        Los filósofos e artistas,
       Los teólogos sagrados,
       Los honrados canonistas,
       Los médicos e legistas
       Serán, si fueren, letrados.
       .............................................
           En las partes de orïente
       Tanta luz el sol dará,
       Que nascerá por allá
       Primero que por Poniente...
       .............................................
       Cuando el tiempo demudare
       En Ávila y en Segovia,
       La mujer que fuere novia
       Parirá desque empreñare,
       Y en Madrid, quien madrugare,
       Levantarse ha de mañana;
       Y, el que en Toledo morare,
       Hallará, si bien contare,
       Que el que pierde poco gana...

Lo que principalmente nos hace recordar composición tan baladí, es que, andando los tiempos, tuvo el honor de ser imitada y comentada con soberana chispa e incomparable socarronería por D. Francisco de Quevedo, cuando en la Visita de los chistes hace profetizar a Pero Grullo «cosas que tienen más veras de las que parecen».

       Muchas cosas nos dijeron
       Las antiguas profecías:
        [p. 260] Dijeron que en nuestros días
       Será lo que Dios quisiere.
       ...........................................
           Las mujeres parirán
       Si se empreñan y parieren,
       Y los hijos que tuvieren
       De quienes fueren serán...
       ............................................
       Volaráse con las plumas,
       Andaráse con los pies,
       Serán seis dos veces tres...

También Juan del Enzina figura entre los personajes populares y emblemáticos de este admirable Sueño, gracias a otra festiva composición suya que logró, sin saberse por qué, tanta notoriedad, que su título vino a ser inseparable del nombre de su autor, aun en tiempos en que el Cancionero de éste yacía en el olvido más profundo. «Vivos de Satanás (dice la sombra del poeta evocada por Juan del Enzina), ¿qué me queréis que me dejáis muerto y consumido?... Soy yo el malaventurado Juan de la Encina, el que habiendo muchos años que estoy aquí (en el otro mundo), toda la vida andáis, en haciéndose un disparate o en diciéndole vosotros: «No hiciera más Juan de la Encina; daca los disparates de Juan de la Encina.» Habéis de saber que, para hacer y decir disparates, todos los hombres sois Juan de la Encina; y que este apellido de Encina es muy largo en cuanto a disparates... Y si por hacer una necedad anda Juan de la Encina por todos esos púlpitos y catedras, con votos, gobiernos y estados, enhoramala para ellos, que todo el mundo es monte y todos son Encinas.»

Los tales disparates, que justifican plenamente su nombre, y que sólo por su rara fortuna tradicional pueden recordarse, comienzan de esta suerte:

       Anoche de madrugada,
       Ya después de medio día,
       Vi venir en romería
       Una nube muy cargada,
       Y un broquel con una espada
       En figura de ermitaño,
       Caballero en un escaño...

De estas desaforadas coplas, que tuvieron la virtud de convertir a su autor en un personaje de folk- lore, borrando casi en la fantasía [p. 261] de las gentes su personalidad histórica, no se desdeñó de hacer imitaciones (que el malo y casero gusto del siglo XVIII celebró más que otras cosas muy amenas y sensatas de su autor) un ingenio tan culto como D. Tomás de Iriarte. Recuérdense aquellas tan sabidas décimas con su glosa:

       Vino un día Menelao,
       Sobrino de Faraón,
       Conducido en un simón,
       Hasta el puerto de Bilbao...

y las no menos famosas quintillas, que tienen más gracia porque parece que envuelven una burla de la pedantería de cierta casta de eruditos:

       En la Historia de Mariana
       Refiere Virgilio un cuento
       De una ninfa de Dïana,
       Que, por ser mala cristiana,
       Fué metida en un convento...

Sería injusto quien, fijándose únicamente en composiciones de la ínfima laya de los Disparates trovados, confundiese a Juan del Enzina en el grupo de los copleros chabacanos y adocenados. Mucho tuvo de coplero, como todos los poetas de su tiempo y de su escuela; pero también tuvo relámpagos de noble y delicada poesía. ¡Con qué tierna sencillez dice en la Consolatoria a un amigo en la muerte de su madre, recordando los pensamientos de Jorge Manrique:

       ¿Qué es la vida sino flores
       Nacidas en poco rato,
       Que ya cuando no me cato
       Tienen muertas las colores?
       ¡Oh qué dulzor de dulzores
       Morir una vez no más,
       Por cobrar sin más dolores
       Vida de grandes primores,
       Donde no mueren jamás!

¡Con qué gentileza caballeresca sale a la defensa de las mujeres, contradiciendo a los maldicientes trovadores de la escuela de [p. 262] Torrellas. [1] Rasgos hay en estas coplas que parecen dignos de la suave musa que dictó El Premio del bien hablar:

       Si a mujeres ultrajamos,
       Miremos que deshonramos
       Las canas de nuestras madres.

Pero hay que reconocer que en sus composiciones de más empeño, si Juan del Enzina acierta en ocasiones, rara vez se sostiene mucho. Su misma facilidad le hace verboso y prosaico: le falta aliño, le falta arte, y a pesar de sus aspiraciones dogmáticas, le falta también [p. 263] un elevado concepto de la poesía. Si no hubiera hecho más que triunfos de la Fama y justas de amores, su nombre yacería tan olvidado como los de otros innumerables poetas del siglo XV. Lo que le salva son los elementos musicales y populares de su poesía, sus villancicos y sus glosas. Sus composiciones mayores yacen como informes y pesados cuadrúpedos en el fondo de su Cancionero, mientras zumba en torno de ellos un enjambre de espíritus alados. Aquel germen bienhechor y misterioso de la canción popular, que salvó del amaneramiento cortesano una porción, no grande, pero sí selecta, de la poesía de los trovadores gallegos, y que luego en Castilla ciñó las sienes del docto Marqués de Santillana con una guirnalda de flores campesinas, más lozanas y vivideras que todas las que artificialmente había cultivado en los jardines de su erudición: la musa de las pastorelas, de las vaqueras, de las serranillas y de las villanescas, fué también la que sacó de la medianía a Juan del Enzina, marcándole el rumbo propio de su ingenio, y poniendo en sus labios un raudal de poesía dulce y sabrosa, natural y ligera, que traduce sin esfuerzo las impresiones de la juventud, de la primavera sonrientte del amor fácil. El estudio de estas canciones será siempre incompleto para el que no puede apreciar el mérito de las sencillas melodías que las acompañan, y que no son extrañas al tema, como sucede, por ejemplo, en las canciones de Béranger, sino que fueron compuestas ad hoc por el mismo poeta. Diga quien sepa y pueda si en esta música de palacio había, como yo sospecho, elementos populares, que con el tiempo habían de prevalecer y de emanciparse. En las letras no cabe duda que los hay, si bien incorporados en una tradición lírica de carácter artístico. Algunas de estas letras, que el poeta mismo califica de ajenas, parecen más antiguas que él, y tienen sabor de fragmentos de romance viejo:

       ¡Oh castillo de Montanges,
       Por mi mal te conocí!
       ¡Cuitada de la mi madre
       Que no tiene más de a mí!...

El mismo Juan del Enzina había hecho romances, no solamente amorosos, sino también históricos y de asunto contemporáneo, como el de la toma de Granada:

        [p. 264] ¿Qué es de ti, desconsolado?
       ¿Qué es de ti, rey de Granada?...

menos inspirado a la verdad que el brioso villancico, en forma de diálogo, que compuso sobre el mismo argumento:

       Levanta, Pascual, levanta;
       Aballemos a Granada,
       Que se suena que es tomada...
           —Pues el ganado se extiende,
       Déjalo bien extender;
       Porque ya puede pacer
       Seguramente hasta allende.
       Anda acá; no te estés ende,
       Mira cuánta llamarada;
       ¡Que se suena que es tomada!
           —¡Oh qué Reyes tan benditos!
       Vámonos, vámonos yendo,
       Que ya te voy percreyendo
       Según oyo grandes gritos.
       Llevemos estos cabritos,
       Porque habrá venta chapada;
       Que se suena que es tomada.
           —Aballa, toma tu hato,
       Cantarete a maravilla
       Cómo se entregó la villa,
       Según dicen no ha gran rato.
       ¡Oh quién viera tan gran trato
       Al tiempo que fué entregada!
       Que se suena que es tomada.
       .................................................
           Ya luego allá estarán todos
       Metidos en la ciudad
       Con muy gran solenidad,
       Con dulces cantos e modos.
       ¡Oh claridad de los godos,
       Reyes de gloria nombrada!
        Que se suena que es tomada.
           ¡Qué consuelo e qué conorte
       Ver por torres e garitas
       Alzar las cruces benditas!
       ¡Oh qué placer e deporte!
       Y entraba toda la corte
       A milagro atavïada,
       Que se suena que es tomada...

[p. 265] Por otra parte, es muy de notar que Juan del Enzina aplicó música nueva y de su composición [1] al romance viejo del Conde Claros: «Pésame de vos, el Conde», y quizá a algún otro; lo cual probaría, si menester fuese, su trato y comercio continuo con la musa vulgar. Sin ella no hubiera atinado nunca con estribillos tan felices como éstos:

       Montesina era la garza
       E de muy alto volar:
       No hay quien la pueda tomar...
       ...............................................
       Decidme, pues, sospirastes,
       Caballero, ques gocéis,
       ¿Quién es la que más queréis?...
       .................................................
       Romerito, tú que vienes
       De donde mi vida está,
       Las nuevas della me da...

Muchos de estos villancicos son dialogados, y anuncian ya en embrión al poeta dramático que con poco más desarrollo hizo sus églogas. Los más y los mejores son pastoriles, y los hay sacros y profanos. Los del Nacimiento tienen una gracia casi infantil. En los de amores villanescos suele haber una punta de candorosa malicia, que fué siempre la salsa del género, y que en las parodias realistas del Arcipreste de Hita había pasado algunas veces de la raya. Dentro de ella se contiene casi siempre Juan del Enzina, en los deliciosos villancicos que principian:

       Daca, bailemos, carillo,
       Al son deste caramillo...
       Una amiga tengo, hermano,
       Galana de gran valía,
       ¡Juro a Dios! más es la mía...
       Pedro, bien te quiero,
       Magüera vaquero...
       Ya soy desposado,
       Nuestramo,
       Ya soy desposado...

y otros muchos que pudiéramos citar, tan ricos de vocabulario rústico, tan suelta y limpiamente versificados, que parece que [p. 266] respiran olor de trébol y de retama. En la poesía bucólica española, que es género muy distinto de la égloga clásica, Juan del Enzina es un encantador maestro, y bien puede decirse que sólo fué superado por los grandes dramaturgos del siglo XVII, por Lope y Tirso.

Algunos de estos villancicos de Enzina, aunque no por cierto los mejores ni los que más conservan el sabor del terruño de Salamanca, han logrado favor hasta entre los versificadores cultos y los críticos de la escuela clásica. Y no es raro encontrar en antologías y Poéticas tan rígidas como la de Martínez de la Rosa, citados con elogio versos como éstos:

           ¡Ay triste que vengo
        Vencido de amor,
       Magüera pastor!
           
Más sano me fuera
       No ir al mercado,
       Que no que viniera
       Tan aquerenciado;
       Que vengo cuitado,
        Vencido de amor,
       Magüera pastor...
           
Con vista halaguera
       Mirela e miróme:
       Yo no sé quién era,
       Mas ella agradóme,
       E fuese, e dejóme
        Vencido de amor,
       Magüera pastor...
           
De ver su presencia
       Quedé cariñoso,
       Quedé sin hemencia,
       Quedé sin reposo,
       Quedé muy cuidoso,
        Vencido de amor,
       Magüera pastor...
           
Más vale trocar
       Placer por dolores,
       Que estar sin amores.
           Donde es gradecido,
       Es dulce morir.
       Vivir en olvido,
       Aquel no es vivir;
         [p. 267] Mejor es auirir
       Pasión y dolores,
       Que ester sin amores...

En la estructura de los versos cortos, ningún trovador del siglo XV excedió a Juan del Enzina, porque nadie probablemente le igualaba en talento musical. ¡Con qué fluidez corren los hexasílabos de sus idilios!

           Tan buen ganadico,
       Y más en tal valle,
        Placer es guardalle.
           Ganado d'altura,
       Y más de tal casta,
       Muy presto se gasta
       Su mala postura;
       Y en buena verdura,
       Y más en tal valle,
        Placer es guardalle.
           Ansi que yo quiero
       Guardar mi ganado
       Por todo este prado
       De muy buen apero:
       Con este tempero,
       Y más en tal valle,
        Placer es guardulle... [1]

¡Con qué suave languidez y pausado timbre suenan las coplas de pie quebrado!

       Ya cerradas son las puertas
                De mi vida,
       
Y la llave es ya perdida...
       Hermitaño quiero ser
                Por ver,
       Hermitaño quiero ser...
       Crescerán mis barbas tanto
       Cuanto cresciere mi pena;
       Pediré con triste llanto:
       «Dad para la Magdalena.»
        [p. 268] Si me quisieren valer,
                Por ver,
       Hermitaño quiero ser...
       Quizá que por mi ventura
       Andando de puerta en puerta,
       Veré la gentil figura
       De quien tien mi vida muerta;
       Si saliesse a responder,
                Por ver,
       Hermitaño quiero ser...
       Los sospiros encubiertos
       Que he callado por mi daño,
       Hora serán descubiertos
       En hábito de hermitaño,
       Hora ganar o perder;
                Por ver,
      Hermitaño quiero ser...

Aun la relativa inferioridad de Juan del Enzina en la poesía religiosa, tiene, en esta parte de su Cancionero, brillantes excepciones, sin duda porque le ayudaban la música y el metro, como lo prueban los dos lindos, devotos y afectuosos villancicos que comienzan:

       ¿A quién debo yo llamar
                Vida mía,
       Sino a ti, Virgen María?...
       Pues que tú, Reina del Cielo,
                Tanto vales,

Da remedio a nuestros males...

Dicho queda que Juan del Enzina hizo romances, y aun hemos tenido ocasión de mencionar alguno. Y aunque todos ellos vayan en consonantes perfectos, según el uso de los trovadores de aquel tiempo, y pertenezcan de lleno a la escuela cortesana, aun en ellos se revela el alma popular del poeta; y a veces lo narrativo y caballeresco se infiltra a través de lo sentimental:

       Por unos puertos arriba
       De montaña muy escura,
       Caminaba el Caballero
       Lastimado de tristura.
       El caballo deja muerto
       Y él a pie por su ventura,
        [p. 269] Andando de sierra en sierra,
       De camino no se cura,
       Huyendo de las florestas,
       Huyendo de la frescura... [1]

Pero no fué en la lírica propiamente dicha donde Enzina dió mayores pruebas de talento poético. Hay otra región vastísima del arte en que nadie puede negarle la gloria de iniciador, y de maestro de una escuela cuya vida se prolongó por más de medio siglo, sin alterar substancialmente el tipo de representación dramática que él fijó. Y aunque la apreciación detenida de tales obras incumbe más particularmente a la historia del teatro, es imposible dejar de hacer aquí alguna mención de ellas, tanto porque su conocimiento es indispensable para estimar toda la importancia del poeta salmantino, cuanto por el número y valor de los elementos líricos que en este primitivo teatro se mezclaron.

Y ante todo, ¿cuál es el verdadero puesto que Juan del Enzina debe ocupar en la historia de los orígenes del drama nacional? ¿En qué consistieron realmente sus innovaciones?

Casi sin salvedad alguna se le puede clasificar como nuestro más antiguo poeta dramático de nombre conocido. Y digo casi, porque el descubrimiento del Cancionero de Gómez Manrique nos ha ofrecido él texto de dos brevísimas Representaciones del Nacimiento y de la Pasión, que seguramente son anteriores a las suyas. Pero el ningún artificio escénico y la extraordinaria sencillez de dichas piezas, destinadas a un convento de monjas, no permiten ponerlas en comparación con un teatro tan copioso, tan vario y relativamente tan desarrollado como el de Enzina. Gómez Manrique, y seguramente otros trovadores del siglo XV, [p. 270] pudieron ser ocasionalmente poetas dramáticos, pero sólo Juan del Enzina lo fué de un modo intencional, con vocación, con perseverancia, y con una marcha ascendente desde sus primeras obras hasta las últimas; siempre en demanda de formas nuevas y más complicadas.

No se equivocó, pues, la voz popular cuando llamó a Enzina «padre de la comedia española». Pero como quiera que los primeros escritores que le dieron tal dictado vivieron en tiempos en que su Cancionero estaba muy olvidado, no es maravilla que mezclasen con un hecho cierto tradiciones fabulosas. Así el discreto representante Agustín de Rojas, en su famosa Loa de la Comedia (1603), que se cita siempre al tratar de este asunto, no sólo restringe a tres el número de las églogas de Enzina, sino que equivoca los nombres de sus Mecenas:

           Y donde más ha subido
       De quilates la comedia,
       Ha sido donde más tarde
       Se ha alcanzado el uso della;
       Que es en nuestra madre España.
       Porque en la dichosa era
       Que aquellos gloriosos reyes,
       Dignos de memoria eterna,
       Don Fernando e Isabel
       (Que ya con los santos reinan),
       De echar de España acababan
       Todos los moriscos que eran
       De aquel reino de Granada,
       Y entonces se daba en ella
       Principio a la Inquisición,
       Se le dió a nuestra comedia
       Juan de la Enzina el primero,
       Aquel insigne poeta,
       Que tanto bien empezó;
       De quien tenemos tres églogas
       Que él mismo representó
       Al Almirante y duquesa
       De Castilla y de Infantado,
       Que éstas fueron las primeras;
       Y para más honra suya
       Y de la comedia nuestra,
       En los días que Colón
       Descubrió la gran riqueza
        [p. 271] De Indias y Nuevo Mundo,
       Y el Gran Capitán empieza
       A sujetar aquel reino
       De Nápoles y su tierra,
       A descubrirse empezó
       El uso de la comedia,
       Porque todos se animasen
        A emprender cosas tan buenas...

Sin más apoyo que estas noticias del Viaje entretenido, pero cometiendo nuevos errores, quizá por no haberlas entendido bien, el cronista Rodrigo Méndez Silva, en su Catálogo real y cronológico, tan atropellado como todas sus obras, dió por sentado que «en el año de 1492 comenzaron en Castilla las compañías a representar públicamente comedias por Juan del Enzina poeta de gran donaire, graciosidad y entretenimiento», siendo así que Rojas no habla de representaciones públicas ni menos de compañías de cómicos; término enteramente impropio y absurdo cuando se trata del siglo XV. Y finalmente, puso el colmo al disparate D. Blas Antonio Nasarre, estampando, en su prólogo a las Comedias de Cervantes, la estupenda noticia de una pieza cómica de Juan del Enzina, representada en casa del Conde de Ureña para festejar a los Reyes Católicos en sus bodas celebradas en 1469; fecha en que el supuesto autor de esta pieza cómica, o ingeniosa pastoral, como la llama Jovellanos, no había cumplido todavía un año.

Dejando aparte tales desvaríos, lo que importa advertir es que en ninguna de las piezas sacras o profanas de Enzina se encuentra el más leve indicio de haber sido objeto de representación popular, y menos por compañías de cómicos asalariados. Las más antiguas fueron representadas en casa de los Duques de Alba: de otra consta que lo fué ante el Príncipe D. Juan: la Farsa de Plácida y Vitoriano, o quizá alguna otra comedia que no conocemos, lo fué en Roma, en casa del Cardenal de Arborea. De las restantes nada puede afirmarse.

Por consiguiente, cuando se dice que Juan del Enzina emancipó y secularizó nuestro drama, se dice algo que en el fondo es verdadero, no sólo porque ninguna de sus piezas tuvo por escenario la iglesia, sino porque sus representaciones profanas son [p. 272] notablemente superiores a las devotas en número, en extensión y en mérito. Pero se olvida por una parte, que el drama de la Edad Media no era exclusivamente hierático, puesto que al lado de los misterios existían los juegos de escarnio, y otros rudimentos de farsa profana; y por otra, que el tránsito del teatro de la iglesia al de la plaza pública no en todas partes fué inmediato, sino que apareció muchas veces como forma intermedia el teatro aristocrático y cortesano, al cual, por las circunstancias externas y materiales de su representación, pertenecen las obras de Enzina, aunque sean profundamente populares su inspiración y su estilo.

Nace este teatro, en su parte religiosa, de un fondo común a todas las literaturas de la Edad Media: del drama que en su forma latina, y aun en sus más antiguas formas vulgares, bien puede ser calificado de litúrgico, puesto que de la liturgia nació, siendo como una ampliación popular de ella. Recuérdese, por ejemplo, que un sermón de San Agustin, el Vos, inquam, convenio, o Judaei, que se leía en la vigilia de la Natividad del Señor, dió nacimiento a todo el ciclo de los Profetas de Cristo, de que forma parte el célebre canto de la Sibila, varias veces romanceado en los dialectos de la lengua de Oc. La más antigua muestra de drama litúrgico latino es el Misterio de los Reyes Magos de la catedral de Nevers, copiado en un códice del año 1060; y por notable coincidencia es también el Misterio de los Reyes Magos la más antigua muestra conocida hasta ahora del drama religioso en nuestra lengua; Misterio que por otra parte compite en antigüedad con los de más remota fecha en cualquiera de las lenguas vulgares, y quizá cede sólo al Misterio de las vírgenes fatuas, mixto de latín y provenzal.

Pero por un fenómeno, a primera vista inexplicable, España, que puede presentar uno de los primeros ensayos de representación piadosa, ya completamente romanceado, y que fué de todas las naciones modernas la que más tiempo retuvo el género, la que le perfeccionó y amplificó y le dió sus formas definitivas en la comedia de santos y en el auto sacramental, es la que menor número de misterios de la Edad Media posee, pues en castellano no vuelve a haber otro hasta Gómez Manrique, que es de las postrimerías del siglo XV; y en catalán, aunque las noticias de representaciones [p. 273] abundan más, [1] los ejemplos se reducen a un fragmento de misterio de la Magdalena, del siglo XIV (que contiene por cierto la historia legendaria de Judas, análoga a la de Edipo), y a los textos, vivos todavía en la representación popular, pero seguramente muy modernizadas en la lengua, de los tres misterios que se recitan en los carros o rocas del día del Corpus en Valencia; y del famosísimo de la villa de Elche (Tránsito y Asunción de Nuestra Señora), que es hoy entre nosotros la única supervivencia que sepamos del primitivo drama religioso con sus peculiares caracteres, esto es, dentro de la iglesia y con el concurso del clero y del pueblo.

Tan extraordinaria laguna en nuestros riquísimos anales dramáticos, contrasta de tal modo con la prodigiosa abundancia de dramas litúrgicos latinos, de misterios franceses, de sacre rappresentazioni italianas, de miracle-plays ingleses, que verdaderamente no sabe uno a qué atribuirla. Y aunque nuestros archivos eclesiásticos, todavía vírgenes en gran parte, quizá nos guarden sobre este punto alguna agradable sorpresa, y nos sea dado leer algún nuevo misterio de los siglos XIV y XV, no creemos que tan hipotéticos hallazgos lleguen a modificar mucho la impresión de pobreza que en este ramo ofrece nuestra literatura anterior al Renacimiento, formando pasmoso contraste con la enérgica vitalidad que desde entonces cobra el drama nacional, sacro y profano, hasta que en tiempo de Lope sus ramas llegan a cobijar a toda Europa.

Varias causas pueden señalarse de tal penuria de documentos: la poca importancia que se daba a la labor literaria en obras que giraban siempre sobre los mismos tópicos desarrollados de la misma manera, y en que la parte del poeta era seguramente menos estimada que la del músico y el maquinista: y el no haber existido aquí, como en otras partes, cofradías dramáticas, verdaderos gremios de aficionados a este género de representaciones, y en cuyas manos el drama religioso, secularizándose cada vez más, llego a aquella prolífica vegetación de las Moralidades y de los Misterios franceses del siglo XV: poemas de enorme extensión algunos de ellos, y ligados a veces formando ciclo. Si en España son raros [p. 274] los misterios, de las moralidades (piezas de carácter alegórico, con mezcla y aun predominio de elementos satíricos) no se halla ni el nombre siquiera, lo cual no es decir que fuesen enteramente desconocidas, puesto que en el teatro del siglo XVI encontramos algunas piezas calificadas de representaciones morales, que seguramente no venían de Francia. Los destinos de este género han sido muy varios: en Francia, y aun en Inglaterra (cuya primitiva literatura dramática es una secuela de la francesa), siguió una tendencia decididamente realista y prosaica, y de las abstracciones éticas fué pasando por grados a ser rudo esbozo de comedia de carácter, confundiéndose a veces con las farces y las sotties. En España, donde el teatro religioso persistió cuando en todas partes había muerto, y nunca degeneró enteramente de su primitivo espíritu, la parte alegórica de las moralidades se combinó con el elemento histórico y dramático de los misterios, engendrando la nueva y más depurada forma del auto sacramental, en que aparecieron compenetrados los dos principios generadores del drama teológico, la Biblia y la Escolástica.

Y, si bien se mira, una moralidad sería aquella comedia alegórica que en 1414 compuso D. Enrique de Villena para las fiestas de la coronación de D. Fernando el Honesto, en Zaragoza, puesto que en ella intervenían como personajes la Justicia, la Verdad, la Paz y la Misericordia, conforme al versículo II del salmo 84: «Misericordia et Veritas obviaverunt sibi: Justitia et Pax osculatae sunt.»

El teatro del siglo XVI (único teatro que tenemos anterior al de Lope de Vega) recogió las tradiciones del perdido drama religioso de los siglos medios, y sirve indirectamente para confirmar su existencia. Es cierto que no se habla ya de misterios ni de moralidades, prefiriéndose los nombres de égloga, farsa, representación, auto y aun tragicomedia alegórica; pero ¿quién duda que la Victoria Christi del bachiller Bartolomé Palau, por ejemplo, en que se desarrolla toda la economía del Antiguo y Nuevo Testamento, es un inmenso misterio cíclico; y que, por el contrario, la Farsa moral, de Diego Sánchez de Badajoz, «en que se representa cómo las cuatro virtudes cardinales enderezan los actos humanos», o su Farsa racional del libre albedrío, «en que se representa la batalla que hay entre el Espíritu y la Carne», o su Farsa de la [p. 275] Iglesia, o la del Juego de cañas espiritual de virtudes contra vicios, o la Danza de los pecados, son moralidades hechas y derechas; sin que falte entre otras muchas de su autor, especialmente en la Farsa militar y en la Farsa de la Muerte, ni siquiera una desvergonzadísima parte satírica que las acerca más y más a sus congéneres del otro lado de los Pirineos? ¿Qué es sino una moralidad inmensa, una sátira general de las costumbres y de los estados humanos, el Auto de las Cortes de la Muerte, que comenzó Micael de Carvajal, y terminó Luis Hurtado de Toledo?

La persistencia de estas formas del teatro medioeval, cuando ya en todas partes iban desapareciendo, es quizá la principal razón que explica la pérdida de los textos anteriores: razón análoga a la que trajo la pérdida casi completa de nuestra primitiva poesía épica en su forma de cantares de gesta. Cuanto más popular y vivo es un género, más sujetas están a continua mutación sus formas. Lo que ayer fué versos de gesta, mañana se ingiere en la prosa historial, o se desmenuza en fragmentos épico-líricos, o invade el teatro, y de poesía narrativa se convierte en activa. Del mismo modo el drama popular, al secularizarse, recibe la herencia del teatro litúrgico y semilitúrgico, le combina con todo género de elementos profanos, y entierra las toscas formas antiguas bajo el prestigio de las nuevas.

Esta segunda era comienza, sin disputa, en Juan del Enzina. La obra anterior a él era anónima y colectiva: la suya tiene ya el sello de la individualidad, hasta en aquellas primeras composiciones suyas que parecen más ajustadas al canon hierático. Cinco de estas piezas pertenecen a aquel género de representaciones que los clérigos pueden facer, según las palabras de la ley de Partida (Iª, título VI, ley 34): «assi cosno de la nacencia de nuestro señor Jesucristo en que muestra cómo el ángel vino a los pastores, e como les dijo cómo era Jesucristo nacido... e de su resurrección, que muestra que fué crucificado e resucitó al tercero día; tales cosas como estas que mueven al ome a facer bien e a haber devoción en la fe.» Cumplen enteramente con estos preceptos las representaciones de Pasión y de Resurrección que compuso Enzina para el oratorio de los Duques de Alba: diálogos sobremanera sencillos, algo fríos quizá en la expresión de afectos, por la índole poco ascética del poeta (que en esta parte queda muy inferior a su coetáneo Lucas Fernández), [p. 276] pero decorosos, intachables en la ortodoxia y hasta en el respeto con que se trata el tema evangélico, buscando siempre la forma indirecta. [1]

Pero las tres églogas de Navidad son cosa muy diversa, porque en ellas el elemento profano alterna con el devoto, y a veces se sobrepone a él. El júbilo de la fiesta convidaba a usar de menos severidad, y autor y espectadores podían entregarse sin remilgos a una alegría infantil, franca y sana. La intervención de los pastores cuadraba maravillosamente a esto, y ya hemos dicho que otros poetas coetáneos de Enzina o poco anteriores a él, como el franciscano Fray Iñigo de Mendoza en su Vita Christi, había desarrollado el cuadro de la Adoración con los mismos toques de bucólica realista. Pero en Juan del Enzina el mismo nombre clásico de égloga, [2] no usado hasta entonces en nuestra literatura, que yo [p. 277] recuerde, y que luego siguió nuestro poeta aplicando a la mayor parte de sus farsas profanas, indica un propósito deliberado de dar importancia a lo pastoril, en que él sobresalía, según confesión de sus propios émulos. El nombre le tomó de Virgilio, cuando tradujo sus Bucólicas; y algo más que el nombre tomó, según creo: cierto concepto ideal y poético de la vida rústica, que en él se va desenvolviendo lentamente, no en contraposición, sino en combinación con el remedo, a veces tosco y zafio, de los hábitos y lenguaje de los villanos de su tiempo. En alguna obra de su última manera pecó por el extremo contrario, haciendo pastores sentimentales, como los de la égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio. Obedecía entonces a otras influencias que luego notaremos. Pero es profundamente virgiliano, a pesar de la llaneza de expresión, el sentimiento de este delicioso pasaje de una de las églogas, de Mingo y Pascuala:

           Cata, Gil, que las mañanas
       En el campo hay gran frescor;
       E tiene muy gran sabor
       La sombra de las cabañas.
           Quien es duecho de dormir
       Con el ganado de noche,
       No creas que no reproche
       El palaciego vivir.
       ¡Oh qué gasajo es oír
       El sonido de los grillos
       Y el tañer los caramillos!
       No hay quien lo pueda decir.
           Ya sabes qué gozo siente
       El Pastor muy caluroso
       En beber con gran reposo
       De bruzas agua en la fuente;
        [p. 278] O de la que va corriente
       Por el cascajal bullendo,
       Que se va toda rïendo.
       ¡Oh qué pracer tan valiente!...

Se ve que el humilde poeta que escribió esto, había traducido antes el Fortunate senex, y guardaba algún eco de él en lo más recóndito de su alma.

Ya antes de Juan del Enzina, y antes que influyese en España la égloga clásica, los pastores, además del papel que desempeñaban en los autos de Navidad, habían servido para otros fines artísticos. Las famosas coplas de Mingo Revulgo, que son un diálogo, aunque sin acción, presentan ya el mismo tipo de lenguaje villanesco que predomina en el teatro de nuestro autor, con la diferencia de ser en Juan del Enzina poéticamnete desinteresada la imitación de los afectos y costumbres de los serranos, al paso que en Mingo Revulgo sirve de disfraz alegórico a una sátira política. Este peculiar dialecto, en que mucha parte de las primitivas farsas y églogas están compuestas, ha sido calificado por algunos de sayagués, entendiendo por tal el de la pequeña comarca de Sayago, en la provincia de Zamora; pero aunque carezco de datos para afirmar ni negar nada, por falta de conocimiento personal del habla popular de aquella región, cuyo estudio está tan virgen como el de los demás dialectos leoneses y castellanos, me parece algo circunscrita dicha denominación, pues no creo que Enzina, ni Lucas Fernández, ni ninguno de sus imitadores se sujetasen con estricta fidelidad a la reproducción de un determinado tipo dialectal, sino que tomaron palabras e inflexiones de varias partes, y forjaron ellos otras muchas, creando así, con elementos de origen popular, pero exagerados hasta la caricatura, una jerigonza literaria convencional, que Rodrigo de Reinosa llamaba lengua pastoril. Tal es el procedimiento con que los poetas cultos han tratado siempre los dialectos, y no hay razón para creer que aquí sucediese otra cosa. El Auto del Repelón, que en algunos pasajes es oscurísimo, parece, no ya imitación, sino grotesca parodia del lenguaje de los aldeanos que acudían al mercado de Salamanca. No creemos que muchos de los barbarismos que el autor pone en su boca se hayan dicho jamás, aun por la gente más ruda. De todos modos, el filólogo tiene mucho que espigar allí.

[p. 279] El diálogo en Juan del Enzina es casi siempre fácil, vivo y gracioso. En esta parte esencial del arte dramático, se mostró muy aventajado desde el principio. Hemos visto que algunos de sus villancicos estaban ya dialogados, y de ellos a la égloga, el paso no era difícil. Pero además de su buen instinto, tenía ya modelos en los Cancioneros. Una serie de trovadores, que quizá se remonta a D. Pedro González de Mendoza, abuelo del Marqués de Santillana, se habían valido de este artificio, ya para expresar graves y filosóficos pensamientos, como en el Bías contra fortuna; ya para el discreteo amoroso, en que sobresalió el rey de armas Fernán Mojica. Y en uno de estos diálogos, en el de Rodrigo de Cota, que no sabemos si fué representado, pero que tiene todas las trazas de haberlo sido, había ya algún contraste de afectos y una pequeña fábula con nudo y desenlace. Juan del Enzina, que manifiestamente le imitó en la Égloga de Cristino y Febea, debe ser contado también entre los herederos de estas tradiciones de la poesía cortesana.

El aparato escénico en las églogas y farsas de Juan del Enzina es tan sencillo, que no induce a creer que en su elemental teatro influyesen mucho aquellas pomposas representaciones palaciegas conocidas con el nombre de momos, de que tantas veces se hace mención en las crónicas (especialmente en la del Condestable Miguel Lucas de Iranzo), y que a veces tenía palabras, como es de ver en una de Gómez Manrique; aunque sólo en lo exterior participasen del carácter dramático. Pero seguramente influyó en el arte profano de Enzina, el teatro popular de los tiempos medios, cuya existencia es indudable, por rudo, por tosco, por embrionario que le supongamos. Este teatro era independiente del litúrgico, aunque a veces llegara a invadir sus dominios, profanándole. Debió de nacer espontáneamente, por tendencias imitativas y satíricas que están en el fondo mismo de la naturaleza humana, sin necesidad de tradición literaria. La de la comedia clásica es de todo punto inverosímil, porque no fué popular nunca, y en los tiempos del Imperio vivía sólo en los libros. Las pantomimas burlescas y obscenas, últimos espectáculos de la Roma degenerada, habían sucumbido en todas partes bajo los anatemas de la Iglesia, y nada restaba de ellas, como no fuese en el fondo oscuro de ciertos regocijos y fiestas populares, como las de Antruejo o Carnestolendas El teatro [p. 280] satírico de la Edad Media tenía su nombre propio, que consta en una ley de Partida: «Los clérigos non deben ser facedores de juegos de escarnio porque los vengan a ver gentes cómo se facen: e si otros omes los ficieren, non deben los clérigos hi venir, porque facen hi muchas villanías e desaposturas : nin deben otrosí estas cosas facer en las eglesias, antes decimos que los deben echar de ellas deshonradamente a los que lo ficieren: cá la eglesia de Dios es fecha para orar, e non para facer escarnios en ella.» Otra ley declara viles a este género de histriones: «Otrosí los que son juglares, e los remedadores, e los facedores de los zaharrones, que públicamente andan por el pueblo o cantan o facen juegos por precio» [1] .

Creemos que se enlazan por remota derivación con los juegos de escarnio (naturalmente, muy modificados por el progreso de la cultura) algunas representaciones de Juan del Enzina, especialmente el Auto del Repel ón, [2] que en dos o tres pasajes frisa con la obscenidad (si no es demasiado maliciosa la interpretación que les damos), y que por lo rudo y plebeyo del estilo, por la enérgica grosería de las burlas, anuncia, aunque toscamente, los futuros entremeses, a los cuales hasta se parece en acabar a palos.

Mucho más comedidas son las dos églogas representadas en noche de Antruejo; en la primera de las cuales, así como en otras piezas suyas, se valió oportunamente Enzina de las circunstancias históricas del momento para dar algún interés al diálogo. Pero la segunda [3] es verdadera égloga de Carnestolendas, en que [p. 281] se dramatiza el antiguo tema poético de la batalla de D. Carnaval con Doña Cuaresma, terminando con un himno báquico y epicúreo: nunc est bibendum:

           Hoy comamos y bebamos
       Y cantemos y holguemos,
       Que mañana ayunaremos.
           Por honra de Sant Antruejo
       Parémonos hoy bien anchos,
       Embutamos estos panchos,
       Recalquemos el pellejo.
       Que costumbre es de concejo
       Que todos hoy nos hartemos,
       Que mañana ayunaremos...
           Tomemos hay gasajado,
       Que mañana vien la muerte;
       Bebamos, comamos huerte;
       Vámonos cara el ganado.
       No perderemos bocado,
       Que comiendo nos iremos
       Y mañana ayunaremos.

Enzina dió un gran paso hacia la verdadera comedia en las dos églogas que, por los nombres de sus interlocutores, pudiéramos llamar de Mingo, Gil y Pascuala, las cuales, en realidad, pueden considerarse como dos actos de un mismo pequeño drama, por más que fueron escritas y representadas en años distintos. Por la frescura del estilo y por la lindeza de la versificación, son, sin disputa, lo mejor de la que podemos llamar su primera manera. Pero hay también en ellas un artificio, aunque candoroso, [p. 282] superior al de las restantes. El contraste entre la vida cortesana y la campesina, con los efectos que causa el rápido tránsito de la una a la otra en personas criadas en uno u otro de estos medios, está representado en esta graciosa miniatura por el escudero a quien el amor de una zagala hace tornarse pastor, y por dos pastores transformados súbitamente en palaciegos. El diálogo es más vivo y más constantemente feliz que en obra alguna del poeta. Quizá el gran Lope no desdeñó acordarse de estos infantiles balbuceos del drama cuando en Los prados de León y en otras comedias suyas presentó análogas situaciones, humanas y simpáticas siempre, y que abrían ancho camino a su raro talento de pintor de la naturaleza y de la vida de los campos.

Aun los villancicos de estas dos piezas son de los mejores de Juan del Enzina, y en uno de ellos la poesía lírica va acompañada del baile; innovación que también había de ser fecunda en resultados para el arte escénico:

       Gasajémonos de hucia:
                Que el pesar
       Viénese sin le buscar.
       Gasajemos esta vida,
       Descruciemos del trabajo;
       Quien pudiere haber gasajo,
       Del cordojo se despida.
       Déle, déle despedida;
                Que el pesar
       Viénese sin le buscar.
       ..........................................
       De los enojos huyamos
       Con todos nuestros poderes;
       Andemos tras los placeres,
       Los pesares aburramos.
       Tras los placeres corramos;
                Que el pesar
       Viénese sin le buscar...

No exageraba Barbieri cuando consideraba a Juan del Enzina como patriarca del género dramático-musical, conocido entre nosotros con el nombre de zarzuela. Es cierto que el elemento musical se concreta a los villancicos con que las piezas terminan; y que algunos de ellos han de considerarse como meros accesorios [p. 283] líricos que podrían eliminarse de la fábula sin perjuicio de su integridad, aunque siempre guardan alguna relación con el fondo de ella. Pero otros son intensamente dramáticos, como éste, que tiene todo el carácter de un coro, en que parece que se siente el ruido de las esquilas del ganado, y el chasquido de la honda del pastor:

       Repastemos el ganado.
                ¡Hurriallá!
       Queda, queda, que se va.
       Ya no es tiempo de majada
       Ni de estar en zancadillas;
       Salen las Siete Cabrillas,
       La media noche es pasada,
       Viénese la madrugada.
                ¡Hurriallá!
       Queda, queda, que se va.
       Queda, queda acá el vezado.
       Helo va por aquel cerro;
       Arremete con el perro
       Y arrójale su cayado,
       Que anda todo desmandado.
                ¡Hurriallá!
       Queda, queda, que se va... [1]

[p. 284] Cierra dignamente este primer grupo del teatro de Juan del Enzina, una primorosa representación sin título, hecha ante el príncipe D. Juan, y que se distingue de todas las demás por la intervención de un personaje alegórico, el Amor, que abre la escena con un soliloquio (como más tarde había de hacerlo en el Aminta del Tasso), encareciendo en pulidos y acicalados versos su incontrastable poderío. [1] Hay en estos versos claras reminiscencias del Diálogo de Rodrigo de Cota, pero la imitación sostiene la competencia con el original:

       Prende mi yerba do llega;
       Y en llegando al corazón,
       La vista de la razón
                Luego ciega.
       Mi guerra nunca sosiega;
       Mis artes, fuerzas e mañas
                E mis sañas,
       Mis bravezas, mis enojos,
       Cuando encaran a los ojos,
       Luego enclavan las entrañas.
       Mis saetas lastimeras
       Hacen siempre tiros francos
       En los hitos y en los blancos
                muy certeras,
       Muy penosas, muy ligeras.
       Soy muy certero en tirar
                Y en volar,
       Más que nunca nadie fué:
       Afición, querer y fe
       Ponerlo puedo e quitar.
       ..............................................
       Doy dichosa e triste suerte:
       Doy trabajo e doy descanso;
       Yo soy fiero, yo soy manso,
                Yo soy fuerte,
       Yo doy vida, yo doy muerte,
        [p. 285] E cebo los corazones
                De pasiones,
        De suspiros e cuidados.
       Yo sostengo los penados,
       Esperando gualardones.
       Hago de mis serviciales
       Los groseros ser polidos,
       Los polidos más locidos
                Y especiales;
       Los escasos liberales.
       Hago de los aldeanos
                Cortesanos,
       E a los simples ser discretos,
       E los discretos perfetos,
       E a los grandes muy humanos.
       E a los más e más potentes
       Hago ser más sojuzgados;
       E a los más acobardados
                Ser valientes;
       E a los modos elocuentes;
       E a los más botos e rudos
                Ser agudos.
       Mi poder haze e deshaze.
       Hago más cuando me place:
       Los elocuentes ser mudos.
       Hago de dos voluntades
       Una mesma voluntad:
       Renuevo con novedad
                Las edades,
       E ajeno las libertades.
       Si quiero, pongo en concordia
                 Y en discordia.
       Mando lo bueno e lo malo.
       Yo tengo el mando y el palo,
       Crueldad, misericordia.
       ................................................
       Puedo tanto cuanto quiero,
       No tengo par ni segundo.
       Tengo casi todo el mundo
                Por entero,
       Por vasallo e prisionero:
       Príncipes y Emperadores
                E señores,
       Perlados e no perlados;
       Tengo de todos estados,
       Hasta los brutos pastores.

[p. 286] No diré, como Gallardo, que todo esto sea ático; pero sí que es una poesía muy lozana, que halaga apaciblemente el oído, y que brota con espontaneidad suma de un ingenio verdaderamente poético, aunque no muy profundo.

¿Marcó nuevos rumbos a este ingenio su larga residencia en Italia? ¿Ha de atribuirse a ella el mayor adelanto artístico que muestran bajo ciertos respectos las tres únicas piezas conocidas hoy de su segunda manera: la Égloga de Fileno y Zambardo, la Farsa de Plácida y Vitoriano, la Égloga de Cristino y Febea? Esta suposición, que a primera vista parece fundada cuando sólo se atiende a los datos biográficos de Enzina, y al hecho de haberse representado e impreso en Roma una, por lo menos, de estas farsas, no resulta confirmada por el examen de las piezas mismas, en las cuales, con la mejor voluntad del mundo, nada hemos podido encontrar que directamente recuerde el teatro italiano, salvo en una de ellas el uso del prólogo o introito. Lo único que puede admitirse es que el espectáculo de comedias más desarrolladas y más ricas de elementos dramáticos que las suyas, le hiciesen ampliar su cuadro y dar más realce a los personajes, más intensidad, viveza y nervio a la expresión. Pero aun esto no puede afirmarse sin cautela. En primer lugar, en tiempo de Juan del Enzina había muy pocas comedias italianas, reduciéndose en rigor a cuatro: la Cassaria y los Suppositi del Ariosto, que son de 1508 y 1509; la Calandria, del Cardenal Bibbiena, representada en la corte de Urbino el 6 de Febrero de 1513, y la Mandrágola de Maquiavelo, cuya fecha precisa no se sabe, pero sí que no puede ser anterior a 1512. Léanse estas cuatro producciones: cotéjense luego con las farsas de Enzina, y la cuestión quedará resuelta por sí misma. Esas piezas son verdaderas comedias: las de Enzina no lo son. Ariosto y Bibbiena reproducen fielmente el tipo de la comedia latina: la Calandria es una licenciosa repetición de la intriga de los Menecmos; I suppositi es una combinación (o como se decía en tiempo de Terencio), contaminación del Eunuco y de los Cautivos. Sólo Maquiavelo había hecho una comedia original, genuinamente italiana, que seria admirable si pudiera prescindirse de la profunda inmoralidad del argumento. ¿Qué tiene que ver nada de esto con los pastores y los ermitaños del pobre Juan del Enzina, que con haber pasado en [p. 287] Roma la mitad de su vida, nunca perdió el hábito charro ni el dejo salamanquino?

Los modelos que influyeron en él, los que modificaron su gusto después de la publicación de su Cancionero, fueron dos libros castellanos en prosa, de muy desigual mérito, pero igualmente leídos por sus contemporáneos: la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, y la Celestina. La primera había puesto de moda la casuística sentimental, los devaneos de la pasión, la apoteosis del suicidio por amor: la segunda había abierto las fuentes del realismo más amplio, y quedaba como un tipo dramático posible para lo porvenir, aunque su misma perfección le relegase a la lectura y le privase de influencia directa sobre el arte de su tiempo.

Enzina se asimiló de uno y otro libro algunos elementos, y los incorporó bien o mal en su incipiente dramaturgia; si bien de la Celestina no acertó a imitar sino la parte más trivial, las escenas de bajo cómico, las que por su grosería misma habían de tentar más a los lectores vulgares y a los imitadores de corto vuelo. Una escena episódica, ya citada, de la égloga de Plácida y Vitoriano, basta y sobra para comprender lo que Enzina podía hacer en este género.

Mucho más se inspiró en la Cárcel de Amor, porque no era tan inaccesible el modelo, y además porque su educación de trovador le ayudaba. Puso en buenas coplas aquellas eternas lamentaciones de esquiveces y desdenes; trató con bastante habilidad todos los lugares comunes del romanticismo erótico; y buscó el efecto trágico haciendo que sus enamorados se diesen cruda muerte por sus propias manos; si bien en la Farsa de Plácida y Vitoriano, condolido de la mala suerte de la protagonista, hizo que la propia diosa Venus bajase a resucitarla por ministerio de Mercurio. Los escrúpulos de ortodoxia le detuvieron todavía menos que al autor de la Cárcel. En el primitivo final de la Égloga de Fileno y Zambardo, tal como se lee en la edición suelta gótica, aunque luego se suprimió en el Cancionero de 1509, se canoniza con la mayor frescura al suicida pastor Zambardo. [1] En la Farsa de [p. 288] Plácida y Vitoriano, la irreverencia y la profanación van todavía más lejos, y nadie se asombrará de que el Santo Oficio la pusiera en sus índices, cuando lea la Vigilia de la enamorada muerta, que es una monstruosa parodia de las preces por los difuntos, en el estilo de las Liciones de Job, de Garci Sánchez de Badajoz, o de la Misa de Amor, de Suero de Ribera, y con invocaciones de esta guisa:

       Cupido, Kirieleison;
       Diva Venus, Christeleison;
       Cupido, Kirieleison;

o cuando llegue a la oración, no menos estrambótica y malsonante, que Vitoriano hace a la diosa Venus, encomendándole su alma para que la ponga con las de Píramo y Tisbe y Hero y Leandro.

La égloga de Fileno y Zambardo (que Juan de Valdés llama comedia o farsa) difiere de todas las demás de su autor por la continua gravedad del estilo, sin mezcla alguna de gracejos, y por la entonación y énfasis de la versificación, que es siempre en coplas de arte mayor; metro nada propio del teatro, lo cual acrecienta el mérito de Juan del Enzina en algunos trozos en que la expresión de los afectos es viva y elegante, sin menoscabo de la sencillez:

       La sierpe y el tigre, el oso, el león,
       A quien la natura produjo feroces,
       Por curso de tiempo conoscen las voces
       De quien los gobierna, y humildes le son.
        [p. 289] Mas ésta, do nunca moró compasión,
       Aunque la sigo después que soy hombre
       Y soy hecho ronco llamando su nombre,
       Ni me oye, ni muestra sentir mi pasión. [1]

Otros lugares de esta pequeña tragedia caen en lo declamatorio, y adolecen de languidez y monotonía; pero el conjunto satisface por la templada armonía de sentimiento y estilo, y no carece de cierta poesía melancólica, siendo además digna de notarse la semejanza que tiene este cuadrito dramático con el episodio de Grisóstomo en el Quixote, y con la canción del desesperado pastor.

Menos me contenta la égloga o farsa de Plácida y Vitoriano, [2] no obstante que tan buen crítico como Juan de Valdés la puso [p. 290] sobre todas las restantes. Es más larga que ninguna, y tiene más complicación de elementos dramáticos, ya sentimentales, ya naturalistas, ya fantásticos y mitológicos, pero no están combinados, sino meramente yuxtapuestos, con tan poco artificio, que más de la mitad de las escenas (si tal nombre merecen) podrían disgregarse, sin que se cercenara en un ápice el pobrísimo argumento. Se ve que esta pieza tiene más pretensiones literarias que ninguna de las otras, acaso en consideración al auditorio romano, para quien fué escrita y representada. El autor, en algunos versos del Introito, la llamó comedia, y este mismo Introito, cuyo uso generalizó después el ingenioso autor de la Propaladia, [p. 291] es remedo clarísimo de los prólogos del teatro latino e italiano: quizá la única cosa que Juan del Enzina tomó de ellos. La versificación es excelente, sobre todo en los monólogos de Plácida, que expresan con ardor y vehemencia la rabiosa pasión de los celos. En esta parte afectiva, nunca Enzina había rayado tan alto, y a esto atendería principalmente Juan de Valdés en su elogio:

       ¡Que se vaya!... Yo estoy loca,
       Que digo tal herejía...
       Lástima que tanto toca,
       ¿Cómo salió por mi boca?
       ¡Oh qué loca fantasía!
                Fuera, fuera,
       Nunca Dios tal cosa quiera;
       Que en su vida está la mía.
       .............................................
       Cúmplase lo que Dios quiera;
       Venga ya la muerte mía,
       Si le place que yo muera.
       ¡Oh quién le viera e oyera
       Los jurametos que hacía
                Por me haber
       ¡Oh maldita la mujer
       Que en juras de hombres confía!
       ......................................................
       Do está el corazón abierto,
       Las puertas se abren de suyo.
        [p. 292] No verná, yo lo sé cierto;
       Con otra tiene concierto;
       Cuitada, ¿por qué no huyo?
                ¿Dónde estoy?
       No sé por qué no me voy,
       Que esperando me destruyo...
       ...............................................
       Contra tal apartamiento
       No prestan hechicerías,
       Ni aprovecha encantamiento;
        Echo palabras al viento,
       Penando noches e días.
                ¿Dónde estás?
       Di, Vitoriano, ¿do vas?
       Di, ¿no son tus penas mías?
       Di, mi dulce enamorado,
       ¿No me escuchas ni me sientes?
       ¿Dónde estás, desamorado?
       ¿No te duele mi cuidado,
       Ni me traes a tus mientes?
                ¿Do la fe?
       Di, Vitoriano, ¿por qué
       Me dejas y te arrepientes?
       ..............................................
       ¡Oh fortuna dolorosa!
       ¡Oh triste desfortunada,
       Que no tengo dicha en cosa,
       Siendo rica y poderosa,
       Y de tal emparentada!
                Fados son:
       En el viernes de Pasión
       Creo que soy baptizada.
       ..............................................
       Quiero sin duda ninguna
       Procurar de aborrecello,
       Mas ¡niña! desde la cuna
       Creo que Dios o fortuna
       Me predestinó en querello.
                ¡Qué lindeza,
       Qué saber y qué firmeza,
        Qué gentil hombre y qué bello!
       No le puedo querer mal,
       Aunque a mí peor me trate.
       No veo ninguno tal,
       Ni a sus gracias nadie igual,
       Por más que entre mil lo cate.
                 [p. 293] Mas con todo,
       Vivir quiero de este modo,
       Por más que siempre me mate.
       Por las ásperas montañas
       Y los bosques más sombríos,
       Mostrar quiero mis entrañas
       A las fieras alimañas,
       Y a las fuentes y a los ríos;
       Que, aunque crudos,
       Aunque sin razón y mudos,
       Sentirán los males míos...

Esto es pasión de mujer enamorada y celosa. Las quejas e imprecaciones de la pharmaceutria de Teócrito y de Virgilio (que quizá recordaba Juan del Enzina, puesto que las había traducido en las Bucólicas del mantuano) son más artísticas, pero no más sinceras ni más humanas que éstas. ¿Quién sabe a dónde hubiera podido llegar, en época más adelantada para el arte dramático, el poeta que de tal modo hacía sentir y hablar a sus personajes? Tales aciertos, y no son los únicos, compensan con usura todos los rasgos de mal gusto que hay en esta farsa; la ya citada Vigilia de la enamorada muerta, y una pueril e insufrible escena en ecos, sin contar con la obligada intervención de los pastores, que en esta pieza no tienen gracia ninguna ni sirven más que de estorbo.

En conjunto, sin embargo, Plácida y Vitoriano me parece inferior a otra égloga mucho más breve de Juan del Enzina, la de Cristino y Febea, si ya no me engaña la vanidad de ser poseedor del único ejemplar conocido de ella. Se imprimió suelta en letra gótica, pero no fué incluída en ninguna de las ediciones del Cancionero, y apenas nos explicarnos cómo pudo salvarse de la censura inquisitorial, puesto que por el fondo lo merecía tanto o más que la de Plácida y Vitoriano, aunque fuese mucho más delicada la forma. Un ermitaño, a quien el dios de Amor hace ahorcar los hábitos, tentándole con la hermosura de una ninfa, es el protagonista de esta sencilla fábula, muy lindamente escrita y versificada, pero que no respira más que alegría sensual y epicúreo contentamiento de la vida. No creemos que el autor tuviese en mientes disuadir a nadie de la vida ascética y contemplativa, pero lo cierto es que de su obra no resulta otra moraleja:

        [p. 294] Las vidas de las hermitas
                Son benditas,
       Mas nunca son hermitaños
       Sino viejos de cient años,
       Personas que son prescritas,
       Que no sienten poderío
                Ni amorío,
       Ni les viene cachondez;
       Porque, mía fe, la vejez
       Es de terruño muy frío.
       Y es la vida del pastor
                Muy mejor,
       De más gozo y alegría;
       La tuya de día en día
       Irá de mal en peor.
       .............................................
       ¿Cómo podrás olvidar
                Y dejar
       Nada destas cosas todas:
       De bailar, danzar en bodas,
       Correr, luchar y saltar?
       Yo lo tengo por muy duro,
                Te lo juro,
       Dejar zurrón e cayado,
       Y de silbar el ganado;
       No podrás, yo te seguro.
       ¡Oh qué gasajo y placer
                Es de ver
        Topetarse los carneros,
       Y retozar los corderos,
       Y estar a verlos nacer!
       Gran placer es sorber leche
                Que aproveche,
       E ordeñar la cabra mocha
       E comer la miga cocha;
       Yo no sé quién lo deseche.
       Pues si digo el gasajar
                Del cantar,
       Y el tañer de caramillos,
       Y el sonido de los grillos,
       Es para nunca acabar...

Con la misma hechicera ingenuidad está escrita toda la pieza, en que probablemente su autor no vería mal ninguno. La intervención del Amor, y otras circunstancias bien obvias, recuerdan, [p. 295] como ya hemos advertido, el Diálogo de Rodrigo de Cota, aunque éste de Enzina es mucho más teatral. [1]

Tal es, examinado muy a la ligera, el teatro de Juan del Enzina, del cual sólo hemos dicho lo preciso para no dejar incompleta, en parte tan esencial, su semblanza. El estudio analítico de estas piezas ha sido hecho ya, y bien hecho, por Moratín, Martínez de la Rosa, Schack, Cañete y otros, y últimamente, y con más extensión, por Cotarelo; y no hay para qué rehacerle en un trabajo como el nuestro, consagrado principalmente a la historia de la lírica.

En torno de Juan del Enzina [2] se agrupa una falange bastante numerosa de poetas, que constituyen nuestra primera escuela dramática. Alguno de ellos, como Francisco de Madrid, apenas puede llamarse discípulo suyo, puesto que la única égloga que conocemos de él es de 1494. Pero la mayor parte de los restantes sí lo son, descollando entre ellos, como el más próximo al maestro, Lucas Fernández, salmantino como él, y como él músico y poeta (según toda apariencia), menos fecundo que Enzina, y quizá menos espontáneo que él, pero más reflexivo, más artista, no inferior en los donaires cómicos y en las escenas pastoriles, y mucho más viril, más austero en las representaciones sagradas, hasta llegar a la elocuencia trágica que rebosa en el Auto de la Pasión.

Pero ni Lucas Fernández, ni Diego de Ávila, ni el clásico y correcto Hernán López de Yanguas, a quien bien se le mostraba [p. 296] ser latino, según la expresión de Juan de Valdés; ni el pedantesco Bachiller de la Pradilla, ni Martín de Herrera, ni otros de los cuales todavía nos queda alguna obra, prescindiendo de todos aquellos de quienes sólo restan nombres y títulos de farsas, desgraciadamente perdidas o no descubiertas hasta ahora, innovaron cosa alguna substancial en la fórmula dramática dada por Juan del Enzina. Las verdaderas innovaciones las hicieron a un tiempo mismo Gil Vicente en Lisboa, y Torres Naharro en Roma. Así el portugués como el extremeño eran ingenios muy superiores a Enzina, y el paso que hicieron dar a nuestra dramática fué mucho más avanzado. Crearon la verdadera comedia, que Enzina no había hecho más que vislumbrar, pero salieron de su escuela, comenzaron por seguir sus huellas, fecundaron los gérmenes que él había sembrado, y una parte de su gloria debe reflejar sobre el iniciador y el patriarca de nuestra escena. La posteridad así lo reconoce, le hace plena justicia, y estudia amorosamente sus cándidos bocetos, encontrando quizá en ellos algo que falta en las producciones más brillantes de las épocas de decadencia, porque, como dijo bellamente un sabio artista nuestro del siglo XVI, «con más brío comienza a salir una planta del suelo, aunque sea una hojita sola, que cuando se va secando, aunque esté cargada de hojas». Estamos ya muy lejos de los días en que el nombre de Juan del Enzina sólo servía para canonizar disparates o para encarecer antiguallas; [1] en que el gran Quevedo [p. 297] hablaba de él como de una persona semifabulosa; y en que el P. Isla, jugando del vocablo, le hacía escribir cartas desde Fresnal del Palo contra los cirujanos romancistas de su tiempo. Ni tampoco es posible asentir ahora a la especie de desdén con que le trataron los clásicos del siglo XVI, especialmente Hernando de Herrera, que en obsequio a un ideal artístico sin duda más elevado, pero no sin mezcla de intolerante dogmatismo, le tachó de rudo, bárbaro, rústico, [1] calificaciones que, tratándose de lengua y estilo, son siempre muy relativas, y que de ningún modo cuadran al discípulo de Nebrija, al traductor de Virgilio, al familiar de León X, al que fué a su modo, y con el estilo de su tiempo, un hombre del Renacimiento. La estética de nuestros días, más hospitalaria que la antigua preceptiva, comienza a rehabilitar a Juan del Enzina en su doble calidad de poeta y de músico. ¡Ojalá que el presente estudio pueda contribuir en algo a tan justa reparación, porque si Juan del Enzina no fué gran poeta, fué a lo menos un poeta muy simpático, y que dejó la semilla de cosas grandes!

Gil Vicente y Torres Naharro cultivaron también la lírica a par de la dramática, y en tal concepto solicitan ahora nuestra atención. Pero antes de hablar del primero, aunque muy rápidamente, es preciso conocer el círculo literario en que vivió, la legión de poetas bilingües nacidos en Portugal, cuyas obras están recogidas en el Cancionero de Resende.

Notas

[p. 222]. [1] . Cañete (don Manuel): Teatro completo de Juan del Enzina, publicado por la Academia Española en 1893, con adiciones del Sr. Barbieri.

Asenjo Barbieri (don Francisco): Cancionero musical español de los siglos XV y XVI, publicado por la Academia de San Fernando en 1890.

Cotarelo (don Emilio): Juan del Encina y los orígenes del Teatro español (artículos publicados en La España Moderna, 1894).

Mitjana (don Rafael): Sobre Juan del Encina, músico y poeta. Nuevos datos para su biografía. Málaga 1895.

[p. 222]. [2] .        Los años cincuenta de mi edad cumplidos,
                                  ....................................................................
                                  Terciado ya el año de los diez y nueve;
                                  
Después de los mil y quinientos encima,
                                  Y el fin ya llegado de la vera prima,
                                  Que el día es prolijo, la noche muy breve,
                                  Mi cuerpo y mi alma de Roma se mueve.
                                  Tomando la vía del santo viaje...

[p. 224]. [1] .                     JUAN

                                Y acuntó que en aquel día
                                  Era muerto un sacristán.

                                      RODRIGACHO
                                  ¿Qué sacristán era, di?         
                                             JUAN
                                  Un huerte canticador.
       
                                                ANTON
                                  ¿El de la igreja mayor?
       
                                            JUAN
                                          Ese mesmo.
       
                                       RODRIGACHO
                                               ¿Aquese?
       
                                          JUAN
                                                Sí.
           
                                       RODRIGACHO
                                                   ¡Juro a mi
                               Que canticaba muy bien!
                         
                                       MIGUELLEJO
                                  ¡Oh, Dios lo perdone, amén!
                         
                                          ANTON
                               Hágante cantor a ti.
  
                                       RODRIGACHO
                               El diabro te lo dará,
                            Que buenos amos te tienes;
                            Que cada que vas e vienes,
                            Con ellos muy bien te va.
       
                                         MIGUELLEJO
                                          No están ya
                         Sino en la color del paño;
                         Más querrán cualquier extraño
                         Que no a ti que sos d'allá.
                
                                 RODRIGACHO
                          Dártelo han, si son sesudos.         
                                   JUAN
                           Sesudos e muy devotos;
                          Mas hanlo de dar por votos.
                         
                              RODRIGACHO
                          Por votos no, por agudos.
                          Aún los mudos
                          Habrarán que te lo den.
                
                                      JUAN
                          Mía fe, no lo sabes bien;
                           Muchos hay de mí sañudos.
                          .................................................
                          Los unos no sé por qué,
                          E los otros no sé cómo,
                         Ningún percundio les tomo,
                          Que nunca lle lo pequé.
                
                                   MIGUELLEJO
                                                         A la fe,
                          Unos dirán que eres lloco,
                           Los otros que vales poco.
       
                                       JUAN
                          Lo que dicen bien lo sé.

[p. 227]. [1] . A. Graf, Attraverso il Cinquecento (Torino, 1888), páginas 264-265, refiriéndose a la carta publicada por Luzio, en su Memoria sobre Federico Gonzaga ostagio alla corte di Giulio II (en el Arc. della R. Società Romana di Storia patria).

[p. 227]. [2] . Por ejemplo, la cena de II de enero del mismo año 1513, también en casa del Cardenal de Mantua, y en la cual, además de los comensales ya citados (entre los cuales no falta, por supuesto, la famosa Albina), estuvieron el Arzobispo de Salerno, el de Spalatro, el Obispo de Ficarico, Bernardo da Bibbiena (que fué después cardenal, autor de la desvergonzadísima comedia Calandria, una de las más antiguas del teatro italiano) y el bufón de León X, Fr. Mariano, que hizo a la mesa sus acostumbrados caprichos. Por final, dice candorosamente el narrador: Dopo cena, lasso judicar a V. Ex. che si fece.

 

[p. 228]. [1] . El documento original no ha sido encontrado aún, por haber cambiado de numeración los legajos de aquel archivo, pero no parece que puede dudarse de su existencia, puesto que lo que se cita de su contenido nada afirma que sea inverosímil, y que no encaje perfectamente con todo lo demás que sabemos de la vida de Enzina.

[p. 232]. [1] . Dice así esta acta, descubierta por don Juan López Castrillón y comunicada por él a Barbieri, que la dió a luz en su Cancionero Musical (página 29):

«En el cabildo alto de la iglesia de León, lunes catorce días del mes de marzo de mil e quinientos e diez e nueve años, estando los señores en su cabildo, seyendo primiciero el reverendo señor D. Felipe Lista, chantre de la dicha iglesia, estando el señor Antonio de Obregón, canónigo, en nombre e como procurador del señor Juan del Enzina, residente en la corte de Roma, presentó ante los dichos señores una bulla e presentación del Priorazgo de la dicha iglesia, fecha al dicho Juan del Enzina por nuestro muy santo padre por resignación de mi señor García de Gibraleón, e por virtud de la cual e del juramento fulminado, pidió e requirió a los dichos señores que le diesen la posessión, e luego los dichos señores le dieron la dicha possesión e le asignaron locación in capitulo et choro, e juró en forma de ánima de su parte de observar sus estatutos el consuetudines. Testigos los señores Francisco de Robles, e Matheo de Argüello, e Alonso García, canónigos.»

[p. 236]. [1] . Es decir, nos dió la comunión.

Este capellán del Marqués de Tarifa, a quien algunos han confundido con Juan del Enzina, se llamaba Juan de Tamayo, según consta en un documento del Archivo de la casa de Alcalá (hoy de Medinaceli), dado a luz por Cañete y Barbieri:

«Yo Gil de Galdiano, canónigo de Tudela, doy fe que confesé al Sr. don Fadrique Enríquez de Ribera, Marqués de Tarifa, en Jerusalén, dentro en la Iglesia del Santo Sepulcro, sabado en la noche seis días del mes de Agosto de quinientos e diez e nueve años, e yo Jvan de Tamayo, clérigo español, doy fee como otro día siguiente, domingo siete del dicho mes de Agosto en la mañana, comulgué al dicho señor Marqués dentro en la capilla del Santo Sepulcro, diciendo misa encima dél con su hábito blanco vestido y con la cruz de la orden de Santiago, puesta en él, y porque es verdad firmamos aquí nuestros nombres. Fecho en Jerusalén, etc., etc.»

[p. 237]. [1] . Esta primera edición de la Trivagia está citada por Nicolás Antonio, pero no sé que ninguno de los bibliógrafos modernos haya llegado a verla. Hay muchas posteriores, entre ellas las de Lisboa, 1580; Sevilla, por Francisco Pérez, 1606; Lisboa, por Antonio Álvarez, 1608; Madrid, 1733, por Francisco Martínez Abad, y 1786, por Pantaleón Aznar (que es la más común), con el título de Viaje y Peregrinación que hizo y escribió en verso castellano el famoso poeta Juan del Enzina, en compañía del Marqués de Tarifa, en que refiere lo más particular de lo sucedido en su Viaje y Santos Lugares de Jerusalem. Algunas de estas ediciones llevan unida la relación en prosa del Marqués de Tarifa, así encabezada: «Este es el libro de el viaje que hize a Jerusalem, e de todas las cosas que en él me pasaron, desde que salí de mi casa de Bornos, miércoles 24 de Noviembre de 1518, hasta 20 de Octubre de 1520, que entré en Sevilla, yo Don Fadrique Enrríquez de Ribera, Marqués de Tarifa. No puedo decir si en las más antiguas se halla el Romance y suma de todo el viaje de Joan del Encina, que comienza:

       Yo me partiera de Roma
       Para Jerusalen ir...

romance pedestre y de ciego, de cuya autenticidad dudan algunos, no sé con qué fundamento.

[p. 239]. [1] . Historia de las antigüedades de la ciudad de Salamanca, 1602, página 576.

[p. 240]. [1] . Véase el Cancionero musical de los siglos XV y XVI, transcrito y comentado por Francisco Asenjo Barbieri, individuo de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Publícalo la misma Academia, 1890. El número total de composiciones del Cancionero (todas con letra y música) son 460.

[p. 240]. [2] . Cancionero de las obras de Juan del Enzina.

Colofón: «Deo gracias. Fué impreso en Salamanca a veynte días del mes de Junio de Mill.CCCC. e XCVI años.» Fol., let. gótica, 196 hojas, sin incluir el título. (Biblioteca de la Real Academia Española. Hay otro en la del Escorial.)

—Sevilla, 1501, por Juanes de Pegnicer y Magno Herbst, 16 de enero de 1501. (Biblioteca ducal de Wolfembüttel.)

—Cancionero de todas las obras de Juan del Enzina, con otras añadidas.

«Fué emprimida esta presente obra en la muy noble e muy leal cibdad de Burgos por Andrés de Burgos, por mandado de los honrrados mercaderes Francisco aada e Juan Thomas Aavario: la qual se acabó a xiii días de Febrero en el año del Señor Mill y quinientos y cinco.» Fol., let. gót., 101 hojas. (Biblioteca Nacional; procedente de la de Bölh de Faber.)

—Cancionero de todas las obras de Juan del Enzina.

«Fué esta presente obra emprimida por Hans Gysser alemán de Silgenstat en la muy noble e leal cibdad de Salamanca: la qual acabose a V. de enero del año de mill quinientos e siete.» (Biblioteca de Palacio.)

—Cancionero de todas las obras de Juan del Enzina, con las coplas de Zambardo e con el Auto del Repelón... e con todas otras cosas nuevamente añadidas.

«Fué esta presente obra emprimida por Hans Gysser, alemán de Silgenstat, en la muy noble e leal cibdad de Salamanca: la qual dicha obra sc acabó a 7 del mes de Agosto del año de 1509 años.» Fol., let. gót., 104 hojas. (Biblioteca Imperial de Viena y Biblioteca particular que fué de don Pascual de Gayangos.)

—Zaragoza, 1512. (Mayans es el único que cita esta edición.)

—Cancionero de todas las obras de Juan del Enzina.

«Fué imprimido el presente libro llamado Cancionero, por Jorje Coci, en Çaragoça. Acabose a xv días del mes de deziembre. Año de mill e quinientos e deziseys años.» Fol., let. gót., 98 hs. dobles. (Biblioteca Nacional. Magnífico ejemplar que perteneció a don Agustín Durán. Salvá tuvo otro.)

Gallardo (tomo II de su Ensayo, art. Enzina) es quien más detalladamente describe la mayor parte de estas ediciones.

[p. 246]. [1] . He reimpreso dos veces este tratadito, primero en los apéndices al tomo II de la Historia de las ideas estéticas en España, y después en el tomo V de esta ANTOLOGÍA. [También en Ed. Nac. Vol. V].

[p. 252]. [1] . Por ser posterior en un año a la primera edición del Cancionero, no pudo entrar en él; pero se imprimió aparte, en un pliego rarísimo, de letra gótica, cuatro hojas en folio, de papel y tipos idénticos a los del Cancionero, al fin del cual se halla encuadernado en el ejemplar de la Academia Española.

[p. 256]. [1] . Estos dos versos puso Quevedo en la Visita de los chistes en boca de Pero Grullo.

[p. 256]. [2] . Creo que es la primera vez que se nombra en nuestra literatura a este personaje legendario. ¿Habría ya algún libro de cuentos relativo a él?

[p. 262]. [1] . No sabemos qué interpretación racional puede darse a la extraña alusión que contienen estos versos del poema obsceno Pleito del Manto, incluído por primera vez en el Cancionero General de 1514:

           Ante Torrellas apelo,
       Que merece mil renombres,
       Porque sostuvo sin velo,
       Mientras estuvo en el suelo,
       El partido de los hombres;
       E si dijeren que es muerto,
       Por ser del siglo pasado,
       En Salamanca, por cierto,
        Un hijo suyo encubierto,
       
Tiene su poder cumplido.
           El cual es aquel varón
       Que muy justo determina,
       Sabidor con discreción
        Que llaman Juan del Encina...

Si se trata de paternidad física, tal especie necesitaría apoyo en algún documento más serio. Y si se trata de paternidad intelectual, en el sentido de que Juan del Enzina hubiese adoptado o heredado las ideas del caballero catalán y especialmente su aversión a las mujeres, que tan cara le costó, según la leyenda; nada hay más contrario a lo que resulta de estos versos, y especialmente del final de ellos, que no sería gran muestra de ternura filial, si hubiera de tomarse al pie de la letra lo que dice el Pleito:

       ¡Bendito quien las sirviere
       Y ensalzare su corona!
       ¡Viva, viva la persona
       Del que más suyo se viere!
       Muera quien mal las desea
       Peor muerte que Torellas:
       En placer nunca se vea
       Y de Dios maldito sea
       El que dijere mal de ellas.

[p. 265]. [1] . Número 329 del Cancionero musical de Barbieri.

[p. 267]. [1] . Este villancico no se halla en el Cancionero de Juan del Enzina, pero si en el Cancionero musical de la Biblioteca de Palacio. Otra variante de él, o más bien otra composición anónima sobre el mismo tema, se lee en un pliego suelto gótico que empieza con las Coplas de Antón Vaquerizo de Moraña.

 

[p. 269]. [1] . De estos romances aconsonantados era fácil el tránsito a las redondillas, trabando los versos impares, como alguna vez hizo Juan del Enzina:

       Yo me estaba reposando,
       Durmiendo como solía,
       Recordé triste llorando
       La gran pena que sentía...

Es exactamente el metro en que está compuesto el antiguo Poema de Alfonso Onceno.

 

[p. 273]. [1] . Véase el curiosísimo estudio del Dr. Milá y Fontanals, Orígenes del catalán, que ha publicado en el tomo sexto de sus Obras (1895).

[p. 276]. [1] . Representación a la muy bendita pasión y muerte de Nuestro precioso Redemptor: adonde se introducen dos ermitaños, el uno viejo y el otro mozo, razonándose como entre padre y hijo, camino del Santo Sepulcro; y estando ya delante del monumento, allegóse a razonar con ellos una mujer llamada Verónica, a quien Cristo, cuando Ie llevaban a crucificar, dejó imprimida la figura de su glorioso rostro en un paño que ella le dió para se alimpiar del sudor y sangre que iba corriendo. Va a esto mesmo introducido un Angel que vino a contemplar en el monumento, y les trajo consuelo y esperanza de la santa resurrección.

Representación a la santísima resurrección de Cristo: adonde se introducen Josef y la Madalena, y los dos discípulos que iban al castillo de Emaús; los cuales eran Cleofás y San Lucas, y cada uno cuenta de qué manera le apareció nuestro Redentor. Y primero Josef comienza contemplando el sepulcro en que a Cristo sepultó; y después entró la Madalena, y estándose razonando con él, entraron los otros dos discípulos; y en fin, uino un Angel a ellos por les acrescentar el alegría y la fe de la resurrección.

[p. 276]. [2] . Egloga representada en la noche de la Navidad de nuestro Salvador, adonde se introducen dos pastores, uno llamado Juan, e otro Mateo; e aquel que Juan se llamaba, entró primero en la sala adonde el duque e duquesa estaban, e en nombre de Juan del Enzina llegó a presentar cient coplas de aquesta fiesta a la señora duquesa; e el otro pastor llamado Mateo, entró después desto, e en nombre de los detractores e maldicientes comenzóse a razonar con él, e Juan estando muy alegre e ufano, porque sus señorías le habían ya recebido por suyo, venció la malicia del otro. Adonde prometió que venido el mayo sacaría la compilación de todas sus obras, porque se las usurpaban e corrompían, e porque no pensasen que toda su obra era pastoril, según algunos decían, mas antes conosciesen que a más se extendía su saber.

—Egloga representada en la misma noche de Navidad, adonde se introducen los mesmos pastores de arriba: e estando éstos en la sala adonde los maitines se decían, entraron otros dos pastores, que Lucas e Marco se llamaban, e todos cuatro en nombre de los cuatro evangelistas, de la natividad d Cristo se comenzaron a razonar.

—Egloga trovada por Juan del Enzina, representada la noche de Navidad, en la cual a cuatro pastores, Miguellejo, Juan, Rodrigo e Antón llamados, que sobre los infortunios de las grandes lluvias e la muerte de un sacristán se razonaban, un ángel aparesce, e el nascimiento del Salvador, les anunciando, ellos con diversos dones a su visitación se aparejan.

 

[p. 280]. [1] . Partidas Iª, tít. VI, ley 34, y 7º, tít. VI, ley 4.

[p. 280]. [2] . Aucto del Repelón. En el cual se introducen dos pastores, Piernicuerto e Johan Paramas, los cuales estando vendiendo su mercadería en la plaza, llegaron ciertos estudiantes que los repelaron, faciéndoles otras burlas peores. Los aldeanos, partidos el uno del otro por escaparse dellos, el Johan Paramas se fué a casa de un caballero: e entrando en la sala, fallándose fuera del peligro, comenzó a contar lo que le acaeseió. Sobreviene Piernicuerto en la rezaga, que le dice cómo todo el hato se ha perdido; e entró un Estudiante, estando ellos fablando, a refacer la chanza, al cual como le vieron solo, echaron de la sala. Sobrevienen otros dos pastores, le canta Johan Paramas un villancico.

[p. 280]. [3] . Egloga representada en la noche postrera de Carnal, que dicen de Antruejo o Carnestollendas: adonde se introducen cuatro pastores, llamados Beneito y Bras, Pedruelo y Lloriente. Y primero Beneito entró en la sala adonde el Duque y Duquesa estaban, y comenzó mucho a dolerse y acuitarse porque se sonaba que el Duque, su señor, se había de partir a la guerra de Francia; y luego tras él entró el que llamaban Bras, preguntándole la causa de su dolor; y después llamaron a Pedruelo, el cual les dió nuevas de paz, y en fin, vino Lloriente que les ayudó a cantar.

Egloga representada la mesma noche de Antruejo o Carnestollendas: adonde se introducen los mesmos pastores de arriba, llamados Beneito y Bras, Lloriente y Pedruelo. Y primero Beneito eutró en la Sala adonde el Duque y Duquesa estaban, y tendido en el suelo, de gran reposo comenzó a cenar; y luego Bras, que ya había cenado, entró diciendo «Carnal fuerar», mas importunado de Beneito, tornó otra vez a cenar con él, y estando cenando y razonándose sobre la venida de Cuaresma, entraron Lloriente y Pedruelo, y todos cuatro juntamente, comiendo y cantando con mucho placer, dieron fin a su festejar.

 

[p. 283]. [1] . Egloga representada en requesta de unos amores: adonde se introduce una pastorcica, llamada Pascuala, que yendo cantando con su ganado, entró en la sala adonde el Duque y Duquesa estaban. Y luego después della entró un pastor llamado Mingo, y comenzó a requerilla; y estando en su requesta, llegó un escudero, que también preso de sus amores, requestándola y altercando el uno con el otro, se la sosacó y se tornó pastor por ella.

Egloga representada por las mesmas personas que en la de arriba van introducidas, que son un pastor que de antes era escudero, llamado Gil, y Pascuala, y Mingo, y su esposa Menga, que de nuevo agora aquí se introduce. Y primero Gil entró en la sala adonde el Duque y Duquesa estaban; y Mingo, que iba con él, quedóse a la puerta espantado, que no osó entrar; y después, importunado de Gil, entró y en nombró de Juan del Enzina llegó a presentar al Duque y Duquesa, sus señores, la copilación de todas sus obras, y allí prometió de no trovar más, salvo lo que sus señorías le mandasen. Y después llamaron a Pascuala y a Menga, y cantaron y bailaron con ellas. Y otra vez tornándose a razonar allí, dejó Gil el hábito de Pastor, que ya había traído un año, y tornóse del palacio, y con él juntamente la su Pascuala. Y en f in, Mingo y su esposa Menga, viéndolos mudados del palacio, crecióles envidia, y aunque recibieron pena de dejar los hábitos pastoriles, también ellos quisieron tornarse del palacio y probar la vida d' el. Así que todos cuatro juntos, muy bien ataviados, dieron fin a la representación cantando el villancico del cabo.

 

[p. 284]. [1] . Representación por Juan del Enzina, ante el muy esclarescido e muy illustre Príncipe don Juan, nuestro soberano señor. Introdúcense dos pastores, Bras e Juanillo, e con ellos un Escudero, que a las voces de otro pastor, Pelayo llamado, sobrevinieron; el cual, de las doradas frechas del Amor mal herido se quejaba; al cual, andando por dehesa vedada con sus frechas e arco, de su gran poder ufanándose, el sobredicho pastor había querido prendar.

Gallardo, al reimprimir esta pieza en el número 5º de El Criticón, la llamó El triunfo de amor.

 

  [p. 287]. [1] .                      ZAMBARDO

                                  No rueguen por él, Cardonio, que es sancto,
                                  Y así lo debemos nos de tener.
                               Pues vamos llamar los dos sin carcoma
                                  Al muy santo crego que lo canonice;
                                  Aquel que en vulgar romance se dice
                                  Allá entre groseros el Papa de Roma.
                                  ................................................................
                                                                 GIL
                                  ¿Qué es lo que queréis, oh nobres pastores?

                                                        ZAMBARDO
                                  Queremos rogar queráis entonar
                                  Un triste requiem que diga de amores.

[p. 289]. [1] . Egloga trovada por Juan del Enzina, en la cual se introducen tres pastores, Fileno, Zambardo e Cardonio. Donde se recuerda como este Fileno, preso de amor de una mujer llamada Cefira, de cuyos amores viéndose muy desfavorecido, cuenta sus penas a Zambardo y Cardonio. El cual, no fallando en ellos remedio, por sus propias manos se mata.

[p. 289]. [2] . Egloga nuevamente trovada por Juan del Enzina, en la cual se introducen dos enamorados, llamada ella Plácida y él Vitoriano: agora nuevamente emendada, y añadido un argumento, siquier introdución de toda la obra, en coplas, y más otras doce coplas que faltaban en las otras que de antes eran impresas. Con el «Nunc dimittis» trovado por el bachiller Fernando de Yanguas. (Con un largo argumento en prosa, distinto del Introito en verso, puesto en boca de Gil Cestero, que también cuenta de antemano la fábula de la pieza):

       Por daros algún solacio
       Y gasajo y alegría,
       Ahora que estoy de espacio,
       Me vengo acá por palacio.
       Y aun verná más compañía.
                ¿Sabéis quién?
       Gente que sabrá muy bien
       Mostraros su fantasía.
       Verná primero una dama
       Desesperada de amor;
       La cual Plácida se llama,
       Encendida en viva llama,
       Que se va con gran dolor
                Y querella
       Viendo que se aparta della
       Un galán su servidor.
       Entrará luego un galán,
       El cual es Vitorïano,
       Lleno de pena y afán
       Que sus amores le dan,
       Sin poder jamás ser sano:
                Porque halla
       Que l'es forzado y dejalla
       No es posible ni en su mano.
       Y él mismo lidia consigo,
       Y con él su pensamiento,
       Mas con suplicio, su amigo,
       Eslinda su pensamiento,
                Por hallar
       Remedio para aplacar
        El dolor de su tormento.
       Y aconséjale Suplicio
       Que siga nuevos amores
       De Flugencia y su servicio,
       Porque con tal ejercicio
       Se quitan viejos dolores.
                Mas aqueste
       Hirióle de mortal peste;
       Que las curas son peores,
       Y no se puede sufrir
       Sin a Plácida tornarse
       Aunque se fuerza a partir;
       Tornando por la servir,
       Halla que fué a emboscarse.
                Un pastor
       Le da nuevas de dolor,
       diciendo que fué a matarse.
       Y con él en busca della
       Va Suplicio juntamente.
       Yendo razonando della,
       Hallan qu´esta dama bella
       Se mató cabe una fuente.
                Y él así
       Se quiere matar allí,
       Y Venus no lo consiente.
       Mas antes hace venir
       A Mercurio desd'el cielo,
       Que la venga a resurgir
       Y le dé nuevo vivir,
       De modo que su gran duelo
                Se remedia,
        Y así acaba esta comedia
       Con gran placer y consuelo.

[p. 295]. [1] . Égloga nuevamente trobada por Juan del Enzina, adonde se introduce un pastor que con otro se aconseja, queriendo dejar este mundo e sus vanidades por servir a Dios; el cual después de haberse reatraido a ser hermitaño, el dios de Amor, muy enojado porque sin su licencia lo había fecho, una ninfa envia a le tentar, de tal suerte que, forzado del amor, deja los hábitos y la religión.

[p. 295]. [2] . Las obras dramáticas de Juan del Enzina, de las cuales sólo unas pocas habían sido incluídas en las colecciones de Moratín y Böhl de Faber (y éstas con muchas supresiones y enmiendas arbitrarias), han sido publicadas recientemente por la Academia Española, en un tomo que comenzó a imprimir Cañete en 1868, y terminó Barbieri en 1893. Este tomo se titula Teatro completo de Juan del Enzina; pero acaso con el tiempo podrá añadirse a él otra égloga de Navidad que Salvá dice haber visto impresa anónima, y que, a juzgar por su encabezamiento, apenas puede dudarse de que pertenezca a nuestro poeta.

Égloga interlocutoria: en la qual se introduzen tres pastores y vna zagala: llamados Pascual y Benito y Gilverto y Pascuala. En la qual recuenta cómo Pascual estaua en la sala del Duque y la Duquesa recontando cómo ya la seta de Mahoma se auia de apocar; y otras muchas cosas; y entra Benito y le traua de la capa, y él dice cómo quiere dejar el ganado y entrar al Palacio: y Benito le empieza de contar cómo Dios era nascido: y Pascual, por el gran gasajo que siente, le manda una borreca en albricias: y estándolo tanto alabando, dize Pascual que nunca quien quisiere, que le dexen lo suyo, y oyendo esto Gilverto, cómo tomó vn cayado para darle con él; y Benito los puso en paz; hasta que ya vienen á jugar á pares y á nones. E acabando de jugar empieçan de alabar sus amos: y assí se salen cantando su villancico.

 

[p. 296]. [1] . «Es más viejo que las coplas del Repelón», era dicho vulgar. Y sin duda le recordaba don Francisco de Quevedo, cuando escribía en un soneto a una vieja preciada de moza:

       Antes del Repelón, eso fue hogaño,
       Ras con ras de Caín o cuando menos..

[p. 297]. [1] . «Tocó esta fábula (la de Tántalo) aquel poeta Juan de l'Enzina, con la rudeza y poco ornamento que se permitía en su tiempo.» (P. 255 de las anotaciones a Garcilaso.)

«Juan de l'Enzina siguió este mismo lugar en su égloga V, pero tan bárbara y rústicamente, que ecedió a toda la ignorancia de su tiempo.»